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Libro Undécimo

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Año 1522

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- I -

Viene el Emperador a España. -Hace el camino por Ingalaterra. -Recíbenle solemnemente los reyes. -Tiene nueva el Emperador de lo que don Beltrán de la Cueva hacía sobre Fuenterrabía. -El conde de Miranda cobró la fortaleza de Maya, en Navarra.

     Acabadas con tanta felicidad las cosas de Lombardía, si bien en las fronteras de Flandes con Francia andaba harto viva la guerra entre franceses y flamencos, saliendo de los lugares fuertes a correrse y destruir la tierra, el Emperador determinó pasar en España, donde su vista era grandemente deseada y necesaria, para acabar de quietar los ánimos, que en las revueltas pasadas tanto se habían alborotado.

     Aprestaron ciento y cincuenta navíos, y cuatro mil alemanes o tudescos que trajo para la guardia de su persona, que sirvieron en España de sólo estragar la tierra.

     Quiso hacer su camino por Ingalaterra, visitando a los reyes sus tíos, de los cuales era amado.

     Dejó en el gobierno de los estados de Flandes a madama Margarita su tía, y por vicario del reino o Imperio de Alemaña a su hermano el infante don Fernando, archiduque de Austria.

     Hecho esto, partió de Bruselas a 24 de mayo deste año 1522. acompañándole el duque de Alba y otros muchos caballeros españoles que andaban en su corte. De Bruselas fué a Neporto, de ahí a Dunquerque, y llegó a embarcar en Calais, villa y puerto que el rey de Ingalaterra tenía en Picardía de Francia, donde estaba la armada. Esperábanle en Calais los embajadores y grandes de Ingalaterra, que salieron dos millas del lugar a le recibir.

     Otro día, que fué a 28 de mayo (en el cual su campo entró y saqueó a Génova), entró en un navío, y dentro de cuatro horas pasó aquel pequeño estrecho de mar, y llegó a Dovera o Dobla, lugar de Ingalaterra. Hízosele solemnísimo recibimiento, tanto, que en muchas hojas no se podrían escribir los arcos triunfales, las figuras, las medallas, pinturas curiosísimas de varias historias de divinas y profanas letras, dísticos de excelentes ingenios cuales los hay en aquella nación.

     Entre ellas había dos figuras en un riquísimo arco: la una del Emperador, otra del rey Enrico, con una letra que decía:

   Carolus et Enricus vivant, defensor uterque
                               Enricus fidei, Carolus Ecclesiae.
 
   Carlos y Enrico, que son defensores, vivan,
de la fe Enrico, de la Iglesia Carlos.

     Detúvose el Emperador con los reyes todo el mes de junio en Londres, mostrando los reyes su grandeza y amor en las soberbias fiestas que le hicieron. Confirmaron la liga y amistad contra el rey de Francia.

     Y para que fuese de todo punto firme y segura, se concertó que el Emperador casase con la infanta doña María, que tenía solos siete años, hija de los reyes Enrico y Catalina; y el Emperador quedó de dar ciento y treinta mil ducados al rey de Ingalaterra todos los años que hiciese guerra al rey de Francia, hasta que él casase con la dicha infanta doña María, o hasta que ganase tierras en Francia que los rentasen. Y así, el rey de Ingalaterra se declaró luego por enemigo del rey de Francia y le envió a desafiar.

     Asentadas estas cosas, puestas y concertadas para hacer la guerra contra el rey de Francia, a cuatro de julio, después de mediodía, partió y se embarcó el Emperador. Y otro día de mañana salió del puerto con tan favorable viento, que en solos diez días llegó, a 16 de julio, al puerto de Santander de España.

     Sola una desgracia tuvo de un navío que se quemó.

     Aquí le llegó nueva cómo en los días que se había detenido en Ingalaterra, don Beltrán de la Cueva, que como está dicho era general contra los franceses que tenían a Fuenterrabía, y estaba en San Sebastián, había habido un reencuentro señalado con ellos y con los alemanes y gascones que se habían juntado de Bayona de Francia, y con los que estaban en Fuenterrabía, y que don Beltrán había muerto muchos, y prendido casi trecientos, a vista de Bayona. Que había tomado el castillo de Beovia por fuerza de armas, que tenían franceses. Y los franceses que estaban en Fuenterrabía salieron por recobrarle, porque les importaba mucho, para seguridad de Fuenterrabía. Y que habida esta vitoria, había dado sobre San Juan de Luz, puerto de mar. Y habiéndolo entrado por fuerza de armas, había saqueado el lugar y quemado los navíos que allí estaban, y pasando adelante, había llegado a vista de Bayona, corriendo y robando la tierra, y así había vuelto vitorioso a San Sebastián.

     La cual vitoria acertó a ser en el mismo día que en el año pasado habían sido vencidos los franceses en la batalla cerca de Pamplona.

     Díjose más, que el conde Miranda, virrey de Navarra, había cobrado por combate la fortaleza de Maya, que los franceses habían tomado en aquel reino cuando ganaron a Fuenterrabía.

     Algunos de los alemanes que escaparon desta rota, como supieron que el Emperador traía los cuatro mil tudescos, se fueron a Santander por salvarse entre ellos; y el Emperador lo supo y los mandó buscar y justiciar en la plaza de Santander, porque siendo vasallos del Imperio servían a su enemigo.



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- II -

Gozo del reino por la venida del Emperador, y la artillería que trae. -Artillería que el Emperador metió en España este año. -Las mulas que tiraban toda esta artillería eran 2.128. -Muere el rey don Manuel de Portugal. -Vuelve a Castilla doña Leonor.

     Pues con nuevas tan favorables. y con la venida del Emperador, el reino se hinchó de gozo, y el condestable y almirante, que estaban en Vitoria, fueron luego a besar las manos al Emperador; y dél fueron tan bien recibidos como tales personas y sus grandes servicios merecían.

