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Krauso-positivismo, vulgar denominación para un gran pensamiento (o el espíritu sobre todas las cosas)

Yvan Lissorgues


Universidad de Toulouse-Le Mirail

A Robert Jammes, a Gonzalo Sobejano.
A Jacques Beyrie.





Cuando en 1875, al observar que «entre los discípulos de Julián Sanz del Río se han declarado tendencias diversas y encontradas», Francisco de Paula Canalejas concluye «No hay ya escuela», puede pensarse que efectivamente está a punto de acabarse la insólita aventura intelectual del «progresismo» krausista. La proclamada defección de Manuel de la Revilla y de otros adeptos de don Julián, la fogosa campaña de José del Perojo contra las escuelas idealistas para terminar con la ortodoxia krausista e intentar conciliar en el neokantismo la filosofía de la ciencia inductiva contemporánea, representada para él por los científicos y pensadores alemanes (Wundt, Moleschott, Haeckel) y casi simultáneamente los apasionados debates en torno al positivismo y a las teorías evolucionistas y transformistas que empiezan a difundirse por aquellos años, toda aquella efervescencia intelectual puede dejar suponer que, efectivamente, cuando se restaura la monarquía, en 1875, la escuela krausista es ya cosa del pasado. Tanto más que las medidas represivas tomadas por el nuevo gobierno de Cánovas contra los profesores krausistas, dispersados en los varios rincones de la península, pueden añadir a la idea de crisis de la escuela la impresión de desmantelamiento.

La primera pregunta que se impone de lo dicho es la siguiente: ¿entra en decadencia el krausismo a partir de cierto momento, se agota, desaparece, como, a veces, se afirma? Por otra parte, durante los veinte primeros años de la triste paz canovista, se prosigue y profundiza el animado debate en torno a todos los elementos de la modernidad procedentes de Europa, de Alemania, de Inglaterra y también, de nuevo, de Francia, vencida hasta cierto punto la ya antigua galofobia reactivada precisamente por el krausismo y los recelos casi herderianos de Giner contra el descastado y frívolo «espíritu francés». A partir de 1880 y hasta el final del siglo queda abierta la discusión sobre el naturalismo francés, discusión literaria, por supuesto, pero que trae a colación todas las implicaciones aledañas, científicas, sociológicas, filosóficas e incluso metafísicas. O sea que, colocada en cierta perspectiva histórica que sólo fija los resultados, la evolución general del pensamiento durante las primeras décadas de la Restauración parece ir en el sentido preconizado por José del Perojo. De ello puede deducirse que el idealismo krausista ya no es el motor del progreso y de hecho, aun en nuestros días, sigue atribuyéndose al positivismo una influencia determinante en la evolución de las ideas durante el período. Lo cual impone, a mi modo de ver, una puntualización que, apoyándose en los valiosos trabajos1 dedicados a la evolución del pensamiento español durante la segunda mitad del siglo, analice los elementos fundamentales de dicho pensamiento.

Ahora bien, si efectivamente tenemos ahora un buen conocimiento tanto del desarrollo y del arraigo del krausismo, llamémoslo ortodoxo, como del funcionamiento y del alcance cultural e histórico de la Institución Libre de Enseñanza, falta una clara visión de conjunto de la actividad científica y cultural, posterior a 1876, de un grupo de hombres, todos más o menos tributarios en sus años de formación del idealismo krausista. Sobre todo, queda por caracterizar, por encima de las singularidades individuales, una hasta cierto punto común manera de pensar y de obrar. Estos hombres de diferentes edades, Urbano González Serrano, Gumersindo de Azcárate, Manuel Bartolomé Cossío, los hermanos Calderón, Manuel Pedregal, Lucas Mallada, Joaquín Costa, Pedro Dorado Montero, Rafael Salillas, Manuel Sales y Ferré, Adolfo Buylla, Aniceto Sela, Adolfo Posada, Rafael Altamira, y también Leopoldo Alas y tal vez Galdós y otros, todos veneran a Francisco Giner de los Ríos y todos deben de compartir el juicio de Altamira sobre el director de la Institución: Giner -escribe Altamira en 1908- es «uno de esos hombres extraordinarios en quienes de tiempo en tiempo condensa la humanidad los más puros y admirables triunfos de su ascensión penosa hacia la bondad, el desinterés y el culto de lo verdadero»2. Y la cita es, además, afirmación y cifra y compendio por parte de Altamira de toda una filosofía de la historia, como veremos.

