Estrenada en el
Teatro de la Comedia, de Madrid, la noche del 26 de marzo de
1968.
Acto I
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La escena representa una habitación de una familia
de la clase media baja española, que habita un entresuelo,
casi a ras de la calle. Al fondo hay dos ventanas con unas
persianas plegables, de color verde. Cuando están
levantadas, se ven las casas de enfrente, si bien de un modo
borroso y vago. Entre las dos ventanas, en el lienzo de pared, hay
un gran aparador, en el cual se guardan piezas de la vajilla. En el
extremo izquierda, sobre un trípode de madera, se ve una
maceta con una planta cualquiera, que cubre una funda de papel
rosado y remata una lazada. A mano derecha se abre una puerta que
conduce a un pasillos en el que se adivina un perchero. Adosado a
la jamba de la puerta hay un teléfono de pared. En el
centro, y bajo la luz de una lámpara, hay una mesa-camilla
flanqueada por tres sillas. Adosada al lienzo de la pared de la
derecha, hay una pequeña librería con algunas novelas
y revistas, así como los libros de la contabilidad en los
que trabaja INOCENCIO.
Justo enfrenté, y adosado al lienzo de la izquierda, hay una
cómoda y sobre ella un espejo. Muy cerca de ella, una
mecedora. En el primer término de la derecha, una puerta que
da a la habitación de INOCENCIO y de GRACIELA, y en el primer
término de la izquierda, una puerta que da a la
habitación de GLORIA. Todo tiene un aire de
pulcritud, pero de mediocridad económica. En el papel que
decora la habitación se advierten algunos ritos y en los
visillos de las ventanas, algunos zurcidos. Los términos
derecha e izquierda van referidos al espectador y no al
actor.
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Al levantarse el telón es de noche cerrada. La luz
de la luna penetra por la abierta ventana. Durante unos segundos,
la escena permanece vacía. Dentro se oyen, las palmadas de
alguien que llama al sereno. Una voz: ¡Sereno! ¡Al
once! Otra voz: ¡Va! Pocos instantes después entran
INOCENCIO y GRACIELA. INOCENCIO es un hombre de unos
cincuenta años, vulgar, prosaico y desvencijado
físicamente. Su mujer tiene algunos pocos menos. Es una
mujer marchita para la cual pasó ya la hora del amor.
INOCENCIO llega
desabrochándose el cuello de la camisa y hace mutis por la
derecha. GRACIELA pasea un
poco. Después se sienta en una de las sillas, apoyada en la
mesa, frente por frente del espectador, con la mirada vaga y
distante. Naturalmente, al entrar encendieron la lámpara,
con la cual la escena se iluminó por completo. Bien pronto
reaparece INOCENCIO. Se ha
puesto en zapatillas. Va a la librería de la derecha y
recoge de ella unas facturas y unos libros de contabilidad. Del
mismo modo, un flexo de luz que enchufa, enciende y coloca sobre la
mesa-camilla.
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GRACIELA.-
(Le mira con un desdén
indisimulado.) ¿Llevas clavos en los zapatos?
¿Se te hinchan los pies, como los que tienen trastornos
circulatorios?
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INOCENCIO.-
(Vuelve a buscar en la librería
un cuaderno de apuntaciones que había olvidado y habla de
espaldas a GRACIELA.) No, ninguna
de las dos cosas. ¿Por qué lo preguntas?
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GRACIELA.-
Seguro que si no te pones las zapatillas, se te
caerá la casa encima o te dará una
alferecía.
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INOCENCIO.- ¡Qué bobada! Si me las
pongo con tanta prisa es porque así me encuentro más
cómodo.
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GRACIELA.- A mí también me es
más cómodo no peinarme, no pintarme, no limpiarme las
manchas de la ropa y, sin embargo, me peino, me pinto y me las
limpio.
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INOCENCIO.- Tú eres muy mirada y muy
pagada de las formas que a mí me tienen sin cuidado.
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GRACIELA.-
Ya lo veo.
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INOCENCIO.-
(La invita un poco bruscamente a que se
levante y abre sus libros de contabilidad sobre la
mesa.) Bueno, ¿quieres quitar los codos y
dejarme mi sitio?
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GRACIELA.- ¿Necesitas toda la mesa para
tus cuentas?
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INOCENCIO.- Para las mías, no, que para
esas me basta con un papel de fumar. Pero para las del cabaret
«Versalles» sí, la necesito tanto, que me
estorbas tú.
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GRACIELA.- Está bien. (Se
levanta de mal talante y se va hacia la
ventana.)
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INOCENCIO.- ¿Por qué no té
acuestas? Es lo mejor que podrías hacer.
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GRACIELA.- ¿Crees que me
dormiría?
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INOCENCIO.-
(Ha extendido ya sobre la mesa-camilla
todos sus papeles y se dispone a iniciar sus trabajos. Se
interrumpe, entonces, y mira a su mujer con aire interrogante.)
Mucho te ha impresionado lo de don Germán.
(Saca un cigarrillo y se dispone a
fumarlo.)
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GRACIELA.- Sí, mucho.
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INOCENCIO.-
Pues ya no tienes, edad de que te sorprendan ciertas
cosas. La muerte es un fenómeno tan natural como la
vida.
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GRACIELA.- Sí, pero las calles y las
casas están llenas de vivos y no de muertos.
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INOCENCIO.-
(Se ríe.) Ah, te
asustan los muertos, te asustan... Uhhh, uhhh. (Se
acerca a ella burlonamente.) ¡Soy don
Germán!
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GRACIELA.-
(Colérica.)
Déjame; me molestan esas bromas.
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INOCENCIO.- No quiero pelear, Graciela, me
aburro, me fastidia al hígado. (Se
sienta.) Pero tú, ¿eres tonta o
qué te pasa? ¿Por qué tienes que estar
así, con esa cara y ese abatimiento? ¿Es que don
Germán era alguien de la familia? (Busca unas
facturas.)
