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Imágenes y representaciones de las Exposiciones Universales de París (1878-1889) en las ilustraciones españolas: tradición y modernidad

Solange Hibbs-Lissorgues





Numerosas ilustraciones de finales de siglo comentaron en sus páginas el espectáculo de las realizaciones técnicas y artísticas de las Exposiciones Universales y propusieron abundantes artículos y grabados que informaban acerca de cada una de ellas. Las crónicas elaboradas en las columnas de La Ilustración Católica (1877-1899), La Ilustración Ibérica (1883-1898), La Ilustración Catalana (1880-1893) y La Hormiga de Oro reflejan una visión llena de contrastes tanto de la sociedad francesa como española (1884-1907).

Como su nombre lo indica, las ilustraciones son revistas ilustradas, recreativas y culturales a la vez y algunas de ellas, como La Ilustración Ibérica por ejemplo, se dedicaron también al reportaje gráfico de actualidad. La segunda mitad del siglo XIX fue el momento de máxima vitalidad de este tipo de publicaciones que supieron aprovecharse del acelerado progreso de las técnicas de reproducción de la imagen y recoger las preocupaciones culturales y sociales de determinados estamentos sociales.

Estas ilustraciones, muy documentadas y exitosas, se publicaron en Barcelona, la ciudad de España más representativa en aquel período de la nueva cultura burguesa europea (Trenc, 1996, p. 211).

Evidentemente las imágenes y valoraciones de Francia y de las Exposiciones que nos brindan las ilustraciones reflejan las vacilaciones de la sociedad española de finales de siglo así como las opciones ideológicas de los directores y colaboradores de estas publicaciones. En el caso de La Ilustración Católica, de inspiración marcadamente integrista, y de La Hormiga de Oro, revista carlista que, como El Correo Catalán, se dirige a una burguesía catalana extremadamente conservadora, las crónicas dedicadas a las Exposiciones son reveladoras de las resistencias que se oponían a los nuevos valores. La capital francesa es el símbolo de la modernidad liberal, del cosmopolitismo y refleja «la estética del lujo decadente».

La Ilustración Católica es la que nos proporciona el ejemplo más significativo de una auténtica campaña de desvalorización de la cultura y sociedad francesas. Dicha publicación dirigida por Manuel Pérez Villamil se situaba dentro de un periodismo católico cuya orientación era claramente defensiva. De lo que se trataba ante todo era defender y propagar, la verdad católica, combatir la filosofía racionalista, el materialismo, el sensualismo y el materialismo.

Las Exposiciones universales de 1878 y de 1889 constituían por lo tanto un nuevo pretexto para fustigar la modernidad y el materialismo propiciados por los condenables principios revolucionarios de 1789. El contexto político francés de aquel período era además objeto de constantes advertencias por parte de los sectores católicos más tradicionalistas. La Constitución de 1875 que promovía un régimen laico, democrático y republicano, se vislumbra como una nueva etapa de la decadencia moral que afecta a Francia. La Exposición de 1878 simboliza, a juicio de La Ilustración Católica, el culto del pueblo francés a la falsa modernidad:

«Si estos esfuerzos del pueblo francés por dar culto a todas las ideas materiales y a lo que puede halagar los sentidos del hombre se dedicasen en gran parte por lo menos al perfeccionamiento moral...».


(La Ilustración Católica, 7 de julio 1878, p. 18)                


Un escaso número de grabados permite a los lectores de la época representarse los logros científicos y técnicos de la Exposición y lacónicos comentarios destacan «el arte [que] ha hecho verdaderas maravillas en la construcción de las magníficas cercanías del inmenso palacio de la Exposición de París» (ibid., p. 19).

En una época en la que «la materia parece acapararlo todo» resulta más importante resaltar los logros del arte religioso y La Ilustración Católica llena sus páginas con la descripción de los numerosos objetos religiosos de la Exposición: la estatua de la Virgen destinada a la Catedral de Bourges, el altar de la Iglesia de Ivetot, el altar de la Catedral de Auch...

