Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Isabel la Católica, África y América

Joseph Pérez


Conferencia leída en el XVI Coloquio de Historia Canario-Americana (octubre de 2004)

«Que no cesen de la conquista de África». Esta es la última voluntad de Isabel la Católica, tal como queda reflejada en el testamento que dicta poco antes de morir, el 26 de noviembre de 1504. Esta recomendación no se cumplió. Los sucesores de la reina no conquistaron África; se limitaron a ocupar en la costa plazas que tuvieron que abandonar progresivamente. ¿A qué se debe el aparente desinterés con el que Fernando el Católico y, luego, los Austrias contemplaron la parte del testamento de su esposa y antecesora que se refiere a África?






Dos tradiciones geopolíticas: la de la Corona de Castilla y la de la Corona de Aragón.

En la doble monarquía de los Reyes Católicos vienen asociadas dos coronas -la de Castilla y la de Aragón- con sendas tradiciones diplomáticas y geopolíticas, tradiciones bastante distintas, aunque no forzosamente contrapuestas.

En un artículo publicado en Milán, en 1941, Jaime Vicens Vives ponía de relieve «el triple aspecto geopolítico español»: atlántico (a partir del Cantábrico), africano (desde el cabo San Vicente hasta Málaga), mediterráneo (de Málaga a Barcelona)1. Las dos primeras zonas corresponden, desde luego, a la corona de Castilla; la tercera interesa por igual a las dos coronas.

La vocación mediterránea de la corona de Aragón se remonta cuando menos a principios del siglo XIII. Una primera etapa en esta dirección fue la ocupación de las islas Baleares (1229-1287); otra fue la intervención en Sicilia la conquista es de 1302, la incorporación definitiva de 1410 -conviene recordar que, al casarse en 1469, Fernando e Isabel recibieron el título de reyes de Sicilia que les cedió Juan II de Aragón-; la epopeya de Roger de Flor y de los almogávares en Grecia confirma aquella orientación que vuelve a manifestarse cuando otro rey de Aragón, Alfonso el Magnánimo, conquista el reino de Nápoles que, al morir, deja a su hijo bastardo Ferrante.

En lo que se refiere a la corona de Castilla, llama la atención el que, para Vicens Vives, el litoral de Huelva y de Cádiz, y no sólo el que está situado al este del Estrecho, está orientado hacia África más que hacia el Atlántico. Los reyes de Castilla, en fecha muy temprana, han apelado a consideraciones históricas y jurídicas para reivindicar sobre la Mauritania Tingitana los derechos que ellos pretendían haber heredado de la monarquía visigoda, cuyos sucesores eran2. Desde este punto de vista, Marruecos forma parte de los objetivos a largo plazo de la corona de Castilla y es pensando en aquella perspectiva por lo que los monarcas castellanos siempre han tenido buen cuidado de reivindicar derechos sobre las islas Canarias, aun cuando no se encontraban en condiciones favorables para ocuparlas. Las Canarias, en efecto, ofrecen una de las bases de un ataque eventual sobre Marruecos, situándose la otra en el estrecho de Gibraltar. Cuando, en 1344, el papa Clemente VI crea el obispado de Telde (Gran Canaria)3 y, el mismo año, erige las Canarias en reino independiente que concede a Don Luis de la Cerda, bisnieto de Alfonso X el Sabio, dicha investidura queda sin efecto porque enseguida es discutida por el rey de Castilla que invoca sus títulos sobre la Mauritania. Para Castilla, el archipiélago canario es anejo a aquel territorio, debiendo por lo tanto quedar incorporado como algo consustancial y accesorio. Ello justifica las Alegaciones de Alonso de Cartagena (1384-1456) -que había recibido de Juan II el encargo de preparar un dictamen jurídico sobre el problema canario- para establecer la soberanía del Rey de Castilla sobre Canarias: su argumentación, consiste en combinar los «derechos históricos» de la supuesta sucesión del Rey de Castilla al último rey godo, a quien perteneció en su día la provincia Tingitana Mauritania, con el de la proximidad geográfica, para concluir que Canarias pertenece a Castilla, porque «el Archipiélago canario está más cerca de África (Tingitana Mauritania) que de Europa». Presentado este documento por el embajador Luis Álvarez de Paz, el Pontífice preparó una bula, la Romani Pontificis, de 6 de noviembre de 1436, en la que reconocía al rey castellano su derecho sobre las islas. En 1449, Juan II de Castilla concede a D. Juan de Guzmán, duque de Medina Sidonia, toda la zona de África situada entre los cabos de Aguer y Bojador; aquel proyecto no dio lugar a ninguna ocupación efectiva, pero muestra el interés que tenía Castilla en defender a toda costa sus derechos sobre Canarias frente a las pretensiones de Portugal; demostraba el deseo de Castilla de ver en el Sáhara Occidental el hinterland natural de Canarias. En aquella época, el litigio sobre aquellos territorios se circunscribe a los reinos de Portugal y Castilla, con claro predominio del primero porque la situación interior del segundo no le permite todavía intervenir eficazmente. Castilla tiene que limitarse a reivindicar derechos que no está en condiciones de defender y confía en la iniciativa privada para ocupar puntos de apoyo en aquel sector. Sin embargo, en 1455, la bula Romanus Pontifex, confirmada, en 1456, por la bula Inter Coetera, ambas firmadas por Nicolás V, parece dar la ventaja a Portugal al concederle la exclusividad sobre los territorios situados al sur del cabo Bojador, lo cual le confiere una posición privilegiada en el momento en que está preocupado por encontrar una ruta que, dando la vuelta a África, permitiera llegar hasta Asia.