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GRACIELA.- Solo te parece legítimo el
dolor cuando se le muere a uno alguien de la familia. ¿Es
que fuera de ella no hay por qué llorar a nadie? Pues, yo,
sí, he llorado por mucha gente que no tiene nada que ver con
mi familia. Por los políticos que asesinaban, por los
actores a los que les daba una embolia, por los personajes, de
novela a los que les ocurrían desgracias, y en los teatros y
en las películas, y por muchas personas a las que no
había hablado jamás. ¡Para que te
extrañe lo de don Germán! Yo lloro a los que quiero,
sin mirar cuál es su apellido, y a los que no quiero no los
lloro aunque sean de la familia.
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INOCENCIO.-
(Dentro se oye el ruido de un
cajón que se abre y se cierra.)
¿Quién anda ahí? ¿Gloria?
(Apaga su cigarro.)
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GRACIELA.- ¿Quién va ser?...
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INOCENCIO.-
(Por la puerta derecha.)
¡Gloria!
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GLORIA.-
(Desde dentro)
¿Qué hay?
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INOCENCIO.-
¿Qué haces despierta a estas horas?
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GLORIA.- ¿Y qué hora es?...
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INOCENCIO.- Las dos y media.
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GLORIA.- Nada, me quedé a oír la
radio y después me puse a leer.
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(Entra en escena. Es algo mayor que INOCENCIO. Viste una bata muy pobre y
descuidada. Ella tiene el mismo aspecto de la bata.)
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INOCENCIO.- (Coge un libro que
lleva GLORIA en la
mano.) ¿Cuántas veces lo has
leído?
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GLORIA.- Bastantes.
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INOCENCIO.- Es verdísimo.
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GLORIA.- Me divierto.
(Transición.)
¿Habéis estado allí todo el tiempo?
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INOCENCIO.- Sí, claro.
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GLORIA.- ¿Desde cuándo era
viudo?
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INOCENCIO.- No sé... Desde hace
mucho.
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GLORIA.- ¿Qué familia
tenía?
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INOCENCIO.- Unos sobrinos que llegaban ahora.
¡Como la muerte fue tan repentina...!
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GLORIA.- ¿Mucha gente?
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INOCENCIO.- ¡Pchs...! ..
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GLORIA.-, ¿Porqué no te metes en
la cama? (Se dirige a la librería y
allí cambia su novela por otra de su mismo
talante.)
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INOCENCIO.- Porque he de preparar el balance del
«Versalles».
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GLORIA.- ¿Y eso es difícil?
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INOCENCIO.- Siempre son difíciles los
balances cuando hay ganancias.
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GLORIA.- El dueño del
«Versalles», ¿no es muy rico?
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INOCENCIO.- Sí, y a mí me paga
para que no lo note que lo es.
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GLORIA.- Ya.
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INOCENCIO.- Las mujeres se encargan retratos a
los pintores para que las saquen guapas. Los hombres de negocios
son al revés: nos encargan balances a los contables para que
los saquemos pobres.
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GLORIA.-
Trabajas mucho, hermano, más de lo que puedes.
(Le palmotea cariñosamente con la novela sobre
el hombro.)
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INOCENCIO.- Menos de lo que necesito.
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GLORIA.- Y no tienes buena cara
últimamente.
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INOCENCIO.- ¡Bah...!
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GLORIA.-
¿Es verdad o no, Graciela?
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GRACIELA.- A mi no me parece...
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GLORIA.- (Con un malintencionado
tono de reproche.) Quizá es que no te
fijas.
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GRACIELA.- Sí, me fijo, pero no me da esa
impresión.
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INOCENCIO.- Estoy bien, Gloria, estoy bien.
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GLORIA.- Sí, sí, todos estamos
bien hasta que dejamos de estarlo y, sí no, que se lo
pregunten a don Germán. Ayer en este mundo y hoy en el
otro.
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INOCENCIO.- ¡Che..., che...! Que don
Germán había cumplido los sesenta.
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GRACIELA.- Todavía no.
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INOCENCIO.- Pocos le faltarían.
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GRACIELA.- Tres, le faltaban tres; tenía
exactamente sesenta y siete.
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INOCENCIO.-
¡Qué precisión!
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GRACIELA.- Cuando una persona se acaba de morir,
lo primero que se sabe es cuánto ha vivido.
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INOCENCIO.- Sí, eso es verdad. Es el
momento de hacer las cuentas. De pasar el saldo a pérdidas y
ganancias y cerrar los libros.
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GLORIA.- Pues don Germán aparentaba
más. (Toma una botella de anís del
trinchero, con la que hará mutis en su
momento.)
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GRACIELA.- No, aparentaba menos. Lo que pasa es
que tú no le querías.
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GLORIA.- ¿Y qué tiene que ver una
cosa con otra?
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GRACIELA.- Siempre decimos que aparentan
más años las personas que no queremos, como para
disculpar a la muerte y quitarle maldad y hacerla menos odiosa.
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GLORIA.-
No, lo que yo decía no era tan retorcido. Era,
sencillamente, que don Germán, con aquellas bolsas en los
ojos y aquel pelo blanco, parecía un viejo de ochenta.
(Y se vapor la izquierda.)
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INOCENCIO.- Y es verdad. Dicen que el Poder
desgasta. Pero a los políticos lo que más les
envejece es no estar en el Poder. Fíjate en los ministros:
todos lozanos, como rosas. Fíjate, en cambio, en los
exministros: todos parecen lacios, marchitos y casi
pretuberculosos.
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GRACIELA.- Don Germán mandó
siempre.
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INOCENCIO.- Pero no como le gustaba a él,
y como de verdad se manda.
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GRACIELA.-
¿Cómo se manda de verdad?
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INOCENCIO.- Teniendo una mesa con muchos timbres
y muchos teléfonos y siendo colaborador asiduo del:
«Boletín Oficial». Eso es mandar y lo
demás son tonterías. Y eso se le había acabado
hacia ya mucho tiempo a don Germán.
