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Iluminismo e ideal burgués en «El sí de las niñas»


Loreto Busquets






- I -

La escena es única a lo largo de los tres actos que componen la pieza: «sala de paso» de una posada. La posada, la venta cervantina, es el «mundo», donde se encuentra momentáneamente unido lo dispar, lo que la sociedad del ancien régime, clasista, barroca, mantiene rigurosamente separado1.

En esta escena desaparece la profusión caótica de detalles de las ventas cervantinas o quevedescas, formas o deformaciones caricaturescas y grotescas de un paisaje real o degradado, o aquellos otros, graciosos o pintorescos del costumbrismo nacional-patriótico, igualmente profusos, que sirven de telón de fondo a la tragedia de Rivas.

La escena de Moratín destaca por su desnudez, por su rigurosa simplicidad. Rasgos realistas2 del anodino lugar en que va a desarrollarse la acción, y gusto -gusto neoclásico- por lo sobrio y lo esencial. Rechazo de todo elemento o decoración, de todo accidente, que oculte la materia o eche sombras sobre las definidas y angulares aristas de los cuatro muros que constituyen el espacio escénico. Espacio geométrico, cúbico, con cinco aberturas dispuestas presumiblemente en simetría, la quinta puerta «en el foro». Pura forma de la verdad, «simple como la virtud», al decir del arquitecto Dufourny3, convencido de que la arquitectura debía regenerarse mediante la geometría.

Orden, regularidad y claridad visual dominan el escenario, que es lugar de paso y se abre a otros tantos lugares de paso -los caminos-, que conducen a Madrid, a Zaragoza, a Cataluña, en las correrías militares y amorosas del joven Carlos. A través de la encrucijada, Moratín ha salvado con arte la unidad de lugar, conciliando lo múltiple con lo uno. Como para Luzán, la unidad de lugar es mucho más que acatamiento de los preceptos clásicos. La forma es significado. La unidad de lugar es subordinación de las partes a un todo orgánico, es ordenación del mundo; es gusto por lo «perspicuo», transparencia mental, adhesión a la verdad. Es ideal estético e ideal intelectual, orden mental y moral4.

La unidad de tiempo mira al mismo fin. Tiempo rigurosamente cronometrado, en el que la duración del hacer representado, como ha apuntado oportunamente Casalduero5, es casi equivalente a la acción. El escenario temporal es la noche, y los límites, el atardecer y el alba. Nítida delimitación afín a las desnudas paredes del espacio escénico. No hay claroscuro; hay día o noche.

La noche cervantina se abría al espacio estelar, al infinito barroco, antes de que Newton descubriera el nuevo infinito gravitacional, en aquel corral iluminado «con tanta claridad de la luna» o aun en lo angosto del «estrellado establo» venteril, materialmente abierto al cielo nocturno, que desde lo alto contempla impasible las miserias y pasiones de los mortales. La noche romántica se abre igualmente al infinito cósmico newtoniano. El yo individual tiende dramática e impotentemente a él en sus ansias de absoluto con el inútil afán de ocupar de algún modo el vacío que el Dios hecho Hombre, de dimensiones humanas, ha dejado en el mundo.

A Moratín le interesa lo circunscrito, lo recintado, el espacio que el ojo y la mente alcanzan a abrazar. En el ámbito de lo concreto y de lo contingente se mueve la experiencia humana para conocer y modificar el mundo. La razón moratiniana -don Diego- se abre paso en la noche para iluminarla, de modo parecido a como la sonda de Locke explora los fondos marinos del mundo cognoscitivo e ignora deliberadamente cuanto con ella no puede percibirse.

La noche ha visto el desorden de las pasiones y la confusión originada por el gozo, la amargura y el engaño de los sentidos en una peripecia dramática y jocosa a un tiempo. Por un momento ha rozado el caos, el delirio, la hecatombe. Lo que en el Barroco hubiera acabado a palos se resuelve aquí en armonía y clarificación por obra de la luz de la razón, que vence la ofuscación mental, y de la generosidad, que vence el egoísmo. El candil cervantino que creaba sombras y fantasmas, movimiento y confusión sin fin, juega aquí un papel similar en la peripecia para transformarse luego en el anunciador indefectible del amanecer. El alba es el verdadero desenlace de la obra, es el triunfo de la luz sobre las tinieblas6.

Las luces de la Ilustración transforman las imágenes ligadas a la teología de la luz: la luz barroca era el Dios católico-litúrgico de los Autos Sacramentales o el Dios trinitario de El Greco, de Tasso o de la Roma berniniana; su triunfo, como el del ejército ignaciano, era la victoria apocalíptica del Bien sobre el Mal, de la Virtud sobre el Pecado, de la Verdad sobre la Herejía, contendientes irreconciliables. En Moratín no hay juego de irreconciliables opuestos ni lucha entre lo superior y lo inferior. El mundo moratiniano en el mundo de la unidad, de un todo humano y circunscrito. El error -intelectual y moral- es humano, como es humana la verdad, intelectual y moral, que el hombre alcanza con el instrumento supremo de la razón. De la noche surge naturalmente el alba para quien sabe estar despierto y huir de aquel «sueño que engendra monstruos», que conoce complacida la mente roma de Irene.

Pero la verdad en esta obra no puede menos de configurarse como Dios cristiano, aunque profundamente modificado por el deísmo del siglo7. El alba que resplandece al final de la obra es el Bien Solar que, como en Die Zauberflöte8, ha hecho retroceder para siempre a la Reina de la Noche. Y con la noche el caos, la locura y la infelicidad humana. Don Diego -la razón- ha sido el instrumento divino y como tal ocupa al final de la pieza el puesto que le asigna la religiosidad del hombre nuevo. Don Diego no se arroga el título de Dios ni aspira a ello; se conforma dichoso con el privilegio de ser concreción de la Bondad y de la Razón divinas, luz de la Luz Solar suprema9:

DON DIEGO.-  [...] si sus padres viven, si son felices, yo he sido la causa.

DON CARLOS.-  ¡Bendita sea tanta bondad!

DON DIEGO.-  Hijos, bendita sea la de Dios.


(Acto III, Esc. XIII, p. 278)10.                




Siete son los personajes que protagonizan El sí de las niñas. Lo escueto, lo esencial, la síntesis vencen la profusión desordenada, caótica y superflua del peor y del mejor teatro barroco español, e ignora la variedad colorista y pintoresca del decorado humano del teatro romántico, constituido a menudo por simples figurantes.

