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Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (extracto sobre la Constitución del 12)


José María Queipo de Llano Ruiz de Saravia, Conde de Toreno





La Constitución.- Presenta la comisión su proyecto.- Entusiasmo que produce.- Obstáculos que algunos quieren poner a su discusión.- Empieza ésta. - Título I. De la nación española y de los españoles.- Título II. Del territorio de las Españas, su religión y gobierno.- Título III. De las Cortes.- Título IV. Del Rey.- Título V. De los tribunales.- Título VI. Del gobierno interior de las provincias y de los pueblos.- Título VII. De las contribuciones.- Título VIII. De la fuerza militar nacional.- Título IX. De la instrucción pública.- Título X y último. De la observancia de la Constitución, y modo de proceder para hacer variaciones en ella.- Reflexiones generales acerca de la Constitución.- Descontentos fuera de las Cortes.- Asunto de Lardizábal.- Del Consejo.- Papel de la España vindicada.- Tribunal especial para entender en estos negocios.- Exposición del decano del Consejo.- Desagradable ocurrencia con el diputado Valiente.- Curso y final término de estos negocios.- Manejos para poner al frente de la Regencia a la infanta D.ª María Carlota.- Carta a las Cortes, de esta señora.- Proposiciones para ponerla al frente de la Regencia.- Del Sr. Laguna.- Se desecha.- Del Sr. Vera y Pantoja.- Apruébanse otras en contrario, del Sr. Argüelles.- Nueva Regencia, compuesta de cinco individuos.- La anterior Regencia. Juicio acerca de ella.- Su administración y algunos acontecimientos de su tiempo.- Reglamento dado a la nueva Regencia.- Se firma, jura y promulga la Constitución el 18 y 19 de Marzo.- Auméntase y cunde el entusiasmo en su favor.- Felicitaciones y aplausos que reciben las Cortes.


«Que precediese el establecimiento de las leyes entre nosotros a la creación de los reyes», díjolo con respecto a Aragón el historiador Jéronimo Blancas. Y si en el origen de la restauración de la monarquía, tiempo de oscuridad e ignorancia, se cautelaron tanto nuestros mayores contra los abusos y desmanes futuros de la autoridad real, ¡con cuánta y más poderosa razón no debieron mostrarse precavidos y aún suspicaces los españoles de la era actual y sus diputados! Los antiguos podían tener presentes los excesos de los Witizas y de los Rodrigos, de donde manaron para la nación raudales de sangre y lágrimas, pero ahora ofrecíanse además a la contemplación moderna los muchos y funestos ejemplos de las edades posteriores, y el tremendo y creciente del reinado de Carlos IV, en el que hasta la independencia tocó al borde del precipicio. Por lo mismo, conveniente fue poner diligencia extrema y muy atenta en procurar adoptar francas y buenas instituciones, aún en medio de una guerra desastrada, pues la ocasión de dar la libertad, como sea presurosa, perdida una vez, con dificultad vuelve a hallarse.

Anunciamos en otro libro la lectura hecha a las Cortes en 18 de agosto de 1811 de los primeros trabajos de la comisión de Constitución nombrada en el diciembre anterior. Comprendían aquellas las dos primeras partes, o sea todo lo concerniente al territorio, religión, derechos y obligaciones de los individuos, como igualmente la forma y facultades de las potestades legislativa y ejecutiva. La tercera parte se leyó en 6 de noviembre del mismo año, y abrazaba la potestad judicial, habiéndose presentado la cuarta y última el 26 de diciembre inmediato, en la cual se determinaba el gobierno de las provincias y de los pueblos, y se establecían reglas generales acerca de las contribuciones, de la fuerza armada, de la instrucción pública, y de los trámites que debían seguirse en la reforma o variaciones que en lo sucesivo se intentasen en la nueva ley fundamental.

Acompañó al dictamen de la Comisión un discurso elocuente y muy notable, en que se daban las razones de la opinión adoptada, fundándola en nuestras antiguas leyes, usos y costumbres, y en las alteraciones que exigían las circunstancias del tiempo y sus trastornos. Le había extendido D. Agustín de Argüelles, encargado por tanto de su lectura. Hizo la del texto D. Evaristo Pérez de Castro.

El lenguaje digno y elevado del discurso, la claridad y orden del proyecto de la Comisión, y sus halagüeñas y generosas ideas, entusiasmaron sobremanera al público, no parándose los más en los defectos o lunares que pudieran deslucir la obra, porque en España se conocían los males del despotismo, no los que a veces acarrean en punto de libertad ciertas exageradas teorías. Así fue que D. Juan José Güereña, diputado americano por la Nueva Vizcaya y presidente de las Cortes, a la sazón que se leyeron las dos primeras partes, si bien desafecto a reformas, arrastrado como los demás por el torrente de la opinión, señaló para principiar los debates el 25 del propio agosto, plazo sobradamente corto. Duró la discusión por espacio de cinco meses, no habiéndose terminado hasta el 23 del próximo enero. Fue grave y solemne, y de suerte que, afianzando la autoridad de las Cortes, ensalzó al mismo tiempo la fama de los individuos de esta corporación.

Por eso los obstáculos que quisieron presentarse al progreso de las deliberaciones venciolos fácilmente la voz pública y el vivo y común deseo de gozar pronto de una Constitución libre. De aquéllos, húbolos de fuera de las Cortes, y también de dentro, aunque no muy dignos de reparo. Hablaremos de los primeros más adelante. Comenzaron los últimos ya en el seno de la Comisión, no habiendo querido uno de sus individuos, D. José Pablo Valiente, firmar el proyecto, a pesar de haber concurrido a la aprobación de las bases más principales. Crecieron algún tanto al abrirse los debates en el Congreso. Los contrarios al proyecto, frustradas las esperanzas que habían fundado en el presidente Güereña, remplazaron a éste el 24, día de la remoción de aquel cargo, con D. Ramón Jiraldo, a quien tenían por enemigo de novedades, y no menos resuelto para suscitar embarazos en la discusión, que fecundo a fuer de togado antiguo, en ardides propios del foro. Mas también en eso se equivocaron. Jiraldo, luego que se sentó en la silla de la presidencia, mostrose muy adicto a la nueva Constitución, y empleó su firmeza en llevar a cabo y en sostener con tesón las deliberaciones.

Desbaratadas de este modo las primeras tentativas de oposición, no quedaba ya otro medio a los enemigos del proyecto, sino prolongar los debates, moviendo cuestiones y disputas sobre cada artículo y sobre cada frase. Pero sábese que en un congreso, como en un ejército, si se malogran los ímpetus de una embestida, cuanto más fogosos fueren éstos en un principio, tanto más pronto aflojan después y del todo cesan.

Distribuíase la nueva Constitución en artículos, capítulos y títulos. No ha de esperarse que entremos a hablar por separado de cada una de estas partes, limitarémonos a dar una idea general de la discusión, ateniéndonos para ello a la última de las divisiones insinuadas, que se componía de diez títulos. Era el primero, de la nación española y de los españoles. Renovábase en su contexto el principio de la soberanía nacional, admitido en 24 de septiembre anterior, y declarado ahora como fuente, en España, de todas las potestades, y raíz hasta de la Constitución. 128 diputados contra 24 aprobaron el artículo, y los que le desecharon, no fue en la substancia, sino en los términos en que se hallaba extendido. Tratamos con cierta detención este punto en el libro trece, y allí indicamos que, aunque conviniese no estampar en las leyes ideas abstrusas, la situación particular de la monarquía y su orfandad disculpaban se hiciese en el caso actual excepción a aquella regla. Individualizábanse igualmente en dicho título los que debían conceptuarse españoles, ora hubiesen nacido en el territorio, ora fuesen extranjeros, exigiéndose de los últimos carta de naturaleza o diez años de vecindad. Se insertaba también allí mismo una breve declaración de derechos y obligaciones, que aunque imperfecta, evitaba algún tanto el peligroso escollo de generalizar demasiadamente, habiéndose reprobado en los debates alguno que otro artículo del proyecto de la Comisión, más bien sentencioso que preceptivo. En todos estos puntos, como habla vasto campo de sutileza en que apacentar el ingenio, detuviéronse más de lo regular ciertos vocales, avezados a la disputa con la educación escolástica de nuestras universidades.