     Sucedió que cuando el Emperador llegó a Santander, el Papa Adriano estaba ya embarcado en Tarragona para pasar en Italia, y hizo luego su viaje de manera que no se pudieron ver, como deseaban.

     Partió el Emperador de Santander, caminando derecho a Palencia, donde llegó a 6 de agosto. Detúvose aquí quince o veinte días, y la infantería alemana que había traído, que eran los cuatro mil tudescos, mandó ir a San Sebastián, para apretar más a los franceses que estaban en Fuenterrabía.

     Trajo el Emperador consigo mucha y buena artillería para armar estos reinos, que estaban de ella faltos. La que fué y el orden con que se llevaba era: venía primero la guía que era un caballero en un caballo blanco, y éste miraba los pasos por donde había de pasar y tomaba el más seguro camino por donde pasase mejor y sin peligro ni trabajo. En pos de la guía venían los primeros veinte y ocho falconetes de a diez y seis palmos cada uno; los cuatro de ellos, de medio adelante eran rosqueados y con las coronas imperiales, y los 24, ochavados todos, de a diez y seis palmos de largo. Por la boca de cada uno cabía un puño grande. Cada uno de éstos traía cinco pares de mulas. Después venían diez y ocho cañones, a 17 palmos y medio de largo, y de boca casi un palmo. Los doce de éstos eran con flores de lis. Tiraban cada uno de éstos ocho pares de mulas. En pos de éstos venían diez y seis serpentinas, a diez y seis palmos de largo, y de boca un palmo de alto, y las doce de ellas traían flores de lis, y cada una de éstas traía veinte y dos pares de mulas. Luego venía una bombarda de diez palmos de largo, y en la boca dos palmos en ancho; ésta traían treinta pares de mulas. Después destas, venían dos trabucos en un carretón, a cuatro palmos de largo cada uno de ellos, y a dos palmos en la boca; éstos traían veinte pares de mulas. Otro que decían Magnus-draco, con una cabeza de serpiente a manera de dragón, con el rey don Felipe dibujado en él, con sus armas reales, tenía veinte y seis palmos de largo y un palmo de boca en alto; a éste traían treinta y cuatro pares de mulas. Después de esto venían dos tiros famosos, que se decían el Pollino y la pollina, a diez y seis palmos cada uno de largo y palmo y medio de alto en las bocas; éstos traían treinta y cuatro pares de mulas cada tiro. En pos de éstos venía un tiro que se decía Espérame, que allá voy; ése tenía diez y siete palmos de largo y dos palmos casi de boca en alto; llevábanle treinta y dos pares de mulas. Después de éste venían dos tiros que se decían Santiago y Santiaguito, y tenían de largo a veinte y seis palmos, y un palmo en las bocas cada uno de ellos en alto, llenos de flores de lis con las armas francesas; alrededor de los escudos, unos rosarios de veneras de Santiago; cada uno traía treinta y seis pares de mulas. Luego venía un tiro donde venía el Emperador dibujado, con las armas reales de sus reinos; tenía de largo diez y seis palmos, y palmo y medio en boca; a éste traían treinta y cuatro pares de mulas. En pos de éste venía la Tetuda, que tenía en largo diez y siete palmos y casi dos de boca; a éste traían treinta y siete pares de mulas. Luego el Gran diablo, que había en él diez y ocho palmos de largo y casi dos palmos en alto de la boca; tirábanle treinta y ocho pares de mulas. Después destos venían nueve carretones de estos dichos tiros, y no traían cosa alguna, sino que venían vacíos, y traían a siete pares de mulas cada uno.

     Decían y afirmaban que quedaban en el puerto, de munición y armas y de pelotería, más que podían traer mil carros. Por manera que los tiros eran setenta y cuatro, mayores y menores. Los carretones de los dichos tiros eran nueve, que venían vacíos y no traían cosa alguna, sino que era para el servicio de la artillería.

     Mas en cada par de mulas venía un hombre para los guiar, que eran mil y setenta y cuatro hombres; éstos sin los que traían provisiones y azadoneros para hacer los caminos.

     Si bien en Castilla se holgaron muchos con la venida del Emperador, otros temían y andaban a sombra de tejado; porque los atrevimientos pasados cargaban sus conciencias, esperando y temiendo un riguroso castigo. Mas hizo el perdón que dije, con que se aseguraron todos.

     Casó el rey don Manuel de Portugal con la princesa doña Isabel, hija de los Reyes Católicos, y muerta ella, casó con su hermana la infanta doña María, de la cual hubo gran generación.

     Murió esta infanta y el rey volvió a casar con doña Leonor, hermana del Emperador, según dejo dicho. De la cual hubo una sola hija, que fué doña María.

     En este año de 1521 murió el rey don Manuel, habiendo hecho cosas memorables sus capitanes por él, en Arabia, Persia, India y otras provincias de Asia. Luego el Emperador mandó que el conde de Cabra, y el obispo de Córdoba y el dotor Cabrero, de Zaragoza, fuesen a Portugal por su hermana la reina doña Leonor. Los cuales partieron a 6 de otubre, año de 1522, y trajeron la reina viuda, conforme a la instrucción que el Emperador les dió para hacer esta jornada, como parece por el mismo papel que está en el archivo real de Simancas, que por no importar dejo de referir aquí.



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- III -

Entra el Emperador en Valladolid. -Conde don Hernando de Andrada, señalado capitán. -El francés, con poderosa mano, quiere meter socorro en Fuenterrabía. -Visita el Emperador a la reina doña Juana, su madre. -Temblor de tierra en Granada. -En Almería hizo daño. -Alcanza el temblor a Baeza y Guadix. -Cesaron y quietáronse las alteraciones de Austria. -Aviso del intento del francés.