Si la ciencia y la técnica, frutos de la ambición y de la razón humanas, son efímeras, el arte religioso es intemporal y refleja los únicos valores duraderos. En varias ocasiones, La Ilustración Católica condena todo lo que integra la civilización moderna (la técnica, la aspiración al bienestar material, las comunicaciones modernas) y evoca con nostalgia un orden cristiano inmutable, única fuente tolerada de inspiración para el arte:

«Ni como arte, ni como inspiración, ni como riqueza, ni como gusto, hay obras de las presentadas en la Exposición como las que se destinan a la casa de Dios y al servicio de sus santos [...]. Pero al fin, la Iglesia, que en la Edad Media preservó todas las tradiciones del arte, le presta aún hoy día sus mejores inspiraciones, dándole al mismo tiempo sus mayores estímulos».


(La Ilustración Católica, 7 de octubre 1787, p. 103)                


Este discurso trasmite la nostalgia de un orden cristiano inmutable: frente a las amenazas del materialismo, del racionalismo cuyo exponente es la Exposición francesa, conviene rescatar las huellas del pasado. No es de extrañar, por lo tanto, que La Ilustración Católica pondere los méritos del clero francés y más precisamente de «los obispos que costearon unas 50 cátedras de arqueología con mucho provecho de la religión y del arte» (La Ilustración Católica, 14 de julio 1878, p. 19).

El espacio concedido en esta publicación al arte en la edad de piedra, a la ciencia de la prehistoria muy desarrollada en Francia refleja, al igual que los comentarios críticos sobre la Exposición Universal, el desprecio que sienten determinados sectores del catolicismo con respecto a «esas grandes ceremonias modernas». La censura de la modernidad desemboca en planteamientos nacionalistas. Si la «extranjerización» palpable en la Exposición es detestable, lo que merece destacarse es la autenticidad del arte español del que se encuentran muestras apreciables en Francia. Invirtiendo, las perspectivas, La Ilustración Católica reproduce los artículos de ilustraciones católicas francesas sobre el arte español expuesto en París:

«[...] es una gran satisfacción para nuestro patriotismo saber que las cosas de España merecen el aplauso de los extranjeros [...]. La exposición española es de las más interesantes. La influencia extranjera se nota menos que en los concursos anteriores, acentuándose en cambio la vuelta a las tradiciones nacionales».


(La Ilustración Católica, 14 de octubre 1878, p. 107)                


La condena de los alardes científicos y técnicos se prolonga a lo largo de las páginas de esta revista que reivindica una ciencia verdaderamente «cristiana». Es interesante notar que las pocas referencias a la Exposición siempre constituyen un pretexto para evocar acontecimientos políticos auténticamente «cristianos». La Exposición brinda una oportunidad para refutar la crítica científica y racionalista contraria a las revelaciones y lo sobrenatural. Esta corriente racionalista particularmente vigente en el ámbito de la historia y de la ciencia a finales del siglo preocupa hondamente a la Iglesia.

Con el significativo título «Arqueología sagrada», La Ilustración Católica evoca una de las polémicas agudas del momento que enfrenta adversarios y partidarios de la crítica histórica: la teoría de la silla gestatoria de San Pedro. Lo que se ponía en entredicho con aquella polémica era la autenticidad de la cátedra de San Pedro. Para los críticos racionalistas tanto extranjeros como españoles, no existían pruebas arqueológicas e históricas convincentes de que la basílica de Roma remontase a la época de San Pedro. Para una mejor comprensión del alcance de una polémica que puede parecer poco relevante con respecto a otras problemáticas religiosas, es preciso tener en cuenta el conflicto que oponía la ciencia y las religiones positivas.

