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Imaginando el Chile que viene

Carlos Franz





Famosamente, Borges afirmó que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Si él hubiera participado en la conferencia celebrada en Harvard, El Chile que viene, creo que habría contemplado la posibilidad de ampliar esa idea: la política, la economía y, sobre todo, las estadísticas, pueden ser sendas ramas de la literatura fantástica. No hay nada peyorativo en ello. Por el contrario, a estas alturas del aburrido partido nacional, convengamos en que puede ser un factor de esperanza. Para salir del círculo vicioso de los entusiasmos fáciles y por tanto de los cómodos pesimismos, parecen más que necesarias, indispensables, cuotas de imaginación audaz e incluso de fantasía que han estado notoriamente ausentes en el Chile de los años más recientes.

Es posible que haya sido esa especie de refectorio eclesiástico en la Divinity School de Harvard, lo que elevó el pensamiento imaginativo y por tanto creativo de la concurrencia. O habrá sido el hecho de encontrarse a unas prudentes seis mil millas de electorados y clientes nacionales... Como sea, lo cierto a es que a los «jóvenes líderes» (y con esas palabras empezaron las fantasías del encuentro) se los vio prontos a unir el sueño de la razón -que engendra monstruos, según Goya-, al de la imaginación -que puede salvarnos de ellos, según el mismo Goya.

La primera sesión estuvo dedicada a una visión general del Chile actual y sus proyecciones. La noción de que tenemos una sociedad que le ha sacado mucha delantera a sus instituciones, especialmente al Estado, alternó con una crítica a las profundas divisiones que esa misma sociedad alienta, o por lo menos tolera, escondiéndolas en sus patios traseros. Ante la impasibilidad del Estado algunos llaman en este aprieto a cierta «Sociedad Civil», que debería venir como la caballería a salvarnos de nuestros entes; mientras otros tuvieron la prudencia de recordarnos que, en un país con el grado concentración de poder e ingreso que tenemos en Chile, esa «Sociedad Civil» es poco más que una masa inorgánica movida por súbitos espasmos de placer o dolor, y habrá que dudar si sería capaz, siquiera, de reconocer su nombre cuando la llamen.

Un capítulo que ayudó a enriquecer esta mirada dicotómica tuvo relación con el surgimiento de movimientos religiosos que capturan nuevas adhesiones de segmentos sociales muy diversos: católicos integristas entre las clases más altas y evangélicos, entre las clases populares. Me pareció que la clase media no cabía bien en ese cuadro. ¿Será esta, como en el pasado radical, la depositaria de un proyecto secular para Chile? ¿O es que su viejo ideal de movilidad social ha quedado asimilado a una suerte de religiosidad posmoderna, centrada en el culto del consumo? De ser así, ¿incluiremos en este mercado de los cultos a la propia ideología y ética liberales? ¿Seremos tan liberales?

Las dos sesiones siguientes tuvieron más que ver con el futuro y, por lo tanto, con la utopía. El caso drama de la ciudad de Santiago y las posibilidades de modernizar nuestra política, fueron objeto de documentadas propuestas y encendida polémica. Ambos temas se iluminaron mutuamente. Como sabemos, hacer a la ciudad -la polis- más habitable, es por lo menos el origen, sino el fin, de toda política. Pero, si en Chile nuestros políticos no son ni siquiera capaces de concitar fuerza suficiente como para enfrentarse exitosamente al gremio de los micreros, ¿podremos creerles cuando nos ofrezcan desentramparnos de «pillos» más difíciles? La nueva licitación de recorridos que se abrirá el 2003 insinuará una respuesta a esa pregunta.

Por lo pronto, fue bienvenida la idea de que para enfrentar temas de esa complejidad es necesario partir por auto criticar una visión de la res pública que la reduzca a las meras rentabilidades, es decir, a una interpretación económica. Este es, sin duda, un riesgo intelectual serio. Especialmente en Chile, que es de esos países donde las disciplinas más relativas son erguidas en absolutos por nuestra necesidad de creer, por nuestra sedienta fe de carboneros.