(Transición.) Y ahora,
¿qué es lo que miras? ¿Se puede saber?
(INOCENCIO
se levanta y va hacia GRACIELA. GRACIELA está asomada a la
ventana, si bien con timidez, como con el recelo de ser vista,
INOCENCIO se acerca a
ella.) Anda.... las velas..., se ven las
velas. (Transición.) Bueno, lo
tuyo es, obsesivo. Prefiero pasar calor a que estés
ahí de muestra, como hipnotizada, mirando la cámara
mortuoria. (Y baja las persianas con cierta
intemperancia.) ¡Ya está bien de
duelo!
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GRACIELA.- Como gustes.
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(Y se va por la derecha. INOCENCIO, una vez impuesta su
autoridad, se entrega otra vez a sus tareas.)
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INOCENCIO.-
(Coteja unos recibos.)
Importe de las ventas del mes de mayo pesetas: ochocientas veinte
mil cuatrocientas ochenta y ocho con cincuenta y cuatro
céntimos. (Refunfuña.)
Cínico, más que cínico. Si yo fuese inspector
de Hacienda me ibas a contar a mí esos cuentos...
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BASTIÁN.- (Desde la
calle.) ¡Inocencio! ¡Inocencio!
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(Ahora se da cuenta de que le llaman. Suspende sus tareas y
se queda alerta. GLORIA,
por la izquierda, reaparece comiendo unas galletas, que lleva en el
bolsillo de la bata.)
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GLORIA.- ¿No oíste?
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INOCENCIO.- Sí, y lo peor es que creo que
es Bastián y que ya sé por qué me llama.
¡Apaga la luz!
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BASTIÁN.- ¡Inocencio!
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(GLORIA cruza
presurosa la escena y apaga la luz.)
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INOCENCIO.-
Le debo dinero y viene a pedírmelo.
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(Sobre la escena, a oscuras, el personaje principal, por
breves segundos es la luz de la Luna.)
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BASTIÁN.- ¡Inocencio! ¡Que te
he visto! Ábreme, que es una obra de caridad.
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INOCENCIO.- ¿No te dije?
(Con un gesto resignado, se dirige a la ventana y
descorre la persiana, mientras invita a GLORIA, con un ademán, a que
encienda de nuevo, en lo que es obedecido.)
¿Qué hay, Bastián? ¿Qué haces
por aquí?
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BASTIÁN.- Voy a casa de don Germán
Artuña.
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INOCENCIO.- ¿Buscas al sereno?
Fácil te será encontrarlo. Hoy, además, no
habrán cerrado el portal.
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BASTIÁN.- ¿Qué haces
tú?
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INOCENCIO.- Preparo el balance del
«Versalles».
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BASTIÁN.- ¿Por qué no
echamos una partida de tute?
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INOCENCIO.- ¡Quita, hombre, a estas
alturas...!
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BASTIÁN.- Escucha, Inocencio, que no
vengo por lo que te imaginas.
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INOCENCIO.- Si yo no me imagino nada.
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BASTIÁN.- ¡Como te veo así,
receloso!...
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INOCENCIO.- No, Bastián; no. Bueno,
¿quieres entrar? Pues entra.
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(INOCENCIO hace
mutis por el foro; en el interior, GLORIA se va por la izquierda,
mordisqueando sus galletas. Casi simultáneamente regresa
INOCENCIO seguido de
BASTIÁN.
BASTIÁN es un
hombre de la edad de INOCENCIO, derrotado y bohemio. Viste
un traje ligero y claro, con una camisa destinada a ir sin corbata,
a la que, sin embargo, se le ha añadido en el último
instante.)
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BASTIÁN.- Confiesa que me habías
oído y que te hacías el sordo.
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INOCENCIO.- No, Bastián, no.
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BASTIÁN.- Y que apagaste para
despistarme.
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INOCENCIO.- Fue mi hermana, que se
equivocó.
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BASTIÁN.- Yo te vi desde la acera de
enfrente antes que cerrases las persianas. Eres la imagen de la
laboriosidad. (Se sienta en la
mesa-camilla.)
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INOCENCIO.-
Sí, acabábamos de llegar de la casa del
pobre don Germán Artuña. (Le ofrece
tabaco.)
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BASTIÁN.- ¿Le conocías
mucho?
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INOCENCIO.- Para mí era como un padre. Y,
te parecerá raro, pero, prácticamente, él no
daba un paso sin mí.
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BASTIÁN.- ¡Pues cómo
estarás entonces...!
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INOCENCIO.- Ya puedes suponértelo.
¿Tú le conocías bien?
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BASTIÁN.- No.
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INOCENCIO.- ¿No ibas a su casa?
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BASTIÁN.- Sí, eso sí.
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INOCENCIO.- No entiendo. (Se
sienta.)
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BASTIÁN.- Anda, hombre, ¿por
qué no echamos un tutecito?
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(BASTIÁN.
lleva en el bolsillo de la americana unas cartas de baraja y un
pequeño juego de damas. En el bolsillo interior lleva
también un cartón de parchís, todo lo cual se
lo enseñará a INOCENCIO en su momento
oportuno.)
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BASTIÁN.- Antes eras muy aficionado.
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INOCENCIO.- Y sigo siéndolo, pero tengo
trabajo y son ya casi las tres de la mañana.
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BASTIÁN.- ¿Y unas damas?
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INOCENCIO.- No, de verdad, no.
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BASTIÁN.- Antes te gustaba el
parchís a rabiar. ¿No te apetece ya?
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INOCENCIO.- Apetecerme, sí, solo que a
esta hora...
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BASTIÁN.- Anda, una partida.
(Con un aire gracioso de mendigante.)
Una partidita, hombre, de lo que quieras.
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INOCENCIO.- No, Bastián, no.
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BASTIÁN.- ¿Y una copa?