Desde 1860, el desarrollo de la ciencia histórica había propiciado una tendencia crítica de los textos bíblicos y una separación entre religión y dogma. Muchos pensadores modernos se habían preocupado por encontrar vías de coexistencia pacífica entre lo religioso y lo racional. Hitos importantes de esta corriente fueron la publicación de La Vida de Jesús (1863) de Ernest Renán y Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia (1876) de W. Draper que tuvo un impacto considerable en España.

En este contexto, la Iglesia no podía permanecer ajena a ciertos adelantos de la ciencia y en numerosas ocasiones su discurso se orientaba hacia una recuperación del progreso científico. Es revelador en este aspecto el interés particular que demuestra por determinadas ramas del saber científico e histórico como la prehistoria, la arqueología, la geología. Un ejemplo de este tipo de recuperación mediante el discurso científico es el caso de la Silla gestatoria de San Pedro. La Ilustración Católica reproduce en esta ocasión artículos de historiadores «ortodoxos» y estudios de arqueólogos cristianos para demostrar la validez de sus argumentos.

Si la Exposición Universal de 1878 ostenta descubrimientos científicos, técnicos e industriales que trastornan las tradiciones y constituyen un alarde de orgullo humano, conviene recordar cuál es el camino de una posible conciliación entre religión y ciencia:

«Mas la ciencia que se ilumina con los resplandores de la fe y que en los medios humanos busca también la demostración racional de nuestras creencias y devociones acepta el insolente reto de la negación racionalista [...]».


(La Ilustración Católica, 21 de octubre 1878)                


De manera reiterada se presenta, por lo tanto, una visión crítica de las ciencias y de las técnicas modernas. Para el público católico e incluso tradicionalista de esta ilustración se trata de proponer valores inmutables y tranquilizadores. La valoración del arte francés, y más precisamente de la pintura, es ejemplar en este aspecto. Se buscan modelos de nacionalismo y de virtudes morales en artistas como Meissonier (1815-1895), pintor de género cuyos cuadros algo dulzones son fuente de inspiración para el catalán Mariano Fortuny (1838-1874).

La Ilustración Católica valora positivamente el realismo anecdótico de Fortuny cuya pintura refleja hasta cierto punto las costumbres nacionales1. Evidentemente no se mencionan en ningún momento las grandes tendencias renovadoras (naturalismo, impresionismo) que se sitúan fuera del arte académico. Se contrapone incluso la renovación del arte español al de Francia considerada como una nación decadente. De hecho, tanto La Ilustración Católica como La Hormiga de Oro se amoldan a los cánones de las demás ilustraciones católicas y conservadoras del momento: se aprecian de manera exclusiva la pintura didáctica y moralizadora, el arte religioso que refleja la simbiosis entre religión y nacionalismo.

Esta postura es la que volvemos a encontrar en La Ilustración Católica y La Hormiga de Oro en el año 1889, fecha de celebración de la segunda Exposición Universal. El contexto político francés es objeto de crítica por los sectores más tradicionales y conservadores españoles que consideran esta Exposición como el símbolo de la Francia republicana, laica e impregnada de los principios revolucionarios de 1789. Los artículos que bajo el significativo título «Menudencias de la Exposición de París» publica La Ilustración Católica constituyen un ataque en toda regla contra el realismo crudo de sus manifestaciones artísticas, su corrupción moral y espiritual. La celebración de esta Exposición es condenable en sí ya que permite la organización del centenario de 1789 por parte del gobierno francés. Fecha simbólica que aparece, a ojos de los católicos españoles y franceses, como una verdadera provocación (Hibbs, 1991).