Hablaba el segundo título del territorio, de la religión y del gobierno. Hubo en la Comisión muchos altercados sobre lo primero, en especial respecto de América, no pudiendo conformarse ni aún entenderse a veces sus propios diputados. Cada uno presentaba una división distinta de territorio, y quería que se multiplicasen sin fin ni término las provincias y sus denominaciones. Provenía esto del deseo de agasajar vanidades de la tierra nativa, y también de la confusión y alteraciones que había habido en la repartición de regiones tan vastas, soliendo llevar el nombre de provincia lo que apenas se diferenciaba de un desierto o paramera. También se suscitaron algunas reclamaciones en cuanto a la España peninsular, y todos estaban de acuerdo en la necesidad de variar y mejorar la división actual, pues aún acá en Europa era harto desigual, así en lo geográfico como en lo administrativo, judicial y eclesiástico, y tan monstruosa a veces, que entre otros hechos citose el de la Rioja, en donde ese contaban parajes que correspondían, ya a Guadalajara, ya a Soria y ya a Burgos. Pero, a pesar de eso, como el poner acomodado remedio pedía espacio y gastos, ciñéronse por entonces las Cortes a hacer mención en un artículo de las más señaladas provincias y reinos de ambas Españas, anunciando en otro que luego que las circunstancias lo permitiesen se efectuaría una división más conveniente del territorio o de la monarquía.

Esta cuestión, si bien de importancia para el buen gobierno interior del reino, no era tan peliaguda como la otra del mismo título, tocante a la religión. La Comisión había presentado el artículo concebido en los términos siguientes: «La nación española profesa la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, con exclusión de cualquiera otra.» Tan patente declaración de intolerancia todavía no contentó a ciertos diputados, y entre otros al Sr. Inguanzo, que pidió se especificase que la religión católica «debía subsistir perpetuamente, sin que alguno que no la profesase pudiese ser tenido por español ni gozar los derechos de tal.» Volvió, por lo mismo, el artículo a la Comisión, que le modificó de esta manera: «La religión de la nación española es, y será perpetuamente, la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.» Le aprobaron así las Cortes, sin que se moviese discusión alguna ni en pro ni en contra. Ha excitado entre los extranjeros ley de intolerancia tan insigne un clamor muy general, no haciéndose el suficiente cargo de las circunstancias peculiares que la ocasionaron. En otras naciones en donde prevalecen muchas y varias creencias, hubiera acarreado semejante providencia gravísimo mal, pero no era éste el caso de España. Durante tres siglos había disfrutado el catolicismo en aquel suelo de dominación exclusiva y absoluta, acabando por extirpar todo otro culto. Así no hería la determinación de las Cortes, ni los intereses, ni la opinión de la generalidad, antes bien la seguía y aún la halagaba. Pensaron, sin embargo, varios diputados afectos a la tolerancia en oponerse al artículo, o por lo menos en procurar modificarle. Mas, pesadas todas las razones, les pareció por entonces prudente no hurgar el asunto, pues necesario es conllevar a veces ciertas preocupaciones para destruir otras que allanen el camino y conduzcan al aniquilamiento de las más arraigadas. El principal daño que podía ahora traer la intolerancia religiosa consistía en el influjo para con los extranjeros, alejando a los industriosos, cuya concurrencia tenía que producir en España abundantes bienes. Pero como no se vedaba la entrada en el reino, ni tampoco profesar su religión, sólo sí el culto externo, era de esperar que con aquellas y otras ventajas, que les afianzaba la Constitución, no se retraerían de acudir a fecundar un terreno casi virgen, de grande aliciente y cebo para granjerías nuevas. Además el artículo, bien considerado, era en sí mismo anuncio de otras mejoras; la religión, decía, «será protegida por leyes sabias y justas.» Cláusula que se enderezaba a impedir el restablecimiento de la inquisición, para cuya providencia preparábase desde muy atrás el partido liberal. Y de consiguiente, en un país donde se destruye tan bárbara institución, en donde existe la libertad de la imprenta, y se aseguran los derechos políticos y civiles por medio de instituciones generosas, ¿podrá nunca el fanatismo ahondar sus raíces, ni menos incomodar las opiniones que le sean opuestas? Cuerdo, pues, fue no provocar una discusión en la que hubieran sido vencidos los partidarios de la tolerancia religiosa. Con el tiempo y fácilmente, creciendo la ilustración y naciendo intereses nuevos, hubiéranse propagado ideas más moderadas en la materia, y el español hubiera entonces permitido sin obstáculo que junto a los altares católicos se ensalzasen los templos protestantes, al modo que muchos de sus antepasados habían visto, durante siglos, no lejos de sus iglesias, mezquitas y sinagogas.

Era el otro extremo del título en que vamos el del gobierno. Reducíase lo que aquí se determinaba acerca del asunto a una mera declaración de ser el gobierno de España monárquico, y a la distribución de las tres principales potestades, perteneciendo la legislativa a las Cortes con el Rey, la ejecutiva exclusivamente a éste, y la judicial a los tribunales. No fue larga ni de entidad la discusión suscitada, si bien algunos señores querían que la facultad de hacer las leyes correspondiese sólo a las Cortes, sobre lo cual volveremos a hablar cuando se trate de la sanción real.

Especificábase en el mismo título quiénes debían conceptuarse ciudadanos, calidad necesaria para el uso y goce de los derechos políticos. Con este motivo se promovieron largos debates respecto de los originarios de África, cuestión que interesaba a la América, pues por aquella denominación entendíanse sólo los descendientes de esclavos trasladados a aquellas regiones del continente africano, a quienes no se declaraba desde luego ciudadanos como a los demás españoles, sino que se les dejaba abierta la puerta para conseguir la gracia según fuese su conducta y merecimientos. En un principio los diputados americanos no manifestaron anhelo por que se concediese el derecho de ciudadanía a aquellos individuos, y húbolos, como el Sr. Morales Duárez, que se indignaban al oír sólo que tal se intentase. En el decreto del 15 de octubre de 1810, cimiento de todas las declaraciones hechas en favor de América, no se extendió la igualdad de derechos a los originarios de África, y en las proposiciones sucesivas que formalizaron los diputados americanos, tampoco esforzaron éstos aquella pretensión. No así ahora, queriendo algunos que se concediese en las elecciones a los mencionados originarios voz activa y pasiva, aunque los más no pidieron sino que se otorgase la primera, motivo por el que se sospechó que en ello se trataba, más bien que del interés de las castas, de aumentar el número de los diputados de América, pues debiendo ser la base de las elecciones la población, claro era que incluyéndose entre los ciudadanos a los descendientes de África, crecería el censo en favor de las posesiones americanas.