Los personajes son casi tan viejos como la historia del teatro: el viejo y la niña11, los criados, confidentes y cómplices a un tiempo, expresión de lo natural y de lo espontáneo, del sentido común que ha podido desarrollarse libremente al margen de las convenciones de la sociedad que cuenta.

Nuestro autor dramático revoluciona el teatro sin perder de vista la tradición, mejor, insertándose plenamente en ella12. Hay quienes lo cambian todo para dejar las cosas como están; otros, como Mozart y, salvando las distancias, Moratín, no tocan aparentemente nada para cambiarlo todo.

Casalduero habla de septeto instrumental13. Lo que me parece acertado si con ello quiere significarse el carácter de pieza pequeña e íntima en la que se conjugan armoniosa y nítidamente sonidos y timbres. Síntesis frente a dispersión, claridad frente a confusión: perspicuidad.

Prefiero comparar el conjunto a un septeto vocal de una opera «all'italiana». Nuestras siete voces no constituyen propiamente una orquesta: andan sueltas, siempre dispuestas a articularse, aparentemente al azar, ora en estructura binaria, ora en estructura ternaria y, ocasionalmente, en grupos mayores o en simple «solo». Los personajes no cantan al unísono, ni que sea en forma de fuga, así como tampoco ocupan funcionalmente un puesto único ni se hallan fijamente emparejados a lo largo de toda la acción. Lo que cuenta no es la relación de parentesco, o social, o amorosa, sino las correspondencias que el enredo o la peripecia, el azar o la razón, establece entre ellos. Como en Le nozze di Figaro, para poner un ejemplo, las parejas se hacen con la misma facilidad con que se deshacen, y el solo, dúo, trío, o final concertante unen momentáneamente y seleccionan una o más personas del entero elenco.

En efecto, el número de personajes de cada una de las escenas, aparte de algún que otro solo y de escasos grupos de cuatro o cinco, es básicamente de dos o de tres. Pero la estructura binaria va más allá de los ocasionales grupos de a dos que aparecen incesantemente en la obra. El juego binario de oposiciones está dentro de la pieza, la informa conceptualmente aun cuando la antítesis está formada por más elementos. Irene y Diego contrastan, por generación, con Paquita y Carlos; los criados se oponen a los dos viejos no sólo por edad y estamento, sino porque los últimos representan el orden social establecido y los otros un virtual elemento desestabilizador; los criados, a su vez, se enfrentan a la joven pareja porque aquellos son expresión de la libertad y de la voluntad, mientras que estos, a pesar de sus intenciones de rebelión, lo son de la obediencia y del orden; los criados, con su sentido común y de lo real, se contraponen a la «locura» hecha de prejuicios y de lugares comunes de Irene y a la fuga de la realidad tanto de la madre como de la hija; y, por último, la razón de los unos se opone a la sinrazón o pasión de los otros en un conflicto que sólo se resolverá al final de la obra.

Hay, al mismo tiempo, estructura ternaria14. Básicamente dos. Una centrada en Francisca, fuente y objeto de amor, de sentimientos y de pasiones que confluyen dramáticamente en ella sin conseguir armonía ni síntesis, sino sólo emoción, turbación del espíritu. Francisca se halla en el centro de dos polos antagónicos basados en el amor -Carlos y Diego- y de dos fuerzas igualmente antagónicas basadas en la formación de su ser persona y mujer -Irene y Diego-. Diego, a su vez, se encuentra en medio de otro grupo ternario, entre Paquita e Irene, entre dos mujeres, entre tiranía y sumisión, entre maquinación y candor, entre lo viejo y lo nuevo, entre lo ya forjado, petrificado, y lo todavía por forjar. La educación, que se ha tomado a menudo como tema principal de la obra15, se inserta en este dilema para resolverlo. Es un tema subordinado.

Detrás de los personajes se asoma todo un mundo ternariamente dispuesto: tras Irene, la nobleza16, tras Francisca, el clero, tras don Carlos, el ejército17.

Con razón y sin temor a forzar el sentido del texto, podemos apropiarnos del término «contradanza» con que el propio Moratín, al final del primer acto, define lo que será el movimiento y acción de sus criaturas. Porque la contradanza, en efecto, da inicio con el comienzo del acto II, tras haber dejado geométricamente colocados, como en un tablero de ajedrez, a los personajes mismos. A partir de este momento, las figuras, agregándose o disgregándose, se mueven en un juego equilibrado de fuerzas, en punto y contrapunto, con aquella mesura y aquella «gracia» coquetona y algo frívola de gusto rococó que de un modo u otro ha penetrado en el sentir neoclásico.

En este conjunto coral, don Diego ocupa una posición de privilegio. En Diego pugnan razón y pasión, vejez y juventud, nobleza y burguesía, libertad y respeto, ortodoxia católica y deísmo solar. Por edad y rango, representa, como veremos en su lugar, la vieja España, mientras por educación y cultura, es ya la España nueva que él mismo contribuirá a forjar a través de Paquita. Lo que en esta es dispersión y tensión, en don Diego es síntesis. En este sentido, el «viejo» es el personaje número siete, ese número impar que está en el centro de la bóveda; es la clave hacia la que convergen los nervios de las demás personas, las seis restantes, simétrica y alternativamente dispuestas.

La figura de don Diego es el viejo, el viejo verde de la tradición teatral más antigua. En manos de Moratín, sin embargo, el barrigudo Falstaff pierde sus rasgos grotescos18, abandona su porte extravagante y ridículo y adopta en sus modales y en su comportamiento el aire noble-burgués de la sociedad que está triunfando en toda Europa19. El viejo Falstaff, obtuso y obstinado, atormentado por los instintos y la carne y destinado al fracaso, al choque brutal con lo real -la lección, la obsesión de nuestro barroco y del barroco europeo se afina en una silueta noble y severa y se ilumina por dentro de Ilustración, de amor al saber, de observación del mundo, de objetividad y tolerancia, de tratados a la Baron d'Holbach o a la Helvetius, que echan sus primeras luces sobre la dignidad y la igualdad de la mujer, de buenos sentimientos y de menos bueno sentimentalismo con que suavizar las arideces de tanta reflexión y tanto rigor moral.