Ahora bien, estos hombres son los verdaderos promotores y unos de los más eminentes actores de la efervescencia intelectual evocada antes. Es un hecho aceptado, pero no siempre puesto de relieve el que casi todos los libros sobre ciencias naturales, pedagogía, sociología, cultura, literatura, etc. que se publican a partir de 1880 y hasta el final del siglo llevan firma de uno o de otro y, además, sus nombres aparecen incesantemente en la prensa periódica y en revistas especializadas. Está por hacer el inventario completo de sus publicaciones que, agrupadas por materias y temas, darían, no cabe duda, un panorama científico, cultural y literario insospechadamente rico de las dos primeras décadas de la restauración y permitiría mostrar que la verdadera europeización y desde luego la regeneración profunda del país, conscientemente emprendida, empieza ya desde el final de los años setenta. No he llevado a cabo tal inventario. Mi propósito hoy es tan sólo un intento de valoración de la obra y del pensamiento de esos intelectuales que forman una corriente carente de signo de identificación satisfactorio, uno de esos -ismos abstractos que, si bien falsean algún tanto el objeto que designan, facilitan por lo menos su adscripción en los manuales de historia, impidiendo así la postergación que amenaza a las nebulosas.

El término de «reformadores», propuesto y bien justificado por María Dolores Gómez Molleda, es pertinente sólo hasta cierto punto por la fuerte connotación religiosa de la palabra. La preocupación religiosa de nuestros intelectuales por ser importante no lo es todo, como por otra parte muestra muy bien la profesora Gómez Molleda. La denominación «krauso-positivismo», propuesta incidentalmente por Posada en 18923, no prosperó en su tiempo y, de hecho, no podía prosperar, pues esos hombres ya no pueden llamarse krausistas y menos aún positivistas; la yuxtaposición de los dos términos, si puede sorprender por el juego de los contrarios, no convence. González Serrano adelantó, también tímidamente, el compuesto tomado de Max Schasler, de Realidealismus, explicitado por él en realismo idealista o idealismo realista4. Estos tanteos lingüísticos dan idea de la dificultad de identificar una orientación híbrida que no cabe en los moldes establecidos de idealismo, positivismo, espiritualismo. A ningún pensador español de aquellos años se le ocurrió intentar construir un sistema filosófico coherente que integrara en una lógica de sistema algunas de las orientaciones dominantes. Tal vez porque tal síntesis que combinara lo ideal, lo positivo y lo espiritual era imposible. Las condiciones socio-culturales del momento no permitieron que el «progresismo» (se justificarán las comillas ulteriormente) español tuviera su filósofo, el que hubiera dado su nombre al «sistema». Esta última consideración no es del todo gratuita, ya que, según Clarín, Francisco Giner hubiera podido hacer algo en este sentido si el cometido práctico que se había asignado no hubiera limitado su actividad al pensar (práctico) y al obrar5.

Precisamente, pensar y obrar podría ser el lema más pertinente para caracterizar la actuación de nuestros intelectuales.

Ellos son, en efecto, ellos que han recibido el impulso inicial idealista de parte de la filosofía de Krause, los que animan todos los debates en torno a las ciencias y las artes. Estudiar lo propio y lo de fuera, comprender, asimilar y luego difundir las nuevas ideas adaptadas y aceptadas, crear organismos, asociaciones, fundar instituciones, establecer relaciones con asociaciones culturales y científicas extranjeras... Y eso sin renunciar al fundamental idealismo inicial y tampoco, en la mayoría de los casos, a una aspiración metafísica a menudo religiosa, evolucionando, eso sí, pero sin conversiones estruendosas al positivismo o siquiera al neokantismo, como deseara en su tiempo José del Perojo.

Esta larga primera aproximación, más epistemológica que afirmativa, aunque estén por demostrar algunas afirmaciones, parece necesaria para justificar las dos perspectivas del presente estudio, deducidas del lema antes puesto de relieve, a saber: pensar y obrar.



Veamos primero el obrar.

Como las obras de nuestros intelectuales son ya bastante conocidas, particularmente las de Giner, de Azcárate, de Cossío, de Posada6, de Sales y Ferré7, de Urbano González Serrano8, etc. y, por supuesto, las de Clarín, insistiré más en el apartado que sigue en la actividad asombrosa de aquellos hombres que en las obras mismas.

