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Introducción a las obras de don José Selgas


[- I -]

Por aclamación nacional y voto público dase a la estampa la presente colección de Obras de Selgas. España, toda España, es esta vez la casa editorial que reimprime los famosos libros del cantor de las flores: España ha donado previamente, con maternal amor y soberana munificencia, el importe de todos los gastos, y a la triste viuda y pobres hijos del malogrado ingenio irán a parar todos los beneficios de tan honrosa empresa.

Que no es hipérbole de la amistad ni del dolor el considerar esta publicación como monumento que la Patria erige a su propia gloria con las peregrinas Obras de Selgas, se patentiza, para regocijo de las Letras castellanas, en la carta que dio origen a la suscripción general, y cuyas firmas representan, conspicuamente y por vario modo, a los diversos estados, escuelas, clases y partidos que juntos constituyen la Nación española. -Dice así tan importante documento:

«Sr. D...

»Muy señor nuestro: El Sr. D. José Selgas y Carrasco, insigne poeta y escritor, honra de España, ha muerto pobre. Los que suscriben, deseosos de reunir y perpetuar las obras del ilustre literato y de acudir en auxilio de su familia, han creído que el mejor medio para lograr uno y otro fin es promover una suscripción pública, cuyo producto se invierta en reimprimir, coleccionados, libros de tan relevante mérito. La nueva edición que de ellos se haga será propiedad de la viuda o hijos de Selgas, a los cuales se entregará también el remanente de la suscripción, si lo hubiere.

»Convencidos de que le será a V. grato cooperar a tan laudable propósito, esperamos que nos ayude a llevarlo a cabo, contribuyendo por su parte a la suscripción y procurando fomentarla.

»Las cantidades que se recauden se dirigirán a las oficinas del Sr. Fontagud Gargollo, Barquillo, I duplicado.

»Somos de V. atentos y seguros servidores Q. B. S. M.,

»Juan Ignacio, Cardenal Moreno, Arzobispo de Toledo. -El Duque de la Torre. -El Marqués de Casa-Jiménez. -El Conde de Cheste. -D. el Duque de Pastrana. -El Marqués de la Vega de Armijo. -El Duque de Tetuán. -Manuel Cañete. -Cándido Nocedal. -Claudio Moyano. -El Conde de Canga Argüelles. -Manuel M. de Santa Ana. -Emilio Santillán. -Esteban Garrido. -A. de Carlos. -Tomás Rodríguez Rubí. -El Marqués de Molins. -A. Cánovas del Castillo. -Gaspar Núñez de Arce. -Antonio Romero Ortiz. -José Echegaray. -Manuel Tamayo y Baus. -Gabino Tejado. -José de Fontagud Gargollo. -Mariano Catalina. -Fernando Fernández de Velasco. -M. Menéndez Pelayo. -Pedro Antonio de Alarcón. -El Conde de Casa-Sedano. -Mariano Vázquez. -Aureliano Fernández-Guerra. -El Marqués de Vallejo. -Alejandro Pidal y Mon. -Marqués de San Gregorio. -Ramón Nocedal. -Antonio Arnao. -Emilio Castelar. -Manuel Alonso Martínez. -Práxedes M. Sagasta. -Isidoro Fernández Flórez. -El Conde de Orgaz. -El Conde de Guaqui. -Carlos Díaz Guijarro, Cura de la Parroquia de San Luis. -El Marqués de Valdeiglesias. -Alfredo Escobar. -Francisco Silvela. -José Ortega Munilla. -F. Pi y Margall. -Joaquín Martín de Olías. -Emilio Arrieta. -Benito Soriano Murillo. -El Conde de Velle. -El Marqués de Viluma. -El Marqués de Peñaflorida. -Antonio F. Grilo. -Antonio María Fabié. -José de Posada Herrera. -Arsenio Martínez de Campos. -El Marqués de la Habana. -Juan Guelbenzu. -El Duque de Villahermosa.»

Ya lo hemos dicho: España respondió, así en la Península como en las provincias de Ultramar, a este llamamiento de tantos preclaros hijos suyos: desde la Real Familia hasta el afanado adolescente que se abre camino al templo de las Ciencias, de las Letras o de las Artes, todo linaje de españoles de valer o de nota, prelados, próceres, estadistas, académicos, doctores, militares, poetas, artistas, escritores, banqueros, industriales, comerciantes, funcionarios del Estado, etc., han contribuido a la glorificación del cantor de la Modestia (modesto él, más que la violeta con que la personificó en versos inmortales); por lo que bien podemos decir aquí que las Obras de Selgas, al salir hoy de nuevo a luz, están laureadas, no sólo por la Real Academia Española, que había llamado a su seno al autor, y que tan especiales honores fúnebres ha creído de su deber tributarle, sino también por el aplauso y la sanción expresa del foro público. -Séale lícito al que esto escribe dar las gracias, en nombre de Selgas (como él si pudiese las daría bañado en lágrimas), a tantos y tantos corazones entusiastas y generosos, por el bien que han hecho a la noble mujer y a los tiernos niños en quienes clavaba atónito sus últimas miradas, como preguntándose qué sería de ellos en el mundo sin el paternal amparo... Mas no daré a nadie las gracias por el nuevo esplendor añadido al renombre literario del poeta; que ese homenaje se le debía en justicia, y, además, no sería yo fiel intérprete de su bendita humildad si le atribuyera otros sentimientos y actitudes que confusión, espanto, cortedad, y aquella admirable y sincera desconfianza con que nos decía el pasado otoño, al oírnos celebrar sus últimos y acaso mejores versos (los tercetos Al Siglo XIX): -«Pero, ¡de verdad creéis vosotros que esto vale algo?»




- II -

Arrogancia y profanación fuera de nuestra parte intentar ahora escribir con tosca pluma un juicio crítico de las Obras de Selgas, cuando ellas lucen y se recomiendan tanto por sí propias. Únicamente apuntaremos aquí algunos datos biográficos del inolvidable amigo y compañero, para que el día de mañana llenen aquel vacío que, por lo tocante a la vida de los autores, suele quedar en la historia de la Literatura (aun tratándose de los más insignes y aplaudidos), si personas de su intimidad no cuidan de trasladar a público papel las caras memorias de que el corazón más piadoso y amante sólo es frágil y precaria urna, que la muerte rompe también muy luego... Y ninguna manera mejor se nos ocurre de comenzar nuestro humilde trabajo, que referir lo que pasó en la Real Academia Española cuando le fue notificada la muerte de Selgas, y copiar el notabilísimo documento, hoy ya de dominio público, a que en seguida dio lectura el ilustre autor de Virginia, D. Manuel Tamayo y Baus.

Diremos, pues, que era la noche del jueves 9 de Febrero del presente año de 1882, memorable, por lo luctuosa y triste, para aquella docta Corporación. -Tamayo, pálido, trémulo y con voz enronquecida por las aprisionadas lágrimas, cumplía su deber de Secretario, dando a la Junta cuenta oficial del fallecimiento del poeta, del amigo, del hermano... No menos afectados los que le escuchábamos -el Conde de Cheste (Director), el Marqués de Molins, los dos Fernández-Guerra, el Marqués de Valmar, Cañete, Nocedal, Rubí, Campoamor, Cánovas, Canalejas, Silvela, Arnao, Galindo, Barrantes, Pascual, Núñez de Arce, el Marqués de San Gregorio, Catalina, Menéndez Pelayo, Madrazo, Tejado y el que suscribe-, creíamos como que era mayor o más definitiva la ya muy llorada pérdida desde que se proclamaba en aquel sitio... Tomó en seguida la palabra el por tantos títulos digno y respetable Director; y, después de lamentar la que todos considerábamos desventura de familia y de la Patria y de conmemorar los méritos del escritor y las virtudes del hombre, rogó a la Academia que otorgase a Selgas un singular honor, costeándole el entierro... Volvió a hablar entonces Tamayo, y dijo que, sabiendo el propósito del Director, y no dudando de que su noble idea sería aprobada con entusiasmo y por unanimidad (como ya lo había sido), tenía redactado el oficio en que se comunicaba tal resolución a la viuda; documento que estimaba necesario leer, a fin de que la Academia lo hiciese suyo en todos sus términos y apreciaciones, y fuera, por tanto, más grato y consolador a aquella infortunada señora.

El oficio leído por Tamayo, entre sentidas muestras de adhesión de la Junta, era digno de la pluma de oro que lo había escrito, y estaba concebido en los términos siguientes:

«Ilma. Sra. Dª. Carolina Domínguez, viuda de Selgas.

»La Real Academia Española ha resuelto a una voz costear el entierro de su individuo de número, el Ilmo. Sr. D. José Selgas y Carrasco (q. s. g. h.), y suplica a V. I. que la autorice para llevar a cabo este acuerdo con que se propone rendir tributo de amor a la memoria del que fue modelo de hijos, de hermanos, de esposos, de padres y de amigos: del que en la próspera y la adversa fortuna dio ejemplar testimonio de fortaleza, honradez y virtud: del que por implacable necesidad y vocación irresistible trabajó toda su vida afanosamente, sin que nunca le trajese la gloria más que el pan de cada día: del insigne literato que logró animar a las flores y convertirlas en maestras dulcísimas del género humano: envolver la acerba sátira y la grave moral en manto de los más deleitosos colores y la más fina pedrería; hermanar lo ingenioso y lo ameno con lo profundo; dejar en sus escritos personalidad literaria que ni ahora se confunde ni podrá jamás confundirse con ninguna otra, que es, a no dudar, una de las más bellas y significativas de nuestra época, y que de la nuestra recibirán quizá las futuras con aplausos y bendiciones. Quiere el cielo, señora, que quien profesaba a Selgas cariño de hermano y profesa a la Academia cariño filial, tenga la dicha de ejecutar un acuerdo tan honroso para aquél como para ésta, y capaz de hacer derramar a V. I. lágrimas consoladoras. -Manuel Tamayo y Baus




- III -

El egregio poeta y gallardo escritor, a quien la Academia Española daba la santa limosna del entierro (si limosna pudo llamarse nunca la solicitud maternal), había nacido en Murcia, a 27 de Noviembre de 1822; contrajo matrimonio en 1857 con una distinguida señorita de Lorca, y murió en Madrid, calle de Claudio Coello, número 38, a las diez y cuarto de la noche del domingo 5 de Febrero de 1882, dejando dos hijos: Consuelo, de diez y siete años de edad, y Carlos, de catorce.

El padre de Selgas, pobre empleado de Correos, no pudo costear carrera literaria al que, guiado solamente por el propio numen, había de llegar a la jerarquía de maestro y dechado de literatos. Comenzó, pues, el futuro académico su áspera y laboriosa jornada desempeñando a los diez y siete años una plaza de escribiente en el Gobierno civil de Murcia: en 1844 asistió al sitio de Cartagena, y ganó la cruz de San Fernando, como oficial de milicianos movilizados y ayudante del general D. José de la Concha, y en 1845 administraba en la provincia de Almería una fábrica de fundición de plata... -Aquí aparece de pronto el sol de la fortuna, según explicaremos más adelante, en el horizonte de Selgas. En 1850 obtiene del señor Conde de San Luis el nombramiento de Auxiliar del Ministerio de la Gobernación: en 1856 lo asciende el Sr. Nocedal a Oficial de secretaría del propio Ministerio; y en 1879 el general Martínez Campos le hace venir de Lorca, donde el antiguo cantor de La Primavera y de El Estío vivía dedicado juntamente a la agricultura y a escribir novelas, y le confiere el alto cargo de Secretario general, o Subsecretario, de la Presidencia del Consejo de Ministros. -Tal es, en compendio, la varia y peregrina hoja de servicios del Ilmo. Sr. don José Selgas y Carrasco, de quien resta añadir que también fue una vez Diputado a Cortes (1867 a 1868).

Como hombre político, militó siempre en partidos retrógrados o reaccionarios con relación a las circunstancias en que dedicó a las cuestiones del Estado su actividad y su inteligencia. Desde 1850 hasta el destronamiento de Dª. Isabel II figuró en el partido moderado, y así lo comprueban su célebre campaña periodística en El Padre Cobos, de que hablaremos luego, y la no menos valiente y notable, aunque no tan notoria, que hizo en la ultramoderada España, por cuyas resultas se batió en duelo con el Sr. D. Carlos Navarro y Rodrigo, quien tuvo la que consideró desgracia (lo atestigua uno de sus padrinos, autor de estas líneas) de herir, en justa y forzosa defensa, al noble escritor cuyo ingenio tanto admiraba. Durante el interregno de la dinastía de Borbón, o sea de 1868 a 1875, la calamidad revolucionaria le llevó poco a poco, como a otros varios desesperanzados conservadores, hasta las fronteras del partido carlista... Y lograda la Restauración en la persona de D. Alfonso XII, simpatizó vivamente con el nuevo estado de cosas, según lo demuestra el haber admitido del general Martínez Campos la mencionada Subsecretaría, y de su constante amigo particular D. Antonio Cánovas del Castillo una importante Comisión del ramo de Beneficencia.

Pero entremos en su verdadera historia: entremos en su vida literaria.

Diole a conocer en Madrid su paisano el distinguido poeta D. Antonio Arnao, leyendo en la tertulia del sabio literato D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe algunos de aquellos delicadísimos cantos a las flores que Selgas escribía en Murcia, obscurecido y desalentado, y que pronto habían de abrirle de par en par las puertas del templo de la fama. Prendado el ya entonces renombrado crítico Sr. Cañete de tales maravillas poéticas, las hizo admirar al público en las columnas de El Heraldo, y directa y personalmente al Conde de San Luis, Ministro de la Gobernación en aquel tiempo y Mecenas de nuestro Parnaso; y el Conde de San Luis (dicho sea en su alabanza) llamó inmediatamente a Selgas a la villa y corte, y le otorgó el destino oficial ya indicado, amén de otras señaladas muestras de estimación y aprecio.

No tardó, pues, en publicarse, con muy bien pensado y donosamente parlado prólogo del Sr. Cañete, la colección de poesías del vate del Segura, titulada La Primavera... siendo de notar que aquella primera edición de obras de Selgas fue también impresa por suscripción o aclamación pública, lo mismo que esta que hoy damos a luz sus albaceas. Muy mozos, casi niños todavía, éramos nosotros entonces, y aún recordamos la explosión general de entusiasmo que produjo aquel ramillete de flores, en que a la frescura y lozanía de la verdadera naturaleza se juntaban todos los primores del ingenio y la más saludable filosofía. Puede asegurarse que la nación entera se aprendió de memoria las composiciones denominadas El Laurel, La Modestia, La Dalia, La Alondra, La Caridad y la gratitud, Lo que son las mariposas, El sauce y el ciprés, y otras varias, cuya boga no ha pasado en modo alguno, sino que se perpetúa en la generación que hoy nos llama viejos.

Digna continuación de La Primavera fue otra colección de poesías titulada EL Estío, en que también cantaba Selgas la hermosura de tierra y cielo y los más puros sentimientos del alma humana, con tierno y sencillo y natural lenguaje, muy superior en gracia a los artificios de aquellos clásicos trasnochados que sólo velan en la Naturaleza un reflejo de la antigua mitología pagana, y muy más expresivo que la vaga y difusa palabrería de aquellos románticos de segunda o tercera extracción que, en fuerza de querer decir mucho, no decían nada cierto y perceptible, y que también cantaban y gemían por cuenta de sentimientos ajenos; Virgilios orechianti los unos, que no creían en Júpiter ni en Ceres, y Byron de reata los otros, que maldito si tenían razón alguna personal o doméstica para mostrarse tan furiosos y tristes como el emigrado bardo inglés. -Propia, legítima, ingenua, sentida por Selgas mismo, y no calcada sobre juicios o penas del prójimo, era la poesía de La Primavera y de El Estío, y de aquí la honda impresión que estas lindas y poco aliñadas obras causaron en académicos y en principiantes, en los literatos y en el público lego, en los fuertes varones como en las sensibles mujeres.

Pero nos apartamos de nuestro propósito de no juzgar las composiciones de Selgas: olvidamos que a las flores se las ve y se las huele, pero no se las analiza, para formar idea de sus encantos. Continuaremos, pues, estos apuntes biográficos diciendo que, algunos años después, publicó nuestro autor una tercera serie de versos, denominada Flores y Espinas, la cual, aumentada con sus poesías póstumas, ora inéditas, ora no coleccionadas, figurará en el segundo volumen de la presente edición de sus obras.

No menos admirable y mucho más fecundo que como poeta lírico, fue Selgas como autor de artículos satírico-morales, de novelas y de otros escritos en prosa, y también alcanzó en el Teatro algunos triunfos, tal vez poco ruidosos en comparación de los que ya le habían colmado de laureles, pero igualmente justificados y merecidos. De todos estos trabajos, sólo mencionaremos los que más le han caracterizado en la literatura contemporánea y mayor cosecha de aplausos le rindieron.

Todo el mundo recuerda o habrá oído citar con grandes celebraciones un periódico satírico político, titulado El Padre Cobos, que vio la luz pública de 1854 a 1856, o sea durante aquel por antonomasia llamado bienio, en que, digámoslo así, volvió a regir los destinos de España el famoso general Espartero. ¡Jamás se ha combatido a Gobierno alguno con tanta gracia, tanto valor, tanta crueldad y tanto talento como lo fueron los progresistas por aquella hoja que dos o tres veces a la semana hacía desternillarse de risa a toda la Nación, mientras que algunos de los atacados apelaban a ridículas persecuciones y bárbaras violencias, para ver de librarse de aquel implacable azote! -Pues bien: aunque en El Padre Cobos escribían, a lo que luego se supo, cinco o seis de los más ilustres literatos españoles, todos hubieron de declarar que Selgas fue quien le dio tono, vida y alma; que de él procedían aquel gracejo irresistible y aquella originalidad inagotable; y que de la misma pluma que antes había libado mieles en el cáliz de las flores eran aquellas zumbonas y regocijadas letrillas, aquellos punzantes y emponzoñados sueltos, aquellos sutiles o ingeniosos artículos, que indudablemente anticiparon en uno o dos años el total descrédito político y postrera caída del bondadoso vencedor de Luchana. -No pocos chistes, locuciones equívocas y calificativos burlescos estampados allí por Selgas, han pasado a ser proverbiales en nuestra Lengua y úsanse hoy generalmente en toda suerte de conversaciones, como los donaires de Cervantes o de Quevedo.

Bajo los títulos de Hojas sueltas, de Más hojas sueltas, de Nuevas páginas, de Cosas del día, etc., etc., coleccionó más adelante nuestro amigo gran número de artículos humorístico-morales que, por espacio de algunos años, había ido publicando en diversos periódicos, y que presentan su genio de escritor por otro brillantísimo aspecto. Refiriéndose especialmente a tales artículos, ha dicho hace poco el esclarecido literato Tamayo y Baus:

¡Debajo de sazonadísimos chistes y de peregrinas galas de ingenio, escóndense en estos singulares escritos tesoros de profunda observación, de recta filosofía y de sana moral. De cuantas ideas y manías caracterizan y conturban a nuestra época, no hay tal vez una sola que Selgas no haya observado con perspicacia, analizado escrupulosamente y apreciado según su conciencia, y siempre con sujeción a un mismo criterio. Nunca varió, nunca se desmintió; todas sus palabras, desde la primera hasta la última, se encaminaron a un solo fin. Pasma en estos tiempos de confusión, incertidumbre y duda, la unidad moral de todas sus obras. Niéganle muchos, sin embargo, el título de autor grave y moralista, ya tildándole de paradójico, ya considerándole como escritor meramente agudo y festivo. Suele el vulgo no ver más que la corteza de las cosas, y hay personas ilustradas que, cuando el fondo de las cosas no es de su gusto, hacen como que no lo ven. Ciertamente que Selgas se distingue por su agudeza; nadie en el Parnaso español puede ponerse con justicia entre Quevedo y él. Ciertamente que habla con agudeza de la sociedad en que vive; pero esta cualidad, lejos de estorbarle en su empeño, le sirve a maravilla para penetrar en lo más recóndito e íntimo del original, y patentizarlo en la copia. Cabe decir: 'Eso que a Selgas le parece feo, es hermoso.' No cabe decir: 'Eso es mentira.'»

Las más celebradas novelas que ha dejado se titulan La Manzana de Oro, Un rostro y un alma, Un retrato de mujer, La Deuda del corazón y Nona, esta última inédita, pues todavía trabajaba en corregirla cuando le sorprendió la muerte. No sabemos por qué motivo, Selgas, como novelista, era más estimado o más popular en la América española que en la madre España, aunque también aquí las gentes literarias y de buen gusto admiran grandemente estas otras producciones de tan vario y peregrino ingenio, y a semejante fenómeno aludirá tal vez el concienzudo señor Tamayo cuando sigue diciendo con melancólica serenidad:

«Tiene gran fama, y la tendrá mayor cada día. Hoy no se le da acaso todo lo que se merece, porque el espíritu de sus obras es, si el que esto escribe no se equivoca de medio a medio, antipático a la mayoría: de los críticos que rigen la opinión.»

