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Historia general de la República del Ecuador

Tomo quinto

Libro cuarto: La colonia o el Ecuador durante el gobierno de los Reyes de España (1564-1809)

Desde la supresión temporal de la Audiencia a principios del siglo decimoctavo, hasta la primera revolución en favor de la emancipación política de España, al comenzar el siglo decimonono (1718-1809)


Federico González Suárez


Imprenta del Clero (imp.)



Portada



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ArribaAbajoAdvertencia

En el Tomo tercero principiamos la narración de los sucesos acaecidos en nuestras provincias durante la tercera época de nuestra Historia: en el Cuarto la continuamos, hasta llegar al año de 1718, en el cual terminó el primero de los dos períodos en que hemos dividido la tercera época; en este Tomo quinto exponemos los acaecimientos que se verificaron desde que fue de nuevo restablecida la Audiencia, hasta que vino a Quito con el cargo de Presidente el Conde Ruiz de Castilla, bajo cuyo gobierno se verificó el hecho trascendental   -VI-   de nuestra primera revolución para emanciparnos políticamente de España. Largo es el camino que hemos recorrido, y nos vamos aproximando ya a la época moderna, la más importante, indudablemente, de nuestra historia. Conociendo lo que fue el Ecuador en lo pasado, trabajaremos por remover del camino que debe seguir para su mejoramiento social todos aquellos obstáculos en que, mediante las lecciones de la historia, conociéremos que hubiese tropezado.

Muy inexacta idea nos hemos formado de lo que fueron los tiempos pasados, mejor dicho, los hemos ignorado por completo. Cosa cómoda es la ignorancia, pues, merced a ella, se alaban o se vituperan libremente los tiempos pasados; mas ¿qué adelanta con ello la civilización?... El que ignora los males y los vicios de la edad pasada, maldice de su época y se desalienta, creyendo que los tiempos presentes son peores, que los tiempos que ya pasaron;   -VII-   asimismo el que menosprecia los bienes que nos legaron nuestros mayores, supone que en los tiempos antiguos no hubo más que ignorancia y superstición.

Ardua es la tarea, que de dar a conocer lo pasado nos hemos impuesto: ahora, cuando nuestra labor está bien avanzada, sentimos renovarse el brío en nuestro espíritu, y cobramos aliento para continuar investigando con lenta, con prolija paciencia, la verdad, a fin de continuar también narrándola a nuestros compatriotas con sincera lealtad; decimos lo verdadero, tal como se presenta a los ojos de nuestra investigación, porque solamente la verdad puede dar provechosas enseñanzas de moral a los que, en la lectura de la Historia, se proponen un fin elevado, y no un mero entretenimiento.

Quito, enero de 1894.

Federico González Suárez.





  -1-  

ArribaAbajoCapítulo primero

Restablecimiento de la Real Audiencia


Erección del virreinato de Santa Fe o del Nuevo Reino de Granada.- Límites de la Real Audiencia de Quito en el siglo decimoctavo.- Extensión del obispado de Quito.- Conducta del doctor Zumárraga como Vicario Capitular.- El cisma de 1718.- Llega a Quito el ilustrísimo señor don Luis Francisco Romero, decimocuarto Obispo de esta ciudad.- El doctor José de Herrera y Cevallos.- El templo de Nuestra Señora de Guadalupe en Guápulo.- Los frailes betlemitas reciben el hospital de Quito, y se hacen cargo del cuidado de él.- Restablecimiento de la Real Audiencia.- Los nuevos oidores y el Obispo.- Renuncia el rey Felipe quinto, y es reconocido como soberano su hijo Luis primero.- Muerte prematura de éste, y segunda época del reinado de Felipe quinto.- Festejos oficiales.- Condición del seminario de San Luis.- El obispo Romero es ascendido al arzobispado de Charcas.- Estado de la observancia en los monasterios de monjas.- Las venerables Juana de Jesús y Gertrudis de San Ildefonso.



I

Las provincias que componían el distrito judicial de la Audiencia de Quito, pertenecieron al virreinato del Perú hasta el año de 1718, en el cual pasaron a formar parte del virreinato de Santa Fe de Bogotá, erigido entonces,   -2-   no sólo para que las colonias fueran mejor gobernadas, sino también para que Cartagena y los demás puertos del Atlántico fueran mejor defendidos contra las agresiones hostiles de la Inglaterra y de otras naciones que por aquel tiempo habían roto la paz con España. El nuevo virreinato abrazaba todas las provincias que, al presente, constituyen las tres naciones independientes de Venezuela, Colombia y el Ecuador, y además una gran parte de los territorios orientales del Perú; pues la presidencia de Quito se dilataba, en aquella época, por el Oriente hasta el punto en que los dominios de España partían límites con los de Portugal.

El comisionado para erigir y organizar el nuevo virreinato fue don Antonio de la Pedrosa y Guerrero, miembro del Real Consejo de Indias; fueron suprimidas las Audiencias de Panamá y de Quito, y don Antonio de la Pedrosa debía permanecer en Bogotá como Presidente de aquella Audiencia, aun después que llegara el Virrey y se hiciera cargo del gobierno.

La extensión de la Audiencia de Quito era entonces mucho mayor que la que tiene actualmente la República del Ecuador, pues comprendía una parte no pequeña de la gobernación de Popayán, y también el dilatado territorio de las misiones del Marañón en la banda oriental. Esa región abrazaba cuatro gobiernos: el de Quijos, el de Macas, el de Jaén y el de Mainas, que era el más oriental de todos cuatro, y llegaba hasta las riberas del caudaloso Amazonas.

El distrito de la Audiencia estaba dividido en gobiernos y corregimientos, y la diferencia   -3-   que había entre ellos dependía de su mayor o menor extensión; concretándonos al antiguo Reino de Quito, podemos establecer que los corregimientos eran provincias de corta extensión, en las cuales no había más que una villa o un asiento; los gobiernos eran más extensos y tenían por capital una ciudad; en los gobiernos había, ordinariamente, territorios por conquistar y pacificar; en los corregimientos las parcialidades de indígenas estaban reducidas y habían abrazado la vida civilizada.

En el valle interandino el Reino de Quito comprendía el corregimiento de Ibarra al Norte el de Otavalo y el de Latacunga al centro; los de Riobamba, Cuenca y Loja al Sur; el gobierno de Guayaquil abrazaba casi toda la costa occidental. Los corregimientos de Otavalo y de Latacunga se hallaban incorporados en la jurisdicción municipal de Quito; al gobierno de Quito se encontraban subordinados los territorios de Esmeraldas, en los cuales no había ciudad ninguna, y sólo se conservaban algunas poblaciones de indígenas1.

