Krauso-positivismo, vulgar denominación para un gran pensamiento (o el espíritu sobre todas las cosas)
Yvan Lissorgues
Universidad de Toulouse-Le Mirail
A Robert Jammes,
a Gonzalo Sobejano.
A Jacques Beyrie.
Cuando en 1875, al
observar que «entre los discípulos
de Julián Sanz del Río se han declarado tendencias
diversas y encontradas»
, Francisco de Paula Canalejas
concluye «No hay ya escuela»
,
puede pensarse que efectivamente está a punto de acabarse la
insólita aventura intelectual del «progresismo»
krausista. La proclamada defección de Manuel de la Revilla y
de otros adeptos de don Julián, la fogosa campaña de
José del Perojo contra las escuelas idealistas para terminar
con la ortodoxia krausista e intentar conciliar en el neokantismo
la filosofía de la ciencia inductiva contemporánea,
representada para él por los científicos y pensadores
alemanes (Wundt, Moleschott, Haeckel) y casi simultáneamente
los apasionados debates en torno al positivismo y a las
teorías evolucionistas y transformistas que empiezan a
difundirse por aquellos años, toda aquella efervescencia
intelectual puede dejar suponer que, efectivamente, cuando se
restaura la monarquía, en 1875, la escuela krausista es ya
cosa del pasado. Tanto más que las medidas represivas
tomadas por el nuevo gobierno de Cánovas contra los
profesores krausistas, dispersados en los varios rincones de la
península, pueden añadir a la idea de crisis de la
escuela la impresión de desmantelamiento.
La primera pregunta que se impone de lo dicho es la siguiente: ¿entra en decadencia el krausismo a partir de cierto momento, se agota, desaparece, como, a veces, se afirma? Por otra parte, durante los veinte primeros años de la triste paz canovista, se prosigue y profundiza el animado debate en torno a todos los elementos de la modernidad procedentes de Europa, de Alemania, de Inglaterra y también, de nuevo, de Francia, vencida hasta cierto punto la ya antigua galofobia reactivada precisamente por el krausismo y los recelos casi herderianos de Giner contra el descastado y frívolo «espíritu francés». A partir de 1880 y hasta el final del siglo queda abierta la discusión sobre el naturalismo francés, discusión literaria, por supuesto, pero que trae a colación todas las implicaciones aledañas, científicas, sociológicas, filosóficas e incluso metafísicas. O sea que, colocada en cierta perspectiva histórica que sólo fija los resultados, la evolución general del pensamiento durante las primeras décadas de la Restauración parece ir en el sentido preconizado por José del Perojo. De ello puede deducirse que el idealismo krausista ya no es el motor del progreso y de hecho, aun en nuestros días, sigue atribuyéndose al positivismo una influencia determinante en la evolución de las ideas durante el período. Lo cual impone, a mi modo de ver, una puntualización que, apoyándose en los valiosos trabajos1 dedicados a la evolución del pensamiento español durante la segunda mitad del siglo, analice los elementos fundamentales de dicho pensamiento.
Ahora bien, si
efectivamente tenemos ahora un buen conocimiento tanto del
desarrollo y del arraigo del krausismo, llamémoslo ortodoxo,
como del funcionamiento y del alcance cultural e histórico
de la Institución Libre de Enseñanza, falta una clara
visión de conjunto de la actividad científica y
cultural, posterior a 1876, de un grupo de hombres, todos
más o menos tributarios en sus años de
formación del idealismo krausista. Sobre todo, queda por
caracterizar, por encima de las singularidades individuales, una
hasta cierto punto común manera de pensar y de obrar. Estos
hombres de diferentes edades, Urbano González Serrano,
Gumersindo de Azcárate, Manuel Bartolomé
Cossío, los hermanos Calderón, Manuel Pedregal, Lucas
Mallada, Joaquín Costa, Pedro Dorado Montero, Rafael
Salillas, Manuel Sales y Ferré, Adolfo Buylla, Aniceto Sela,
Adolfo Posada, Rafael Altamira, y también Leopoldo Alas y
tal vez Galdós y otros, todos veneran a Francisco Giner de
los Ríos y todos deben de compartir el juicio de Altamira
sobre el director de la Institución: Giner -escribe Altamira
en 1908- es «uno de esos hombres
extraordinarios en quienes de tiempo en tiempo condensa la
humanidad los más puros y admirables triunfos de su
ascensión penosa hacia la bondad, el desinterés y el
culto de lo verdadero»
2.
Y la cita es, además, afirmación y cifra y compendio
por parte de Altamira de toda una filosofía de la historia,
como veremos.