Nos inclinamos a creer lo mismo que el eminente dramático, partiendo del principio de que la América latina, bien que republicana, no está, ni con mucho, tan imbuida como la España peninsular de ciertas asoladoras ideas modernas.

Por lo demás, aquí viene muy a cuento decir que en 14 de Diciembre de 1865 fue elegido Selgas individuo de número de la Real Academia Española; pero que, habiendo juzgado la mayoría de aquel Cuerpo que el discurso del recipiendario, presentado en 1869 suscitaría graves contradicciones y conflictos, no se verificó la toma de posesión hasta el año de 1874, en que un memorable acto de fuerza había hecho enmudecer a la imprenta y a la tribuna.

Conque terminemos ya, retratando, por vía de despedida y con amistosa delectación, al ilustre poeta cuya amada imagen no se borra ni se borrará nunca de nuestra alma.

Era Selgas de más que mediana estatura; delgado, aunque no endeble; de poco garbosa configuración; limpio de su persona, pero desacertado en el vestir y graciosísimo de gesto al hablar, no obstante la grave seriedad de su rostro, noble y feo. -Tenía gran nariz borbónica, no menor que la de Carlos IV; ojos negros y penetrantes, un poco oblicuos y coincidentes como los de los chinos; labios avanzados y siempre juntos, propios de los que piensan más que hablan; baja y estrecha la frente, coronada de indóciles cabellos, que servían como de nimbo a aquel severo y reflexivo rostro; pálida y curtida la tez, profunda la voz, tarda la palabra, pronta la ocurrencia, deliciosa la risa, igual el humor, cortés y afectuoso el trato. Gruñía a veces, sin perder la dulzura de su carácter; censuraba con mansedumbre; elogiaba con sobriedad; no adulaba, ni pedía; se contentaba con muy poco para sí, y trabajaba sin descanso para los demás. Su compañía era solicitada de todo el mundo; frecuentaba los más aristocráticos salones, donde sus agudezas o sus paradójicas máximas le valían continuos aplausos: amaba a su familia y era amado de ella con verdadera adoración: fue siempre hombre de bien hasta la austeridad y el ascetismo: vivió en perpetua estrechez de recursos: nunca dejó de considerarse feliz, y murió, como había vivido, pobre y contento, descuidando en sus amigos, y sobre todo en Dios, al comprender que la muerte le iba a impedir continuar trabajando para su familia.

Cerrole los ojos su camarada del alma, inseparable amigo y compañero de lides políticas, literarias y de todo género, D. Esteban Garrido. Allí estaban también el mencionado Secretario perpetuo de la Academia Española, Sr. Tamayo y Baus y el Marqués de San Gregorio, asimismo Individuo de ella y Presidente de la de Medicina. -El entierro fue como una salida triunfal de esta vida, pues acompañaban al poeta innumerables y distinguidísimos representantes de todas las aristocracias, inclusa la de la pobreza y la virtud. -Duerme el sueño eterno en el cementerio de San José y San Lorenzo, núm. 307 del patio de las Ánimas. -Descanse en paz.




- IV -

Una palabra tenemos que añadir todavía, y oblíganos a ello nuestra calidad de encargados, con otras personas, de ordenar la publicación de las Obras de Selgas, en nombre de todos los firmantes de la carta invitatoria que más atrás hemos insertado.

Nos dirigimos juntamente a aquellos de nuestros compatriotas que se han suscrito para costear esta publicación y a los que todavía no han contribuido a ella; es decir: nos dirigimos al público en general, y le invitamos a coronar la hidalga empresa común de que nosotros no somos más que humildes agentes, adquiriendo y recomendando los valiosos libros cuya serie principia en el presente volumen. Piensen unos y otros que, si se han de cumplir los dos fines que nos hemos propuesto -perpetuar la gloria de Selgas y auxiliar a su desgraciada familia-, es necesario que estas Obras se vendan copiosamente. Al imprimirlas amortizaremos la mayor parte del capital recaudado, y ellas tienen que producir el rédito o renta de este capital... ¡No se diga nunca que hemos hecho una suscrición para costear libros muertos y estériles, que se pudran en los sótanos de las librerías, sino para poner en circulación y hacer fecundo en beneficios materiales y morales el caudal de ideas vivas, graciosas, bellas, consoladoras, edificantes, que Selgas legó a su familia y a su Patria! -Afanémonos, pues, hoy sus amigos y admiradores en la difusión y venta de estos prodigios literarios, tanto como nos hemos afanado en allegar medios para reimprimirlos.

1882.






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Historia de un almanaque


- I -

La ingratitud es ley general de las almas. -Adán fue ingrato con Dios; Eva con Adán, Caín con Eva, y así sucesivamente, hasta llegar a nosotros, que lo hemos sido con nuestros abuelos, como nuestros nietos lo serán con nosotros... -¡No parece sino que el hombre necesita desentenderse de los beneficios y atenciones que debe a sus antepasados para considerarse más libre, más suelto, más dueño de sí, o como si dijéramos, más autónomo!... -Pero ¿qué digo el hombre? ¡Hasta los ángeles son desagradecidos! Y si no, recuérdese la famosa insurrección de Luzbel y de las numerosísimas falanges de rebeldes que lo siguieron, con artillería y todo, según que asegura Milton en su inmortal poema...

Mas no se trata aquí de sublevaciones, ni de ninguna otra especie de ingratitudes activas. Trátase de una feroz ingratitud pasiva, tan irritante como todos los olvidos y descastamientos: trátase de la cruel indiferencia y pasmosa frescura con que los individuos de cada generación, no bien aparecen en este mundo, se ponen a disfrutar de cuanto encuentran inventado y establecido en él, sin detenerse a pedir licencia ni a dar las gracias a persona alguna, como si nada se debiera a los trabajos de nadie, como si todo hubiera existido siempre sobre la tierra, como sí, v. gr., los barcos de vapor, los fósforos, los ferrocarriles, los telégrafos eléctricos, el gas, la fotografía, el Canal de Lozoya y el restaurant de Fornos fuesen cosas tan antiguas y naturales como el sol, como la lluvia, como la hierba o como las perdices crudas... ¡No saben esos señoritos recién nacidos, o recién puestos de pantalones, o recién afeitados (y si lo saben, no lo recuerdan; y si lo recuerdan, proceden como si no lo recordaran), que ayer mismo, hace poquísimos lustros, cuando ya vivíamos nosotros (que somos tan hijos de Dios como ellos), no había sobre la tierra, o por lo menos en España, ninguna de esas maravillas! ¡No saben, o aparentan ignorar, que en aquellos tiempos, los que hoy peinamos canas, o no tenemos ya necesidad de peine, sólo podíamos ir a Filipinas en barco de vela y por el cabo de Buena Esperanza, ¡lo cual era una desesperación!; nos veíamos obligados a echar yescas cada vez que encendíamos un cigarro, y hubimos de recorrer la Península, desde Cádiz hasta el Bidasoa y desde Valencia hasta Santander, no en coche-salón y en un verbo, como ellos hacen ahora, sino prensados días y días en apestosa diligencia y sujetos al capricho y la ordinariez de aquellos autócratas que se llamaban mayorales! ¡No tienen en cuenta que nosotros hemos vivido largo tiempo sin telégrafo alguno, y luchado luego con las nieblas, cuando se construyeron las torres ópticas, y pagado, en fin, doce reales por cinco palabrillas, al establecerse los alambres eléctricos: que en la niñez pasamos años y años sin ningún alumbrado público, o con alumbrado de aceite de olivas, gracias esto último a ciertos farolillos llamados prisioneros, cuya periódica aparición y desaparicion marcaba la paz o la guerra entre negros y serviles: que, después de habernos gastado un dineral en retratos al óleo y miniaturas sin ningún parecido ni aire de familia, nos creímos transportados al séptimo cielo el día que, a fuerza de desojarnos, logramos percibir algo semejante a la fotografía en los vislumbres y tornasoles del daguerrotipo; y que hasta 1858, en que presenciamos la entrada triunfal del Lozoya por la calle Ancha de San Bernardo, estuvimos muchas canículas puestos a ración de agua, teniendo que contar con la protección del aguador y con la indulgencia del ama de huéspedes para lavarnos algo más que la punta de los dedos y de las narices... En fin, no tienen presente esos ingratos que nosotros, sus padres, sus maestros, sus bienhechores, hemos conocido unos tiempos en que los grandes banquetes políticos, militares o literarios, presididos por un divino Argüelles, por un invicto Espartero o por un laureado Quintana, se celebraban en el non plus ultra de las fondas matritenses de entonces, en la fonda de Perona, donde cada cubierto, con pepinillos, rábanos, y todo, valía dos pesetas, y donde, por una peseteja de plus, daban hasta ponche a la romana y pavo en galantina, y (lo que era más elegante que todo) ¡enjuague!..., cuya perfumada agua tibia solían beberse algunos consecuentes bienaventurados!...




- II -

Pues esto mismo ocurre en materia de almanaques. No bien comienza a barruntarse la llegada de un año nuevo, todos los jóvenes de ambos sexos piden a sus padres que les compren, o compran por sí y ante sí, el almanaque ilustrado que mejor se acomoda a sus gustos y aficiones, pareciéndoles lo más natural del mundo el que en España se publiquen anualmente doscientos o trescientos calendarios distintos, con sus grabados, sus versos, sus novelillas y sus noticias de todo orden, y el que lleven títulos tan variados y apetitosos como Almanaque de las flores, Almanaque del elector, Almanaque del gastrónomo, Almanaque del empleado, Almanaque del albéitar, Almanaque de las señoritas, Almanaque de Venus, Almanaque de los niños, Almanaque democrático, Almanaque religioso, Almanaque del toreo, Almanaque de las musas, Almanaque de las madres, Almanaque de los bufos, etcétera, etc. Llévase, pues, cada uno a su casa el calendario que prefiere, y al hallar en él, por tan poco precio, tantas cosas buenas o malas (pero todas agradables) que repasar durante un año entero, maldito si se les ocurre considerar que no siempre habrá habido almanaques ilustrados; que alguno sería el primero que se publicó en España; que alguien lo discurriría y escribiría, y que a este alguien, más que a los maravedises dados al librero, deben aquel placer que experimentan y de que no disfrutó Adán en el Paraíso...

Sobre todo si el almanaque tan fácilmente logrado es el que dedica el Excmo. Sr. D. Abelardo de Carlos a los habituales lectores de La Ilustración; si este calendario-rey, acerca del cual ha dicho un autorizadísimo periódico de Berlín (el Magazin, fuer die Literatur des Auslandes): «Entre todos los almanaques que han sido remitidos a esta Redacción en el presente año, no hay ninguno que aventaje al publicado por La Ilustración Española y Americana, de Madrid, no sólo por su elegante forma, sino por lo selecto de su contenido...»; si es, en suma, el mismo, mismísimo almanaque en que tengo la inmerecida honra de escribir estos mal pergeñados renglones, entonces... ¡oh! entonces raya en sacrílega y escandalosa la ingratitud de la generación actual, al no rendir un homenaje de veneración y reconocimiento a los varones ilustres (¡yo soy uno!) que publicaron en España el primer almanaque ilustrado.

Reivindicar tan pura gloria; distribuirla equitativamente entre los dignos patricios a quienes corresponda; referir cómo y cuándo y por qué se llevó a término aquella alta empresa, es la tarea que me propongo desempeñar en el día de hoy, contando para ello con la indulgente y fina atención de mis antiguos amigos los lectores. -Entro, pues, en materia sin más requilorios.




- III -

Antiguamente (quiero decir, hace veinticinco años), no había, ni podía haber en España, más que un almanaque; como no había, ni hoy sigue habiendo, más que una Gaceta Oficial. Redactábalo el Observatorio Astronómico de San Fernando; publicábalo el Gobierno, mediante subasta en forma; producía al Estado, por término medio, 180.000 reales, y había obligación de venderlo a dos cuartos (entonces no se contaba por perros) en toda la Península e Islas adyacentes. -Las posesiones de Ultramar no sé cómo se regían en este punto. Supongo que por leyes especiales.

Constaba el almanaque de 16 páginas en octavo, impresas a dos columnas sobre un papel moreno y estoposo, que bien podía confundirse con el papel de estraza. No tenía cubierta. La primera hoja contenía: por un lado la portada, y por el otro todo lo referente al cómputo, a las témporas, a las fiestas movibles, a los días en que se saca ánima, etc. La segunda hoja ostentaba en su primera página el infalible Juicio del año, que era chistosa lección de Mitología y Astrología, en romance octosílabo, terminada con el indispensable, y aun hoy usual, Dios sobre todo, y en la página posterior leíanse curiosas noticias sobre los signos del Zodíaco, la creación del mundo, el diluvio universal, la venida de los moros, la promulgación de la Constitución y demás cosas de importancia. Las seis hojas restantes estaban destinadas al santoral, a las ferias, a las galas con uniforme y a las fases de la luna; estas últimas, con su pronóstico meteorológico oficial. Finalmente, los días de Misa (que entonces eran muchos más que ahora) traían mano:

He aquí todo lo que encerraba el único almanaque existente y posible al lado acá de los Pirineos, aun en aquellos días (diebus illis) en que, terminada la ominosa endécada y triunfante la Revolución de 1854, deslizábanse alegremente por la montaña rusa del tiempo los dos divertidísimos años que, por antonomasia, se llaman todavía el bienio.

Otros se quejen de él... Pero los que entonces penetrábamos por las puertas de la juventud cantando el himno de Riego y hasta la Marsellesa, sin perjuicio de frecuentar de noche tertulias muy polacas; los que entonces «no temíamos ni debíamos», como suele decirse, y sólo buscábamos en las cosas el lado artístico o poético, ya fuese trágico, ya cómico, muy más ganosos de llorar o de reír todos los días que de la paz y la prosperidad pública; nosotros recordaremos siempre con amor aquellas circunstancias, aunque no sea más que por la sencilla razón de que no se vive dos veces...

Llegó, pues, muy en buen hora (tornando a nuestro asunto) el memorable 2 de Julio de 1855, y las Cortes Constituyentes oyeron leer con gran complacencia (entonces se complacía la gente con facilidad) una proposición de ley, suscrita por dos celosos diputados, que hubo al cabo de convertirse, no sin dar antes ocasión a prolijos debates, en la siguiente Ley del reino, promulgada el 28 de Noviembre del mismo año:

«Artículo 1º. La confección e impresión de los Calendarios serán libres en toda España desde el año inmediato de 1856, con sujeción a las leyes de Imprenta.

»Art. 2º. Sin embargo de lo dispuesto en el artículo anterior, todos los editores de Calendarios están obligados a consignar en ellos las observaciones astronómicas del Observatorio Nacional, el cual las publicará al efecto en el mes de Septiembre del año anterior al que aquéllas correspondan.»

¡Qué estilo! ¡Qué corrección! ¡Y qué corrección de estilo!

Empeñada y solemne por todo extremo fue la discusión de tan grave asunto, que ocupó varios días a aquella Asamblea soberana; pero mucho más interesante que los discursos allí pronunciados resultó la lectura dada, a petición de la izquierda, de una exposición dirigida a las Cortes por algunos buenos liberales, en la cual (¡aún me parece estarlo oyendo!) se decían cosas tan patéticas y conmovedoras como las siguientes..., que copio, al pie de la letra, del Diario de las Sesiones de aquel inolvidable día:

«Los infrascritos han visto con el más profundo dolor que se anuncia nuevamente en España el privilegio exclusivo para la publicación del Calendario.

»Este corto libro es el más terrible elemento con que ha contado siempre el genio del mal para mantener sumidos los pueblos en la ignorancia. Se imprimen anualmente y se venden en toda España más de dos millones de ejemplares. Es el único libro que todo el mundo compra. Y ¿para qué sirve? ¿Qué nociones difunde? ¿Qué descubrimientos, qué inventos son los que populariza? ¿Cuál es la instrucción que le debemos y los consejos que da a las familias?...

»Principia el calendario mofándose de todas las obras de Dios. Los astros, en boca del poeta, no son más que un objeto de risa: la creación no despierta en su pecho ningún sentimiento generoso. ¿Qué enseñamiento nos da para cada día del año? Una árida nomenclatura, incompleta e inexacta, y una serie de extrañas y soñadas profecías sobre el buen o mal tiempo. ¿Faltan acaso recuerdos históricos en nuestra patria para cada día del año? ¿No tenemos glorias para llenar las páginas de un calendario?

[...]

»¡Cese ese exclusivismo injusto, opresor e innoble! ¡Pues qué! ¿Es acaso un secreto la confección de un calendario, y es justo dar privilegio exclusivo para decirnos que en el verano hace calor y en el invierno frío? ¿Hasta cuándo durará entre nosotros semejante contrasentido? ¿Hasta cuándo (¡Cicerón puro!) una nación que proclama por principio la emisión libre del pensamiento monopolizará y estancará en la práctica las únicas publicaciones verdaderamente populares?

»Los infrascritos, pues, piden encarecidamente a las Cortes un remedio para este grave mal, que paraliza el desarrollo de la instrucción en España, que se opone al principio proclamado de libertad de imprenta, y que es una rémora para la civilización...» (Siguen las firmas.)

Tan sentidos acentos, que causarían risa a los escépticos políticos de ahora, no pudieron menos de conmover a aquellos insignes legisladores, y atrévome a asegurar que semejante emoción entró por mucho para que fuese tomado en consideración el proyecto de ley, en apoyo del cual uno de sus autores proclamó, lleno de noble ira, que el odioso privilegio databa de tiempo de Godoy; que el Gobierno vendía tres millones de ejemplares de su Almanaque, y que éste «no contenía más que unas ridículas profecías y un juicio mucho más ridículo todavía del año, sin que luego aparezca en él otra cosa más que si es tal día San Crispín, el otro San Pedro o San Pascasio...»

Tomado en consideración el asunto, diose cuenta de la muerte, por enfermedad, de lord Raglan, delante de los muros de Sebastopol, y las Cortes acordaron declarar «que lo habían oído con el más profundo sentimiento...» Pero este otro acuerdo no tiene nada que ver con el presente artículo, bien que sirva como nuevo testimonio de la exquisita y oportuna sensibilidad de aquellos eruditísimos Padres de la Patria, dado que lord Raglan habla sido en su juventud nada menos que secretario de lord Wellington durante aquella denominada guerra de la Independencia española, en que los ingleses no nos devolvieron a Gibraltar... Tornemos, pues, a nuestros calendarios, dejando para otro día el hablar seriamente de este maldito Peñón, que debiera quitar o disminuir el sueño a todos los partidos políticos españoles, si hubiera verdadero orgullo en esta tierra, o cementerio, de los Bazanes y Gravinas!...




- IV -

Desamortizado, desvinculado, manumitido el almanaque, no era cosa de que nosotros, los escritores y artistas que, a fuer de mozos, nos fogueábamos entonces en la vanguardia de la cultura y de la moda, dejásemos de publicar un Almanaque ilustrado para el año de 1856, por el estilo de aquellos que solían llegarnos de París y de otros pueblos finos. ¡Había, sí, que ejecutar prácticamente la civilizadora ley recién decretada por nuestras Cortes, a fin de que la Nación entrase desde luego en el disfrute de los grandes adelantamientos morales e intelectuales que se habían anunciado desde la tribuna política como consecuencia forzosa de la libertad del Almanaque!...

Pero ¿de qué manera llenar nuestra sagrada misión? ¡Faltaba sólo un mes para el comienzo del año nuevo! ¡No teníamos nada pensado, escrito ni dibujado; ni editor que cargase con el negocio; ni dinero para realizarlo por nosotros mismos!

Doce éramos los escritores, y tres los dibujantes decididos a la empresa. De los doce escritores han muerto ya seis, a saber: Agustín Bonnat, Antonio Flores, Luis Eguílaz, Narciso Serra, José Joaquín Villanueva y Javier Ramírez. Los que aún vivimos (si puede llamarse vida la vejez, con sus canas, sus calvas, sus desengaños, sus hinchazones o gorduras, y otros achaques y cuidados que no hay para qué enumerar) somos Vicente Barrantes, Enrique Cisneros, Manuel del Palacio, Ivon (José Fernández Jiménez), Rafael García Santisteban y mi humilde persona. Los artistas se llamaban Bande (cuya muerte, ocurrida muy luego, fue irreparable desgracia para la pintura), Cecilio Pizarro, digno también de mejores destinos, y Ricardo Ribera, a quien he podido citar a la vez entre los escritores, supuesto que entonces hacía a pluma y a pelo, como solíamos decirle, llenos de admiración por sus dibujos y por sus epigramas... y que también ha muerto, según acaban de decirme.

