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ArribaAbajoEn el álbum histórico del segundo Centenario de Calderón

Mi mayor júbilo, el día del Centenario de Calderón, consistirá en imaginarme que el insigne poeta tiene noticia de su apoteosis, baja en espíritu a Madrid, anda entre nosotros, presencia todos los festejos, y responde con lágrimas de gratitud a nuestras aclamaciones de entusiasmo. ¿Qué le valdrían, sin esto, los honores que va a tributarle el mundo?




ArribaAbajoPara el libro conmemorativo del Centenario de Andrés Bello

Celebrado en Caracas en 29 de Noviembre de 1881


La nacionalidad literaria española comprende todas las tierras en que se habla la lengua castellana y en que fueron y siguen siendo maestros y dechados del buen decir los grandes escritores de la Península ibérica, desde Cervantes, Fr. Luís de León y Lope de Vega, hasta Fígaro, Hartzenbusch y López de Ayala.

Por eso la glorificación del insigne poeta venezolano Andrés Bello, príncipe de los ingenios de la América latina, no es para nosotros, los que aún nos llamamos españoles, una solemnidad extranjera, sino una fiesta nacional, a que nos asociamos con tanto orgullo como regocijo, cual si se tratara de la apoteosis de un vate de Andalucía o de Navarra, de Galicia o de Cataluña.




ArribaAbajoLa inmortalidad de los pueblos

Para el libro conmemorativo del Centenario de Camoens en 1880


Los pueblos poetas no mueren nunca. Al cabo de tantos siglos de haberse derrumbado como entidades geográficas los dos grandes Imperios de la Gentilidad, y con ellos sus instituciones, sus leyes, sus costumbres, hasta sus dioses, la Grecia pagana sigue viviendo, llena de majestad y gloria, en la Iliada de Homero, en la Venus de Milo y en los bajo-relieves del Parthenon, así como la Roma de los Césares da todavía leyes al asombrado mundo en la Eneida de Virgilio, en las ruinas del Coliseo y en las pinturas, bronces y barros de Pompeya. Del propio modo, y por muchos cambios que las guerras o las revoluciones hagan en el mapa de los Estados europeos, Dante Alighieri tenderá siempre sobre imperios y repúblicas el cetro augusto de Italia, Cervantes el de España, Shakespeare el de Inglaterra, Goethe el de Alemania, Mickiéwicz el de Polonia...

La nación que no se infunde y personifica en maravillosas obras de arte, la que no lega a la contemplación y reverencia del género humano su propia alma, su propio ser, su propia inspiración, encarnada en perdurables creaciones poéticas, muere total y definitivamente tan luego como deja de ser organismo político, sin que su nombre (escrito en la historia como un epitafio) despierte ya nunca veneración ni envidia, por cuanto no representa nada ideal, nada eterno, nada que sobreviva y reine en la sucesión de las edades. Sirva de ejemplo Cartago.

PORTUGAL, la generosa patria de D. Enrique el Navegante, de Bartolomé Díaz, de Vasco de Gama y de tantos otros varones ilustres, existirá perpetuamente en el amor y la admiración de los hombres, por haber dado vida a un cantor inmortal, digno de sus altas empresas; por hallarse idealizado todo un pueblo en las imperecederas figuras de Os Lusiadas; por estar escritos en portugués los monumentales versos de CAMOENS.




ArribaAbajoDel suicidio

Carta escrita por el Sr. Alarcón a dos literatos que le pidieron versos para una CORONA POÉTICA en honor del malogrado vate ***, el cual se había dado la muerte pocos días antes


Mis distinguidos compañeros: Agradezco a Vds. profundamente su cariñosa carta, en que, a vuelta de otros elogios, que sólo debo a su bondad, hacen justicia a mi único título literario, o sea al incansable amor que profeso a cuantos cultivan las bellas letras, sobre todo si es para regocijo de las Musas, como acontece con Vds. Dicho esto, les suplico me releven de escribir los versos que tan encarecidamente me piden. Es más: si Vds. me lo tolerasen, les aconsejaría que no publicaran la Corona poética que traen entre manos.

¿A qué ni para qué tal Corona? ¡Cantemos a los que tengan paciencia y perseverancia para sobrellevar las tribulaciones de la vida; no a los que huyen; no a los que desertan; no a los que dan a sus prójimos el grito del pánico y de la derrota! No; no hagamos, cien años después de Goethe y de Rousseau, la sacrílega apoteosis del suicidio. El suicidio pudo estar de moda entre las gentes que viven la vida del alma, allá en los febriles días del romanticismo; pero hoy ha sido ya relegado al uso exclusivo de los comerciantes que quiebran, de los jugadores que pierden lo suyo y lo ajeno, de los ladrones de frac cogidos infraganti, y de todos los que, para decirlo genéricamente, no viven otra vida que la de la materia, cuyo dispensador y regulador es el dinero.

Dedúcese de aquí que el poeta *** ha cometido un anacronismo suicidándose en 1876, y ha bajado del nivel de Larra y de Gerard de Nerval, en que imaginó colocarse, al nivel de los prosaicos suicidas de estos tiempos. ¡Desconocía sin duda ese infortunado joven, que hoy, entre los hombres de inteligencia, o sea en la esfera del idealismo moderno, sabiamente basado sobre la moral, no se estila ya inmolarse en aras de sí propio, como los antiguos degollaban tal o cual víctima en aras de un dios; sino que ha vuelto a ser más lucido sacrificarse en aras del prójimo, padecer para que otros no padezcan, y ser feliz con la dicha que se proporciona a los demás! ¡Ignoraba, sin duda, que amarse a sí mismos hasta la muerte, mortem autem crucis, es un crimen y una ridiculez, y que amar a los hombres hasta el extremo de morir por ellos, como hizo Jesús, es y será eternamente heroico!

Lloremos, pues, cuanto Vds. quieran a ese pobre ***, a quien siento no haber conocido; compadezcamos su flaqueza; deploremos su cobardía, que le ha costado la vida; consolemos a los seres que haya abandonado y afligido al matarse en provecho propio; ayudemos, si es necesario y posible, a los que haya dejado sin amparo; pidamos, en fin, cristianamente (si no tienen Vds. reparo en ello) por el alma del sin ventura; pero guardemos las coronas cívicas, los aplausos y los versos para aquellos esforzados jóvenes (principiando por Vds.) que no sigan el triste ejemplo del desertor, o para la tumba del insigne y valeroso Becquer, que murió de hambre y de tristeza, abrazado a su arpa, sin ser osado a poner mano parricida sobre el tesoro de genio y de virtud que para algo había recibido del cielo! ¡Todo, amigos míos, menos exaltar y divinizar la desesperación! ¡Todo, menos sancionar con un homenaje público el atentado de ese mísero, que no ha vacilado en desgarrar muchos corazones con tal de librarse a sí propio (¡oh cruel egoísmo!) de su parte de dolor y amargura en este valle de lágrimas!

Crean Vds. a quien también ha sido joven y ha pasado por cuantas pruebas haya podido y no podido pasar ***: crean Vds. a un hombre de quien, hace veinte años, en una misma semana, dijeron el marqués de Molins y Eulogio Florentino Sanz: «¡Este muchacho tendrá el desenlace de Larra!» «¡Este chico tiene cara de suicida!»: crean Vds. a un viejo que, después de grandes batallas con el mundo y consigo mismo, ha deducido una verdad, que constituye toda su dicha, todo su consuelo, toda su fuerza; aquella gran verdad de que «para ser feliz, basta resignarse a no serlo»; verdad que, en sustancia, está contenida, como todas las del orden moral, en la filosofía del Evangelio: y, por resultas de cuanto les he dicho, no publiquen Vds. la Corona poética!

Conque perdónenme tan larga homilía, y dispongan de la amistad que con este motivo les ofrece su atento servidor,

Q. S. M B.
P. A. DE ALARCÓN.
Madrid 3 de julio de 1876.




ArribaAbajoBellas artes

Los tres artículos que van a continuación sirvieron respectivamente de prólogo a tres series de Revistas de las obras de PINTURA, ESCULTURA Y ARQUITECTURA presentadas en la Exposición de Bellas Artes de 1858. Desde entonces hasta hoy, ¡cuántos insignes artistas han brillado en el cielo de la Patria, realizando las esperanzas y pronósticos que contienen estos artículos!

(Nota de 1883)


ArribaAbajoPintura

«Desde luego vemos con gusto que los pintores entran en el buen camino, emancipándose de añejas prácticas y confiando en su propio espíritu...

»...Los culteranismos son las supersticiones del arte.»



Así escribíamos hace dos años en las columnas de La Discusión, al examinar las obras de pintura presentadas en la Exposición de 1856.

¡Con cuánta más razón podemos repetir hoy estas palabras! ¡Hoy, que lo que entonces era un deseo es ya casi realidad; hoy, que nuestras aspiraciones se han cumplido en mucho mayor escala que podíamos prometernos; hoy, que al abrirse al público la Exposición de pinturas, un general aplauso ha saludado la resurrección del arte español, del genio nacional, de aquel fuego divino que animó el pincel de Rivera, Velázquez y Goya!

Pasma, en efecto, -y esta es la primera idea que acude a la imaginación al visitar las galerías de la Trinidad-, el asombroso progreso que ha hecho la Pintura en nuestra patria en estos dos últimos años; pasma asimismo la decisión, la valentía, la deliberada fe con que nuestros artistas han adelantado por la senda feliz en que aventuraron algunos pasos en 1856. Vese que no hay casualidad ni fortuna en lo que han conseguido, sino conciencia y sentimiento: vese que todos saben adonde van, y que todos van a un mismo punto, salvas ligerísimas excepciones, enamoradas de menos legítima gloria. Se comprenderá que tales excepciones son los clásicos.

Con todo: ni el estacionamiento de éstos, ni lo que digamos en elogio de alguna de sus obras, pueden quitar a la Exposición de 1858 sus caracteres de independencia, de espontaneidad, de españolismo: caracteres que, no sólo la distinguen y colocan sobre todas las anteriores, sino que, como dijimos antes, señalan ya la época de nuestro renacimiento artístico y dejan entrever a la madre patria nuevos días de aquella gloria que más de una vez creyó desvanecida.

No se entienda por esto que en el ex convento de la Trinidad se ha exhibido una numerosa colección de obras magistrales, ni que ninguno de los expositores (exceptuando al Sr. Haes) deba creerse dispensado de aprender más. La presente Exposición, a nuestro juicio, es meramente una lisonjera esperanza, y no la admiramos tanto por lo que encierra como por lo que promete para en adelante.

Ya lo hemos indicado. Lo que más se revela en la Exposición de pinturas es un espíritu de independencia que, escapando de los antiguos dogmas, pugna por vivir de sí propio, sin recordarlos modelos convencionales del clasicismo, ni atenerse a una servil imitación de las obras consagradas por el tiempo. La novedad, la originalidad, la autenticidad del pensamiento luce por todas partes. Aun en los cuadros de menor importancia, aun en las más desgraciadas obras, échase de ver un obstinado afán de crear, de inventar, de componer, de deberse a sí mismo todas las alegrías del triunfo. Apenas hay lienzo en que no se revele esta fuerza generadora, más o menos feliz en su manifestación: unas veces la elección del asunto, otras la manera de verlo; aquí la disposición de las figuras, allí la inventiva en tipos y caracteres; en un lado el dibujo, en otro el color; pero siempre el mismo noble propósito de producir algo nuevo, algo propio, algo español.

Ni se limita a esto la importancia de la Exposición de la Trinidad en la época pictórica que atravesamos. Francia, la gran corruptora de todo lo bello, no contenta con inventar la literatura naturalista y la música materialista, dio en un día aciago la receta de la falsa Pintura. Desde entonces saltó por encima de los Alpes y de los Pirineos una inundación de cuadros de efecto, como suele decirse, destellando el brillo efímero y deslumbrador del doublé y de todo lo que tiene más de afeite que de real hermosura; secreto, entre paréntesis, que constituye todo el atractivo de las novelas y melodías, de las manufacturas y costumbres, de la política y hasta de los remedios sociales que salen a luz en el vecino imperio En tanto que esto sucedía con el color, y que en los dos grandes panteones de la Pintura (en Italia y en España) se olvidaban las más venerandas tradiciones por tan flamante y peregrina novedad, acontecía en toda Europa una cosa semejante con el dibujo y el asunto. La carencia absoluta, que aqueja a la civilización actual, de sentimientos elevados, de vida del alma, de poesía propia, para decirlo de una vez; la falta de religión doméstica, de religión patriótica y de religión divina, hizo que los pintores volviesen los ojos al antiguo mundo pagano, pidiéndole reflejos de bellezas y virtudes que recomendar en sus cuadros... ¡Ah! renegaban del Cristianismo, y evocaban las divinidades mitológicas. Pero de este consorcio de un espíritu sin fe y de una belleza muerta, no han nacido sino engendros enfermizos y monstruosos. Y es que de la misma manera que el entendimiento humano no puede retroceder en la senda de la civilización, así tampoco el sentimiento puede menospreciar la vida y encarnar en las entrañas de una momia. Por otra parte (confesémoslo ingenuamente), la pintura mística, primer fruto del renacimiento italiano, representación gloriosa del Cristianismo, campo de azucenas que recorrieron Giotto, Beato Angélico, Perugino, Rafael, Morales, Corregio, Vinci, Murillo, Zurbarán, Juan de Juanes y tantos otros genios inmortales, habíase fatigado ya de reproducir monótonamente los mismos tipos, un mismo sentimiento, una exclusiva verdad, que, reduciendo la influencia de la pintura a fomentar la religiosidad, la esterilizaba como elemento de civilización en el orden profano.