¿Tampoco me das una copa?
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INOCENCIO.- Bueno, si quieres beber mientras yo
acabo esto...
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BASTIÁN.- Sí, sí,
encantado.
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(INOCENCIO va al
trinchero y busca la botella de anís que se llevó
GLORIA. Al no encontrarla,
hace mutis por la izquierda. Desde el borde mira a BASTIÁN. con una sonrisa entre
irónica y amistosa...)
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INOCENCIO.- ¡Este Bastián...!
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VOZ.- (Desde
dentro.) ¡Sereno!... Al once.
¡Sereno!
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BASTIÁN.- (Se asoma a la
ventana.) Oiga, el sereno está ahí, en
el siete.
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Voz.- Gracias.
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INOCENCIO.-
(Vuelve a aparecer con la
botella.) Anís, ¿te va bien?
Bastián... ¡Qué rico!
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INOCENCIO.- (Mientras le sirve con
un vaso que encontró en el aparador.)
Óyeme, Bastián...
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BASTIÁN.- ¿Tú no bebes?
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INOCENCIO.- No. Me da sueño.
Escúchame... Dices que ibas a casa de don Germán y
que, sin embargo, no lo conocías. ¿Por qué
ibas entonces? ¿Es que simpatizabas con él?
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BASTIÁN.-
(Borroso.) Ah, sí, mucho.
(Transición.) ¡Qué
rico es el anís!
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INOCENCIO.- No cambies de conversación,
Bastián... ¿Por qué ibas, dime?
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BASTIÁN.- Tú eres amigo,
Inocencio, y a ti no se te puede ocultar nada. Yo soy muy
trasnochador. Antes era fácil serlo. Pero ahora..., todo son
dificultades y trampas... La obsesión del Régimen es
meternos en la cama a las diez. Y con nuestras esposas
legítimas, naturalmente. Y a ser posible sin
píldoras. ¡Vaya perspectiva!
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INOCENCIO.- Tú estás soltero.
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BASTIÁN.- Más importante que eso.
¡Ojo al matiz! Soy soltero y por muchos años. Pero los
casados son una clase psicológicamente débil que
necesita de protección y que cuenta con mi apoyo. Yo soy
trasnochador, y al que me haga madrugar no se lo perdonaré
mientras viva, palabra.
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INOCENCIO.-
La devaluación, Bastián.
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BASTIÁN.- ¿Y por qué la
devaluación ha de obligarme a entrar en la oficina a las
ocho? ¿Por qué he de ser yo quien ahorre el dinero
que se gastan los demás?
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INOCENCIO.- ¡Pues trasnocha lo que te
apetezca!
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BASTIÁN.- (Se levanta.)
¿Y de qué manera? ¿Yendo al
cine? Conforme, pero a las doce y media se acabó la
película, aunque sea del imperio romano. ¿Al
café? De acuerdo, pero a las tres menos cuarto empiezan a
mirarte los camareros la bebida que tienes entre manos, con tanta
impertinencia, que dan ganas de tirarla al suelo, y a las tres se
presenta el comisario del distrito, que se lía a fundir los
plomos del local y has de salir a tientas, si quieres como si no
quieres.
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INOCENCIO.- No te quejes, Bastián. Entre
pitos y flautas son ya las tres y cuarto.
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BASTIÁN.- Para un trasnochador, esa es
una hora de risa. ¡Si mi padre levantara la cabeza...! Hasta
hace unos años te quedaba el recursito de..., tú ya
me entiendes, ¿verdad? (Se sienta de nuevo.)
INOCENCIO.- Pues no...
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BASTIÁN.- Sí, INOCENCIO,
sí. (Confidencialmente.) De lo
que «El Séneca» llamaba las Casas
Consistoriales. Te ibas de tertulia a una casa consistorial de esas
y esperabas que amaneciese tan tranquilo. Pero se conoce que se
dieron cuenta del enchufito, y no por lo que pudiera pasar en las
tales casas, sino por lo de la horita, les echaron el pestillo y
listo. Que se han convertido muchas en viviendas plurifamiliares,
no te digo más.
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INOCENCIO.- Bien, ¿y qué?
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BASTIÁN.- Total, que lo único que
queda abierto son los velatorios. Yo iba al de don Germán
Artuña, para no tener que encerrarme en mi domicilio
particular.
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INOCENCIO.-
¿Es posible?
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BASTIÁN.- Sí, Inocencio,
sí. Con tal de no meterme en la cama como un doctrino, a una
hora fija, yo estoy dispuesto a todo. (Heroico,
subversivo.) Y hay miles como yo, dispuestos a lo
que sea.
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INOCENCIO.- Pues debes habituarte,
Bastián, a los tiempos que corren. La noche va de capa
caída. Ahora es el día lo que interesa y hay que
aprovecharlo.
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BASTIÁN.- Allá con sus gustos los
demás.
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INOCENCIO.- Bueno, pues al velatorio, y que te
diviertas. Oye, ¿y cómo te enteras de dónde
hay tajo?
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BASTIÁN.- Me lo cuenta Paquito Vilches,
que está en el «ABC» y lee las esquelas.
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INOCENCIO.- Ah, claro...
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BASTIÁN.- Si veo luz cuando salga,
entraré a decirte adiós.
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INOCENCIO.- Pienso dormirme en seguida...
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BASTIÁN.- Tú siempre has sido un
ciudadano muy disciplinado.
|
INOCENCIO.-
(Transición.) En
cuanto a lo otro..., conste que podría pagarte casi la mitad
de lo que te debo, pero prefiero hacerlo de una vez. ¿No te
parece?
|
BASTIÁN.- Claro, hombre, ni te
preocupes.
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INOCENCIO.- Adiós, Bastián.
|
BASTIÁN.- Adiós, Inocencio.
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(INOCENCIO le
acompaña hasta la puerta, de donde vuelve riendo para sus
adentros las genialidades de BASTIÁN. El espectador
deberá oír cómo se abre y cierra la puerta.