Continuemos. Estábamos ya a 12 de Diciembre, y aún no habíamos arbitrado medio alguno de ejecutar nuestro designio... ¡La desesperación nos roía el alma, como debió de roérsela al ilustre genovés cuando no encontraba quien le proporcionase cuatro tablas y unas varas de lona con que descubrir un nuevo mundo!...

En tal situación, presentósenos aquella mañana, como llovido del cielo, en el café Suizo, que era nuestro Parnaso, un queridísimo camarada de letras, a quien solíamos ver de tarde en tarde, por estar ya casado, aunque tenía nuestra misma edad (y que hoy es más viejo que todos nosotros, pues que llora la muerte de la dulce compañera de su vida...); presentósenos, digo, Eduardo Gasset y Artime, que no era todavía millonario, ni mucho menos, y nos dirigió la siguiente interpelación, arenga o como quiera llamarse: -Muchachos: estamos a 12... ¿Os atrevéis a que hagamos, para el 20, un Calendario de doscientas páginas, en prosa y verso, con sus correspondientes caricaturas? -¡Tengo editor! ¡Suya será la responsabilidad! ¡Nuestra la gloria! -En cuanto a ganancias materiales, estoy autorizado para ofreceros, y ofrecerme, un gran festín con champagne y todo.....

-¡Viva Gasset! -fue nuestra contestación.

E inmediatamente buscamos a los compañeros que no estaban allí en aquel instante, y pusimos manos a la obra.

Diez días después la obra estaba escrita, impresa y encuadernada.

El editor perdió en el negocio, pues su objeto era regalar, como regaló, el Almanaque a los suscritores de no sé qué Semanario, y el Semanario murió al poco tiempo, no obstante tan espléndido regalo... Pero nosotros habíamos hecho un libro delicioso (menos mi parte), lleno de gracia, originalidad y humorismo, en que se iniciaron muchas travesuras literarias desconocidas hasta entonces en nuestro país, y que, si no correspondió a las esperanzas y pronósticos de las Cortes Constituyentes, nos divirtió muchísimo a los mismos que lo redactamos y a todas las personas de buen gusto.

Pusímosle por nombre Almanaque-ómnibus, y sus fábulas, sus recetas, sus novelillas, sus máximas supra-morales, sus bufonadas de todo género, fueron copiadas por la imprenta periódica, pasaron al caudal de los chascarrillos populares, grabáronse indeleblemente en la memoria del público, y aun hoy, después de tanto como ha progresado la almanaquería, son imitadas en cuantos calendarios y periódicos festivos se imprimen en lengua española...

¡Loor eterno, pues, a los autores de aquella obra inmortal! ¡Inmortal, sí, por sus resultados y derivaciones, aunque haya sido olvidada en sí misma! ¡Loor eterno a los fundadores de los Almanaques ilustrados de la antigua Hesperia!... Y cuando hojeéis este que anualmente publica La ilustración española y americana; cuando hayáis admirado todos los prodigios literarios y artísticos, pagados a peso de oro, que sus páginas contienen y que le dan universal renombre; cuando os solacéis con tantos otros amenísimos calendarios científicos o jocosos, estadísticos o poéticos, administrativos o morales, políticos o amatorios, como aparecen cada año en Madrid y en provincias, tributad un sufragio de amor y de respeto a la memoria del Almanaque-ómnibus!






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Revista de Madrid

En Dios y mi ánima (suple te juro), lector amigo, que menos mal me estuviera hacer rostro a luteranos de Flandes o rebeldes de Cataluña, tal y como, dando celos a Minerva con Palas, bien que ambas deidades sean una en esencia y ninguna en persona, acostumbra y suele nuestro insigne D. Pedro Calderón, que verme a mis años (treinta y ocho) en el duro aprieto de tener que cambiar de retórica y lenguaje para escribir en el tono ramplón y callejero estilo propios del caso, esto que malas lenguas dicen llamarse Folletín o Revista, y que ha de ser, a lo que entiendo, parte baja de otro papel mucho mayor, denominado Periódico. Stella cadent de coelo, deberían exclamar los españoles al ver la legión de cometas que les amenaza, y pronosticar por ende el fin del mundo, si lo de cometa no hubiere de tomarse aquí en femenino, como figura, tropo y representación de las que pilluelos y ociosos remontan por las tardes en los arrabales y cerretes de Santa Cruz y Atocha.

Todo esto quiere decir, hablando en plata, que yo, el Joseph Camerino que, por arte de encantamiento y contra su gusto, firmará más abajo, como autor de la crónica de lo acaecido y por acaecer en Madrid durante el actual mes de Mayo de 1641, maldito si he trabajado nunca en periódicos ni folletines, cosa no vista en España hasta de presente, bien que los haya en Flandes desde 1605, en Alemania desde 1616, en Inglaterra desde 1619, en Italia desde 1622 y hasta en la atrasadísima Francia desde 1631. Boletines sueltos, o sea hojas impresas en que se refería alguna que otra novedad extraordinaria, sí han corrido de vez en cuando por España y aun por sus Indias, y entre ellos puede citarse aquel que, en 1599, describió la «Entrada que los Reyes hicieron en Madrid, de vuelta de su casamiento»; pero tales papeles, inocentísimos de suyo, no deben confundirse con las verdaderas, aunque muy mendaces, gacetas periódicas que ven la luz en los mencionados pueblos extranjeros, ni tan siquiera con aquellos Hechos del día (Acta Diurna) del Senado y Pueblo romano, que Julio César divulgaba, a falta de letras de molde, haciéndolos copiar por miles de escribientes... Mas, como quiera que sea, y volviendo a mi asunto, repito que yo no he sido jamás periodista (supongo que se dirá así), ni me he propasado nunca a relatar hechos ciertos y positivos, achaque propio de husmeadores como Cabrera y mi amigo Pellicer, a quienes mucho siento tener que imitar hoy. Yo he sido siempre novelador, o novelista, que dirán otros: yo soy aquel mismo Joseph Camerino, de nación italiano, pero español por el habla y por la musa y madrileño de vida y costumbres, que, cuando apenas le apuntaba el bozo, en 1624, escribió las doce Novelas amorosas que tanto celebraron el gran Lope de Vega, Espinel y Guillén de Castro (hoy ya difuntos), y acerca de las cuales dijo el pobre Alarcón, a quien también enterramos hace veinte y dos meses:


    Fuera mi musa dichosa
si igualara a vuestra prosa
con su verso castellano.



Esclarecidos estos puntos, para que se me perdonen las muchas faltas que cometeré al escribir en materia y lenguaje periodísticos, tan poco adecuados a las de concepto, lógica y dicción laberínticas travesuras que, Dédalo en el construir y Minotauro en el dificultar, venturosamente aprendí luego (Antecristo en suma de sandeces de Mecenas y de prontitudes de facilísimos vates) del cordobés Teseo don Luis de Góngora, por quien Ariadna comparte hoy con Apolo múrices del Pindo y cetros del Parnaso, entro a desempeñar mi nuevo oficio de folletinista en el ruin estilo que dentro de casa todos hablamos y cualquiera entiende, pero en que nunca deben escribir los doctores, si no quieren que de puro claros e inteligibles se les confunda con los ignorantes.

Comenzaré mi tarea saludando al Sol (entiéndase que hablo del rubicundo Febo), quien, al cabo de muchos meses de pertinaces lluvias, campa ya por un cielo limpio de nubes, derramando sobre nuestra zona todas las bendiciones de la primavera.

Los que, como yo, tienen entrada franca en el Buen Retiro, sabrán que este año, 1641 de la era cristiana, hay también en el mundo flores, y verde follaje, y embriones de frutas, al modo y manera que en muchas casas de la villa no faltarán nuevas mozas de quince abriles que reemplacen a las bellas de cierta edad que se hayan secado el último Diciembre. -Menos fácil será remediar los estragos que en el Palacio de aquel Real Sitio causó el incendio de hace tres meses; bien que todo quepa en lo posible, si el Cuarto Filipo, o Cuarto Planeta, pone empeño en ello y vienen pronto los galeones que se aguardan de Indias; que nada importarán algunos millones de ducados más o menos cuando tantos se tiran en guerras tan inútiles como la de Flandes.

La gente llana ha comenzado también a disfrutar de la primavera en el Prado de San Jerónimo, hoy cubierto de alfalfa y otras hierbecillas, entre las que no es raro ver alguna flor silvestre, como señal de que nos hallamos en la estación del amor. -Adonde no se puede ir todavía es a las Alamedas del Río, llenas de humedad; pero a bien que faltan aún dos semanas para la verbena de San Antonio. Dícese que este año la Real Familia y toda la Nobleza pasarán la velada del 12 de Junio en aquellos deleitables bosques, donde, al efecto, se levantarán algunas tiendas de campaña, y que SS. MM. regalarán a las damas de su corte, y a otras personas, graciosos bolsillos de ámbar, si no llenos de escudos, como hace cuatro años en las grandes fiestas del Buen Retiro, llenos de anises, almendras y otras golosinas.

***

Nihil agit exemplum litem quod iste resolvit, dijo Horacio, y esto ha pasado con la victoria del sol, que nos ha traído el inconveniente de que en los Corrales del Príncipe y de la Cruz haga ya un calor insoportable; por lo que bueno sería que las comedias principiasen ahora a las cinco, y no a las cuatro, o que las compañías de farsantes, en lugar de reservarse las noches para representar en casa de los Duques y Marqueses y dedicar las tardes al público, dedicaran las noches al público y las tardes a los Nobles, cuyas casas son más frescas que nuestros Corrales.

Se objetará que tal mudanza iría en contra de lo que preceptúan la Real Cédula de 1603 y su reformación de 1615, fijas en las tablillas de los teatros; pero bien pudieran infringirse en esto sus cánones, como se infringen en otras cosas. V. gr.: Dicen las reales Cédulas que en Madrid sólo podrá haber dos compañías de cómicos, y sabido es que casi siempre hay cuatro, menos ahora que hay cinco, originándose de aquí la mala vergüenza de que, como tienen que representar alternativamente en dichos dos Corrales por no haber otros, ocurren frecuentes reyertas y voceríos entre las damas y galanes de cada empresa sobre hurto de afeites, de peluquines y de otros aderezos que se dejan olvidados en el vestuario común, dando con ello mucho que hacer al Juez protector de Teatros y Hospitales.

También está mandado que las comediantas no se vistan de hombre ni los comediantes de mujer, por considerarse deshonestos y hasta sacrílegos tales cambios; y Dios me perdone si no era un muchachazo de pelo en pecho quien representaba hace pocas tardes el papel de la criada Silvia en la comedia de D. Pedro Calderón Casa con dos puertas. -Parécenos que las compañías de Sansón, La Rosa, Ínigo, Jusepe y Góngora y Velasco podrían haber habilitado una graciosa que hiciese de Silvia, en vez de contribuir con sus piques y desavenencias a semejante escándalo.

No estuviera tampoco demás que se pusiese mano en lo de los precios. Prescindiré de la subida que han tenido los aposentos y bancos, y, sobre todo, las celosías, por una de las cuales pagó ayer cien ducados el actual poseedor del de Medina de las Torres; pues quien pueda y quiera costearse ese lujo, con su pan se lo coma, y mal haya aquel que las celosías inventara, privándonos de la vista de tanta diosa como sabemos que acude a los Corrales desde que fue derogada la sarracena Ley de 1613... Pero lo que sí condenaré, por ser abuso que clama a los cielos, es que la entrada general, cuyo precio era cinco cuartos en tiempos de nuestros famosos comediantes Jerónima de Burgos, Jusepa Vaca, Baltasar de Pinedo, Antonio Granados y Melchor de León, se haya recargado hoy con los dos cuartos que hay que pagar al autor de la compañía en la primera puerta, con los tres que se exigen en la segunda y con otros cuatro que se hacen soltar al subir las gradas... ¡Total, 13! -¡Esto es insufrible! ¡Bájese la tasa a lo que sea razón, y, de cualquier modo, cóbrese de una vez! ¡No se dé lugar con estas y con otras ruindades a que ingleses e italianos digan que en España todo se halla tan atrasado como en Francia o en Alemania!

Conque pasemos a otro asunto, que de este ya hemos hablado bastante.

***

Mal hiciera yo en echarla de político, desde el piso bajo del llamado periódico, metiéndome a hablar de lo que pasa en Flandes y en el Rosellón (o, mejor dicho, de lo que ya ha pasado para no volver, pues tengo para mí que la pérdida de aquellos Estados es irremediable). Tampoco haría bien en discurrir un pobre novelador, injerto de folletinista, sobre las alteraciones y locuras de Cataluña y del Portugal, fáciles de componer, a mi juicio, por el parentesco natural y sagrado que une y unirá siempre a Castilla con aquellas malaconsejadas tierras... Sin embargo, ¡diérame Dios la musa y donaire del famosísimo D. Francisco de Quevedo, cargado hoy de hierros y de achaques en San Marcos de León, y pondría de oro y azul a los autores de tamañas desdichas, aunque Su Maximidad el Conde-Duque de Olivares me condenase también a prisión perpetua! Pero no queriendo conocer el otro peligro, en que perecen tantos, de decir majaderías propias al criticar las ajenas, aténgome a la máxima del inmortal Cervantes, de que «al buen callar llaman Sancho», y prosigo mi crónica de costumbres.

Con el buen tiempo, principian a llegar a la Corte aquellas personas principales de provincias que nos visitan todos los años por las verbenas. Hace tres días tuve la alta honra de saludar, a la puerta de la iglesia de las monjas de San Basilio, a los ilustres Condes de Santa Colonia, recién venidos de Granada, los cuales, gracias al buen estado de los caminos, recompuestos para este caso con dinero de SS. EE., han hecho un viaje cómodo y feliz, tardando menos de dos semanas. -Mas para viaje rápido, el de un correo que acaba de llegar de Santander, corriendo la posta, con pliegos de Inglaterra para el Conde-Duque: ¡tres días nada más ha tardado desde las orillas del Cantábrico hasta las del Manzanares; lo cual le ha consentido traer, para SS. MM. y para el primer Ministro, pescado fresco, que, por bondad del Mayordomo mayor de Palacio, hemos probado también algunos poetas! -El pescado fresco es una especie de bacalao blando, y tiene un comer muy semejante al de los peces del Jarama o al de las truchas del Balsain, bien que varíe algo su sabor, según que se trata de salmones, de merluzas, o de otras familias marinas. -¡Lástima grande que Madrid no sea puerto de mar!

Las fiestas de San Isidro no han desmerecido este año de lo que suelen ser, por más que en ellas se haya echado de menos, como siempre, el prometido fruto de la Junta de Reformación de costumbres, creada hace mucho tiempo por el de Olivares. Quiero decir con esto, que algunos señores llevaban encajes y oro en su vestimenta; que la gente baja ha bebido más rosoli y pardillo del que convenía al público decoro, y que alguaciles y corchetes se han visto negros para tener a raya a los que nuestro gran Quevedo llamaba caballeros ebenes, güeros, chanflones, chirles, traspillados y canimos.

Los Toros han estado poco lucidos. Torearon por la mañana los caballeros, y por la tarde los de a pie. -SS. M M. honraban la función con su Real presencia.

De la comedia nueva de Calderón, Mañanas de Abril y Mayo, hablará mejor pluma en su lugar correspondiente. -Tócame a mí, en cambio, anunciar que pasado mañana a la tarde, y por vía de estrambote a las fiestas de San Isidro, se representarán dos autos de D. Francisco Roxas, otro de Luis Vélez de Guevara y otro del Dr. Mira de Amescua, arcediano de Guadix; todos ellos en carros, haciendo parada delante del Palacio Real y de los Consejos de Castilla, Aragón, la Inquisición y Órdenes. Por cierto que el Comisario de autos del Regimiento de la Villa ha enmendado el del esclarecido autor de García del Castañar, estropeándolo lastimosamente, y mandando, entre otras rarezas, que la Muerte use unos guantes muy largos.

¡Bien podía el Regimiento, principiando por el Sr. Corregidor, D. Juan Ramírez Freile de Arellano, y concluyendo por el Comisionado de autos supradicho, dedicar su tiempo a más útiles tareas! -Exempli gratia: deberían regir y corregir el empedrado de las calles, para que no se repitiese el caso de estos días, de haber tenido el cura y feligreses de San Martín que componer a su costa el piso de aquel barrio, más atentos, por de pronto, a la salvación temporal que a la eterna.

Y asimismo fuera de agradecer que inventasen algún modo de alumbrar de noche las calles principales de esta corte de ambos mundos; lo cual podría hacerse, como diz que se acostumbra en la capital de Dinamarca, poniendo en las esquinas unos farolones muy grandes, con sus candilejas llenas de aceite; bien que, por respetos divinos y humanos, se apagasen en nuestra católica villa y corte a la hora de la queda.

***

Demos ahora una vuelta por las gradas de San Felipe y por el Mentidero, donde no todos los días ni a todas horas se miente. En una y otra parte he recogido algunas curiosas noticias, ora de labios del incansable Pellicer, que ya las había apuntado para sus Avisos históricos, ora prestando oído a las conversaciones de tanto y tanto desocupado como vive de los cuidados ajenos.

Anúnciase una boda que ha de ser muy festejada con limosnas secretas y cucañas públicas. Todavía no debo citar los nombres de los contrayentes. Diré tan sólo que se trata del enlace, por amor y conveniencia juntamente, de cierto Conde aragonés, recién llegado a la mayor edad, cuyo difunto padre estuvo a las órdenes del inolvidable Marqués de Spínola en el sitio de Breda y era muy dado a la relojería, con la hija segunda del tercer matrimonio de un Marqués andaluz que perdió el ojo izquierdo en las últimas fiestas reales, y cuya actual esposa tiene grande afición a las riñas de gallos. -No puedo ser más claro por hoy.

En cuanto a profesiones, hablaré de dos, a cual más notables.

Hace pocos días tomó el velo en las Descalzas una linda hija del Vizconde del Puerto, primer Caballerizo de S. M., con asistencia de la Real Familia, de la Corte y de la Nobleza, habiendo llamado mucho la atención el regreso a Palacio de tan ilustre comitiva, después de las nueve de la noche, entre centenares de antorchas y otras luminarias, a cuyo esplendor relucían como ascuas de oro las carrozas y literas de nuestros Reyes y de su acompañamiento. Doña Catalina de Vargas, que así se llamaba en el siglo la nueva monja, ha renunciado a las vanidades del mundo por natural vocación y con la más santa alegría.

No sabemos si cabrá decir lo propio del famosísimo abogado D. Gabriel de Moncada, que recientemente ha tomado el hábito de capuchino. -Nadie explica las causas de tan imprevista determinación.

Lo que no necesita explicación alguna es el lance ocurrido en la huerta de otro convento, según que acaba de contarme el mismo Pellicer. Domingo Sánchez, hortelano del monasterio de Dª. María de Aragón, tenía hecho por sí y ante sí voto de castidad, lo cual había dicho a varias personas y no sabemos si demostrado en algún trance peligroso. Así vivía el buen hombre, cuando de pronto se enamoró de una hija de Eva, hasta el extremo de resolver unirse a ella en matrimonio; y, estando ya próximo el día de la boda, hace tres noches que el diablo lo sacó de la cama, y en poco más lo mata a golpes con un palo. -El jardinero se halla hoy curándose del cuerpo y del alma en San Joaquín de los Premonstratenses, donde lo pueden ver cuantos pongan en duda tan raro caso. Anoche estuvo a visitarlo, por encargo de SS. MM., el célebre Dr. Palencia, médico de cámara de la emperatriz María, y asegura que, en efecto, el pobre Domingo tiene señales de haber recibido una gran paliza; pero que no cabe afirmar si los golpes han sido de mano de diablo o de mano de mujer, pues los chichones y cardenales en cuestión se parecen a todos los conocidos hasta ahora.

También se hablaba mucho en las gradas de San Felipe del viaje del Marqués de Villafranca, quien ha salido a aventurarse y perderse en busca del Arzobispo de Burdeos, por lo cual ha dejado hecho su testamento. -Son palabras terminantes de Pellicer. -En cuanto a mí, no me atrevo a decir más en tan grave asunto, por respetos al sagrado carácter del belicoso Arzobispo.

Tengo aún que dar noticia de otro suceso muy desagradable. -El aplaudido poeta dramático D. Pedro Rosete Niño fue manteado ayer en mitad de una calle por algunas gentes de mala vida, que vindicaron de este modo a rufianes, matones y mozas de partido de las merecidas censuras que aquel ingenio les ha enderezado en su reciente comedia-revista Madrid por de dentro. -De esperar es que la justicia ponga mano en este negocio, o, mejor dicho, en los autores y fautores de tamaño desmán.