Ahora bien, estos hombres son los verdaderos promotores y unos de los más eminentes actores de la efervescencia intelectual evocada antes. Es un hecho aceptado, pero no siempre puesto de relieve el que casi todos los libros sobre ciencias naturales, pedagogía, sociología, cultura, literatura, etc. que se publican a partir de 1880 y hasta el final del siglo llevan firma de uno o de otro y, además, sus nombres aparecen incesantemente en la prensa periódica y en revistas especializadas. Está por hacer el inventario completo de sus publicaciones que, agrupadas por materias y temas, darían, no cabe duda, un panorama científico, cultural y literario insospechadamente rico de las dos primeras décadas de la restauración y permitiría mostrar que la verdadera europeización y desde luego la regeneración profunda del país, conscientemente emprendida, empieza ya desde el final de los años setenta. No he llevado a cabo tal inventario. Mi propósito hoy es tan sólo un intento de valoración de la obra y del pensamiento de esos intelectuales que forman una corriente carente de signo de identificación satisfactorio, uno de esos -ismos abstractos que, si bien falsean algún tanto el objeto que designan, facilitan por lo menos su adscripción en los manuales de historia, impidiendo así la postergación que amenaza a las nebulosas.
El término de «reformadores», propuesto y bien justificado por María Dolores Gómez Molleda, es pertinente sólo hasta cierto punto por la fuerte connotación religiosa de la palabra. La preocupación religiosa de nuestros intelectuales por ser importante no lo es todo, como por otra parte muestra muy bien la profesora Gómez Molleda. La denominación «krauso-positivismo», propuesta incidentalmente por Posada en 18923, no prosperó en su tiempo y, de hecho, no podía prosperar, pues esos hombres ya no pueden llamarse krausistas y menos aún positivistas; la yuxtaposición de los dos términos, si puede sorprender por el juego de los contrarios, no convence. González Serrano adelantó, también tímidamente, el compuesto tomado de Max Schasler, de Realidealismus, explicitado por él en realismo idealista o idealismo realista4. Estos tanteos lingüísticos dan idea de la dificultad de identificar una orientación híbrida que no cabe en los moldes establecidos de idealismo, positivismo, espiritualismo. A ningún pensador español de aquellos años se le ocurrió intentar construir un sistema filosófico coherente que integrara en una lógica de sistema algunas de las orientaciones dominantes. Tal vez porque tal síntesis que combinara lo ideal, lo positivo y lo espiritual era imposible. Las condiciones socio-culturales del momento no permitieron que el «progresismo» (se justificarán las comillas ulteriormente) español tuviera su filósofo, el que hubiera dado su nombre al «sistema». Esta última consideración no es del todo gratuita, ya que, según Clarín, Francisco Giner hubiera podido hacer algo en este sentido si el cometido práctico que se había asignado no hubiera limitado su actividad al pensar (práctico) y al obrar5.
Precisamente, pensar y obrar podría ser el lema más pertinente para caracterizar la actuación de nuestros intelectuales.
Ellos son, en efecto, ellos que han recibido el impulso inicial idealista de parte de la filosofía de Krause, los que animan todos los debates en torno a las ciencias y las artes. Estudiar lo propio y lo de fuera, comprender, asimilar y luego difundir las nuevas ideas adaptadas y aceptadas, crear organismos, asociaciones, fundar instituciones, establecer relaciones con asociaciones culturales y científicas extranjeras... Y eso sin renunciar al fundamental idealismo inicial y tampoco, en la mayoría de los casos, a una aspiración metafísica a menudo religiosa, evolucionando, eso sí, pero sin conversiones estruendosas al positivismo o siquiera al neokantismo, como deseara en su tiempo José del Perojo.
Esta larga primera aproximación, más epistemológica que afirmativa, aunque estén por demostrar algunas afirmaciones, parece necesaria para justificar las dos perspectivas del presente estudio, deducidas del lema antes puesto de relieve, a saber: pensar y obrar.
Veamos primero el obrar.
Como las obras de nuestros intelectuales son ya bastante conocidas, particularmente las de Giner, de Azcárate, de Cossío, de Posada6, de Sales y Ferré7, de Urbano González Serrano8, etc. y, por supuesto, las de Clarín, insistiré más en el apartado que sigue en la actividad asombrosa de aquellos hombres que en las obras mismas.
Pero es preciso
primero poner de realce una serie de rasgos socio-culturales
comunes que contribuyen a asentar entre ellos cierta
cohesión moral e intelectual. Todos han cursado la carrera
de Derecho y algunos la de Filosofía y Letras. Todos han
sido en sus años estudiantiles alumnos de Sanz del
Río o de Francisco Giner y todos mantienen relaciones
más o menos estrechas con la Institución Libre de
Enseñanza y son colaboradores más o menos ocasionales
del Boletín de dicha Institución. Algunos
son abogados, pero en su gran mayoría son
catedráticos de Universidad o profesores de Instituto. Es
decir que son intelectuales en el pleno sentido de la palabra y con
clara conciencia de serlo; lo cual pone en tela de juicio la idea
apresuradamente asentada (perdóneme Inman Fox) de que
sólo aparece al final del siglo, en torno a la
agitación del llamado 98, la representación y la
actuación de los intelectuales como grupo. (Y tal idea puede
ser una de las causas, entre otras más graves, de la
relegación en el claroscuro de la historia de la obra
realizada por los activos intelectuales «progresistas»
de las primeras décadas de la Restauración). Estos
intelectuales de clase media son minoritarios, incluso en el campo
de la enseñanza y lo saben (Posada, por ejemplo, escribe a
propósito de las obras de González Serrano que
«no son datos para juzgar del estado de
nuestra cultura. Son superiores a ella»
9).