Suprimida la Audiencia de Panamá, los pueblos de su jurisdicción quedaron sujetos al virreinato   -4-   de Lima, mediante una circunscripción territorial no muy acertada. En lo eclesiástico no hubo modificación alguna, y la diócesis de Quito continuó con los mismos extensos límites que había tenido desde la erección del obispado de Trujillo en 1614; por el Norte llegaba hasta Pasto, encerrando esta ciudad dentro de los términos a los cuales tocaba su jurisdicción; por el Oriente no tenía límites determinados, y se prolongaba conforme iban ensanchándose las reducciones del Marañón.

Don Antonio de la Pedrosa vino a Bogotá, y allí puso mano en la fundación, establecimiento y organización del nuevo virreinato; su gobierno (más como fundador del virreinato que como verdadero Virrey) fue solamente de dos años, al cabo de los cuales llegó a Bogotá don Jorge de Villalonga, que fue propiamente el segundo Virrey del Nuevo Reino de Granada. Villalonga era experimentado en cosas tocantes al gobierno de las colonias americanas, pues había desempeñado por algunos años el destino de General de Infantería en el Callao; sin embargo, no conservó el mando sino un año, porque, juzgando que estas provincias carecían de los recursos necesarios para sostener el virreinato recientemente erigido, informó a la Corte acerca de la necesidad urgente de suprimirlo. Movido el Consejo de Indias por las informaciones de Villalonga, acordó sobre la conveniencia de la supresión del virreinato, y Felipe quinto la decretó, mandando que las cosas se restituyeran al mismo estado que habían tenido antes de la erección. De esta manera, a los seis años (1717-1722), después   -5-   de suprimida la Audiencia de Quito, volvió a ser restablecida2.

De nuevo todas estas provincias tornaron, pues, a formar parte del virreinato de Lima; y así continuaron todavía durante otros diez y siete años, hasta el de 1740, en que otra vez se estableció el virreinato de Bogotá, en el cual fueron nuevamente incorporadas. Debemos distinguir, por lo mismo, tres períodos en el espacio de tiempo que transcurrió desde 1718 a 1740: el primero, desde 1718 hasta 1722, duró solamente seis años, entonces la Audiencia estuvo suprimida, y los provincias de Quito formaron parte del virreinato de Bogotá; el segundo, desde 1722 hasta 1740, el nuevo virreinato fue suprimido, se restableció la Audiencia de Quito y los territorios ecuatorianos volvieron a hacer parte del virreinato del Perú; la duración de este segundo período fue de veintidós años; el tercero comenzó en 1740; restablecido el virreinato de Bogotá, la Audiencia de Quito fue de nuevo separada del virreinato del Perú, y agregada al virreinato de Santa Fe en el Nuevo Reino de Granada.

Refiramos los sucesos dignos de memoria que acaecieron en aquel espacio de tiempo.



  -6-  
II

El año de 1718 fue notable en la época colonial, pues en él fue suprimida la Real Audiencia, y los canónigos de Quito consumaron un cisma escandaloso, deponiendo violentamente al Arcediano que ejercía la jurisdicción eclesiástica como Provisor y Vicario General del ilustrísimo señor don Diego Ladrón de Guevara, entonces Obispo de esta diócesis. Recordemos que este Prelado se ausentó de esta ciudad, desde mediados del año de 1710, trasladándose a Lima, para tomar las riendas del gobierno civil, como Virrey interino del Perú; al salir de Quito, nombró por su Provisor y Vicario General al doctor don Pedro de Zumárraga, Arcediano de esta Catedral. En 1718 hacía, pues, ocho años ha que el Obispo estaba ausente, y habían llegado noticias fidedignas de que no regresaría, porque había renunciado la mitra, y obtenido licencia de Su Majestad para volver a España; a fines de mayo se tuvo noticia cierta de que el Obispo se había embarcado para la Península, y de que la renuncia del obispado estaba presentada en el Consejo de Indias. El señor Guevara, antes de partir de Lima, hizo un nuevo nombramiento de Provisor y Vicario General en dos eclesiásticos, a quienes delegó su jurisdicción, hasta que el Papa, aceptando la renuncia que le había presentado de la diócesis, lo declarara absuelto del vínculo sobrenatural que lo ligaba a ella; los eclesiásticos designados por el Obispo eran dos canónigos de Quito: el uno, el doctor on Andrés de Munive, Penitenciario, el   -7-   cual, a la sazón, se hallaba en Lima; el otro, el mismo don Pedro de Zumárraga, quien no podía, pues, menos de continuar gobernando la diócesis por un tiempo indefinido. Era el arcediano Zumárraga hombre recio, aficionado a mandar y ganoso de autoridad; ni los canónigos ni los seculares lo amaban, y a todos causaba molestia el comportamiento insolente de los numerosos parientes y allegados del Arcediano, tanto más antipáticos a los quiteños, cuanto ninguno de ellos era nativo de esta ciudad, y todos habían venido de fuera para medrar a la sombra del envanecido Vicario.

El Cabildo eclesiástico de Quito se componía entonces de un personal escaso; el deanato estaba vacante, y por eso presidía el mismo Arcediano; dos canónigos se hallaban ausentes, y los Racioneros y Medio-racioneros, según la disciplina canónica que en aquella época regía en la Catedral, carecían de voz y voto en la elección de Vicario Capitular; eran, pues, solamente cinco los que tenían derecho para congregarse a hacer la elección, y estos cinco eclesiásticos se dividieron en dos partidos, y consumaron un cisma. Semejante escándalo faltaba que se cometiera, y se cometió en la perturbada colonia. De los cinco electores, el uno, don Ambrosio de Zumárraga, era hermano menor del Arcediano; los otros tres eran don Fernando de Betancur, don Sebastián Pérez de Ubillús y don Ignacio de la Escalera, Chantre, Maestrescuela y Tesorero, respectivamente, en el coro de esta Catedral; el doctor Ambrosio de Zumárraga era canónigo de Merced.