Pues tal es el momento en que la juventud española, -¡la juventud, repárese bien esto; que los afamados y antiguos profesores nada han mandado a la Exposición, si se exceptúa un retrato!-; tal es el momento, decimos, en que, rompiendo con la costumbre, con la autoridad, con lo que se hace en las demás naciones, con lo que ama y prefiere la Academia de San Fernando (recuérdense los asuntos de sus certámenes), con la escuela francesa y con la italiana, con el misticismo y con la mitología, con todo lo que estorbaba, en fin, a la libre manifestación del genio nacional, recuerda las grandes bellezas de la escuela sevillana, estudia a Velázquez, busca la realidad..., bien que la realidad poética y artística, pide sus tremendas verdades a Rivera, invade la historia, apela a la tradición, desciende al corazón humano; y, en vez de limitarse a representar en lo físico la inflexible y rigurosa belleza griega, y en lo moral el éxtasis de Apóstoles y Serafines, tiende a traducir todo lo que encuentra en la vida y en la naturaleza, a interpretar los varios sentimientos del alma; la fe, el desengaño, los celos, la soberbia, la ira, el amor, la locura, la hipocresía, la pobreza, la ambición. Y no ya en el aislamiento del retrato, sino en sociedad y armonía con el drama humano, corriendo el velo de la historia, resucitando la acción entera, adivinando, idealizando, creando mundos en su fantasía...; pero siempre dentro de la esfera de lo positivo.

Por lo demás, en los infinitos asuntos de nuestra historia o de nuestras costumbres que se han presentado, notamos también otra circunstancia muy recomendable, y es la gravedad, la importancia, la trascendencia del pensamiento que los anima. Hay, por lo común, en el asunto de los cuadros un fondo de seriedad, de filosofía, de buen sentido, que enseña, aconseja y hace meditar cuando menos. No representa triunfos de conquistadores, ni apoteosis de simples mortales, ni actos de crueldad, ni escándalos, ni locas alegrías... Representa la verdad, la melancolía de la existencia, la vanidad de las cosas humanas, la caída de los imperios, la muerte de los poderosos de la tierra, el término del amor y de la codicia. En comprobación de lo que decimos, basta recordar el título de algunos cuadros: La limosna para enterrar a D. Álvaro de Luna, Doña Juana la Loca, La batalla de Guadalete, El fin del reino moro en Sevilla, Valdés meditando un cuadro en un panteón, La muerte de Felipe II, La visita de Carlos V a Francisco I, Cervantes preso, meditando el Quijote, Cervantes escribiendo, Cervantes moribundo..., etc., etc.

Los asuntos cómicos, afortunados siempre bajo el pincel de los españoles, los cuadros de género y las escenas de costumbres, dan muestras de igual patriotismo y de la misma oportunidad para elegir. El Lazarillo de Tormes, Sancho ante la duquesa y los Tipos del nunca bien llorado Hispaleto vienen en apoyo de esta nuestra opinión.

Es también de notar en la Exposición de Pinturas, -vista en conjunto-, la fuerza, el calor, la riqueza de colorido que descuella por todos lados. Más que de correctos dibujantes (en esto se hallan conformes todas las opiniones que han llegado a muchos oídos,) los jóvenes expositores se han acreditado de grandes coloristas. ¡Qué fuego, qué intensidad, qué vigor para animar el lienzo! ¡Qué tono tan igual, tan reposado, tan armonioso!

Resumiendo:

La Exposición de 1858 consuela, entusiasma y conmueve al espectador, porque es un amanecer, una primavera, un campo rico de savia y de juventud, que todo lo hace esperar, que todo lo promete, que a todo se aventura. No se ve, como en otras Exposiciones, un arte que copia, una inspiración que declina, un joven que imita a un viejo, una belleza reflejada, retrospectiva, fija en lo pasado y vuelta de espaldas al porvenir. No: se ve la vida, la germinación, el progreso, y, como dijimos antes, la nacionalidad artística, la independencia patria, la Pintura española.

¡Ah! Siquiera en esto, existiremos ya! Los extranjeros, al recorrer esa Exposición, tendrán que convenir en que esta abatida España, que imita la política de otras naciones, que copia sus modas y sus costumbres, que recibe la limosna de sus adelantos científicos y de sus milagros industriales, que no es tenida en cuenta en los Congresos europeos, que carece de iniciativa en todo, que ya no influye en la literatura de ningún pueblo, ni inventa, ni descubre, ni pelea, ni conquista, ni osa vengar los agravios que en Gibraltar, en Marruecos y en América se infieren a su honor, tiene existencia propia en algo y podrá muy pronto vanagloriarse de figurar por algún concepto entre las primeras naciones de Europa.

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ArribaAbajoEscultura

No somos clásicos. Revolucionarios en artes y letras, como en todo, amamos sobre todo la música, forma vaga, expresión indeterminable del sentimiento. Y amamos el drama de Shakspeare, el poema de Byron, la canción de Henry Heyne, como fórmulas infinitas, como imágenes verdaderas, como símbolos indefinibles de la constante variedad del espíritu, de esa irradiación inconmensurable a lo desconocido, que, arrancando del mismo centro que las creaciones clásicas, rompe el círculo de hierro de los dogmas y las escuelas y va a perderse en las últimas regiones conquistadas por el deseo, por la fe, por la adivinación, por el éxtasis, por el presentimiento o por la duda!

No, no somos clásicos; pero nos inclinamos reverentes ante el clasicismo. Sin él, sin su forma estable y determinada, el pasado sería para nosotros un caos, un laberinto, una maraña inextricable. El clasicismo, expresión concreta de sentimientos que secó la muerte, es, así en artes como en literatura, un Término que nos encamina en el estudio estético de la historia, así como los padrones puestos por Bartolomé Díaz en el litoral de África señalaron a Vasco de Gama el camino de la India.

De aquí se deduce que, según nosotros, la Escultura no puede tener hoy actualidad moral; o, lo que es más claro, que la Escultura, esencia del clasicismo, se ve precisada en nuestros días a ser una obra de imitación, de reflejo, de retrogradación; un anacronismo; una reproducción tradicional de ajenas creaciones. Hoy puede reinar activamente la Pintura, cuyo vastísimo campo lo encierra todo, al modo del drama moderno; hoy puede imperar en los espíritus la Música, poema inconmensurable como el lirismo y la epopeya de los románticos; pero la Escultura, ¿cómo? ¿Dónde está hoy el ídolo, el símbolo, la creencia, la personificación del sentimiento general? La Escultura, que por espacio de veinte siglos ha vivido refugiada en el Templo y en el Palacio, haciendo santos y reyes, ¿qué puede crear en nuestra era de escepticismo, de emancipación y de ansia de libertad? ¿Dónde hallar la afirmación que resuma nuestros eclécticos entusiasmos? ¿Se puede personificar la Duda? ¿Cabe idealizar sus consecuencias? ¿Es posible hoy alguna apoteosis? ¡No! Pues por esta causa no puede existir la Escultura coetánea, o sea el clasicismo de actualidad.

Así es que hoy la Escultura, se, ve precisada a fingir creencias o a recordar idolatrías y siempre bajo la forma pagana; lo cual acontecía ya en pleno Renacimiento: el Moisés de Miguel Ángel y el Perseo de Benvenuto Cellini son griegos por esencia y forma. Y de aquí que nosotros, románticos en pintura, música y bellas artes seamos clásicos, rigoristas, dogmáticos hasta la severidad al tratar de la Escultura; pues desde el momento que negamos la actualidad de este arte, reconocemos la tiranía de lo antiguo, nos sometemos a ella, la predicamos, y pretendemos hallarla en las obras de nuestros escultores. Es lo contrario diametralmente a lo que hemos dicho hablando de la Pintura.

Por lo demás, creemos que la Escultura es el arte aristocrático: su individualismo (permítasenos la frase), su aislamiento, su unidad perpetua, se impone a la imaginación con cierta mística autoridad. La estatua reconoce como peculiar asunto al héroe, al mito al semidiós, al Dios, -la idea sentida. Es y debe ser siempre lo bello típico, la plástica de la abstracto, la abstracción de lo concreto, la piedra inmoble y fija eternizando un instante; la inmortalidad de lo más deleznable de la naturaleza, -el cuerpo-; la materialización de lo más ideal, -la creencia.

Desde este punto de vista, estudiemos, en las obras de Escultura expuestas en la Trinidad, lo que haya en ellas de monumental y de clásico.

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ArribaAbajoArquitectura


ArribaAbajo- I -

Ante todas cosas, y en muy pocas palabras, vamos a hacer nuestra profesión de fe en materia de Arquitectura.

Creemos desde luego que este arte es hoy el monumento de sí mismo. Ya no es aquella expresión espontánea, puramente artística, con que el hombre alzaba un canto eterno al héroe o al Dios de su patria: no es ya la página de piedra que traducía el pensamiento de un siglo: no es lujo, ni monumento, ni culto, ni invención constante. Es un hecho de aplicación utilitaria; un recuerdo en la forma, una industria en la esencia. El pensamiento y el sentimiento se han abierto otro camino para pasar a la inmortalidad. Este camino es la imprenta. Víctor Hugo lo ha dicho.

Sin embargo, veneramos la Arquitectura sobre todo encomio, y no vacilamos en llamarla Madre de todas las artes. Y no sólo madre, porque fue la más antigua, sino porque las albergó a todas; porque les dio hospitalidad. También es la más cariñosa, la más amiga, la más consagrada al hombre. Protégele; dale asilo y hogar; es templo de su creencia, obelisco de su gloria, urna para sus cenizas. Como puente, lo trasporta sobre los ríos; como faro, lo guía en la tempestad; como acueducto, fertiliza sus campos eriales; como muralla, defiende su propiedad y su derecho como palacio, le asegura la tranquilidad de sus placeres.

Hasta aquí la importancia de la Arquitectura. En cuanto a su historia, podemos reducirla a menos palabras. Hallamos dos tendencias marcadísimas en este arte: una a la idealidad, otra a la sobriedad. Nos explicaremos.

La disforme y pesada arquitectura india, aquella monstruosidad ciclópea, consistía en labrar una montaña: Egipto remueve la montaña, y la coloca sobre macizas columnas: el Druida, en tanto, congrega inmensos monolitos: Grecia crea la columnata esbelta y armoniosa, aclarando y bordando la mole: Roma engendra la cúpula hueca que invade el espacio, y busca la idealidad en la amplificación y en la magnitud: las dos escuelas bíblicas, el cristianismo y el islamismo, arrancan del gusto bizantino, y se dividen en gótico y en árabe: la Arquitectura se hace aérea, flotante, calada como un velo. La idealización de la piedra ha llegado a su culminante expresión: la aguja, la torre, el minarete, hienden el azul del espacio, y como que buscan el camino del cielo. El Renacimiento aparece entonces como un espléndido anacronismo, como ese instante de angélica hermosura que tienen los moribundos; y, de entonces para acá, cumplida la misión de hacer brotar una mariposa de la informe crisálida de los indios, la Arquitectura propende por completo a la sobriedad. El Palacio de Cristales el resultado inmediato. La Arquitectura ha muerto; es decir, ha quedado reducida, según ya hemos indicado, a la condición de monumento de sí propia.

Veamos ahora qué género de culto debe merecer entre nosotros esta augusta víctima de las edades.

O, lo que es más humilde, demos nuestra última vuelta por la Exposición general de Bellas Artes.




ArribaAbajo- II -

Mas, antes de descender al examen parcial de las obras que nos parezcan dignas de ello, diremos lo que en general se nos ocurre acerca de las copias presentadas por los alumnos de la escuela de Arquitectura.

Vemos en ellas dos cosas: una muestra del estado y método de enseñanza, y otra del adelanto individual de los escolares.

Con respecto a la primera, reconocemos, un gran paso dado por nuestra época al romper las trabas impuestas a la Arquitectura, trabas más estrechas y enojosas que las que oprimieron a las demás artes, pues por ellas quedó reducida a un simple oficio recargado de preceptos y recetas.

Hoy se ha ensanchado el círculo de la enseñanza: las artes greco romanas, interpretadas por tal o cual preceptista sistemático, han dejado felizmente de ser el obligado de los modelos, y las demás escuelas han escapado de la proscripción en que las tenía una severidad poco justificada.

Sin embargo, esta emancipación, lejos de dar un resultado halagüeño para el buen gusto artístico, ha contribuido a desarrollar prácticas tan inconvenientes como lo era la tiranía dogmática de que se ha escapado.

Así es que las obras de los citados alumnos no versan sobre tipos clásicos y perfectos y sino sobre producciones de épocas bárbaras todavía, o ya en visible decadencia. Comprendemos que aun tales monumentos deben estudiarse, como pertenecientes a la historia arquitectónica; pero esto debiera hacerse cuando fuera ya sólido y estable el conocimiento de los tipos originarios: de otro modo, es de temer que los embriones oscuros o las degeneraciones viciosas de lo clásico y de lo bello corrompan el gusto y resuciten nuevas herejías en el arte.