La idea de que la continuación del esfuerzo heroico que fue a reconquista debía ser la conquista del Norte de África, como lo entendieron los reyes de Castilla, responde pues a consideraciones jurídicas apoyadas en los supuestos derechos históricos que Castilla detentaba, como heredera de la monarquía visigoda. Una larga tradición vinculaba a la política hispánica el litoral norteafricano, que estuvo unido al gobierno de la península durante los últimos años del Imperio Romano y durante la dominación de bizantinos, visigodos y musulmanes. Desde esta perspectiva, la península Ibérica y el norte de África formaban una unidad geográfica, pero también política, económica y cultural.

Nada más terminada la guerra de Sucesión, los Reyes Católicos se preocupan por despejar el horizonte en vista a futuras conquistas africanas. En el tratado de Alcáçovas, firmado el 4 se septiembre de 1479 y confirmado en Toledo en marzo del año siguiente, Portugal se ve obligado a renunciar a Canarias que quedan definitivamente asignadas a la corona de Castilla, lo mismo que el territorio situado en frente del archipiélago, en el continente africano, entre los cabos de Aguer y Bojador. A continuación, los Reyes convencen a Inés Peraza, heredera de los primeros señores conquistadores, para que renuncie a sus derechos sobre las grandes islas a favor de la corona y es a la corona de Castilla a la que se debe, entre 1478 y 1496, la conquista de la Gran Canaria (1480-1483), La Palma (1492-1493) y Tenerife (1493-1496).




África, América e Italia

Hasta 1492, los Reyes Católicos no están en condiciones para planear una política internacional de altos vuelos. Antes, tienen que afianzar su poder, objetivo que alcanzan en 1479-1480 por el tratado de Alcáçovas y las Cortes de Toledo; además, conviene poner fin a la guerra de Granada. En 1492 se producen dos acontecimientos; el uno era aguardado, la rendición de Granada, el otro inesperado, el viaje de Colón que obliga a revisar el tratado de Alcáçovas con Portugal.

Cuando recibió a Colón en Lisboa, en marzo de 1493, el rey de Portugal no ocultó su desagrado. Consideró que la expedición violaba lo pactado en Alcáçovas que reservaba a Portugal todas las tierras situadas al sur de las islas Canarias. Castilla reaccionó rápidamente para contrarrestar aquella ofensiva diplomática. A esto sirvió en gran parte la carta de Colón a Santángel, fechada «en la carabela sobre las islas de Canaria a XV de febrero, año mil CCCCLXXXIII». Impresa en Barcelona a comienzos de abril de 1493, es traducida al latín y publicada en seguida en Roma con el título: De insulis Indie supra Gangem nuper inventis. Con esta carta, los reyes se proponían propagar una versión del descubrimiento que fuera favorable a la obtención de una bula que pudiera contrarrestar la reclamación de las tierras halladas por el rey de Portugal. El 4 de mayo de 1493, el papa Alejandro VI dio la razón a España, expidiendo la bula Inter Coetera que concedía a los Reyes Católicos y a sus «herederos los reyes de Castilla y León, perpetuamente», la soberanía plenaria sobre las tierras y habitantes descubiertos y por descubrir más allá de una línea divisoria situada a cien leguas de las islas Azores y del Cabo verde, quedando bajo jurisdicción portuguesa las tierras situadas al este de aquella línea. Los portugueses protestan, invocando la bula del papa Calixto III (1456) que les reservaba la navegación hasta los indios (usque ad indos) para deducir que las Indias les corresponden, ya que la bula Inter Coetera sólo autoriza a los castellanos a navegar hacia las Indias (versus). El problema encontró su solución por medio de una negociación bilateral entre Castilla y Portugal. El tratado de Tordesillas (7 de junio de 1494) rectifica la línea divisoria y la sitúa ahora a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde; se consideran portugueses los territorios situados al este de esta línea y castellanos los que están al oeste. De esta manera quedan reservados a Castilla los derechos sobre la costa mediterránea del Magreb, así como sobre la costa atlántica situada frente a las Canarias4.