INOCENCIO guarda en el
aparador el vaso y la botella. Ya de nuevo instalado en su mesa,
reanuda su trabajo, y pronto echa de menos algo, que reclama a
GRACIELA.)
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INOCENCIO.- Graciela, ¿dónde
está la tinta roja?
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GRACIELA.- La puse en el cajoncito de la
cómoda.
|
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(INOCENCIO va a la
cómoda, busca y encuentra un tintero, con el que vuelve a
instalarse en su camilla. Acaba apenas de hacerlo, cuando se
percata de que algo extraño hay en la cómoda, a la
que regresa con visible inquietud y en la que busca no se sabe
qué, infructuosamente.)
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INOCENCIO.- Graciela, ¿vinieron a cobrar
el piso?
|
GRACIELA.-
(Desde dentro.) No.
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INOCENCIO.- Me faltan cuatrocientas pesetas.
(GLORIA, por
la izquierda, trae su novela en la mano.)
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GLORIA.-
¿Qué te pasa?
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INOCENCIO.- Yo guardaba aquí
cuatrocientas pesetas y no las veo.
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GLORIA.-
Qué raro...
(Súbitamente.) ¿No te
las habrá quitado tu amigo...?
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INOCENCIO.- ¿Bastián? No, no. Yo
no me he movido de la habitación.
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GLORIA.- Eso, sí; recuerda que entraste a
buscar el anís.
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INOCENCIO.- Tienes razón, pero fue un
segundo nada más. ¿Y es posible que en ese abrir y
cerrar de ojos...? No, no... Y Bastián..., me
sorprendería mucho. (A GRACIELA, que entra por la derecha, de
bata, con el pelo suelto y poniéndose una crema en las
manos.) ¿Tú crees que
Bastián...?
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GRACIELA.-
Yo te he cogido las cuatrocientas pesetas.
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INOCENCIO.- ¿Y para qué?
|
GRACIELA.- Para la corona de don
Germán.
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|
(GLORIA hace
mutis, deseosa de inhibirse de la discusión, que a todas
luces se avecina, y santiguándose
escandalizada.)
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INOCENCIO.- ¿Y qué corona es
esa?
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GRACIELA.- Una que le he mandado en, nombre de
los dos.
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INOCENCIO.-
¿Y te has gastado cuatrocientas pesetas?
|
GRACIELA.- No. Me he gastado setecientas
cincuenta. El resto lo debemos. (Se sienta en la
mecedora, mientras extiende la crema sobre las manos.)
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INOCENCIO.- ¿Y lo dices tan
tranquila?
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GRACIELA.- ¿De qué manera quieres
que te lo diga?
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INOCENCIO.- Es inaudito. ¿Y a santo de
qué teníamos que mandarle una coronita?
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GRACIELA.- Porque a Germán Artuña,
que en paz descanse, le debíamos muchas cosas. ¿O lo
has olvidado?
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INOCENCIO.- Claro que no, pero tampoco se
trataba de mi padre ni del tío Domingo.
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GRACIELA.- Perdóname que te diga que
había hecho tanto por nosotros como si fuera cualquiera de
los dos.
|
INOCENCIO.- Siempre tus exageraciones.
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GRACIELA.- ¿No fue por don Germán,
cuando le nombraron ministro, por lo que te ascendieron en el
Banco?
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INOCENCIO.- Sí fue por él; pero no
creas que a mí me faltaban méritos para ello. El
quizá lo adelantó unos meses, peso si no hubiera sido
ministro, yo habría ascendido con mis propios medios.
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GRACIELA.-
¿Fue o no fue don Germán quien te
proporcionó este piso?
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INOCENCIO.- Bueno, no es un palacio que digamos.
Y claro que fue él quien me lo proporcionó,
recomendándonos a sus sobrinos, que son los dueños;
pero tampoco te imaginarás que, de no haberlo encontrado,
íbamos a estar viviendo en una chabola. Tarde o temprano
hubiéramos resuelto el problema, no te olvides que, justo en
aquellos días, el tío Domingo nos tenía
buscado un ático.
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GRACIELA.- Por don Germán te dieron la
administración del «Versalles»
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INOCENCIO.- Cuidado, no te olvides que yo
conocía de antiguo al dueño y que siempre
había estado detrás de que me la diese. No te niego
que, acaso, Germán Artuña influyó mucho. Lo
que sucede es que su intervención coincidió con el
desfalco de su antiguo administrador, y entonces más vale
llegar a tiempo que rondar un año: don Germán le
telefoneó y listos.
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GRACIELA.- Nunca nos ha faltado su coche para
llevarnos a Alicante.
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INOCENCIO.- De acuerdo; pero bien mirado,
¿qué es lo que le costaba prestárnoslo? Ya
sabes que don Germán tiene, mejor dicho tenía, cuatro
coches. Que desde esta tarde, por cierto, le sobran tres y
mañana los cuatro. Y le bastaba con dar una orden al
mecánico. Que la gasolina, dicho sea de paso, y esa era una
buena tacañería de don Germán, me la pagaba yo
de mi bolsillo, porque jamás tuvo el detalle de dejarme el
depósito lleno. Muy al contrario, apenas salíamos de
Madrid se paraba el coche en la primera estación de gasolina
y ¡hale!, venga a sobarme la cartera y a darle de beber unos
litros más, y lo mismo nos hubiese costado ir en el
rápido.
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GRACIELA.-
(Se levanta.)
¿Negarás que todos los años se acordaba de
nosotros en Navidades y nos mandaba un par de jamones, por lo
menos, unas botellas de coñac y frutas escarchadas?