El 10 de junio de 1718, el Maestrescuela y el Tesorero pidieron que se convocara a cabildo;   -8-   condescendió con ellos el Arcediano, y se reunieron en asamblea capitular los cuatro, a saber: los dos Zumárragas y los doctores Pérez de Ubillús y Escalera; el Chantre, aunque estaba de acuerdo con sus dos colegas, el Maestrescuela y el Tesorero, para deponer al Provisor, se acostó en cama, echó mano de sus habituales achaques, y se excusó de asistir a capítulo, diciendo que estaba más para morir que para ocuparse en otra cosa. El Chantre era tímido, pero muy artero y mañoso; se alegraba de la deposición del Vicario General, pero no quería ser responsable de ella; el Maestrescuela hacía coro a cuanto decía el Tesorero, de cuyo parecer jamás se le había visto apartarse un punto. Don Ignacio de la Escalera ardía en el fuego de las más vehementes pasiones: audaz, cuando se veía apoyado en sus planes; cobarde siempre que se quedaba solo; solicitó en pedir consejo a los que no dudaba que se lo habían de dar al sabor de su paladar; con cierto aire de misticismo, haciendo a cada momento protestas de desinterés, había ganado a su devoción a todos los demás prebendados, de quienes era complacido y obsequiado. Reunidos en capítulo, pidió el Tesorero que se declarara la sede vacante, y que la jurisdicción residía en el Cabildo; esforzose, en vano, don Pedro de Zumárraga por convencer a sus dos émulos de lo errado de sus opiniones canónicas en punto a la manera cómo quedaban, según el Derecho, vacantes los obispados; la disputa fue larga y reñida, de las razones pasaron a las amenazas: el Provisor amenazó a los dos contrincantes con la pena de excomunión mayor, si procedían a declarar la sede   -9-   vacante, y les conminó con la multa de dos mil pesos, si le estorbaban la jurisdicción; riéronse de las amenazas, y le advirtieron que ellos, a su vez, lo excomulgarían y multarían como a usurpador de la jurisdicción del Cabildo; al fin, lo echaron fuera, negándole voto, como a interesado personalmente en la cuestión; le negaron también el voto al canónigo de Merced, por ser hermano del Vicario; y, quedando solamente los dos, declararon la sede vacante, y mandaron dar las solemnes campanadas, con que se acostumbraba comunicar semejante noticia a la ciudad.

El día siguiente hubo nueva junta, y el 12 los cismáticos eligieron Vicario Capitular a uno de sus colegas, el doctor don Luis Saa, Prebendado Racionero, el cual debía gobernar el obispado como Pro-vicario, mientras venía de Lima el penitenciario Munive, a quien nombraron en propiedad. Consumado el cisma, el Arcediano protestó y acudió inmediatamente a la Audiencia, pidiendo el auxilio del brazo secular para conservar la jurisdicción; apeló también al Metropolitano de Lima, cuya sentencia era la única que pondría término a la situación violenta en que se encontraba la diócesis.

Dos meses tardó en venir la resolución del Arzobispo de Lima: el 9 de agosto se les notificó a los canónigos con la sentencia del Metropolitano, de la cual dijeron que apelaban ante el sufragáneo más antiguo. Sin embargo, estas protestas eran frívolos alardes de vanidad; el presbítero José de Ontañón, juez delegado por el Arzobispo de Lima, ordenó que el doctor Zumárraga fuera restituido a su antiguo cargo de Provisor;   -10-   fue éste a hacerse reconocer por el Cabildo, y, como se presentó acompañado de sus parientes, amigos y partidarios, muchos de los cuales iban armados de bastones, los canónigos se asustaron y salieron corriendo con sobrepellices, de la sala capitular a la plaza, en medio de la grita y algazara de los concurrentes. Así terminó por entonces, de una manera grotesca, el cisma de los canónigos de Quito3.

En el Consejo de Indias se examinó el asunto: el atentado de los dos canónigos, Tesorero y Maestrescuela, fue reprobado; y el rey Felipe quinto expidió una cédula, en la cual ordenó que a ambos les diera el Obispo una reprensión pública, como lo ejecutó el señor Romero, que ya entonces estaba en Quito. También el Arcediano fue llamado a España, para dar cuenta de su conducta, por las quejas que contra lo indiscreto y áspero de su condición se habían elevado a la Corte, y hubo de rogar e interponer valimientos a fin de alcanzar que se le dispensara del viaje; usó el Rey de indulgencia para con este sacerdote, en atención a su edad, pues hizo presente que pasaba de sesenta años, y era achacoso y enfermo. Estos acontecimientos se verificaban en Quito tres meses antes de que se suprimiera la Real Audiencia; en noviembre se publicó el   -11-   decreto de supresión, y el primero de enero del año siguiente de 1719 llegó a Quito el poder que el nuevo Obispo confería al mismo Arcediano, don Pedro de Zumárraga, para que, en su nombre, tomara la posesión canónica del obispado.

La noticia de que el papa Clemente undécimo había aceptado la renuncia del señor Guevara, y expedido las bulas para el ilustrísimo señor Romero, trasladándolo de Santiago de Chile al obispado de Quito, llegó aquí a mediados de octubre de 1718; y, el día 17 de aquel mes, hicieron los canónigos la elección de Vicario Capitular, y nombraron para ese cargo al doctor don Domingo de la Rocha y Ferrer; la sede vacante duró, pues, apenas dos meses y medio. No obstante, el nuevo Obispo tardó todavía un año completo en llegar a esta ciudad; en julio de 1719 arribó a Guayaquil, y en octubre hizo su entrada en Quito, porque vino practicando la visita y administrando el sacramento de la Confirmación en todos los puntos del tránsito. Cuando el Prelado llegó a Quito, hacía un año ha que estaba suprimida la Audiencia; y, desde la salida del obispo Guevara hasta la llegada de su sucesor, habían transcurrido nueve años, durante los cuales la diócesis había estado gobernada por el arcediano Zumárraga.

Veamos quién era el nuevo Obispo. El señor doctor don Luis Francisco Romero, décimo cuarto en la serie de los obispos de Quito, fue español, castellano, nativo de Alcovendas, en la provincia de Toledo; vino muy joven a América, con la familia del Conde de Castellar, Virrey del Perú; comenzó sus estudios en Lima, y regresó   -12-   a España para concluirlos en Alcalá de Henares, en cuya célebre Universidad se graduó de doctor en ambos Derechos; volvió al Perú agraciado con la dignidad de Maestrescuela del Cuzco, y poco después fue ascendido sucesivamente a las de Chantre y Deán en la misma Catedral. En 1707 Felipe quinto lo presentó para el obispado de Santiago de Chile; recibió la consagración episcopal en Charcas y gobernó su diócesis hasta el año de 1717, en que fue trasladado a Quito. El ilustrísimo señor Romero gozaba de la bien merecida fama de varón docto y muy conocedor de las ciencias eclesiásticas; su elección fue recibida en Quito con tanto agrado, que los canónigos se daban unos a otros el parabién por tener un tan distinguido Prelado; y el día de la ceremonia de la toma de posesión arrojaron puñados de monedas de plata al pueblo, en señal de satisfacción y contento4.