Pero es preciso primero poner de realce una serie de rasgos socio-culturales comunes que contribuyen a asentar entre ellos cierta cohesión moral e intelectual. Todos han cursado la carrera de Derecho y algunos la de Filosofía y Letras. Todos han sido en sus años estudiantiles alumnos de Sanz del Río o de Francisco Giner y todos mantienen relaciones más o menos estrechas con la Institución Libre de Enseñanza y son colaboradores más o menos ocasionales del Boletín de dicha Institución. Algunos son abogados, pero en su gran mayoría son catedráticos de Universidad o profesores de Instituto. Es decir que son intelectuales en el pleno sentido de la palabra y con clara conciencia de serlo; lo cual pone en tela de juicio la idea apresuradamente asentada (perdóneme Inman Fox) de que sólo aparece al final del siglo, en torno a la agitación del llamado 98, la representación y la actuación de los intelectuales como grupo. (Y tal idea puede ser una de las causas, entre otras más graves, de la relegación en el claroscuro de la historia de la obra realizada por los activos intelectuales «progresistas» de las primeras décadas de la Restauración). Estos intelectuales de clase media son minoritarios, incluso en el campo de la enseñanza y lo saben (Posada, por ejemplo, escribe a propósito de las obras de González Serrano que «no son datos para juzgar del estado de nuestra cultura. Son superiores a ella»9). Pero forman una red de relaciones fuertes tejidas entre varios centros universitarios, cuyos focos más activos son los de Madrid, Oviedo, Sevilla, Valencia. Todos estos profesores tienen una especialidad que cultivan con afán en sus actividades docentes y de investigación. Por ejemplo, Posada es catedrático de Derecho político, Alas de Derecho Romano y luego de Derecho Natural, Altamira de Historia del Derecho Español, González Serrano es catedrático de Psicología, Estética y Lógica del Instituto de San Isidro de Madrid, Sales y Ferré lo es de Geografía Histórica en Sevilla, etc. Pero no se limitan a extender y profundizar la materia de su asignatura sino que están siempre presentes en todos los frentes del saber. Conocida es su dedicación a la reflexión pedagógica pero queda infravalorado su inmenso trabajo en campos casi no cultivados cuando ellos entran en la vida activa por los años de 1875 o de 1880, como son la psicología, la sociología, la historia. Hasta tal punto que pueden considerarse en su conjunto, aunque en cada especialidad descuelle un nombre, como los fundadores en España de la ciencia psicológica, de la ciencia histórica, de la sociología. Sabido es también que intervienen activamente en los agudos y apasionados debates culturales y literarios del último tercio del siglo. Las publicaciones de cada uno son comentadas, enmendadas, propugnadas o impugnadas por los demás en otros tantos libros, artículos, prólogos. La impresión que produce la lectura, aun parcial, de sus innumerables publicaciones es la de un dinamismo intelectual fuera de lo común. Y es de subrayar que esa intensa actividad no tiene como fin hacer méritos o fortalecer uno de esos campos de poder tan bien analizados por Bourdieu en el caso de Zola10. Las motivaciones, como veremos, son tan profundas, tan éticamente interiorizadas, si cabe hablar así, que parecen desinteresadas, en la medida en que pueden serlo las satisfacciones proporcionadas por el buen obrar. Es injusticia histórica el que el pregonado «despertar» de la España de fin de siglo haya dejado suponer que el período anterior no fue más que un estancado «sueño» o, según el juicio de Ortega, un «fomento de la incompetencia», lo cual es verdad por lo que se refiere a la «historia externa», a la historia política, pero no en absoluto a la historia de las ideas y del obrar que las ideas promueven.

Aunque no sea el fin de mi propósito, es necesario dar idea de la sustancia de tal obrar, recordando brevemente algunos aspectos conocidos y poniendo de relieve otros que lo son menos. Me limitaré pues a la pedagogía, a la psicología, a la sociología y a los problemas planteados por la introducción del naturalismo literario.

Movidos, en cuestiones pedagógicas, por el magisterio y el ejemplo de Giner y de los maestros de la Institución y preocupados por la situación catastrófica de la enseñanza pública, todos dedican parte de su actividad a los problemas de la enseñanza y dan a conocer en libros y artículos los resultados de sus experiencias y de sus reflexiones. Lo que Clarín hace decir a Posada podría hacérselo decir a cualquier otro: «Soy profesor, piensa [Posada] y estoy obligado a estudiar día tras día la ciencia del profesor, a mejorar mi enseñanza, a observar la ajena y aprender de ella por medio de lecturas, viajes, consultas, y a procurar la propaganda de estos estudios»11; lo cual por sí sólo es ya un buen programa de vida, pero no es él solo, como veremos. Ellos son los animadores de los congresos pedagógicos de 1882, 1886, 1887, 1892; Posada, sobre todo, pero también Giner, Sales y Ferré, Buylla, Sela..., emprenden viajes de estudio al extranjero que, además de los conocimientos de otros métodos de enseñanza y de otras experiencias, difundidos luego en libros y artículos, les permiten establecer relaciones con asociaciones extranjeras y trabar amistades con filósofos y pensadores europeos, como Guyau, Fouillée, Renouvier, etc. Cuando se agudiza el problema obrero a partir de 1890, saben escuchar las reivindicaciones de los que piden pan e instrucción y se adelantan para adaptar el saber a los nuevos receptores y difundir cultura promoviendo la Extensión Universitaria en Oviedo primero, luego en Sevilla y en otras ciudades. No es cuestión aquí de hacer un balance, pero sí es oportuno poner de relieve el espíritu que anima a esos verdaderos regeneradores pues no se limitan a lanzar proclamas al viento o a trazar programas en la arena como los reconocidos como tales, sino que luchan en la brecha para mejorar concretamente el sistema. Para ellos, la reflexión, la investigación y la acción pedagógicas son una misión, cuando no un sacerdocio que implica sacrificios de todas clases, incluso financieros. Escuchemos al respecto el testimonio de Clarín acerca de los viajes al extranjero de Posada: «¿Cómo ha podido llevar a cabo tales viajes, largos y costosos, sin ayuda oficial de ningún género? Ha viajado siendo un Harpagon [...]. Ha viajado casi, casi como los antiguos frailes mendicantes»12. Creo que lo dicho basta para subrayar el obrar pedagógico del grupo de intelectuales «progresistas»; para la sustancia misma de la obra remito a los valiosos estudios ya publicados.