Concluiré con una buena noticia:

Anúnciase otra Academia o justa literaria, como las que solía haber hace algunos años. Huélgome en ello; pues si es verdad que los poetas que hoy más bullen, Matos Fragoso, Cáncer, Coello, Montero y el mencionado Rosete Niño no podrán suplir el hueco que han dejado en nuestro Parnaso Lope de Vega, Montalbán y Alarcón (ya difuntos), Tirso de Molina (viejo y dedicado a Dios y a su alma) y el gran Quevedo (cautivo y achacoso), todavía tenemos de reserva al insigne D. Pedro de Calderón, a Rioja, a Mira de Arnescua, a Roxas, a Saavedra Fajardo y al adelantado mozo D. Agustín Moreto, que a la edad de veintiún años es ya orgullo y regocijo de las Musas.

Y con esto, lector, no te canso más.

José camerino.
Por copia,
Pedro Antonio de Alarcón7.




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En el Álbum histórico del segundo centenario de Calderón

Mi mayor júbilo, el día del Centenario de Calderón, consistirá en imaginarme que el insigne poeta tiene noticia de su apoteosis, baja en espíritu a Madrid, anda entre nosotros, presencia todos los festejos, y responde con lágrimas de gratitud a nuestras aclamaciones de entusiasmo. -¿Qué le valdrían, sin esto, los honores que va a tributarle el mundo?




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Para el libro conmemorativo del centenario de Andrés Bello, celebrado en Caracas en 29 de Noviembre de 1881

La nacionalidad literaria española comprende todas las tierras en que se habla la lengua castellana y en que fueron y siguen siendo maestros y dechados del buen decir los grandes escritores de la Península ibérica, desde Cervantes, Fr. Luis de León y Lope de Vega, hasta Fígaro, Hartzenbusch y López de Ayala.

Por eso la glorificación del insigne poeta venezolano Andrés Bello, príncipe de los ingenios de la América latina, no es para nosotros, los que aún nos llamamos españoles, una solemnidad extranjera, sino una fiesta nacional, a que nos asociamos con tanto orgullo como regocijo, cual si se tratara de la apoteosis de un vate de Andalucía o de Navarra, de Galicia o de Cataluña.




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La inmortalidad de los pueblos

(Para el libro conmemorativo del centenario de Camoens en 1880)


Los pueblos poetas no mueren nunca. Al cabo de tantos siglos de haberse derrumbado como entidades geográficas los dos grandes Imperios de la Gentilidad, y con ellos sus instituciones, sus leyes, sus costumbres, hasta sus dioses, la Grecia pagana sigue viviendo, llena de majestad y gloria, en la Ilíada de Homero, en la Venus de Milo y en los bajo-relieves del Parthenon, así como la Roma de los Césares da todavía leyes al asombrado mundo en la Eneida de Virgilio, en las ruinas del Coliseo y en las pinturas, bronces y barros de Pompeya. -Del propio modo, y por muchos cambios que las guerras o las revoluciones hagan en el mapa de los Estados europeos, Dante Alighieri tenderá siempre sobre imperios y repúblicas el cetro augusto de Italia, Cervantes el de España, Shakespeare el de Inglaterra, Goethe el de Alemania, Mickiéwicz el de Polonia...

***

La nación que no se infunde y personifica en maravillosas obras de arte, la que no lega a la contemplación y reverencia del género humano su propia alma, su propio ser, su propia inspiración, encarnada en perdurables creaciones poéticas, muere total y definitivamente tan luego como deja de ser organismo político, sin que su nombre (escrito en la historia como un epitafio) despierte ya nunca veneración ni envidia, por cuanto no representa nada ideal, nada eterno, nada que sobreviva y reine en la sucesión de las edades. -Sirva de ejemplo Cartago.

***

Portugal, la generosa patria de D. Enrique el Navegante, de Bartolomé Díaz, de Vasco de Gama y de tantos otros varones ilustres, existirá perpetuamente en el amor y la admiración de los hombres, por haber dado vida a un cantor inmortal, digno de sus altas empresas; por hallarse idealizado todo un pueblo en las imperecederas figuras de Os Lusiadas; por estar escritos en portugués los monumentales versos de Camoens.




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Del suicidio

Carta escrita por el Sr. Alarcón a dos literatos que le pidieron versos para una Corona Poética en honor del malogrado vate ***, el cual se había dado la muerte pocos días antes


Mis distinguidos compañeros: Agradezco a Vds. profundamente su cariñosa carta, en que, a vuelta de otros elogios, que sólo debo a su bondad, hacen justicia a mi único título literario, o sea al incansable amor que profeso a cuantos cultivan las bellas letras, sobre todo si es para regocijo de las Musas, como acontece con Vds.

Dicho esto, les suplico me releven de escribir los versos que tan encarecidamente me piden. Es más: si Vds. me lo tolerasen, les aconsejaría que no publicaran la Corona poética que traen entre manos.

¿A qué ni para qué tal Corona? -¡Cantemos a los que tengan paciencia y perseverancia para sobrellevar las tribulaciones de la vida; no a los que huyen; no a los que desertan; no a los que dan a sus prójimos el grito del pánico y de la derrota! No; no hagamos, cien años después de Goethe y de Rousseau, la sacrílega apoteosis del suicidio. El suicidio pudo estar de moda entre las gentes que viven la vida del alma, allá en los febriles días del romanticismo; pero hoy ha sido ya relegado al uso exclusivo de los comerciantes que quiebran, de los jugadores que pierden lo suyo y lo ajeno, de los ladrones de frac cogidos in fraganti, y de todos los que, para decirlo genéricamente, no viven otra vida que la de la materia, cuyo dispensador y regalador es el dinero.

Dedúcese de aquí que el poeta *** ha cometido un anacronismo suicidándose en 1876, y ha bajado del nivel de Larra y de Gerard de Nerval, en que imaginó colocarse, al nivel de los prosaicos suicidas de estos tiempos. ¡Desconocía sin duda ese infortunado joven, que hoy, entre los hombres de inteligencia, o sea en la esfera del idealismo moderno, sabiamente basado sobre la moral, no se estila ya inmolarse en aras de sí propio, como los antiguos degollaban tal o cual víctima en aras de un dios, sino que ha vuelto a ser más lucido sacrificarse en aras del prójimo, padecer para que otros no padezcan, y ser feliz con la dicha que se proporciona a los demás! ¡Ignoraba, sin duda, que amarse a sí mismos hasta la muerte, mortem autem crucis, es un crimen y una ridiculez, y que amar a los hombres hasta el extremo de morir por ellos, como hizo Jesús, es y será eternamente heroico!

Lloremos, pues, cuanto Vds. quieran a ese pobre ***, a quien siento no haber conocido; compadezcamos su flaqueza; deploremos su cobardía, que le ha costado la vida; consolemos a los seres que haya abandonado y afligido al matarse en provecho propio; ayudemos, si es necesario y posible, a los que haya dejado sin amparo; pidamos, en fin, cristianamente (si no tienen Vds. reparo en ello) por el alma del sin ventura; pero guardemos las coronas cívicas, los aplausos y los versos para aquellos esforzados jóvenes (principiando por Vds.) que no sigan el triste ejemplo del desertor, o para la tumba del insigne y valeroso Bécquer, que murió de hambre y de tristeza, abrazado a su arpa, sin ser osado a poner mano parricida sobre el tesoro de genio y de virtud que para algo había recibido del cielo! -¡Todo, amigos míos, menos exaltar y divinizar la desesperación! ¡Todo, menos sancionar con un homenaje público el atentado de ese mísero, que no ha vacilado en desgarrar muchos corazones con tal de librarse a sí propio (¡oh cruel egoísmo!) de su parte de dolor y amargura en este valle de lágrimas!

Crean Vds. a quien también ha sido joven y ha pasado por cuantas pruebas haya podido y no podido pasar ***: crean Vds. a un hombre de quien, hace veinte años, en una misma semana, dijeron el Marqués de Molíns y Eulogio Florentino Sanz: -«¡Este muchacho tendrá el desenlace de Larra!» «¡Este chico tiene cara de suicida!»: crean Vds. a un viejo que, después de grandes batallas con el mundo y consigo mismo, ha deducido una verdad, que constituye toda su dicha, todo su consuelo, toda su fuerza; aquella gran verdad de que «para ser feliz, basta resignarse a no serlo»; verdad que, en sustancia, está contenida, como todas las del orden moral, en la filosofía del Evangelio: -y, por resultas de cuanto les he dicho, no publiquen Vds. la Corona poética!

Conque perdónenme tan larga homilía, y dispongan de la amistad que con este motivo les ofrece su atento servidor,

Q. S. M. B.,
P. A. de Alarcón.

Madrid, 3 de Julio de 1876.




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Bellas artes8


Pintura

«Desde luego vemos con gusto que los pintores entran en el buen camino, emancipándose de anejas prácticas y confiando en su propio espíritu...

»...Los culteranismos son las supersticiones del arte.»



Así escribíamos hace dos años en las columnas de La Discusión, al examinar las obras de pintura presentadas en la Exposición de 1856.

¡Con cuánta más razón podemos repetir hoy estas palabras! ¡Hoy, que lo que entonces era un deseo es ya casi realidad; hoy, que nuestras aspiraciones se han cumplido en mucho mayor escala que podíamos prometernos; hoy, que al abrirse al público la Exposición de pinturas, un general aplauso ha saludado la resurrección del arte español, del genio nacional, de aquel fuego divino que animó el pincel de Rivera, Velázquez y Goya!

Pasma, en efecto -y ésta es la primera idea que acude a la imaginación al visitar las galerías de la Trinidad-, el asombroso progreso que ha hecho la Pintura en nuestra patria en estos dos últimos años; pasma asimismo la decisión, la valentía, la deliberada fe con que nuestros artistas han adelantado por la senda feliz en que aventuraron algunos pasos en 1856. Vese que no hay casualidad ni fortuna en lo que han conseguido, sino conciencia y sentimiento: vese que todos saben adónde van, y que todos van a un mismo punto, salvas ligerísimas excepciones, enamoradas de menos legítima gloría. -Se comprenderá que tales excepciones son los clásicos.

Con todo: ni el estacionamiento de éstos, ni lo que digamos en elogio de alguna de sus obras, pueden quitar a la Exposición de 1858 sus caracteres de independencia, de espontaneidad, de españolismo: caracteres que, no sólo la distinguen y colocan sobre todas las anteriores, sino que, como dijimos antes, señalan ya la época de nuestro renacimiento artístico y dejan entrever a la madre patria nuevos días de aquella gloria que más de una vez creyó desvanecida.

No se entienda por esto que en el ex convento de la Trinidad se ha exhibido una numerosa colección de obras magistrales, ni que ninguno de los expositores (exceptuando al Sr. Haes) deba creerse dispensado de aprender más. -La presente Exposición, a nuestro juicio, es meramente una lisonjera esperanza, y no la admiramos tanto por lo que encierra como por lo que promete para en adelante.

Ya lo hemos indicado. Lo que más se revela en la Exposición de pinturas es un espíritu de independencia que, escapando de los antiguos dogmas, pugna por vivir de sí propio, sin recordar los modelos convencionales del clasicismo, ni atenerse a una servil imitación de las obras consagradas por el tiempo. La novedad, la originalidad, la autenticidad del pensamiento luce por todas partes. Aun en los cuadros de menor importancia, aun en las más desgraciadas obras, échase de ver un obstinado afán de crear, de inventar, de componer, de deberse a sí mismo todas las alegrías del triunfo. Apenas hay lienzo en que no se revele esta fuerza generadora, más o menos feliz en su manifestación: unas veces la elección del asunto, otras la manera de verlo; aquí la disposición de las figuras, allí la inventiva en tipos y caracteres; en un lado el dibujo, en otro el color; pero siempre el mismo noble propósito de producir algo nuevo, algo propio, algo español.

Ni se limita a esto la importancia de la Exposición de la Trinidad en la época pictórica que atravesamos. -Francia, la gran corruptora de todo lo bello, no contenta con inventar la literatura naturalista y la música materialista, dio en un día aciago la receta de la falsa Pintura. Desde entonces saltó por encima de los Alpes y de los Pirineos una inundación de cuadros de efecto, como suele decirse, destellando el brillo efímero y deslumbrador del doublé y de todo lo que tiene más de afeite que de real hermosura; -secreto, entre paréntesis, que constituye todo el atractivo de las novelas y melodías, de las manufacturas y costumbres, de la política y hasta de los remedios sociales que salen a luz en el vecino Imperio. En tanto que esto sucedía con el color, y que en los dos grandes panteones de la Pintura (en Italia y en España) se olvidaban las más venerandas tradiciones por tan flamante y peregrina novedad, acontecía en toda Europa una cosa semejante con el dibujo y el asunto. La carencia absoluta, que aqueja a la civilización actual, de sentimientos elevados, de vida del alma, de poesía propia, para decirlo de una vez; la falta de religión doméstica, de religión patriótica y de religión divina, hizo que los pintores volviesen los ojos al antiguo mundo pagano, pidiéndole reflejos de bellezas y virtudes que recomendar en sus cuadros... -¡Ah! Renegaban del Cristianismo, y evocaban las divinidades mitológicas. -Pero de este consorcio de un espíritu sin fe y de una belleza muerta, no han nacido sino engendros enfermizos y monstruosos. Y es que de la misma manera que el entendimiento humano no puede retroceder en la senda de la civilización, así tampoco el sentimiento puede menospreciar la vida y encarnar en las entrañas de una momia. -Por otra parte (confesémoslo ingenuamente), la pintura mística, primer fruto del renacimiento italiano, representación gloriosa del Cristianismo, campo de azucenas que recorrieron Giotto, Beato Angélico, Perugino, Rafael, Morales, Corregio, Vinci, Murillo, Zurbarán, Juan de Juanes y tantos otros genios inmortales, habíase fatigado ya de reproducir monótonamente los mismos tipos, un mismo sentimiento, una exclusiva verdad, que, reduciendo la influencia de la pintura a fomentar la religiosidad, la esterilizaba como elemento de civilización en el orden profano.

Pues tal es el momento en que la juventud española -¡la juventud, repárese bien esto; que los afamados y antiguos profesores nada han mandado a la Exposición, si se exceptúa un retrato!-; tal es el momento, decimos, en que, rompiendo con la costumbre, con la autoridad, con lo que se hace en las demás naciones, con lo que ama y prefiere la Academia de San Fernando (recuérdense los asuntos de sus certámenes), con la escuela francesa y con la italiana, con el misticismo y con la mitología, con todo lo que estorbaba, en fin, a la libre manifestación del genio nacional, recuerda las grandes bellezas de la escuela sevillana, estudia a Velázquez, busca la realidad..., bien que la realidad poética y artística pide sus tremendas verdades a Rivera, invade la historia, apela a la tradición, desciende al corazón humano; y, en vez de limitarse a representar en lo físico la inflexible y rigurosa belleza griega, y en lo moral el éxtasis de Apóstoles y Serafines tiende a traducir todo lo que encuentra en la vida y en la Naturaleza, a interpretar los varios sentimientos del alma: la fe, el desengaño, los celos, la soberbia, la ira, el amor, la locura, la hipocresía, la pobreza, la ambición. -Y no ya en el aislamiento del retrato, sino en sociedad y armonía con el drama humano, corriendo el velo de la historia, resucitando la acción entera, adivinando, idealizando, creando mundos en su fantasía...; pero siempre dentro de la esfera de lo positivo.

Por lo demás, en los infinitos asuntos de nuestra historia o de nuestras costumbres que se han presentado, notamos también otra circunstancia muy recomendable, y es la gravedad, la importancia, la trascendencia del pensamiento que los anima. Hay, por lo común en el asunto de los cuadros un fondo de seriedad, de filosofía, de buen sentido, que enseña, aconseja y hace meditar cuando menos. No representa triunfos de conquistadores, ni apoteosis de simples mortales, ni actos de crueldad, ni escándalos, ni locas alegrías... Representa la verdad, la melancolía de la existencia, la vanidad de las cosas humanas, la caída de los imperios, la muerte de los poderosos de la tierra, el término del amor y de la codicia. En comprobación de lo que decimos, basta recordar el título de algunos cuadros: La limosna para enterrar a D. Álvaro de Luna, Doña Juana la Loca, La batalla de Guadalete, El fin del reino moro en Sevilla, Valdés meditando un cuadro en un Panteón, La muerte de Felipe II, La visita de Carlos V a Francisco I, Cervantes preso, meditando el Quijote; Cervantes escribiendo, Cervantes moribundo..., etcétera, etc.

Los asuntos cómicos, afortunados siempre bajo el pincel de los españoles, los cuadros de género y las escenas de costumbres, dan muestras de igual patriotismo y de la misma oportunidad para elegir: El Lazarillo de Tormes, Sancho ante la Duquesa y los Tipos del nunca bien llorado Hispaleto, vienen en apoyo de esta nuestra opinión.

Es también de notar en la Exposición de Pinturas -vista en conjunto- la fuerza, el calor, la riqueza de colorido que descuella por todos lados. Más que de correctos dibujantes (en esto se hallan conformes todas las opiniones que han llegado a muchos oídos), los jóvenes expositores se han acreditado de grandes coloristas. ¡Qué fuego, qué intensidad, qué vigor para animar el lienzo! ¡Qué tono tan igual, tan reposado, tan armonioso!

Resumiendo:

La Exposición de 1858 consuela, entusiasma y conmueve al espectador, porque es un amanecer, una primavera, un campo rico de savia y de juventud, que todo lo hace esperar, que todo lo promete, que a todo se aventura. No se ve, como en otras Exposiciones, un arte que copia, una inspiración que declina, un joven que imita a un viejo, una belleza reflejada, retrospectiva, fija en lo pasado y vuelta de espaldas al porvenir. No: se ve la vida, la germinación, el progreso, y, como dijimos antes, la nacionalidad artística, la independencia patria, la Pintura española.

¡Ah! ¡Siquiera en esto, existiremos ya! Los extranjeros, al recorrer esa Exposición, tendrán que convenir en que esta abatida España, que imita la política de otras naciones, que copia sus modas y sus costumbres, que recibe la limosna de sus adelantos científicos y de sus milagros industriales, que no es tenida en cuenta en los Congresos europeos, que carece de iniciativa en todo, que ya no influye en la literatura de ningún pueblo, ni inventa, ni descubre, ni pelea, ni conquista, ni osa vengar los agravios que en Gibraltar, en Marruecos y en América se infieren a su honor, tiene existencia propia en algo y podrá muy pronto vanagloriarse de figurar por algún concepto entre las primeras naciones de Europa.

[...]




Escultura

No somos clásicos. Revolucionarios en artes y letras, como en todo, amarnos sobre todo la música, forma vaga, expresión indeterminable del sentimiento. Y amamos el drama de Shakespeare, el poema de Byron, la canción de Henry Heyne, como fórmulas infinitas, como imágenes verdaderas, como símbolos indefinibles de la constante variedad del espíritu, de esa irradiación inconmensurable a lo desconocido, que, arrancando del mismo centro que las creaciones clásicas, rompe el círculo de hierro de los dogmas y las escuelas y va a perderse en las últimas regiones conquistadas por el deseo, por la fe, por la adivinación, por el éxtasis, por el presentimiento o por la duda!

No, no somos clásicos; pero nos inclinamos reverentes ante el clasicismo. Sin él, sin su forma estable y determinada, el pasado sería para nosotros un caos, un laberinto, una maraña inextricable. El clasicismo, expresión concreta de sentimientos que secó la muerte, es, así en artes como en literatura, un Término que nos encamina en el estudio estético de la historia, así como los padrones puestos por Bartolomé Díaz en el litoral de África señalaron a Vasco de Gama el camino de la India.

De aquí se deduce que, según nosotros, la Escultura no puede tener hoy actualidad moral; o, lo que es más claro, que la Escultura, esencia del clasicismo, se ve precisada en nuestros días a ser una obra de imitación, de reflejo, de retrogradación; un anacronismo; una reproducción tradicional de ajenas creaciones. Hoy puede reinar activamente la Pintura, cuyo vastísimo campo lo encierra todo, al modo del drama moderno; hoy puede imperar en los espíritus la Música, poema inconmensurable como el lirismo y la epopeya de los románticos; pero la Escultura, ¿cómo? -¿Dónde está hoy el ídolo, el símbolo, la creencia, la personificación del sentimiento general? -La Escultura, que por espacio de veinte siglos ha vivido refugiada en el Templo y en el Palacio, haciendo santos y reyes, ¿qué puede crear en nuestra era de escepticismo, de emancipación y de ansia de libertad? ¿Dónde hallar la afirmación que resuma nuestros eclécticos entusiasmos? ¿Se puede personificar la Duda? ¿Cabe idealizar sus consecuencias? ¿Es posible hoy alguna apoteosis? ¡No! -Pues por esta causa no puede existir la Escultura coetánea, o sea el clasicismo de actualidad.