El obispado de Quito era entonces mucho más extenso que lo que es ahora el Ecuador, y estaba dividido en vicarías eclesiásticas, de las cuales se contaban las siguientes: Pasto, los Pastos, Ibarra, Latacunga, Ambato, Riobamba, Alausí, Chimbo, Cuenca, Loja, Guayaquil, Portoviejo, Barbacoas y Macas. El ilustrísimo señor Romero, así que llegó en Guayaquil, practicó la visita de la ciudad, y la dividió en dos parroquias, instituyendo dos curas, uno en ciudad nueva, y otro   -13-   en ciudad vieja, para el mejor servicio de la población.

En Quito encontró motivos de edificación y de consuelo en varios sacerdotes de costumbres ejemplares; distinguíase entre todos ellos don José de Herrera y Cevallos, cura de Guápulo, insigne por su celo y fervor. Este eclesiástico fue quien levantó el hermoso templo dedicado a la Santísima Virgen en aquella aldea; lo construyó desde cimientos, con auxilio de las limosnas que colectó, peregrinando más de seis mil leguas en la América española. A fin de hacer más fructuosa la limosna, fundó una asociación piadosa, llamada de los Esclavos de la Madre de Dios de Guadalupe, y cada blanco que en ella se inscribía daba por una vez un patacón, y cada indio cuatro reales. Deseoso de perpetuar el culto divino en el tradicional santuario de la Virgen, procuró fundar una congregación de sacerdotes seculares con el titulo de Oratorio de San Felipe Neri; pero, aunque le adjudicó en propiedad una gruesa suma de dinero, y aunque alcanzó del papa Alejandro octavo el breve de aprobación de los estatutos, murió sin lograr el consuelo de ver realizados sus propósitos, porque el Rey negó el permiso para la fundación, apoyándose en que era, ya no sólo crecido, sino excesivo el número de casas religiosas establecidas en Quito. Mientras en el Consejo de Indias se ventilaba lentamente el asunto, satisfizo los reclamos de su devoción el buen cura Herrera Cevallos, instituyendo cuatro capellanes para que todos los días rezaran en comunidad las horas canónicas y solemnizaran las demás funciones del culto divino. Este piadoso   -14-   sacerdote falleció casi a los cuarenta años de cura de Guápulo, y nos complacemos en alabar sus virtudes, arrancando, aunque tarde, su nombre del injusto olvido en que yacía sepultado5.

En aquel tiempo estaba fundada en Quito otra comunidad religiosa, la de los Hermanos de Belén, especialmente consagrados a la enseñanza primaria de los niños pobres, y al cuidado y servicio de los enfermos en los hospitales. Ésta era institución americana y se había difundido en las colonias; había casas y establecimientos de ella en el virreinato de México y en el de Lima. La fama de la caridad ejemplar con que estos religiosos servían a los enfermos y su esmero en cuidar de los hospitales inspiraron a los miembros del Ayuntamiento de Quito el deseo de confiarles   -15-   el hospital de esta ciudad. El Cabildo eclesiástico se asoció al civil en su solicitud; escribieron también las comunidades religiosas; y la Audiencia, consultada por el Consejo de Indias, dio un informe favorable al asunto, por lo cual el Rey autorizó la venida de los padres betlemitas, permitiendo que de una manera precaria y condicional se les entregara el cuidado de los enfermos y la administración de los bienes del hospital. Quien más empeño tuvo en la fundación fue el presidente López Dicastillo.

En 1704 llegaron a Quito fray Miguel de la Concepción y fray Alonso de la Encarnación, los dos primeros betlemitas que hubo en esta ciudad vinieron de Lima y se hospedaron en el convento de San Francisco, pues la entrega del hospital   -16-   no se verificó sino dos años después, el 6 de enero de 1706, cuando se obtuvo el permiso del Rey. Los betlemitas daban culto especial a los misterios de la Santa Infancia de nuestro adorable Redentor, y, por eso, eligieron para hacerse cargo del hospital el día seis de enero, en que la Iglesia católica celebra la Epifanía del Señor o la adoración de los Magos del Oriente al Niño Dios.

El presidente López Dicastillo, que había sido el principal autor de la venida de los betlemitas, quiso solemnizar el acto de la toma de posesión del hospital; formose, al efecto, una procesión, para conducir a los frailes desde el lugar de su alojamiento hasta el hospital; precedían las comunidades religiosas, y seguían el Cabildo eclesiástico y el civil; los betlemitas iban acompañados de los oidores; en medio de cada dos oidores marchaba un fraile, y entre el oidor más antiguo y el Presidente, cerrando la procesión, asomaba fray Miguel de la Concepción, superior de los religiosos.

Cambió de aspecto el hospital con la entrada de los betlemitas: separaron los departamentos, poniendo a las enfermas en una sala bajo el cuidado de señoras piadosas, dirigidas por los frailes; renovaron no sólo el pavimento de las enfermerías, sino hasta las paredes, para extinguir la abundancia de parásitos repugnantes, en que bullía toda la casa, pues era tal el desaseo y tanta la hediondez de los salones, que el ilustrísimo señor Guevara cayó desmayado la primera vez que entró a visitar a los enfermos en el hospital; por esto, la primera diligencia de los betlemitas fue la de limpiar y asear con esmero la casa. Establecieron   -17-   también una botica, provista abundantemente de cuantas drogas se conocían entonces en la Farmacia; y con tal honradez y economía administraron los fondos, que en breve tiempo compraron dos haciendas para el hospital. Mucho por que bendecir a Dios hubo, pues, en los primeros veinte años que siguieron a la entrega del hospital a los betlemitas, viendo cuán bien asistidos estaban los enfermos y cuán esmerada era la administración del establecimiento, pidieron al Rey los quiteños que aprobara definitivamente la concesión y entrega del hospital a los frailes; pero el Consejo de Indias no vino en ello; antes hizo notar que era segura la decadencia del hospital, dándoles en propiedad a los frailes su administración; ¡tan exacto conocimiento poseía aquel tribunal de la condición de las cosas en las colonias, y mayormente en las provincias de Quito!

Fray Miguel de la Concepción, fundador de los betlemitas en esta ciudad, fue uno de los varones más beneméritos de su instituto; elegido Procurador General de la Orden, pasó a Madrid y a Roma, donde desempeñó su cargo con el mejor éxito. Aquí en Quito hizo prueba de su discreción y firmeza, oponiéndose a las injustas pretensiones del presidente Sosaya, quien se manifestó adverso a los betlemitas, tanto cuanto se había mostrado favorable a ellos su antecesor. Los muchos enemigos que López Dicastillo se granjeó en Quito desacreditaron a los betlemitas, para tomar en los frailes venganza de los agravios que el Presidente, su protector, les había causado; no obstante, estas contradicciones fueron   -18-   provechosas a los frailes, porque, merced a ellas, no se adormecieron tan pronto en la observancia de sus reglas y constituciones6.