No tenían los españoles contra dichas castas odio ni oposición alguna, lo cual no sucedió a los naturales de Ultramar, en cuyos países eran tan grandes la enemistad y desvío, que, según dijo el señor Salazar, diputado por el Perú, se advertía hasta en los libros parroquiales, habiendo de éstos unos en que se sentaban los nombres de los reputados por tales, y otros en que sólo los de las castas. Lo mismo confirmaron varios diputados también de América, y entre ellos el Sr. Larrazábal, por Goatemala, y de los más distinguidos, quien, a pesar de que abogaba por los originarios, decía: «Déjese a aquellas castas en el estado en que se hallan, sin privarlas de la voz activa... ni quererlas elevar a más alta jerarquía, pues conocen que su esfera no las ha colocado en el estado de aspirar a los puestos distinguidos.» Era espinosísima la situación de los diputados europeos en los asuntos de América, en los que caminaban siempre como por el filo de una cortante espada. Negar a los originarios de África los derechos de ciudadano, era irritar los ánimos de éstos, concedérselos, ofendía sobremanera las opiniones y preocupaciones de los demás habitantes de Ultramar. Al contrario la de los diputados americanos, quienes ganaban en cualquiera de ambos casos, inclinándose el mayor número de ellos a excitar disturbios que abreviasen la llegada del día de su independencia a sus argumentos, de gran fuerza muchos, respondió con especialidad y profundamente el Sr. Espiga: «He oído, decía, invocar con vehemencia sagrados derechos de naturaleza y bellísimos principios de humanidad, pero yo quisiera que los señores preopinantes no perdieran de vista que habiéndose establecido la sociedad, y formádose las naciones para asegurar los derechos de la naturaleza, ha sido preciso hacer algún sacrificio poniendo aquellas limitaciones y condiciones que convenía no menos al interés general de todos los individuos, que al orden, tranquilidad y fuerza pública, sin la cual aquél no podía sostenerse... Los principios abstractos no pueden tener una aplicación rigurosa en la política... Ésta es una verdad conocida por los gobiernos más ilustrados y que no son despóticos y tiranos... ¿Gozan por ventura las castas, en la Jamaica y demás posesiones inglesas, del derecho de ciudadano que aquí se solicita en su favor con tanto empeño?... Vuélvase la vista a los innumerables propietarios de la Carolina y de la Virginia, pertenecientes a estas castas, y que viven felizmente bajo las sabias leyes del gobierno de los Estados Unidos, ¿son acaso ciudadanos? No, señor, todos son excluidos de los empleos civiles y militares. Y cuando el sabio gobierno de la Gran Bretaña, que por su Constitución política y por su justa legislación, y por una ilustración de algunos siglos, ha llegado a un grado superior de riqueza, de esplendor y de gloria, al que aspiran los demás, no se ha atrevido a incorporar las castas entre sus ciudadanos, ¿lo haremos nosotros cuando estamos sintiendo el impulso de más de tres siglos de arbitrariedad y despotismo, y apenas vemos la aurora de la libertad política? Cuando la Constitución angloamericana, que con mano firme arrancó las raíces de las preocupaciones, y pasó quizás los límites de la sabiduría, las excluyó de este derecho, ¿se le concederemos nosotros que apenas damos un paso sin encontrar el embarazo de los perjuicios y de las opiniones, cuya falsedad no se ha descubierto, por desgracia, todavía? ¿Podrá acusarse a estos gobiernos de falta de ilustración, y de aquella firmeza que sabe vencer todos los estorbos para llegar a la prosperidad nacional? Tal es, señor, la conducta de los gobiernos cuando desentendiéndose de bellas teorías consideran al hombre, no como debe ser, sino como ha sido, como es y como será perpetuamente. Estos respetables ejemplos nos deben convencer de que son muy diferentes los derechos civiles de los derechos políticos, y que si bien aquellos no deben negarse a ninguno de los que componen la nación, por ser una consecuencia inmediata del derecho natural, éstos pueden sufrir aquellas limitaciones que convengan a la felicidad pública. Cuando las personas y propiedades son respetadas, cuando, lejos de ser oprimidos los individuos de las castas, han de hallar sus derechos civiles la misma protección en la ley que los de todos los demás españoles, no hay lugar a declamaciones patéticas en favor de la humanidad, que por otra parte pueden comprometer la existencia política de una gran parte de los dominios españoles.»

Pasó al cabo el artículo con alguna que otra variación en los términos, y substituyendo a la expresión de «a los españoles que por cualquiera línea traen origen del África...», la de «a los españoles que por cualquiera línea son habidos y reputados por originarios de África...» Medio de evitar escudriñamientos de origen, y de no asustar a los muchos que por allá derivan de esclavos, y se cuentan entre los libres y de sangre más limpia.

Honró a las Cortes también exigir aquí que desde: «el año 1830 deberían saber leer y escribir los que de nuevo entrasen en el ejercicio de los derechos de ciudadano»; señalando de este modo, como principal norte de la sociedad, la instrucción y buena enseñanza. Antes ya estaba determinado lo mismo en Guipúzcoa, y en el reino de Navarra habíase establecido, por auto de buen gobierno, que ninguno que no supiera leer y escribir pudiera obtener los empleos y cargos municipales.

Llegó después la discusión del tercer título del proyecto, uno de los más importantes, por tratarse de la potestad legislativa. Aparecían en él como cuestiones más graves: 1.º Si habían de formarse las Cortes en una sola cámara, si en dos, o en estamentos o brazos como antiguamente. 2.º El nombramiento de los diputados. 3.º La celebración de las Cortes. 4.º Sus facultades. Y 5.º la formación de las leyes y la sanción real.

Proponía la Comisión que se juntasen las Cortes en una cámara sola, compuesta de diputados elegidos por la generalidad de los ciudadanos. Sostuvieron principalmente el dictamen de la Comisión, los señores Argüelles, Jiraldo y Conde de Toreno. Impugnáronle los señores Borrull, Inguanzo y Cañedo. Inclinábanse éstos a la formación de las Cortes, divididas por brazos o estamentos, opinando el primero que ya que no concurriese toda la nobleza por su muchedumbre y diferencias, fuese llamada a lo menos en parte. Esforzó el diputado Inguanzo las mismas razones, a punto de dar por norma «para los temperamentos de la potestad real» la constitución y gobierno de la Iglesia, que consideraba como una monarquía mixta con aristocracia, olvidándose que en este caso la cabeza era electiva y electivos todos sus miembros. Más moderado el señor Cañedo, si bien adicto a aquel género de representación, no se oponía a que se hiciese alguna reforma en el sistema antiguo. La Comisión y los que la seguían fundaban su dictamen en la dificultad de restablecer los brazos antiguos, en los inconvenientes de éstos, y en la diferencia también que mediaba entre ellos y las dos cámaras o cuerpos, establecidos en Inglaterra y otros países.

Muy varias habían sido en la materia las costumbres y usos de España, no siendo unos mismos en los diversos siglos, ni tampoco en los diferentes reinos. Se conocieron, por lo común, tres estamentos en Cataluña y Valencia. Cuatro en Aragón, en donde no asistió el clero hasta el siglo XIII, y en donde además estaba tan poco determinado los que de aquel brazo y del de la nobleza debían concurrir a Cortes, que dice Jerónimo Blancas: «De los eclesiásticos, de los nobles, caballeros e hijosdalgo, no se puede dar regla cierta de cuáles han de ser necesariamente llamados, porque no hallo fuero ni acto de corte que la dé. Mas parece que no deberían dejar de ser llamados los señores titulados, y los otros señores de vasallos del reino.» En Castilla y León celebráronse Cortes, aún de las más señaladas, en que no hubo brazos, y en las congregadas en Toledo, los años 1538 y 1539, no concurrieron otros individuos de la nobleza, sino los que expresamente convocó el Rey, diciendo el Conde de la Coruña en su relación manuscrita: «Y no se acaba la grandeza de estos reinos en estos señores nombrados, pues aunque, no fueron llamados por S. M., hay en ellos muchos señores de vasallos, caballeros, hijosdalgo de dos cuentos de renta y de uno, que tienen deudo con los nombrados.»

En adelante, ni aún así asistieron en Castilla los estamentos, y en la corona de Aragón hubo variedad en los siglos XVI y XVII. En el XVIII sábese que luego que se afianzó en el solio español la estirpe de Borbón, o no hubo Cortes, o en las que se reunieron los reinos de Aragón y Castilla nunca se mezclaron en las discusiones los brazos, ni se convocaron en la forma ni con la solemnidad antiguas.

De consiguiente, no habiendo regla fija por donde guiarse, necesario era resolver cómo y de quiénes se habían de formar dichos brazos, y aquí entraba la dificultad. Decían los que los rehusaban, «¿ se compondrá el de la nobleza de solos los grandes? Pero esta clase como ahora se halla constituida, no lleva su origen más allá del siglo XVI, cuando justamente cesaron los brazos en Castilla, y acabó en todas partes el gran poder de las Cortes, siendo de notar que en Navarra, donde todavía subsisten, entran en el estamento nobles casas, sí, antiguas, mas no todas condecoradas con la grandeza. ¿Asistirán todos los nobles? Su muchedumbre lo impide. ¿Harase entre sus individuos una elección proporcionada? Mas, ¿cómo verificarla con igualdad, cuando se cuentan provincias, como las del Norte, en que el número de ellos no tiene límite, y otras, como algunas del Mediodía y centro, en que es muy escaso? Aumenta las dificultades (añadían) la América, en donde no se conocen sino dos o tres grandes, y se halla multiplicada y mal repartida la demás nobleza. No menores (proseguían) aparecen los embarazos respecto de los eclesiásticos. Si en una cámara o estamento separado han de concurrir los obispos y primeras dignidades, además de los daños que resultarán, en cuanto a los de América, en abandonar sus sillas e iglesias, no será justo queden entonces clérigos en el estamento popular, a menos de convertir las Cortes en concilio, y desposeer a los últimos de un derecho ya adquirido, ofrécese como cosa ardua y de dificultosa ejecución. Por otra parte (decían los mismos señores), los bienes que trae la separación del cuerpo legislativo en dos cámaras, no se consiguen por medio de los estamentos. En Inglaterra júntanse aquellas, y deliberan separadamente con arreglo a trámites fijos, y con independencia una de otra. En España sentábanse los brazos en diversos lados de una sala, no en salas distintas, y si alguna vez para conferencias preparatorias y examen de materias se segregaban, ni eso era general ni frecuente, y luego por medio de sus tratadores deliberaban unidos y votaban juntos. De lo que nacía haber en realidad una cámara sola, excepto que se hallaba compuesta de personas a quienes autorizaban privilegios o derechos distintos.»