El contenido y la disposición de la crónica «Menudencias...» redactada por Rafael García Santisteban revelan la voluntad de esta ilustración de desvalorizar las manifestaciones de la nación vecina. Si se dedican esporádicamente algunas líneas a la exposición francesa, siempre coexisten con extensos artículos centrados una vez más en el arte religioso francés y español y en la geología y la protohistoria y destinados a subrayar el valor ejemplar del pasado. Un comentario elogioso sobre las fiestas de la Virgen del Pilar y la magnificencia del arte que inspira, ocupa más espacio que «Menudencias de la Exposición de París» que resume de manera tajante el escaso interés de dicha «ceremonia»:

«El que lee o ve estampas y grabados, ya está enterado de su vasta extensión, caprichosas instalaciones y magníficas construcciones férreas».


(La Ilustración Católica, 25 de octubre 1889, p. 357)                


La Exposición de París es una moda, una manifestación insustancial y una «torre de Babel» tan presuntuosa como Francia:

«Ir a la Exposición y no hacer cola para subir a la Torre es como pasar por Manresa y no tomar una tortilla, o por Guadalajara y Alcalá y no comprar bizcochos borrachos o almendras garapiñadas».


(Ibid.)                


Además esta Exposición es un escaparate en el que Francia exhibe un falso exotismo, reflejo de una política colonial ambiciosa:

«Egipcias y almeas mueven el cuerpo como si fuera costal de avellanas o nueces al son de un tamboril ronco y de un guitarrín destemplado; y son tales los desplantes de aquellas lobas amaestradas que no hay ojos cristianos que puedan contemplarlo cinco minutos sin mirar a otro lado [...]. Por supuesto que no hay que confiar mucho en la verdadera nacionalidad de los individuos de razas más o menos salvajes que campan por sus respetos en el recinto de la Exposición como si una de sus notas más características fuera la barbarie».


(Ibid., p. 358)                


Las libertades de expresión y de prensa son responsables de esta anemia moral y cultural francesa. En un satírico artículo dedicado a la contaminación lingüística de la nación gala, verdadera torre de Babel en la que soplan vientos de todas partes, Rafael García Santisteban subraya que la lengua como las costumbres han perdido su autenticidad. No se habla más que de «great attraction» y el arte está totalmente impregnado de sensualismo y naturalismo:

«¡Cuántas Evas y cuántos Adanes en plena edad de Oro! [...] Al lado de bellezas, han abundado lunares negros que acusan decadencia estética artística y moral».


(Ibid.)                


En materia de pintura, La Ilustración Católica es propicia a artistas franceses como Adolphe Bouguereau (1825-1905), pintor académico, y Paul Delaroche (1797-1856), heredero del romanticismo de Géricault. Las escenas costumbristas y de género, los cuadros de historia convencionales, la alegoría y la pintura religiosa de estos artistas reflejan el gusto artístico de la burguesía media conservadora que busca en el arte valores especialmente morales.

Esta crítica de una sociedad francesa propensa a ser dominada por corrientes culturales, artísticas modernas y exportadora de todo tipo de «heterodoxia» se sitúa dentro de una corriente tradicionalista y nacionalista española con fuerte persistencia histórica. La visión que presenta La Ilustración Católica a sus lectores de una nación debilitada por el cosmopolitismo, corroída por libertades heredadas de 1789 y con ambiciones colonizadoras (tanto a nivel político como cultural), recoge las mismas condenas y advertencias que las que expresaba Antonio de Capmany, en 1808, en su conocida obra, Centinela contra franceses. En ambos casos, se denuncia esa «currutaquería»2 de los franceses entre los que «todo es farsa, fingida moralidad teatral» (Capmany, 1989, p. 89).

No es casualidad si, en 1889, la revista carlista La Hormiga de Oro propone la organización de un «contracentenario» destinado a recordar a los católicos españoles que la celebración de la Exposición de París con sus alardes racionalistas es el símbolo de la república francesa, heredera de 1789. A este símbolo, conviene oponer el de Recaredo y de la secular unidad de una nación católica.

La Hormiga de Oro silencia las dimensiones artísticas y científicas de la Exposición de 1889 y sólo se preocupa por comparar la «virilidad» del pueblo español con el reblandecimiento moral de Francia donde las leyes anticlericales y la legislación laica han «pervertido» el pueblo francés.