III

Tres años después de la llegada del obispo Romero, es decir, el 26 de marzo de 1722, se puso en ejecución en esta ciudad el real decreto, por el cual se declaraba restablecida la Audiencia de Quito; sus términos eran los mismos que había tenido antes de la supresión y la componían el Presidente, cuatro ministros oidores y un fiscal. El virreinato de Bogotá fue suprimido, y estas provincias volvieron a ser incorporadas al virreinato del Perú, quedando sujetas (como lo hemos dicho ya antes) al gobierno superior de Lima. A los presidentes se les concedió también el título de gobernadores y capitanes generales en el distrito de la Audiencia.

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El cargo de Presidente fue devuelto al mismo don Santiago Larrain, para que completara el período de su primer nombramiento, en el cual se le había hecho merced de la presidencia por ocho años. En la cédula de su segundo nombramiento se le aumentaba algo más la duración del período de mando, a fin de que Larrain pudiera compensar la suma de dinero, en que había beneficiado la presidencia. Los oidores del restablecido tribunal fueron los licenciados don Simón de Ribera, don Juan de Ricaurte, don Pedro Martínez de Arizala y don Manuel Rubio de Arévalo; el oficio de Fiscal lo desempeñaba don Diego de Zárate.

Larrain estaba en Lima de regreso para Chile, cuando recibió la noticia de su nombramiento para la presidencia de Quito; así que le fueron entregados los reales despachos, volvió a esta ciudad y se hizo cargo de su destino. Larrain era bien intencionado, manso y amigo de la paz, pero débil y complaciente con sus subalternos; las discordias con el Obispo comenzaron apenas se hubo restablecido la Audiencia. En ella volvió a ocupar una plaza como Oidor don Simón de Ribera, hombre díscolo y vengativo, el cual, resentido contra el Obispo, porque el señor Romero rehusó darle gusto en la pretensión de que un curato de la diócesis se había de proveer en cierto sacerdote indigno, le suscitó querellas, acusándolo de usurpador de los honores debidos al monarca como patrono de las catedrales, por haber puesto el Prelado su escudo de armas en la silla principal del coro. El ilustrísimo señor Romero, después de hacer ver que en nada había violado el patronato   -20-   con un hecho tan sencillo, mandó quitar del coro sus armas, protestando que tomaba semejante medida con el objeto de conservar la buena armonía con los ministros de la Audiencia, y no perturbar la tranquilidad pública por cosas de tan poco momento7.

Volvieron a renovar los oidores las antiguas pretensiones respecto a sagradas ceremonias, exigiendo que había de bajar el subdiácono a darles la paz; que se les había de dar a ellos el agua bendita al mismo tiempo que al Obispo, para lo cual decían que debían concurrir ambos curas-rectores; que se les habían de hacer reverencias antes y después de cada ceremonia, y otras exigencias demasiado impertinentes; el Obispo hizo presentes las cédulas reales, en que se mandaba guardar lo prescrito por el Ceremonial romano en punto a ceremonias sagradas; pero los oidores no cedieron; antes hubo nuevos reclamos y consultas al Consejo de Indias, y se reiteraron órdenes antiguas, que la pretensiosa vanidad de los oidores pronto echaba al olvido. El Obispo se abstuvo de asistir a las funciones sagradas algunas veces, y otras no celebró de pontifical, aunque iba a la Catedral con hábitos consistoriales,   -21-   es decir con capa magna y bonete. Otras varias contradicciones padeció este Obispo por las exigencias del Presidente y de los oidores, celosísimos de las regalías del patronato, que ellos entendían a su modo. Viose también angustiado, porque en el tiempo en que estuvo suprimida la Audiencia, deseoso de conservar las buenas costumbres, puso en práctica algunos medios legítimos, pero muy peligrosos: empleó el rigor y la severidad del poder coercitivo de la Iglesia, con falta de tino y de cordura, y, en vez de corregir, oprimió; así que, su autoridad vino a ser temida y aborrecible, aumentándose los escándalos, cuando pretendía extirparlos. Además, algunas de sus disposiciones gubernativas no están inmunes del justo reproche de arbitrarias, y hasta de poco ejemplares, pues trascienden a interés de bienes temporales, cosa que tanto desdice de un Obispo, en quien debe resplandecer la pobreza evangélica. Vez hubo también, en la cual este celo por defender su autoridad y mirar por los bienes eclesiásticos le hizo olvidarse de la mansedumbre de pastor, y violar los augustos derechos de la caridad cristiana8. Las disposiciones   -22-   relativas a la creación del nuevo empleo de un colector diocesano y las exigencias de las llamadas cuartas episcopales fueron causa de inquietudes y de conmociones populares en esta ciudad y principalmente en la de Cuenca.

El año de 1724 hubo en Quito y sus provincias ruidosas diversiones públicas oficiales, con motivo de la coronación de Luis primero de Borbón, hijo de Felipe quinto. A los veinticuatro años de reinado, sintiéndose Felipe quinto desabrido del mando, abdicó el cetro en manos de su hijo primogénito Luis Fernando, y se retiró a la vida privada. El nuevo monarca fue reconocido y aclamado en España y en todas las colonias americanas; pero por su temprana muerte los festejos de su coronación casi se confundieron con el luto y el duelo oficial de su fallecimiento. En aquella época no había suceso alguno que no se festejara con regocijos oficiales; hubo fiestas con motivo del nacimiento de este príncipe; las hubo para celebrar el reconocimiento de príncipe heredero; se repitieron cuando su coronación; con fiestas se celebró en Quito la supresión de la Audiencia y erección del virreinato de Bogotá; con fiestas, el restablecimiento de la Audiencia; ¡y con fiestas hasta el aumento de tiempo que para el período de su presidencia alcanzó don Santiago Zarrain! Y ¿a qué se reducían estas fiestas oficiales? ¿A qué? ¡A las tumultuosas corridas de toros, a luminarias, fuegos de pólvora y representación de comedias al aire libre, en teatros improvisados en la plaza! Durante la representación se distribuía a los concurrentes notables y a las damas dulces y helados; todas estas fiestas eran   -23-   precedidas siempre de una Misa solemne en la Catedral, y alegradas con incesantes repiques de campanas en todas las iglesias de la ciudad. El Cabildo secular era el encargado de promover semejantes regocijos oficiales, y en ellos derrochaba muchas veces gruesas cantidades de los fondos públicos.