La última sesión se concentró en las perspectivas económicas. Saludablemente, se abrió con la intervención de un celebrado experto que, con acento caribeño, se encargó de darnos la bienvenida de vuelta a Latinoamérica, luego del breve paseo que Chile dio por el sudeste de Asia a comienzos de la década pasada. Las exposiciones siguientes reforzaron esta constatación melancólica: no basta con creernos más hábiles o un poco menos torpes que nuestros vecinos; para salir del estancamiento también tendremos que hacérselo creer a otros. Empezando por los del mundo desarrollado. Y trabajar el doble para sacarnos por los pelos fuera del remolino de desanimo que succiona a nuestra región. Pero, ¿seremos capaces de enterarnos siquiera de que debemos hacer ese nuevo esfuerzo, en un país donde el 87% de la población adulta y con educación superior, no es capaz de comprender adecuadamente las instrucciones para montar un aparato doméstico?

El cuello de botella de la educación. Al final, en el gótico refectorio de la Divinity School, apareció un tema que podría haberlo comenzado todo. En esta carrera desigual entre educación y barbarie, el primer requisito es saber que nos estamos quedando atrás. Lo saben nuestras elites, por lo que se dijo en Harvard; pero no está claro si saben comunicarlo. No está claro si saben expresarle la urgencia del asunto a quienes están atascados en el cuello de la botella. Y mucho depende de que sean capaces de hacerlo antes que este se transforme en el gran «embotellamiento» de nuestra nueva democracia.

La reunión terminó a mediodía de un sábado y el grupo se disgregó por los senderos del Cambridge de Massachussetts. Un incierto sol invernal entibiaba los prados quemados por la nieve. Un sol en diagonal que alargaba la sombra de las críticas, pero también permitía, válidamente, abrigar no pocas esperanzas.

Si alguna crítica cupiera a la eficiente imaginación tecnocrática de nuestros jóvenes agentes públicos, exhibida en el seminario, es que, a veces, en nuestra impaciencia, pudiéramos olvidar las lecciones de la experiencia («el nombre que damos a nuestros errores», según Wilde). Los mejores modelos fallan, la realidad les hurta su apoyo, el mañana tiene la triste costumbre de contradecirlos. No somos la primera generación que cree tener mejores respuestas para el futuro de Chile, que las que dieron nuestros mayores; ni seremos la última en ser acusada de soberbia utópica por quienes nos sucedan.

Con este escepticismo en mente, sin embargo, creo que esa revelación de las capacidades imaginativas de jóvenes economistas, empresarios, periodistas, cientistas sociales, y políticos chilenos, que brotó en los puritanos campus de Boston, sólo puede ser esperanzadora. Por de pronto, admitir el ejercicio de una imaginación libre y poderosa en nuestros asuntos públicos ya está ampliando el espectro de las soluciones posibles (incluso hasta incluir aquellas imposibles, que pueden ser precisamente las que más nos urgen). Y además, tener imaginación y atreverse a usarla es cien veces mejor que ese pedestre realismo, ese pragmatismo gremial y bolichero, que en Chile suele pasar por sentido común.

Y lo que es más importante, una imaginación viva podrá mucho más que mil abscisas y ordenadas, para mostrarnos la carne viva, el rostro individual de la pobreza, el peso específico de la marginación, que las teorías más brillantes pueden escondernos. Las estadísticas siempre suman cien, pero imaginar al ciudadano sin números ni letras, evocar al individuo que suma menos que uno, sacarlo de su encierro atrás de las cifras y barras porcentuales, para que nos hiera la vista con su dolor concreto, puede ser lo único capaz de darnos la fuerza y el poder que hagan de estas propuestas, realidades.

Londres, invierno de 2002.





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