Merecen también atención los debates sobre psicología y fisiología, animados principalmente por Urbano González Serrano y en los cuales intervienen, más o menos incidentalmente, Giner, Posada, Clarín, Salillas y otros. Ya en 1880, publica González Serrano un libro titulado La psicología contemporánea, de cuyo alcance da idea el subtítulo Examen crítico de las opiniones y tendencias más extendidas y autorizadas entre los psicólogos sobre la ciencia del alma. El libro revela un buen conocimiento de las obras de los más eminentes fisiólogos y naturalistas europeos: Haeckel, Claude Bernard, así como de la teoría evolucionista de Spencer o de la concepción de lo inconsciente de Hartman y evidentemente de las obras de Darwin que se están publicando en España por aquellos años. Tampoco sobre esta cuestión de la psicofisiología me mueve el deseo de exhaustividad; lo que sólo pretendo subrayar es la curiosidad de un espíritu abierto a los últimos adelantos de la modernidad europea y sobre todo una capacidad de asimilación y una certeza de miras que se revelan de entrada en el análisis crítico de esas ideas y de esos sistemas. Examinemos brevemente, a título de ejemplo, el estudio de la obra Elementos de psicología fisiológica de Wilhem Wundt, publicada en Alemania sólo ocho años antes, en 1872. El trabajo de González Serrano deja transparentar las líneas de fuerza de un pensamiento maduro y abierto pero bien asentado en sus convicciones. Don Urbano reconoce y alaba los resultados científicos de suma importancia deparados por la experimentación. «Queda establecido -escribe- que hoy ni existe estado o determinación psíquica a que no corresponda cambio o alteración de lo fisiológico y viceversa»13. Esta idea básica será una de las más fácilmente aceptadas por el naturalismo literario español y la base científica de la «experimentación» novelesca y de la construcción del personaje, antes de verse, tarde pero solemnemente saludada como decisiva aportación del naturalismo por el mismo Menéndez y Pelayo. Pero González Serrano no acepta lo que llama extrapolación de Wundt, cuando éste intenta identificar lo psíquico con lo físico. «Wundt padece una obsesión injustificada de lo que se llama el principio unitario o monista». Para González Serrano, se extralimita el eminente fisiólogo al inducir de sus observaciones y experiencias una teoría levantada sobre «ideas preconcebidas, prejuicios» (y que hoy llamaríamos cientificistas). Para González Serrano, el espíritu, si bien está condicionado por la materia «está dotado de actividad propia y espontánea»14. Se rechaza así tanto el mecanicismo spenceriano como el determinismo positivista preconizado por Zola. «En los más profundos, tenues y delicados limbos de la vida humana aparece la complejidad de sus fenómenos tan invisibles que el análisis más perspicuo no se atreve a decidir de plano su naturaleza espiritual o corporal»15. Lo que impugna González Serrano, como todos sus colegas, es la tendencia de los científicos europeos, embriagados por los éxitos del experimentalismo, a querer explicarlo todo, a crear sistemas cerrados y exclusivos. Los intelectuales españoles, fuera del sueño del «porvenir de la ciencia», no olvidan nunca la complejidad de la vida y sobre todo, como veremos, tienen fe en las inmensas posibilidades del espíritu humano. La posición de nuestro autor y de los demás se sitúa en un término medio entre el idealismo abstracto de tipo hegeliano (como lo fue el krausismo ortodoxo) y las extrapolaciones de los científicos. Dicha posición resulta perfectamente expresada en la frase siguiente: «Pecó y aún peca contra los fueros de la lógica el idealismo filosófico con las audacias de sus deducciones; pero pecó y sigue reincidiendo en semejante pecado el especialismo de los científicos con lo atrevido de sus inducciones»16.

En sus trabajos posteriores (El naturalismo contemporáneo, 1881 y sobre todo en La psicología-fisiológica, 1886), González Serrano mantiene la misma posición fundamental y nota, desde luego con satisfacción y con esperanza por lo que se refiere a su idea del progreso humano, que, con el tiempo, la concepción psico-fisiológica de los eminentes especialistas europeos, Wundt, Spencer, Hartman, se aleja del peligroso reduccionismo monista, desechando «la idea de la sustancia pasiva del alma para aceptar la de una energía dinámica que, en connivencia con el medio natural y social, coopera al triunfo definitivo de la verdad y del bien en el mundo»17.