     Hecho esto, el Emperador vino a Valladolid, donde entró con gran solemnidad en 26 días de agosto. Y allí vinieron a le besar la mano todos los grandes y señores de Castilla, eclesiásticos y seglares.

     Aquí hubo nueva de la pérdida de Rodas, como queda dicha, que hizo gran lástima. También vino correo cómo el Papa Adriano había llegado a Génova con su armada, en que llevaba cinco mil soldados españoles, y por capitán de ellos al conde don Fernando de Andrada, antecesor de los condes de Lemos; el cual, en las guerras con Francia, en tiempo del Gran Capitán, venció a los franceses en una señalada batalla. Y que en Génova se le había hecho solemne recibimiento; donde habían venido por la posta a besarle el pie Próspero Colona, capitán general del ejército imperial, y el marqués de Pescara.

     Y de ahí, continuando su camino, llegó a Roma en 26 de agosto, y fué recibido y obedecido con grandísimo gozo de todos y solemne demostración de los cardenales.

     Asimismo tuvo aviso que el rey de Francia tenía en Bayona diez mil infantes y cuatrocientos caballos para de allí socorrer a Fuenterrabía y meter en ella provisión, porque perecían de hambre. Y que los había mandado volver para defender a Bretaña. Que el rey de Ingalaterra, con sus gentes y los españoles, habían acometido y destruido toda la tierra, y tenían sitiada a Bresta; y que con la llegada del francés se habían alzado, volviéndose los ingleses a su tierra y los españoles a Flandes. Y de camino, en el puerto de San Pablo y León, y en otros lugares comarcanos, habían quemado más de sesenta navíos. Apretábase mucho el cerco de Fuenterrabía, y con escaramuzas y asaltos y otros acometimientos, morían franceses, de suerte que con la hambre y guerra se iban consumiendo.

     A dos días del mes de setiembre, siete después que entró en Valladolid, fué el Emperador a visitar a su madre la reina doña Juana, que estaba en Tordesillas; y con mucha humildad le besó la mano; y antes de salir de allí hizo un real aniversario, o memoria funeral, por el ánima del rey don Felipe, su padre, y dió largas limosnas.

     Volvió a Valladolid a 7 de setiembre, que la reina no estaba más tratable.

     En estos mismos días, podía ser mediado el mes de setiembre, en el reino de Granada hubo un temblor de tierra, el mayor y más furioso que nunca los hombres vieron, ni se halla que en este tiempo en España haya acontecido, porque pasó así. Que en la ciudad de Almería derribó la fortaleza, y casi todas las torres y muros de la cerca de la ciudad, y la iglesia mayor y todos los otros templos, con ser lo más de ello de fuerte y excelente labor. Lo mismo hizo en las casas. De suerte que murieron enterrados en ellas los más de los vecinos, principalmente niños y mujeres, que no pudieron tan presto huir, que fueron millares. Quedó la ciudad asolada, que en muchos días no se acabó de restaurar.

     Y en la tierra y comarca della pasó lo mismo, y en toda la ribera del río que llaman de Almería, que es fértil y poblada, derribando, hundiendo y matando a todos cuantos en ella se hallaron, que fué una gran multitud.

     Alcanzó ansimismo el terremoto a las ciudades de Baeza y Guadix, haciendo el mismo daño. Moviéronse y levantáronse montes y tierras de sus lugares, cayendo y acostándose a diversas partes. Descubriéronse fuentes donde no las había, y otras se cegaron. Tembló el mismo día la tierra fuertemente, pero no fué con tanta fuerza que desbaratase los edificios, si bien estuvieron cerca dello, y se abrieron muchas torres y paredes.

     Fué el espanto y temor de las gentes tan grande, que pensaban que ya se acababa el mundo. La cosa fué tal que no se puede bien decir, y dicha a los que no la vieron se hacía increíble.

     Sintiólo gravemente el Emperador, y para ayudar a repararse aquella tierra, la hizo merced de algunas libertades y franquezas.

     Tuvo correo el Emperador del infante don Fernando, su hermano, archiduque de Austria, diciendo cómo había sosegado los tumultos y alteraciones de Austria muy a gusto, y hecho justicia de ocho cabezas principales movedores de la alteración. Que el Turco había sitiado en la Carbiola una fuerza grande y de importancia, y los de Austria pelearon con él y le mataron tres mil turcos, huyendo los demás. También tuvo aviso por cartas del legado del Pontífice, que estaba en París, cómo el rey de Francia levantaba gente para ir sobre Milán a la entrada del verano, y que tenía alistados gran número de suizos.



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- IV -

Alteración en Mallorca. -Resisten los mallorquines con armas. -Arrímanse los nobles de Mallorca al rey. -Cerca el virrey a Mallorca. -Calon, capitán de los rebeldes, prende los nobles. -Crueldad de los rebeldes. -Allánanse los rebeldes. -Castigo ejemplar hecho en Calon y otros rebeldes.

     Estando el Emperador en Valladolid perdonando los excesos de sus vasallos, tuvo aviso de que los de Mallorca se habían rebelado y tomado las armas, siendo su capitán un hombre vil llamado Colono, pellejero. Mandó luego el Emperador que fuese allá un gobernador, y que llevase cuatro navíos bien armados y con gente escogida, soldados viejos, con ciento y veinte caballos.

     Llegó esta gente al puerto de Mallorca 8 de noviembre, y desembarcaron, requiriendo a la ciudad de parte del Emperador que se allanase y les diesen pacífica entrada, que dejasen las armas. Y a los que esto hiciesen se les perdonaban los delitos que hubiesen cometido; pero a los contumaces y rebeldes se les daría el castigo digno de su pecado.

     Envió el virrey copias autorizadas de las provisiones imperiales que para esto traía, y a requerirles que mientras trajesen armas usaría él de las que traía con todo rigor.