Pero forman una red de relaciones fuertes tejidas entre varios
centros universitarios, cuyos focos más activos son los de
Madrid, Oviedo, Sevilla, Valencia. Todos estos profesores tienen
una especialidad que cultivan con afán en sus actividades
docentes y de investigación. Por ejemplo, Posada es
catedrático de Derecho político, Alas de Derecho
Romano y luego de Derecho Natural, Altamira de Historia del Derecho
Español, González Serrano es catedrático de
Psicología, Estética y Lógica del Instituto de
San Isidro de Madrid, Sales y Ferré lo es de
Geografía Histórica en Sevilla, etc. Pero no se limitan a extender y
profundizar la materia de su asignatura sino que están
siempre presentes en todos los frentes del saber. Conocida es su
dedicación a la reflexión pedagógica pero
queda infravalorado su inmenso trabajo en campos casi no cultivados
cuando ellos entran en la vida activa por los años de 1875 o
de 1880, como son la psicología, la sociología, la
historia. Hasta tal punto que pueden considerarse en su conjunto,
aunque en cada especialidad descuelle un nombre, como los
fundadores en España de la ciencia psicológica, de la
ciencia histórica, de la sociología. Sabido es
también que intervienen activamente en los agudos y
apasionados debates culturales y literarios del último
tercio del siglo. Las publicaciones de cada uno son comentadas,
enmendadas, propugnadas o impugnadas por los demás en otros
tantos libros, artículos, prólogos. La
impresión que produce la lectura, aun parcial, de sus
innumerables publicaciones es la de un dinamismo intelectual fuera
de lo común. Y es de subrayar que esa intensa actividad no
tiene como fin hacer méritos o fortalecer uno de esos campos
de poder tan bien analizados por Bourdieu en el caso de
Zola10.
Las motivaciones, como veremos, son tan profundas, tan
éticamente interiorizadas, si cabe hablar así, que
parecen desinteresadas, en la medida en que pueden serlo las
satisfacciones proporcionadas por el buen obrar. Es injusticia
histórica el que el pregonado «despertar» de la
España de fin de siglo haya dejado suponer que el
período anterior no fue más que un estancado
«sueño» o, según el juicio de Ortega, un
«fomento de la incompetencia»
,
lo cual es verdad por lo que se refiere a la «historia
externa», a la historia política, pero no en absoluto
a la historia de las ideas y del obrar que las ideas promueven.
Aunque no sea el fin de mi propósito, es necesario dar idea de la sustancia de tal obrar, recordando brevemente algunos aspectos conocidos y poniendo de relieve otros que lo son menos. Me limitaré pues a la pedagogía, a la psicología, a la sociología y a los problemas planteados por la introducción del naturalismo literario.
Movidos, en
cuestiones pedagógicas, por el magisterio y el ejemplo de
Giner y de los maestros de la Institución y preocupados por
la situación catastrófica de la enseñanza
pública, todos dedican parte de su actividad a los problemas
de la enseñanza y dan a conocer en libros y artículos
los resultados de sus experiencias y de sus reflexiones. Lo que
Clarín hace decir a Posada podría hacérselo
decir a cualquier otro: «Soy profesor,
piensa [Posada] y estoy obligado a estudiar día tras
día la ciencia del profesor, a mejorar mi enseñanza,
a observar la ajena y aprender de ella por medio de lecturas,
viajes, consultas, y a procurar la propaganda de estos
estudios»
11;
lo cual por sí sólo es ya un buen programa de vida,
pero no es él solo, como veremos. Ellos son los animadores
de los congresos pedagógicos de 1882, 1886, 1887, 1892;
Posada, sobre todo, pero también Giner, Sales y
Ferré, Buylla, Sela..., emprenden viajes de estudio al
extranjero que, además de los conocimientos de otros
métodos de enseñanza y de otras experiencias,
difundidos luego en libros y artículos, les permiten
establecer relaciones con asociaciones extranjeras y trabar
amistades con filósofos y pensadores europeos, como Guyau,
Fouillée, Renouvier, etc. Cuando se agudiza el problema obrero
a partir de 1890, saben escuchar las reivindicaciones de los que
piden pan e instrucción y se adelantan para adaptar el saber
a los nuevos receptores y difundir cultura promoviendo la
Extensión Universitaria en Oviedo primero, luego en Sevilla
y en otras ciudades. No es cuestión aquí de hacer un
balance, pero sí es oportuno poner de relieve el
espíritu que anima a esos verdaderos regeneradores pues no
se limitan a lanzar proclamas al viento o a trazar programas en la
arena como los reconocidos como tales, sino que luchan en la brecha
para mejorar concretamente el sistema. Para ellos, la
reflexión, la investigación y la acción
pedagógicas son una misión, cuando no un sacerdocio
que implica sacrificios de todas clases, incluso financieros.