El 6 de agosto de 1724 dieron principio los quiteños a las fiestas, con que celebraban la coronación del rey don Luis primero de Borbón; hecha la ceremonia de alzar pendones por el nuevo soberano, tributándole solemnemente el pleito homenaje de obediencia y reconocimiento, siguieron las corridas; el entusiasmo era grande, y en la desocupada ciudad no había ningún otro asunto grave que llamara la atención de los vecinos sino los regocijos públicos que se estaban celebrando por el fausto suceso de la coronación del nuevo Rey, cuyo nombre nadie solía pronunciar entonces sino acompañándolo de la conocida optación de lealtad, diciendo: a quien Dios guarde por muchos años.

En agosto no se había recibido todavía en Quito la cédula en que se comunicaba la renuncia de Felipe quinto y la exaltación del príncipe de Asturias al trono de España; no obstante, el Cabildo secular, por razones de prudencia, juzgó conveniente anticipar los festejos públicos, y tuvieron lugar las corridas de toros y las comedias. Con motivo de estas funciones por la coronación del rey Luis primero, sucedió en Quito un hecho ruidoso, que puso por algunos días la ciudad en alboroto.

Era costumbre muy autorizada la de que los   -24-   alumnos internos del seminario diocesano de San Luis, dirigido por los jesuitas, asistieran en comunidad, vestidos de uniforme, a las corridas de toros; sin embargo, el padre Pedro Campos, Rector del colegio en 1724, no permitió que los jóvenes acudieran a la plaza a gustar de las corridas; inesperada y por demás severa se juzgó la prohibición del Rector; hubo súplicas para que aflojara un poco su rigor, puesto que se festejaba nada menos que la coronación del soberano; pero el padre se mantuvo inexorable, y los colegiales no salieron a las fiestas; dos de los mayores no pudieron soportar el encierro, fugaron del colegio y no faltaron de las corridas. Terminadas éstas, intentaron regresar; pero el Rector les cerró las puertas, intimándoles la sentencia de expulsión definitiva del establecimiento.

Los expulsos eran Agustín Miñano y Cayetano Iglesias, ambos nativos de Panamá; intercedieron por ellos muchas personas de la ciudad; tomó parte el Cabildo secular; pidió y aun instó el Obispo que fueran admitidos los dos jóvenes, quienes estaban arrepentidos de su falta y prontos a sufrir cualquiera castigo que los superiores les impusieran; empero el Rector no quiso condescender con nadie y se manifestó inflexible. Llamó el Ilustrísimo señor Romero a su palacio al padre Campos, conferenció largamente con él; mas no logró hacerle mudar de resolución; la expulsión de los colegiales era irremediable. En esto habían pasado ya cinco meses completos.

El 17 de enero de 1725, por la noche, se presentaron ambos seminaristas en el aposento del Rector; echáronse a sus pies y, de rodillas, en términos   -25-   humildes, le rogaron que los volviera a admitir en el colegio; despidiolos el Padre tercamente; ellos perseveraron de rodillas, suplicándole; rechazados, no se levantaron; antes protestaban que estaban dispuestos a recibir cualquiera castigo que se les diera. Mientras los dos cuitados panameños estaban rogando al Rector, todos los demás colegiales, agrupados fuera, observaban lo que pasaba; viendo que sus compañeros eran desairados, se precipitaron en tropel a la celda del Rector, y tirándose de rodillas todos, a una voz comenzaron a implorar gracia para los expulsos; montó en cólera el padre Campos, y rechazó con aspereza a los colegiales, diciéndoles con desprecio: «¡He desairado a tantas personas de autoridad! ¿Había de condescender con muchachos?».

Salieron los colegiales irritados contra el Rector, y resueltos a contradecirle; tomaron a los expulsados, les vistieron de uniforme y se los llevaron al refectorio, porque en ese momento se hacía señal con la campana para cenar. Pretendió el Rector emplear la violencia para hacerse obedecer por la fuerza; pero el Padre Ministro logró convencerle de que, por entonces, lo más acertado era disimular, y se contuvo, aunque muy a su pesar; el padre Campos era violento, amigo de medidas rigurosas y muy obstinado; natural de Zaragoza, había en su carácter la aspereza característica del aragonés.

Al día siguiente, los colegiales, con el mayor disimulo, fueron poniendo por obra el plan de su venganza; introdujeron armas en el colegio y estalló la rebelión contra el Rector; el momento   -26-   fijado era aquel en que el padre Campos saliera a la calle; en el colegio todo parecía tranquilo, había orden en todo y reinaba el más profundo silencio, consagrado cada cual a sus ocupaciones ordinarias. El padre Campos, sin sospechar ni recelar nada, salió a la calle, como de costumbre a una hora determinada; mas, apenas hubo salido fuera, cuando los colegiales se apoderaron de la portería, cerraron las puertas y protestaron que el padre Campos no volvería a entrar en el colegio; la rebelión estaba consumada.

Conmoviose la ciudad; todos los vecinos tomaron parte en asunto que de un modo u de otro interesaba a todos; volvieron los empeños, se emplearon valimientos, hubo ruegos, instancias, porfías; los colegiales, obstinados en no recibir al Rector; y los jesuitas, tercos en que no había otro medio posible de avenimiento sino el que el mismo padre Campos fuera Rector. El Obispo hizo valer su autoridad sobre el seminario, mas no fue atendido por los jesuitas; el padre Campos imploró el auxilio del brazo secular en la Audiencia, pidiendo que el colegio fuera allanado y los estudiantes sometidos por la fuerza; pidió también al Obispo excomuniones y censuras contra los seminaristas. El ilustrísimo señor Romero se negó a emplear medidas de violencia; no así el presidente Larrain, quien dio comisión al oidor Ribera para atacar el seminario. Don Simón de Ribera era no sólo amigo sino confidente del padre Campos; y, como el orgulloso Licenciado vivía nada cristianamente, la amistad del Rector era desedificante y hasta escandalosa. Ribera, preparó armas y soldados,   -27-   resuelto a sacar triunfante a su amigo; los seminaristas le intimaron al Oidor que, si los atacaba, ellos pondrían como blanco a las balas a los jesuitas que estaban en el colegio, y le amenazaron que se defenderían, parapetándose tras sus profesores; la situación no podía ser más violenta ni más alarmante.

Por fortuna, entre los jesuitas no faltaban hombres sesudos, quienes desaprobaron la conducta del padre Campos, y llamaron al Provincial, para que pusiera remedio a la situación. Era Provincial el padre Juan Bautista Mújica; y tan luego como tuvo noticia de lo que estaba pasando en Quito, vino precipitadamente de Riobamba, y, como primera medida de conciliación, separó del rectorado del seminario al padre Campos, cuya terquedad había dado origen a tantos trastornos. Destituido el padre Campos, todo se arregló fácilmente; sin embargo, la rebelión de los seminaristas de San Luis fue ocasión de grande descrédito para el colegio, pues los jóvenes se quejaron de la manera ruin con que eran tratados por el Rector; y éste, sin reflexionar sobre la trascendencia de sus recriminaciones, hizo de la conducta moral de los alumnos la más deshonrosa revelación9.