Así es que hoy la Escultura se ve precisada a fingir creencias o a recordar idolatrías, y siempre bajo la forma pagana; lo cual acontecía ya en pleno Renacimiento: el Moisés de Miguel Ángel y el Perseo de Benvenuto Cellini son griegos por esencia y forma. Y de aquí que nosotros, románticos en pintura, música y bellas artes, seamos clásicos, rigoristas, dogmáticos hasta la severidad al tratar de la Escultura; pues desde el momento que negamos la actualidad de este arte, reconocemos la tiranía de lo antiguo, nos sometemos a ella, la predicamos, y pretendemos hallarla en las obras de nuestros escultores. -Es lo contrario diametralmente a lo que hemos dicho hablando de la Pintura.

Por lo demás, creemos que la Escultura es el arte aristocrático: su individualismo (permítasenos la frase), su aislamiento, su unidad perpetua, se impone a la imaginación con cierta mística autoridad. La estatua reconoce como peculiar asunto al héroe, al mito, al semidiós, al Dios, -la idea sentida. Es y debe ser siempre lo bello típico, la plástica de lo abstracto, la abstracción de lo concreto, la piedra inmoble y fija eternizando un instante; la inmortalidad de lo más deleznable de la Naturaleza, -el cuerpo; -la materialización de lo más ideal, -la creencia.

Desde este punto de vista, estudiemos, en las obras de Escultura expuestas en la Trinidad, lo que haya en ellas de monumental y de clásico.

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Arquitectura


- I -

Ante todas cosas, y en muy pocas palabras, vamos a hacer nuestra profesión de fe en materia de Arquitectura.

Creemos desde luego que este arte es hoy el monumento de sí mismo. Ya no es aquella expresión espontánea, puramente artística, con que el hombre alzaba un canto eterno al héroe o al Dios de su patria: no es ya la página de piedra que traducía el pensamiento de un siglo: no es lujo, ni monumento, ni culto, ni invención constante. Es un hecho de aplicación utilitaria, un recuerdo en la forma, una industria en la esencia. El pensamiento y el sentimiento se han abierto otro camino para pasar a la inmortalidad. Este camino es la imprenta. -Víctor Hugo lo ha dicho.

Sin embargo, veneramos la Arquitectura sobre todo encomio, y no vacilamos en llamarla Madre de todas las artes. Y no sólo madre porque fue la más antigua, sino porque las albergó a todas, porque les dio hospitalidad. También es la más cariñosa, la más amiga, la más consagrada al hombre. Protégele; dale asilo y hogar; es templo de su creencia, obelisco de su gloria, urna para sus cenizas. Como puente, lo transporta sobre los ríos; como faro, lo guía en la tempestad; como acueducto, fertiliza sus campos eriales; como muralla, defiende su propiedad y su derecho; como palacio, le asegura la tranquilidad de sus placeres.

Hasta aquí la importancia de la Arquitectura. En cuanto a su historia, podemos reducirla a menos palabras.

Hallamos dos tendencias marcadísimas en este arte: una a la idealidad, otra a la sobriedad. Nos explicaremos.

La disforme y pesada arquitectura india, aquella monstruosidad ciclópea, consistía en labrar una montaña: Egipto remueve la montaña, y la coloca sobre macizas columnas: el Druida, en tanto, congrega inmensos monolitos: Grecia crea la columnata esbelta y armoniosa, aclarando y bordando la mole: Roma engendra la cúpula hueca que invade el espacio, y busca la idealidad en la amplificación y en la magnitud: las dos escuelas bíblicas, el cristianismo y el islamismo, arrancan del gusto bizantino, y se dividen en gótico y en árabe: la Arquitectura se hace aérea, flotante, calada como un velo. La idealización de la piedra ha llegado a su culminante expresión: la aguja, la torre, el minarete, hienden el azul del espacio y como que buscan el camino del cielo. El Renacimiento aparece entonces como un espléndido anacronismo, como ese instante de angélica hermosura que tienen los moribundos; y, de entonces para acá, cumplida la misión de hacer brotar una mariposa de la informe crisálida de los indios, la Arquitectura propende por completo a la sobriedad. El Palacio de Cristal es el resultado inmediato. La Arquitectura ha muerto; es decir, ha quedado reducida, según ya hemos indicado, a la condición de monumento de sí propia.

Veamos ahora qué género de culto debe merecer entre nosotros esta augusta víctima de las edades.

O, lo que es más humilde, demos nuestra última vuelta por la Exposición general de Bellas Artes.




- II -

Mas, antes de descender al examen parcial de las obras que nos parezcan dignas de ello, diremos lo que en general se nos ocurre acerca de las copias presentadas por los alumnos de la Escuela de Arquitectura.

Vemos en ellas dos cosas: una muestra del estado y método de enseñanza, y otra del adelanto individual de los escolares.

Con respecto a la primera, reconocemos un gran paso dado por nuestra época al romper las trabas impuestas a la Arquitectura, trabas más estrechas y enojosas que las que oprimieron a las demás artes, pues por ellas quedó reducida a un simple oficio recargado de preceptos y recetas.

Hoy se ha ensanchado el círculo de la enseñanza: las artes greco-romanas, interpretadas por tal o cual preceptista sistemático, han dejado felizmente de ser el obligado de los modelos, y las demás escuelas han escapado de la proscripción en que las tenía una severidad poco justificada.

Sin embargo, esta emancipación, lejos de dar un resultado halagüeño para el buen gusto artístico, ha contribuido a desarrollar prácticas tan inconvenientes como lo era la tiranía dogmática de que se ha escapado.

Así es que las obras de los citados alumnos no versan sobre tipos clásicos y perfectos, sino sobre producciones de épocas bárbaras todavía, o ya en visible decadencia. Comprendemos que aun tales monumentos deben estudiarse, como pertenecientes a la historia arquitectónica; pero esto debiera hacerse cuando fuera ya sólido y estable el conocimiento de los tipos originarios: de otro modo, es de temer que los embriones oscuros o las degeneraciones viciosas de lo clásico y de lo bello corrompan el gusto y resuciten nuevas herejías en el arte.

No se crea por ello que exigimos que los modelos se erijan en preceptos; lo que deseamos es que las obras bastardas no se erijan en modelos.

En los monumentos de la antigüedad clásica, y especialmente en Roma, a la cual se refieren la mayor parte de las copias presentadas, para un trozo aceptable y típico, hay mil que no lo son y que pertenecen a un período de decadencia. La Escuela debiera haber tenido en cuenta que Roma careció de artes originales, y que su genio fue más combinador que creador, de donde sus obras no son tan admirables por los detalles como por el conjunto, o sea por la composición general. Los accesorios griegos, elementos de todas las obras romanas, perdieron más que ganaron al contribuir a la erección del anfiteatro.

Lo mismo podemos decir en cuanto a las copias de monumentos góticos. Ya que nuestro siglo ha sido justo con la Arquitectura religiosa de Occidente, calificada de bárbara por los ciegos artesanos del barroquismo y otros fanáticos artistas; ya que la filosofía, estudiando las artes, ha encontrado en nuestras catedrales de la Edad Media la mística genealogía del sentimiento cristiano, dándose cuenta de su origen, clasificando sus períodos y determinando el momento en que, afeminada, y falta de fe y de vigor, injustificada y redundante, cedió su puesto a las creaciones antiguas que salían de la tumba; ya, en fin, que las investigaciones de la estética han dado con los tipos puros, clásicos y originales del gusto gótico, ¿por qué recurrir en busca de modelos a los monumentos de Italia, que, si bien ricos y esbeltos, están muy lejos de la ascética originalidad, de la valentía primitiva que descuella en los otros?

Italia no pudo desprender jamás de sus hombros la púrpura de los Césares: el Catolicismo de Roma nunca huyó de la Basílica, sino que la consagró, instalándose en ella. No alcanzamos, pues, la razón de hacer copiar a los alumnos los monumentos ojivales de Italia, teniendo en nuestro país tipos grandes y severos de su belleza, oriundos de la mejor época, y no desprovistos de cierto gusto nacional que nos honra. Pero ¡qué mucho, si se ha tenido el poco tino de permitir que se copien varios fragmentos de una época bárbara y de otra de decadencia, como única representación de nuestra riqueza monumental!...

Deseamos, por tanto, ver a los principiantes en mejor camino, y aconsejamos a la Escuela que tenga más conmiseración con el arte y más amor a nuestras verdaderas glorias.

Enumeremos ahora las obras de la Exposición.

[...]








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La Ristori

¿Qué es la Ristori?

Si se lo preguntáis a los escultores que una noche y otra estudian y admiran maravillas de su arte en esa estatua viva, os responderán llenos de entusiasmo: -«La Ristori es una escultora sin rival: eclipsa a Praxíteles y Miguel Ángel en el arte de modelar el dorso, de plegar los paños, de componer la figura, de eternizar un gesto, un movimiento, una mirada: su actitud es siempre académica, siempre monumental. Su genio ha logrado lo que no logró Pigmaleón sin el favor del cielo: animar el mármol. Ver a la Ristori, es recorrer un Museo de Escultura, donde se hallen la Amazona de Fidias, la Venus de Milo, la Piedad de Miguel Ángel, la Magdalena de Cánova.»

Pues si preguntáis a los pintores, os hablarán, no ya de estatuas solamente, sino de cuadros. Os recordarán la Mater Dolorosa del final de María Stuardo; el grupo de Medea y sus hijos trajinando por las montañas, y el otro grupo, cuando huye por la escena con sus cachorros debajo del brazo, como la madre de la Degollación de los Inocentes. Os dirán que esa María Estuardo es la misma que pintó Van Dyck y describió Brantôme; que Pia di Tolomei, en el primer acto de esta tragedia, es la Laura de Petrarca, la dama gótica, escapada, al parecer, de uno de aquellos calados nichos que adornan las portadas de las catedrales del siglo XIV, así como, en el último acto, es la Pia que encontró Dante en el Purgatorio, la tercianaria de los pantanos, la enferma amortajada en vida. Os hablarán también de los cuadros que forma con los demás actores, y citarán aquella apoteosis con que termina Camma; aquel grupo de serafines en cuyos brazos sube al cielo el alma de la Vestal, y que recuerda (pues el paganismo no ofrece otra imagen tan mística y sobrenatural) la Asunción de Corregio, pintada en la cúpula de la catedral de Parma. Y, en fin, os dirán que la Ristori dibuja como Rafael, compone como Rubens, colora como Velázquez: que ha presentado conjuntos de miembros palpitantes parecidos al Descendimiento de Pedro de Campaña, combinaciones de color que honrarían a Pablo el Veronés, retratos históricos dignos de Ticiano, rostros sombríos y enérgicos como los de Ribera, semblantes inundados de beatitud celeste como los de Juan de Juanes, la frente angustiada de la Soledad, la mirada profética de los mártires, la sonrisa divina de las vírgenes, el dolor sin esperanza de los réprobos, la cara descompuesta del sentenciado a muerte, la fría rigidez de los cadáveres... ¡toda la naturaleza humana, todas las pasiones, todas las alegrías, todas las penas, todos los espantos! -Y así como los escultores os dijeron que la Ristori es una escultora sin rival, los discípulos de Apeles os dirán que es una pintora inimitable.

Id a un músico, y hallaréis que, para él, la Ristori es una lira, templada por el cielo, que todo lo canta, que traduce e idealiza los acentos del odio, del furor, de la cuita, del júbilo, del éxtasis, que tiene una modulación para cada idea, un tono para cada pasión, una vibración para cada sentimiento. Y os dirá que su voz es un pentagrama, donde se encuentra desde la nota inarticulada y ronca que semeja zumbar en las cavidades del pecho como el trueno en una caverna, hasta el grito desgarrador y penetrante que parece estallar por la frente y por el erizado cabello; que las inflexiones de esta voz obedecen a reglas melódicas, a conocimientos vocales y acústicos, a leyes que se pueden representar por medio de notas musicales; en fin, que la Ristori no habla, sino que canta; que para ello ha estudiado la prosodia de la Naturaleza, y que por esto imita al arroyo, al viento, a la fiera, al mar, al furor que ruge, a la indignación que clama, al dolor que se queja, al amor que suspira o que prorrumpe en inspirados himnos.

¡Ah! sí; tal es para los artistas esa incomparable actriz: tales son su actitud, su fisonomía y su acento. -Pues, ¿qué será para el poeta, cuando estas facultades se combinan, se ponen en acción, viven, palpitan y representan un personaje dramático? ¿Qué será para el literato una trágica que así canta, que así esculpe, que así pinta, que así representa?

Pudiera decirse que Melpómene, celosa de sus ocho hermanas, les ha asestado el puñal al corazón, apoderándose de los dominios de todas las Musas. No: para el poeta no es la Ristori ni escultora, ni pintora, ni música, ni actriz: es una evocadora, una maga, una magnetizadora que resucita lo pasado, que nos conduce a los tiempos druídicos, a Grecia, a Roma, a la Edad Media, y nos hace ver aquellas grandezas y aquellos horrores desvanecidos; es Eneas que recorre los abismos de Plutón, y presencia los martirios de los difuntos Teucros; es Dante, conducido por Virgilio a los tres reinos de la Muerte, que nos enseña los tormentos de los que ya no son, las alegrías de los que serán eternamente. En este Infierno, a que nos ha asomado la Ristori, hemos visto el abandono de Medea, las devoradoras ansias de Mirra, los rabiosos celos de Rosmunda; en ese Purgatorio hemos presenciado la expiación de María Stuardo, el arrepentimiento de la esposa de Fazio, el doloroso disimulo de Camma, el lento martirio de Pia di Tolomei; y en ese Paraíso se nos han aparecido triunfantes y vestidas de luz esa misma Pia, esa misma Camma, esa misma Reina de Escocia, reclinadas ya en el seno de Dios, coronadas de bienaventuranza, libres y salvas para siempre de la guerra mundanal!

Quisiéramos descender a la descripción de todas y cada una de las maravillas que hemos presenciado en las nueve noches que llevamos de oír a la Ristori; pero desistimos de tal empresa, porque comprendemos que un volumen no bastaría a dar idea de tanto genio, de tanto talento, de tanta inspiración.

Diremos, resumiendo, que la Ristori es siempre el personaje que representa; que carece de fisonomía propia; que cada noche es una mujer distinta; que su rostro, su estatura, su andar, hasta la forma de sus manos, cambian a medida de su deseo, y que pudiera decirse de ella que es dócil masa informe, sobre la cual modela y talla repentinamente los diversos tipos clásicos o románticos imaginados por los poetas.

En Medea, por ejemplo, es la fiera que pinta Eurípides, justa, noble, iracunda, recelosa, que ama o mata con igual furor, que da a sus hijos su sangre, o bebe con ansia la de ellos; -¡pero que nunca los abandona! Es una mujer hercúlea, morena, con el cabello y los ojos negros. Su frente es chata como la de la pantera; anda y parece que salta; mira, y parece que olfatea; llora un desengaño, y parece que se queja de una herida; ¡todo es sangriento en ella! Sus manos, anchas y crispadas, asemejan a la garra de la leona; su traje desceñido deja entrever la recia trabazón de sus miembros, cuyos abrazos son mortales; su mirada, baja y escudriñadora, vagando entre sus dos hijos, revela un amor tan salvaje y natural, que pudiera compararse a la mirada del hambriento.

Pues vedla en María Stuardo... Ved a la dama delicada; a la mujer rubia, de formas suaves, cuello de cisne, manos largas y finas, sonrisa melancólica y ojos azules. -Advertiremos aquí que los ojos de la Ristori no tienen color propio, sino que se aclaran u oscurecen según la expresión que les dan sus afectos. -María Stuardo es una reina amable, una coqueta vencida por el dolor, cargada de recuerdos que se parecen a remordimientos. Luego, cuando se ve enfrente de su enemiga, estalla su cólera; pero no ya la cólera de Medea, no la sed de sangre del tigre, sino la furia de la indolente culebra, que, una vez pisada, silba y se retuerce y abofetea cien veces a su víctima y acaso le escupe a la cara mortal veneno. En el último acto es a la par la reina católica y la mujer en capilla, o, por mejor decir, el espíritu audaz del mártir que desafía la muerte, y la carne estúpida y medrosa que se rebela clamando por la vida. -¡Difícil y magnífico contraste! Él constituye uno de los más grandes triunfos de la Ristori.

En Mirra, virgen de cuerpo y prostituta de alma, poseída por el demonio del deseo, ya triunfa de él y resplandece como una vestal, ya cede a sus tentaciones, y suspira y llora, devorada por el criminal apetito, o ya, en fin, lucha a brazo partido con la furia de la pasión, como el energúmeno que oye el exorcismo. Hay quienes no han comprendido lo terrible de esta lucha y han tachado de exagerada a la Ristori en el acto del casamiento. Así a éstos, como a los que la han encontrado demasiado provocativa y lúbrica en la última escena, les recomendamos que lean y relean aquel oh madre mia felice!... que encierra más fuego nefando, más recreación maldita, más cinismo mental del que nos tradujo la Ristori. -En todo caso, de todos estos horrores debe culparse a Alfieri, o a la mitología griega. Mirra sufre el mismo tormento que los hijos de Laocoonte: unas sierpes infernales, -su nefando deseo, -la ahogan contra el seno de su padre, y ella pugna por desasirse. -He aquí explicada la escena de la ceremonia nupcial.

La muerte de Camma -y pasamos por alto la escena del disimulo en el segundo acto, que vivirá eterna en nuestra imaginación; -la muerte de Camma es otra de las grandes revelaciones que debemos al genio de la Ristori. Hemos visto allí agonizar a una mujer envenenada: el barro terrenal luchó primero con la muerte, y resultó vencido: pasaron las convulsiones últimas de la materia, y el alma quedó libre. Camma reclinó la cabeza, y descansó en el seno de la muerte. Pero entonces asistimos al triunfo de su espíritu desatado, a la apoteosis de su alma de mártir, a su llegada al cielo, a su entrevista con las almas de su padre y de su madre, a su encuentro con el esposo que había perdido. -La voz de la Ristori no era entonces de la tierra; la luz que alumbraba su semblante no era la del mundo; las alegrías que la embargaban no eran ya de esta vida. Fue un momento en que el Olimpo se entreabrió ante la maga, inundando al público de aquella beatitud celeste que enseñaron los vates y los profetas, y consolándole de la muerte de la inocente Camma.

Pero fuerza es terminar, que no hay lienzo en que quepan las mil y mil figuras que se agolpan a nuestra imaginación... Rosmunda, indignada; Pia, convenciendo de su inocencia a su esposo; Blanca, acusando a Fazio ante el tribunal, Blanca arrepentida, Blanca loca...: el «¡Tú!» de Medea; el «Chi fu?» de Camma, cuando sabe el asesinato de su marido; el «figlia d'Anna Bolenna» de María Estuardo; el silencio de Mirra...: todo lo que hace, todo lo que dice, todo lo que piensa la Ristori es digno de mención y elogio, imposible de narrar, superior a nuestros aplausos.

Sólo diremos, para concluir, que tenemos la seguridad de que el poeta que entrega una obra a la Ristori para que la represente, puede exclamar, después de haberla visto: -Hay quien conoce a mis personajes mejor que yo.

1857.




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Roberto il Diavolo


- I -

Era martes, -día aciago.

El termómetro marcaba tres grados lo bajo cero.

Por la tarde había habido sesión en el Congreso y gran parada de mujeres hermosísimas desde la Fuente Castellana hasta la iglesia de Nuestra Señora de Atocha.

La esfera central del reloj de la Puerta del Sol marcaba las once y cuarto, la de la izquierda las nueve, y la de la derecha las dos y cinco minutos.

Sin embargo, eran las siete y media. -Iban dos horas de noche.

Los pobres se acostaban ya; porque contra el frío, cuando no hay leña, la cama es el mejor remedio.

Los revendedores, esos buques negreros, cuyo tráfico, más o menos inmoral (que ésta es ardua cuestión política y económica), ningún Gobierno de Europa ha podido estorbar hasta de presente, se hallaban apostados en las avenidas del teatro Real.

A las puertas de este suntuoso coliseo agolpábase una impaciente muchedumbre, compuesta de encarnizados filarmónicos, de alegres estudiantes, de dichosísimas parejas, de piratas callejeros (como ha llamado Fernández y González a ciertos modernos Tenorios), de educandas del Conservatorio de María Cristina, de fugitivos del teatro de la Zarzuela, y de personajes de segundo orden que se aficionaron a la música en administraciones pasadas (ésta es la frase) y que hoy ahorran de sus haberes de cesantes la humilde peseta que cuesta penetrar en el Paraíso...

Cuatro no interrumpidas filas de coches de todos tamaños y categorías acudían, entretanto, por las calles del Arenal, de Vergara y de Santo Domingo, cargados de huecas y perfumadas hermosuras, de diputados nuevos, de liberales arrepentidos, y de viejos y de viejas..., si es que existen viejas en esta villa y corte.

Skoczdopole, en fin, y su ejército de músicos hallábanse ya en sus puestos...

Tableau! -Roberto il Diavolo iba a principiar.