Al mismo tiempo que se preocupan por conseguir las bulas alejandrinas, los Reyes, en el mismo año de 1493, encomiendan a Garcilaso de la Vega, su embajador en Roma, que obtenga del papa otra bula invistiéndoles del dominio sobre los reinos musulmanes norteafricanos que conquistasen y otra disposición que otorgase las acostumbradas indulgencias para la guerra contra el Islam. El Pontífice concede la segunda de las peticiones pero se abstiene de momento de responder a la primera, porque la oposición portuguesa en este sentido era muy fuerte y no quería atraerse su enemistad. Pero después de la firma del tratado de Tordesillas, cuando el reparto pacífico de esferas de influencia entre los dos países hubo calmado los recelos de Alejandro VI, éste otorgó una bula, Infeffabilis (13 de febrero de 1495) en la que, con la fórmula acostumbrada de no causar perjuicio al derecho de otros príncipes, Fernando e Isabel recibían el gobierno legítimo de las tierras que conquistasen en África.

Los Reyes empiezan en seguida a poner en marcha una serie de operaciones que son otras tantas condiciones previas para llegar a conseguir el objetivo de siempre: la conquista de África. Se trata de disponer de bases seguras para toda acción futura, y ello en tres puntos: en España, en la zona del Estrecho, en el litoral africano situado enfrente de Canarias y en la misma África.

Es así cómo Fernando de Zafra recibe el encargo de fortalecer la zona del Estrecho. Al mismo tiempo, los Reyes compran a la Casa de Silva los derechos que ésta poseía sobre la mitad de la villa de Palos y ponen sus ojos sobre dos excelentes posiciones -Cádiz y Gibraltar-. Fernando e Isabel proyectan convertir a la primera en monopolizadora de todo el comercio africano, cuando la recobran (1493) y a la segunda en una especie de avanzada militar para la vigilancia del Estrecho. Gibraltar queda incorporado a la corona el 2 de enero de 1502. No está de menos recordar que, en el testamento de 1504, Isabel la Católica recomienda que Gibraltar no vuelva nunca a ser lugar de señorío; Gibraltar debe depender exclusivamente de la corona; la plaza se convierte así en el símbolo vivo de la empresa africana.

También deciden los Reyes, por aquellas fechas, reconstruir la torre de Santa Cruz de Mar Pequeña (29 de marzo de 1496). El gobernador general de Canarias, Alonso de Lugo, lleva a cabo la operación en agosto del mismo año.

Antes, Fernando de Zafra había recibido el encargo de instalar en África al rey Boabdil y a su séquito. Ello le dio la oportunidad de observar el terreno. En agosto de 1493, aconseja la ocupación inmediata de Melilla, que, además de su interés económico - «el oro que traen de la Sahara»-, ocupa una posición estratégica entre dos reinos islámicos rivales -el de Fez y el de Tremecén- y es también una posición militar de primer orden, fácil de defender y de abastecer desde Málaga. Los Reyes se ven obligados a retrasar la operación, una primera vez porque les parece más urgente la conquista de Tenerife que la de Melilla, una segunda vez a causa de la empresa de Italia. Por fin, en septiembre de 1497, el duque de Medinasidonia, don Juan de Guzmán, desembarca en África y ocupa Melilla.