Las ideas difundidas por González Serrano son recibidas con gratitud y entusiasmo por otros miembros del grupo. Clarín, una y otra vez en sus artículos, habla de Wundt, de Moleschot y de otros psico-fisiólogos y es probable que gran parte de sus conocimientos proceden de los trabajos de González Serrano. Por su parte Posada hace de ellos, en 1892, una lectura «pedagógica», mostrando todo el provecho que la pedagogía puede y debe sacar de la nueva «ciencia» psicológica y al mismo tiempo alza el debate a la altura de las grandes ideas, refutando, él también, todas las concepciones mecanicistas y materialistas de la conciencia. «El mundo de la conciencia, aunque tenga sus cimientos en los órganos, en la fisiología es el mundo de la espontaneidad. En el acto de conciencia hay siempre algo inexplicable por las leyes de la mecánica, algo que escapa al fisiólogo, algo que constituye lo característico de la psiquis»18. También Giner se interroga sobre los sistemas filosóficos de los pensadores europeos y enjuicia el de Wundt según los mismos criterios que González Serrano. Wundt es «uno de los primeros fisiólogos y psicólogos de la época presente» y es «uno de los filósofos que aspiran a establecer un sistema general del mundo [...] por una metafísica [...] fundada sobre la experiencia [...] en vez de servir a ésta de base»19. Pero a Giner, preocupado ante todo por una de sus grandes ideas, la de la persona social, le interesa más la posición sociológica del filósofo alemán.

Lo dicho acerca de la psicofisiología y de la pedagogía deja transparentar algunas de las ideas-fuerzas que animan el pensar relativamente común de nuestros intelectuales. Antes de analizar este pensar como pensamiento, es imprescindible mostrarlo en acción en otros dos campos científico-culturales de vital importancia para ellos, a saber y para simplificar, el de la sociología y el del arte. Estos campos en sí son bien conocidos y sólo interesa aquí poner de relieve la implicación de todos en esas materias y la huella singular que en ellas imprimen.

Por lo que se refiere a la sociología, ya sabemos, gracias a varios estudiosos, que los intelectuales «progresistas» son los verdaderos fundadores en España de esta «ciencia» que, durante el último tercio del siglo cobra cada vez más autonomía. Desde la antropología social definida ya por los años setenta por Francisco y Hermenegildo Giner hasta la emergencia al final del siglo de una sociología «científica», Sales y Ferré, Buylla, Posada, Azcárate, Clarín y otros, más o menos directamente, proceden a una lenta y prudente asimilación de las ideas más adaptables deparadas por los grandes sistemas sociológicos europeos. Se discuten las ideas de Hegel y de Wundt, se desmontan los sistemas de Comte, de Spencer, se analizan las concepciones de Tarde, de Fouillée, de Guyau, de Durkheim, se refutan con fuerza las extrapolaciones «cientificistas» (y peligrosas) del darwinismo social. Estos estudios se dan a conocer en multitud de publicaciones, en las que cada uno da su punto de vista, enriquece, matiza o impugna las ideas propuestas por sus colegas, pero siempre en el marco de un ideario común que oscila entre «lo espiritual metafísico y ético» y los datos proporcionados por el estudio experimental de las realidades sociales. Es decir que para ellos la «sociología -y dicho sea con palabras de Núñez Encabo- no es más que una parte de la antropología que podríamos decir del hombre social»20. Básicamente para ellos lo primero es el hombre y su prolongación colectiva la persona social. «La sociología -escribe Posada- es una ciencia que provoca investigaciones cada vez más complejas a través de la psicología del hombre como ser social y de la sociedad como obra del hombre»21. La sociología sigue siendo para ellos un humanismo, pues nunca se borra la dimensión metafísica del organicismo espiritual; por eso rechazan el organicismo biológico tan peligrosamente de moda. «Late -dice González Serrano- en toda la sociología moderna el error gravísimo de no comparar sino de identificar el organicismo social con el natural»22. Manuel Sales y Ferré es el único que va más allá del ideario heredado del krausismo, empeñándose en hacer de la sociología una ciencia autónoma, pero sin caer en el reduccionismo positivista. Con él, alcanza la sociología española su consagración con la creación, en 1898, de la primera cátedra de Sociología en la Universidad de Madrid. A ello ha conducido el lento proceso (someramente evocado aquí) de asimilación y adaptación a la circunstancia española de las ideas vigentes al respecto en Europa23.