Don Diego acaba imponiéndose por su «reasonableness», para usar el término lockiano; con ella pone concierto en el desconcierto, lleva a la sociedad a sus nobles orígenes, al orden impecable de la Naturaleza. Y todo esto con la seguridad del éxito, con el optimismo con que los ilustrados han sabido llevar adelante las reformas del presente con la convicción de restablecer en este mundo la primigenia felicidad del género humano.

Y cual don Alfonso, el viejo y austero filósofo del sexteto coral de Così fan tutte, don Diego recoge en un hipotético centro de danza las cintas que le tienden los danzantes para trabarlas entre sí y a sí mismo con el objeto de ordenar el desconcierto de las pasiones humanas.

Con esta diferencia: que el filósofo mozartiano, o depontiano, no se halla implicado en la trama amorosa y cual observador, observa, y observando conoce las debilidades y contradicciones del corazón humano. Libre de toda pasión, su conocimiento desconoce el dolor. Lejos de pretender cambiar el mundo, el filósofo conoce sólo para desengañarse sobre sus halagüeñas apariencias, para aceptar mejor las leyes inquebrantables de la naturaleza. Desencanto y melancolía. Don Alfonso es el lúcido «desengañado» que en lugar de invitar al ascetismo, como Quevedo, suelta una carcajada y exhorta a seguir viviendo, porque la vida es bella al fin y al cabo, y el instante presente, sin futuro ni pasado, como bien ha enseñado la edad del rococó, merece ser vivido. La ternura y la ironía evitan la gravedad severa y macabra de nuestro barroco, y su amargura.

El don Diego de Moratín es un personaje más conflictivo. Participando directamente en el drama, es autor y actor, sujeto agente y paciente, observador y víctima de la acción. Su figura está simultáneamente dentro y fuera de la escena. Número siete del grupo, eje del conjunto, está dispuesto para encarnar el conflicto de todos y vencerlo, para hacer frente en primera persona a las tinieblas, que están dentro de él, con la luz de la razón y de la voluntad, que también se encuentra dentro de él. El hombre posee más recursos de los que el Barroco ha querido convencernos. El voluntarismo ilumina y redime este ser humano degradado y vencido que para salvarse necesitaba de la gracia y de la misericordia divinas. Acudiendo tan sólo a sus fuerzas, don Diego unirá los principios a la voluntad, sin lo cual todo se reduciría a mera utopía o a impotencia.

Don Diego vence la ceguera mental y las tentaciones bien humanas del egoísmo (temor de la soledad, por ejemplo, como confiesa al final de la obra: «No temo ya la soledad terrible que amenazaba a mi vejez...», Acto III, Esc. XIII, p. 277). La victoria es, pues, intelectual y moral. Lo «razonable» no es sólo lo natural, sino también lo moralmente justo. Don Diego demuestra que la lucha es victoria. En Così fan tutte la victoria se construye sobre las ruinas del amor y de la voluntad. El triunfo de la voluntad es, en El sí de las niñas, optimistamente, el triunfo de la Naturaleza y del Bien. Lo justo no se ha encontrado arriba, desprendido de lo natural y de lo humano; lo justo se ha encarnado en la naturaleza, en don Diego20.

En un último paso final de la «contradanza», después que el amor y las peripecias del amor han servido para lanzar un mensaje destinado a la construcción del Templo de la Razón y de la Sabiduría, don Diego, a través del duro camino del sacrificio, como Tamino, recoge las cintas que le tiende la joven pareja, y uniendo con las suyas las manos de los jóvenes, hace posible la felicidad humana en esta tierra.



Don Diego representa el triunfo de la luz sobre las tinieblas, que es el principal postulado surgido del espíritu de las luces, del espíritu liberal europeo. Como Goya21, el amigo de los pensadores iluminados y del mismo Moratín, nuestro dramaturgo denuncia el mal, la estupidez, la obstinación obtusa de los partidarios del antiguo régimen, que se eterniza en España. Para quienes lo condenan y desean abolirlo, este mundo que irrazonablemente se encierra en sus goces privados e ignora la ley suprema de la naturaleza, es la expresión de una voluntad que rechaza el bien universal. Los hombres razonables están dispuestos a abatir el obstáculo que se opone a su libre expresión con la doble convicción de levantar el Templo mozartiano de la Sabiduría, del Bien y de la Felicidad de todos sobre las ruinas de la Ignorancia, del Mal y de la Infelicidad de la mayoría.

Estamos en 1806. Los trágicos acontecimientos de 1808 que han inspirado el fusilamiento de Goya están por venir22 y con ellos las dudas sobre el evento solar de la Revolución que atormentan a los afrancesados23. Pero Moratín en su obra parece ignorar la Revolución misma. El clima de El sí de las niñas es el del reformismo pre-revolucionario24, menos blando de lo que suele afirmarse, pues ha sido capaz de provocar el estallido final.

Postura moderada, la de Moratín. Quizá los sucesos de la revolución le confirman que lo ideal es llegar al cambio no a través de la subversión, sino a través de la evolución25. Don Diego cree, como Goethe, en la educación, en la posibilidad de rescatar al hombre, bueno de natural, de la ignorancia y de la maldad (en la época son sinónimos), en que le han revolcado groseramente quienes detentan el poder. Desencanto de la potencia revolucionaria que todo lo arrasa, optimismo en la bondad originaria del ser humano.

Don Diego es el hombre «viejo», de la vieja España, pero «iluminado»26. No han sido necesarios los exterminios de Robespierre para que tal fenómeno haya sido posible. Doña Francisca, buena y noble de natural, es el fruto de la manipulación del poder, del detestable régimen: nobleza y clero. Paquita es el resultado de la educación que le han impartido las monjas: bobería, hipocresía, mojigatería, sumisión y obediencia serviles, religiosidad trivial, beata, supersticiosa27 casi. No comparto, en este punto particular, el parecer de Casalduero. Paquita no parece ser la niña bobalicona que el diálogo de los demás personajes, ella ausente, permite suponer28. Doña Paquita es efectivamente eso. Lo reconocerá ella misma más adelante:

Es verdad... Todo eso es cierto... Eso exigen de nosotras, eso aprendemos en la escuela que se nos da...


(Acto III, Esc. VIII, p. 255).                


Lo que no quita que el profundo natural de Francisca sea bueno y su sentir y dolor sinceros. De otro modo, la labor educativa de don Diego no surtiría efecto alguno.