Escuchemos al respecto el testimonio de Clarín acerca de los
viajes al extranjero de Posada: «¿Cómo ha podido llevar a cabo
tales viajes, largos y costosos, sin ayuda oficial de ningún
género? Ha viajado siendo un Harpagon [...]. Ha viajado
casi, casi como los antiguos frailes
mendicantes»
12.
Creo que lo dicho basta para subrayar el obrar pedagógico
del grupo de intelectuales «progresistas»; para la
sustancia misma de la obra remito a los valiosos estudios ya
publicados.
Merecen
también atención los debates sobre psicología
y fisiología, animados principalmente por Urbano
González Serrano y en los cuales intervienen, más o
menos incidentalmente, Giner, Posada, Clarín, Salillas y
otros. Ya en 1880, publica González Serrano un libro
titulado La psicología contemporánea, de
cuyo alcance da idea el subtítulo Examen crítico
de las opiniones y tendencias más extendidas y autorizadas
entre los psicólogos sobre la ciencia del alma. El
libro revela un buen conocimiento de las obras de los más
eminentes fisiólogos y naturalistas europeos: Haeckel,
Claude Bernard, así como de la teoría evolucionista
de Spencer o de la concepción de lo inconsciente de Hartman
y evidentemente de las obras de Darwin que se están
publicando en España por aquellos años. Tampoco sobre
esta cuestión de la psicofisiología me mueve el deseo
de exhaustividad; lo que sólo pretendo subrayar es la
curiosidad de un espíritu abierto a los últimos
adelantos de la modernidad europea y sobre todo una capacidad de
asimilación y una certeza de miras que se revelan de entrada
en el análisis crítico de esas ideas y de esos
sistemas. Examinemos brevemente, a título de ejemplo, el
estudio de la obra Elementos de psicología
fisiológica de Wilhem Wundt, publicada en Alemania
sólo ocho años antes, en 1872. El trabajo de
González Serrano deja transparentar las líneas de
fuerza de un pensamiento maduro y abierto pero bien asentado en sus
convicciones. Don Urbano reconoce y alaba los resultados
científicos de suma importancia deparados por la
experimentación. «Queda
establecido -escribe- que hoy ni existe estado o
determinación psíquica a que no corresponda cambio o
alteración de lo fisiológico y
viceversa»
13.
Esta idea básica será una de las más
fácilmente aceptadas por el naturalismo literario
español y la base científica de la
«experimentación» novelesca y de la
construcción del personaje, antes de verse, tarde pero
solemnemente saludada como decisiva aportación del
naturalismo por el mismo Menéndez y Pelayo. Pero
González Serrano no acepta lo que llama extrapolación
de Wundt, cuando éste intenta identificar lo psíquico
con lo físico. «Wundt padece una
obsesión injustificada de lo que se llama el principio
unitario o monista»
. Para González Serrano, se
extralimita el eminente fisiólogo al inducir de sus
observaciones y experiencias una teoría levantada sobre
«ideas preconcebidas,
prejuicios»
(y que hoy llamaríamos
cientificistas). Para González Serrano, el espíritu,
si bien está condicionado por la materia «está dotado de actividad propia y
espontánea»
14.
Se rechaza así tanto el mecanicismo spenceriano como el
determinismo positivista preconizado por Zola. «En los más profundos, tenues y delicados
limbos de la vida humana aparece la complejidad de sus
fenómenos tan invisibles que el análisis más
perspicuo no se atreve a decidir de plano su naturaleza espiritual
o corporal»
15.
Lo que impugna González Serrano, como todos sus colegas, es
la tendencia de los científicos europeos, embriagados por
los éxitos del experimentalismo, a querer explicarlo todo, a
crear sistemas cerrados y exclusivos. Los intelectuales
españoles, fuera del sueño del «porvenir de la
ciencia», no olvidan nunca la complejidad de la vida y sobre
todo, como veremos, tienen fe en las inmensas posibilidades del
espíritu humano. La posición de nuestro autor y de
los demás se sitúa en un término medio entre
el idealismo abstracto de tipo hegeliano (como lo fue el krausismo
ortodoxo) y las extrapolaciones de los científicos. Dicha
posición resulta perfectamente expresada en la frase
siguiente: «Pecó y aún peca
contra los fueros de la lógica el idealismo
filosófico con las audacias de sus deducciones; pero
pecó y sigue reincidiendo en semejante pecado el
especialismo de los científicos con lo atrevido de
sus inducciones»
16.
En sus trabajos
posteriores (El naturalismo contemporáneo, 1881 y
sobre todo en La psicología-fisiológica,
1886), González Serrano mantiene la misma posición
fundamental y nota, desde luego con satisfacción y con
esperanza por lo que se refiere a su idea del progreso humano, que,
con el tiempo, la concepción psico-fisiológica de los
eminentes especialistas europeos, Wundt, Spencer, Hartman, se aleja
del peligroso reduccionismo monista, desechando «la idea de la sustancia pasiva del alma para
aceptar la de una energía dinámica que, en
connivencia con el medio natural y social, coopera al triunfo
definitivo de la verdad y del bien en el
mundo»
17.