De hecho, las Exposiciones Universales de 1876 y 1889 se enjuician desde una perspectiva muy crítica en las ilustraciones católicas. Tanto La Ilustración Católica como La Hormiga de Oro reflejan un pensamiento y un análisis de la sociedad contemporánea en los que el catolicismo es ante todo afirmación ante la modernidad. Pese a sus preocupaciones por ser publicaciones más amenas que la prensa religiosa tradicional y por abordar temas artísticos y sociales más variados, estas revistas se mantienen la mayor parte del tiempo en una postura de condena ante cualquier manifestación de modernidad.

Mucho más abierta a las innovaciones artísticas de su época, La Ilustración Ibérica (1883-1897), «redactada por los más distinguidos escritores de España y Portugal e ilustrada por los mejores artistas nacionales y extranjeros», publica una información ilustrada abundante sobre la Exposición de 1889. Dicha publicación, dirigida por Alfredo Opisso y Viñas (1847-1882), médico y literato, hombre de gran cultura, es especialmente abierta al arte europeo contemporáneo (Trenc, 1996, p. 211)3.

Desde el mes de abril, la revista propone una extensa crónica dedicada a los preparativos y a la organización de la Exposición. Esta rúbrica semanal firmada por Julián Álvarez de Sestri, corresponsal en París, está ilustrada con una profusión de grabados de gran calidad artística realizados por Juan Yehil, Renau. Los grabados centrados en las artes industriales, las realizaciones arquitectónicas, las comunicaciones y los descubrimientos científicos reflejan la conciencia progresista del público al que están destinados: la burguesía española y hispano-americana cuyos modelos, económicos y sociales, se sitúan en los países europeos más avanzados.

La densidad de estos grabados y su temática revelan el interés por la Exposición y la fascinación suscitada por las últimas realizaciones en materia científica y técnica. Este semanario, que goza de gran prestigio, dedica más de una tercera parte de sus páginas (16 páginas en total) a los grabados y reproducciones de cuadros de artistas contemporáneos. De abril a noviembre, momento de clausura de la Exposición, la publicación de 5 a 6 grabados que cubren todos los aspectos de esta manifestación constituye un auténtico «reportaje» gráfico. El propósito realista de La Ilustración Ibérica se cumple gracias a la presencia en París de los artistas.

Los lectores disponen de una reproducción de todos los monumentos y pabellones de la Exposición, de las salas de máquinas y algunos grabados son escenas de costumbres en los que trasluce el interés de la época por el exotismo y el arte orientalista. Es interesante notar que si la mayoría de estos grabados ensalzan la modernización, los progresos de la ciencia y de la técnica, no dejan de ser una curiosa mezcla de croquis técnicos y de grabados artísticos estéticos como si el mensaje gráfico quisiera conmover tanto la inteligencia como la sensibilidad y transformar la ciencia en un espectáculo asequible4.

Todos estos grabados ofrecen un extenso panorama de los cambios de la industria, de los avances científicos y completan el carácter frecuentemente enciclopédico de los artículos: un grabado del 29 de junio de 1889 describe con detalles el Palacio de las máquinas y representa al científico americano, inventor del telégrafo, Edison. El 26 de octubre, otro grabado dedicado al ferrocarril hidráulico ilustra exhaustivamente las ventajas de un sistema, cuyas características técnicas se detallan en un artículo de dos páginas.

Pero si el Palacio de las Máquinas y el Palacio de la Industria ocupan la primera plana de la ilustración, la Torre Eiffel «fascinador armatoste», «suprema maravilla del certamen» es la que mejor simboliza el advenimiento de una estética industrial que tantos elogios merece.