Lo mismo puede decirse de la crítica que el autor dirige a la sociedad española de su tiempo a través de Irene. No es ni blanda ni complaciente29. Si don Diego prefiere no desenmascarar a la madre brutalmente, el espíritu observador y libre de prejuicios y tapujos de Rita lo hará con desenvoltura y eficacia:

¡Qué poco me gustan a mí las mujeres gazmoñas y zalameras!


(Acto I, Esc. VI, p. 172).                


Moratín ha confiado a esta figura la sonoridad del humorismo y el tono de la caricatura y de la risotada. Junto con el sano humor y buen sentido de los criados, representa el lado vital, que compensa el hiperidealismo atemporal de lo excesivamente perfecto y bello. La comicidad y la caricatura, género que florece con particular virtuosismo en este momento histórico -pensemos en Hogarth- son el bisturí político y social. En la segunda escena del acto II, esta arma30 hurga en el alma de Irene con particular virulencia, y la sumisión y soledad de Paquita acentúan, en un juego de opuestos, la violencia de la madre, su hipocresía y su única auténtica pasión: el interés.

A pesar de todo ello, sin embargo, no hay rencor ni encono. Por que no hay sentimiento de impotencia. La revolución presupone una carga de odio acumulada y el rabioso convencimiento de que sólo derrumbado lo existente le es dado al hombre construir algo nuevo. En Moratín predomina la confianza en la voluntad y en la bondad humanas. Su acción renovadora producirá sus efectos no en la vieja generación anquilosada y moralmente muerta de Irene -que es el personaje cómicamente movedizo e intelectual y espiritualmente inmóvil-31, sino en la tierna, maleable Paquita. Para ello, don Diego seguirá el camino de la honestidad intelectual, del análisis, del razonamiento lógico a través del diálogo, partiendo de una premisa que es una verdad insoslayable y un derecho enajenable del ser humano: la libertad. Don Diego trata a Francisca no como objeto o mercancía, como hace la madre, sino como ser independiente. Las monjas la han educado para ser sierva; él va a enseñarle a ser mujer libre:

y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.


(Acto III, Esc. VIII, p. 255).                




Estamos en la escena octava del acto III, crucial y decisiva para el desenlace y comprensión de la obra. La terrible noche de dudas y sospechas, de suspiros y temores, ha dado a su fin. «Vase iluminando lentamente la escena, suponiendo que viene la luz del día», reza la acotación (Acto III, Esc. VIII, p. 252.) Don Diego ha salido de la pesadilla mental que le ha afligido hasta este momento. A los primeros indicios de verdad que ha intuido en la noche -luz en las tinieblas-, añade ahora la comprobación dialéctica. El diálogo no es charla vacua, contrariamente al torbellino de voces sin sentido de Irene, sino puro razonamiento:

Y no para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.


(Ibíd., p. 253).                


Al diálogo mueve el afán de verdad, el amor al prójimo. La mente se ordena, el espíritu se siente fuerte para aceptar con serenidad una verdad que puede ser dolorosa.

En el dúo, la voz de Paquita apenas si se oye. Ella sigue con su pauta de comportamiento, causa de cuanto le han inculcado las monjas: ocultación y servidumbre. El tono de don Diego se hace íntimo, las interrogativas, cariñosas exhortaciones a hablar para aclarar, para comprender mejor. Don Diego pasa imperceptiblemente al papel de amigo, que no significa aún renunciar a ser también amante o marido, sino aunar el amor a la amistad:

¿Pues cómo, sabiendo que tiene usted un amigo, no desahoga con él su corazón?


(Ibíd., p. 251).                


Y luego:

si usted me considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y su amigo,


(Ibíd., p. 253).                


El diálogo define previamente las condiciones indispensables para su desarrollo. («Hablemos siquiera una vez sin rodeos ni disimulación», Ibíd., p. 251), y el interrogatorio prosigue con el fin de hacer posible el diálogo mismo. De este monólogo entrecortado por las secas respuestas de Francisca, Diego ha extraído los elementos para estructurar y formular su razonamiento.

Don Diego ha abandonado el estilo convulso que en la escena IV del mismo acto seguía con fidelidad el fluctuar de la emoción y de la pasión: preguntas sin respuesta, suspensivos y exclamaciones32, en el inútil esfuerzo por comprender y comprenderse en el desorden de la turbación. Del caos mental pasa ahora al orden; la mente organiza las sensaciones33. El razonamiento sigue una secuencia lógica rigurosamente trabada: deducción («de todo lo que acabo de oír resulta una gravísima contradicción», Ibíd., p. 252)34, hipótesis deductiva («Usted no se halla inclinada al estado religioso, según parece», Ibíd., p. 252). Y luego el estilo discurre en orden geométrico, con un grupo trimembre de oraciones subordinadas-complemento directo, la última de las cuales, a su vez, se desdobla en una copulativa negativa:

Usted me asegura que no tiene queja ninguna de mí, que está persuadida de le mucho que la estimo, que no piensa casarse con otro, ni debo recelar que nadie me dispute la mano...


(Ibíd., p. 252).                


Sigue luego la nueva deducción («Pues»), que manda al punto de partida para reempezar el análisis35. Ante el obstinado silencio de Paquita («Nunca diré por qué», Ibíd., p. 253), la pasión sacude la voz de don Diego. Pero no es pasión turbulenta; lo es de verdad y de amor. Las interrogativas paratácticas acentúan la tensión en acto, pero no tienen el poder de descomponer la sintaxis, el orden mental:

Pero si usted me considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y su amigo, dígame usted: estos títulos, ¿no me dan algún derecho para merecer de usted mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me diga la causa de su dolor? Y no para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.


(Ibíd., p. 253).                


Es sólo un ejemplo de cómo se articula la sintaxis de la Razón: grupo bimembre (su compañero / su amigo), distribución trimembre (en su consuelo / en mejorar su suerte / en hacerla dichosa), para volver de nuevo a bimembre en la condicional, que elegantemente se desdobla en un sinónimo (mi conato y mis diligencias). Disposición que reaparece en el momento conclusivo de lo que es verdadero discurso de Diego36, en la síntesis de su pensamiento: desmienta / oculte; pasiones más inocentes / pérfida disimulación; honestas / instruidas; callar / mentir; temperamento / edad / genio; con tal... / con tal... / con tal...; perjuro / sacrílego; temor / astucia / silencio (Ibíd., pp. 254-255)37.