Las ideas
difundidas por González Serrano son recibidas con gratitud y
entusiasmo por otros miembros del grupo. Clarín, una y otra
vez en sus artículos, habla de Wundt, de Moleschot y de
otros psico-fisiólogos y es probable que gran parte de sus
conocimientos proceden de los trabajos de González Serrano.
Por su parte Posada hace de ellos, en 1892, una lectura
«pedagógica», mostrando todo el provecho que la
pedagogía puede y debe sacar de la nueva
«ciencia» psicológica y al mismo tiempo alza el
debate a la altura de las grandes ideas, refutando,
él también, todas las concepciones mecanicistas y
materialistas de la conciencia. «El mundo
de la conciencia, aunque tenga sus cimientos en los órganos,
en la fisiología es el mundo de la espontaneidad.
En el acto de conciencia hay siempre algo inexplicable por las
leyes de la mecánica, algo que escapa al fisiólogo,
algo que constituye lo característico de la
psiquis»
18.
También Giner se interroga sobre los sistemas
filosóficos de los pensadores europeos y enjuicia el de
Wundt según los mismos criterios que González
Serrano. Wundt es «uno de los primeros
fisiólogos y psicólogos de la época
presente»
y es «uno de los
filósofos que aspiran a establecer un sistema general del
mundo [...] por una metafísica [...] fundada sobre la
experiencia [...] en vez de servir a ésta de
base»
19.
Pero a Giner, preocupado ante todo por una de sus grandes
ideas, la de la persona social, le interesa
más la posición sociológica del
filósofo alemán.
Lo dicho acerca de la psicofisiología y de la pedagogía deja transparentar algunas de las ideas-fuerzas que animan el pensar relativamente común de nuestros intelectuales. Antes de analizar este pensar como pensamiento, es imprescindible mostrarlo en acción en otros dos campos científico-culturales de vital importancia para ellos, a saber y para simplificar, el de la sociología y el del arte. Estos campos en sí son bien conocidos y sólo interesa aquí poner de relieve la implicación de todos en esas materias y la huella singular que en ellas imprimen.
Por lo que se
refiere a la sociología, ya sabemos, gracias a varios
estudiosos, que los intelectuales «progresistas» son
los verdaderos fundadores en España de esta
«ciencia» que, durante el último tercio del
siglo cobra cada vez más autonomía. Desde la
antropología social definida ya por los años setenta
por Francisco y Hermenegildo Giner hasta la emergencia al final del
siglo de una sociología «científica»,
Sales y Ferré, Buylla, Posada, Azcárate,
Clarín y otros, más o menos directamente, proceden a
una lenta y prudente asimilación de las ideas más
adaptables deparadas por los grandes sistemas sociológicos
europeos. Se discuten las ideas de Hegel y de Wundt, se desmontan
los sistemas de Comte, de Spencer, se analizan las concepciones de
Tarde, de Fouillée, de Guyau, de Durkheim, se refutan con
fuerza las extrapolaciones «cientificistas» (y
peligrosas) del darwinismo social. Estos estudios se dan a conocer
en multitud de publicaciones, en las que cada uno da su punto de
vista, enriquece, matiza o impugna las ideas propuestas por sus
colegas, pero siempre en el marco de un ideario común que
oscila entre «lo espiritual
metafísico y ético»
y los datos
proporcionados por el estudio experimental de las realidades
sociales. Es decir que para ellos la «sociología -y dicho sea con palabras de
Núñez Encabo- no es más que una parte de la
antropología que podríamos decir del hombre
social»
20.
Básicamente para ellos lo primero es el hombre y su
prolongación colectiva la persona social. «La sociología -escribe Posada- es una
ciencia que provoca investigaciones cada vez más complejas a
través de la psicología del hombre como ser social y
de la sociedad como obra del hombre»
21.
La sociología sigue siendo para ellos un humanismo, pues
nunca se borra la dimensión metafísica del
organicismo espiritual; por eso rechazan el organicismo
biológico tan peligrosamente de moda. «Late -dice González Serrano- en toda la
sociología moderna el error gravísimo de no comparar
sino de identificar el organicismo social con el
natural»
22.
Manuel Sales y Ferré es el único que va más
allá del ideario heredado del krausismo,
empeñándose en hacer de la sociología una
ciencia autónoma, pero sin caer en el reduccionismo
positivista. Con él, alcanza la sociología
española su consagración con la creación, en
1898, de la primera cátedra de Sociología en la
Universidad de Madrid. A ello ha conducido el lento proceso
(someramente evocado aquí) de asimilación y
adaptación a la circunstancia española de las ideas
vigentes al respecto en Europa23.