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INOCENCIO.-
A ti no se te ha ocurrido darte una vuelta por la
casa de don Germán en los días de Navidad de sus
años en el poder. A mí, sí; lo he hecho muchas
veces. Y te aseguro que era un problema llegar desde el
vestíbulo a su despacho. Cestas maravillosas, cargadas de
jamones suficientes para engordar un colegio, de botellas para
emborrachar la tripulación de un transatlántico, de
frutas escarchadas para hacer las delicias de todos los conventos
de monjas de Pamplona, ocupaban los pasillos de la casa de don
Germán de derecha e izquierda... ¿Qué le
costaba quitar de aquí y de allí y mandarnos a
nosotros unos cuantos jamones; que a él, por cierto, ya
sabes que se los tenían prohibidos, y unas cuantas botellas,
que era abstemio y lo había sido siempre..., y unas frutas
escarchadas, que le daban asco, porque, en realidad, las frutas
escarchadas dan asco a casi todo el mundo, salvo a las monjas?
Fíjate, en cambio, cómo no se le ocurrió
jamás mandarme unas cajas de puros. ¿Y por
qué? Porque, eso sí, don Germán fumaba como
una chimenea, y con los regalos de Navidad llenaba su petaca seis
meses.
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GRACIELA.- Pero ¿qué
obligación tenía de ser generoso con nosotros?
¿Qué era lo que nosotros habíamos hecho por
él?
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INOCENCIO.- Alto, alto, tú me parece que
te has olvidado ya de cómo le conocí yo.
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GRACIELA.-
No me cuentes la historia una vez más.
(Se sienta de nuevo en la mecedora.)
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INOCENCIO.- Pues sí, porque eres muy
especial y quitas importancia a las cosas que las tienen... Don
Germán estaba con una avería de automóvil a
veinte kilómetros de Villacastín, se le había
roto el árbol del delco, nada más que eso, para que
te enteres, y yo, que había ido allí dando un paseo
en bicicleta, fui a avisar al mecánico del pueblo y lo traje
para que le arreglara el coche. Y gracias a eso, don Germán
llegó a tiempo a Madrid. El, que se daba mucho más
cuenta que tú de la importancia del favor que yo le hice, me
lo repitió cien veces: «Inocencio querido. Si no
hubiese sido por usted aquella tarde me quedo sin firmar la
escritura, y si no la hubiese firmado, a lo mejor el comprador se
hubiese vuelto atrás y yo no hubiese vendido la finca, y si
no vendo la finca no hubiese podido comprar las
hidroeléctricas, y si no hubiese comprado las
hidroeléctricas no me hubiesen nombrado presidente, y si no
me hubiesen nombrado presidente no hubiese sido ministro nunca. De
donde se deduce que soy ministro gracias a que usted pedaleó
como un león y me resolvió el problema». Don
Germán, esto es indudable, me protegió, nos
protegió siempre, durante toda su vida muy
simpáticamente, porque él era así, campechano,
efusivo; pero los cuarenta kilómetros en bicicleta, bajo, un
sol de justicia, esos no me los quita a mí nadie.
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GRACIELA.-
Después dicen que el ciclismo está mal
pagado.
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INOCENCIO.- De hecho, don Germán y yo no
nos debíamos nada el uno al otro.
(INOCENCIO,
que había mantenido casi todo este diálogo en pie, se
sienta junto a la mesa-camilla.)
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GRACIELA.- Don Germán era un hombre mucho
mejor de lo que tú supones. Él tenía la
elegancia de presentarse siempre ante ti como si fuera un deudor
tuyo, pero en el fondo había una enorme diferencia entre el
servicio, que le prestaste tú y el que nos prestó a
nosotros durante muchos años.
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INOCENCIO.- Porque él podía y yo
no. El andaba en la altura y yo; por los suelos. Lo cual hace
especialmente ridículo el detalle de la coronita. O sea que
hemos cometido una bobada. Y todo por tu eterna manía de
grandeza. Lo de la corona no es ciertamente el primer caso.
Aún me acuerdo de lo de los regalos de boda.
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GRACIELA.- ¿De qué me hablas?
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INOCENCIO.- Nunca te lo dije, para que veas,
pero lo adiviné en seguida. Lo que no supe al principio es
cómo te habías proporcionado las tarjetas.
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GRACIELA.- ¿Qué tarjetas?
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INOCENCIO.- Las de los embajadores de Francia,
pero pronto descubrí el truco: tú les enviabas una
tuya felicitándoles por cualquier cosa, para que picasen, y
ellos te contestaban con otra. Y esa tarjeta la pusiste en este
cenicero que te habías comprado en una platería de
Cáceres y presumiste ante todo Almendralejo de que te lo
mandaban los embajadores. Lo que he dicho: fatuidad, manía
de grandezas.
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GRACIELA.- En el supuesto de que las hubiese
tenido, quince años... de casada te aseguro que
habían servido para curármelas.
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INOCENCIO.- ¿Qué me vas a
reprochar? ¿Mi sueldo escaso? ¿El que no ascienda?
¿El que los precios de los escaparates suban mucho
más de prisa que yo en el escalafón?
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GRACIELA.- Tu espíritu es el que no
asciende ni ascenderá nunca. Siempre estás encogido,
atemorizado.
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INOCENCIO.- Al Cid Campeador me gustaría
verle teniendo que vivir con mi sueldo.
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GRACIELA.- Tú sabes bien que yo
tenía un dinero de mamá.
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INOCENCIO.- Pero ¿qué dinero crees
que te dejó tu madre? Porque es que parece que hubieras
heredado millones.
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GRACIELA.- Mamá tenía un buen
pasara.
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INOCENCIO.- Un buen pasar en el año mil
novecientos veintisiete, que no sirve hoy para pasar por
ningún sitio. Tu madre tenía, exactamente, un poquito
de papel del Estado, unas cédulas hipotecarias y otras
garambainas parecidas, con las que ahora no hay ni para el Metro. Y
tú te imaginas que ese dinero puede compensarme de un sueldo
reducido.
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GRACIELA.- Puede suplementarlo; qué no es
lo mismo.
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INOCENCIO.- Parece que no te has enterado de que
con el suplemento de tu tita, comiendo y cenando en casa todo ese
verano...