No se crea por ello que exigimos que los modelos se erijan en preceptos lo que deseamos es que las obras bastardas no se erijan en modelos.

En los modelos de la antigüedad clásica, y especialmente en Roma, a la cual se refieren la mayor parte de las copias presentadas, para un trozo aceptable y típico, hay mil que no lo son y que pertenecen a un período de decadencia. La Escuela debiera haber tenido en cuenta que Roma careció de artes originales, y que su genio fue más combinador que creador, de donde sus obras no son tan admirables por los detalles como por el conjunto, o sea por la composición general. Los accesorios griegos, elementos de todas las obras romanas, perdieron más que ganaron al contribuir a la erección del anfiteatro.

Lo mismo podemos decir en cuanto a las copias de monumentos góticos. Ya que nuestro siglo ha sido justo con la Arquitectura religiosa de Occidente, calificada de bárbara por los ciegos artesanos del barroquismo y otros fanáticos artistas; ya que la filosofía, estudiando las artes, ha encontrado en nuestras catedrales de la Edad Media la mística genealogía del sentimiento cristiano, dándose cuenta de su origen, clasificando sus períodos, y determinando el momento en que, afeminada y falta de fe y de vigor, injustificada y redundante, cedió su puesto a las creaciones antiguas que salían de la tumba; ya, en fin, que las investigaciones de la estética han dado con los tipos puros, clásicos y originales del gusto gótico, ¿por qué recurrir en busca de modelos a los monumentos de Italia, que, si bien ricos y esbeltos, están muy lejos de la ascética originalidad, de la valentía primitiva que descuella en los otros?

Italia no pudo desprender jamás de sus hombros la púrpura de los Césares: el Catolicismo de Roma nunca huyó de la Basílica sino que la consagró, instalándose en ella. No alcanzarnos, pues, la razón de hacer copiar a los alumnos los monumentos ojivales de Italia, teniendo en nuestro país tipos grandes y severos de su belleza, oriundos de la mejor época, y no desprovistos de cierto gusto nacional que nos honra. Pero ¡qué mucho, si se ha tenido el poco tino de permitir que se copien varios fragmentos de una época bárbara y de otra de decadencia, como única representación de nuestra riqueza monumental!...

Deseamos, por tanto, ver a los principiantes en mejor camino, y aconsejamos a la Escuela que tenga más conmiseración con el arte y más amor a nuestras verdaderas glorias.

Enumeremos ahora las obras de la Exposición.

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ArribaAbajoLa Ristori

¿Qué es la Ristori?

Si se lo preguntáis a los escultores que una noche y otra estudian y admiran maravillas de su arte en esa estatua viva, os responderán llenos de entusiasmo: -«La Ristori es una escultora sin rival: eclipsa a Praxíteles y Miguel Ángel en el arte de modelar el dorso, de plegar los paños, de componer la figura, de eternizar un gesto, un movimiento, una mirada: su actitud es siempre académica, siempre monumental. Su genio, solo, ha logrado lo que no logró Pigmaleón sin el favor del cielo; animar el mármol. Ver a la Ristori, es recorrer un Museo de Escultura, donde se hallen la Amazona de Fidias, la Venus de Milo, la Piedad de Miguel Ángel, la Magdalena de Cánova».

Pues si preguntáis a los pintores, os hablarán, no ya de estatuas solamente, sino de cuadros. Os recordarán la Mater Dolorosa del final de María Stuardo; el grupo de Medea y sus hijos trajinando por las montañas, y el otro grupo, cuando huye por la escena con sus cachorros debajo del brazo, como la madre de la Degollación de los Inocentes. Os dirán que esa María Estuardo es la misma que pintó Van-Dik y describió Brantome; que Pía di Tolomei, en el primer acto de esta tragedia, es la Laura de Petrarca, la dama gótica, escapada, al parecer, de uno de aquellos calados nichos que adornan las portadas de las catedrales del siglo XIV, así como, en el último acto, es la Pía que encontró Dante en el Purgatorio, la tercianaria de los pantanos, la enferma amortajada en vida. Os hablarán también de los cuadros que forma con los demás actores, y citarán aquella apoteosis con que termina Camma; aquel grupo de serafines en cuyos brazos sube al cielo el alma de la Vestal, y que recuerda (pues el paganismo no ofrece otra imagen tan mística y sobrenatural) la Asunción de Corregio, pintada en la cúpula de la catedral de Parma. Y, en fin, os dirán que la Ristori dibuja como Rafael, compone como Rubens, colora como Velázquez: que ha presentado conjuntos de miembros palpitantes parecidos al Descendimiento de Pedro de Campaña, combinaciones de color que honrarían a Pablo el Veronés, retratos históricos dignos de Ticiano, rostros sombríos y enérgicos como los de Ribera, semblantes inundados de beatitud celeste como los de Juan de Juanes, la frente angustiada de la Soledad, la mirada profética de los mártires, la sonrisa divina de las vírgenes, el dolor sin esperanza de los réprobos, la cara descompuesta del sentenciado a muerte, la fría rigidez de los cadáveres.... ¡toda la naturaleza humana, todas las pasiones, todas las alegrías, todas las penas, to dos los espantos! Y, así como los escultores os dijeron que la Ristori es una escultora sin rival, los discípulos de Apeles os dirán que es una pintora inimitable.

Id a un músico, y hallaréis que, para él, la Ristori es una lira, templada por el cielo, que todo lo canta, que traduce e idealiza los acentos del odio, del furor, de la cuita, del júbilo, del éxtasis, que tiene una modulación para cada idea, un tono para cada pasión, una vibración para cada sentimiento. Y os dirá que su voz es un pentágrama, donde se encuentra desde la nota inarticulada y ronca que semeja zumbar en las cavidades del pecho como el trueno en una caverna, hasta el grito desgarrador y penetrante que parece estallar por la frente y por el erizado cabello; que las inflexiones de esta voz obedecen a reglas melódicas, a conocimientos vocales y acústicos, a leyes que se pueden representar por medio de notas musicales; en fin, que la Ristori no habla, sino que canta; que para ello ha estudiado la prosodia de la naturaleza, y que por esto imita al arroyo, al viento, a la fiera, al mar, al furor que ruge, a la indignación que clama, al dolor que se queja, al amor que suspira o que prorrumpe en inspirados himnos.

¡Ah! sí; tal es para los artistas esa incomparable actriz: tales son su actitud, su fisonomía y su acento. Pues, ¿qué será para el poeta, cuando estas facultades se combinan, se ponen en acción, viven, palpitan, y representan un personaje dramático? ¿Qué será para el literato una trágica que así canta, que así esculpe, que así pinta, que así representa?

Pudiera decirse que Melpómene, celosa de sus ocho hermanas, les ha asestado el puñal al corazón, apoderándose de los dominios de todas las Musas. No: para el poeta no es la Ristori ni escultora, ni pintora, ni música, ni actriz: es una evocadora, una maga, una magnetizadora que resucita lo pasado, que nos conduce a los tiempos druídicos, a Grecia, a Roma, a la Edad Media, y nos hace ver aquellas grandezas y aquellos horrores desvanecidos; es Eneas que recorre los abismos de Plutón, y presencia los martirios de los difuntos Teucros; es Dante, conducido por Virgilio a los tres Reinos de la Muerte, que nos enseña los tormentos de los que ya no son, las alegrías de los que serán eternamente. En este Infierno, a que nos ha asomado la Ristori, hemos visto el abandono de Medea, las devoradoras ansias de Mirra, los rabiosos celos de Rosmunda; en ese Purgatorio hemos presenciado la expiación de María Stuardo, el arrepentimiento de la esposa de Fazio, el doloroso disimulo de Camma, el lento martirio de Pía di Tolomei; y en ese Paraíso se nos han aparecido triunfantes y vestidas de luz esa misma Pía, esa misma Camma, esa misma Reina de Escocia, reclinadas ya en el seno de Dios, coronadas de bienaventuranza, libres y salvas para siempre de la guerra mundanal!

Quisiéramos descender a la descripción de todas y cada una de las maravillas que hemos presenciado en las nueve noches que llevamos de oír a la Ristori; pero desistimos de tal empresa, porque comprendemos que un volumen no bastaría a dar idea de tanto genio, de tanto talento, de tanta inspiración.

Diremos, resumiendo, que la Ristori es siempre el personaje que representa; que carece de fisonomía propia; que cada noche es una mujer distinta; que su rostro, su estatura, su andar, hasta la forma de sus manos, cambian a medida de su deseo, y que pudiera decirse de ella que es dócil masa informe, sobre la cual modela y talla repentinamente los diversos tipos clásicos o románticos imaginados por los poetas.

En Medea, por ejemplo, es la fiera que pinta Eurípides, justa, noble, iracunda, re celosa, que ama o mata con igual furor, que da a sus hijos su sangre, o bebe con ansia la de ellos; ¡pero que nunca los abandona! Es una mujer hercúlea, morena, con el cabello y los ojos negros. Su frente es chata como la de la pantera; anda, y parece que salta; mira, y parece que olfatea; llora un desengaño, y parece que se queja de una herida; ¡todo es sangriento en ella! Sus manos, anchas y crispadas, asemejan a la garra de la leona; su traje desceñido deja entrever la recia trabazón de sus miembros, cuyos abrazos son mortales: su mirada, baja y escudriñadora, vagando entre sus dos hijos, revela un amor tan salvaje y natural, que pudiera compararse a la mirada del hambriento.

Pues vedla en María Stuardo... Ved a la dama delicada; a la mujer rubia, de formas suaves, cuello de cisne, manos largas y finas, sonrisa melancólica y ojos azules. Advertiremos aquí que los ojos de la Ristori no tienen color propio, sino que se aclaran u oscurecen según la expresión que les dan sus afectos. María Stuardo es una reina amable, una coqueta vencida por el dolor, cargada de recuerdos que se parecen a remordimientos. Luego, cuando se ve enfrente de su enemiga, estalla su cólera pero no ya la cólera de Medea, no la sed de sangre del tigre, sino la furia de la indolente culebra que, una vez pisada, silba y se retuerce y abofetea cien veces a su víctima y acaso le escupe a la cara mortal veneno. En el último acto es a la par la reina católica y la mujer en capilla, o, por mejor decir, el espíritu audaz del mártir que desafía la muerte, y la carne estúpida y medrosa que se rebela clamando por la vida. ¡Difícil y magnífico contraste! Él constituye uno de los más grandes triunfos de la Ristori.

En Mirra, virgen de cuerpo y prostituta de alma, poseída por el demonio del deseo, ya triunfa de él y resplandece como una ves tal, ya cede a sus tentaciones, y suspira y llora, devorada por el criminal apetito, o ya en fin lucha a brazo partido con la furia de la pasión, como el energúmeno que oye el exorcismo. Hay quienes no han comprendido lo terrible de esta lucha y han tachado de exagerada a la Ristori en el acto del casamiento. Así a éstos, como a los que la han encontrado demasiado provocativa y lúbrica en la última escena, les recomendamos que lean y relean aquel ¡oh madre mía felice!... que encierra más fuego nefando, más recreación maldita, más cinismo mental del que nos tradujo la Ristori. En todo caso, de todos estos horrores debe culparse a Alfieri, o a la mitología griega. Mirra sufre el mismo tormento que los hijos de Laocoonte: unas sierpes infernales, -su nefando deseo-, la ahogan contra el seno de su padre, y ella pugna por desasirse. He aquí explicada la escena de la ceremonia nupcial.

La muerte de Camma -y pasamos por alto la escena del disimulo en el segundo acto, que vivirá eterna en nuestra imaginación-;la muerte de Camma es otra de las grandes revelaciones que debemos al genio de la Ristori. Hemos visto allí agonizar a una mujer envenenada: el barro terrenal luchó primero con la muerte, y resultó vencido: pasaron las convulsiones últimas de la materia, y el alma quedó libre. Camma reclinó la cabeza, y descansó en el seno de la muerte. Pero entonces asistimos al triunfo de su espíritu desatado, a la apoteosis de su alma de mártir, a su llegada al cielo, a su entrevista con las almas de su padre y de su madre, a su encuentro con el esposo que había perdido. La voz de la Ristori no era entonces de la tierra; la luz que alumbraba su semblante no era la del mundo; las alegrías que la embargaban no eran ya de esta vida. Fue un momento en que el Olimpo se entreabrió ante la maga, inundando al público de aquella beatitud celeste que ensoñaron los vates y los profetas, y consolándole de la muerte de la inocente Camma.

Pero fuerza es terminar; que no hay lienzo en que quepan las mil y mil figuras que se agolpan a nuestra imaginación... Rosmunda, indignada; Pía, convenciendo de su inocencia a su esposo; Blanca, acusando a Fazio ante el tribunal, Blanca arrepentida, Blanca loca...: el «¡Tú!» de Medea; el «¿Chi fu?» de Camma, cuando sabe el asesinato de su marido; el «figlia d'Anna Bolenna» de María Estuardo; el silencio de Mirra...; todo lo que hace, todo lo que dice, todo lo que piensa la Ristori es digno de mención y elogio, imposible de narrar, superior a nuestros aplausos.