El diálogo muestra la respuesta puramente emotiva de la muchacha («¡Mire usted qué desorden este! ¡Qué agitación! ¡Qué lágrimas!», p. 255). Paquita reacciona según el ideal femenino que le ha sido impuesto. Educada para el silencio y la simulación, es incapaz de construir nada dialécticamente. La hemos visto ya antes en el vórtice aturdidor de palabras sin sustancia de Irene, de gran efecto cómico, materialmente sofocada en su pensamiento y en sus reacciones. La tensión emotiva de Paquita encontraba allí un pequeño escape en un tímido aparte a Rita («¿No ha venido?», Acto III, Esc. III, p. 188) o en algún que otro suspiro38. Su estado producía entonces compasión y ternura en el auditorio. Era la víctima del sistema. La sátira política abandona el arma de la caricatura y utiliza con efecto el sentimiento39 Ahora, en este nuevo trance, Francisca, impotente, acude a quien puede ayudarle a salir del paso, a don Diego («Si usted no me defiende, ¿a quién he de volver los ojos?», Acto III, Esc. VIII, p. 255). La ñoña e inconsistente religiosidad que le han enseñado en el colegio de nada le sirve para afrontar la vida. Emotiva e intelectualmente insegura, confía en el prójimo del mismo modo que, tras el primer contratiempo, desconfía de él. Pero tampoco cuenta con este Dios de mazapán, de devoción casera, que se le deshace entre los dedos al primer tropiezo.

A esta religiosidad clerical, don Diego ofrece una alternativa laica de tipo más teísta que deísta: es el mismo Dios-Razón, Idea, del final de la obra40:

No abandonarse tanto... Confianza en Dios...


(Ibíd.)                


Impotente, sola, Francisca procede ante esta figura ahora ya paternal como una esclava, en acto de gratitud servil, inconsciente de su dignidad, de su libertad y de sus derechos. Don Diego evita con un gesto muy significativo aquel otro de servidumbre con que, arrodillándose, Paquita le expresa su agradecimiento. Lo que en el texto es simple acotación («Quiere arrodillarse; don Diego se lo estorba y ambos se levantan», Ibíd., p. 256), se convierte en un silencio de alto significado y tensión dramática. Moratín concibe el amor sólo cuando ambos están en el mismo plano. El acto se termina con esta elevación de plano41 y con una constatación clara y distinta, tras el análisis, del error mental que ha engendrado la tragedia42:

Lo demás todo ha sido... ¿qué sé yo?... una equivocación mía, y no otra cosa...


(Ibíd., p. 256).                







- II -

En el siglo XVIII, Hogarth, David, Chardin se dan la mano. El liberalismo, la ilustración, el espíritu estoico revolucionario corren parejos con el nuevo ideal con que la burguesía triunfante se contrapone a los viejos ideales de la antigua nobleza. La necesidad se hace virtud. El trabajo, la austeridad, el ahorro, la parquedad, la mesura, el sentido práctico, el sentido común, la seguridad, se elevan de necesidades de una clase industrial basada en la explotación y en el trabajo, al rango de «virtudes». El hombre que se hace a sí mismo, alcanza una posición y lucha por mantenerla necesita una sociedad estable y equilibrada; para ello adopta formas de vida diametralmente opuestas a las de la opulencia y despilfarro de la nobleza. La nueva burguesía crea un modo de vivir y un arte nuevos; con ellos suplanta los que tradicionalmente le ha impuesto la clase dominante. El viejo rencor de clases se convierte ahora en concreto ataque contra un modo de vivir que perjudica los intereses de quienes pagan los gastos de la fiesta que los nobles se obstinan en seguir celebrando a la vigilia de la propia hecatombe. Consciente de su fuerza y de su porvenir, la burguesía no piensa ya en las frívolas evasiones de la alta burguesía rococó, sino en echar los cimientos de una sociedad que perpetúe el dominio conseguido. Los amores libertinos de la nobleza no son vistos, como antaño, como previlegio envidiable de una sociedad ociosa y libre, sino como depravación moral, envilecimiento del ser humano. El pecado ha pasado del interior de la propia conciencia al seno de la sociedad. Hogarth ha sacado a la luz a sus seres corrompidos en el ocio y en el libertinaje, mientras Chardin, por su parte, nos muestra cómo el matrimonio estable, el trabajo, la mujer «honesta» y hacendosa y la dulzura de los hijos, insertos en la luz tenue y filtrada de un hogar esencial y confortable, exento de todo lujo y frivolidad, constituyen una válida alternativa de segura dicha y prosperidad, que nada tiene que envidiar a los jardines, danzas y banquetes del evasivo y sensual rococó.

La burguesía ostenta arrogante y provocativamente el dinero ante la nobleza. La riqueza proviene del trabajo, que «ennoblece» al hombre. Son nuevos «valores», a los que se añaden los principios centrados en la familia, la esposa-madre y los hijos, que mantienen e incrementan el nuevo «sistema». Paradójicamente, la misma burguesía que ha introducido en el mundo algunos principios esenciales de potente y siempre virtual fuerza revolucionaria en todos los tiempos -tales como el libre juicio o el principio de libertad y autodeterminación- impone una forma de vida de signo rigurosamente conservador.

Ambas tendencias se dan la mano igualmente en El sí de las niñas43. Don Diego, el iluminista, se resuelve a construir para sí, y construye luego para los demás, una felicidad que responde a los ideales conservadores burgueses mencionados44.

Antes aún del amor, la posición social y el dinero, que harán el amor y la felicidad posibles. Diego ofrece a Francisca un hogar, seguridad y protección económica. La «durable dicha» de que hablará Carlos en la escena VII del acto II sólo es posible con el bienestar y la estabilidad sociales. El dinero destruía el amor en el barroco; aquí, si no lo construye, lo afianza. El hombre levanta con sus manos, con el trabajo y la riqueza, su porvenir, su felicidad. Don Carlos es, en este sentido, un hombre nuevo, a pesar de que -estamos en España- cuenta con disfrutar de la renta que le asegura su origen. Es, además de militar45, profesor de matemáticas, que Descartes y la cultura, al fin y al cabo, no están reñidos con la ganancia. Todo lo contrario.