- II -

Roberto il Diavolo, -ya lo hemos dicho en 1853, 1855 y 1857, pues esta ópera se canta un año sí y otro no, -es el spartitto más colosal que conocemos, no por su extensión, que también es enorme, sino por su índole y naturaleza, y no decimos el más bello para nuestro gusto, porque nuestros amores musicales serán siempre para aquella apasionada melodía que pudiera decir como una heroína de Dante:


    Siede la terra dove nata fui
su la marina dove'l Po discende,
per aver pace co'seguaci sui.



Amamos, sí, extraordinariamente la música italiana: El Barbero, Guillermo Tell, Otelo, Norma, Sonámbula, Los Puritanos, Lucrecia, Lucía, La Favorita, Poliuto, El Elixir de amor, serán siempre nuestras óperas predilectas; pero no por eso desconocemos que la múltiple y profunda filosofía de Roberto, sus varias inspiraciones, sus armonías originalísimas, el arte de abarcar todos los sentimientos y todos los estilos, la portentosa facultad de llorar, reír, blasfemar, agitar los campamentos, remover las tumbas, sublevar los infiernos, escalar el cielo, visitar la soledad de los montes, vagar entre las ruinas, cruzar los palacios, cantar el amor, la fe, la guerra, la caída de un ángel, la misión de otro, la vida entera del hombre que zozobra entre el bien y el mal, así como todas las pasiones que vienen a combatirlo, y combinar todo esto, y fundirlo en un poema que ofrece una fisonomía propia, que tiene una expresión dada, que es, en fin, una obra de arte y una obra maestra, son milagros que estaban reservados a Meyerbeer, a ese titán que admira y venera toda la Europa.

Y lo maravilloso, lo inconcebible, es que Meyerbeer, en Roberto il Diavolo, al par que abarca tan ilimitado espacio con su imaginación; al par que escribe el poema de la tierra y de los cielos, como Goethe en su Fausto, concreta y determina la expresión de sus cantos en una época, en un país, en unos caracteres dados: Sicilia, la Edad Medía, el Catolicismo, hállanse interpretados en esta obra de un modo tan especial como si la melodía no propendiese a reflejar a la humanidad de todos los tiempos, al hombre de todas las razas, al Dios de los orbes sin fin. Podemos, pues, descender de tan altas apreciaciones y ver el Roberto como drama local y humano, afirmando que, si alguna vez la música es un idioma, si pinta, si escribe, si traduce, en ninguna parte habla tan claro como en esta obra.

¿De qué acto, de qué pieza trataremos? -¿De los cantos que se refieren a la tradición de Berta, de aquella joven normanda seducida por el diablo? ¡Qué santa y patética es la melodía que la representa! -La mística autoridad del testamento, ¡cómo se traduce en aquel canto!... (Nosotros preferimos el libreto francés:


Va, dil elle, va, mon enfant...



¿Hablaremos del hondo dolor, de la solitaria pena del ángel caído? Recordad la invocación de Bertramo, aquellos acentos de una rabiosa desesperación:


Roi des enfers, c'est moi qui vous appelle,
moi, damné comme vous!



¿Queréis amor, amor inocente y puro como las flores del campo, como la soledad de los bosques? Oid a Alice, que busca a Rambaldo en el tercer acto por las rocas de Santa Irene. ¿Queréis amor combatido, apasionado, trágico y abrasador? Recordad la inimitable romanza de Isabela en el cuarto acto; aquella súplica vehemente, delirante, irresistible; aquella glosa de un acento que recorre todos los tonos de la elocuencia; recordad aquellas arpas que lloran, aquel océano de instrumentación que viene a estrellarse a los pies de Roberto, aquel Grâce! mil veces repetido, que solloza, que se retuerce, que se ahoga en la garganta, que escala los cielos. ¿Queréis más? Oíd el cuarto acto, aquel oratorio digno de Mozart y Haydn; oíd aquel coro de monjes, que parece cantado al otro lado del sepulcro, más allá de la vida, en la paz de la muerte; oíd aquel terceto...


Ô tourment, ô supplice!



melodía suprema que flota entre la gloria y el infierno; marejada de bendiciones y blasfemias, de ruegos y de imprecaciones, de esperanza y de temor; expresión culminante de todo el spartitto; y luego ved cómo se resuelve en un cántico sobrehumano, celestial, inefable, que va a perderse en los espacios sin límites, como las oraciones y las almas de los justos...

Pero ¡diablo! ¿Qué estamos haciendo?¿Es acaso posible dar en un folletín la idea de esta ópera? ¡Pues qué! ¿Las revistas se cantan al piano? -Id..., id a Roberto, y si tenéis alma, ella os dirá lo que no cabe en un folletín, lo que no puede hablarse ni escribirse, lo que nosotros experimentamos siempre que oímos verdadera música...




- III -

Pero ¡ay! ¡no vayáis al Roberto que se canta... o se chilla este año en el teatro Real de Madrid!

1858.






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Contra las zarzuelas


Advertencia

Si alguna memoria puede quedar hoy de los centenares de Revistas de teatros que escribí durante aquellos años (de 1855 a 1859) en que me arrogué audazmente la profesión de crítico, es indudablemente el recuerdo de la porfiada guerra que hice a las zarzuelas, entonces muy en boga.

Reconozco que fui exagerado en mis ataques a este género de espectáculos; pero sírvame de disculpa la exageración con que lo patrocinaban y ensalzaban por su parte otros escritores y el alarmante favor que llegó a alcanzar en toda España.

Aconteció entonces que todos nuestros autores dramáticos y todos nuestros músicos dedicáronse a escribir zarzuelas, abandonando los unos el teatro español de verso y propalando los otros que la ópera nacional nacería del cultivo de aquella clase de composiciones. Los coliseos de verso y el de la ópera italiana se vieron, pues, desatendidos por el público, que se solazaba grandemente con los híbridos y grotescos engendros que constituían el repertorio del célebre Caltañazor.

Ni era esto todo: a la sazón no se habían creado todavía los nobles centros de verdadera filarmonía que hemos admirado y aplaudido después en los Cuartetos del Conservatorio y en los Conciertos matinales o nocturnos de teatros y jardines situados en las afueras del antiguo Madrid. Haydn, Mozart, Beethoven, Mendelssohn, Weber, todos los gigantes del arte musical, eran desconocidos del pueblo español. Euterpe no recibía en nuestra patria más culto público que el que le rendían nuestros instrumentistas, nuestros cantantes y nuestros compositores por medio de las decantadas zarzuelas... Estaba, pues, comprometida hasta la esperanza de los amantes de la verdadera música, en el empeño que maestros tan insignes como Arrieta, Barbieri, Saldoni, Oudrid, etc. (algunos de ellos autores de ya aplaudidas óperas), mostraban en llegar por el camino de la zarzuela a la consolidación del teatro lírico español.

Contra pretensiones y aspiraciones tan insensatas, era contra lo que me revolvía yo en mis escritos, no contra la zarzuela en sí, como se verá en los fragmentos que reimprimiré a continuación. Yo concedía a la zarzuela el derecho de existir como un espectáculo burlesco que simbolizase, no los progresos y tendencias de un arte naciente, sino la deliberada caricatura de un arte de mayores y más solemnes miras.

El tiempo ha venido a darme la razón: la zarzuela, al cabo de veinte años de favor público, no ha engendrado la ópera española, sino los Bufos madrileños.

Léanse ahora todas las razones en que yo fundaba en aquel tiempo mis hoy realizadas profecías. No insertaré, sin embargo, sino extractos de mis revistas, o sea los trozos más sustanciales y de crítica más general, omitiendo en lo posible los ataques concretos contra determinados autores o contra sus obras. -En el fragor de las batallas, estos ataques y los que yo recibí pudieron estar justificados. Hoy no me queda ya sino aprecio y hasta cariño hacia mis adversarios de entonces.

Es lo que les pasa a todos los militares retirados: que, al fin de su vida, sólo tienen palabras de afectuoso respeto para nombrar a los mismos guerreros a quienes en otro tiempo llamaban antonomásticamente el enemigo.

En cambio, nunca deja de inspirar fanático amor a cada uno la bandera que tremoló en el combate, como le inspira eterna aversión el estandarte que vio ondear enfrente del suyo.

1871.




- I -

De la zarzuela


[...]

Viva la música burlesca, viva la tonadilla confundida con el sainete, viva el vaudeville joco-serio, salpimentado de coplas y de finales cuyo trivial sentimentalismo está al alcance de las traviatas más ínfimas. Viva en hora buena todo esto; pero viva en los pueblos donde la música nacional cuenta ya con más solemne culto, tiene abiertos más nobles palenques, ostenta más ilustres títulos; viva, por ejemplo, en Francia, donde hay un teatro de Grande-Opera-seria francesa, que produce las inmortales obras de Halevy, de Auber y de Meyerbeer; viva allí, donde ya puede jugarse con el arte como con un león domesticado; viva allí, donde saben caricaturarlo todo, hasta la melodía, ese aliento de Dios! -Y viva aquí también, si queréis; pero no resumiendo la vida de nuestra música nacional, no absorbiendo todos nuestros talentos líricos, no representando nuestra ilustración filarmónica. Viva aquí..., ¡pero en la esfera de los espectáculos que sólo se propone recrear; no al nivel del coliseo donde la verdad y la filosofía tienen su cátedra, ni al nivel del templo adonde van las almas a embriagarse con las armonías del sentimiento, único idioma universal, cuya clave está en todos los corazones privilegiados.

[...]

Pero hablemos un poco de los libretistas.

¿Queréis saber lo que han encontrado nuestros poetas en la plazuela del Rey?

Fracasos, desdenes, silbidos, y cuando más, respetuosa tolerancia.

Bretón, el ilustre Bretón, el autor de El Pelo de la dehesa, ha visto naufragar sus dos zarzuelas: El Novio pasado por agua y Las cosas de Don Juan.

Rubí, el autor de El arte de hacer fortuna y de Los dos validos, no consiguió acertar en Tribulaciones y zozobró en La Hechicera.

Atina García Gutiérrez en El Grumete, y yerra en La espada de Bernardo, y cae en La cacería real. -¡García Gutiérrez, el autor de El Trovador!

Ayala, el creador de El Hombre de Estado y de Rioja, dramas de primer orden, ve pasar desatendidas La Estrella de Madrid y criticados Los Comuneros. ¡Quince noches bastaron a enterrar cada una de esas obras!

Eguílaz, popular a los veintidós años y una de las mejores esperanzas de nuestra literatura, va a pique de un modo lamentable en La Vergonzosa en Palacio.

Suárez Bravo hace de Las señas del Archiduque la hoz que siega los laureles de ¡Es un ángel!

Larra goza de justo renombre de buen dramático; pero ni su nombre basta a proteger Un embuste y una boda, que se hunde en el abismo.

Doncel estrena su sepulcro al son de los silbidos de La Picaresca.

Cisneros escribe un drama, Esperanza, que le da un nombre. La litera del oidor le da mucho menos, puesto que le da un mal rato.

Villalosada truena en La Dama del Rey.

Y Larrañaga, y Arnao, y Larrea, y Lozano, y Guerrero, y todos, en fin, chicos y grandes, caen en la misma tentación y logran el mismo resultado.

Mas no por esto se contriste la musa española. Esos desastres son triunfos. Nuestros dramáticos están demasiado acreditados para que pueda perjudicarles su impotencia en este género espurio.

Pero ¿en qué consiste esa impotencia? nos preguntaréis.

En que los libretos españoles pecan de demasiado líricos, de muy graves, de sobrado decentes; en que la zarzuela es propia de la ligereza transpirenaica; en que aquí no somos diestros en la pantomima, en la paradoja, en la onomatopeya, en la prestidigitación, en el arte de brocha gorda.

Por eso agradan más las zarzuelas traducidas; por eso, y dichosamente por eso, no saben inventarlas nuestros primeros literatos, mientras que los dioses menores (¿para qué nombrarlos?), los libretistas que no saben escribir, no digo ya en castellano, pero ni tan siquiera en racional, logran cada éxito con sus poemas zarzuelescos, que es cosa de quemar uno su librería.

[...]

¿Adónde vamos? ¿Qué es esto?

Dichosamente, no vamos a ninguna parte.

Dichosamente, esto no durará.

La zarzuela morirá, como murió el género andaluz, como murió Churriguera, como morirá el miriñaque.

Y morirá, porque si los poetas no se cansan de trocar su gloria por un puñado de plata, el público abrirá los ojos, y verá que en el Circo pierde el tiempo, el dinero y el buen gusto.

[...]

Un crítico, en un momento de distracción, -pues no es posible creer otra cosa, -ha confundido al libretista de zarzuelas con el libretista de óperas, sin considerar que son oficios muy distintos.

En la zarzuela rige el poeta: en la ópera rige el músico. En la zarzuela la letra es lo principal y la música lo accesorio: en la ópera acontece lo contrario. Quitad las palabras a una ópera después de escrita; cantadla tarareada o solfeada, y quedará la ópera en pie.

Y esto es tan cierto, cuanto que el libreto se canta en italiano ante un público cuya mayor parte no lo comprende y que, sin embargo, nada echa de menos...

Porque la música es un idioma, volvemos a decir, cuando no se propone solamente recrear, y el libreto es un andamio que sirve para levantar el edificio y se retira después de concluida la obra.

En la zarzuela la música no expone, no expresa nada: es, un lujo, un adorno. Y ¡ay del músico que se entusiasma y se eleva en el teatro del Circo!

Que allí no se va a oír música, sino a ver trajes, desfiles de tropas y decoraciones magníficas; a ver a la tiple vestida de hombre y al caricato vestido de mujer; a oír redobles de tambores, repiques de campanas, algazara, tiros y jolgorio... -¡Entonces se aplaude; entonces hay lleno completo!... -¿No es verdad, señores empresarios?

Preguntad a un parroquiano del Circo por ese mismo Meyerbeer, por su Roberto il Diavolo, y os dirá que le apesta!

No: la zarzuela no engendrará la Ópera nacional.

¡Ni menos desarrollará la música española!

¡Pues qué! ¿Podrá decirse que toda la música que se canta en el Circo es española, que tiene carácter de tal, que es original siquiera?

Nosotros, pobres melómanos, simples oyentes, que, obligados por nuestro oficio de folletinistas, vamos a aquel coliseo como si fuéramos al Purgatorio, podemos asegurar haber escuchado allí música francesa, alemana e italiana, a vuelta de alguna que otra seguidilla española; y no nos detendremos a citar, como pudiéramos hacerlo, y lo haremos en su caso, pieza por pieza, motivo por motivo, acompañamiento por acompañamiento.

[...]

Tiene la zarzuela otro inconveniente que no le permite crecer, y es la dificultad, casi la imposibilidad, de encontrar cantantes que declamen o actores que canten... como se debe cantar y declamar.

[...]

Dícesenos que Rossini y Verdi empezaron por poco y llegaron a mucho. -¡Pues que nuestros principiantes hagan zarzuelas, y nuestras notabilidades escriban óperas o no escriban nada!

Por lo demás, Saldoni y Arrieta empezaron componiendo óperas, y acaban haciendo zarzuelas. -¡Esto es progresar!

[...]

Queremos la ópera española, y la esperamos, y nunca tiraremos de los pies a nuestros compatriotas para evitarles que suban a un digno puesto, sino para bajarlos de un puesto indigno. La ópera española puede existir y existirá. Nuestro suelo ha dado a Europa cantantes de primer orden. La Malibran, Paulina García, la Condesa de Fuentes, Amalia Anglés, Echevarría, Carrión, Belart, Rodas, Unanue, García y los que ahora no recordamos, nacieron en España, y muchos de ellos recorren hoy los primeros teatros del mundo. Nuestro suelo ha dado también y tiene músicos capaces de escribir la ópera. Martini, Cuyas, Inzenga, Gomis, Saldoni y otros varios comprueban nuestro dicho. El Sr. Barbieri, si desatase su inspiración aprisionada en el Circo; Arrieta, orgullo de nuestra patria; Gaztambide, ¡el mismo Gaztambide! Oudrid, etc., escribirían la ópera nacional si quisieran; y esto es tan positivo, que dentro de algunas noches (lo decimos con inmensa satisfacción) se cantará en el teatro Real la Isabel la Católica de Arrieta, ópera que vale más que todas las zarzuelas habidas y por haber.

[...]

Día llegará en que nuestros músicos nos estrecharán la mano, confesando que hemos tenido razón en atacar tan rudamente la zarzuela.

Aquel día la música española se cantará en todos los pueblos extranjeros: aquel día la zarzuela vegetará en un barrio de Madrid.

[...]




- II -

Los Magyares



1

-¿Ha estado V. en Los Magyares, señor folletinista?

-No, señor... Hace tres noches que no se encuentra un billete ni por un ojo de la cara.

-¡Ya lo creo!... Los Magyares es el non plus ultra de las zarzuelas. A mí me gusta más que Catalina.

-¿Es V. filarmónico?

-No, señor: de Getafe.

-Digo que si le gusta a V. la música...

-¿Cuál?

-¡Hombre! ¡la música!

-¡Qué música ni qué ocho cuartos!... Mire usted: Caltañazor sale montado en una mula, y, sólo de verlo, nos echamos a reír. No sé en qué consiste; pero siempre que habla ese hombre, aunque no sea gracioso lo que diga, se me va la carcajada!...

-Afinidades.

-No sé... Y ¡qué decoraciones! ¡Han gastado un dineral en espigas!... En fin: es la gran función del año... Dicen que dará muchas entradas.

-¿De quién es el libreto? ¿De Ayala?

-No, señor

-¿De Bretón?

-No, señor... ¡Esos no saben dónde tienen la mano derecha! -Es de Olona.

-¡Hombre! ¡Ese autor no se equivoca nunca!... ¡Todas sus obras tienen un éxito brillantísimo!

-Un éxito envidiable.

-No diré yo tanto. -¿Y el spartitto? ¿Será de Barbieri?...

-¡Qué! No, señor...

-¿De Arrieta?

-¡Ca!... ¡El esparterito es de Gaztambide! ¡Y salen segadores, húngaros y borregos!...

-Pues es preciso ir.

-¡Ya lo creo!... ¡Verá V. cosa buena!... Y eso que no canta la Ramírez!... -En fin... Hasta luego... Ya nos veremos por allí...

-Vaya V. con Dios, hombre... ¡Vaya V. con Dios!




2

Las carnes se nos abrieron cuando quedamos solos, al pensar en que acaso no nos gustaran Los Magyares como progreso de la Ópera española, y nos viéramos, por consiguiente, en la precisión de anatematizarlos desde nuestra cátedra de folletinista.

-¡Oh Dios! (dijimos). ¡Que nos gusten Los Magyares! ¡Que el público tenga razón! ¡Que suceda un milagro! ¡Que haya una zarzuela buena! -¡Oh!... ¡Si Los Magyares no nos gustan, estamos perdidos!

En efecto: ¿quién lucha con las turbas de los barrios, que dicen que la zarzuela nueva es mejor que La Cola del Diablo? ¿Quién lucha con toda la Prensa, que ha consignado en una y otra gacetilla que la tal obra es admirable? ¿Quién lucha con la realidad de las cosas; con ese público que acude en masa; con esa Empresa satisfecha de si misma; con una función, en fin, en que se ha gastado mucho dinero?

En medio de esta agitación, oímos sonar las ocho de la noche.

Cinco horas después conocíamos ya Los Magyares. -¡Somos el ser más desgraciado de la tierra!




3

Respeto y consideración merecen, sobre todo en nuestro país, los miles de duros que la Empresa del teatro de la Zarzuela ha gastado en la decoración y equipo de Los Magyares, Ópera española del maestro Gaztambide, letra del poeta Olona. Por este respeto y esa consideración, y no por falta de buen sentido -al menos así nos lo hace creer nuestro orgullo nacional, -hase mostrado tolerante y benévola la ilustrada Prensa de Madrid con la nueva obra, tributándole unos elogios que no son para discutidos, y que seguramente no estaban en el ánimo de los señores gacetilleros... Pero respeto y consideración son esos que ceden, en nuestro juicio, ante más altos respetos y atendibles consideraciones; ante las leyes de la razón y del buen gusto; ante los fueros de la música y de la poesía, temerariamente atropellados; y así, mal que le pese a la paz de nuestra vida, cogemos la pluma con el valor de quien cumple con su conciencia, no para oponernos a la opinión general, pues sabemos que la opinión general está de nuestra parte, sino para consignar en letras de moldelo que la opinión general murmura por lo bajo y no se atreve a repetir a la luz del día, en gracia de los susodichos miles de duros; lo que dice el claqueur en su casa; lo que asienta el flateur en el café; lo que publica oralmente en las tertulias el mismo periodista que batió palmas en su diario; lo que está, en fin, en el pecho de todos y en boca de ninguno, esto es, que Los Magyares no es, como la titulan, una Ópera española, sino un disparate literario y musical, indigno de ser representado en un teatro nuevecito, ante un público de guantes blancos, en nombre del arte y de la literatura y a costa de tantísimo dinero.

Desmenucemos este párrafo.