     Los mallorquines, ciegos y furiosos por las amenazas del virrey, tomaron las armas y salieron al puerto, para quitar que el virrey y su gente no saltasen en tierra.

     Dispararon la artillería contra la armada imperial. Hubo de salirse el virrey y dejar el puerto. Surgió a otra parte y echó la gente en tierra. Los rebeldes, puestos en orden, fueron contra ellos, y en dos encuentros que hubieron con el virrey, los mallorquines quedaron vencidos, muriendo en la primera escaramuza mil de ellos y en la segunda quinientos.

     Quedaron tan quebrantados y deshechos, que los caballeros y otros que se habían estado a la mira se llegaron luego al virrey. Y con esto, dejando el pueblo las armas, conociendo su culpa, se dieron y rendieron con grande humildad. Y con las mismas armas que se habían puesto para resistir a su príncipe, salieron en favor todos los de Mallorca para ayudar al virrey y allanar la isla.

     Tomó el virrey diez mil dellos, bien armados, y juntándolos con los suyos, se puso sobre la ciudad de Mallorca, que estaba rebelde. Cercóla apretadamente. Arrimóle por agua la armada para batir los muros con la artillería. Dentro en la ciudad estaban la rabia y furor muy ardientes, de manera que Calon, capitán de los rebeldes, echó en prisión a todos los grandes y nobles que en ella había, con sus mujeres; y de los que se habían pasado al campo del virrey, a sus mujeres y hijos, y a todos los mercaderes y hombres ricos, mujeres y hijos; finalmente, a cuantos le eran sospechosos y tenía por leales.

     Llegó a tanto la crueldad desta gente, que degollaron gran parte de ellos y les dieron garrote en las mismas cárceles, no más de porque eran leales a su rey. A otros justiciaron públicamente en la plaza, como si hubieran cometido algún grave delito.

     Fortificaban la ciudad con tanta diligencia, que mayor no fuera cuando los cercadores fueran turcos enemigos, con determinación de no rendirla si no era perdiendo las vidas. No cesaba el virrey de darles batería por mar y tierra, combatiéndola con ingenios y escalas, sin dejarlos sosegar un punto. Comenzó la hambre dentro en la ciudad, y otras enfermedades, que les bajaba los bríos, templando su cólera, que era bien grande. Perdieron de todo punto las esperanzas que tenían del socorro de Francia, que habían pedido, sabiendo la guerra que el rey de Ingalaterra hacía el francés. Con esto trataron de algunos medios para componerse y concertar sus desatinos. Pidieron treguas por algunos días.

     Al fin se compusieron, perdonando el virrey en nombre del Emperador a todos los culpados, sacando doce cabezas que él nombrase, las cuales seguramente ellos le habían de entregar. De las cuales dieron luego las once.

     Mas Calon, cabeza y capitán general de la rebelión y levantamientos, ascondióse. Y buscándole con diligencia le hallaron en un vil lugar, cual él merecía, y así como estaba sucio y asqueroso, lo pusieron en un asno, y acompañándole los otros once a pie, le trajeron por las calles públicas de la ciudad, y hecho el triste paseo, lo atenacearon vivo con hierros ardiendo en medio de la plaza, y la misma pena dieron a los otros.

     Muertos de esta manera, los hicieron cuartos, y los colgaron de las torres y almenas de la ciudad. Y las cabezas estuvieron en el rollo que está en la plaza de Mallorca. Confiscáronles los bienes, aplicándolos a la cámara imperial. A los demás delincuentes condenaron en mucho dinero.

     Con esto quedó llana la isla, y en la obediencia y gracia de su rey y señor natural.



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- V -

Vencen los valientes vizcaínos a los franceses en un encuentro naval. -Padecen hambre los franceses de Fuenterrabía. -Manda el Emperador apretarles el cerco. -Reconcílianse los venecianos con el Emperador.

     A 20 de noviembre de este año llegó un correo de la Coruña, con nueva de que cerca de este puerto tres navíos franceses habían acometido y rendido una nao de ingleses, cargada de rica mercadería. Y que volviendo los franceses con su presa, habían topado con otros tres navíos de vizcaínos, que venían de Ingalaterra, con los cuales se combatieron veinte y seis horas continuas sin cesar, en que murieron doscientos de los franceses y sesenta de los vizcaínos, con los cuales quedó la vitoria. Y tomaron los navíos a los franceses, y libraron la nao inglesa. Y que los navíos franceses estaban presos en la Coruña.

     También tuvo aviso el Emperador cómo los franceses, que estaban en Fuenterrabía, padecían gran hambre, hasta comer los caballos, y que el rey de Francia aparejaba para los socorrer por mar y por tierra. Demás de esto, que junta mucho dinero y gente, procurando amigos y ayudas, para entrar en Italia el verano del año siguiente.

     El Emperador mandó al virrey de Navarra que juntando la más gente que pudiese, acudiese sobre Fuenterrabía y la apretase. Y lo mismo se mandó al gobernador de Vizcaya. Y demás de esto, que Rochandulfo, capitán de los cuatro mil tudescos, fuese con los tres mil, y se juntase con los demás sobre Fuenterrabía. Y en su seguimiento fué el príncipe de Orange con toda la guarda del Emperador, y otros muchos caballeros españoles; y juntos todos sobre Fuenterrabía, los franceses procuraban por mar y por tierra socorrer a los suyos, que estaban cercados.

     Hiciéronlos retirar en San Juan de Luz, revolviendo sobre la villa para apretar el cerco, sabiendo que por la gran necesidad en que estaban no se podían sustentar allí mucho tiempo.