Sólo diremos, para concluir, que tenemos la seguridad de que el poeta que entrega una obra a la Ristori para que la represente, puede exclamar, después de haberla visto: -Hay quien conoce a mis personajes mejor que yo.

1857.




ArribaAbajoRoberto il Diavolo


ArribaAbajo- I -

Era martes, día aciago.

El termómetro marcaba tres grados bajo cero.

Por la tarde había habido sesión en el Congreso y gran parada de mujeres hermosísimas desde la Fuente Castellana hasta la iglesia de Nuestra Señora de Atocha.

La esfera central del reloj de la Puerta del Sol marcaba las once y cuarto, la de la izquierda las nueve, y la de la derecha las dos y cinco minutos.

Sin embargo, eran las siete y media. Iban dos horas de noche.

Los pobres se acostaban ya; porque contra el frío, cuando no hay leña, la cama es el mejor remedio.

Los revendedores, esos buques negreros, cuyo tráfico, más o menos inmoral (que esta es ardua cuestión política y económica), ningún gobierno de Europa ha podido estorbar hasta de presente, se hallaban apostados en las avenidas del Teatro Real.

A las puertas de este suntuoso coliseo agolpábase una impaciente muchedumbre, compuesta de encarnizados filarmónicos, de alegres estudiantes, de dichosísimas parejas, de piratas callejeros (como ha llamado Fernández y González a ciertos modernos Tenorios), de educandas del Conservatorio de María Cristina, de fugitivos del teatro de la Zarzuela, y de personajes de segundo orden que se aficionaron a la música en administraciones pasadas (ésta es la frase) y que hoy ahorran. de sus haberes de cesantes la humilde peseta que cuesta penetrar en el Paraíso...

Cuatro no interrumpidas filas de coches de todos tamaños y categorías acudían, entre tanto, por las calles del Arenal, de Vergara y de Santo Domingo, cargados de huecas y perfumadas hermosuras, de diputados nuevos, de liberales arrepentidos, y de viejos y de viejas..., si es que existen viejas en esta villa y corte.

Skoczdopole, en fin, y su ejército de músicos hallábanse ya en sus puestos...

¡Tableau! Roberto il Diavolo iba a principiar.




ArribaAbajo- II -

Roberto il Diavolo, -ya lo hemos dicho en 1853, 1855 y 1857; pues esta ópera se canta un año sí y otro no-, es el spartitto más colosal que conocemos, no por su extensión, que también es enorme, sino por su índole y naturaleza, y no decimos el más bello para nuestro gusto, porque nuestros amores musicales serán siempre para aquella apasionada melodía, que pudiera decir como una heroína de Dante:


   Siede la terra dove nata fui
su la marina dove' l Po discende,
per aver Pace co' seguaci sui.



Amamos, sí, extraordinariamente la música italiana: El Barbero, Guillermo Tell, Otelo, Norma, Sonámbula, Los Puritanos, Lucrecia, Lucía, La Favorita, Poliuto, El Elixir de amor, serán siempre nuestras óperas predilectas; pero no por eso desconocemos que la múltiple y profunda filosofía de Roberto, sus varias inspiraciones, sus armonías originalísimas, el arte de abarcar todos los sentimientos y todos los estilos, la portentosa facultad de llorar, reír, blasfemar, agitar los campamentos, remover las tumbas, sublevar los infiernos, escalar el cielo, visitar la soledad de los montes, vagar entre las ruinas, cruzar los palacios, cantar el amor, la fe, la guerra, la caída de un ángel, la misión de otro, la vida entera del hombre que zozobra entre el bien y el mal, así corno todas las pasiones que vienen a combatirlo, y combinar todo esto, y fundirlo en un poema que ofrece una fisonomía propia, que tiene una expresión dada, que es, en fin, una obra de arte y una obra maestra, son milagros que estaban reservados a Meyerbeer, a ese titán que admira y venera toda la Europa.

Y lo maravilloso, lo inconcebible es que Meyerbeer, en Roberto il Diavolo, al par que abarca tan ilimitado espacio con su imaginación; al par que escribe el poema de la tierra y de los cielos, como Goethe en su Fausto, concreta y determina la expresión de sus cantos en una época, en un país, en unos caracteres dados: Sicilia, la Edad Media, el Catolicismo, hállanse interpretados en esta obra de un modo tan especial como si la melodía no propendiese a reflejar a la humanidad de todos los tiempos, al hombre de todas las razas, al Dios de los orbes sin fin. Podemos, pues, descender de tan altas apreciaciones y ver el Roberto como drama local y humano, afirmando que, si alguna vez la música es un idioma, si pinta, si escribe, si traduce, en ninguna parte habla tan claro como en esta obra.

¿De qué acto, de qué pieza trataremos?¿De los cantos que se refieren a la tradición de Berta, de aquella joven normanda seducida por el diablo? ¡Qué santa y patética es la melodía que la representa! La mística autoridad del testamento, ¡cómo se traduce en aquel canto!... (Nosotros preferimos el libreto francés):


Va, dit elle, va, mon enfant...



¿Hablaremos del hondo dolor, de la solitaria pena del ángel caído? Recordad la invocación de Bertramo; aquellos acentos de una rabiosa desesperación:


Roi des enfers, c'est moi qui vous apelle,
moi, damné comme vous!



¿Queréis amor, amor inocente y puro como las flores del campo, como la soledad de los bosques? Oíd a Alice que busca a Rambaldo en el tercer acto por las rocas de Santa Irene. ¿Queréis amor combatido, apasionado, trágico y abrasador? Recordad la inimitable Romanza de Isabela en el cuarto acto; aquella súplica vehemente, delirante, irresistible; aquella glosa de un acento que recorre todos los tonos de la elocuencia; recordad aquellas arpas que lloran, aquel océano de instrumentación que viene a estrellarse a los pies de Roberto, aquel ¡Grace! mil veces repetido, que solloza, que se retuerce, que se ahoga en la garganta, que escala los cielos. ¿Queréis más? Oíd el cuarto acto, aquel oratorio digno de Mozart y Haydn; oíd aquel coro de monjes, que parece cantado al otro lado del sepulcro, más allá de la vida, en la paz de la muerte; oíd aquel terceto...


O tourment, o suplice!



melodía suprema que flota entre la gloria y el infierno; marejada de bendiciones y blasfemias, de ruegos y de imprecaciones, de esperanza y de temor; expresión culminante de todo el spartitto; y luego ved cómo se resuelve en un cántico sobrehumano, celestial inefable, que va a perderse en los espacios sin límites, como las oraciones y las almas de los justos...

Pero ¡diablo! ¿Qué estamos haciendo? ¿Es acaso posible dar en un folletín la idea de esta ópera? ¡Pues qué! ¿Las revistas se cantan al piano? Id... id a Roberto; y, si tenéis alma, ella os dirá lo que no cabe en un folletín, lo que no puede hablarse ni escribirse, lo que nosotros experimentamos siempre que oímos verdadera música...




ArribaAbajo- III -

Pero ¡ay! ¡no vayáis al Roberto que se canta... o se chilla este año en el Teatro Real de Madrid!

1858.






ArribaAbajoContra las zarzuelas

Advertencia


Si alguna memoria puede quedar hoy de los centenares de Revistas de teatros que escribí durante aquellos años (de 1855 a 1859) en que me arrogué audazmente la profesión de crítico, es indudablemente el recuerdo de la porfiada guerra que hice a las zarzuelas, entonces muy en boga.

Reconozco que fui exagerado en mis ataques a este género de espectáculos; pero sírvanme de disculpa la exageración con que lo patrocinaban y ensalzaban por su parte otros escritores y el alarmante favor que llegó a alcanzar en toda España.

Aconteció entonces que todos nuestros autores dramáticos y todos nuestros músicos dedicáronse a escribir zarzuelas, abandonando los unos el teatro español de verso y propalando los otros que la ópera nacional nacería del cultivo de aquella clase de composiciones. Los coliseos de verso y el de la opera italiana se vieron, pues, desatendidos por el público, que se solazaba grandemente con los híbridos y grotescos engendros que constituían el repertorio del célebre Caltañazor.

Ni era esto todo: a la sazón no se habían creado todavía los nobles centros de verdadera filarmonía que hemos admirado y aplaudido después en los Cuartetos del Conservatorio y en los Conciertos matinales o nocturnos de teatros y jardines situados en las afueras del antiguo Madrid. Haydn, Mozart, Beethowen, Mendelson, Weber, todos los gigantes del arte musical, eran desconocidos del pueblo español. Euterpe no recibía en nuestra patria más culto público que el que le rendían nuestros instrumentistas, nuestros cantantes y nuestros compositores por medio de las decantadas zarzuelas... Estaba, pues, comprometida hasta la esperanza de los amantes de la verdadera música, en el empeño que maestros tan insignes como Arrieta, Barbieri, Saldoni, Oudrid, etc. (algunos de ellos autores de ya aplaudidas óperas), mostraban en llegar por el camino de la zarzuela a la consolidación del teatro lírico español.

Contra pretensiones y aspiraciones tan insensatas, era contra lo que me revolvía yo en mis escritos, no contra la Zarzuela en sí, como se verá en los fragmentos que reimprimiré a continuación. Yo concedía a la Zarzuela el derecho de existir como un espectáculo burlesco que simbolizase, no los progresos y tendencias de un arte naciente, sino la deliberada caricatura de un arte de mayores y más solemnes miras.

El tiempo ha venido a darme la razón: la Zarzuela, al cabo de veinte años de favor público, no ha engendrado la Ópera española, sino los Bufos madrileños.

Léanse ahora todas las razones en que yo fundaba en aquel tiempo mis hoy realizadas profecías. No insertaré sin embargo, sino extractos de mis revistas, o sea los trozos más sustanciales y de crítica más general, omitiendo en lo posible los ataques concretos contra determinados autores o contra sus obras, En el fragor de las batallas, estos ataques y los que yo recibí pudieron estar justíficados. Hoy no me queda ya sino aprecio y hasta cariño hacia mis adversarios de entonces.

Es lo que les pasa a todos los militares retirados que, al fin de su vida, sólo tienen palabras de afectuoso respeto para nombrar a los mismos guerreros a quienes en otro tiempo llamaban antonomásticamente el enemigo.

En cambio, nunca deja de inspirar fanático amor a cada uno la bandera que tremoló en el combate, como le inspira eterna aversión el estandarte que vio ondear enfrente del suyo.

1871


ArribaAbajo- I -

De la zarzuela


.....................................................................................................................................................     Viva la música burlesca, viva la tonadilla confundida con el sainete, viva el vaudeville joco-serio, salpimentado de coplas y de finales cuyo trivial sentimentalismo está al alcance de las traviatas más ínfimas. Viva enhorabuena todo esto; pero viva en los pueblos donde la música nacional cuenta ya con más solemne culto, tiene abiertos más nobles palenques, ostenta más ilustres títulos; viva, por ejemplo, en Francia, donde hay un teatro de Grande Ópera seria francesa, que produce las inmortales obras de Halevy, de Auber y de Meyerbeer; viva allí, donde ya puede jugarse con el arte como con un león domesticado; viva allí, donde saben caricaturarlo todo, hasta la melodía, ese aliento de Dios! Y viva aquí también, si queréis; pero no resumiendo la vida de nuestra música nacional, no absorbiendo todos nuestros talentos líricos, no representando nuestra ilustración filarmónica. Viva aquí... ¡pero en la esfera de los espectáculos que sólo se proponen recrear; no al nivel del coliseo donde la verdad y la filosofía tienen su cátedra, ni al nivel del templo adonde van las almas a embriagarse con las armonías del sentimiento, único idioma universal, cuya clave está en todos los corazones privilegiados.

.....................................................................................................................................................     Pero hablemos un poco de los libretistas. ¿Queréis saber lo que han encontrado nuestros poetas en la plazuela del Rey?

Fracasos, desdenes, silbidos, y, cuando más, respetuosa tolerancia.

Bretón, el ilustre Bretón, el autor de El Pelo de la dehesa, ha visto naufragar sus dos únicas zarzuelas: El Novio pasado por agua, y Las cosas de Don Juan.

Rubí, el autor de El arte de hacer fortuna de Los dos validos, no consiguió acertar en Tribulaciones y zozobró en La Hechicera.

Atina García Gutiérrez en El Grumete, yerra en La espada de Bernardo, y cae en La cacería real García Gutiérrez, el autor de El Trovador!

Ayala, el creador de El hombre de Estado y de Rioja, dramas de primer orden, ve pasar desatendidas La Estrella de Madrid y críticados Los Comuneros. ¡Quince noches bastaron a enterrar cada una de esas obras!

Eguílaz, popular a los veintidós años y una de las mejores esperanzas de nuestra literatura, va a pique de un modo lamentable en La vergonzosa en Palacio.

Suárez Bravo hace de Las señas del Archiduque la hoz que siega los laureles de ¡Es un ángel!

Larra goza de justo renombre de buen dramático; pero ni su nombre basta a proteger Un embuste y una boda, que se hunde en el abismo.