Lo mismo podríamos decir de la literatura y particularmente de la más moderna orientación (tan magistralmente estudiada por Gonzalo Sobejano a partir de las obras mismas24) que toma con la adaptación de lo que puede adaptarse del naturalismo francés. Todos los intelectuales «progresistas» participan en el debate y a veces con sustanciales contribuciones, como las de González Serrano, Altamira, Posada y sobre todo las de Clarín, contribuciones tantas veces aludidas en los últimos años25. Para ellos, el naturalismo es un inapreciable enriquecimiento temático y técnico del arte realista y sobre este punto hay unanimidad, como la hay para impugnar la doctrina de Zola por lo que tiene de exclusiva, de reductora de la realidad (que para todos guarda su parte de misterio), de contraria a la naturaleza misma de la obra artística. Esta debe siempre alcanzar lo permanente de la naturaleza humana a partir de la representación del determinado momento histórico. El arte «es la aspiración eterna a la perfectibilidad de la conciencia humana», por eso tiene «la noble misión de la cura de almas»26. Para Altamira, el arte es «expresión de la voluntad de perfeccionamiento que sostiene a la humanidad en su lucha eterna» (La Ilustración Ibérica, 4-IX-1886, n.° 1, p. 57).

Las breves síntesis que preceden muestran un obrar en incansable y serena actividad y un pensar relativamente homogéneo, visto desde cierta altura. Vemos igualmente que esos escritores cumplen, con una fuerza tranquila que contrasta con la febril agitación del fin de siglo, el deseo de Clarín expresado al dar cuenta, en 1879, del libro de González Serrano sobre Goethe: «El verdadero españolismo consiste en importar los elementos dignos de aclimatarse en nuestro propio suelo y en estudiar cuidadosamente, para asimilarlo, cuanto fuera se produce que merezca la pena de verlo y aprenderlo»27.



Así pues, cuando irrumpen en 1898 los exacerbados clamores acerca de la imperiosa necesidad de una regeneración, clamores suscitados por un doble sentimiento de frustración histórica y de miedo al porvenir y tan ruidosos que han dejado colgado en la galería de la historia el manoseado letrero de regeneracionismo, nuestros intelectuales están en la posición de quienes, empeñados en la labor de roturar el campo, ven pasar la caravana. Hace años y años que están obrando, con la fuerza serena de la certidumbre, por la regeneración de su país, poniendo en práctica el nosce te ipsum, estudiando las realidades sociales, culturales, literarias e incluso los condicionamientos concretos del progreso, como pueden serlo las condiciones geográficas y consuetudinarias, inventariadas por Lucas Mallada, Joaquín Costa, Manuel Pedregal. Hace años que están abiertos a los vientos de la modernidad europea. Hace años, en 1881, algunos de ellos, González Serrano, Martos Jiménez, José Canalejas, Laureano Calderón y otros firmaron un manifiesto filosófico, estético y político en el que proponían «colaborar a la obra grandísima de la perfectibilidad y del progreso», fertilizando esos «elementos de regeneración y vida que se encuentran en estas grandes energías del espíritu colectivo que se llaman la ciencia, el arte, la religión, el derecho y la política» (Este texto, «Nuestro pensamiento» -Revista Ilustrada, 16-V-1881- descubierto por mi amiga Ana Barrio, merece atención). Excusado es decir que todos rechazan y aun combaten las apresuradas y peligrosas medicinas propuestas por los que sienten odio a los responsables del marasmo y miedo a las nuevas fuerzas obreras ya organizadas. A las imprecaciones, a las llamadas de profundis al «cirujano de hierro», al cauterio, a la guillotina, ellos contestan: sanear, moralizar, educar, sobre todo educar. Sanear y moralizar, enmendar y mejorar el funcionamiento de las instituciones, el sistema parlamentario. No puede haber solución racional fuera de una democracia que, bien es verdad hay que conquistar, haciendo independiente la justicia para vencer la corrupción caciquil, moralizar las elecciones. Clarín es uno de los más vehementes defensores de estos valores. Altamira, Posada, Buylla y Sela, en su contestación común a la encuesta de Costa sobre Oligarquía y caciquismo (y es altamente significativo que firmen los cuatro), Alfredo Calderón y Gumersindo de Azcárate en sus respectivas contribuciones a la misma encuesta, todos acuden a los mismos argumentos centrados en el rechazo de cualquier solución autoritaria («Yo no admitiré jamás un gobierno personal», proclama Azcárate) y en la necesidad de luchar por un régimen realmente parlamentario. Y ahora le doy la palabra a Francisco Laporta que dijo y bien en 1974 lo que yo diría hoy: «Frente a las apresuradas improvisaciones “técnicas” del regeneracionismo [...] y a los apasionamientos efímeros de los jóvenes noventaiochistas, al krausismo no le pueden ser regateados dos dimensiones: la profundidad y la coherencia» (la única palabra discutible, para mí, sería la de krausismo). «Son ellos -prosigue Laporta-, y solamente ellos los únicos intelectuales de la burguesía española cuyo programa de realización práctica (ante todo de pedagogía) se asienta en un ideario filosófico y político muy elaborado, en una concepción del mundo bien construida y profundamente asimilada»28. Parece, como sugiere Tierno Galván, que por aquellos años del fin de siglo ya están echadas en los surcos de la historia las semillas, trigo y cizaña, del porvenir. La imagen de la caravana que pasa, no es tal vez del todo exacta históricamente hablando, pero puede traerse de nueva a colación para introducir una cita de Giner, cita que cobra, en contraste con el contexto, un valor casi humorístico, a pesar de ser su autor bastante ajeno al humorismo: «En los días críticos en que se acentúa el tedio, la vergüenza, el remordimiento de esta vida actual de las "clases directoras", es más cómodo para muchos pedir alborotados a gritos "una revolución", "un gobierno", "un hombre", "cualquier cosa", que dar en voz baja el alma entera para contribuir a crear lo único que nos hace falta: un pueblo adulto»29.