4

Ante todo, seamos los primeros en rendir un tributo de admiración a la Empresa por su arrojo y prodigalidad, al maquinista por su pericia, al pintor por sus ingeniosas concepciones, al director de escena por su maestría, al sastre por sus conocimientos históricos e indumentarios, y, finalmente, a todos los que han contribuido al aparato de Los Magyares, obra presentada al público con una perfección y un lujo insólitos en nuestros teatros, y verdadero modelo de mise en scène que recomendamos eficazmente a la Empresa del teatro Real, ya que es éste el pie de que cojea hace algunos años.

Y he aquí todo lo que tenemos que elogiar en una función músico-literaria, en una Ópera española, en el supremo alarde hecho por la Empresa del teatro de Jovellanos para justificarse de haber inferido esta temporada todo género de ultrajes a las desventuradas Euterpe y Talía...




5

¿Y el libreto?

¿Y el spartitto?

¿Y la zarzuela?...; decimos mal: ¿Y la Ópera española?

¿Y el pretexto de tantos gastos?

¿Y las cinco horas que pasa el público en aquel salón?

¿Y el arte?

¿Y la literatura?

¿Y Los Magyares?

¡Qué! Porque Pizzala el platero hiciera pública exposición de sus diamantes y esmeraldas en medio del peor drama de Comella, ¿habíamos de dejar de silbar el atentado literario?

¡Qué! Porque unos cómicos de la legua se presentasen muy bien vestidos en el escenario del Príncipe, ¿habíamos de tolerarles que pisoteasen El Hombre de mundo?

!Qué! Porque en Los Magyares se haya gastado mucho dinero en trajes y decoraciones, ¿hemos de oír impasibles el libreto del Sr. Olona y la música del Sr. Gaztambide? ¿Hemos de permitir que nuestros discípulos del Conservatorio lleguen a tararear semejantes obras? ¿Hemos de soportar que nuestro pobre público de las galerías crea que eso es una Ópera española? ¿Hemos de consentir que los elementos de vida y prosperidad que encierra una Empresa tan rica como la de Jovellanos, se empleen en un terreno tan estéril, tan desagradecido, tan ignominioso para nuestras musas?




6

Vamos al libreto.

¿Qué se ha propuesto dar al público el señor Olona al presentar su libro de Los Magyares? ¿Una broma? -¡Pues a fe que es broma pesada!

Mas, por si va de veras, repare en la impasibilidad del público durante los cuatro actos de la zarzuela, y en que los aplausos vienen de ciertas galerías atestadas de aguadores y soldados.

Y es que los medios que se emplean para arrancar estos aplausos son tan absurdos, que no sabemos cómo tuvo el libretista serenidad para escribirlos...

Si a disparates que choquen vamos, proponemos desde ahora un argumento de zarzuela -y como él se nos ocurrirían veinte por minuto, -de éxito indefectible:

Que el teatro represente una noria.

Caltañazor ha sido condenado por el rey de Taití a darle vueltas a la susodicha.

El Sr. Gaztambide escribe en el divino idioma de Donizetti las armonías imitativas del crujido de las ruedas y del gotear del agua.

A cada vuelta que dan los cangilones, sale de la noria un corista vestido de miliciano nacional bailando la cachucha.

Cuando ya está fuera todo el coro, Caltañazor lo arenga.

Pero el coro se enfada y lo echa a la noria.

El público cree que su favorito ha muerto.

Pero Caltañazor saca la cabeza por la concha del apuntador, y dice a sus admiradores de las galerías:

-Señores... ¡si estoy aquí!

Fin del acto primero.

¡Qué éxito tan ruidoso! ¡Qué aplausos! ¡Qué ganancia tan espantosa haría la Empresa con una función semejante!

¿No es éste el secreto, Sr. Olona?

Pero seamos circunspectos.

En los más disparatados engendros de la grotesca musa de Francia hállase al menos, ya una sutil paradoja, ya una parodia llena de gracia y de inventiva: los caracteres menos verosímiles tienen cierta unidad; los hechos cierta ilación; la caricatura, por abultada que sea, ofrece un lado lógico...

En Los Magyares, ni hay caracteres, ni los personajes tienen memoria, entendimiento ni voluntad. -Todos son tontos; todos se dejan engañar como chiquillos; todos hacen lo contrario de lo que se propusieron hacer; todos olvidan lo que acaban de decir; todos descubren a lo mejor una penetración digna de M. Hume; todos, en fin, son víctimas de la impotencia dramática del Sr. Olona.

Por lo demás, ni un chiste nuevo, ni un verdadero epigrama. No es la sal de los hechos o de los dichos lo que hace reír, sino el despropósito, la atrocidad de una y otra inconveniencia.

De este modo todos seríamos Ramones de la Cruz. Con presentar una chica que en el momento de tomar el velo de monja dijese que le picaban las pulgas, o un moribundo que rompiera a cantar la rondeña, o un canónigo con espuelas, o una condesa que a lo mejor jurase y votase como un carretero, ¡ya tendríamos el efecto seguro!...

¿No es éste el secreto, Sr. Olona?

Al menos, ¡así están escritos Los Magyares!




7

De la música sólo diremos una cosa, y es que no la encontramos en toda la función. Oímos, sí, algunas rapsodias de Guillermo Tell, de Roberto, de Traviata, de Marina sobre todo, y varios calcos de nuestros cantos nacionales. Mas ¿qué importa la música... tratándose de una ópera? -¿Qué importa el carácter de esta ópera cuando se piensa en llamarla ópera española? -¿Qué importa el arte? ¿qué importa la Nación? ¿qué importa la propia dignidad cuando se trata de que el artesano y el tendero de comestibles, el portero y el escribiente, atraídos por la grosera plástica de un absurdo tan descomunal, den a su familia cinco horas de un placer preparado exprofeso para satisfacer su mal gusto, y lleven a la faltriquera de las codiciosas musas lo que debían llevar a la Caja de Ahorros?

¡Oh! ¡Nuestras artes, nuestras letras convertidas en eso que se llama saca dineros y engaña muchachos!

Terminemos.

Si la música española tuviese en España otros representantes, otra casa, otro porvenir, en buen hora se llevaran los diablos a los zarzuelistas con sus sacrilegios y sus profanaciones. ¡Pero que la música sea el arte del siglo XIX; que España pertenezca a Europa; que Madrid sea la capital de España, y que en Madrid esté reducida la vida musical a Los Magyares... es cosa horrible, que excita la indignación de todo el que tiene vergüenza!

El público acude, el público paga, el público aplaude... -¿Qué importa si un extranjero asoma la cabeza por el teatro de Jovellanos y la vuelve luego hacia su patria, diciendo en letras de molde: el África empieza en los Pirineos?

Ni ¿qué os importa tampoco esta revista?

1857.






- III -

Otra ópera... española


[...]

Tenemos novedad en el teatro de la Zarzuela.

Titúlase El Lancero.

Reflexión al canto... y a la letra. -A las zarzuelas les queda de vida el tiempo que tarden nuestros literatos en sacar a relucir las pocas corporaciones o clases civiles, militares y religiosas que no han aparecido aún en aquel escenario. Ya han salido a las tablas monjas, frailes, barberos afeitando en fila, marineros, colegialas, locos, y qué sé yo qué más. -Mañana serán los enfermos de un hospital coronados de gorros blancos; otro día será un coro de gallegos que van a esperar los reyes... Hoy son lanceros. -El caso es ofrecer decoraciones y trajes nuevos. -Lo demás no importa.

Que la letra sea una traducción o un plagio; que ponga colorada a la moral pública; que esté en catalán o en patois; que la música sea una trivial tonadilla o un detestable remedo de tal o cual trozo italiano o francés; que se cante en contrasentido con las palabras; que carezca de filosofía, de expresión y de gusto..., ¡chico pleito! -El negocio es que la tiple salga con pantalón y levitín, o el bufo con miriñaque; que haya vistosos uniformes y sables de verdad; que se digan equívocos tan decentes como los de El Lancero; que la acción estribe en que una mujer vestida de hombre esté encerrada con otra en una habitación, y en la natural alarma de cuantos ignoran el cambio de traje; que se oigan redobles de tambores, o repiques de campanas, o coros de bostezos y estornudos, si no se prefiriesen de relinchos; algo, en fin, que profane el arte y la literatura, y ya tiene V. al público inteligente loco de júbilo y con sus tres reales dispuestos a correr todas las noches.

Así es que el Sr. D. Ventura de la Vega escribe hoy una zarzuela de magia. ¡Después vendrá otra con fuegos artificiales; luego una en que se regalen naranjas al público; y Dios sabe si llegará el caso de que se permita a los abonados a anfiteatro tomar parte en los coros o besar a las coristas!

¡Decididamente la zarzuela es un espectáculo popular, nacional, español, en toda la extensión de la palabra!

¡Y, sobre todo, la cuna de la Ópera española!

[...]

1857.




- IV -

Por qué gustan las zarzuelas


(Réplicas a un amigo)


[...]

-Amigo mío (repliqué por último, resumiendo mis contestaciones): yo abomino de la zarzuela, antes por sentimiento que en fuerza de silogismos. Cáeseme el alma a los pies cuando medito en que la música, el arte peculiar del siglo XIX, la más sublime, y hasta si se quiere la sobrenatural expresión de la belleza, no tiene en España otros horizontes en que tender su vuelo, que los estrechos límites a que la reduce este mezquino espectáculo, mixto como todo lo decadente.

¿Qué es aquí la música? dígame V. -Una esclava puesta al servicio de un traductor de dramas de brocha gorda. ¿Qué probabilidades de éxito, de ganancia, de gloria, de inmortalidad, tiene un compositor de este teatro? -Las que le sobren a un maquinista hábil, a un gracioso caricato y a una fábula absurda, llena de espantables episodios e increíbles peripecias: -¡nada más!

Aquí el todo es el libro. -Que el libro ofrezca grandes rarezas en trajes y decoraciones, montañas practicables, ganado vacuno que discurra por la escena, una tiple bonita (si no, no sirve), y vestida de hombre por añadidura, y tiene V. el teatro lleno veinte noches. -Una glosa del bolero o del fandango y cuatro trompetazos que atruenen la cabeza, bastan, por lo demás, para que el filarmónico de estos barrios se figure que ha oído una ópera española.

El músico que quiere ir más lejos pierde el trabajo, el tiempo y la paciencia. -Ahora: si la tierna y apasionadísima melodía española ensayase el género sentimental, que es el que más cuadra a su índole y tendencias; si nuestros músicos -algunos lo han hecho, -en vez de atenerse a una servil imitación de las armonías exteriores de la naturaleza, buscasen en el cielo de la imaginación aquella habla reveladora de Rossini, de Bellini y de Donizetti, vería V. nacer de pronto una nueva escuela musical, que sería el asombro de toda Europa, como hoy lo son nuestros peregrinos cantos nacionales.

Pero mientras sigamos por esta senda de perdición; mientras el teatro español no arroje por la ventana ese crudo y malsano manjar que llaman zarzuela, en que el canto, o es gratuito, o material y onomatopéyico, y la instrumentación inadecuada y confusa, como todo lo que carece de inspiración; mientras usted oiga cantar a simples aficionados, entre los cuales apenas se cuentan dos o tres medio artistas, y vea escribir libretos a hombres que se confiesan... no digo profanos, sino antipáticos a la música, España será en esto una potencia de último orden, como lo es en otras muchas cosas. ¡Por eso no transijo con las zarzuelas, ni con este teatro, ni con los compositores, ni con V., que viene a consentirlos!

-Pero ¿y V.? ¿A qué viene? -me preguntó con mucha sorna mi antiguo amigo.

-¡Hombre!, yo vengo porque tú vienes, porque aquél viene; porque nosotros venimos, porque vosotros venís, porque aquéllos vienen.

-¡Vaya, vaya! (me dijo, dándome una palmadita en el hombro), V. modificará sus ideas. -Esto gusta... ¿No ve V. el teatro lleno? -Aquí se ríe uno, pasa el rato, ve muchachas bonitas, y...

-¡¡Y siente satisfecha su vanidad!!

¡A ver! Explíqueme V. ese pensamiento.

-Es muy sencillo, y da la clave de la duración de este espectáculo en España, así como de otras menudencias. ¡Oh! No sin trabajo he llegado a tan luminosa conclusión...

-Veamos esa conclusión.

-Mire V. ¡No hay cosa que las medianías aborrezcan tanto como al genio, ni nada que les agrade más que otras medianías menores que ellas! -Ahora bien: en el mundo hay una mayoría inmensa de hombres medianos y menos que medianos. -Vienen aquí esos hombres, y se encuentran con un músico a quien pueden criticar, con un cantante que necesita de su indulgencia, con un poeta que se contenta con hacerles reír, con un espectáculo, en fin, que no les dice ¡admira!, sino ¡tolera! El hombre mediano no se ve humillado, por consiguiente; no prueba la envidia; no siente la presión de aquel genio que, en otros teatros, le desprecia desde lo alto de las bambalinas... -«Aquí todos somos unos (dice mi hombre en la Zarzuela, enseñando la caja de dientes). ¡No lo hacen mal!... ¡Pobrecillos!...» -Y se ríe..., y está à son aise, sin temor a aplaudir inoportunamente, sin quedarse en ayunas del argumento, sin verse obligado a fingir que le gusta esto o lo otro, -cosas todas que le suceden en el teatro Real o en la representación de un buen drama. -¡Mire usted con qué aire de protección y de suficiencia se agita aquel banquero en su palco!.... Óigale usted cómo dice: «¡Qué tontería! ¡Vaya, sino sé cómo viene uno a estas cosas! -Yo se mucho más que el músico, que el poeta y que el cantante!»

¡Ah! no lo dude V.: la turbamulta, y en especial los ricos estúpidos, sienten satisfecha su vanidad y a salvo su natural amor propio en este teatro, que habla en su mismo idioma y que nunca se permite darse con ellos aires de superioridad.

[...]

1858.




- V -

Última palabra


[...]

La zarzuela agoniza... La zarzuela morirá antes que nosotros creíamos.

Démonos la enhorabuena.

Muerta la zarzuela, nacerá la ópera nacional; porque tenemos maestros, y los tendremos aún, que darán mejor inversión a su genio, más alta dirección a sus trabajos; porque nuestra patria ha producido buenos cantantes, y volverá a producirlos cuando no se esterilicen sus facultades en ingratas tareas, cuando no estraguen las primicias de su genio en las orgías musicales de la calle de Jovellanos.

En tanto, nuestros poetas, dejando de aspirar al triste salario que les ofrece el vulgo necio de que hablaba Lope, tomarán de nuevo el áspero camino de la gloria, y escribirán, como pueden, el drama y la comedia de nuestra edad filosófica.

El público mismo no comprenderá su ceguedad pasada, como hoy no comprende el entusiasmo que produjeron Comella y Churriguera; como hoy se asombra de haber tenido en gran estima las piezas andaluzas, el baile francés, a algunos personajes del reino y otras aberraciones del gusto.

Y el público, entonces, se dará también la enhorabuena.

[...]

1859.






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Carta y prólogo referentes al libro titulado En los Montes de la Mancha


- I -

Carta


¡Al diablo no se le ocurre lo que a usted, mi querido Navarrete! ¡Enviarme, para que yo lo presente al público, un libro que pugna con todas mis ideas y con casi todos mis sentimientos! -Demos de barato, hombre de Dios, que mi firma tuviese en el mercado literario todo el crédito que usted apasionadamente supone... ¿No conoce usted que lo tendría por algo, y que ese algo se fundaría en mi propia manera de pensar y de sentir? -¿Qué resultaría, pues, si a los que de mi opinión se fiaran, les recomendase yo una obra como ésta de V., que contradice todas las doctrinas de mis pobres escritos y hiere o desconoce los más íntimos afectos de mis habituales lectores? Resultaría el descrédito de mi firma, y, consiguientemente, la ruina de mi casa, dado que nadie volvería a comprar libro alguno de que yo respondiera, ya fuese en calidad de autor, ya como prologuista.

Pues añada V. (y guárdeme el secreto) que no tengo ese crédito literario; añada que mi papel de escritor apenas se cotiza ya en Bolsa; añada que, por asco a ciertas quiebras del oficio, estoy a punto de retirarme de los negocios, olvidando hasta que existan letras... en el sentido retórico de la palabra, y comprenderá V., mi comandante, cuán lejos me hallo de poder servir de padrino a su obra titulada En los montes de la Mancha, y cuán difícil sería, de todos modos, que mi padrinazgo le sacase a V. de ningún apuro.

Sin embargo... (respiremos): le quiero a usted tan de veras, me ha comprometido usted con tanto donaire, le debo tales mercedes, y hay tantos primores artísticos y literarios en esta obra, a vuelta de sus muchas atrocidades de concepto (perdóneme la claridad), que he discurrido un medio de complacer a V. en mucha parte, sin menoscabo alguno de mi conciencia y sin que pueda tampoco argüírseme de que giro contra el público al descubierto.-Dicho medio se reduce a enumerar pura y simplemente, en una especie de índice o resumen, todos los elementos que componen su Crónica de Caza, dejando al lector el cuidado de ver qué le conviene más: si quemarla sin leerla; si leerla y quemarla después, o si guardarla después de haberla leído.

Ahí le mando, pues, ya que no la carta de crédito que me pide, una que pudiera llamarse carta-factura, la cual, amigo mío, si bien indica algo, y aun algos, contra la misma obra a que va a servir de prólogo, no por ello deberá ser calificada de carta de Urías, dado que ni se la entrego a V. cerrada y sellada, como la que David puso en manos del esposo de Betsabée, ni mi deseo es que el público, al leerla, destine a cruda muerte este no del todo empecatado libro, sino, muy al contrario, conseguir que perdone las barrabasadas de unas páginas por las bellezas de otras, demostrando a V., con su indulgencia y su afecto, las esperanzas que todos tenemos de que un hombre de tanto ingenio, de tanto saber y de tan buen corazón como D. José Navarrete y Vela-Hidalgo, se canse de calumniar su propia naturaleza y de afligir a sus mejores amigos.

Lo es de V. impenitentemente,

P. A. de Alarcón.




- II -

Al público


El adjunto libro (¡oh mi antiguo protector y algunas veces cómplice!) débese a la pluma de un ex comandante de Artillería, actual oficial primero del Ministerio de la Guerra, dos veces diputado a Cortes; pi-margallista en el orden político y espiritista en el orden religioso; defensor, sin embargo, del insigne Cuerpo de Artillería en el Congreso de 1872; andaluz, de la provincia de Cádiz; de cuarenta y dos años de edad, salvo error de pluma o suma; perteneciente a una muy cristiana y distinguida familia; hermoso y robustísimo hombre, aunque prematuramente cubierto de canas; tan aseado de su persona y vestimenta, como él mismo se encarga de referir más adelante; fumador implacable; no bebedor ni jugador; bravo soldado; amantísimo hijo; hermano cariñoso; elocuente orador; buen matemático; pretendido filósofo, y autor del precioso libro titulado De Vad-rás a Sevilla, de algunas piececillas dramáticas representadas con mucho éxito, y de varios artículos de costumbres, de crítica literaria y de política, que todavía no han sido coleccionados.

Aunque esta su nueva obra (que yo no te recomiendo) se titula En los montes de la Mancha, Crónica de Caza, contiene muchísimas cosas que no son venatorias, ni manchegas, y que voy a ver de enumerar detenidamente, para que formes juicio por ti propio de si te acomoda o no emprender su lectura; pues, como la llegues a emprender, yo te juro que no dejarás el libro ni a tres tirones.

Contiene esta obra:

1º. Un tratado completo de Montería, muy técnico y minucioso, y el diario de operaciones de la Partida de Caza que le sirve de título.

2º. Un sinnúmero de Datos biográficos del autor y de pormenores de su vida, hábitos y costumbres; todo ello contado por él mismo en términos muy originales y graciosos.

3º. Un verdadero mosaico de nombres y apellidos, dichos y hechos, anécdotas y noticias referentes a todos sus amigos, sin distinguir entre los que (por su profesión o importancia) son hombres de dominio público, y los que nunca jamás habían figurado ni soñado figurar en letras de molde; cosa que te producirá, mientras leas, cierto sustillo muy sabroso, semejante al que nos causa el atolondramiento con que pisan la escena los aficionados de teatro casero o las alumnas del Conservatorio.

4º. Magníficos retratos tomados del natural y de cuerpo entero, que supongo parecidísimos, de cuantas personas le salen al paso durante la expedición (pues esta cacería más parece de seres humanos que de alimañas, y el Sr. Navarrete no yerra un tiro; de modo, que persona que él ve, ya puede estar segura de que cae revoloteando sobre la imprenta con todos sus pelos y señales)...