Al llegar a este punto, conviene presentar una primera observación: hasta 1504, España se limita a ocupar Melilla; la conquista de África, que parecía ser la continuación lógica de la entrada en Granada, se ve retrasada porque Nápoles constituye ahora un objetivo prioritario. Ahora bien, Nápoles entra en las orientaciones tradicionales de la corona de Aragón, mientras África interesa más la corona de Castilla. En teoría, las dos tradiciones no se oponen; España puede muy bien intervenir en África y en Italia al mismo tiempo. Pero de hecho, los dos objetivos se obstaculizan mutuamente y eso porque los recursos humanos y financieros de la doble monarquía no son ilimitados y obligan constantemente a establecer prioridades. De 1492 a 1516, la principal preocupación va a ser Italia: «La prioridad de la política italiana hace añicos el espejismo africano, incluso en el área mediterránea, mucho más cercana a los intereses estratégicos peninsulares, tras la caída de Granada y sin interferencia alguna con Portugal, que en Tordesillas ha reconocido a los reinos de Tremecén, Argel, Bugía, Túnez y Trípoli como natural campo de expansión castellano-aragonés [...]. La expedición napolitana de Carlos VIII absorbe todas las energías por más de dos años»5.

En la prioridad dada a Italia se ve sin lugar a dudas la mano de Fernando el Católico. Ello no quiere decir que Fernando descuide la política africana, pero le da una orientación que no es la que dominaba en la perspectiva castellana. Castilla proyectaba conquistar Marruecos; para Fernando, se trata de ocupar una serie de plazas en el litoral africano con vistas a asegurarse el control del Mediterráneo occidental y la defensa de Nápoles. Ahora sí que se puede hablar de contradicción y lo vemos claro en la empresa de Orán.

La conquista de Orán fue precedida de otras dos penetraciones en territorio norteafricano. En 1505 el alcaide de los Donceles logra apoderarse de la plaza de Mazalquivir, frontera a Cartagena; en 1508, Pedro Navarro conquista el Peñón de Vélez de la Gomera a mitad del camino entre Ceuta y Melilla. Al año siguiente se lleva a cabo la gran expedición sobre Orán en la que se pensaba desde 1494. Para vencer las reticencias del Rey Católico, preocupado por el coste de la operación, el cardenal Cisneros -que ya había participado financieramente a la conquista de Mazalquivir- ofrece los fondos cuantiosos que le proporciona la mitra de Toledo. Cisneros se embarca él mismo con el cuerpo expedicionario puesto bajo las órdenes de Pedro Navarro, que el Rey Católico había preferido al Gran Capitán. Se reunió en Cartagena, en la primavera de 1509, una flota de 80 buques de transporte y 10 galeras y un ejército compuesto por 10.000 piqueros, 8.000 escopeteros y ballesteros, 2.000 jinetes de la caballería pesada y ligera y 200 gastadores. La flota puso rumbo a Mazalquivir. Una vez allí desembarcó el ejército e inició la marcha hacia la ciudad de Orán. Pronto se formalizó el sitio a la plaza, mientras la armada iniciaba un furioso bombardeo contra las fortificaciones de Orán. Gracias a la labor de la artillería, a las minas y a las escalas, las tropas españolas dieron el asalto a la ciudad que terminó por una violenta lucha por las calles y un gran saqueo de la ciudad. En el ataque final los moros perdieron mas de 4.000 hombres. En menos de dos horas, la ciudad de Orán cayó en poder de los españoles. De esta manera pasó a convertirse, hasta finales del siglo XVIII, en ciudad española. La conquista de Orán es el principio de desavenencias serias entre el Rey Católico y los castellanos. Cisneros, imbuido seguramente por el espíritu de cruzada pero además representante de la tradición geopolítica de Castilla, quiere explotar a fondo la victoria y adentrarse en el continente africano. Pedro Navarro, cumpliendo órdenes del soberano, se opone a ello. Disgustado, Cisneros se vuelve a España con un rico cargamento de libros arábigos con destino a la universidad de Alcalá de Henares. En esto hay que ver más que un incidente. Para Fernando, en efecto, la prioridad sigue siendo Nápoles, lo cual implica la defensa del Mediterráneo occidental y la ocupación de una serie de presidios en el litoral. Así se da comienzo a la política que va a ser la característica en todo el siglo XVI: los españoles se limitan a ocupar y guarnecer una serie de puntos claves y dejan el interior en poder de los moros.