Ya es hora de preguntarnos de dónde sacan nuestros intelectuales esa energía que les empuja a obrar incansablemente en todos los campos del saber. ¿Cuál es la fuente de ese dinamismo y cuáles los cimientos de la fuerza tranquila que los anima? es decir, ¿Cuál es el pensamiento que informa este pensar?

Podemos acudir en un primer momento al testimonio de algunos de ellos, Posada, Clarín, Altamira... Elijamos uno de Altamira, por ser de 1908 o sea más alejado en el tiempo y también porque es uno de los más explícitos: «Todo lo que es imperfecto, equivocado, perecedero de la filosofía de Krause, ellos lo han aventado, lo han ido dejando caer como cosa muerta, pero todo lo que tiene -y no es poco- de progresivo y fecundo, ellos han permanecido fieles a la impulsión original y la han llevado a desarrollos lógicos de una riqueza de contenido que excede en mucho a lo que pudo vislumbrarse en los primeros momentos»30. El sistema de Krause, que llega a verse por los años de 1875 como una secta, «una orden tercera heterodoxa» (Clarín), deja poco a poco de serlo («Ya no hay escuela», lamenta Canalejas), se abre, y es realmente una apertura y no un desmoronamiento. Las señales exteriores de identificación, el lenguaje tan singular, el exclusivismo de capilla, eso desaparece, pero de la filosofía y aun de la metafísica de Krause queda primero un trasfondo espiritual, religioso o casi religioso, más o menos racionalizado, abierto hacia el misterio que, por lo menos, hace imposible una conversión a cualquier sistema positivista exclusivamente inductivo. Es un aspecto de suma importancia, estudiado en parte, pero que merecería por sí solo nueva reflexión de conjunto para incitar a cierta prudencia en el manejo de la palabra positivismo. No pueden aceptarse afirmaciones según las cuales Azcárate, González Serrano o Altamira, por ejemplo, se convierten al positivismo. La preocupación metafísica, en todos, permanece siempre viva. Al respecto, el pensamiento filosófico y religioso de Leopoldo Alas es muy significativo31. En 1876, y como advertencia a la introducción del positivismo, declara Gumersindo de Azcárate: «Lo que hace falta es que el positivismo entre por ancho campo, que tras el fenómeno encuentre la esencia, y que no se oponga a la religión ni a la metafísica, porque la metafísica y la religión representan lo eterno, lo absoluto»32. En 1944, según Vicente Ramos, escribe Altamira: Hay que admitir la existencia de Dios y aceptarlo como la eterna realización consciente de la justicia, ante cuya espiritual e incuestionable entidad tenemos la obligación de «esforzarnos cada día más con actos nuestros, en ayudarla y merecer su comprensión y misericordia»33. Sí, como dice Clarín, «el krausismo español [...] había dejado en buena parte de la juventud estudiosa e inteligente como un rastro perfumado»34 o como dice Posada, «hay en toda ella [la filosofía de Krause] una hermosa tranquilidad, un amor tan sincero y desinteresado al ideal, una fe razonada tan firme en el porvenir, que mueve a vivir y que incita a amar y a practicar el bien, que influye, en fin, en todo el hombre moral con verdadera fuerza y lo atrae y lo envuelve en grata simpatía»35.