Paquita no parece darse cuenta, en su «graciosa» e inocente falta de sentido práctico y de lo real, de la importancia del dinero para la creación de su felicidad. Es cosa de hombres. Conoce sólo, por experiencia, la práctica del arrimo de la madre, el parasitismo habitual de la nobleza. Don Carlos, en cambio, se prepara para cumplir su papel de marido y padre de familia que le corresponde en la sociedad, y considera el dinero por lo que vale:

es hombre muy rico, y si los dones de la fortuna tuviesen para usted algún atractivo, esta circunstancia añadiría felicidades a nuestra unión.


(Acto II, Esc. VII, pp. 206-207).                


Don Carlos adelanta esta propuesta sin sonrojarse lo más mínimo. De vergüenza el dinero ha pasado a «valor». No es un fin, pero es un dignísimo medio. El dinero contribuye a la felicidad, pero el conservarlo perpetúa esta misma felicidad. La disipación es el mayor pecado que puede cometerse, ya lo hemos dicho, y don Diego se estremecerá por un instante al considerar como posible que el sobrino derroche de algún modo el patrimonio familiar:

Y mira cómo los gastas. ¿Juegas?


(Acto II, Esc. XII, p. 225).                


El juego es la ruina, el desmoronamiento de la disciplina, del orden burgués. El romanticismo seguirá bajo la misma óptica: en Don Álvaro, el juego es el símbolo del hundimiento moral. En otras épocas que han ansiado derribar dichos ideales, el juego y la fortuna han unido al hombre a lo cósmico, hasta el punto que el riesgo y el reto al destino constituyen las verdaderas recompensas del juego y no ciertamente la ganancia, que se desdeña como esclavitud a lo cotidiano y a lo trivial. Varias veces se habla de dinero en la obra. Una de ellas se halla en boca de Carlos para denunciar los males que derivan del afán desmesurado de riqueza. Sin saberlo, está acusando a Irene, a la nobleza hambrienta de títulos nobiliarios y de posición social a cualquier precio:

¡El dinero! Maldito él sea, que tantos desordenes origina.


(Acto II, Esc. IX, p. 211).                


La burguesía aspira al punto medio, al equilibrio. Y parece no sospechar aún que el punto medio raras veces se alcanza y que la avaricia y el afán de dinero, cualesquiera que sean los medios para conseguirlo, amenazan desde ahora el difícil matrimonio de la honradez y la riqueza.



El amor cervantino -pasión, instinto, lascivia- conducía a la perdición, al desatino, a la infelicidad. En esta obra, el amor irrazonable, ilógico, innatural crea momentáneamente el delirio.

La pieza gira, ante todo, en torno al conflicto de la «reasonableness» del amor entre viejo y «niña». El diálogo que ocupa la primera escena del acto I sirve para enfocar debidamente el problema. Se trata de una confidencia de don Diego a su criado («por eso quiero fiarme de ti», p. 149), hombre relativamente libre de prejuicios, que posee el divino sentido común. El malentendido ocasionado con el gradual relato deja claro que, a los ojos de Simón -del público- lo natural y razonable es que Paquita sea destinada al joven Carlos. Diego, sumergido en las sombras nocturnas de su mente, comete un error, un error intelectual:

Yo lo he mirado bien, y lo tengo por cosa muy acertada.


(Ibíd., p. 150).                


Pero hay cierta mala conciencia, cierta sospecha de que quizás no lo haya «mirado tan bien» como ha declarado. Temeroso de la opinión ajena, presiente que los demás toman por desatino lo que él da erróneamente por razonable. Intuye su propia locura.

Aclarado el equívoco, que ha servido para hacer reír al público y sobre todo para señalar lo disparatado del plan -el origen de la tragedia-, don Diego prefiere engañarse y permanecer en la ceguera de la pasión y del egoísmo. Impone con una rotunda resolución lo decidido, desafiando murmuraciones y chismes. Por un momento, Diego abriga la ilusión de que es posible vivir fuera de lo social. Doble engaño.

La observación de Simón pone el problema en otro plano, en un plano superior. Simón y Diego, pese a su oposición estamental, se hallan unidos por la nobleza de su espíritu y de su pensamiento46. La inteligencia, no la clase social, es lo que une47. A Simón la idea le parece buena a una condición: que el amor sea correspondido, que haya amor recíproco, elección libre y desinteresada de ambas partes:

Si está usted bien seguro de que ella le quiere, si no le asusta la diferencia de la edad, si su elección es libre...


(Ibíd., p. 154).                


Unas líneas más arriba, aún en el equívoco, había dicho ya:

Pero, siendo a gusto de entrambos, ¿qué pueden decir?


(Ibíd., p. 151).                


Simón se salta las barreras de la convención y del qué dirán. Pero atención. El enunciado está formulado con una triple condicional preñada de dudas y de sospechas. La inmediata respuesta de Diego es pasional: trata de sofocar esas mismas dudas, las suyas propias. («Pues, ¿no ha de serlo?...», Ibíd., p. 154.) Más adelante, Carlos verá esa unión igualmente irrazonable, injustificable desde el punto de vista del amor:

¡Sesenta años!... Precisamente será muy rico...


(Acto II, Esc. IX, p. 211).                


El sí de las niñas quiere demostrarnos eso: que el amor entre joven y viejo no es posible no ya por la diferencia de edad, sino por ser imposible, antinatural, irrazonable que haya amor correspondido en estas condiciones. Paquita, lógicamente, no quiere casarse con don Diego no porque ella sea joven y él no, sino porque no es posible sentir por él otra cosa que amor y respeto filial48. En el fondo lo sabe también Irene, ¡no ha de saberlo!, pero el egoísmo es tal que está dispuesta a violar a la naturaleza y a cometer un delito contra ella49.

No podía ser de otro modo. Paquita ama para contraer matrimonio, para tener hijos y formar un hogar. Don Diego, se supone, no puede satisfacer la exigencia fundamental de los hijos. Moratín hace pronunciar con particular intensidad emotiva la palabra hijos, entre suspensivos, en las dos últimas intervenciones del «viejo» en la obra, antes de que descienda definitivamente el telón. En el programa «doméstico» del primer acto, ha silenciado significativamente los hijos. En el orden natural de las cosas, don Diego debe ocupar el puesto de padre putativo que le corresponde.