     Y en lo que era pretender el rey de Francia pasar en Italia, para prevenirle envió el Emperador a Jerónimo Adorno, gobernador de Génova, que fuese luego a Venecia a tratar con aquella república; que apartándose de la liga de Francia se confederasen con él, y diesen ayuda a sus capitanes para la defensa común de Italia; el cual lo hizo luego. Y los venecianos, considerando por lo que habían visto en lo pasado cuán buena era la amistad de este príncipe, su trato, verdad, no codicia con tiranía, y finalmente, su buena fortuna, holgaron de su amistad. Y si bien se pasaron muchos días primero que los capítulos desta amistad se concertasen, al fin se concluyeron; aunque no por la mano de Jerónimo Adorno, porque murió andando en ello.

     Y la misma liga defensiva envió el Emperador a tratar con el Papa Adriano su maestro, y con las otras repúblicas de Italia, y se dió el asiento que se dirá.



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- VI -

Álzanse los imperiales y ingleses del cerco de Hesdin.

     A 9 de deciembre deste año 1522 supo el Emperador cómo su ejército y del rey de Ingalaterra, que por la parte de Flandes hacían guerra contra Francia, habían sitiado a Hesdin, y al cabo de dos meses de cerco con pestilencia, forzados de la creciente del río, no habiendo hecho suerte buena, antes perdiendo muchos soldados, se habían levantado del cerco, retirándose a lugares vecinos y amigos.

     Era capitán general de los ingleses el duque Suffolco, que estaba casado con María, hermana del rey Enrico y viuda del rey Luis de Francia. De los imperiales era general Florencio Egmondio, conde de Bura, varón extremado. El cual habiendo quemado a Dorlan y otros lugares vecinos, y hecho una gran presa de robos en Picardía con treinta mil infantes y seis mil caballos, sin hacer otra suerte notable más de estas quemas, por ser el invierno con el rigor que corre en aquellas partes tan frías y setentrionales, retiróse con el campo a sus aposentos.



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- VII -

Continúase el cerco sobre Fuenterrabía. -Juan Pérez de Ascua sirve muy bien al Emperador, y mátale una bala.

     Sangrienta andaba la porfía entre los dos príncipes; el rey de Francia, por socorrer a Fuenterrabía, y el Emperador, por lanzar de ella a los franceses. Y para esto enviaban sus gentes, poniendo cada uno las fuerzas que podía.

     Echaron a fondo en el puerto los españoles algunos navíos franceses, desde unos fuertes que habían hecho en la tierra con buena artillería, y con ellos aventaban las naos, que porfiaban a entrar y dar socorro a los cercados. Había cada día escaramuzas, donde morían de todas partes.

     Señalóse mucho Juan Pérez de Ascua, natural de Fuenterrabía, que servía al Emperador con quinientos valientes vizcaínos a su costa, haciendo daño a los franceses.

     Y fué la desgracia que andando peleando, un tiro de artillería le mató.

     Tenían los franceses dos armadas en el mar, con deseo de meter socorro a los de Fuenterrabía. La una se había armado en Burdeos, y la otra en la Rochela. Los de la Rochela, teniendo aviso de la resistencia grande que los imperiales hacían, y prevenciones que había en la tierra para echar a fondo los navíos, y la dificultad para meter socorro a los cercados, se engolfaron en mar alto. Los de Burdeos fueron más atrevidos, que intentaron entrar en el puerto, con pérdida de dos navíos y de cuantos en ellos iban. Y retirándose con dificultad y pérdida, se fueron en seguimiento de los rochelanos.

     Los franceses del socorro, que estaban en tierra, también se retiraron, unos a Bayona, otros a San Juan de Luz. Y juntándose hasta diez mil infantes y seiscientos caballos, con mucha munición y armas, puestos en orden caminaron para Fuenterrabía.

     Los imperiales, dejando sobre Fuenterrabía parte del ejército con la artillería que les pareció, salieron al enemigo. Mas los franceses, rehusando la pelea, se metieron por unos montes y valles sin camino conocido, llevando cuarenta bueyes y cuarenta puercos para meter en el pueblo, y dieron la vuelta en salvo. Y de ahí a poco se toparon con los españoles y pelearon en un cerro no lejos de San Juan de Luz.

     Era capitán de los franceses monsieur de la Palisa, gobernador de Guyena, que es una parte de la antigua Aquitania. De los imperiales era capitán don Beltrán de la Cueva, hijo del duque de Alburquerque, virrey de Navarra, como está ya dicho. A quien seguía Rochandulfo, coronel de los alemanes, y don Rodrigo de Rojas, capitán de caballos ligeros. El gobernador de Vizcaya iba por capitán de los hombres de armas; Filiberto Challon, príncipe de Orange, mancebo de poca edad, capitán de los borgoñones.

     La batalla fué muy reñida, y quedó la vitoria por los imperiales. Murieron de los franceses más de cuatrocientos, y otros muchos presos, y algunos capitanes y personas de cuenta, con más de siete banderas que con la nueva de la vitoria enviaron al Emperador. De parte de los imperiales no murieron más de treinta.

     En tanto que se dió esta batalla, los franceses de la armada volvieron a intentar la entrada del puerto con gran ímpetu. Salieran con su intención si de repente no se levantara una borrasca que dió con ellos en diversas partes. Y fué tal la tempestad, que unos se perdieron, otros fueron tomados y presos en puertos de España, de suerte que muy pocos escaparon y volvieron a Francia desvalijados.

     Porfiando los franceses volvieron a juntar una muy gruesa armada, la mayor y más bien bastecida que hasta entonces habían hecho, y tornaron a Fuenterrabía. Echaron delante seis grandes naos cargadas de bastimentos y gente de guerra, contra las cuales salió la armada española, y peleó con ellas y las rindió y prendió. En tanto que las seis naves peleaban con las españolas, los demás navíos y barcas caminaron para el puerto con viento favorable. Mas faltándoles la marca, se quedaron en el mar. Y algunos pocos soldados y marineros, saltando de las barcas con lo que podían llevar a cuestas, entraron en Fuenterrabía.