Doncel estrena su sepulcro al son de los silbidos de La Picaresca. Cisneros escribe un drama, Esperanza, que le da un nombre. La litera del oidor le da mucho menos, puesto que le da un mal rato.

Villoslada truena en La dama del Rey.

Y Larrañaga, y Arnao, y Larrea, y Lozano, y Guerrero, y todos, en fin, chicos y grandes, caen en la misma tentación y logran el mismo resultado.

Mas no por esto se contriste la musa española. Esos desastres son triunfos. Nuestros dramáticos están demasiado acreditados para que pueda perjudicarles su impotencia en este género espúreo.

Pero ¿en qué consiste esa impotencia? nos preguntaréis.

En que los libretos españoles pecan de demasiado líricos, de muy graves, de sobrado decentes; en que la zarzuela es propia de la ligereza transpirenaica; en que aquí no somos diestros en la pantomima, en la paradoja, en la onomatopeya, en la prestidigitación, en el arte de brocha gorda.

Por eso agradan más las zarzuelas traducidas; por eso, y dichosamente por eso, no saben inventarlas nuestros primeros literatos, mientras que los dioses menores (¿para qué nombrarlos?), los libretistas que no saben escribir, no digo ya en castellano, pero ni tan siquiera en racional, logran cada éxito con sus poemas zarzuelescos, que es cosa de quemar uno su librería.

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¿Adónde vamos? ¿Qué es esto?

Dichosamente, no vamos a ninguna parte.

Dichosamente, esto no durará.

La zarzuela morirá, como murió el género andaluz, como murió Churriguera, como morirá el miriñaque.

Y morirá, porque si los poetas no se cansan de trocar su gloria por un puñado de plata, el público abrirá los ojos, y verá que en el Circo pierde el tiempo, el dinero y el buen gusto.

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Un crítico, en un momento de distracción, -pues no es posible creer otra cosa-, ha confundido al libretista de zarzuelas con el libretista de óperas, sin considerar que son oficios muy distintos.

En la zarzuela rige el poeta: en la ópera rige el músico. En la zarzuela la letra es lo principal y la música lo accesorio: en la ópera acontece lo contrario. Quitad las palabras a una ópera después de escrita; cantadla tarareada o solfeada, y quedará la ópera en pie.

Y esto es tan cierto, cuanto que el libreto se canta en italiano ante un público cuya mayor parte no lo comprende y que, sin embargo, nada echa de menos...

Porque la música es un idioma, volvemos a decir, cuando no se propone solamente recrear, y el libreto es un andamio que sirve para levantar el edificio y se retira después de concluida la obra.

En la zarzuela la música no expone, no expresa nada: es un lujo, un adorno. Y ¡ay del músico que se entusiasma y se eleva en el teatro del Circo!

Que allí no se va a oír música, sino a ver trajes, desfiles de tropas y decoraciones magníficas; a ver a la tiple vestida de hombre y al caricato vestido de mujer; a oír redobles de tambores, repiques de campanas, algazara, tiros y jolgorio... ¡Entonces se aplaude; entonces hay lleno completo!... ¿No es verdad, señores empresarios? Preguntad a un parroquiano del Circo por ese mismo Meyerbeer, por su Roberto il Diavolo, y os dirá que le apesta!

No: la zarzuela no engendrará la ÓPERA NACIONAL.

¡Ni menos desarrollará la música española!

¡Pues qué! ¿Podrá decirse que toda la música que se canta en el Circo es española, que tiene carácter de tal, que es original siquiera? Nosotros pobres melómanos, simples oyentes, que, obligados por nuestro oficio de folletinistas, vamos a aquel coliseo como si fuéramos al Purgatorio, podemos asegurar haber escuchado allí música francesa, alemana e italiana, a vuelta de alguna que otra seguidilla española y no nos detendremos a citar, como pudiéramos hacerlo, y lo haremos en su caso, pieza por pieza, motivo por motivo, acompañamiento por acompañamiento.

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Tiene la zarzuela otro inconveniente que no le permite crecer, y es la dificultad, casi la imposibilidad, de encontrar cantantes que declamen o actores que canten... como se debe cantar y declamar.

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Dícesenos que Rossini y Verdi empezaron por poco y llegaron a mucho. ¡Pues que nuestros principiantes hagan zarzuelas, y nuestras notabilidades escriban óperas o no escriban nada!

Por lo demás, Saldoni y Arrieta empezaron componiendo óperas, y acaban haciendo zarzuelas. ¡Esto es progresar! Queremos la ópera española, y la esperamos, y nunca tiraremos de los pies a nuestros compatriotas para evitarles que suban a un digno puesto, sino para bajarlos de un puesto indigno. La ópera española puede existir, y existirá, Nuestro suelo ha dado a Europa cantantes de primer orden. La Malibran, Paulina García, la condesa de Fuentes, Amalia Anglés, Echevarría, Carrión, Belart, Rodas, Unanue, García y los que ahora no recordamos nacieron en España, y muchos de ellos recorren hoy los primeros teatros del mundo. Nuestro suelo ha dado también y tiene músicos capaces de escribir la ópera. Martini, Cuyas, Inzenga, Gomis, Saldoni y otros varios comprueban nuestro dicho. El Sr. Barbieri, si desatase su inspiración aprisionada en el Circo; Arrieta, orgullo de nuestra patria; Gaztambide, ¡el mismo Gaztambide!, Oudrid, etc., escribirían la ópera nacional, si quisieran; y esto es tan positivo, que dentro de algunas noches (lo decimos con inmensa satisfacción) se cantará en el Teatro Real la Isabel la Católica de Arrieta, ópera que vale más que todas las zarzuelas habidas y por haber.

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Día llegará en que nuestros músicos nos estrecharán la mano, confesando que hemos tenido razón en atacar tan rudamente la zarzuela.

Aquel día la música española se cantará en todos los pueblos extranjeros: aquel día la zarzuela vegetará en un barrio de Madrid.

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ArribaAbajo- II -

Los Magyares



- 1 -

-¿Ha estado V. en Los Magyares, señor folletinista?

-No, señor... Hace tres noches que no se encuentra un billete ni por un ojo de la cara.

-¡Ya lo creo!... Los Magyares es el non plus ultra de las zarzuelas. A mí me gusta más que Catalina.

-¿Es V. filarmónico?

-No, señor: de Getafe.

-Digo que si le gusta a V. la música...

-¿Cuál?

-¡Hombre! ¡la música!...

-¡Qué música ni qué ocho cuartos!... Mire V.: Caltañazor sale montado en una mula, y, sólo de verlo, nos echamos a reír. No sé en qué consiste; pero siempre que habla ese hombre, aunque no sea gracioso lo que diga, se me va la carcajada!...

-Afinidades.

-No sé... ¡Y qué decoraciones! ¡Han gastado un dineral en espigas!... En fin: es la gran función del año... Dicen que dará muchas entradas.

-¿De quién es el libreto? ¿De Ayala?

-No, señor...

-¿De Bretón?

-No, señor... ¡Ésos no saben dónde tienen la mano derecha! Es de Olona

-¡Hombre! ¡Ese autor no se equivoca nunca!... ¡Todas sus obras tienen un éxito brillantísimo!

-Un éxito envidiable.

-No diré yo tanto. ¿Y el spartito? ¿Será de Barbieri?...

-¡Qué! No, señor...

-¿De Arrieta?

-¡Ca!... ¡El esparterito es de Gaztambide! ¡Y salen segadores, húngaros y borregos!...

-Pues es preciso ir.

-¡Ya lo creo! ¡Verá V. cosa buena!... Y eso que no canta la Ramírez!... En fin... Hasta luego... Ya nos veremos por allí...

-Vaya V. con Dios, hombre... ¡Vaya V. con Dios!




- 2 -

Las carnes se nos abrieron cuando quedamos solos, al pensar en que acaso no nos gustaran Los Magyares como progreso de la ÓPERA ESPAÑOLA, y nos viéramos, por consiguiente, en la precisión de anatematizarlos desde nuestra cátedra de folletinista.

-¡Oh Dios! (dijimos). ¡Que nos gusten Los Magyares! ¡Que el público tenga razón! ¡Que suceda un milagro! ¡Que haya una zarzuela buena! ¡Oh!... ¡Si Los Magyares no nos gustan, estamos perdidos!

En efecto: ¿quién lucha con las turbas de los barrios, que dicen que la zarzuela nueva es mejor que La Cola del Diablo? ¿Quién lucha con toda la prensa, que ha consignado en una y otra gacetilla que la tal obra es admirable? ¿Quién lucha con la realidad de las cosas; con ese público que acude en masa, con esa empresa satisfecha de sí misma; con una función, en fin, en que se ha gastado mucho dinero?

En medio de esta agitación, oímos sonar las ocho de la noche.

Cinco horas después conocíamos ya Los Magyares. ¡Somos el ser más desgraciado de la tierra!




- 3 -

Respeto y consideración merecen, sobre todo en nuestro país, los miles de duros que la empresa del teatro de la Zarzuela ha gastado en la decoración y equipo de Los Magyares ÓPERA ESPAÑOLA del maestro Gaztambide, letra del poeta Olona. Por este respeto y esa consideración, y no por falta de buen sentido -al menos así nos lo hace creer nuestro orgullo nacional-, hase mostrado tolerante, y benévola la ilustrada prensa de Madrid con la nueva obra, tributándole unos elogios que no son para discutidos, y que seguramente no estaban en el ánimo de los señores gacetilleros... Pero respeto y consideración son esos que ceden en nuestro juicio ante más altos respetos y atendibles consideraciones; ante las leyes de la razón y del buen gusto; ante los fueros de la música y de la poesía, temerariamente atropellados; y así, mal que le pese a la paz de nuestra vida, cogernos la pluma con el valor de quien cumple con su conciencia, no para oponernos a la opinión general, pues sabemos que la opinión general está de nuestra parte, sino para consignar en letras de molde lo que la opinión general murmura por lo bajo y no se atreve a repetir a la luz del día, en gracia de los susodichos miles de duros; lo que dice el claqueur en su casa; lo que asienta el flateur en el café; lo que publica oralmente en las tertulias el mismo periodista que batió palmas en su diario; lo que está, en fin, en el pecho de todos y en boca de ninguno, esto es, que Los Magyares no es, como la titulan, una ÓPERA ESPAÑOLA, sino un disparate literario y musical, indigno de ser representado en un teatro nuevecito, ante un público de guantes blancos, en nombre del arte y de la literatura y a costa de tantísimo dinero.

Desmenucemos este párrafo.




- 4 -

Ante todo, seamos los primeros en rendir un tributo de admiración a la empresa por su arrojo y prodigalidad, al maquinista por su pericia, al pintor por sus ingeniosas concepciones, al director de escena por su maestría, al sastre por sus conocimientos históricos e indumentarios, y, finalmente, a todos los que han contribuido al aparato de Los Magyares, obra presentada al público con una perfección y un lujo insólitos en nuestros teatros, y verdadero modelo de mise en scène que recomendamos eficazmente a la empresa del Teatro Real, ya que es este el pie de que cojea hace algunos años.

Y he aquí todo lo que tenemos que elogiar en una función músico literaria; en una ÓPERA ESPAÑOLA, en el supremo alarde hecho por la empresa del teatro de Jovellanos para justificarse de haber inferido esta temporada todo género de ultrajes a las desventuradas Euterpe y Talía...




- 5 -

¿Y el libreto?

¿Y el spartitto?

¿Y la zarzuela?... decimos mal: ¿Y la ÓPERA ESPAÑOLA?

¿Y el pretexto de tantos gastos?

¿Y las cinco horas que pasa el público en aquel salón?

¿Y el arte?

¿Y la literatura?

¿Y Los Magyares?

¡Qué! Porque Pizzala el platero hiciera pública exposición de sus diamantes y esmeraldas en medio del peor drama de Comella, ¿habíamos de dejar de silbar el atentado literario?

¡Qué! Porque unos cómicos de la legua se presentasen muy bien vestidos en el escenario del Príncipe, ¿habíamos de tolerarles que pisoteasen El Hombre de mundo?

¡Qué! Porque en Los Magyares se haya gastado mucho dinero en trajes y decoraciones, ¿hemos de oír impasibles el libreto del Sr. Olona y la música del Sr. Gaztambide? ¿Hemos de permitir que nuestros discípulos del Conservatorio lleguen a tararear semejantes obras? ¿Hemos de soportar que nuestro pobre público de las galerías crea que eso es una ÓPERA ESPAÑOLA? ¿Hemos de consentir que los elementos de vida y prosperidad que encierra una empresa tan rica como la de Jovellanos, se empleen en un terreno tan estéril, tan desagradecido, tan ignominioso para nuestras musas?




- 6 -

Vamos al libreto.

¿Qué se ha propuesto dar al público el Sr. Olona al presentar su libro de Los Magyares? ¿Una broma? ¡Pues a fe que es broma pesada!

Mas, por si va de veras, repare en la impasibilidad del público durante los cuatro actos de la zarzuela, y en que los aplausos vienen de ciertas galerías atestadas de aguadores y soldados.

Y es que los medios que se emplean para arrancar estos aplausos son tan absurdos, que no sabemos cómo tuvo el libretista serenidad para escribirlos...