A los ocho meses de la toma de Orán, en enero de 1510, se planta Navarro sobre Bujía y la conquista. Argel, impresionado por aquel éxito español, envía inmediatamente una embajada a Pedro Navarra (31 de enero de 1510) para ofrecerse a España cuya autoridad reconoce y que queda autorizada a edificar, en los islotes situados frente al puerto, la fortaleza del Peñón. El mismo año (25 de julio de 1510) cae Trípoli. Menos suerte hubo, en agosto de 1510, en Djerba (los Gelves), aquella isla famosa desde la Antigüedad -en ella refiere la Odisea que vivían los Lotófagos-, situada frente a Túnez que, junto con Malta, permite controlar el estrecho de Mesina. En 1284 los catalanes de Roger de Lauria ya habían intentado apoderarse de ella. En 1510, la tentativa de Don García de Toledo -primogénito del duque de Alba y padre del que había de ser famosísimo tercer duque del mismo nombre- fracasa por completo y causa bajas importantes en el ejército español -4.000 muertos-. En la segunda Égloga, Garcilaso recuerda su heroísmo6. Este desastre de las armas españolas llegó a inspirar un cantar popular, probablemente extendido, sobre todo por Andalucía: «Y los Gelves, madre, / malos son de tomare»7. Pero los españoles no renuncian. En 1510-1511, es el mismo rey Don Fernando quien se muestra dispuesto a dirigir una cruzada cuyo mando tomaría personalmente con el fin de conquistar Túnez y luego Egipto. Impresionado, el papa Julio II lo llama atleta de Cristo. Pero los castellanos se muestran reacios ante la que les parece una empresa heroica, desde luego, pero muy alejada de los objetivos concretos que ellos esperan. Así han de entenderse las reservas expresadas en tres pliegos sueltos, a principios de 1511, en los que los representantes de Córdoba, Sevilla y Toledo manifiestan sus reticencias ante el proyecto. Los castellanos declaran su adhesión a los temas mesiánicos de la cruzada cuando se trata de reconquistar Granada y de conquistar el vecino Magreb occidental, pero no están dispuestos a mirar con entusiasmo la segunda fase del plan fernandino: conquista del reino de Túnez y de Egipto; estas zonas quedaban demasiado lejos del horizonte geopolítico castellano8. Finalmente, Fernando desistió de su proyecto; el ejército que tenía preparado con este fin lo envió a Nápoles. Otra vez Italia venía a complicar la política africana. Así y todo, los resultados obtenidos son impresionantes: en apenas un año, desde Melilla hasta Trípoli, toda la costa norteafricana se hallaba bajo la órbita española.

Además de Italia, hay que contar con la creciente importancia de los descubrimientos realizados por Colón para entender por qué se dificultaron las ambiciones africanas de España. En este caso también se puede ver la mano de Fernando el Católico, ya que, desde la muerte del príncipe heredero Don Juan, en 1497 -el «primer cuchillo de dolor» que traspasó el pecho de la reina-, Isabel da la impresión de prestar menos atención a las tareas de gobierno. Para la expansión africana, el año de 1504 representa un hito negativo con la creación de la Casa de la Contratación. El testamento de la reina que recomienda la continuación de la empresa africana parece conllevar cierta contradicción con la empresa americana. Las Indias pasan a primer plano en las preocupaciones políticas. Desde luego, todavía no se sospecha que el Mundo Nuevo recela riquezas inmensas, pero lo poco que se conoce de él invita a interesarse más y más por aquel sector. A partir de 1504, pues, América se interpone en las prioridades de la Monarquía, junto con la preocupación por Italia. Colón contribuyó a truncar la expansión de Castilla en África y orientarla en otra dirección.

El giro tomado por la política española después de 1492 debe mucho a Fernando el Católico en quien Braudel ve el gran responsable del abandono de las empresas africanas, después de 1511. A juicio del hispanista francés, bajo la dirección del rey, los aventureros españoles prefirieron a las tierras quemadas y secas del Magreb las fabulosas comarcas del Nuevo Mundo o las fértiles llanuras de Italia. Con Fernando el Católico, se inicia el sistema de la ocupación restringida: los españoles se contentan con la posesión de algunas plazas, cuidadosamente elegidas, en la costa, sin adentrarse en el continente. Las ciudades así ocupadas nunca fueron asemejadas a colonias; no fueron más que presidios, es decir plazas militares9.