Lo mismo
podríamos decir de la literatura y particularmente de la
más moderna orientación (tan magistralmente estudiada
por Gonzalo Sobejano a partir de las obras mismas24)
que toma con la adaptación de lo que puede adaptarse del
naturalismo francés. Todos los intelectuales
«progresistas» participan en el debate y a veces con
sustanciales contribuciones, como las de González Serrano,
Altamira, Posada y sobre todo las de Clarín, contribuciones
tantas veces aludidas en los últimos
años25.
Para ellos, el naturalismo es un inapreciable enriquecimiento
temático y técnico del arte realista y sobre este
punto hay unanimidad, como la hay para impugnar la doctrina de Zola
por lo que tiene de exclusiva, de reductora de la realidad (que
para todos guarda su parte de misterio), de contraria a la
naturaleza misma de la obra artística. Esta debe siempre
alcanzar lo permanente de la naturaleza humana a partir de la
representación del determinado momento histórico. El
arte «es la aspiración eterna a la
perfectibilidad de la conciencia humana»
, por eso tiene
«la noble misión de la cura de
almas»
26.
Para Altamira, el arte es «expresión de la voluntad de
perfeccionamiento que sostiene a la humanidad en su lucha
eterna»
(La Ilustración Ibérica,
4-IX-1886, n.° 1,
p. 57).
Las breves
síntesis que preceden muestran un obrar en incansable y
serena actividad y un pensar relativamente homogéneo, visto
desde cierta altura. Vemos igualmente que esos escritores cumplen,
con una fuerza tranquila que contrasta con la febril
agitación del fin de siglo, el deseo de Clarín
expresado al dar cuenta, en 1879, del libro de González
Serrano sobre Goethe: «El verdadero
españolismo consiste en importar los elementos dignos de
aclimatarse en nuestro propio suelo y en estudiar cuidadosamente,
para asimilarlo, cuanto fuera se produce que merezca la pena de
verlo y aprenderlo»
27.
Así pues,
cuando irrumpen en 1898 los exacerbados clamores acerca de la
imperiosa necesidad de una regeneración, clamores suscitados
por un doble sentimiento de frustración histórica y
de miedo al porvenir y tan ruidosos que han dejado colgado en la
galería de la historia el manoseado letrero de
regeneracionismo, nuestros intelectuales están en
la posición de quienes, empeñados en la labor de
roturar el campo, ven pasar la caravana. Hace años y
años que están obrando, con la fuerza serena de la
certidumbre, por la regeneración de su país, poniendo
en práctica el nosce te ipsum, estudiando las realidades
sociales, culturales, literarias e incluso los condicionamientos
concretos del progreso, como pueden serlo las condiciones
geográficas y consuetudinarias, inventariadas por Lucas
Mallada, Joaquín Costa, Manuel Pedregal. Hace años
que están abiertos a los vientos de la modernidad europea.
Hace años, en 1881, algunos de ellos, González
Serrano, Martos Jiménez, José Canalejas, Laureano
Calderón y otros firmaron un manifiesto filosófico,
estético y político en el que proponían
«colaborar a la obra grandísima de
la perfectibilidad y del progreso»
, fertilizando esos
«elementos de regeneración y vida
que se encuentran en estas grandes energías del
espíritu colectivo que se llaman la ciencia, el arte, la
religión, el derecho y la política»
(Este
texto, «Nuestro pensamiento» -Revista
Ilustrada, 16-V-1881- descubierto por mi amiga Ana Barrio,
merece atención). Excusado es decir que todos rechazan y aun
combaten las apresuradas y peligrosas medicinas propuestas por los
que sienten odio a los responsables del marasmo y miedo a las
nuevas fuerzas obreras ya organizadas. A las imprecaciones, a las
llamadas de
profundis al «cirujano de
hierro»
, al cauterio, a la guillotina, ellos contestan:
sanear, moralizar, educar, sobre todo educar. Sanear y moralizar,
enmendar y mejorar el funcionamiento de las instituciones, el
sistema parlamentario. No puede haber solución racional
fuera de una democracia que, bien es verdad hay que conquistar,
haciendo independiente la justicia para vencer la corrupción
caciquil, moralizar las elecciones. Clarín es uno de los
más vehementes defensores de estos valores. Altamira,
Posada, Buylla y Sela, en su contestación común a la
encuesta de Costa sobre Oligarquía y caciquismo (y
es altamente significativo que firmen los cuatro), Alfredo
Calderón y Gumersindo de Azcárate en sus respectivas
contribuciones a la misma encuesta, todos acuden a los mismos
argumentos centrados en el rechazo de cualquier solución
autoritaria («Yo no admitiré
jamás un gobierno personal»
, proclama
Azcárate) y en la necesidad de luchar por un régimen
realmente parlamentario. Y ahora le doy la palabra a Francisco
Laporta que dijo y bien en 1974 lo que yo diría hoy:
«Frente a las apresuradas improvisaciones
“técnicas” del regeneracionismo [...] y a los
apasionamientos efímeros de los jóvenes
noventaiochistas, al krausismo no le pueden ser regateados dos
dimensiones: la profundidad y la coherencia»
(la
única palabra discutible, para mí, sería la de
krausismo). «Son ellos -prosigue
Laporta-, y solamente ellos los únicos intelectuales de la
burguesía española cuyo programa de
realización práctica (ante todo de pedagogía)
se asienta en un ideario filosófico y político muy
elaborado, en una concepción del mundo bien construida y
profundamente asimilada»
28.