En medio de tan encontrados dictámenes, hablando con la imparcialidad que nos es propia y con la experiencia ahora adquirida, parécenos que hubo error en ambos extremos. En el de los que apoyaban los estamentos antiguos, porque además de la forma varia e incierta de éstos, agregábanse en su composición, a los males de una sola cámara, los que suelen traer consigo las de privilegiados. En el opuesto, porque si bien los que sostenían aquella opinión trazaron las dificultades e inconvenientes de los estamentos, y aún los de una segunda cámara de nobles y eclesiásticos, no satisficieron competentemente a todas las razones que se descubren contra el establecimiento de una sola y única, ni probaron la imposibilidad de formar otra segunda tomando para ello por base la edad, los bienes, la antigua ilustración, los servicios eminentes, o cualesquiera otras prendas acomodadas a la situación de España.

Pues ya que una nación al establecer sus leyes fundamentales, o al rever las añejas y desusadas, tenga que congregarse en una sola asamblea como medio de superar los muchos e inveterados obstáculos con que entonces tropieza, llano es que varía el caso, una vez constituida y echados los cimientos del buen orden y felicidad pública, debiendo los gobiernos libres, para lograr aquel fin, adoptar una conveniente balanza, entre el movimiento rápido de intereses nuevos y meramente populares, y la permanente estabilidad de otros más antiguos, por cuya conservación suspiran las clases ricas y poderosas.

Atestiguan la verdad de esta máxima los pueblos que más largo tiempo han gozado de la libertad, y varones prestantísimos de las edades pasadas y modernas. Tal era la opinión de Cicerón, que en su tratado De Republica afirma que óptimamente se halla constituido un estado en donde: ex tribus generibus illis regali, et optimati et populari confusa modice. Y Polibio piensa que lo que más contribuyó a la destrucción de Cartago, fue hallarse entonces todo el poder en manos del pueblo, cuando en Roma había un senado. Lo mismo sentía el profundo Maquiavelo, lo mismo Montesquieu y hasta el célebre Conde de Mirabeau, señalándose entre todos monsieur Adams, si bien republicano, y que ejerció en los Estados Unidos de América las primeras magistraturas, quien escribía: «Si no se adoptan en cada constitución americana las tres órdenes (el presidente, senado y cámara de representantes) que mutuamente se contrapesen, es menester experimente el gobierno frecuentes e inevitables revoluciones, que aunque tarden algunos años en estallar, estallarán con el tiempo.»

Las Cortes, no obstante, aprobaron por una gran mayoría de votos el dictamen de la Comisión, que proponía una sola cámara, escasas todavía aquellas de experiencia, y arrastradas quizá de cierta igualdad no popular, sino, digámoslo así, nobiliaria, difundida en casi todas las provincias y ángulos de la monarquía.

Tomaron las Cortes por base de las elecciones la población, debiendo ser nombrado un diputado por cada 70.000 almas, y no exigiéndose ahora otro requisito que la edad de veinticinco años, ser ciudadano y haber nacido en la provincia o hallarse avecindado en ella, con residencia a lo menos de siete años. Indicábase en otro artículo que más adelante para ser diputado sería preciso disfrutar de una renta anual procedente de bienes propios, y que las Cortes sucesoras declararían cuando era llegado el tiempo de que tuviese efecto aquella disposición. Y ¡cosa extraordinaria! diputados como el señor Borrul, prontos siempre a tirar de la rienda a cuanto fuese democrático, contradijeron dicho artículo, temiendo que con él se privase a muchos dignos españoles de ser diputados. Cierto que estancada todavía casi toda la propiedad entre mayorazgos y manosmuertas, no era fácil admitir de seguida y absolutamente aquella base, pues los estudiosos, los hombres de carrera, y muchos ilustrados, pertenecían más bien a la clase desprovista de renta territorial, como los segundos de las casas respecto de los primogénitos, y exigir desde luego para la diputación la calidad de propietario como única, antes que nuevas leyes de sucesión y otras distribuyesen con mayor regularidad los bienes raíces, hubiera sido exponerse a defraudar a la nación de representantes muy recomendables.

Pasaba la elección por los tres grados de juntas de parroquia, de partido y de provincia. Lo mismo, con leve diferencia, que se exigió para las Cortes generales y extraordinarias, según referimos en el libro XII, y con la novedad de no deber ya ser admitidos los diputados de las villas y ciudades antiguas de voto en Cortes, ni los de las juntas que se hallaron al frente del levantamiento en 1808. También se igualaban con los europeos los americanos, cuyas elecciones quedaban a cargo de los pueblos, en lugar que las últimas las verificaron los ayuntamientos. Superfluo parecía que esta ley reglamentaria formase parte de la Constitución, mas el señor Muñoz Torrero insistió en ello, queriendo precaver mudanzas prontas e intempestivas. Podían ser nombrados diputados individuos del estado seglar o del eclesiástico secular. Más de una vez provocaron ciertos señores la cuestión de que se admitiesen también los regulares, pero las Cortes desecharon constantemente semejantes proposiciones.

Se incluían de la elección los secretarios del Despacho, los consejeros de Estado y los que sirviesen empleos de la casa real. Pasó el artículo sin oposición, tan arraigado estaba el concepto de separar en todo la potestad legislativa de la ejecutiva, como si la última no fuese un establecimiento necesario e indispensable de la mecánica social, y como si en este caso no valiera más que sus individuos permaneciesen unidos con las Cortes y afectos a ellas, que no que estuviesen despegados o fuesen amigos tibios. Tocante a la exclusiva dada a los empleados en la casa real, era uso antiguo de nuestros cuerpos representativos, particularmente de los de Aragón, según nos cuentan sus escritores, y entre ellos el secretario Antonio Pérez.

Todos los años debían celebrarse las Cortes, no pudiendo mantenerse reunidas sino tres meses, y uno más en caso de que el Rey lo pidiese, o lo resolviesen así las dos terceras partes de los diputados. Adoptose aquella limitación para enfrenar el demasiado poder que se temía de un cuerpo único y de elección popular, y para no conceder al Rey la facultad de disolver las Cortes o prorrogarlas. Providencia de la que pudiera haberse resentido el despacho de los negocios, causando mayores males que los que se querían evitar.

Proponía la Comisión en su dictamen que se nombrasen los diputados cada dos años, y que fuese lícito el reelegirlos. Aprobaron las Cortes la primera parte y desecharon la última, adoptando en su lugar que no podría recaer la elección en los mismos individuos, sino después de haber mediado una diputación o sea legislatura. Desacuerdo notable, y con el que, según oportunamente dijo en aquella ocasión el señor Oliveros, se echaba abajo el edificio constitucional. Porque, en efecto, al que ya le faltaba el fundamento sólido de una segunda y más duradera Cámara, ¿qué apoyo de estabilidad le restaba, variándose cada dos años y completamente los individuos que componían la única y sola a que estaba encargada la potestad legislativa? Dificultoso se hace que haya, por decirlo así, de remuda cada dos años en un país trescientos individuos capaces de desempeñar cargo tan arduo, sobre todo en un país que se estrena en el gobierno representativo. Mas, aunque los hubiera, una cosa es la aptitud, y otra la costumbre en el manejo de los negocios, una el saber, y otra hallarse enterado de los motivos que hubo para tomar tal o cual determinación. Eso sin contar con las pasiones, y el prurito de señalarse que casi siempre acompaña a cuerpos recién instalados. Además, no hay profesión, no hay arte, no hay magistratura que no requiera ejercicio y conocimientos prácticos. No todos los años se relevan los militares, ni se mudan los jueces ni los otros empleados, ¿y se podrá cada dos cambiar y no reelegir los legisladores? Verdaderamente encomendábase así el Estado a una suerte precaria y ciega. Y todo por aquel mal aconsejado desprendimiento, admitido desde un principio, y tan ajena de repúblicos experimentados. Rayaba ahora en frenesí, teniendo que dejar a unas Cortes nuevas el afirmamiento de una Constitución todavía en mantillas, y en cuyos debates no hablan tomado parte.

Siguiendo la misma regla, y la adoptada en el año anterior, se decretó por artículo constitucional, que no pudieran los diputados admitir para sí, ni solicitar para otro, empleo alguno de provisión real ni ascenso sino los de escala durante el tiempo de su diputación, ni tampoco pensión ni condecoración hasta un año después. La prolongación del término en el último caso estribaba en la razón de no haber en él sino utilidad propia, cuando en el primero podría tal vez ser perjudicial al Estado privarle por más tiempo de los servicios de un hombre entendido y capaz.