     Los demás navíos, combatidos con la artillería y fuegos que los imperiales les arrojaban, la mayor parte con armas y gente vinieron en poder de los españoles, y las que pudieron navegar se acogieron a San Juan de Luz.



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- VIII -

Poderoso campo del francés, con que socorre a Fuenterrabía. -Socorren los franceses a Fuenterrabía y renuevan el presidio a pesar de los imperiales.

     Sucedieron estas cosas en fin de este año, cerca de Natividad. Y por este tiempo escribió Jacobo Aillo, señor de Luda, capitán de Fuenterrabía, dos cartas de un mismo tenor a monsieur de la Palisa, en que decía que ya no podía defender más a Fuenterrabía, y que sería harto poderla defender hasta el mes de hebrero. Que los soldados y los vecinos del lugar perecían de hambre y andaban impacientes, y lo que más era, que ya les picaba la peste. Que le hiciese saber si había esperanza de socorro, tirando a cierto lugar tres veces el tiro mayor de su armada. Y que si no se les podía dar socorro, el no tirar aquellos tres tiros les sería señal para que estando sin esperanzas se rindiesen con honestas condiciones.

     Una de estas cartas hubo don Beltrán. La otra fué a monsieur de la Palisa, y a tiempo que le había enviado el rey de Francia otros diez mil infantes y seiscientos caballos y mucha artillería. Resolviéndose, pues, Palisa de tentar la fortuna y dar batalla a los españoles, mandó disparar los tres tiros a la hora y lugar señalado, con que los de la villa entendieron el socorro que les venía.

     Salió Palisa en campaña con veinte mil infantes, dos mil caballos y con treinta tiros gruesos de muy buena artillería. Con este ejército puesto en orden caminó a tomar un monte que se dice monte Andavia, donde la mayor parte del ejército imperial se había puesto para impedirles el paso.

     Sabida la venida de los franceses, pusiéronse en orden y saliéronles al camino. Pero como don Beltrán y los demás capitanes vieron el campo francés con doblada gente de a pie y de a caballo y la mucha artillería que traían, acordaron de no dar la batalla, y volvieron concertadamente a ponerse en el cerro donde estaban alojados, y dejaron a los franceses el monte Andavia, donde asentaron su real y dieron vista a Fuenterrabía, con que los cercados tomaron mucho ánimo.

     Sacaron de la villa con gran honra al capitán monsieur de Luda con su mujer, hijos y familia, y con la gente de presidio que allí había, loando y encareciendo su esfuerzo. Y pusieron con nueva gente de presidio a Fraugeto, capitán bien esforzado.

     De ahí a algunos días, los imperiales, habiéndoles venido nuevas ayudas y reforzado el campo, determinaron de dar la batalla al enemigo. Mas los franceses no quisieron venir con los españoles en este rompimiento, pareciéndoles que para su reputación habían hecho harto en haber socorrido a Fuenterrabía. Y así, en la noche siguiente, a cencerros tapados (como dicen), sin tocar cajas ni otro instrumento ni encender fuegos, con sumo silencio levantaron el real y se pusieron en salvo, dejando en el campo muchas vasijas llenas de vino.



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- IX -

Duelo que pasó en Valladolid entre dos caballeros aragoneses.

     Fué notable un desafío que último de deciembre deste año de 1522 hubo entre dos caballeros principales en Valladolid, que por escribirlo Ponte Heuterio, flamenco, por digno de memoria lo pondré aquí.

     Y dice que un caballero flamenco que servía al Emperador y se halló al certamen o duelo se lo había escrito en lengua francesa. Cuya historia y ceremonias quiso este autor poner en su libro, porque se vea la costumbre que en estos duelos había entre los españoles; y el lector con este cuento descanse algo de los enfados pasados y recree el ánimo.

     Dos caballeros nobles naturales de Zaragoza, de tan poca edad que no pasaban de veinte y cinco años, deudos por casamientos que hubo entre sus pasados, y entre sí ellos grandes amigos, y que familiarmente se trataban, en el juego de la pelota hubieron palabras tan pesadas, que llegaron a romper malamente y se desafiaron para matarse el uno al otro.

     Aplazaron el día y la hora, señalando el lugar y las armas para la pelea sin que nadie los entendiese. El uno se llamaba don Pedro de Torrellas; el otro, don Jerónimo de Ansa.

     Salieron fuera de la villa al campo que habían señalado con solas capas y espadas, y llegados al lugar echaron mano y comenzaron a acuchillarse sin que nadie los viese.

     Gran rato anduvieron así usando cada uno de lo que de la espada sabía por matar al otro y defender su vida, sin poderse herir, porque ambos eran diestros.

     O por desgracia o por cansancio y flaqueza del brazo, se le cayó la espada al Torrellas de la mano. Viéndose sin armas y que el contrario con ellas le venía a matar, dijo: «Don Jerónimo, yo me doy por vencido y muerto por vuestras manos; lo que os pido es que nadie sepa lo que aquí ha pasado, sino que con perpetuo silencio quede entre los dos secretos. Y si no, matadme aquí luego, que más quiero morir que vivir con ignominia.» Juró a Dios don Jerónimo de Ansa que guardaría secreto y que hombre humano de su boca no lo sabría.

     Con esto, volviendo las espadas a las vainas, se abrazaron como buenos amigos y volviéronse a la villa.

     De allí a algunos días fué pública esta pendencia y el suceso de ella, de manera que no se hablaba en la corte de otra cosa. Reíanlo y mofaban algunos caballeros mozos. Quejóse Torrellas del Ansa que no le había guardado la palabra, y Ansa negaba y juraba que de la boca no le había salido, sino que un clérigo, cura de una aldea, que había salido al campo a ver su ganado, los vió reñir y oyó lo que entre ellos había pasado, y éste lo había contado y dicho a otros.