Si a disparates que choquen vamos, proponemos desde ahora un argumento de zarzuela -y como él se nos ocurrirían veinte por minuto-, de éxito indefectible:

Que el teatro represente una noria.

Caltañazor ha sido condenado por el rey de Taití a darle vueltas a la susodicha.

El Sr. Gaztambide escribe en el divino idioma de Donizzetti las armonías imitativas del crujido de las ruedas y del gotear del agua.

A cada vuelta que dan los canjilones, sale de la noria un corista vestido de miliciano nacional bailando la cachucha.

Cuando ya está fuera todo el coro, Caltañazor lo arenga. Pero el coro se enfada y lo echa en la noria.

El público cree que su favorito ha muerto. Pero Caltañazor saca la cabeza por la concha del apuntador, y dice a sus admiradores de las galerías:

-Señores..., ¡si estoy aquí!

Fin del acto primero.

¡Qué éxito tan ruidoso! ¡Qué aplausos! ¡Qué ganancia tan espantosa haría la empresa con una función semejante!

¿No es éste el secreto, Sr. Olona?

Pero seamos circunspectos.

En los más disparatados engendros de la grotesca musa de Francia, hállase al menos, ya una sutil paradoja, ya una parodia llena de gracia y de inventiva: los caracteres menos verosímiles tienen cierta unidad; los hechos cierta ilación; la caricatura, por abultada que sea, ofrece un lado lógico...

En Los Magyares, ni hay caracteres, ni los personajes tienen memoria, entendimiento ni voluntad. Todos son tontos; todos se dejan engañar como chiquillos; todos hacen lo contrario de lo que se propusieron hacer; todos olvidan lo que acaban de decir; todos descubren a lo mejor una penetración digna de M. Hume; todos, en fin, son víctimas de la impotencia dramática del señor Olona.

Por lo demás, ni un chiste nuevo, ni un verdadero epigrama. No es la sal de los hechos o de los dichos lo que hace reír, sino el despropósito, la atrocidad de una y otra inconveniencia.

De este modo todos seríamos Ramones de la Cruz. Con presentar una chica que en el momento de tomar el velo de monja dijese que le picaban las pulgas, o un moribundo que rompiera a cantar la rondeña, o un canónigo con espuelas, o una condesa que a lo mejor jurase y votase como un carretero, ¡ya tendríamos el efecto seguro!...

¿No es éste el secreto, Sr. Olona?

Al menos, ¡así están escritos Los Magyares!




- 7 -

De la música sólo diremos una cosa; y es que no la encontramos en toda la función. Oímos, sí, algunas rapsodias de Guillermo Tell, de Roberto, de Traviata, de Marina sobre todo, y varios calcos de nuestros cantos nacionales. Mas ¿qué importa la música..., tratándose de una ópera? ¿Qué importa el carácter de esta ópera, cuando se piensa en llamarla ópera española? ¿Qué importa el arte? ¿qué importa la Nación? ¿qué importa la propia dignidad, cuando se trata de que el artesano y el tendero de comestibles, el portero y el escribiente, atraídos por la grosera plástica de un absurdo tan descomunal, den a su familia cinco horas de un placer preparado ex profeso para satisfacer su mal gusto, y lleven a la faltriquera de las codiciosas musas lo que debían llevar a la Caja de Ahorros?

¡Oh! ¡nuestras artes, nuestras letras convertidas en eso que se llama saca-dineros y engaña-muchachos!

Terminemos.

Si la música española tuviese en España otros representantes, otra casa, otro porvenir, en buen hora se llevaran los diablos a los zarzuelistas con sus sacrilegios y sus profanaciones. ¡Pero que la música sea el arte del siglo XIX; que España pertenezca a Europa; que Madrid sea la capital de España, y que en Madrid esté reducida la vida musical a Los Magyares... es cosa horrible, que excita la indignación de todo el que tiene vergüenza!

El público acude, el público paga, el público aplaude... ¿Qué importa si un extranjero asoma la cabeza por el teatro de Jovellanos, y la vuelve luego hacia su patria, diciendo en letras de molde: el África empieza en los Pirineos?

¿Ni qué os importa tampoco esta revista?

1857.






ArribaAbajo- III -

Otra ópera... española


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Tenemos novedad en el teatro de la Zarzuela.

Titúlase El Lancero.

Reflexión al canto... y a la letra. A las zarzuelas les queda de vida el tiempo que tarden nuestros literatos en sacar a relucir las pocas corporaciones o clases civiles, militares y religiosas que no han aparecido aún en aquel escenario. Ya han salido a las tablas monjas, frailes, barberos afeitando en fila, marineros, colegialas, locos, y qué sé yo qué más. Mañana serán los enfermos de un hospital, coronados de gorros blancos; otro día será un coro de gallegos que van a esperar los reyes... Hoy son lanceros. El caso es ofrecer decoraciones y trajes nuevos. Lo demás, no importa.

Que la letra sea una traducción o un plagio que ponga colorada a la moral pública; que esté en catalán o en patois; que la música sea una trivial tonadilla o un detestable remedo de tal o cual trozo italiano o francés: que se cante en contrasentido con las palabras; que carezca de filosofía, de expresión y de gusto... ¡chico pleito! El negocio es que la tiple salga con pantalón y levitín, o el bufo con miriñaque; que haya vistosos uniformes y sables de verdad; que se digan equívocos tan decentes como los de El Lancero; que la acción estribe en que una mujer vestida de hombre esté encerrada con otra en una habitación, y en la natural alarma de cuantos ignoran el cambio de traje; que se oigan redobles de tambores, o repiques de campanas, o coros de bostezos y estornudos, si no se prefiriesen de relinchos; algo, en fin, que profane el arte y la literatura, y ya tiene V. al público inteligente loco de júbilo y con sus tres reales dispuestos a correr todas las noches.

Así es que el Sr. D. Ventura de la Vega escribe hoy, una zarzuela de magia. ¡Después vendrá oír a con fuegos artificiales; luego una en que se regalen naranjas al público; y Dios sabe si llegará el caso de que se permita a los abonados a anfiteatro tornar parte en los coros, o besar a las coristas!

¡Decididamente la zarzuela es un espectáculo popular, nacional, español, en toda la extensión de la palabra!

¡Y, sobre todo, la cuna de la ÓPERA ESPAÑOLA!

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1857.




ArribaAbajo- IV -

Por qué gustan las zarzuelas


(Réplicas a un amigo.)

-Amigo mío (repliqué por último, resumiendo mis contestaciones): yo abomino de la zarzuela, antes por sentimiento que en fuerza de silogismos. Cáeseme el alma a los pies cuando medito en que la música, el arte peculiar del siglo XIX, la más sublime, y hasta si se quiere la sobrenatural expresión de la belleza, no tiene en España otros horizontes en que tender su vuelo que los estrechos límites a que la reduce este mezquino espectáculo, mixto como todo lo decadente.

¿Qué es aquí la música? dígame V. Una esclava puesta al servicio de un traductor de dramas de brocha gorda. ¿Qué probabilidades de éxito, de ganancia, de gloria, de inmortalidad, tiene un compositor en este teatro? Las que le sobren a un maquinista hábil, a un gracioso caricato y a una fábula absurda, llena de espantables episodios e increíbles peripecias: ¡nada más!

Aquí el todo es el libro. Que el libro ofrezca grandes rarezas en trajes y decoraciones, montañas practicables, ganado vacuno que discurra por la escena, una tiple bonita (si no, no sirve), y vestida de hombre por añadidura, y tiene V. el teatro lleno veinte noches. Una glosa del bolero o del fandango y cuatro trompetazos que atruenen la cabeza, bastan, por lo demás, para que el filarmónico de estos barrios se figure que ha oído una ópera española.

El músico que quiere ir más lejos, pierde el trabajo, el tiempo y la paciencia. Ahora: si la tierna y apasionadísima melodia española ensayase el género sentimental, que es el que más cuadra a su índole y tendencias; si nuestros músicos, -algunos lo han hecho-, en vez de atenerse a una servil imitación de las armonías exteriores de la naturaleza, buscasen en el cielo de la imaginación aquella habla reveladora de Rossini, de Bellini y de Donizzetti, vería V. nacer de pronto una nueva escuela musical, que sería el asombro de toda Europa, como hoy lo son nuestros peregrinos cantos nacionales.

Pero mientras sigamos por esta senda de perdición; mientras el teatro español no arroje por la ventana este crudo y malsano manjar que llaman zarzuela, en que el canto, o es gratuito, o material y onomatopéyico, y la instrumentación inadecuada y confusa como todo lo que carece de inspiración; mientras V. oiga cantar a simples aficionados, entre los cuales apenas se cuentan dos o tres medio artistas, y vea escribir libretos a hombres que se confiesan..., no digo profanos, sino antipáticos a la música, España será en esto una potencia de último orden, como lo es en otras muchas cosas. ¡Por eso no transijo con las zarzuelas, ni con este teatro, ni con los compositores, ni con V. que viene a consentirlos!

-Pero ¿y V.? ¿A qué viene? -me preguntó con mucha sorna mi antiguo amigo.

-¡Hombre!, yo vengo porque tú vienes, porque aquél viene; porque nosotros venimos, porque vosotros venís, porque aquellos vienen.

¡Vaya, vaya! (me dijo, dándome una palmadita en el hombro.) V. modificará sus ideas. Esto gusta... ¿No ve V. el teatro lleno? Aquí se ríe uno, pasa el rato, ve muchachas bonitas, y...

-¡Y siente satisfecha su vanidad!!

-¡A ver! Explíqueme V. ese pensamiento. Es muy sencillo, y da la clave de la duración de este espectáculo en España, así como de otras menudencias. ¡Oh! No sin trabajo he llegado a tan luminosa conclusión...

Veamos esa conclusión.

Mire V. ¡No hay cosa que las medianías aborrezcan tanto como al genio, ni nada que les agrade más que otras medianías menores que ellas! Ahora bien: en el mundo hay una mayoría inmensa de hombres medianos y menos que medianos. Vienen aquí esos hombres, y se encuentran con un músico a quien pueden criticar, con un cantante que necesita de su indulgencia, con un poeta que se contenta con hacerles reír, con un espectáculo, en fin, que no les dice ¡admira!, sino ¡tolera! El hombre mediano no se ve humillado, por consiguiente; no prueba la envidia; no siente la presión de aquel genio que, en otros teatros, le desprecia desde lo alto de las bambalinas... -«Aquí todos somos unos (dice mi hombre en la Zarzuela, enseñando la caja de dientes): ¡No lo hacen mal!... ¡pobrecillos!...»- Y se ríe..., y está a son aise, sin temor a aplaudir inoportunamente, sin quedarse en ayunas del argumento, sin verse obligado a fingir que le gusta esto o lo otro cosas todas que le suceden en el Teatro Real o en la representación de un buen drama. ¡Mire V. con qué aire de protección y de suficiencia se agita aquel banquero en su palco!... Óigale V. cómo dice: ¡Qué tontería! ¡Vaya... si no sé cómo viene uno a estas cosas! ¡Yo sé mucho más que el músico, que el poeta y que el cantante!

¡Ah! no lo dude V.: la turba multa, y en especial los ricos estúpidos, sienten satisfecha su vanidad y a salvo su natural amor propio en este teatro, que habla en su mismo idioma y que nunca se permite darse con ellos aires de superioridad.

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1858.




ArribaAbajo- V -

Última palabra


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La zarzuela agoniza... La zarzuela morirá antes que nosotros creíamos.

Démonos la enhorabuena.

Muerta la zarzuela, nacerá la ópera nacional; porque tenemos maestros, y los tendremos aún, que darán mejor inversión a su genio, más alta dirección a sus trabajos; porque nuestra patria ha producido buenos cantantes, y volverá a producirlos cuando no se esterilicen sus facultades en ingratas tareas, cuando no estraguen las primicias de su genio en las orgías musicales de la calle de Jovellanos.

En tanto, nuestros poetas, dejando de aspirar al triste salario que les ofrece el vulgo necio de que hablaba Lope, tomarán de nuevo el áspero camino de la gloria, y escribirán, como pueden, el drama y la comedia de nuestra edad filosófica.

El público mismo no comprenderá su ceguedad pasada, como hoy no comprende el entusiasmo que produjeron Comella y Churriguera; como hoy se asombra de haber tenido en gran estima las piezas andaluzas, el baile francés, a algunos personajes del reino y otras aberraciones del gusto.

Y el público, entonces, se dará también la enhorabuena.

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1859.






ArribaAbajoCarta y prólogo referentes al libro titulado «En los montes de la Mancha»


ArribaAbajo- I -

Carta


¡Al diablo no se le ocurre lo que a V., mi querido Navarrete! ¡Enviarme, para que yo lo presente al público, un libro que pugna con todas mis ideas y con casi todos mis sentimientos! Demos de barato, hombre de Dios, que mi firma tuviese en el mercado literario todo el crédito que V. apasionadamente supone... ¿No conoce V. que lo tendría por algo, y que ese algo se fundaría en mi propia manera de pensar y de sentir? ¿Qué resultaría, pues, si, a los que de mi opinión se fiaran, les recomendase yo una obra como esta de V., que contradice todas las doctrinas de mis pobres escritos y hiere o desconoce los más íntimos afectos de mis habituales lectores? Resultaría el descrédito de mi firma, y, consiguientemente, la ruina de mi casa, dado que nadie volvería a comprar libro alguno de que yo respondiera, ya fuese en calidad de autor, ya como prologuista.