Se extendían las facultades de las Cortes a todo lo que corresponde a la potestad legislativa, habiéndose también reservado la ratificación de los tratados de alianza ofensiva, los de subsidios, y los especiales de comercio, dar ordenanzas al ejército, armada y milicia nacional, y estatuir el plan de enseñanza pública y el que hubiera de adoptarse para el Príncipe de Asturias.

En la formación de las leyes se dejaba la iniciativa a todos los diputados sin restricción alguna, y se introdujeron ciertos trámites para la discusión y votación, con el objeto de evitar resoluciones precipitadas. Hubo pocos debates sobre estos puntos. Promoviéronse sí acerca de la sanción real. La Comisión la concedía al Monarca restricta, no absoluta, pudiendo dar la negativa o veto hasta la tercera vez a cualquiera ley que las Cortes le presentasen, pero llegado este caso, si el Rey insistía en su propósito, pasaba aquélla y se entendía haber recibido sanción. Ya los señores Castelló y Conde de Toreno se habían opuesto al dictamen de la Comisión en el segundo título, en que se establecía que la facultad de hacer las leyes correspondía a las Cortes con el Rey. Renovaron ahora la cuestión los señores Terreros, Polo y otros, queriendo algunos que no interveniese el Monarca en la formación de las leyes, y muchos que se disminuyese el término de la negativa o veto suspensivo. Los diputados que impugnaban el artículo apoyábanse en ideas teóricas, plausibles en la apariencia, pero en el uso engañosas. Había dicho el Conde de Toreno entre otras cosas... «¿Cómo una voluntad individual se ha de oponer a la suma de voluntades representantes de la nación? ¿ No es un absurdo que solo uno detenga y haga nula la voluntad de todos? Se dirá que no se opone a la voluntad de la nación, porque ésta de antemano la ha expresado en la Constitución, concediendo al Rey este veto por juzgarlo así conveniente a su bien y conservación. Esta razón, que al parecer es fuerte, para mí es especiosa, ¿cómo la nación en favor de un individuo ha de desprenderse de una autoridad tal, que sólo por sí pueda oponerse a su voluntad representada? Esto sería enajenar su libertad, lo que no es posible ni pensarlo por un momento, porque es contrario al objeto que el hombre se propone en la sociedad, lo que nunca se ha de perder de vista. Sobre todo debemos procurar a la Constitución la mayor duración posible, y ¿se conseguirá si se deja al Rey esa facultad? ¿No nos exponemos a que la negativa dada a una ley traiga consigo el deseo de variar la Constitución, y variarla de manera que acarree grandes convulsiones y grandes males? No se cite a la Inglaterra. Allí hay un espíritu público formado hace siglos, espíritu público que es la grande y principal barrera que existe entre la nación y el Rey, y asegura la Constitución, que fue formada en diferentes épocas y en diversas circunstancias que las nuestras. Nosotros ni estamos en el mismo caso, ni podemos lisonjearnos de nuestro espíritu público. La negativa dada a dos leyes en Francia fue una de las causas que precipitaron al trono...» Varias de estas razones y otras que inexpertos entonces dimos, más bien tenían fuerza contra el veto suspensivo de la Comisión que contra el absoluto, pues aquél no esquivaba el conflicto que era de temer naciese entre las dos primeras autoridades del Estado, ni el mal de encomendará la potestad ejecutiva el cumplimiento de una ley que repugnaba a su dictamen. Fundadamente decía ahora el Sr. Pérez de Castro... «No veo qué abusos puedan nacer de este sistema, ni por qué cuando se trata de refrenar los abusos, se ha de prescindir del poderoso influjo de la opinión pública, a la que se abre entre nosotros un campo nuevo. La opinión pública apoyada de la libertad de la imprenta, que es su fiel barómetro, ilustra, advierte y contiene, y es el mayor freno de la arbitrariedad. Porque ¿qué sería en la opinión pública de los que aconsejasen al Rey la negativa de la sanción de una ley justa y necesaria? Ni ¿cómo puede prudentemente suponerse que un proyecto de ley conocidamente justo y conveniente sea desechado por el Rey con su Consejo en una nación donde haya espíritu público, que es una de las primeras cosas que ha de criar entre nosotros la Constitución, o nada habremos adelantado, ni ésta podrá existir? El resultado de una obstinación tan inconcebible sería quedar expuesto el Monarca al desaire de una nación forzada, y a perder de tal modo el crédito o la opinión sus ministros, que vendrían al suelo irremisiblemente. Y supongamos (caso raro en verdad) que alguna vez estas precauciones impidan la formación de alguna ley, no nos engañemos, esto no puede suceder cuando el proyecto de ley es evidente, y tal vez urgentemente útil y necesario. Pero hablando de los casos comunes, estoy firmemente persuadido que el dejar de hacer una buena es menor mal que la funestísima facilidad de hacer y deshacer leyes cada día, plaga la más terrible para un estado.»

«Juzgo (continuaba) que la experiencia y sus sabias lecciones no deben ser perdidas para nosotros, y que el derecho público en esta parte de otras naciones modernas que tienen representación nacional, no debe mirarse con desdén por los legisladores de España. No hablaré de esa Francia, que quiso al principio de sus novedades darse un rey constitucional, y donde, a pesar del infernal espíritu desorganizador de demagogia y democracia revolucionaria que fermentó desde los primeros pasos, se concedió al Monarca la sanción con estas mismas pausas. Tampoco hablaré de lo que practica una nación vecina y aliada, cuya prosperidad, hija de su Constitución sabia, es la envidia de todos, porque todos saben la inmensa extensión que por ella tiene en este y otros puntos la prerrogativa real. Sólo haré mención de la ley fundamental de un estado moderno más lejano, de los Estados Unidos del norte de América, cuyo gobierno es democrático, y donde propuesto y aprobado un proyecto en una de las dos cámaras, esto es, en la cámara de los representantes o en el Senado, tiene que pasar a la otra para su aprobación, si es allí también aprobado, tiene que recibir todavía la sanción del Presidente de los Estados Unidos, si éste la niega, vuelve el proyecto a la cámara donde tuvo su origen, es allí de nuevo discutido, y para ser aprobado necesita la concurrencia de las dos terceras partes de votos, entonces recibe fuerza, y queda hecho ley del Estado... Pues si esto sucede en un estado democrático, cuyo jefe es un particular revestido temporalmente por la Constitución de tan eminente dignidad, tomado de los ciudadanos indistintamente, y falto por consecuencia de aquel aparato respetuoso que arranca la consideración de los pueblos, si esto sucede en estados donde la ley se filtra, por decirlo así, por dos cámaras, invención sublime, dirigida a hacer en favor de las leyes, que el proyecto propuesto en una cámara no sea decretado sino en otra distinta, y aún después ha menester la sanción del jefe del gobierno, ¿que deberá suceder en una monarquía como la nuestra, y en la que no existen ésas dos cámaras?...»

Prevaleció el dictamen de la Comisión, y es de advertir que entre los señores que le impugnaban, y repelían la sanción real con veto absoluto o suspensivo, habíalos de opiniones las más encontradas. Sucedía esto con frecuencia en las materias políticas, y diputados, como el Sr. Terreros, muy aferrados en las eclesiásticas, eran de los primeros a escatimar las facultades del Rey, y a contrastar a los intentos de la potestad ejecutiva.

En este artículo tercero establecíase la diputación permanente de Cortes, y se especificaba el modo y la ocasión de convocar a Cortes extraordinarias. Se componía ahora la primera de siete individuos escogidos por las mismas Cortes, a cuyo cargo quedaba durante la separación de las últimas velar sobre la observancia de las leyes, y en especial de las fundamentales, sin que eso le diera ninguna otra autoridad en la materia. Antiguamente se conocía un cuerpo parecido en los reinos de Aragón, y en la actualidad en Navarra y juntas de las provincias Vascongadas y Asturias. Nunca en Castilla hasta que se unieron las coronas y se confundieron las Cortes principales de la monarquía en unas solas. Entonces apareció una sombra vana, a que se dio nombre de diputación, compuesta también de siete individuos que se nombraban y sorteaban por las ciudades de voto en Cortes. Pudo ser útil semejante institución en reinos pequeños, cuando la representación de los pueblos no se juntaba por lo común todos los años, y cuando no había imprenta o se desconocía la libertad de ella, en cuyo caso era la diputación, según expresó oportunamente el señor Capmany, «el censor público del supremo poder.» Pero ahora, si se ceñía este cuerpo a las facultades que le daba la Constitución, era nula e inútil su censura al lado de la pública, si las traspasaba, además de excederse, no servía su presencia sino para entorpecer y molestar al gobierno. Tuvieron por conveniente las Cortes respetar reliquia tan antigua de nuestras libertades, confiándole también la policía interior del cuerpo, y la facultad de llamar en determinados casos a Cortes extraordinarias.