África entre Europa y América

Con la llegada al trono de Carlos I, la política de España recibe una nueva inflexión: a las orientaciones anteriores en el Nuevo Mundo -que cobran mayor relieve con la conquista de la Nueva España y del Perú - y en Italia - Nápoles y ahora Milán -, otras perspectivas surgen en el norte de Europa, debidas a las responsabilidades que la elección imperial confiere al nieto de los Reyes Católicos. Carlos V no pierde completamente de vista la situación en el norte de África, pero, como ya ocurrió durante la gobernación de Fernando de Aragón, aquel sector aparece como secundario, como un aspecto del enfrentamiento con el imperio otomano y sus aliados, los corsarios berberiscos: las operaciones militares en el norte de África pierden toda pretensión de profundidad y pasan a tener como objetivo principal la lucha contra la piratería y el corso, la protección adelantada de las costas españolas e italianas y la defensa contra los avances turcos en dicho mar. Además, Carlos V sólo interviene en África en los breves periodos de paz que la política europea le depara, cuando no se encuentra directamente enfrentado ni con Francia ni con los luteranos10; pero no hay por su parte ningún rastro de interés en una política de conquistas en el norte de África.

Los corsarios berberiscos se aprovechan de aquel relativo descuido con el que España mira las cosas de África. Un nombre simboliza la amenaza que se cierne ahora: el de los célebres hermanos Barbarroja, cuya intervención cambia para siglos el destino del Mediterráneo. Aquellos griegos islamizados viven del corso o de la piratería. Con una clara visión política, comprende el mayor de los Barbarroja que, para dedicarse a las correrías marítimas, es menester disponer de una base sólida y de aliados poderosos. La base, la busca primero en Djerba, donde se instala en 1510, pero, poco después, en 1516, Argel le parece un sitio más adecuado. Ahora bien, el puerto de Argel está bajo el fuego de los cañones españoles, situados en frente, en el Peñón. En 1529, Barbarroja logra desalojar a los españoles del Peñón que ocupaban desde 1510. Para España, es un desastre mayúsculo que hace presagiar el fracaso total de su política africana. ¿Quién podía imaginar entonces que el pequeño puerto de Argel y el territorio costero e interior, de simple nido de corsarios berberiscos, iba a transformarse en una potencia capaz de desafiar a los grandes imperios? De este embrión de espacio político va a salir, en efecto, la Regencia de Argel, la Argelia que conocemos ahora. Además de una base estratégica, Barbarroja necesita aliados que encuentra rápidamente en el imperio Turco-Otomano. Barbarroja se coloca bajo la protección de Solimán I el Magnífico quien le nombra bey de Argel y, poco después, en 1533, almirante-jefe de la armada otomana. Al año siguiente -1534-, Barbarroja ocupa Bizerta y se hace dueño de Túnez que, hasta entonces, era una especie de protectorado español.

El emperador no podía menos que reaccionar ante la amenaza que la ocupación de Túnez representaba para sus territorios italianos. Así se comprende tanto la expedición victoriosa sobre Túnez, en 1535, y la que fracasó ante Argel, en 1541. Carlos V pensó primero recuperar Túnez sin recurrir a las armas, proponiendo a Muley Hassán -jefe de la dinastía hafsí de Túnez- un levantamiento contra el Turco, y también sugiriendo a barbarroja que abandonara a Solimán a cambio de hacerle dueño del norte de África. Sólo cuando fracasan estos intentos y aprovechando una situación favorable en Europa (paz con Francia y problema luterano aun no agravado en exceso) procede el emperador a preparar la empresa de Túnez, con la ayuda de la flota genovesa de Andrea Doria. El emperador en persona tomó el mando de la expedición. La ciudad de Túnez fue tomada por asalto y saqueada; Muley Hassán fue repuesto en su trono y se declaró vasallo del emperador, pero Barbarroja logró escapar a Bona: cuando la armada de Andrea Doria se apoderó de aquel puerto, el pirata ya estaba a salvo en Argel. La victoria de 1535 en Túnez fue celebrada como un triunfo por la propaganda imperial. La verdad es que sus consecuencias no fueron las que se esperaban. Mal preparada -y desaconsejada por Andrea Doria porque se realizó en octubre, época de vientos y lluvias-, la expedición sobre Argel, en 1541, también encabezada por el emperador, fue un fracaso rotundo; Carlos V tuvo que ordenar la retirada general de las tropas que habían desembarcado en territorio africano.