Tal es el amor burgués. Fuera de eso, el amor o es libertinaje o intento romántico de amor eterno fuera de lo contingente y de lo social, y por tanto destinado a estrellarse. Uno y otro son violación del sistema. En Cervantes, lo social era impedimento, destrucción. Aquí es todo lo contrario: el amor entra en lo social, se hacen uno al lado del otro y se sustentan mutuamente.

Don Diego no sueña para sí una fuga de amor, como don Álvaro, sino un hogar iluminado por esa figura que imagina, como en un interior de Chardin, sentada a la camilla bordando o zurciendo unos pantalones:

¿Y sabes tú lo que es una mujer aprovechada, hacendosa, que sepa cuidar de la casa, economizar, estar en todo?...


(Acto I, Esc. I, p. 151).                


Lo que don Diego desea es precisamente salir del «caos» de su vida de noble solterón empedernido y entrar en la armoniosa racionabilidad de la vida y tranquilidad burguesas50:

Siempre lidiando con amas, que si una es mala, otra es peor, regalonas, entremetidas, habladoras, llenas de histérico, viejas, feas, como demonios... No, señor; vida nueva. Tendré quien me asista con amor y fidelidad, y viviremos como unos santos...


(Ibíd., p. 151).                


En la obra de Moratín, el sistema se acata no como una cárcel, sino como la mejor y más cómoda jaula de oro que el hombre puede construirse. El amor y lo doméstico se reconcilian.



Amor para el matrimonio; matrimonio igual a vida sosegada («viviremos como unos santos»), estable:

con aquel amor tranquilo y constante que tanto se parece a la amistad, y es el único que puede hacer los matrimonios felices.


(Acto II, Esc. V, p. 196).                


El amor ha perdido su fuerza arrolladora y se pone al servicio del orden, de la medida y de la estabilidad del sistema51.

No de otro modo piensa Paquita. El amor por don Carlos es intenso y sincero, pero no lo bastante como para violar la ley suprema del orden burgués: la obediencia a los padres. Al valor de la obediencia se sacrificaría el valor subordinado del amor52. Si no se sacrifica, si la felicidad se consigue, no es por haber desafiado la autoridad, sino por la sumisión reverente a la misma. Carlos está dispuesto a renunciar a Francisca no por la felicidad de su tío, sino por el sagrado deber de la obediencia53. El iluminado don Diego encontrará el modo de enlazar al muchacho por esta «virtud». A este respecto, no ha cambiado el individuo, ha cambiado la autoridad: del despotismo arbitrario al ilustrado, bondadoso, paternalista e insulso, orientado a la felicidad de los súbditos, llenos de gratitud y de obediencia54 («En estas materias tan delicadas los padres que tienen juicio no mandan. Insinúan, proponen, aconsejan; eso sí, todo eso sí»; Acto II, Esc. V, p. 196). Moratín distingue sutilmente entre obediencia a lo justo y a lo injusto y arbitrario, que es lo que separa la virtud de la obediencia del servilismo y de la esclavitud. Pero la frontera está menos marcada de lo que parece a primera vista. Sólo el héroe romántico aprenderá a desobedecer, pero la sociedad burguesa que le rodea no le perdonará jamás esa arrogancia, y su educación religiosa hará que los sentimientos de culpabilidad le atormenten con el rigor de los suplicios del infierno. Tal es la potencia de la ley.



Establecidos los límites de lo «razonable», la luz se concentra en la joven figura femenina, eje del sistema. Sus cualidades morales, sus «virtudes» brillan en todo su esplendor. Ha demostrado ya ser hija impecable; a lo largo de la obra, mostrará poseer todos los requisitos para ocupar dignamente el puesto de esposa y madre que la sociedad le tiene asignado.

Don Diego, lo hemos visto, ha hablado de «fidelidad» como de una aspiración («Tendré quien me asista con amor y fidelidad», Acto I, Esc. I, p. 151). Digamos de paso que la voz «fidelidad» aparece significativamente referida a Simón tan sólo unas líneas más arriba. Paquita promete ser fiel aun sin amor55 y Diego no puede ponerlo en duda:

DOÑA FRANCISCA.-  Después... y mientras me dure la vida, seré mujer de bien.

DON DIEGO.-  Eso no lo puedo yo dudar.


(Acto III, Esc. VIII, p. 253).                


La expresión «mujer de bien» conlleva un concepto de fidelidad que, trascendiendo la íntima relación de los cónyuges, adquiere el valor moral absoluto que ha llegado casi intacto hasta nosotros.

Moratín concentra en la primera escena del primer acto el abanico de «virtudes» de doña Francisca. Veámoslo:

1.

Es muy linda, muy graciosa, muy humilde... Y sobre todo, ¡aquel candor, aquella inocencia! [...] Y talento... Sí, señor, mucho talento...


(pp. 149-150).                


2.

he buscado modestia, recogimiento, virtud,


(p. 151).                


3.

me ha informado de que jamás observó en esta criatura la más remota inclinación a ninguno de los pocos hombres que ha podido ver en aquel encierro. Bordar, coser, leer libros devotos, oír misa y correr por la huerta detrás de las mariposas, y echar agua en los agujeros de las hormigas, éstas han sido su ocupación y sus diversiones...


(p. 154).                


Sobre lo que entiende don Diego por «talento», bien parece aclararse unas líneas más abajo. Es el talento de la perfecta ama de casa a que ya nos hemos referido. No sabría ver ningún otro. La «virtud» es la voz final del grupo ternario con que la mente de Diego suele expresar «perspicuamente» la claridad de sus ideas. Es una síntesis de lo anterior. La «virtud» es castidad. No importa que en lo que se refiere a la «más remota inclinación» a los hombres don Diego se engañe. Queda en pie su ideal y, aun sabidas las astucias a que la misma Paquita ha acudido para hacer posible su amor56, perdura su inocencia, que en este caso es pureza sexual. Con ello el autor se ha limitado a tratar en términos propiamente cervantinos el tema de la virtud en la libertad y de la libertad y la licencia.

Como señala Casalduero en el estudio citado, la inocencia de Paquita es real y auténtica57. Moratín quiere alejar de ella toda sombra de hipocresía o de interés, casi sin darse cuenta de que está echando los cimientos de una moral social, basada, no menos que la de la sociedad que deja a sus espaldas, en la hipocresía de la apariencia y en el interés del sentimiento58. Generosidad y desprendimiento muestra Francisca en la escena VII del acto II, cuando rechaza la razonable y atractiva propuesta del dinero de que ya hemos hablado:

DOÑA FRANCISCA.-  Querer y ser querida... Ni apetezco más ni conozco mayor fortuna.