En la crónica de Álvarez de Sestri se encuentran evocaciones líricas y gran abundancia de detalles técnicos. El artículo dedicado al Palacio de las Máquinas es una muestra reveladora de la admiración y del optimismo que sentían algunos españoles del último tercio de siglo con respecto al progreso técnico:

«Lo mejor de la Exposición es el Palacio de las Máquinas; realmente puede hacerse el viaje tan sólo por ver esta obra portentosa. La Torre Eiffel es lo que se llama un tour de force, un alarde de lo que puede la ingeniería; pero la Galería de las Máquinas es la originalísima creación de la belleza de la fuerza, el advenimiento de una estética industrial que se propone dejar tamañita a la estética artística. Indudablemente esta Exposición inaugura una nueva era».


(La Ilustración Ibérica, 29 de junio 1889, p. 394)                


Exposición Universal de París, de 1889 (I)

Exposición Universal de París, de 1889

26 octubre 1889.- La Ilustración Ibérica
Cliché Hemeroteca Municipal de Madrid

El Pabellón del Gas en el Champ de Mars, el Acuario del Trocadero y el Palacio de la Industria se describen con profusión de detalles que revelan, por parte de Sestri, sólidos conocimientos científicos. En una época marcada por una segunda revolución industrial y en la que la economía está dominada por la industria, la técnica y la ciencia se consideraban como una energía capaz de transformar la sociedad.

En esta perspectiva, ingenieros, científicos y técnicos aparecen como los nuevos héroes: en los retratos comentados de Charles Alphand (ingeniero e inspector general de los trabajos de la Exposición), de Gustave Eiffel y de científicos extranjeros como el norteamericano Edison y el químico español y catedrático, Ramón Torres Muñoz de Lima, invitados por la Asociación francesa para el adelantamiento de la ciencia, se concentran los nuevos valores ensalzados por la sociedad moderna: erudición, pericia y tenacidad.

Las imágenes que presenta el corresponsal Álvarez de Sestri de una manifestación que reúne adelantos técnicos y logros artísticos dejan traslucir cierto pesimismo nacional suscitado por la conciencia del retraso de España frente a otras naciones europeas:

«En Madrid existe vida y movimiento propios; artes e industrias, ciencia y literatura... Es verdad que son más los casinos donde se juega que los ateneos donde se aprende; que abundan más los cafés donde se pierde el tiempo que los talleres donde se trabaja».


(La Ilustración Ibérica, 3 de agosto 1889, p. 486)                


También deplora que los españoles atraídos por la Exposición parisina sólo acudan a Francia movidos por una moda más que por un auténtico afán de nuevos conocimientos: «Quiera Dios que los excelentes efectos [de la Exposición] se dejen conocer también aquí por lo que allá aprendan sus visitantes» (La Ilustración Ibérica, 18 de mayo 1889, p. 350).

Otros artículos de La Ilustración Ibérica hacen referencia al contraste que existe entre Madrid y París. Puede resultar interesante notar que estas alusiones no se reducen a una visión nostálgica y crítica de la sociedad española. Se alude explícitamente a la responsabilidad de determinados sectores de la burguesía que en vez de invertir su capital y su saber en la vida nacional, prefiere divertirse y se niega a aceptar determinadas realidades culturales y sociales:

«El calor es irresistible; la sociedad se dispersa; en las cortes se discute aún y se disputa; los burgueses recuentan su dinero para saber si pueden visitar la Exposición [...]. Figúrense mis lectores cómo quedará Madrid (abandonado por su sociedad más selecta y su burguesía más admirada) cuando el popular Ducazcal ha reparado y ha hecho advertir en las Cortes, que las calles y plazas están llenas de mujeres públicas y de mendigos; gentes que no están en condiciones de tomar billetes de Sleeping-cars».