Barbarroja muere en 1546. Por las mismas fechas surge la figura de otro pirata famoso, Dragut, digno émulo del primero. Dragut, que también contaba con la protección y amistad de Solimán el Magnífico, había establecido su base en el sureste de Túnez y, desde allí, se dedicaba a correrías hacia las costas de Sicilia, Nápoles y España. En 1550, Carlos V ordena a Andrea Doria y a Juan de Vega, virrey de Nápoles, que lo desalojen y capturen. La expedición en sí misma fue un éxito: los españoles se apoderaron de Monastir y de la plaza de El Mehedia -el Afrodisio de Calvete de Estrella-, pero, desde el principio, se encontraron con graves problemas para mantener al millar de hombres que formaban la guarnición que dejaron allí, con Sancho de Leyva al frente. Carlos V propuso que los gastos de este nuevo presidio cristiano fuesen socorridos a partes iguales entre España, Nápoles y Sicilia, a lo que María de Austria, a la sazón gobernadora en España, replicó que deberían ser las posesiones italianas las que se hicieran cargo del total de los gastos, dado que esta plaza las beneficiaba sobre todo a ellas. Ora vez topamos con las reticencias de Castilla ante una empresa que interesa más directamente la corona de Aragón. No hubo más remedio que abandonar la plaza después de destruir las instalaciones para que no cayeran en manos del enemigo.

En 1551, el mismo Dragut, con la ayuda de la flota turca, decide atacar Trípoli. Los caballeros de la Orden de Malta, a quienes se había confiado la defensa de la plaza, creyendo no poder resistir y defenderse, prefirieron capitular y entregarse a los turcos. En 1555, es Bugía que hay que abandonar. La plaza, conquistada en 1510, no había sido dotada con fortificaciones suficientes como las que tenían otros presidios españoles -el castillo de Mazalquivir o del Rosalcázar, en Orán. A ello hay que unir la precaria situación de la guarnición, con graves retrasos de sus pagas y con evidentes carencias en su alimentación, motivo por el cual las deserciones eran frecuentes entre estos soldados que preferían sobrevivir, aunque fuese renegando de su religión, antes que seguir llevando una existencia de penuria. La pérdida de Bugía fue muy comentada y sentida: era el más serio revés para España desde finales del siglo XV. La gobernadora Doña Juana pensó en rescatar la plaza y, de paso, tomar Argel, eterna aspiración castellana, pero Felipe II, que ya ejercía de rey, no puso ningún entusiasmo ante aquel proyecto que acabó por rechazar.

El balance del reinado de Carlos V para África es netamente negativo: los presidios, cuando se pueden conservar, sufren cada vez con más intensidad las consecuencias de la fórmula de ocupación restringida del espacio con que los españoles entraron en las tierras del otro lado del Estrecho. Felipe II concedió todavía menos interés a los temas africanos. No olvidemos que fue él quien, en 1574, trató inútilmente de convencer a su primo, el rey Sebastián de Portugal, de desistir del descabellado proyecto de conquista de Marruecos. Este hecho por sí sólo revela el poco caso que el Rey Prudente hacía del testamento de Isabel la Católica. Bien es cierto que, en 1559, después de firmar la paz con Francia, las condiciones parecen ideales para reanudar una política ofensiva en África. Pero la iniciativa no viene del rey, sino del maestre de la Orden de Malta, que pretende recobrar Trípoli y para ello solicita la ayuda de Felipe II. Este no se la niega, pero el jefe de la expedición, don Juan de la Cerda, duque de Medinaceli y virrey de Sicilia, opina que es preferible empezar por Djerba, foco del pirata Dragut. La operación estuvo a punto de convertirse en éxito cuando se produjo lo que no se esperaba: la llegada de la armada turca. El resultado fue un desastre rotundo: diez mil soldados quedan prisioneros de los turcos, 26 galeras se pierden, todo ello no ha servido -comenta Modesto Lafuente- a nada, «sino para acreditar el valor español a costa de preciosa sangre española en defensa de fortalezas que nada le importaba a España poseer, y en esto se consumían sus caudales y sus hombres».

En 1573, tampoco muestra Felipe II interés en consentir que don Juan de Austria, después de reconquistar Túnez, conserve aquella plaza. África ha dejado de ser una prioridad para España. Después de Lepanto (1571) y de la tregua con el turco (1577), Felipe II da la impresión de restarle importancia al Mediterráneo. Se vuelve decididamente hacia el Atlántico y hacia las Indias. Para convencerse del giro que se produce en aquellos años, no hay más que observar la importancia que se le da ahora a la marina océanica: de las 175.000 toneladas que la flota llegó a alcanzar, 115.000 correspondían a la navegación atlántica. En 1580 fue creada la Armada de la Mar Océana, y con ella, el Tercio del Mar Océano. En 1584, don Álvaro de Bazán es nombrado capitán general del Mar Océano. América se ha convertido en el eje de la Monarquía atlántica.