Pues añada V. (y guárdeme el secreto) que no tengo ese crédito literario; añada que mi papel de escritor apenas se cotiza ya en Bolsa; añada que, por asco a ciertas quiebras del oficio, estoy a punto de retirarme de los negocios, olvidando hasta que existan letras... en el sentido retórico de la palabra, y comprenderá V., mi comandante, cuán lejos me hallo de poder servir de padrino a su obra titulada En los Montes de la Mancha, y cuán difícil sería, de todos modos, que mi padrinazgo le sacase a V. de ningún apuro.

Sin embargo... (¡respiremos!): le quiero a V. tan de veras, me ha comprometido V. con tanto donaire, le debo tales mercedes, y hay tantos primores artísticos y literarios en esta obra, a vuelta de sus muchas atrocidades de concepto (perdóneme la claridad), que he discurrido un medio de complacer a V. en mucha parte, sin menoscabo alguno de mi conciencia y sin que pueda tampoco argüírseme de que giro contra el público al descubierto. Dicho medio se reduce a enumerar pura y simplemente, en una especie de índice o resumen, todos los elementos que componen su Crónica de Caza, dejando al lector el cuidado de ver qué le conviene más: si quemarla sin leerla; si leerla, y quemarla después, o si guardarla después de haberla leído.

Ahí le mando, pues, ya que no la carta de crédito que me pide, una que pudiera llamarse carta-factura, la cual, amigo mío si bien indica algo, y aun algos, contra la misma obra a que va a servir de prólogo, no por ello deberá ser calificada de carta de Urías, dado que ni se la entrego a V. cerrada y sellada, como la que David puso en manos del esposo de Betsabée, ni mi deseo es que el público, al leerla, destine a cruda muerte este no del todo empecatado libro, sino, muy al contrario, conseguir que perdone las barrabasadas de unas páginas por las bellezas de otras, demostrando a V., con su indulgencia y su afecto, las esperanzas que todos tenemos de que un hombre de tanto ingenio, de tanto saber y de tan buen corazón como D. José Navarrete y Vela-Hidalgo se canse de calumniar su propia naturaleza y de afligir a sus mejores amigos.

Lo es de V. impenitentemente,

P. A. DE ALARCÓN.




ArribaAbajo- II -

Al público


El adjunto libro (¡oh mi antiguo protector y algunas veces cómplice!) débese a la pluma de un ex-comandante de artillería, actual oficial primero del ministerio de la Guerra, dos veces diputado a Cortes; pi-margallista en el orden político, y espiritista en el orden religioso; defensor, sin embargo, del insigne Cuerpo de Artillería en el Congreso de 1872; andaluz, de la provincia de Cádiz; de cuarenta y dos años de edad, salvo error de pluma o suma perteneciente a una muy cristiana y distinguida familia; hermoso y robustísimo hombre, aunque prematuramente cubierto de canas; tan aseado de su persona y vestimenta, como él mismo se encarga de referir más adelante; fumador implacable; no bebedor ni jugador; bravo soldado; amantísimo hijo; hermano cariñoso; elocuente orador; buen matemático; pretendido filósofo, y autor del precioso libro titulado De Vad-rás a Sevilla, de algunas piececillas dramáticas representadas con mucho éxito, y de varios artículos de costumbres, de crítica literaria y de política, que todavía no han sido coleccionados.

Aunque ésta su nueva obra (que yo no te recomiendo) se titula En los Montes de la Mancha, Crónica de Caza, contiene muchísimas cosas que no son venatorias ni manchegas, y que voy a ver de enumerar detenidamente, para que formes juicio por ti propio de si te acomoda o no emprender su lectura; pues, como la llegues a emprender, yo te juro que no dejarás el libro ni a tres tirones.

Contiene esta obra:

1.º Un tratado completo de Montería, muy técnico y minucioso, y el diario de operaciones de la Partida de Caza que le sirve de título.

2.º Un sinnúmero de Datos biográficos del autor y de pormenores de su vida, hábitos y costumbres; todo ello contado por él mismo en términos muy originales y graciosos.

3.º Un verdadero mosaico de nombres y apellidos, dichos y hechos, anécdotas y noticias referentes a todos sus amigos, sin distinguir entre los que (por su profesión o importancia) son hombres de dominio público, y los que nunca jamás habían figurado ni soñado figurar en letras de molde; cosa que te producirá, mientras leas, cierto sustillo muy sabroso, semejante al que nos causa el atolondramiento con que pisan la escena los aficionados de teatro casero o las alumnas del Conservatorio.

4.º Magníficos retratos tomados del natural y de cuerpo entero, que supongo parecidísimos, de cuantas personas le salen al paso durante la expedición (pues esta cacería más parece de seres humanos que de alimañas, y el Sr. Navarrete no yerra un tiro; de modo, que persona que él ve, ya puede estar segura de que cae revoloteando sobre la imprenta con todos sus pelos y señales)...

5.º Magistrales descripciones de cuadros de la naturaleza, dignos del pincel de Claudio de Lorena y de Poussin, donde figuran como pormenores hábilmente colocados los trances de la cacería, la pacífica aldea, la graciosa quinta, la humilde choza y el manso rebaño, y donde corre el agua, verdeguea la hierba, se columpian los árboles, ondea el humo de las cabañas, viajan las nubes, arde el sol, relucen las estrellas y sueña la enamorada luna; todo ello con tal propiedad, que le parece a uno estar viéndolo y prueba aquella emoción inefable que las campiñas, los bosques y las montañas producen en las almas que no son de cántaro.

6.º Una colección de Poesías, ya picantes, ya serias, cuales descriptivas, cuales amatorias, todas inspiradísimas y bellas y rebosando el fuego y la animación que siempre superabundan en la mente volcánica del antiguo artillero, cuyo espíritu tiene algo de polvorín o de Santa Bárbara.

7.º Dos o tres escenas discursos que huelen atrozmente a espiritismo, o sea fundados en la suposición de que los muertos vienen a este mundo a hablar con los vivos; broma que no sé cómo se atreve a sostener el señor Navarrete, cuando bien sabe que hasta ahora no ha podido comunicarme noticia alguna de ultra-tumba, a pesar de habérselas yo pedido con verdadera necesidad y grande empeño... ¿Quién no tiene seres queridos en el otro mundo?

8.º Un Tratado del vino de Jerez, con su correspondiente descripción de las célebres bodegas de D. Manuel Misa, y gran copia de curiosos datos sobre el particular, amén de una pícara historia de cierta visita que hicimos juntos a aquella catedral de Baco (no siempre se ha de decir templo); historia en que yo salgo, hablo y bebo como cualquier hijo de vecino, resultando un sí es no es dudosa mi sobriedad o templanza, sin motivo suficiente para ello (que es lo peor).

9.º Una extensa disertación, en forma, sobre el Arte de derribar toros y sobre los llamados garrochistas.

10. Otra disertación sobre el carácter, genio y costumbres del renombrado poeta D Antonio Fernández Grilo, a quien (dicho sea de paso) yo también quiero mucho, y cuyo natural numen poético me causa verdadero asombro.

11. Una descripción, escrupulosamente cabal, de la Quinta de Vista Alegre, propia del Sr. Marqués de Salamanca, situada en Carabanchel de Abajo, donde salimos a relucir otra vez una porción de amigos del Sr. Navarrete, sin tener en cuenta que nosotros no formábamos parte de la excursión de caza que sirve de argumento al libro, y sin reparar en que los Carabancheles distan muchas leguas de los Montes de la Mancha. Pero el Sr. Navarrete y su obra son así, y esta manera de ser constituye su novedad y su encanto.

12. Toda una Novela, que ocupa el último tercio del tomo, titulada EL DRAMA DE VALLE ALEGRE... (Sin duda, este nombre de Valle-alegre es la justificación del capítulo sobre Vista-alegre, o viceversa; por aquello de

-¿Han oído Vds. un cañonazo? -No, señor.

-Pues a propósito de cañonazo..., etc.)

Por lo demás, el tal drama, o novela, tiene tanto de agrio como de dulce... ¡Lástima que quien sabe escribir aquel admirable capítulo denominado La casa vacía (que para mí es lo mejor de todo el libro) no cultive formalmente la novela, dejándose de zarandajas! Zarandajas son, por ejemplo (perdone que se lo diga), todas aquellas indignaciones, exclamaciones y contorsiones a que da margen el abintestato. ¡Si al Sr. Navarrete le urgía hablar mal del clero, de los tribunales de justicia, de nuestra legislación en materia de testamentos y de los principios, todavía universales, en que descansa la propiedad..., debió armarse de razón; debió buscar mejor coyuntura; debió... Pero veo que falto a mi propósito: veo que critico, veo que discuto..., y no es esto lo que he prometido hacer.

Torno, pues, a mi enumeración, y digo que en este libro hay otra multitud de cosas peregrinas y heterogéneas, entre las cuales citaré, como muestra de lo admirablemente que escribe nuestro hombre y de lo bien que siente (cuando se olvida de sus preocupaciones político-filosóficas), algunos pasajes que se recomiendan por sí solos, mucho mejor que yo pudiera hacerlo si empuñase el escalpelo de la crítica.

Desde las primeras páginas adviértense ya, como he dicho, el grande y profundo sentimiento de la naturaleza que atesora el alma del Sr. Navarrete, sus dotes de observador, la riqueza de colores de su paleta y el pintoresco desenfado de su estilo. Pero donde todas estas cualidades de paisajista se muestran más soberanamente es en el capítulo titulado Los Misterios del Monte. Describe allí ciertos solitarios parajes de una selva con tal unción y ternura, que el alma del autor resulta más frondosa, más apacible y más inofensiva que aquella augusta soledad, de la cual dice, noblemente conmovido:

«... En estas guardadas espesuras, que rara vez huella la planta del hombre, se requerirán de amores los castísimos ciervos, y se besarán con los picos los ruiseñores, mientras en las ciudades, bajo el sol del progreso, se hacen guerra mortal los reyes de la creación.»

Antes, en la página 73, ha pintado una velada de cortijo, donde sacaron sillas a la puerta y se sentaron bajo el emparrado, sobre una alfombra de luna, rodeados de las escopetas negras y de los perros, a oír cantar a Trillo, al compás de una vihuela, unas seguidillas manchegas, en cuya descripción nótase el mismo sentimiento de la paz campesina y la propia habilidad de este gran poeta para expresarla con dos o tres rasgos de su inspirada pluma.

En otro lugar dice: «Es imposible pasar junto a las rosas que se columpian gentiles en sus tallos, coronando la verde hojarasca entre una multitud de encendidos capullos, sin que nuestros ojos se pongan en sus cálices con delicia, sin que nuestros labios sientan deseo de posarse en sus pétalos suaves, sin que nos aguijonee el anhelo de arrancarlas para disfrutar más tiempo de sus fugaces hechizos.»

Esas rosas se ven, se huelen, se desean. ¡Así se pinta, así se escribe, cuando se tiene alma para sentir la belleza natural! ¡Qué sencillez y qué vida, qué realidad y qué arte hay en esas facilísimas palabras!

¡Pues nada digo de la animación, de la exactitud y de la piedad con que, en la página 115, refiere el asesinato de una pobre cierva! Ante aquella pintura palidece hasta el cuadro en verso, referente al mismo asunto, que se admira en la colección de poesías inserta en este mismo volumen. Y entonces, como siempre, deplora uno el empeño del Sr. Navarrete en echarla de malo, de ilegal y de esprit fort; pues se ve y se toca que es un hombre sensible y bueno, tierno y caritativo, aunque un tanto descarrilado, que lleva en su interior todas las ideas justas y todas las virtudes cristianas, algo dislocadas aquéllas y estropeadas éstas, es verdad..., pero no perdidas ni sin compostura fácil, a pesar de los azares del descarrilamiento.

Por lo demás, y sin ser un escritor muy puro que digamos (en lo tocante a la gramática, se entiende), posee tan galano y rico lenguaje andaluz, conoce tan exactamente los nombres propios de todas las cosas y de todas las ideas; tiene tan al dedillo el tecnicismo de lo nacional y de lo extranjero, de lo vulgar y de lo culto, de lo casero y de lo científico, de lo natural y de lo filosófico, que pocos libros de su tamaño contendrán tanto número de voces, ni las presentarán usadas con tanta conciencia como esta Crónica de Caza. Se ve que el autor sabe matemáticas; se ve que ha vivido largo tiempo en el campo; se ve que es hombre político; se ve que ha sido artillero; se ve que ha guerreado; se ve que es poeta; se ve que se ha criado en buenos pañales; se ve que ha leído mucho; se ve que frecuenta casas principales; se ve que filosofa en el Ateneo; se ve, en fin, que conoce el mundo por sí mismo y no de oídas.

En resumen: este libro, más que una obra artística, determinada y concreta, es una especie de exposición de todas las aptitudes literarias del Sr. Navarrete; algo por el estilo de la cartera en que los pintores van reuniendo sus bocetos y ensayos en cada género; una colección de muestras de su ingenio privilegiado, que lo acreditan a mis ojos de inspirado poeta, elocuente prosista, observador muy sagaz y habilísimo narrador, calidades todas que darán de sí un novelista de primer orden el día que se resigne a tratar cualquier asunto adecuado para el caso, y a someterse un poco a las por él muy conocidas reglas del arte.