     Procuró Torrellas saber del clérigo lo que había visto y oído, y halló que no concertaba, y que desvariaba en lo que decía; y supo que era muy amigo y apasionado del Ansa, y por esto no dió crédito a lo que dijo.

     Y insistió en cargar al Ansa, diciendo que era un fementido y que había faltado en la palabra que como noble debía guardar. Ansa se descargaba y decía que no era ansí. Y como ambos estuviesen en esto, finalmente se desafiaron, para pelear.

     Pidieron campo al Emperador. Dieron sus peticiones, suplicando que conforme a los fueros de Aragón y leyes antiguas de Castilla, Su Majestad les diese licencia para pelear y les señalase el campo y armas para ello. El Emperador lo remitió al condestable de Castilla, porque a él, como capitán del reino y justicia mayor, en las cosas de armas le tocaba esto.

     Procuró el condestable apartarlos de esta contienda, mas nada bastó; y porque conforme a las leyes del reino no se les podía negar el campo, señalóles que fuese la pelea en la plaza de Valladolid. Otros dicen que en un campo junto a San Pablo.

     Y a 29 de diciembre deste año hicieron una estacada en la plaza de cincuenta pasos en largo y treinta y seis en ancho. Estaban las estacas espesas y trabadas, cinco pies levantadas de la tierra. Y en otro orden de estacas que habían, estaban seis. Y entre estos dos órdenes de estacas había un espacio de diez y ocho pies, y en medio se hacía una plazuela como una era; y en ella estaban dos tabladillos, uno enfrente de otro, que cogían la plazuela en medio.

     En uno de estos tablados, ricamente adornado con paños de oro y seda, estaba una muy rica silla y su alfombra de seda y oro, y sobre la silla un dosel de brocado. La una era para el Emperador; la otra, para el condestable. A los otros dos lados, como en cruz, estaban dos tabladillos o tronos, uno enfrente de otro, adornados pero no tan ricos como los otros dos; éstos eran para los parientes y amigos de los dos que habían de pelear.

     A los lados destos dos tronos o tablados estaban a cada uno una tienda, en la cual se había de armar el caballero de la batalla. La plaza y campo de la pelea estaba muy bien empedrado y cubierto de arena para que no resbalasen.

     Habíanles señalado la hora de las once para la pelea.

     El primero que vino fué el Emperador y se puso en su trono. Diéronle en la mano una vara de oro, para que cuando Su Majestad quisiese que se acabase la pelea la arrojase en la plaza. Iban delante del Emperador los caballeros de su casa y grandes de la corte y embajadores de príncipes con todos los de su guarda. Detrás iban los trompetas y añafiles y atambores de guerra. De allí a poco vino el condestable, cuyas canas autorizaban mucho su persona, porque ya era de más de sesenta años, sí bien de entera salud y brío y de tan buen talle que mostraba bien quien era. Traía vestida una ropa larga de tela de oro sobre un hermoso caballo español ricamente enjaezado. Acompañábanle cuarenta caballeros nobles vestidos de la misma manera, a pie delante de su caballo. Seguíanle sus escribanos a caballo, vestidos todos de paños negros de seda, y los caballos con cubiertas de sarga de color azul escuro. Llevaban delante del condestable, como de capitán general del reino y justicia mayor, una espada metida en la vaina (porque estaba el rey presente). Luego seguía al que llevaba la espada, el heraldo o rey de armas con la cota de armas vestida de la casa de los Velascos, que esto se tomó en España de las costumbres y usos antiguos de los romanos en semejantes desafíos y empresas de armas.

     Como llegó el condestable a la plaza, en llegando al trono donde el Emperador estaba le hizo una gran reverencia, y hecha se volvió al trono o sitial que para él estaba aparejado, y sentóse en la silla. La guarda toda del Emperador de a pie y de a caballo cercaron la empalizada sin dejar llegar a alguno.

     Luego salió don Pedro de Torrellas, el desafiador, acompañado de su rey de armas. Era su padrino el almirante de Castilla. Acompañábanle el duque de Béjar, Alburquerque y otros muchos varones ilustres. Iba vestido corto de oro y seda, aforrado en martas. Llevaban delante de él una hacha de armas con un estoque y rodela en que iban pintadas sus armas y las demás armas con que había de pelear. Traía fijada en la rodela el cartel en que estaban escritas las condiciones del duelo. Púsose ante el Emperador, y hecha la reverencia volvió adonde estaba el condestable, y hízole su acatamiento, y con esto se fue a su tienda.

     Luego entró en la plaza Jerónimo de Ansa, el desafiado por Torrellas, vestido de la misma manera, sino que el aforro de los vestidos era de armiños. Acompañábanle su heraldo o rey de armas. Llevó por padrino al marqués de Brandemburg. Acompañábanle el duque de Nájera, y el duque de Alba y el conde de Benavente, el marqués de Aguilar y otros muchos grandes caballeros. Llevaban delante las armas y insignias de su casa -como dije- de Torrellas. Hecha la reverencia al Emperador y el acatamiento al condestable, se fué a su tienda.

     Trajeron luego las armas y escudos y insignias militares con que habían de pelear, y colgáronlas ante el condestable Luego llamó el condestable a los dos caballeros combatientes, y teniendo un sacerdote el misal en las manos, juraron sobre él a Dios y a los Santos Evangelios y en la que tocaron, que entraban en aquella pelea por la defensa de su honra, y que era justa la causa que les movía y no otra cosa, y que no harían mala guerra peleando con fraude, ni se aprovecharían de hechizos ni otra mala arte, ni de yerbas ni de piedras, sino que pelearían lisa y llanamente con aquellas armas, aprovechándose de sus fuerzas y destreza de sus cuerpos, esperando el favor de Dios, de San Jorge y de Santa María, en quien confiaban, que habían de mirar por su justicia.