Parece, como sugiere Tierno Galván, que por aquellos
años del fin de siglo ya están echadas en los surcos
de la historia las semillas, trigo y cizaña, del porvenir.
La imagen de la caravana que pasa, no es tal vez del todo exacta
históricamente hablando, pero puede traerse de nueva a
colación para introducir una cita de Giner, cita que cobra,
en contraste con el contexto, un valor casi humorístico, a
pesar de ser su autor bastante ajeno al humorismo: «En los días críticos en que se
acentúa el tedio, la vergüenza, el remordimiento de
esta vida actual de las "clases directoras", es más
cómodo para muchos pedir alborotados a gritos "una
revolución", "un gobierno", "un hombre", "cualquier cosa",
que dar en voz baja el alma entera para contribuir a crear lo
único que nos hace falta: un pueblo
adulto»
29.
Ya es hora de preguntarnos de dónde sacan nuestros intelectuales esa energía que les empuja a obrar incansablemente en todos los campos del saber. ¿Cuál es la fuente de ese dinamismo y cuáles los cimientos de la fuerza tranquila que los anima? es decir, ¿Cuál es el pensamiento que informa este pensar?
Podemos acudir en
un primer momento al testimonio de algunos de ellos, Posada,
Clarín, Altamira... Elijamos uno de Altamira, por ser de
1908 o sea más alejado en el tiempo y también porque
es uno de los más explícitos: «Todo lo que es imperfecto, equivocado,
perecedero de la filosofía de Krause, ellos lo han aventado,
lo han ido dejando caer como cosa muerta, pero todo lo que tiene -y
no es poco- de progresivo y fecundo, ellos han permanecido
fieles a la impulsión original y la han llevado a
desarrollos lógicos de una riqueza de contenido que excede
en mucho a lo que pudo vislumbrarse en los primeros
momentos»
30.
El sistema de Krause, que llega a verse por los años de 1875
como una secta, «una orden tercera
heterodoxa»
(Clarín), deja poco a poco de serlo
(«Ya no hay escuela»
, lamenta
Canalejas), se abre, y es realmente una apertura y no un
desmoronamiento. Las señales exteriores de
identificación, el lenguaje tan singular, el exclusivismo de
capilla, eso desaparece, pero de la filosofía y aun de la
metafísica de Krause queda primero un trasfondo espiritual,
religioso o casi religioso, más o menos racionalizado,
abierto hacia el misterio que, por lo menos, hace imposible una
conversión a cualquier sistema positivista exclusivamente
inductivo. Es un aspecto de suma importancia, estudiado en parte,
pero que merecería por sí solo nueva reflexión
de conjunto para incitar a cierta prudencia en el manejo de la
palabra positivismo. No pueden aceptarse afirmaciones según
las cuales Azcárate, González Serrano o Altamira, por
ejemplo, se convierten al positivismo. La preocupación
metafísica, en todos, permanece siempre viva. Al respecto,
el pensamiento filosófico y religioso de Leopoldo Alas es
muy significativo31.
En 1876, y como advertencia a la introducción del
positivismo, declara Gumersindo de Azcárate: «Lo que hace falta es que el positivismo entre
por ancho campo, que tras el fenómeno encuentre la esencia,
y que no se oponga a la religión ni a la metafísica,
porque la metafísica y la religión representan lo
eterno, lo absoluto»
32.
En 1944, según Vicente Ramos, escribe Altamira: Hay que
admitir la existencia de Dios y aceptarlo como la eterna realización consciente de la
justicia
, ante cuya espiritual e incuestionable entidad
tenemos la obligación de «esforzarnos cada día más con actos
nuestros, en ayudarla y merecer su comprensión y
misericordia»
33.
Sí, como dice Clarín, «el
krausismo español [...] había dejado en buena parte
de la juventud estudiosa e inteligente como un rastro
perfumado»
34
o como dice Posada, «hay en toda ella [la
filosofía de Krause] una hermosa tranquilidad, un amor tan
sincero y desinteresado al ideal, una fe razonada tan firme en
el porvenir, que mueve a vivir y que incita a amar y a
practicar el bien, que influye, en fin, en todo el hombre moral con
verdadera fuerza y lo atrae y lo envuelve en grata
simpatía»
35.
En las anteriores
citas, han merecido énfasis las siguientes expresiones:
progresivo y fecundo (lo que tiene la filosofía de
Krause de progresivo y fecundo), la eterna realización
de la justicia, una fe razonada tan firme en el
provenir, expresiones que confirman que, de la
metafísica de Krause o por lo menos de su consecutiva
filosofía de la historia, nuestros intelectuales han hecho
suya, interiorizándola, la idea de la perfectibilidad del
ser humano. Digo que las citas confirman tal idea porque es ya
implícitamente evidente que ella es el motor de tan activo
obrar y fuente de entusiasmo. Dice Posada de González
Serrano que es uno de los filósofos «que producen entusiasmo por vivir, y despiertan
las dormidas energías de la voluntad para realizar las
grandes ideas»
36.