En las anteriores citas, han merecido énfasis las siguientes expresiones: progresivo y fecundo (lo que tiene la filosofía de Krause de progresivo y fecundo), la eterna realización de la justicia, una fe razonada tan firme en el provenir, expresiones que confirman que, de la metafísica de Krause o por lo menos de su consecutiva filosofía de la historia, nuestros intelectuales han hecho suya, interiorizándola, la idea de la perfectibilidad del ser humano. Digo que las citas confirman tal idea porque es ya implícitamente evidente que ella es el motor de tan activo obrar y fuente de entusiasmo. Dice Posada de González Serrano que es uno de los filósofos «que producen entusiasmo por vivir, y despiertan las dormidas energías de la voluntad para realizar las grandes ideas»36. Este juicio podría aplicarse a todos, incluso a Posada. Por otra parte, la llamo idea, idea de la perfectibilidad humana, como mínimo denominador común, aunque para algunos sea expresión de una filosofía y hasta de una metafísica. Pero es mucho que sea, no sólo una idea-fuerza, según el sistema de Fouillée, sino una verdadera idea legitimadora (en el pleno sentido que Lyotard da a la expresión), legitimadora del ser en la historia y, por ende, del obrar cotidiano en todos los campos de la actividad humana, en vista de la mejora de sí y del correlativo progreso intelectual y moral de la colectividad y de la humanidad. El saber es el único medio del ensanchamiento infinito de la conciencia, por eso la ciencia y sus más modernos adelantos son factores del progreso individual y social. Y se puede concluir con Altamira: «De este modo, la humanidad va progresando y mejorando en cada uno de sus grupos singulares»37. De lo cual se deduce que no hay progreso social sin progreso individual, pero el progreso social es también factor de progreso individual.

Esta íntima relación (ontológica) entre el individuo y la colectividad es el fundamento de otra gran idea legitimadora (derivada de Krause o de Herder a través de Krause) del ser y del estar del hombre en la historia. Es la base humanista tanto de la investigación sociológica de nuestros intelectuales como de la orientación ética del realismo (o del naturalismo) literario.

Para Krause, «el mundo es una sociedad de seres en acción recíproca». A profundizar y enriquecer este aspecto fundamental de la doctrina dedica Giner gran parte de su actividad durante varios años, estudiando y discutiendo las posiciones de los pensadores europeos, alemanes sobre todo (Häeckel, Wundt, Schäffle y también Spencer, Fouillée, etc.) y dando a conocer sus reflexiones en numerosos textos, muchos de los cuales se publicaron en el libro titulado La persona social38. Contra Rousseau, Giner afirma que «el individuo, en la vida social, deja de sufrir menoscabo, se desenvuelve y completa, confirmándose y sosteniéndose su propia autarquía mediante la del todo y vice versa»39. Según Posada, la «persona social» envuelve y supera al individuo y el hombre es, en buena parte, obra de la sociedad. Esta es un producto espiritualmente orgánico, un fondo homogéneo de ideas, emociones, tendencias, engendrado por la compenetración de los diversos pensamientos, afectos y aspiraciones de cada uno y superior a la suma de los elementos individuales40. «La persona es, pues, -escribe González Serrano- el ser de conciencia, bajo las condiciones del medio [...] es la persona, el individuo más el medio; y es tanto más persona cuanto más se emancipa de lo exclusivamente individual (egoísta)»41. Efectivamente, durante las dos o tres primeras décadas de la restauración, la singularidad del pensamiento «progresista» español, el que asimila y adapta para bien de la colectividad los adelantos científicos, culturales, literarios y filosóficos europeos es su carácter altruista, cordialmente abierto a los demás, a la colectividad. Desde tal punto de vista, la obra de todos, incluso la obra de creación, es ejemplar.



Volvamos a la interrogación inicial: ¿entra en decadencia el krausismo cuando «ya no hay escuela»? Parece al contrario que la disolución de las estructuras de la escuela libera las más fecundas levaduras de la doctrina del filósofo alemán. Hay que subrayar, como han hecho varios estudiosos, que el krausismo llevaba en sí mismo las semillas de su futura evolución. Lo sugiere Posada (pero sin precisar su pensamiento) al intentar definir la orientación denominada «krauso-positivismo», esta orientación -dice- «es acaso la que va implícita en el propio Krause»42. Y es verdad que la apertura a la ciencia (y no sólo a la Wissenchaft), se proclama como imperativo en el Ideal de la Humanidad: «El hombre, imagen viva de Dios y capaz de perfección, debe conocer en la ciencia a Dios en el mundo»... Lo cierto es que las grandes ideas legitimadoras (perfectibilidad, persona social) no son más que la secularización de lo que «el krausismo tiene de más fecundo» (Altamira). La primera de estas grandes ideas, implícita en todas las manifestaciones intelectuales evocadas en estas páginas, es la afirmación de la superioridad del espíritu, no en el sentido kantiano de percepción y representación de lo real, sino como fuerza vital comprensiva y desde luego capaz de dominar la materia. Así es como los resultados del experimentalismo, inducidos, refuerzan el ideal humano para fundamentar un humanismo espiritual y altruista que apunta al porvenir, según la certidumbre de que «la utopía de hoy es la realidad de mañana»43. ¿No merece tal pensamiento llamarse progresista?





 
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