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La rebelión de los colegiales no fue un acto aislado, fue la consecuencia necesaria de sucesos anteriores, en los que el mismo padre Campos tuvo la mayor responsabilidad. Largos altercados habían precedido a la revolución de los seminaristas, serias desavenencias entre el Rector y el Obispo. Principió el padre Campos por prohibir a los colegiales la asistencia a la Catedral, donde todos los domingos del año acudían por la mañana, para desempeñar el ministerio de acólitos en los divinos oficios; reclamó el Obispo, y el padre dio una respuesta de veras inesperada. El   -29-   servicio de acólitos, dijo, les avergüenza a los jóvenes, por ser hijos de familias decentes, y se tienen como afrentados. En el templo de Dios, respondió el Obispo, no hay ministerio humilde, y el acolitado es una de las cuatro Órdenes Menores. Si los jóvenes tienen a menos el servir en el altar, ¿cómo es que hacen de acólitos en la iglesia de la Compañía? Los alumnos del seminario del Cuzco y de Santiago de Chile son hijos de familias tan nobles como las de Quito, ¡y no se ruborizan de la asistencia a la Catedral!

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Vencido el padre por las razones del Obispo, apeló al arbitrio de pedir la separación del seminario; propuso quedarse con los convictores o pensionistas, y entregar todos los seminaristas al diocesano; el señor Romero le hizo notar que semejante proyecto no era realizable, si los jesuitas no se desprendían también del edificio, de las haciendas, de las rentas y de los privilegios que el Papa y el Rey habían concedido al seminario. Esta disputa agrió los ánimos y habría sido perjudicial para la armonía entre los padres jesuitas y el Obispo, si el señor Romero hubiera continuado en Quito; pero el Rey, en premio de sus merecimientos, lo promovió al arzobispado de Charcas; también la separación del padre Campos restableció la confianza que siempre había reinado entre los jesuitas y los obispos de Quito.

El señor Romero es el primer Obispo que dirigió por la imprenta cartas pastorales a sus feligreses; se conserva la que escribió a los curas exhortándoles a que procuraran que los indígenas recibieran el Sacramento de la divina Eucaristía, principalmente como Viático en la hora de la muerte. Este Obispo reprobaba, con razón, el que los párrocos, por un celo errado, mantuvieran a los indígenas alejados de la Mesa Eucarística, y quería que los instruyeran en los sagrados misterios, y les dieran la mano para levantarlos a las prácticas de la vida cristiana. Visitó la diócesis toda entera, gastando en recorrerla seis largos meses; daba limosnas, y procuraba hacer el bien. En su palacio se reunían tropas de mendigos haraposos, a los cuales mandaba repartirles todos los días alguna limosna. Sucedió que uno de   -31-   aquellos días bajara el Prelado, para distribuir la limosna con su propia mano; pero antes hizo a los pordioseros algunas preguntas sobre la doctrina cristiana, y quedó aterrado descubriendo la suma ignorancia de aquellos infelices hasta de las cosas que por necesidad de medio nescesitate medii están los hombres obligados a creer y confesar para salvarse. Alarmado el Obispo, llamó a todos los párrocos de la ciudad, y les reconvino, arguyéndoles de descuido y negligencia en el cumplimiento de sus sagrados deberes; disculpáronse los párrocos, haciéndole notar al Prelado que los mendigos eran en Quito gente vaga, sin hogar fijo, y que, por lo mismo, rigurosamente no pertenecían a ninguna parroquia. Lastimado quedó el señor Romero escuchando la exposición de los curas; y, para remediar el mal, instituyó a un sacerdote por párroco de los mendigos, para que cuidara de ellos, les enseñara la doctrina y administrara los Sacramentos; a este sacerdote le daba renta de la suya propia el Obispo, mientras estuvo en Quito.

No daríamos a conocer completamente la sociedad ecuatoriana del tiempo de la colonia, si pasáramos en silencio un hecho curioso, acaecido bajo el gobierno del obispo Romero. Ya hemos referido en qué año se fundaron los conventos de monjas que existen en Quito, y también hemos hablado en otro lugar del crecido número de religiosas que había en cada uno. Cuando el señor Romero vino a Quito, encontró en el de la Concepción ciento cincuenta monjas y quinientas criadas; no le sorprendió tanto el número de mujeres que vivían en el monasterio, cuanto la ninguna   -32-   clausura que se guardaba en él. La portería se abría al amanecer, y no se cerraba hasta las diez de la noche; y durante ese tiempo era incesante el entrar y salir de todas quinientas criadas, para quienes había la más amplia libertad en punto a entradas y salidas; por locutorio tenían las monjas una sala espaciosa, donde, sin rejas ni velos, recibían visitas a cualquiera hora del día; las tertulias eran prolongadas, y los concurrentes todos cuantos querían. El año de 1720 practicó el señor Romero la visita canónica del monasterio; conoció el estado anómalo de la comunidad, y no supo por dónde ni cómo dar principio a la reforma. ¿Echar fuera ese pueblo de criadas? ¿Dejar solamente a las monjas? Pero muchas de éstas habían profesado sin dote, y las rentas del convento no bastaban para alimentar un tan excesivo número de religiosas. Limitose, pues, el Obispo a restablecer la clausura en el convento; recordó las prohibiciones canónicas, y dispuso que las criadas, que vivían dentro del monasterio, no salieran ni entraran libremente, sino que permanecieran en la clausura, guardando encerramiento como las monjas; para el servicio de las que vivían encerradas, ordenó que se eligieran cincuenta mujeres virtuosas, las cuales vivirían fuera de la clausura, y dio reglas para el buen orden de las porterías y locutorios.

Las disposiciones del Obispo causaron gran conmoción en la ciudad; todos tomaron parte en favor de las monjas, contra el Prelado, acusando al señor Romero de excesivamente apretado y riguroso; le pidieron y suplicaron que suavizara algún tanto sus disposiciones; fue el Obispo en persona   -33-   al convento para calmar a las monjas, les exhortó a la obediencia y procuró hacerles aceptar las órdenes que había dado; mas las monjas estaban tan alteradas, que aquel mismo día algunas de ellas violaron la clausura, fugaron del convento y se acogieron a las casas de sus parientes; y al Obispo le costó grande trabajo reducirlas a que regresaran al monasterio.