5º. Magistrales descripciones de cuadros de la naturaleza, dignos del pincel de Claudio de Lorena y de Poussin, donde figuran como pormenores hábilmente colocados los trances de la cacería, la pacífica aldea, la graciosa quinta, la humilde choza y el manso rebaño, y donde corre el agua, verdeguea la hierba, se columpian los árboles, ondea el humo de las cabañas, viajan las nubes, arde el sol, relucen las estrellas y sueña la enamorada luna; todo ello con tal propiedad, que le parece a uno estar viéndolo y prueba aquella emoción inefable que las campiñas, los bosques y las montañas producen en las almas que no son de cántaro.

6º. Una colección de Poesías, ya picantes, ya serias, cuáles descriptivas, cuáles amatorias, todas inspiradísimas y bellas y rebosando el fuego y la animación que siempre superabundan en la mente volcánica del antiguo artillero, cuyo espíritu tiene algo de polvorín o de santabárbara.

7º. Dos o tres escenas-discursos que huelen atrozmente a espiritismo, o sea fundados en la suposición de que los muertos vienen a este mundo a hablar con los vivos; broma que no sé cómo se atreve a sostener el Sr. Navarrete, cuando bien sabe que hasta ahora no ha podido comunicarme noticia alguna de ultratumba, a pesar de habérselas yo pedido con verdadera necesidad y grande empeño... -¿Quién no tiene seres queridos en el otro mundo?

8º. Un Tratado del vino de Jerez, con su correspondiente descripción de las célebres bodegas de D. Manuel Misa, y gran copia de curiosos datos sobre el particular, amén de una pícara historia de cierta visita que hicimos juntos a aquella catedral de Baco (no siempre se ha de decir templo); historia en que yo salgo, hablo y bebo como cualquier hijo de vecino, resultando un si es no es dudosa mi sobriedad o templanza, sin motivo suficiente para ello (que es lo peor).

9º. Una extensa disertación, en forma, sobre el Arte de derribar toros y sobre los llamados garrochistas.

10. Otra disertación sobre el carácter, genio y costumbres del renombrado poeta don Antonio Fernández Grilo, a quien (dicho sea de paso) yo también quiero mucho, y cuyo natural numen poético me causa verdadero asombro.

11. Una descripción, escrupulosamente cabal, de la Quinta de Vista Alegre, propia del Sr. Marqués de Salamanca, situada en Carabanchel de Abajo, donde salimos a relucir otra vez una porción de amigos del Sr. Navarrete, sin tener en cuenta que nosotros no formábamos parte de la excursión de caza que sirve de argumento al libro, y sin reparar en que los Carabancheles distan muchas leguas de los montes de la Mancha. -Pero el Sr. Navarrete y su obra son así, y esta manera de ser constituye su novedad y su encanto.

12. Toda una Novela, que ocupa el último tercio del tomo, titulada El drama de Valle Alegre... (Sin duda, este nombre de Valle Alegre es la justificación del capítulo sobre Vista Alegre, o viceversa, por aquello de -¿Han oído Vds. un cañonazo? -No, señor. -Pues a propósito de cañonazo..., etc.)

Por lo demás, el tal drama, o novela, tiene tanto de agrio como de dulce... -¡Lástima que quien sabe escribir aquel admirable capítulo denominado La casa vacía (que para mí es lo mejor de todo el libro) no cultive formalmente la novela, dejándose de zarandajas! Zarandajas son, por ejemplo (perdone que se lo diga), todas aquellas indignaciones, exclamaciones y contorsiones a que da margen el abintestato. -¡Si al Sr. Navarrete le urgía hablar mal del clero, de los tribunales de justicia, de nuestra legislación en materia de testamentos, y de los principios, todavía universales, en que descansa la propiedad..., debió armarse de razón; debió buscar mejor coyuntura; debió... -Pero veo que falto a mi propósito: veo que critico, veo que discuto..., y no es esto lo que he prometido hacer.

Torno, pues, a mi enumeración, y digo que en este libro hay otra multitud de cosas peregrinas y heterogéneas, entre las cuales citaré, como muestra de lo admirablemente que escribe nuestro hombre y de lo bien que siente (cuando se olvida de sus preocupaciones político-filosóficas), algunos pasajes que se recomiendan por sí solos, mucho mejor que yo pudiera hacerlo si empuñase el escalpelo de la crítica.

Desde las primeras páginas adviértense ya, como he dicho, el grande y profundo sentimiento de la naturaleza que atesora el alma del Sr. Navarrete, sus dotes de observador, la riqueza de colores de su paleta y el pintoresco desenfado de su estilo. Pero donde todas estas cualidades de paisajista se muestran más soberanamente es en el capítulo titulado Los Misterios del Monte. Describe allí ciertos solitarios parajes de una selva con tal unción y ternura, que el alma del autor resulta más frondosa, más apacible y más inofensiva que aquella augusta soledad, de la cual dice, noblemente conmovido:

«...En estas guardadas espesuras, que rara vez huella la planta del hombre, se requerirán de amores los castísimos ciervos, y se besarán con los picos los ruiseñores, mientras en las ciudades, bajo el sol del progreso, se hacen guerra mortal los reyes de la creación.»

Antes, en la pág. 73, ha pintado una velada de cortijo, donde sacaron sillas a la Puerta y se sentaron bajo el emparrado, sobre una alfombra de luna, rodeados de las escopetas negras y de los perros, a oír cantar a Trillo, al compás de una vihuela, unas seguidillas manchegas, en cuya descripción nótase el mismo sentimiento de la paz campesina y la propia habilidad de este gran poeta para expresarla con dos o tres rasgos de su inspirada pluma.

En otro lugar dice: «Es imposible pasar junto a las rosas que se columpian gentiles en sus tallos, coronando la verde hojarasca entre una multitud de encendidos capullos, sin que nuestros ojos se pongan en sus cálices con delicia, sin que nuestros labios sientan deseo de posarse en sus pétalos suaves, sin que nos aguijonee el anhelo de arrancarlas para disfrutar más tiempo de sus fugaces hechizos.»

Esas rosas se ven, se huelen, se desean. -¡Así se pinta, así se escribe, cuando se tiene alma para sentir la belleza natural! -¡Qué sencillez y qué vida, qué realidad y qué arte hay en esas facilísimas palabras!

¡Pues nada digo de la animación, de la exactitud y de la piedad con que, en la página 115, refiere el asesinato de una pobre cierva! -Ante aquella pintura palidece hasta el cuadro en verso, referente al mismo asunto, que se admira en la colección de poesías inserta en este mismo volumen. Y entonces, como siempre, deplora uno el empeño del señor Navarrete en echarla de malo, de ilegal y de esprit fort; pues se ve y se toca que es un hombre sensible y bueno, tierno y caritativo, aunque un tanto descarrilado, que lleva en su interior todas las ideas justas y todas las virtudes cristianas, algo dislocadas aquéllas y estropeadas éstas, es verdad... pero no perdidas ni sin compostura fácil, a pesar de los azares del descarrilamiento.

Por lo demás, y sin ser un escritor muy puro que digamos (en lo tocante a la gramática, se entiende), posee tan galano y rico lenguaje andaluz, conoce tan exactamente los nombres propios de todas las cosas y de todas las ideas; tiene tan al dedillo el tecnicismo de lo nacional y de lo extranjero, de lo vulgar y de lo culto, de lo casero y de lo científico, de lo natural y de lo filosófico, que pocos libros de su tamaño contendrán tanto número de voces, ni las presentarán usadas con tanta conciencia como esta Crónica de Caza. -Se ve que el autor sabe matemáticas; se ve que ha vivido largo tiempo en el campo; se ve que es hombre político; se ve que ha sido artillero; se ve que ha guerreado; se ve que es poeta; se ve que se ha criado en buenos pañales; se ve que ha leído mucho; se ve que frecuenta casas principales; se ve que filosofa en el Ateneo; se ve, en fin, que conoce el mundo por sí mismo y no de oídas.

En resumen: este libro, más que una obra artística, determinada y concreta, es una especie de exposición de todas las aptitudes literarias del Sr. Navarrete; algo por el estilo de la cartera en que los pintores van reuniendo sus bocetos y ensayos en cada género; una colección de muestras de su ingenio privilegiado, que lo acreditan a mis ojos de inspirado poeta, elocuente prosista, observador muy sagaz y habilísimo narrador, calidades todas que darán de sí un novelista de primer orden el día que se resigne a tratar cualquier asunto adecuado para el caso, y a someterse un poco a las por él muy conocidas reglas del arte.






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Regreso de Zorrilla a España en 1866

Carta al director de «El Museo Universal»


Diez y ocho años han transcurrido desde que nuestro gran Zorrilla abandonó el suelo de España. -¡Diez y ocho años! ¡Toda una vida! ¡Casi la edad que contaba el inspirado vate el día que conquistó el primer laurel sobre la tumba de Fígaro! -Ello es que cuando la generación literaria que hoy milita empezó a percibir, estremecida de entusiasmo, los mágicos sones de aquel arpa que sonaba al modo del laúd de los antiguos trovadores y de nuestros épicos romanceros, ya el poeta de la fe y de la caballería, de la cruz y del islamismo, de María y de Granada, no vivía entre nosotros, sino que cruzaba el Océano para ir a perderse, como huésped de la apartada y espaciosa América, en un limbo que no era la muerte ni la vida, y que tenía algo de una anticipada posteridad.

Que esta posteridad le ha sido fiel y cariñosa; que no le ha olvidado ni desconocido un solo momento, a pesar de lo efímera que es la fama en los turbados y mudables tiempos que corremos, dígalo el afán con que todos hemos seguido el lejano resplandor del astro que alumbraba otro hemisferio, con que hemos contado los años de su ausencia, con que hemos recogido los últimos acordes del plectro de oro del vate peregrino, y conservádole en constante actualidad su puesto de honor a la cabeza de nuestros poetas, como suelen en los ejércitos llamar y considerar presente al héroe que fue baja, pero a quien se juzga irreemplazable.

Durante este tiempo han muerto muchos hombres ilustres, maestros o camaradas del poeta ausente; han aparecido otros genios, justamente reputados en el mundo de las letras; han pasado y han surgido escuelas literarias; se han operado cambios radicales en la sociedad española; la crítica ha mudado una y otra vez sus dogmas y sus sacerdotes; ha variado esencialmente el gusto del público, y el público mismo ha trocado su naturaleza al asociarse nuevos elementos, antes inertes; y, sin embargo, todos y todo, poetas y lectores, generaciones y escuelas, han reservado la parte del león en la popularidad y la gloria, en la admiración y el respeto, a aquel que, distante y mudo, no requería ya con su lira aplausos a la fama.

Es decir, que Zorrilla ha alcanzado, vivo, y joven todavía, la solemne y desapasionada veneración que sólo se tributa a los que traspasaron los umbrales de la muerte, y hoy se nos presenta como si fuera monumento viviente de su propia gloria, al cual podemos rendir, con eficaces agasajos, que hermoseen y halaguen el último tercio de la existencia mortal del hombre, aquel tributo de gratitud nacional o patriótica ufanía que ordinariamente es, por lo tardío, una estéril e irrisoria justicia, ya que no una penitencia de la posteridad avergonzada.

No es de este momento, ni entra en mi propósito, analizar detenidamente la razón de la constante boga y durable popularidad de tan celebrado poeta.

Baste decir que, nacido a la vida pública en lo más recio de la batalla entre clásicos y románticos, mantúvose a igual distancia de la exageración de ambas escuelas, prefiriendo a las atildadas y rigorosas formas de los unos y a la febril anarquía de los otros, combinar lo bueno de los dos gustos en provecho de lo que fue, es y será siempre el verdadero gusto español en artes y literatura. Zorrilla no invocó nunca las muertas divinidades paganas, fingiéndose sacerdote de la falsedad notoria y acomodando servilmente sus espontáneas concepciones al pie forzado o al molde frío de una regla establecida en los modelos griegos y romanos. Pero tampoco afectó un descreimiento escandaloso cuanto ajeno de la sociedad española: tampoco desdeñó, como ideales muertos, las glorias de nuestros mayores, el amor de la patria, la esperanza en otra vida, la religión del Crucificado y el santo temor de Dios. No, no fue romántico desesperado, iconoclasta, ateo, como no había querido ser adorador de Júpiter ni ministrante de Apolo. Fue español, fue cristiano, fue el poeta caballeresco, el trovador legendario, el continuador del Romancero, el cantor propio de esta nuestra raza ibérica, en la cual lo céltico y lo árabe neutralizan, vencen y borran, en el carácter y en la imaginación, todo lo que conservan de helénico y latino las instituciones y la lengua. Fue español, como lo había sido Calderón, el gran poeta del siglo de oro de los neogriegos franceses, y como Lope y Góngora, quienes, si alguna vez vistieron sus conceptos con las usadas ropas del paganismo, se hallan tan distantes de Corneille y de Racine como la mística de la escultura, como Murillo y Zurbarán de las academias romanas de hoy. Fue español, en fin (como lo habían sido todos nuestros grandes poetas, exceptuando a Garcilaso y sus secuaces, imitadores de los clásicos italianos), ya escribiera el romance tradicional que constituye el poema continuo de nuestra patria, ya se perdiera en sutiles razonamientos teológicos, ya se nos presentase lujoso, soñador y pintoresco a la manera de los místicos orientales y africanos, de quienes aprendió o heredó la regalada música de sus voluptuosas cántigas.

Natural era, por tanto, que el pueblo lo acogiese y adoptase como su genuino intérprete, como su cantor favorito, y que retuviera sus versos en la memoria y su nombre en el corazón al través del tiempo y a pesar de una absoluta ausencia. Natural es asimismo lo que hoy sucede y lo que yo espero que aún sucederá, y que constituye, por decirlo así, el argumento de esta mi pobre y desaliñada carta.

Hace algunos días todos los periódicos de Madrid publicaron cuatro renglones, dando la noticia de que Zorrilla había pisado el suelo de la patria. El suceso era tan interesante y fausto, que bastaba anunciarlo en términos sencillos para que apareciese con toda su importancia. No: no lo han achicado afortunadamente las vulgares y gastadas fórmulas de elogio y regocijo de que hemos abusado todos hasta la saciedad en cualquier ocasión y a cualquier propósito. La hipérbole, insípida ya por lo prodigada en nuestro país, no ha rebajado a la categoría común de las solemnidades literarias el hecho de que Zorrilla reaparezca en España después de tantos años de ausencia. Pero no basta. Después de la emoción y el respeto, nos urge a todos significarle nuestra admiración y nuestro entusiasmo; y ésta es, Sr. Director, la razón de las presentes líneas, que le ruego a V. inserte en su apreciable semanario.

Con placer he sabido que se prepara V. a publicar en El Museo el retrato, la biografía y alguna composición del inmortal autor de El Zapatero y el Rey, y, al felicitar a V. por tan noble idea, creo ser intérprete de los sentimientos de nuestros escritores invitándolos a una reunión en que se excogite algún medio por el cual la gran familia literaria de la corte salude al inmortal poeta en su regreso a España, ya sea dirigiéndole un expresivo mensaje a Barcelona, donde ha desembarcado, ya sea disponiéndole una afectuosa acogida para cuando venga a Madrid. Cualquiera de estas demostraciones no haría más que preceder dignamente a las que son de esperar de corporaciones y poderes aquí constituídos, y que no pueden manifestarse indiferentes en esta cuestión de orgullo patrio, ni dejarse aventajar en ella por la liberalidad de algún soberano extranjero.

Y ahora, para concluir, permítame V. que apunte el especial motivo porque tomo en este caso una iniciativa para la que me faltan títulos y merecimientos.

Cúpome, hace tres años, la triste, dolorosísima honra de ver morir en mis brazos y de cerrar piadosamente los ojos al insigne poeta que presentó a Zorrilla en la arena literaria; que lo apadrinó en su bautismo de gloria; que escribió el prólogo de la primera edición de sus versos; que vivió con él; que lo amó fraternal, si no paternalmente; que me transmitió, en fin, con la sabrosa historia de aquella ternísima amistad, el cariño que él profesaba al que hoy no lo encontrará en el mundo de los vivos. Don Nicomedes Pastor Díaz, en cuya casa fueron escritas y a quien están dedicadas muchas composiciones de Zorrilla, instituyome y nombrome, así como a otros dos amigos, su albacea literario. Yo sé el ansia desesperada con que el cantor de la Luna, durante su agonía de muchos años, deseaba la vuelta de su amigo: yo sé la apasionada acogida que éste hubiera encontrado hoy en aquel sensible y nobilísimo corazón, cuyo último latido sentí apagarse bajo mi mano: yo creo cumplir hasta con un deber de conciencia transmitiendo aquí al ilustre vate que torna al teatro de su juventud y de sus triunfos, el legado de aquella amistad, sólo interrumpida por la muerte.

P. A. de Alarcón.

5 Agosto 1866.




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En un álbum francés de preguntas

Quelle est votre idée du bonheur? -(¿Qué idea tenéis de la dicha?)

La felicidad terrenal (relativa siempre) es cuestión de punto de vista. -El mío consiste en creer que no tenemos derecho a la felicidad y que la tierra no es habitable. Por consiguiente, me contento con muy poca cosa.

-Quelle est votre idée du malheur? -(¿Qué idea tenéis de la desgracia?)

El mundo entero no puede hacer desgraciado a un hombre de conciencia, ya sea cristiano, ya meramente filósofo.

-Votre plaisir favori? -(¿Cuál es vuestro placer favorito?)

Una buena conversación, en mi casa, a la chimenea, con cigarros de la Vuelta de Abajo.

-La qualité que vous préférez chez la femme? -(¿Qué cualidad prefería en el hombre?)

La abnegación.

-La qualité que vous préférez chez la femme? -(¿Qué cualidad preferís en la mujer?)

El respeto a sí misma... hasta dentro de su pensamiento.

-Si vous n'étiez vous, qui voudrais vous être? -(Si no fuerais quien sois, ¿quién quisierais ser?)

Job o el Bobo de Coria.

-La saison que vous préférez? -(¿Cuál es vuestra estación favorita?)

A caballo, el invierno; a pie, la primavera; en carruaje, el otoño; embarcado, el verano.

-La passion que vous trouvez la plus noble? -(¿Qué pasión os parece la más noble?)

Una caridad como la de San Juan de Dios.

-L'objet de votre plus vif désir? -(¿Cuál es vuestro más vivo deseo?)

La felicidad de las personas a quienes más amo.

-Le trait principal de votre caractère? -(¿Cuál es el rasgo principal de vuestro carácter?)

La desconfianza.

-Préférez vous la poésie à la prose? -(¿Preferís la poesía a la prosa?)

Según sea la prosa y según sea la poesía; pero en absoluto prefiero la poesía.

-La devise que vous choisiriez? -(¿Cuál sería vuestra divisa?)

Sinceridad a toda costa.

-Le genre d'esprit que vous préférez? -(¿Qué clase de talento preferís?)

La inspiración del sentimiento.

-Le genre de beauté que vous aimez? -(¿Qué género de belleza os gusta más?)

Soy ecléctico en bellas artes, y además estoy casado por la Iglesia.

1872.




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En otro álbum de preguntas

-¿Qué cualidad estima V. más en el hombre?

La veracidad.

-¿Cuál en la mujer?

La limpieza física y moral.

-¿Qué rasgo característico le domina a V.?

La desconfianza.

-¿Cómo comprende la felicidad?

Siendo útil a alguien.

-¿Cómo la desgracia?

Con remordimientos.

-¿Dónde quisiera vivir?

En el palacio árabe de la Alhambra.

-¿Qué es lo que más anhela?

El bienestar de mi familia cuando yo le falte.

-¿Cuál es, según V., el mejor poeta, actor, músico y pintor?

Byron; la Ristori; Rossini; Murillo.

-¿Qué hecho histórico le disgusta más?

La fría crueldad de los ingleses con Napoleón de 1815 a 1821.

-¿Qué faltas encuentra V. más disculpables?

Las mías.

-¿Ama V. lo ideal o lo positivo?

Lo ideal cuando es positivo; quiero decir, cuando surge naturalmente en el espíritu, como la esperanza de otra vida.

-¿Qué es lo más difícil de hallar?

Generosidad verdadera.

-¿Qué consejo daría V. a la persona verdaderamente amada por su corazón?

Que no desoyese nunca la voz de su conciencia.

-¿Qué ocupación le agrada más?

Como trabajo, corregir pruebas. Como recreo, oír buena música.

-¿Cuál es, para V., la más simpática opinión política?

La que corresponda al estado intelectual y moral de cada pueblo.

-¿Desea V llegar a la vejez?

Esta pregunta es tardía para mí.

-¿Qué espectáculo recrea más sus sentidos?

El mar encolerizado.

-¿Quiénes son la mejor amiga y el mejor amigo de V.?

Mis hijos lo sabrán cuando yo muera.

-¿Qué flor, qué bebida, qué color le agrada a V. más?

La rosa de primavera, sencilla. -El vino de Jerez. -El color verde.

-Defíname el amor según V. lo entiende.

Es un misterioso y divino conjunto de egoísmo y generosidad.

1883.





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