     Luego cada uno de los padrinos trajo en una arca cerradas las armas ante el condestable.

     El condestable las miró y mandó pesar, así las espadas y hachas de armas, como los arneses y celadas que se habían de poner. Luego las mandó poner en un peso, porque no habían de pesar las unas más que las otras ni podían tener menos de sesenta libras las armas de entrambos.

     Y hecho esto, llevaron a cada caballero sus armas.

     Y luego fué a cada una de las partes un caballero a ver cómo cada cual se armaba, porque estuviese cada uno seguro que no se ponía más de las que el juez había dado. El caballero que iba a requerir y mirar las armas, era del bando contrario.

     Hecho esto, bajó el condestable de su silla a la plaza, y con mucha autoridad mandó poner en orden todas las cosas. Luego, acompañado con doce caballeros se puso en un ángulo de la plaza frontero de donde él estaba. En cada uno de los otros dos ángulos puso cada tres caballeros.

     Luego tocaron las trompetas, y el pregonero mayor del Emperador, puesto en cada uno de los cantones de la plaza, pregonó diciendo: «Manda el rey y su condestable que mientras aquellos caballeros pelearen, ninguno, so pena de la vida, levante ruido ni dé ánimo a los contendientes con palabra o voz ni movimiento, ni silbo, ni señal con la cabeza o mano, o con algún semblante del cuerpo, o en otra cualquier manera ayude o espante, anime o desanime o distraya o le encienda en cólera, o le haga tomar o dejar las armas, salvo aquellos que para esto son señalados.»

     Dados los pregones, salió Torrellas de su tienda armado de todas armas y acompañado de su padrino. Traía en la mano un hacha de armas antiguas, y a su lado ceñida la espada. Preguntóle el condestable: «¿Quién sois, caballero, y por qué causa habéis entrado armado en esta plaza?»

     Respondió quién era, y dijo la causa de su contienda, que quería determinar por armas.

     Mandóle el condestable levantar la celada y descubrir el rostro, y conocido, lo admitió.

     Volvió a calar la celada y mandóle poner en una parte de la plaza, donde los tres caballeros que estaban en guarda le tomaron en medio. Luego fué el condestable a la parte donde estaban los doce caballeros Y sentóse entre ellos.

     Salió don Jerónimo de Ansa de su tienda, de la manera que su contrario, armado y acompañado; y fué donde estaba el condestable, y lo recibió y usó con él de las mismas ceremonias que había hecho con Torrellas y le mandó poner en la otra parte de la plaza, frontero de su contrario, entre los otros tres caballeros que allí estaban.

     Luego se fué el condestable a su tablado y sentóse en la silla.

     De allí a poco volvió a sonar la trompeta, y los caballeros que habían de pelear y los padrinos con ellos, se hincaron de rodillas y hicieron oración a Dios implorando su ayuda; y hecha, los padrinos abrazaron cada uno a su caballero, dándole ánimo para que pelease como quien era; y despidiéndose de ellos, se volvieron a las tiendas.

     Tocaron la trompera, que era ya la señal de la pelea, y el Torrellas comenzó a caminar para su contrario animosamente. Arrancó también con buen semblante Ansa, si bien con paso más sosegado. Como se juntaron, a los primeros golpes hirió Torrellas a Ansa tan reciamente en la cabeza, que le hizo volver algo atrás aturdido. Volvió Ansa sobre sí y recudió sobre Torrellas con otros golpes semejantes.

     Pelearon desta manera animosamente un buen rato, y abrazándose o asiéndose el uno del otro, se dieron a manteniente grandes golpes.

     Quebradas las hachas, comenzaron a luchar a brazo partido.

     Y viendo el Emperador cuán buenos y valientes caballeros eran, y que era lástima que ambos o el uno muriese en batalla tan sin fruto, pareciéndole que los caballeros habían hecho su deber, volviendo por la reputación de su honra, arrojó la vara dorada que en la mano tenía en medio de la plaza, en señal de que Su Majestad quería que cesase la pelea.

     Al punto acudieron treinta caballeros que guardaban la plaza y los apartaron, si bien con dificultad, porque el uno contra el otro estaban encarnizados y con deseo de matarse, y comenzaron a dar voces y porfiar, queriendo cada uno para sí la honra y la vitoria.

     El Emperador determinó la causa, juzgando que ambos caballeros habían peleado muy bien y satisfecho a su reputación y honra, y que ninguno había vencido al otro.

     Con esto el condestable bajó a la plaza y tomó con mucha reverencia la vara dorada que estaba en tierra, besándola y poniéndola sobre su cabeza, hincándose de rodillas ante el Emperador, y besándole la mano le dió la vara.

     Mandóle el Emperador que hiciese amigos aquellos dos caballeros, y se lo mandase de su parte, que ambos habían peleado valerosamente y hecho su deber como tales, y ansí los estimaba y tendría siempre por valientes y esforzados caballeros, y quería que de allí adelante fuesen muy buenos y verdaderos amigos; que mejor era que sus fuerzas y armas las ejecutasen en enemigos de la fe, donde se ganaría tanta honra, y sería la pelea con más seguridad de las conciencias.

     Estuvieron tan duros los caballeros en no querer hacer lo que el Emperador les mandaba, sino porfiar que habían de acabar la pelea, que enfadado el condestable los echó de la plaza, saliendo cada uno, por la puerta que había entrado, y les puso grandes penas si tomasen las armas el uno contra el otro.

     El Emperador, enfadado de su dureza y mal miramiento, los puso en sendas fortalezas, donde estuvieron muchos días presos, hasta que cansados de la prisión se hicieron amigos y dieron seguridad. Mas nunca lo fueron de corazón; y así acabaron las vidas necia y apasionadamente, que son condiciones de los pundonores humanos.

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