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GRACIELA.- Estaba segura de que me lo
restregarías por las narices. ¿Y Gloria?
¿Qué me cuentas de tu hermana Gloria?
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INOCENCIO.- ¡Paga!
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GRACIELA.-
Los cien duros mal contados de su orfandad.
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INOCENCIO.- Pero paga. (Baja la
voz.) Y si en mi mano estuviera, ahora mismo
saldría de aquí con viento fresco. ¡Y sigo! Con
el suplemento de los dos puentes que te hiciste en el dentista por
pura presunción, que maldito para lo que los
necesitabas...
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GRACIELA.- ¿Eres capaz de
reprochármelo?
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INOCENCIO.- Pues, sí, porque fue un gasto
suntuario. No los necesitabas para comer. ¿Me entiendes? Los
necesitabas para sonreír únicamente, y era suntuario
también por eso, porque apenas si sonríes.
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GRACIELA.- Continúa.
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INOCENCIO.- Con el suplemento de las dos butacas
de «El Barbero de Sevilla»...
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GRACIELA.-
De entresuelo.
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INOCENCIO.- Sí, pero butacas.
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GRACIELA.- Pues sí, me gusta oír
cantar. Era la primera ocasión que tenía de
oír «El Barbero de Sevilla», desde hace mucho
tiempo. ¿También me lo vas a echar en cara?
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INOCENCIO.- Lo que te reprocho es lo de las
butacas. Se hubiese oído igualen delantera de
anfiteatro.
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GRACIELA.- Te entiendo. Tú eres de los
que dicen que se oye, igual desde delantera de anfiteatro que desde
butacas; que la sidra es como el champán, y que en la cama
del tren no se duerme, y por tanto, da lo mismo ir en primera que
en segunda; que hay que pasar los veranos en un pueblo de mala
muerte porque son tranquilos y conviene descansar.
¿Qué habrá que fatigue tanto como aburrirse?
(Se sienta junto a la
mesa-camilla.)
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INOCENCIO.- Calla, Graciela, y déjame
resumirte... Esos suplementos de que te hablo han hecho polvo los
valores que te dejó tu madre, incluidas las diez acciones de
Explosivos, que tan maravillosamente iban, dicho sea de paso, con
su temperamento. Total, que, después de esos pequeños
lujos, nos hemos quedado reducidos a lo que yo gano exclusivamente.
Y en esa situación, tú, de pronto, sin encomendarte
ni a Dios ni al diablo metes mano en la cómoda, que la culpa
es mía por tenerla abierta, y, ¡hale!, una corona para
don Germán, que se ha muerto y hay que quedar bien con la
familia. Y al marido, que es el que ha de sacudirse la pasta, a
ese, ni se le consulta siquiera.
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GRACIELA.- De sobra sé que me lo hubieras
prohibido.
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INOCENCIO.- Ya lo creo. Da por seguro,
también que don Germán nunca hubiera hecho por
nosotros un sacrificio comparable al que acabamos de hacer por
él.
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GRACIELA.-
¡Qué barbaridad! Ni que nos
hubiéramos quitado el pan.
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INOCENCIO.- Nos hubieran permitido poner
cristales en la ventana de la despensa que está con cartones
como durante la guerra, ver alguna película en los cines de
estreno, para que no, me las contase Juanito, el de la Cartera de
Valores, que va con las entradas de la Dirección de
Seguridad; tomar algún taxi, que te enajenan, y arreglar el
calentador del baño, que no hay quien se meta en el agua, de
fría que está, a partir de octubre. Cualquiera de
esas cosas, o varias a la vez, hubiéramos podido hacer con
ese dinero, y nos lo hemos ido a gastar en una corona, que, a lo
mejor, resulta, para mayor inri, que es la única que le
mandan a don Germán.
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GRACIELA.- Vamos...
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INOCENCIO.- Sí, sí. Don
Germán dejó de ser ministro hace seis años, y,
por añadidura, no era difícil que volviera a serlo.
La gente sabe muy bien lo que se hace, y la casa y el propio don
Germán no eran ahora ni la cuarta parte de lo que fueron. Es
probable que nuestra corona, sea la única, porque debo
decirte que ya no se usan apenas, que sólo se las
envían a las actrices que mueren jóvenes y a los
toreros.
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GRACIELA.- ¿Y qué otra manera
más delicada existe para unirse a la pena de una familia,
cuando alguien se muere, que la de mandarle una corona?
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INOCENCIO.- Si se tiene dinero, tal vez; pero si
no se tiene, unas frases bien dichas, una visita más larga
de lo acostumbrado, unas lagrimitas a punto ahorran las coronas y
hasta el tener que echarse al coleto unos funerales a base de
Perossi. Los que andamos siempre a puñetazos con las pesetas
debemos sustituir con recursos, justamente, la falta de
recursos.
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GRACIELA.- Y en el caso de don Germán,
¿de qué manera crees tú que hubiésemos
podido sustituir la corona? Aunque ya te conozco y sé que
por ahorrar dinero y quedar bien con la gente eres capaz de
imponerme a mí cualquier sacrificio.
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INOCENCIO.- ¿A qué te
refieres?
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GRACIELA.- A mil cosas, y alguna de este estilo,
dicho sea de paso. Por cumplir con tu jefe en el Banco; me
obligaste a que amortajara a su madre, que era un montón de
huesos y se nos caía a la monja y a mí y escalofriaba
verla. «Me conviene estar a buenas con don Vicente,
Graciela.» Y para que tú estuvieses a buenas con don
Vicente, me quedé yo sin dormir dos semanas.
(INOCENCIO
se ríe.) ¿De qué te
ríes?
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INOCENCIO.- De eso..., de tu miedo.
(Reacciona.) Pues mira, estoy seguro
de que la media paga de marzo me la dieron por lo de la
mortaja.