(La Ilustración Ibérica, 20 de julio 1889, p. 450)                


Independientemente del amplio panorama de la actualidad científica y técnica ofrecido a sus lectores, las manifestaciones artísticas celebradas con motivo de la Exposición ocupan un lugar privilegiado. Ya se ha mencionado el interés cultural de esta revista por el arte europeo. Si está presente el arte académico y oficial (cuadros de Greuze y Bouguereau se reproducen con frecuencia) aparece cierta divulgación del Pre-rafaelismo británico y de algunos representantes del simbolismo. Se elogia la pintura de un pre-rafaelista amigo de Rosetti, John Millais, se menciona a Puvis de Chavannes y Rodin. La crítica artística refleja las dos tendencias que impregnan este fin de siglo: el idealismo y el realismo. Se reproducen cuadros de Enriqueta Rae muy influidos por el pre-rafaelismo e incluso anunciadores del arte modernista5. El interés por un pintor como Greuze (1725-1805) se justifica por «su valor en buscar su inspiración en la naturaleza, tomando sus modelos en las campiñas de verdad y no en las caricaturas bergeries de los salones» (La Ilustración Ibérica, 18 de mayo 1889, p. 291).

Sin embargo, el mérito de este realismo «controlado» reside en su valor didáctico y moral: «Débesele además haber roto con la desvergüenza de los asuntos para pintar escenas morales» (ibid.). Costumbres populares, idealización e intimismo son las características destacadas por la ilustración en el momento de valorar los cuadros de Jean-François Millet (1814-1875). Se reproduce El sembrador, Yendo al trabajo y el Angelus que no pudo exponerse en la Exposición de 1889. Por razones similares, se elogia a Gustave Boulanger, «pintor sumamente popular, de elevado talento, de rica imaginación, de segurísima mano, de brillante fantasía» (ibid.).

Pero esta visión de Francia no abarca sólo el arte o la ciencia. Con afán de realismo, a veces crítico, Álvarez de Sestri propone a sus lectores auténticos «tableaux de moeurs» en los que se retratan distintos grupos sociales, barrios y atracciones de la capital. Varias excursiones por París constituyen un pretexto para hacer una radiografía del pueblo francés:

Exposición Universal de París, de 1889 (I)

Exposición universal de París, de 1889

26 octubre 1889.- La Ilustración Ibérica
Cliché Hemeroteca Municipal de Madrid

«El boulevard es lo más interesante de París en todas épocas, haya o no haya Exposición. La Exposición cansa: el boulevard no. Hay quien entra en París, se encuentra en el boulevard, anda y anda, gira sobre sí mismo cuando concluyen las tiendas de lujo y los corros de gente [...]. Se apodera de otra mesilla para tomar café como antes, y allí se queda toda la noche viendo pasar aquel gentío de mujeres graciosas, de hombres raros: los unos ostentosos como el millón, los otros desastrados como el perro chico. Nada es comparable con el boulevard, nada distrae tanto, ni hace pensar más, ni explica mejor lo que es París».


(La Ilustración Ibérica, 5 de octubre 1889, p. 626)                


Si Francia, y más particularmente París, simbolizan la modernidad, ésta tiene sus raíces en la historia pasada; calles, barrios y monumentos constituyen los distintos estratos de una nación que ha sabido captar influencias artísticas y culturas foráneas:

«[...] no hay que creer que todo París consiste en la Exposición. Así es que los inteligentes recomiendan mucho se vean otras cosas dignas de atención y, entre otras, el antiguo barrio del Marais donde pueden admirarse aún muchas obras del Renacimiento del tiempo de Francisco I».


(La Ilustración Ibérica, 18 de mayo 1889, p. 325)                


La dimensión «costumbrista» de estas crónicas sobre la Exposición Universal y Francia no deja de lado ni los aspectos lingüísticos ni gastronómicos. Una rúbrica titulada «Burdeos» exalta los méritos de los vinos galos. Con cierta ironía, ya que se trata de mostrar la contaminación lingüística del castellano fomentada por los españoles que han ido a la «Expo», Álvarez de Sestri salpica sus comentarios con las expresiones francesas más corrientes:

«Desde hoy en día mis revistas serán à bâtons rompus [...]. El clou de la Exposición es la Torre Eiffel que crea un efecto épatant [...]. Las petites dames son el principalísimo ingrediente del grand succès».