ArribaAbajoRegreso de Zorrilla a España en 1866

Carta al Director de «El Museo Universal»


Diez y ocho años han transcurrido desde que nuestro gran Zorrilla abandonó el suelo de España. ¡Diez y ocho años! ¡Toda una vida! ¡Casi la edad que contaba el inspirado vate el día que conquistó el primer laurel sobre la tumba de Fígaro! Ello es que cuando la generación literaria que hoy milita empezó a percibir, estremecida de entusiasmo, los mágicos sones de aquel arpa que sonaba al modo del laúd de los antiguos trovadores y de nuestros épicos romanceros, ya el poeta de la fe y de la caballería, de la cruz y del islamismo, de María y de Granada, no vivía entre nosotros, sino que cruzaba el Océano para ir a perderse, como huésped de la apartada y espaciosa América, en un limbo que no era la muerte ni la vida, y que tenía algo de una anticipada posteridad.

Que esta posteridad le ha sido fiel y cariñosa; que no le ha olvidado ni desconocido un solo momento, a pesar de lo efímera que es la fama en los turbados y mudables tiempos que corremos, dígalo el afán con que todos hemos seguido el lejano resplandor del astro que alumbraba otro hemisferio, con que hemos contado los años de su ausencia, con que hemos recogido los últimos acordes del plectro de oro del vate peregrino, y conservádole en constante actualidad su puesto de honor a la cabeza de nuestros poetas, como suelen en los ejércitos llamar y considerar presente al héroe que fue baja, pero a quien se juzga irreemplazable.

Durante este tiempo han muerto muchos hombres ilustres, maestros o camaradas del poeta ausente; han aparecido otros genios, justamente reputados en el mundo de las letras; han pasado y han surgido escuelas literarias; se han operado cambios radica les en la sociedad española; la crítica ha mudado una y otra vez sus dogmas y sus sacerdotes; ha variado esencialmente el gusto del público, y el público mismo ha trocado su naturaleza al asociarse nuevos elementos, antes inertes; y, sin embargo, todos y todo, poetas y lectores, generaciones y escuelas, han reservado la parte del león en la popularidad y la gloria, en la admiración y el respeto, a aquél que, distante y mudo, no requería ya con su lira aplausos a la fama.

Es decir, que Zorrilla ha alcanzado, vivo, y joven todavía, la solemne y desapasionada veneración que sólo se tributa a los que tras pasaron los umbrales de la muerte, y hoy se nos presenta como si fuera monumento viviente de su propia gloria, al cual podemos rendir, con eficaces agasajos, que hermoseen y halaguen el último tercio de la existencia mortal del hombre, aquel tributo de gratitud nacional o patriótica ufanía que ordinariamente es, por lo tardío, una estéril e irrisoria justicia, ya que no una penitencia de la posteridad avergonzada.

No es de este momento, ni entra en mi propósito, analizar detenidamente la razón de la constante boga y durable popularidad de tan celebrado poeta.

Baste decir que, nacido a la vida pública en lo más recio de la batalla entre clásicos y románticos, mantúvose a igual distancia de la exageración de ambas escuelas, prefiriendo a las atildadas y rigorosas formas de los unos y a la febril anarquía de los otros, combinar lo bueno de los dos gustos en provecho de lo que fue, es y será siempre el verdadero gusto español en artes y literatura. Zorrilla no invocó nunca las muertas divinidades paganas, fingiéndose sacerdote de la falsedad notoria y acomodando servilmente sus espontáneas concepciones al pie forzado o al molde frío de una regla establecida en los modelos griegos y romanos. Pero tampoco afectó un descreimiento escandaloso cuanto ajeno de la sociedad española: tampoco desdeñó, como ideales muertos, las glorias de nuestros mayores, el amor de la patria, la esperanza en otra vida, la religión del Crucificado y el santo temor de Dios. No, no fue romántico desesperado, iconoclasta, ateo; como no había querido ser adorador de Júpiter ni ministrante de Apolo. Fue español, fue cristiano, fue el poeta caballeresco, el trovador legendario, el continuador del Romancero, el cantor propio de esta nuestra raza ibérica, en la cual lo céltico y lo árabe neutralizan, vencen y borran, en el carácter y en la imaginación, todo lo que conservan de helénico y latino las instituciones y la lengua. Fue español, como lo había sido Calderón, el gran poeta del siglo de oro de los neo griegos franceses, y como Lope y Góngora, quienes, si alguna vez vistieron sus conceptos con las usadas ropas del paganismo, se hallan tan distantes de Corneille y de Racine como la mística de la escultura, como Murillo y Zurbarán de las academias romanas de hoy. Fue español, en fin (corno lo habían sido todos nuestros grandes poetas, exceptuando a Garcilaso y sus secuaces, imitadores de los clásicos italianos), ya escribiera el romance tradicional que constituye el poema continuo de nuestra patria, ya se perdiera en sutiles razonamientos teológicos, ya se nos presentase lujoso, soñador y pintoresco a la manera de los místicos orientales y africanos, de quienes aprendió o heredó la regalada música de sus voluptuosas cántigas.

Natural era, por tanto, que el pueblo lo acogiese y adoptase como su genuino intérprete, como su cantor favorito, y que retuviera sus versos en la memoria y su nombre en el corazón al través del tiempo y a pesar de una absoluta ausencia. Natural es asimismo lo que hoy sucede y lo que yo es pero que aún sucederá, y que constituye, por decirlo así, el argumento de ésta mi pobre y desaliñada carta.

Hace algunos días todos los periódicos de Madrid publicaron cuatro renglones, dando la noticia de que Zorrilla había pisado el suelo de la patria. El suceso era tan interesante y fausto, que bastaba anunciarlo en términos sencillos para que apareciese con toda su importancia. No: no lo han achicado afortunadamente las vulgares y gastadas fórmulas de elogio y regocijo de que hemos abusado todos hasta la saciedad en cualquier ocasión y a cualquier propósito. La hipérbole, insípida ya, por lo prodigada, en nuestro país, no ha rebajado a la categoría común de las solemnidades literarias el hecho de que Zorrilla reaparezca en España después de tantos años de ausencia. Pero no basta. Después de la emoción y el respeto, nos urge a todos significarle nuestra admiración y nuestro entusiasmo; y ésta es, Sr. Director, la razón de las presentes líneas, que le ruego a V. inserte en su apreciable semanario.

Con placer he sabido que se prepara V. a publicar en EL MUSEO el retrato, la biografía y alguna composición del inmortal autor de El Zapatero y el Rey y, al felicitar a V. por tan noble idea, creo ser intérprete de los sentimientos de nuestros escritores, invitándolos a una reunión en que se excogite algún me dio por el cual la gran familia literaria de la corte salude al inmortal poeta en su regreso a España, ya sea dirigiéndole un expresivo mensaje a Barcelona, donde ha desembarcado, ya sea disponiéndole una afectuosa acogida para cuando venga a Madrid. Cualquiera de estas demostraciones no haría más que preceder dignamente a las que son de esperar de corporaciones y poderes aquí constituídos, y que no pueden manifestarse indiferentes en esta cuestión de orgullo patrio, ni dejarse aventajar en ella por la liberalidad de algún soberano extranjero.

Y ahora, para concluir, permítame V. que apunte el especial motivo por que tomo en este caso una iniciativa para la que me faltan títulos y merecimientos.

Cúpome, hace tres años, la triste, dolorosísima honra de ver morir en mis brazos y de cerrar piadosamente los ojos al insigne poeta que presentó a Zorrilla en la arena literaria; que lo apadrinó en su bautismo de gloria; que escribió el prólogo de la primera edición de sus versos; que vivió con él; que lo amó fraternal, si no paternalmente; que me transmitió, en fin, con la sabrosa historia de aquella ternísima amistad, el cariño que él profesaba al que hoy no lo encontrará en el mundo de los vivos. D. Nicomedes Pastor Díaz, en cuya casa fueron escritas y a quien están dedicadas muchas composiciones de Zorrilla, instituyome y nombrome, así como a otros dos amigos, su albacea literario. Yo sé el ansia desesperada con que el cantor de la Luna, durante su agonía de muchos años, deseaba la vuelta de su amigo: yo sé la apasionada acogida que éste hubiera encontrado hoy en aquel sensible y nobilísimo corazón, cuyo último latido sentí apagarse bajo mi mano: yo creo cumplir hasta con un deber de conciencia transmitiendo aquí al ilustre vate que torna al teatro de su juventud y de sus triunfos, el legado de aquella amistad, sólo interrumpida por la muerte.

P. A. DE ALARCÓN.

5 Agosto 1866.




ArribaAbajoEn un álbum francés de preguntas

Quelle est votre idée du bonheur? (¿Qué idea tenéis de la dicha?)

La felicidad terrenal (relativa siempre) es cuestión de punto de vista. El mío consiste en creer que no tenemos derecho a la felicidad y que la tierra no es habitable. Por consiguiente, me contento con muy poca cosa.

*

Quelle est votre idée du malheur? (¿Qué idea tenéis de la desgracia?)

El mundo entero no puede hacer desgraciado a un hombre de conciencia, ya sea cristiano, ya meramente filósofo.

*

¿Votre plaisir favori? (¿Cuál es vuestro placer favorito?)

Una buena conversación, en mi casa, a la chimenea, con cigarros de la Vuelta de Abajo.

*

¿La qualité que vous préfére chez l'homme? (¿Qué cualidad preferís en el hombre?)

La abnegación.

*

¿La qualité que vous préférez chez la femme? (¿Qué cualidad preferís en la mujer?)

El respeto a sí misma... hasta dentro de su pensamiento.

*

¿Si vous n'étiez vous, qui voudrais vous être? (Si no fuerais quien sois, ¿quién quisiérais ser?)

Job, o el Bobo de Coria.

*

¿La saison que vous préférez? (¿Cuál es vuestra estación favorita?)

A caballo, el invierno; a pie, la primavera; en carruaje, el otoño; embarcado, el verano.

*

¿La passion que vous trouvez la plus noble? (¿Qué pasión os parece la más noble?)

Una caridad como la de San Juan de Dios.

*

¿L'objet de votre plus vif désir? (¿Cual es vuestro más vivo deseo?)

La felicidad de las personas a quienes más amo.

*

¿Le trait principal de votre caractère? (¿Cuál es el rasgo principal de vuestro carácter?)

La desconfianza.

*

¿Préfére vous la poesie à la prose? (¿Preferís la poesía a la prosa?)

Según sea la prosa y según sea la poesía; pero en absoluto prefiero la poesía.

*

¿La devise que vous choisiriez? (¿Cuál sería vuestra divisa?)

Sinceridad a toda costa.

*

¿Le genre d'esprit que vous préférez? (¿Qué clase de talento preferís?)

La inspiración del sentimiento.

*

¿Le genre de beauté que vous aimez? (¿Qué género de belleza os gusta más?)

Soy ecléctico en bellas artes, y además estoy casado por la Iglesia.




ArribaEn otro álbum de preguntas

¿Qué cualidad estima V. más en el hombre?

La veracidad.

*

¿Cuál en la mujer?

La limpieza física y moral.

*

¿Qué rasgo característico le domina a V.?

La desconfianza.

*

¿Cómo comprende la felicidad?

Siendo útil a alguien.

*

¿Cómo la desgracia?

Con remordimientos.

*

¿Dónde quisiera vivir?

En el Palacio árabe de la Alhambra.

*

¿Qué es lo que más anhela,?

El bienestar de mi familia, cuando yo le falte.

*

¿Cuál es, según V., el mejor poeta, actor, músico y pintor?

Byron; la Ristori; Rossini; Murillo.

*

¿Qué hecho histórico le disgusta más?

La fría crueldad de los ingleses con Napoleón de 1815 a 1821.

*

¿Qué faltas encuentra V. más disculpables?

Las mías.

*

¿Ama V. lo ideal o lo positivo?

Lo ideal, cuando es positivo; quiero decir, cuando surge naturalmente en el espíritu como la esperanza de otra vida.

*

¿Qué es lo más difícil de hallar?

Generosidad verdadera.

*

¿Qué consejo daría V. a la persona verdaderamente amada por su corazón?

Que no desoyese nunca la voz de su conciencia.

*

¿Qué ocupación le agrada más?

Como trabajo, corregir pruebas. Como recreo, oír buena música.

*

¿Cuál es, para V, la más simpática opinión política?

La que corresponda al estado intelectual y moral de cada pueblo.

*

¿Desea V. llegar a la vejez?

Esta pregunta es tardía para mí.

*

¿Qué espectáculo recrea más sus sentidos?

El mar encolerizado.

*

¿Quiénes son la mejor amiga y el mejor amigo de V.?

Mis hijos lo sabrán, cuando yo muera.

*

¿Qué flor, qué bebida, qué color le agrada a V. más?

La rosa de primavera, sencilla. El vino de Jerez. El color verde.

*

Defíname el amor, según V. lo entiende.

Es un misterioso y divino conjunto de egoísmo y generosidad.

1883.