Con esto acaban las grandiosas ambiciones de Isabel la Católica. A juicio de Braudel, España falló en su destino euroafricano al no seguir el impulso inicial, colofón de la toma de Granada, de llevar a tierras de África las armas victoriosas de la Reconquista. Rumeu de Armas opina lo mismo: «Si afirmamos que el África islámica se salvó por el descubrimiento de América, las campañas de Italia y el desarrollo vertiginoso e insospechado que tuvo la política europea, creemos no andar muy descaminados en descubrir la verdadera causa del fracaso»11.

¿Qué es lo que le queda hoy a España de la ambiciosa política africana que proyectara Isabel la Católica después de reconquistar Granada? Poco: las islas Canarias, que en fecha muy temprana han dejado de ser la base para la invasión eventual de Marruecos para convertirse en puente hacia las Indias. Quedan también los antiguos presidios de Ceuta -que, en realidad, era portuguesa- y Melilla. Las demás plazas han sido abandonadas progresivamente. Una de las últimas en permanecer bajo soberanía española fue Orán, hasta finales del siglo XVIII. España se retira de Orán medio siglo antes de que Francia decida conquistar Argelia. Argelia fue la colonia preferida de Francia, una Francia ansiosa por devolver a la civilización una tierra que primero había sido romanizada, luego cristianizada antes de ser sometida al Islam a finales del siglo VII. La misión de Francia -se decía en los medios oficiales- era reanudar con aquel pasado cultural, establecer una paz francesa que recordara la paz romana. Desde este punto de vista, un abismo separaba el África romana y el Maghreb musulmán; éste nunca llegó a formar un Estado porque siempre estuvo dividido entre nómadas y sedentarios, Kábilas y Árabes o, como se decía en la Antigüedad, Númidas y Moros; los primeros eran los herederos de Roma y sobre ellos quería Francia apoyarse con el fin de devolver a Argelia su condición de tierra latina. Se veía en el Mediterráneo un mar latino y un lugar de encuentro entre civilizaciones distintas: la grecolatina, la cristiana y la judeocristiana, con notable excepción de la musulmana; la latinidad que se ensalzaba debía ser el mejor baluarte de la civilización cristiana contra las influencias orientales. Desde aquellos puntos de vista, la España de la Reconquista aparecía como la nación que, en 1492, había acabado con la dominación árabe en Europa y la España de Felipe II como la que, en Lepanto, había puesto coto a la amenaza turca contra Occidente. Esta fue la teoría que desarrollaron, en el primer tercio del siglo XX, eminentes universitarios franceses que ocuparon cátedras en la facultad de letras de Argel, por ejemplo, el arabista Georges Marçais y el geógrafo Emile-Félix Gautier. Para ellos, el norte de África era la prolongación natural de Andalucía. Fernand Braudel -que pasó unos diez años, entre 1923 y 1932, en Argelia- siguió muy de cerca el desarrollo de aquellas corrientes, pero estaba muy lejos de comulgar con la ideología que las inspiraba. Estuvo impresionado por aquellas teorías mientras iniciaba sus primeras investigaciones sobre la que iba a ser su obra maestra: el Mediterráneo. En aquel libro desarrollará Braudel la idea de que España, después de la toma de Granada, falló a su misión histórica al no continuar la reconquista al otro lado del Estrecho, un estrecho que, para Braudel, desde 1492, se convirtió en una frontera política, lo que no era en la Antigüedad ni en la Edad Media12 . Braudel conservará de aquellas teorías es la idea de que España se limitó a ocupar unos presidios en el litoral sin decidirse a conquistar y poblar el interior, o sea, que, en este sentido, admitió en parte lo que se enseñaba entonces en Argel: después de 1492, España se apartó de su misión histórica, la conquista del norte de África; fue entonces cuando el estrecho de Gibraltar, barrera geográfica, se convirtió en frontera política y cultural entre dos mundos, el católico y el musulmán, caracterizados el uno y el otro por la negativa o impermeabilidad a determinados préstamos culturales -refus d'emprunter-, un concepto asociado a la capacidad de resistencia -force de résistance- de ciertos grupos sociales, por ejemplo los moriscos en la España del siglo XVI. ¿Habrían cambiado sustancialmente las cosas si, en vez de una ocupación restringida, España hubiera decidido acatar el testamento de Isabel la Católica y conquistar el norte de África? Al historiador no le compete decir lo que pudo ser y no fue.





 
Indice