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GRACIELA.-
(Seca.) Para ti lo de la
corona es un gasto a fondo perdido, ¿verdad? Para mí,
no. Yo me sentiré muy orgullosa de que nadie pueda llamarme
desagradecida.
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INOCENCIO.- Desagradecida, no. ¡Yo te
llamaré Paca!
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GRACIELA.-
¡Te lo prohíbo!
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INOCENCIO.- Todos los disparates que cometes
tienen un origen: que te has creído lo de
Graciela. (Se levanta y va hacia ella.)
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GRACIELA.- No te aguanto que me insultes.
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INOCENCIO.- Graciela es un nombre
aristocrático, de novelas de vizcondes, de puestas de largo,
de damas de honor. Una broma pesada que te gastaron tus padres, el
capitán de cuchara y la boticaria de Almendralejo, que
debían de, tener mucho humo en la cabeza. Y tú te has
creído que ese nombre te obliga a andar como una reina, y
para que pises en la realidad conviene que, de cuando en cuando, te
llame Paca, que es lo que eres, o sea la mujer de un empleado de la
contabilidad del Banco, con diez mil pesetas catorce veces al
año, sin puntos ni historias, con derecho a veinte
días de vacaciones en agosto, que las pasamos en Rosales,
con un traje nuevo cada tres años y un solo plato todos los
días y un solo cine cada semana, y mucho Metro y muchas
medias suelas y muchos zurcidos y mucha podre y ninguna Graciela,
solamente Paca, Paca, Paca...
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GRACIELA.- ¡Grosero! (Y hace
mutis airadamente por la derecha.)
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INOCENCIO.- Si me valiera.... (La
amenaza al aire. Se oye a GRACIELA dar un portazo. INOCENCIO, tras un segundo de duda, se
encoge de hombros y se vuelve a sus tareas. Pausa. GLORIA reaparece por la izquierda.)
¿Por qué no te duermes, de una
vez?
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GLORIA.- Con esos gritos, no es
fácil.
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INOCENCIO.- Pues a ver si me dejáis
trabajar, que buena falta me hace.
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GLORIA.- No, si ahora resultará que soy
yo quien te lo impide. Lo que es por mí, trabaja cuanto te
apetezca. (Se acerca a él.)
Pero parece mentira que seas lo atontolinado que eres.
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INOCENCIO.- ¿A qué viene esa
majadería?
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GLORIA.- ¿Es que todavía no te
enteraste de por qué le ha comprado la corona a don
Germán? ¿Ni lo sospechas?
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INOCENCIO.- No. ¿Por qué?
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GLORIA.- Entonces lo de atontolinado es poco.
¿Tú nunca has pensado que Graciela y don
Germán..., años atrás..., se entendieron?
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INOCENCIO.- ¿Qué disparate es
ese?
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GLORIA.- Una verdad como un templo. Tú
estás en la Luna. ¿Te fijaste qué cara tiene?
Si parece ella la muerta. ¿Y sabes lo que hace? Llorar,
llorar como una loca.
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INOCENCIO.- ¡Bah!, tú siempre la
has mirado con malos ojos. El que te quitase el mando al casarse
conmigo y te convirtiese en pensionista, a ti que habías
sido la dueña, te sentó como un tiro.
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GLORIA.- ¡Falso!
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INOCENCIO.- Sí, Gloria, sí. Es tan
humano que ni te lo reprocho. Te habías acostumbrado a mi
soltería y te irritaba que otra persona apareciese en mi
vida.
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GLORIA.-
Eres injusto. ¿Qué quiero yo sino tu
felicidad? Si para mí has sido más que mi hermano, mi
hijo. Graciela no fue tu primera novia, y tú sabes lo bien
que me cayeron algunas de las anteriores. Felisa, por ejemplo, que
te convenía bastante más y que anda por ahí,
hecha una señora. Si con Graciela reaccioné de
distinto modo es porque siempre se las ha dado de finústica,
y eso me cargaba mucho, porque siempre ha aparentado aires de
desterrada y parecía hacerte un favor viviendo en este piso,
como si estuviera acostumbrada a palacios y a tener duquesas por
amigas y mayordomos ingleses.
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INOCENCIO.- Bueno, bueno...
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GLORIA.- Ya sé que te has dejado influir
por ella, que cree que soy una mujer amargada por no tener un
hombre al lado. También se puede estar a gusto en la vida
sin casarse. Graciela nunca me gustó, eso es verdad, pero yo
no levanto falsos testimonios a nadie. Vosotros hace mucho que os
lleváis como el perro y el gato. Tu mujercita era conquista
fácil para quien le dijese cuatro cosas, y seguramente don
Germán se las dijo.
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INOCENCIO.- ¡Historias!
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GLORIA.-
Vaya, puesto que te empeñas en tirarme de la
lengua. ¿Por qué no le hablas de esto a Eugenia?
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INOCENCIO.-
¿A la asistenta?
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GLORIA.- Justo, a la misma... Si aprietas un
poquito, me juego lo que quieras a que te contará cosas muy
interesantes. Alguna se le escapó hoy hablando conmigo.
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INOCENCIO.- ¿Qué dices?
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GLORIA.- No me falla el sexto sentido. Yo
sé bien por dónde voy.
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INOCENCIO.-
(Intenta ir hacia la
puerta.) Hay un camino más directo:
preguntárselo a Graciela.
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GLORIA.- No, hombre, no. Ármate de
pruebas antes de nada. Y no te impacientes. Han pasado muchos
años, don Germán ya debe preocuparte poco y, al fin y
al cabo, Eugenia vendrá a las nueve a hacer la limpieza.
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(INOCENCIO y
GLORIA se miran un momento
en silencio.)
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VOZ.- ¡Sereno! ¡Al ocho!
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SERENO.- ¡Va...!
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(Baja rápidamente el TELÓN Puesto
que en modo alguno se hará entreacto, el TELÓN vuelve a
alzarse inmediatamente para el...)
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