Dábase esta denominación no a Cortes que fuesen superiores a las ordinarias en poder y constituyentes como las actuales, sino a las mismas ordinarias congregadas extraordinariamente y fuera de los meses que permitía la Constitución. Su llamamiento verificábase en caso de vacar la corona, de imposibilidad o abdicación del Rey, y cuando éste las quisiese juntar para un determinado negocio, no siéndoles lícito desviarse a tratar de otro alguno. Con esto se cerraba el título 3.º

En el 4.º entrábase a hablar del Rey, y se circunstanciaban su inviolabilidad y autoridad, la sucesión a la corona, las minoridades y regencia, la dotación de la familia real, o sea lista civil, y el número de secretarios de Estado y del Despacho, con 1o concerniente a su responsabilidad.

El Rey ejercía con plenitud la potestad ejecutiva, pero siempre de manera que podía reconocer, como dice Diego de Saavedra, «que no era tan suprema que no hubiese quedado alguna en el pueblo.» Concediósele la facultad de «declarar la guerra y hacer y ratificar la paz», aunque después de una larga y luminosa discusión, deseando muchos señores que en ello interviniesen las Cortes, a imitación de lo ordenado en el fuero antiquísimo de Sobrarbe. Las restricciones más notables que se le pusieron, consistían en no permitirle ausentarse del reino, ni casarse sin consentimiento de las Cortes. Provocó ambas la memoria muy reciente de Bayona, y los temores de algún enlace con la familia de Napoleón. Autorizábanlas ejemplos de naciones extrañas, y otros sacados de nuestra antigua historia.

Se reservó para tratar en secreto el punto de la sucesión a la corona. Decidieron las Cortes, cuando llegó el caso, que aquélla se verificaría por el orden regular de primogenitura y representación entre los descendientes legítimos varones y hembras de la dinastía de Borbón reinante. Tal había sido casi siempre la antigua costumbre en los diversos reinos de España. En León y Castilla autorizola la ley de Partida, y antes nunca había padecido semejante práctica alteración alguna, empuñando por eso ambos cetros Fernando I, y luego Fernando III, el Santo. Tampoco en Navarra, en donde se contaron multiplicados casos de reinas propietarias, y a la misma costumbre se debió la unión de Aragón y Cataluña, en tiempo de doña Petronila, hija de don Ramiro el Monje. Bien es verdad que allí hubo algunas variaciones, especialmente en los reinados de D. Jaime el Conquistador y de D. Pedro IV el Ceremonioso, no ciñendo en su consecuencia la corona las hijas de D. Juan el Primero, sucesor de éste, la cual pasó a las sienes de D. Martín, su hermano. Pero recobró fuerza en tiempo de los Reyes Católicos, ya al reconocer por heredero al malogrado D. Miguel, su nieto, príncipe destinado a colocarse en los solios de toda la Península, incluso Portugal, ya al suceder en los de España doña Juana la Loca y su hijo D. Carlos. Por la misma regla ocupó también el trono Felipe V de Borbón, quien sin necesidad trató de alterar la antigua ley y costumbre, y las disposiciones de los reyes D. Fernando y doña Isabel, y de introducir la ley sálica de Francia. Hízolo así hasta cierto punto, pero bastante a las calladas y con mucha informalidad y oposición, según refiere el Marqués de San Felipe. En las Cortes de 1789 ventilose también el negocio, y se revocó la anterior decisión, mas muy en secreto. Las Cortes, poniendo ahora en vigor la primitiva ley y costumbre, en nada chocaban con la opinión nacional, y así fue que en el seno de ellas obraron en el asunto de acuerdo los diversos partidos que las componían, mostrando mayor ardor el opuesto a reformas.

Esto, en parte, pendía del ansia por colocar al frente de la regencia y aproximar a los escalones del trono a la infanta doña María Carlota Joaquina, casada con D. Juan, príncipe heredero de Portugal, e hija mayor de los reyes D. Carlos IV y doña María Luisa, en quien debía recaer la corona a falta de sus hermanos, ausentes ahora, cautivos y sin esperanza de volver a pisar el territorio español. Había en ello también el aliciente de que se reuniera bajo una misma familia la Península entera, blanco en que siempre pondrán los ojos todos los buenos patricios. Tenía el partido antirreformador empeño tan grande en llamar a aquella señora a suceder en el reino, que para facilitar su advenimiento, promovió y consiguió que por decreto particular se alejase de la sucesión a la corona al hermano menor de Fernando VII, el infante D. Francisco de Paula y a sus descendientes, siendo así que éste, por su corta edad, no había tenido parte en los escándalos y flaquezas de Bayona, y que tampoco consentían las leyes ni la política, y menos autorizaban justificados hechos, tocar a la legitimidad del mencionado infante. En el propio decreto eran igualmente excluidas de la sucesión la infanta doña María Luisa, reina viuda de Etruria, y la archiduquesa de Austria del mismo nombre, junto con la descendencia de ambas, la última señora por su enlace con Napoleón, y la primera por su imprudente y poco mesurada conducta en los acontecimientos de Aranjuez y Madrid de 1808. En el decreto, sin embargo, nada se especificaba, alegando sólo para la exclusiva de todos «ser su sucesión incompatible con el bien y seguridad del Estado.» Palabras vagas, que hubiera valido más suprimir, ya que no se querían publicar las verdaderas razones en que se fundaba aquella determinación.

Las Cortes retuvieron para sí en las minoridades el nombramiento de regencia. Conformábanse en esto con usos y decisiones antiguas. Y en cuanto a la dotación de la familia real, se acordó que las Cortes la señalarían al principio de cada reinado. Muy celosas anduvieron a veces las antiguas en esta parte, usando en ocasiones hasta de términos impropios aunque significativos, como aconteció en las Cortes celebradas en Valladolid el año 1518, en las que se dijo a Carlos V que el Rey era mercenario de sus vasallos.

Instrumentos los ministros o secretarios del Despacho de la autoridad del Rey, jefe visible del Estado, son realmente en los gobiernos representativos la potestad ejecutiva puesta en obra y conveniente acción. Se fijó que hubiese siete: de Estado o Relaciones exteriores, dos de la Gobernación, uno para la Península y otro para Ultramar, de Gracia y Justicia, de Guerra, de Hacienda y de Marina. La novedad consistía en los dos ministerios de la Gobernación, o sea de lo Interior, que tropezó con obstáculos, por cuanto ya indicaba que se querían arrancar a los tribunales lo económico y gubernativo, en que habían entendido hasta Entonces.

Debían los secretarios del Despacho ser responsables de sus providencias a las Cortes, sin que les sirviese de disculpa haber obrado por mandado del Rey. Responsabilidad ésta por lo común más bien moral que efectiva, pero oportuno anunciarla y pensar en ella, porque, como decía bellamente el ya citado D. Diego de Saavedra: «Dejar correr libremente a los ministros, es soltar las riendas al gobierno.»

También en este título se creaba un Consejo de Estado. Bajo el mismo nombre hallábase establecido otro en España desde tiempos remotos, al que dio Carlos V particulares y determinadas atribuciones. Elevaba ahora la Comisión el suyo, dándole aire de segunda cámara. Debían componerle 40 individuos, de ellos cuatro grandes de España, y cuatro eclesiásticos; dos obispos. Inamovibles todos, los nombraba el Rey, tomándolos de una lista triple presentada por las Cortes. Eran sus más principales facultades aconsejar al Monarca en los asuntos arduos, especialmente para dar o negar la sanción de las leyes, y para declarar la guerra o hacer tratados, perteneciéndole asimismo la propuesta por temas para la presentación de todos los beneficios eclesiásticos y para la provisión de las plazas de judicatura. Prerrogativa de que habían gozado las antiguas cámaras de Castilla y de Indias, porción, como se sabe, integrante y suprema de aquellos dos Consejos. Aplaudieron hasta los más enemigos de novedades la formación de este cuerpo, a pesar de que con él se ponían trabas mal entendidas a la potestad ejecutiva y menguaban sus facultades. Pero agradábales, porque renacía la antigua práctica de proponer temas para los destinos y dignidades más importantes.