Este juicio podría aplicarse a todos, incluso a Posada. Por
otra parte, la llamo idea, idea de la perfectibilidad
humana, como mínimo denominador común, aunque para
algunos sea expresión de una filosofía y hasta de una
metafísica. Pero es mucho que sea, no sólo una
idea-fuerza, según el sistema de Fouillée,
sino una verdadera idea legitimadora (en el pleno sentido
que Lyotard da a la expresión), legitimadora del ser en la
historia y, por ende, del obrar cotidiano en todos los campos de la
actividad humana, en vista de la mejora de sí y del
correlativo progreso intelectual y moral de la colectividad y de la
humanidad. El saber es el único medio del ensanchamiento
infinito de la conciencia, por eso la ciencia y sus más
modernos adelantos son factores del progreso individual y social. Y
se puede concluir con Altamira: «De este
modo, la humanidad va progresando y mejorando en cada uno de sus
grupos singulares»
37.
De lo cual se deduce que no hay progreso social sin progreso
individual, pero el progreso social es también factor de
progreso individual.
Esta íntima relación (ontológica) entre el individuo y la colectividad es el fundamento de otra gran idea legitimadora (derivada de Krause o de Herder a través de Krause) del ser y del estar del hombre en la historia. Es la base humanista tanto de la investigación sociológica de nuestros intelectuales como de la orientación ética del realismo (o del naturalismo) literario.
Para Krause,
«el mundo es una sociedad de seres en
acción recíproca»
. A profundizar y
enriquecer este aspecto fundamental de la doctrina dedica Giner
gran parte de su actividad durante varios años, estudiando y
discutiendo las posiciones de los pensadores europeos, alemanes
sobre todo (Häeckel, Wundt, Schäffle y también
Spencer, Fouillée, etc.) y dando a conocer sus reflexiones en
numerosos textos, muchos de los cuales se publicaron en el libro
titulado La persona social38.
Contra Rousseau, Giner afirma que «el
individuo, en la vida social, deja de sufrir menoscabo, se
desenvuelve y completa, confirmándose y sosteniéndose
su propia autarquía mediante la del todo y vice
versa»
39.
Según Posada, la «persona social» envuelve y
supera al individuo y el hombre es, en buena parte, obra de la
sociedad. Esta es un producto espiritualmente orgánico, un
fondo homogéneo de ideas, emociones, tendencias, engendrado
por la compenetración de los diversos pensamientos, afectos
y aspiraciones de cada uno y superior a la suma de los elementos
individuales40.
«La persona es, pues, -escribe
González Serrano- el ser de conciencia, bajo las condiciones
del medio [...] es la persona, el individuo más el medio; y
es tanto más persona cuanto más se emancipa de lo
exclusivamente individual
(egoísta)»
41.
Efectivamente, durante las dos o tres primeras décadas de la
restauración, la singularidad del pensamiento
«progresista» español, el que asimila y adapta
para bien de la colectividad los adelantos científicos,
culturales, literarios y filosóficos europeos es su
carácter altruista, cordialmente abierto a los demás,
a la colectividad. Desde tal punto de vista, la obra de todos,
incluso la obra de creación, es ejemplar.
Volvamos a la
interrogación inicial: ¿entra en decadencia el
krausismo cuando «ya no hay
escuela»
? Parece al contrario que la disolución de
las estructuras de la escuela libera las más fecundas
levaduras de la doctrina del filósofo alemán. Hay que
subrayar, como han hecho varios estudiosos, que el krausismo
llevaba en sí mismo las semillas de su futura
evolución. Lo sugiere Posada (pero sin precisar su
pensamiento) al intentar definir la orientación denominada
«krauso-positivismo», esta orientación -dice-
«es acaso la que va implícita en
el propio Krause»
42.
Y es verdad que la apertura a la ciencia (y no sólo a la
Wissenchaft),
se proclama como imperativo en el Ideal de la Humanidad:
«El hombre, imagen viva de Dios y capaz
de perfección, debe conocer en la ciencia a Dios en el
mundo»
... Lo cierto es que las grandes ideas
legitimadoras (perfectibilidad, persona social) no son más
que la secularización de lo que «el krausismo tiene de más
fecundo»
(Altamira). La primera de estas grandes
ideas, implícita en todas las manifestaciones
intelectuales evocadas en estas páginas, es la
afirmación de la superioridad del espíritu, no en el
sentido kantiano de percepción y representación de lo
real, sino como fuerza vital comprensiva y desde luego capaz de
dominar la materia. Así es como los resultados del
experimentalismo, inducidos, refuerzan el ideal humano para
fundamentar un humanismo espiritual y altruista que apunta al
porvenir, según la certidumbre de que «la utopía de hoy es la realidad de
mañana»
43.
¿No merece tal pensamiento llamarse progresista?