En el convento de Santa Clara había las mismas costumbres que en el de la Concepción, y el estado de la observancia era aún más lamentable; pero el señor Romero no se atrevió a poner mano en la reforma, temiendo que las monjas siguieran el mal ejemplo de las de la Concepción y se repitieran los escándalos, lo cual era muy probable en una ciudad como Quito, donde, en aquella época, cuanto acontecía en los conventos se hacía trascendental a toda la población. El Obispo desistió de su empresa de reforma, dejando a la Providencia el encargo de consumar la obra, que de un modo extraordinario la misma Providencia había comenzado10.

En efecto, hacía pocos años ha que en el mismo convento de Santa Clara habían muerto dos religiosas, de quienes se sirvió Dios para convertir a las monjas del estado de relajación en que vivían, a la guarda de los puntos más sustanciales   -34-   de la profesión monástica; esas dos religiosas fueron Juana de Jesús y Gertrudis de San Ildefonso. La primera tomó por apellido de familia el nombre santísimo del Redentor, porque, como expósita a las puertas de un caballero noble de Quito, ignoraba quiénes fuesen sus padres; encerrada por caridad en el monasterio de Santa Clara, hizo profesión de vida religiosa con el hábito de la Tercera Orden de San Francisco; su desprendimiento de las cosas de la tierra era tal, que no se cuidaba ni del alimento diario, recibiendo lo que le daban de limosna, sin pedirlo jamás; servía en el convento a todas las personas que habitaban en él, escogiendo de preferencia los oficios más bajos y humildes; veíasela constantemente ocupada en prácticas devotas, huyendo del bullicio y tráfago de las conversaciones mundanas, a que eran entonces tan dadas las religiosas; modesta, silenciosa, penitente, resplandecía en ella la luz de una sólida virtud, de modo que su vida era un constante reproche de la vanidad, del lujo y de la disipación que se habían apoderado del convento. Juana no era monja profesa, pero su modo de vivir servía de ejemplar de austeridad y mortificación; con acuerdo y aprobación de su confesor y de otros varones doctos, acometió la ardua empresa de la reforma de las monjas, principalmente en el tocado y en el vestido, pues hacía tiempo ha que las clarisas de Quito, olvidadas de la pobreza evangélica que habían profesado, eran amigas del lujo y galanura en el vestir, con hábitos curiosos, tocados de seda, moños y alfileres. La paciencia heroica de la reformadora venció la resistencia de las monjas; irritadas al   -35-   principio contra Juana, la calificaron de embustera, la llenaron de oprobios, la calumniaron y quisieron echarla fuera del monasterio; acusada ante el Comisario de la Inquisición, fue sometida a exámenes y pruebas, de las cuales salió acrisolada su inocencia. Muy cuesta arriba se les hacía a las monjas el dejar las galas y el lujo, para vestir de sayal y ceñir sus cabezas con tocado de lienzo; pero Juana intimaba la reforma en nombre de Dios, y exigía la observancia de las reglas y constituciones, amenazando con la indignación divina a las que resistieran a sus consejos. Cooperaba a la reforma emprendida por Juana de Jesús otra religiosa, que en la comunidad era muy autorizada por sus virtudes, y principalmente por ciertas gracias sobrenaturales, de que parecía enriquecida; era ésta la madre Gertrudis de San Ildefonso11.

Nació en Quito y pertenecía a una de las más nobles familias de que se enorgullecía esta ciudad en la época de la colonia; sus padres fueron el capitán don Diego de Ávalos y doña Ana de Mendoza y Valverde. Gertrudis abrazó la vida claustral a la edad de diez y siete años y profesó el año de 1669, en tiempo del señor Montenegro. En una alma tan de veras inocente y pura le plugo al Señor derramar sus gracias y carismas sobrenaturales, favoreciéndola con cierta largueza   -36-   divina, como para hacerla espejo de virtud a toda una comunidad, negligente y mezquina en el servicio divino. A nadie podían ocultarse las virtudes de la madre Gertrudis, pues su santidad brillaba tanto más, cuanto ella se afanaba más por vivir oscurecida y anonadada; en el convento no se hablaba sino de las cosas extraordinarias que se veían en esta religiosa; pero lo más extraordinario era que llevara una vida tan austera, tan penitente, tan pobre, sin que se viese precisada a ello por la observancia monástica; antes a pesar de la libertad y holgura que tenían todas las monjas12.

Estas dos almas generosas, Juana de Jesús y Gertrudis de San Ildefonso, floreciendo en virtud y santidad en el ambiente marchitador de un convento relajado, vindicaron a la Providencia sobrenatural de Dios de ese como abandono en que permitía vivir a las comunidades religiosas de aquel tiempo, tan olvidadas de la observancia de sus santos votos. Empero, aquél no era abandono por parte de la Providencia, sino infidelidad   -37-   y ceguera voluntaria de parte de los hombres. Juana de Jesús murió el año de 1703; y seis años después, el de 1709, falleció Gertrudis de San Ildefonso. Las virtudes de estas dos almas, verdaderamente justas, influyeron en el cambio de vida de las religiosas de Santa Clara; y el señor obispo Romero habría logrado llevar a cabo la reforma del monasterio, si, por desgracia, los quiteños de entonces no hubiesen solido tomar tanta parte en los asuntos domésticos de las comunidades religiosas. No había negocio alguno de convento que no alterara la tranquilidad pública. Hecha esta breve pausa, continuemos nuestra narración.





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ArribaAbajoCapítulo segundo

El presidente don Dionisio de Alsedo y Herrera


Noticias biográficas acerca de don Dionisio de Alsedo y Herrera.- Es nombrado Presidente, Gobernador y Capitán General de Quito.- Alsedo es el vigésimo Presidente del tiempo de la colonia.- El ilustrísimo señor don Juan Gómez Frías décimo quinto Obispo de Quito.- Lamentable estado de atraso y de pobreza en que se encontraban estas provincias en aquella época.- Causas de ese estado.- La cuestión de los censos y los padres betlemitas de Quito.- El presidente Alsedo y sus primeros actos de gobierno.- Conducta laudable del Presidente en sus relaciones con el Obispo.- Quejas contra éste.- La familia de Alsedo.- El ilustrísimo señor don Francisco Antonio de Escandón es presentado para el obispado de Quito.- Es ascendido al arzobispado de Lima.- El ilustrísimo señor doctor don Andrés Paredes de Armendáriz décimo sexto Obispo de Quito.- Quién era el ilustrísimo señor Paredes.- El padre Andrés de Zárate, Visitador de los jesuitas de Quito.- Sus desavenencias con el Cabildo civil de Quito.- Motivos de rompimiento.- La primera idea de emancipación de España.- Fin del gobierno del presidente Alsedo.


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