Pero la visión de una ciudad, «llamada ciudad-luz», donde «se albergan todas las manifestaciones del genio bueno o malo, de la humanidad» también tiene tintes más sombríos. La Ilustración Ibérica no deja de subrayar en varias ocasiones el oportunismo comercial de los organizadores de la Exposición ya que «conócese que el comercio parisiense esperaba esta avenida de forasteros como si se tratara de una avenida de billetes de banco» (La Ilustración Ibérica, 8 de junio 1889, p. 358).

Además el gobierno republicano francés utiliza el prestigio de este tipo de manifestación para disimular sus dificultades políticas:

«El movimiento aturdidor de la Exposición no sofoca el tumulto que se alza en Francia de la política. Boulanger sube y Boulanger es la guerra».


(La Ilustración Ibérica, 20 de julio 1889, p. 466)                


El derroche de exotismo patente en los pabellones de las problemáticas colonias francesas de Asia (Annam y Tonkin) pretende reforzar la imagen de una nación, orgullosa de sus conquistas coloniales:

«Es natural que, ya que tantos azotes le cuestan sus famosas ínsulas, quiera Francia presentarlas en la Exposición de una manera chic, très convenable; y hay que confesar en efecto que si el Tunquín [...] es por ahora una colonia poco apetitosa, estará en cambio presentado su pabellón con mucho arte y couleur locale».


(Ibid., p. 281)                


La Ilustración Ibérica que ofrecía a los lectores de la época representaciones e imágenes contrastadas de la sociedad francesa y también española cumplía con las finalidades esenciales de este tipo de publicación: reportajes de actualidad, divulgación de nuevos conocimientos científicos, difusión de modelos culturales y artísticos que pudiesen corresponder a los gustos de determinado público y configurarlos.

La visión que nos proporciona esta Ilustración está impregnada por su ideología. Resulta significativo en este aspecto que la descripción de modelos extranjeros conlleve una serie de interrogantes acerca de la propia identidad nacional. Esta búsqueda de una identidad a través del análisis del ambiente socio-cultural de otras naciones es aún más patente en La Ilustración Catalana (1880-1893).

Esta revista que se define como un «periódich quinzenal, artistich, literari y científich», y que cuenta con la colaboración prestigiosa de Ángel Guimerá, Francisco Matheu, Narcist Oller, Jacinto Verdaguer entre otros, dedica varias páginas a la Exposición bajo el significativo título: «Catalunya a l'Exposició de París». Efectivamente, lo único que merece destacarse en esta manifestación es el lugar que ocupa Cataluña, verdadero representante del progreso industrial de España:

«[...] las instalaciones de Cataluña están en un orden perfecto; ostentan ricos productos y son en general de buen gusto. El Comité de Cataluña [...] ha cumplido perfectamente con su deber, cosa por demás meritoria sobre todo cuando se contempla el papel ridículo del Comisario de Madrid diariamente».


(La Ilustración Catalana, 15 de julio 1889, p. 206)                


Evidentemente Cataluña tiene la experiencia de su propia exposición de 1888 y no tiene nada que envidiar a Francia: La Ilustración Catalana nota que Barcelona es un «petit Paris». El interés que refleja esta revista por la Exposición Universal se justifica en gran parte por el deseo de encontrar nuevos mercados y modelos culturales en los que pueda reconocerse la burguesía conservadora y catalanista.

La visión que nos proponen estas ilustraciones del arte, de la ciencia y de la sociedad tanto francesa como española representa una valiosa aportación para analizar el sistema de representación colectiva de España en la segunda mitad del siglo XIX.






Bibliografía

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