Comprendía el título 5.º el punto de tribunales, punto bastante bien entendido y desempeñado, y que se dividía en tres esenciales partes: 1.º, reglas generales; 2.ª, administración de justicia en lo civil; 3.º, administración de justicia en lo criminal. Por de pronto apartábase de la incumbencia de los tribunales lo gubernativo y económico, en que antes tenían concurso muy principal, y se les dejaba sólo la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales. Prohibíase que ningún español pudiese ser juzgado por comisión alguna especial, y se destruían los muchos y varios fueros privilegiados que antes había, excepto el de los eclesiásticos y el de los militares. No faltaron diputados, como los Sres. Calatrava y García Herreros, que con mucha fuerza y poderosas razones atacaron tan injusta y perjudicial exención, mas nada por entonces consiguieron.

Centro era de todos los tribunales uno supremo, llamado de Justicia, al que se encargaba el cuidado de decidir las competencias de los tribunales inferiores, juzgar a los secretarios del Despacho, a los consejeros de Estado y a los demás magistrados en caso de que se les exigiese la responsabilidad por el desempeño de sus funciones públicas, conocer de los asuntos contenciosos pertenecientes al real patronato, de los recursos de fuerza de los tribunales superiores de la corte, y en fin de los recursos de nulidad que se interpusiesen contra las sentencias dadas en última instancia.

Después poníanse en las provincias tribunales que conservaban el nombre antiguo de audiencias, y a las cuales se encomendaban las causas civiles y criminales. En esta parte adoptábase la mejora importante de que todos los asuntos feneciesen en el respectivo territorio, cuando antes tenían que acudir a grandes distancias y a la capital del reino, a costa de muchas demoras y sacrificios. Mal grave en la Península, y de incalculables perjuicios en Ultramar. En el territorio de las audiencias, cuyos términos se debían fijar al trazarse la nueva división del reino, se formaban partidos, y en cada uno de ellos se establecía un juez de letras con facultades limitadas a lo contencioso. Hubieran algunos querido que en lugar de un solo juez se pusiese un cuerpo colegiado, compuesto a lo menos de tres, como medio de asegurar mejor la administración de justicia, y de precaver los excesos que solían cometer los jueces letrados y los corregidores, pero la costumbre y el temor de que se aumentasen los gastos públicos, inclinó a aprobar sin obstáculos el dictamen de la Comisión.

Hasta aquí todos estos magistrados, desde los del Tribunal Supremo de Justicia hasta los más inferiores, eran inamovibles y de nombramiento real, a propuesta del Consejo de Estado. Venían después en cada pueblo los alcaldes, a los que, según en breve veremos, elegíanlos los vecinos, y a su cargo se dejaban litigios de poca cuantía, ejerciendo el oficio de conciliadores, asistidos de dos hombres buenos, en asuntos civiles o de injurias, sin que fuese lícito entablar pleito alguno antes de intentar el medio de la conciliación. Cortáronse al nacer muchas desavenencias mientras se practicó esta ley, y por eso la odiaron y trataron de desacreditar ciertos hombres de garnacha.

En la parte criminal se impedía prender a nadie sin que precediese información sumaria del hecho por el que el acusado mereciese castigo corporal, y se permitía que en muchos casos, dando fiador, no fuese aquél llevado a la cárcel, a semejanza del Habeas corpus de Inglaterra, o del privilegio hasta cierto punto parecido de la antigua manifestación de Aragón. Abolíase la confiscación, se prohibía que se allanasen las casas sino en determinados casos, y adoptábase mayor publicidad en el proceso, con otras disposiciones no menos acertadas que justas. La opinión había dado ya en España pasos tan agigantados acerca de estos puntos, que no se suscitó al tratarlos discusión grave.

Mas no pareció oportuno llevar la reforma hasta el extremo de instituir inmediatamente el jurado. Anunciose, sí, por un artículo expreso que las Cortes en lo sucesivo, cuando lo tuviesen por conveniente, introducirían la distinción entre los jueces del hecho y del derecho. Sólo el Sr. Golfin pidió que se concibiese dicho artículo en tono más imperativo.

El título 6.º fijaba el gobierno interior de las provincias y de los pueblos. Se confiaba el de éstos a los ayuntamientos, y el de aquellas a las diputaciones con los jefes políticos y los intendentes. En España, sobre todo en Castilla, había sido muy democrático el gobierno de los pueblos, siendo los vecinos los que nombraban sus ayuntamientos. Fuese alterando este método en el siglo XV, y del todo se vició durante la dinastía austriaca, convirtiéndose por lo general aquellos oficios en una propiedad de familia, y vendiéndolos y enajenándolos con profusión la corona. En tiempo de Carlos III, reinado muy favorable al bien de los pueblos, dispúsose en 1766 que éstos nombrasen diputados y síndicos, con objeto en particular de evitar la mala administración de los abastos, teniendo voto, entrada y asiento en los ayuntamientos, y dándoles en años posteriores mayor extensión de facultades. Mas no habiéndose arrancado la raíz del mal, trató la Constitución de descuajarla, decidiendo que habría en los pueblos para su gobierno interior un ayuntamiento de uno o más alcaldes, cierto número de regidores, y uno o dos procuradores síndicos, elegidos todos por los vecinos, y amovibles por mitad todos los años. Pareció a muchos que faltaba a esta última rueda de la autoridad pública un agente directo de la potestad ejecutiva, porque los ayuntamientos no son representantes de los pueblos, sino meros administradores de sus intereses, y así como es justo por una parte asegurar de este modo el bien y felicidad de las localidades, así también lo es por la otra poner un freno a sus desmanes y peculiares preocupaciones con la presencia de un alcalde u otro empleado escogido por el gobierno supremo y central.

No quedaba a dicha semejante hueco en el gobierno de las provincias. Había en ellas un jefe superior, llamado jefe político, de provisión real, a quien estaba encargado todo lo gubernativo, y un intendente, que dirigía la hacienda. Presidía el primero la diputación, compuesta de siete individuos, nombrados por los electores de partido, y que se renovaban cuatro una vez, y tres otra cada dos años. Tenía este cuerpo latamente y en toda la provincia las mismas facultades que los ayuntamientos en sus respectivos distritos, ensanchando su círculo hasta en la política general y más allá de lo que ordena una buena administración. Las sesiones de cada diputación se limitaban al término de noventa días, para estorbar se erigiesen dichas corporaciones en pequeños congresos y se ladeasen al federalismo, grave perjuicio, irreparable ruina, por lo que hubiera convenido restringirlas aun más. Podía el Rey, siempre que se excediesen, suspenderlas, dando cuenta a las Cortes.

Se formaron estas diputaciones a ejemplo de las de Navarra, Vizcaya y Asturias, las cuales, si bien con facultades a veces muy mermadas, conservaban todavía bastante manejo en su gobierno interior, especialmente las dos primeras. Todas las otras provincias del reino habían perdido sus fueros y franquezas desde el advenimiento al trono de las casas de Austria y de Borbón, por lo que incurren en gravísimo error los extranjeros cuando se figuran que eran árbitras aquellas de dirigir y administrar sus negocios interiores, siendo así que en ninguna parte estaba el poder tan reconcentrado como en España, en donde no era lícito, desde el último rincón de Cataluña o Galicia, hasta el más apartado de Sevilla o Granada, construir una fuente, ni establecer siquiera una escuela de primeras letras sin el beneplácito del Gobierno supremo o del Consejo Real, en cuyas oficinas se empozaban frecuentemente las demandas, o se eternizaban los expedientes, con gran menoscabo de los pueblos y muchos dispendios.

El séptimo título era el de las contribuciones. Pasó, todo él sin discusión alguna, tan evidente y claro se mostró a los ojos de la mayoría. En su contexto se ordenaba que las Cortes eran las que habían de establecer o confirmar las contribuciones directas e indirectas. Preveníase también que fuesen todas ellas repartidas con proporción a las facultades de los individuos, sin excepción ni privilegio alguno. Ratificábase el establecimiento de una tesorería mayor, única y central, con subalternos en cada provincia, en cuyas arcas debían entrar todos los caudales que se recaudasen para el erario, modo conveniente de que éste no desmedrase. Tomábanse, además, otras medidas oportunas, sin olvidar la contaduría mayor de cuentas para el examen de las de los caudales públicos, cuerpo bastante bien organizado ya en lo antiguo, y que tenía que mejorarse por una ley especial. Se declaraba el reconocimiento de la deuda pública, y se la consideraba como una de las primeras atenciones de las Cortes, recomendándose su progresiva extensión, y el pago de los réditos que se devengasen.