DON CARLOS.-  Ni hay otra...


(p. 207).                


La «modestia» y el «recogimiento», por otra parte, coronan su inocencia. El término modesto se presta a varios significados, pero no cabe duda de que aquí atañe también, junto con el recogimiento, al «aspecto» que la muchacha ofrece a una sociedad que juzga. En una palabra, doña Francisca se conforma con el principio según el cual la esposa del César, sobre ser honesta, debe parecerlo. El «decoro», la decencia, es el traje de la virtud. Carlos, en efecto, está dispuesto a batirse por él y a abandonar excepcionalmente aquella «prudencia» que le ha tenido alejado de la «temeridad» a que peligrosamente le incitaba el amor:

Su decoro de usted merece la primera atención.


(Acto II, Esc. VII, p. 205).                


Poco se habla de la inteligencia de Paquita y, a decir verdad, da pocas muestras de ella; a no ser que la convención sofoque en ella el raciocinio. Francisca se revela incapaz de conocer el mundo que le circunda: mal conoce a Carlos, poco intuye la superioridad de Diego, desconoce por completo el ánimo de su madre. Pero en el ideal femenino que el autor proyecta en la obra, la falta de agudeza mental se torna en «virtud»; es parte de la arraigada «inocencia» de la protagonista, de su «ingenuidad», y lo que es obtusidad mental aparece cual natural efecto del debido cariño filial que ella misma encarna. La benevolencia de don Diego de un lado, y la bondadosa ignorancia del otro dejan intacta la relación madre e hija, y con ella los vínculos morales que, pese a todo, la tienen fijamente trabada. El pilar familiar permanece intacto.

Más, pues, que la inteligencia, que tiene siempre algo de «virtud diabólica», como en los criados, interesa la sensibilidad de Paquita59. Su auténtico palpitar, sus temores, su sincero azoramiento, su espontaneidad, su fragilidad emocional, en una palabra, nos atrae. Moratín la ha querido así, extremamente «femenina»: libre sí, pero necesitada de apoyo y de protección60. Paquita es una mujer sensible y, como en los restantes personajes de esta obra lúcida y racional, su sensibilidad roza de continuo con la sensiblería. La burguesía no sólo enarbola ante la nobleza escandalizada el dinero, sino los sentimientos y las lágrimas. La gracia y la robustez mozartianas ceden el paso a lo lacrimoso, que el neoclasicismo ha sabido conjugar con la gravedad de sus temas61.

La belleza, el porte y el proceder de doña Francisca redondean, en lo físico y puramente exterior, la peculiar configuración de su alma. Don Diego la ha descrito desde el principio con tres trazos imborrables:

Es muy linda, muy graciosa, muy humilde...


(Acto I, Esc. I, p. 149).                


Así aparece la joven a los ojos de todos: linda y graciosa. Su madre, en amistosa charla con Diego, añade lo suyo, que no es sino una variación sobre el tema:

DOÑA IRENE.-  Es muy gitana y muy mona, mucho.

DON DIEGO.-  Tiene un donaire natural que arrebata.

DOÑA IRENE.-  ¿Qué quiere usted? Criada sin artificio ni embelecos de mundo, [...]


(Acto I, Esc. IV, p. 165).                


La belleza clásica es sólo un vago recuerdo, como lo es también la mujer bella, exuberante y madura del barroco y aquella otra menuda, graciosa, pero sensual y tentadora del rococó. La jovencita de pómulos rosados y pechos turgentes al aire ha abandonado la mítica Citeres y ha entrado en la sala de estar de una confortable y austera casa burguesa, no sin antes pasar por el colegio de monjas que le ha ocultado el sexo bajo un severo y gracioso traje con el que habla a voces de su recato y respetabilidad. De bella y desbordante se ha hecho mona y retraída. Le ha quedado el «donaire», la «gracia». Pero aquella suprema «gracia» renacentista, que era armonía y equilibrio, expresión de la íntima belleza de lo creado, se ha vuelto estudiado concierto de sonrisas, reverencias y monerías. La antigua gracia tiene ya el sabor dulzón de la cursilería62.



En torno a doña Francisca, esposa y madre ideal, se disponen, en el último paso de la contradanza, los demás personajes: don Diego cede el puesto de marido al sobrino querido y entre ambos se restablece el antiguo y natural vínculo de padre e hijo; don Diego sube a la cúspide de la pirámide para asumir la dignidad de Padre y dispensar a los jóvenes su protección paterna y paternalista63. El orden social se ha restablecido, al fin y al cabo, sin conmoción ni traumas.






- III -

El sí de las niñas, obra postrevolucionaria de una revolución que no vio nunca España, muestra las dos caras aparentemente antagónicas de un mismo proyecto político, social, intelectual, estético y moral. El triunfo de la razón, el amor al saber, el conocimiento analítico-experimental, el retorno a los principios, el voluntarismo, el humanitarismo, el liberalismo político son patrimonio de una sociedad burguesa y conservadora, protagonista de uno de los mayores cambios que ha visto la historia de la humanidad y de la Revolución que consagró este mismo cambio.

La Francia napoleónica, la obra de David, encarnan la paradoja y el conflicto interior de un proceso que siendo conservador no pudo menos de haber sido y seguir siendo revolucionario. Paradoja y tensión que se perciben asimismo en El sí de las niñas, obra plenamente representativa de una nueva «conciencia europea».

Pero a pesar de su éxito momentáneo, fruto de curiosidad más que de auténtico interés, que lo suscitó en una minoría culta, la incomprensión64 que acogió esta obra de gusto y mensaje europeos adquiere, a la luz de los acontecimientos históricos, un significado profundo. Mucho más que una derrota personal de Leandro Fernández de Moratín, denota la inexistencia en España de una burguesía capitalista ilustrada y liberal que pudiera identificarse con ella65, y el inútil esfuerzo por parte de una faja progresista de la sociedad por mover al compás del pensamiento moderno a un pueblo obstinadamente reaccionario e inerte66.

El sí queda, pues, en el panorama del teatro español, como testimonio de la inutilidad de la evolución del pensamiento en una historia inmóvil.





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