Importante era el título 8.º, pues concernía a la fuerza militar nacional, y abrazaba dos partes. 1.ª Las tropas de continuo servicio, o sea ejército y armada. 2.ª Las milicias. Respecto de aquellas se adoptaba la regla fundamental de que las Cortes fijasen anualmente el número de tropas que fuesen necesarias, y el de buques de la marina que hubieran de armarse o conservarse armados, como también el que ningún español podría excusarse del servicio militar cuando y en la forma que fuese llamado por la ley. Quitábanse así constitucionalmente los privilegios que eximían a ciertas clases del servicio militar, privilegios destruidos o en parte modificados por disposiciones anteriores, y abolidos de hecho desde el principio de la actual guerra.

Al cuidado de una ley particular se dejaba el modo de formar y establecer las milicias, base de un buen sistema social, y verdadero apoyo de toda Constitución, siempre que las compongan los hombres acomodados y de arraigo de los pueblos. Tan sólo se indicaba aquí que su servicio no sería continuo, previniéndose que el Rey, si bien podía usar de aquella fuerza dentro de la respectiva provincia, no así sacarla fuera antes de obtener el otorgamiento de las Cortes. Hubo quien quería se determinase desde luego que los oficiales de las milicias fueran nombrados y ascendidos por los mismos cuerpos, confirmando la elección las diputaciones o las mismas Cortes, pues opinaba quizá algo teóricamente que siendo dicha fuerza valladar contra las usurpaciones de la potestad ejecutiva, debían mantenerse sus individuos independientes de aquel influjo. Nada se resolvió en la materia, dejándose la decisión de los diversos puntos para cuando se formase la ley enunciada.

Había también un título especial sobre la instrucción pública, que era el noveno. Instituía éste escuelas de primeras letras en todos los pueblos de la monarquía, y ordenaba se hiciese un nuevo arreglo de universidades, coronando la obra con el establecimiento de una Dirección general de estudios, compuesta de personas de conocida instrucción, a cuyo cargo se dejaba, bajo la inspección del Gobierno, celar y dirigir la enseñanza pública de toda la monarquía. Todo se necesitaba para introducir y extender el buen gusto y el estudio de las útiles y verdaderas ciencias, por cuya propagación tanto, y casi siempre en vano, clamaron y escribieron los Campomanes, los Jovellanos, y muchos otros ilustres y doctos varones. Se elevaba en este título a ley constitucional la libertad de la imprenta, declarando que los españoles podían escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas, sin necesidad de licencia, revisión o aprobación anterior a la publicación, propio lugar éste de renovar y estampar de un modo indeleble ley tan importante y sagrada, pues ella bien concebida, y enfrenado el abuso con competentes penas, es el fanal de la instrucción, sin cuya luz navegaríase por un piélago de tinieblas, incompatible con las libertades constitucionales.

El décimo y último título hablaba de la observancia de la ley fundamental y del modo de proceder en sus mudanzas o alteraciones. Las Cortes al instalarse debían ejercer una especie de censura, y examinar las infracciones de Constitución que hubieran podido hacerse durante su ausencia. Se declaraba también con el propio motivo el derecho de petición de que gozaba todo español. No se presentaron óbices ni reparos especiales a esta parte del título. Por el contrario a la en que se trataba del modo de hacer modificaciones en la Constitución. Decíase en el proyecto que aquellas no podrían ni siquiera proponerse hasta pasados ocho años después de planteada la ley en todas sus partes, y aún entonces se requerían expresos poderes de las provincias, precediendo, además, otros trámites y formalidades. Contradecían esta determinación los desafectos a las nuevas reformas, y algunos de sus partidarios los más ardientes, sobre todo los americanos. Los primeros, porque querían que se deshiciese en breve la obra reciente, los otros, por desearla aún más liberal, y los últimos con la esperanza de que acudiendo mayor número de los suyos a las próximas Cortes ordinarias, podrían legalmente, ya que no decretar la separación de las provincias de Ultramar, ir, por lo menos, preparando cada vez más la independencia de ellas.

Consecuencia era inmediata de todo el artificio de la Constitución poner particulares trabas a su fácil reforma. Porque no habiendo sino una cámara, y no correspondiendo al Rey más veto que el suspensivo, claro era que siempre que se hubiese autorizado a las Cortes ordinarias para alterar leyes fundamentales, lo mismo que lo estaban para las otras, de su arbitrio pendía destruir legalmente el gobierno monárquico, o hacer en él alteraciones sustanciales. Verdad es que en Inglaterra no se conoce diferencia entre la formación de las leyes constitucionales y las que no lo son, pero esto procede de que allí no pasa acta alguna del Parlamento sin la concurrencia de las dos cámaras y el asenso del Rey, cuyo veto absoluto es salvaguardia contra las innovaciones que tirasen a alterar la esencia de la monarquía. Esforzaron los argumentos en favor del dictamen los Sres. Argüelles, Oliveros, Muñoz Torrero y otros, quedando al fin aprobado.

Termináronse aquí los más importantes debates de esta Constitución, que se llamó del año doce, porque en él se promulgó, circuló y empezó a plantear. Constitución que fue en la España moderna el primer esbozo de la libertad, y que graduándola unos de sobreexcelente, la han deprimido otros, y aún menospreciado con demasiada pasión.

Hemos tocado algunas de sus faltas en el curso de la anterior narración y examen, advirtiendo que pecaba principalmente en la forma y composición de la potestad legislativa, como también en lo que tenía de especulativa y minuciosa. Aparecía igualmente a primera vista gran desvarío haber adoptado pasa los países remotos de Ultramar las mismas reglas y Constitución que para la Península, pero desde el punto que la Junta Central había declarado ser iguales en derechos los habitantes de ambos hemisferios, y que diputados americanos se sentaron en las Cortes, o no habían de aprobarse reformas para Europa, o menester era extenderlas a aquellos países. Sobrados indicios y pruebas de desunión había ya para que las Cortes añadiesen pábulo al fuego, y en donde no existían medios coactivos de reprimir ocultas o manifiestas rebeliones, necesario se hacía atraer los ánimos, de manera que ya que no se impidiese la independencia en lo venidero, se alejase por lo menos el instante de un rompimiento hostil y total.

En lo demás, la Constitución, pregonando un gobierno representativo y asegurando la libertad civil y la de la imprenta, con muchas mejoras en la potestad judicial y en el gobierno de los pueblos, daba un gran paso hacia el bien y prosperidad de la nación y de sus individuos. El tiempo y las luces cada día en aumento hubieran acabado por perfeccionarla obra todavía muy incompleta.

Y en verdad, ¿cómo podría esperarse que los españoles hubieran de un golpe formado una Constitución exenta de errores, y sin tocar en escollos que no evitaron en sus revoluciones Inglaterra y Francia? Cuando se pasa del despotismo a la libertad, sobreviene las más veces un rebosamiento y crecida de ideas teóricas, que sólo mengua con la experiencia y los desengaños. Fortuna si no se derrama y rompe aún más allá, acompañando a la mudanza atropellamientos y persecuciones. Las Cortes de España se mantuvieron inocentes y puras de excesos y malos hechos. ¡Ojalá pudiera ostentar lo mismo el gobierno absoluto que acudió en pos de ellas y las destruyó!

No ha faltado quien piense que si hubieran las Cortes admitido dos cámaras y dado mayores ensanches a la potestad real, se hubiera conservado su obra estable y firme. Dudámoslo. El equilibrio más bien entendido de una Constitución nueva cede a los empujes de la ignorancia y de alborotadas y antiguas pasiones. Los enemigos de la libertad tanto más la temen, la aborrecen y la acosan, cuanto más bella y ataviada se presenta. Camino sembrado de abrojos es siempre el suyo. Emprendímosle entonces en España, mas para llegar a su término, aguantar debíamos caídas y muchos destrozos.

Puso grima a los contrarios de las Cortes fuera de su seno el partido que estas ganaron, y los elogios que merecieron va en el mero hecho de presentarse a sus deliberaciones el proyecto de la Constitución. Despechados manifestaron más a las claras su enemistad, y a punto de comprometerse ciertas personas conspicuas y cuerpos notables del Estado.








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