Acto III
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Han transcurrido unos minutos. En escena están
BASTIÁN e
INOCENCIO sentados, frente
a frente, en la mesa-camilla. Hay una botella de anís con
dos vasitos. BASTIÁN termina de apurar uno
de ellos.
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BASTIÁN.- Qué, ¿no te lo
crees?
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INOCENCIO.-
Me cuesta trabajo.
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BASTIÁN.- Conste que anoche cuando me
marchaba quise entrar. Y aún miré por la ventana si
había luz. De buena gana te hubiera llamado, palabra, porque
para que le den a uno noticias de esa clase vale la pena que le
despierten, pero estaba a oscuras y preferí dejarlo para
hoy. He madrugado, Inocencio, ¿no me lo agradeces?
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INOCENCIO.- Sí, hombre, sí.
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BASTIÁN.- Primero te confesaré
desde dónde lo oí todo. Delante de tu mujer y de tu
hermana me dio rubor. Estaba en el «water»,
¿sabes?
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INOCENCIO.- Ya.
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BASTIÁN.- Y de pronto noté que,
pared por medio, cuchicheaban... Por cierto, ¡cuánta
gente se conoce en esos sitios!
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INOCENCIO.-
(Alarmado.
Equívocamente.) ¿En qué
sitios?
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BASTIÁN.- (Tras una pausa,
despejando todo posible equívoco.) ¿En
cuáles va a ser? En los duelos.
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INOCENCIO.- Discúlpame, Bastián,
pero es que hablas de una manera tan confusa...
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BASTIÁN.- Prebostes para dar y tomar,
generalotes y hasta un obispo. ¡Atención!, y como no
podía ser menos, mi jefazo. Que te aseguro que encontrarte
con tu jefe en algún sitio importante, fuera de la oficina,
te da cierta autoridad, cierto rango, «¡Qué
pérdida, eh, Sebastián!», me dijo. Y yo, con
una cara de circunstancias que partía el alma, le
contesté: «Trágico, señor director,
trágico.» Bueno, a lo que íbamos.
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INOCENCIO.-
(Irritado.) ¡Ay, divagas de una
forma...!
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BASTIÁN.- Es por detallar, por informarte
bien... (Simula el rumor de una
conversación.) Blablablablablabla... Y yo,
tan ajeno hasta que de pronto oí tu nombre. Y me puse a la
escucha. El «water» da al pasillo, y ellos hablaban en
el pasillo.
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INOCENCIO.- ¿Y estás seguro de que
eran los sobrinos de don Germán?
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BASTIÁN.- Hombre, como
comprenderás yo no tenía ni la menor idea de quienes
eran, pero ellos mismos se denunciaron en seguida. Eran, sí,
Pascual y Federico, hijos de su hermano Julián. «Es un
testamento muy extraño»... Blablablablabla... No te
imagines que, así, de pronto, resultaba fácil
entenderlos. Pero yo había abierto ya unas orejas de a
metro. Fue entonces cuando oí tu nombre. ¡Demonio!
¿Qué tiene que ver Inocencio con todo esto? Caray que
si tenías que ver... «¿Y quién es ese
Inocencio García Parga? ¿Nuestro inquilino?»
-preguntaba uno de ellos-. «Sí. Un pelmazo de a
folio.»
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INOCENCIO.-
(Irritado.)
¿Cómo un pelmazo?
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BASTIÁN.- Ya habrás observado
que, en la versión para señoras, yo omití los
detalles que podían molestarte, pero, si ahora quieres
saberlos, no te subas a la parra por palabra más o menos.
Aparte de que lo de pelmazo tampoco es muy mortificante. Es una
expresión casi amistosa.
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INOCENCIO.- ¡Sigue!
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BASTIÁN.- «Era un pelmazo al que el
tito protegía mucho.» «Conforme con lo de la
protección, pero caramba, tanto como para dejarle
medió millón de pesetas...»
(Evasivo.) De comentario que hizo el
otro sobrino... tampoco te hablé antes. Ni casi me atrevo a
hablarte ahora, salvo que tú te pongas muy pesado.
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INOCENCIO.- ¡Te lo exijo!
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BASTIÁN.- Mira qué te va a
disgustar.
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INOCENCIO.- ¡Me es lo mismo! ¡Venga!
¿Qué fue lo que dijo? ¡Palabra por palabra!
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BASTIÁN.- Bueno, allá tú.
«A lo mejor el tito tuvo que ver con su mujer.»
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INOCENCIO.-
(Le coge por la solapa.)
¿Dijo eso, seguro que dijo eso?
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BASTIÁN.- Ya sabía yo que te ibas
a disgustar.
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INOCENCIO.- ¿Y qué le
contestó?
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BASTIÁN.- No, algo muy halagador para ti:
«Creo que era una socia estupenda.»
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INOCENCIO.- Eso, según tú, debo
considerarlo como un halago.
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BASTIÁN.- Pues, caramba, a mi
entender...
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INOCENCIO.-
¿Y que más dijeron?
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BASTIÁN.- «Pero hombre, el tito con
una amante...» Como si el tito no hubiese sido capaz de eso.
Ya te contaré una cosa, por cierto sabrosísima. Y fue
lo último que les oí. Inocencio ¿tú me
permites que te dé mi opinión?
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INOCENCIO.- Este asunto es solo mío y no
consiento a nadie meter las narices en él.
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BASTIÁN.- Bueno, si te pones bestia,
entonces me callo.
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INOCENCIO.-
(Arrepentido.)
¿Qué tienes que decir?
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BASTIÁN.- A los sobrinos no hay que
hacerles caso. El testamento del tito les habrá sentado
malísimamente; porque aunque ellos heredan el resto de su
fortuna, un pellizco de medio millón siempre duele.
Entonces, tú ponte en su situación, lo natural es que
se echen a buscar las causas del regalito y que piensen lo
peor.
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INOCENCIO.- Pero tú no me conoces a
mí. Yo no quiero, ni necesito, esos cochinos cien mil
duros.
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BASTIÁN.- Hombre, que no los quieras,
conforme; que no los necesites, es distinto.
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INOCENCIO.- Entiéndeme, Bastián, y
no seas negado. ¿Cómo no los voy a necesitar?
Tú echa una miradita a la casa, y por cada mueble que no
cojee, por cada visillo que no tenga un zurcido; por cada pared sin
desconchado, te doy premio. Con cien mil duros pinto las paredes al
duco, pago un aparador como un castillo y cortinas de terciopelo
forradas de lo mismo, me compro un seiscientos al contado ¡y
me hincho de signos exteriores! Pero y mi dignidad, ¿eh?
¿Y mi dignidad?
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BASTIÁN.- ¿Qué es lo que te
propones, Inocencio?
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INOCENCIO.- Cuando vengan a anunciarme
oficialmente lo de la herencia, les contestaré que se la
guarden donde les quepa. ¿Me entiendes?
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BASTIÁN.- Inocencio, decía que
nadie me había metido a mí en este asunto, y puede
que sea nada menos que la Providencia, porque mira por dónde
voy a evitar que hagas una tontería mayúscula.
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INOCENCIO.- ¡A ver qué se te
ocurre!
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BASTIÁN.- Antes de nada. Si no anduviese
en danza tu mujer, tú no le pondrías peros al
testamento, ¿verdad?
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INOCENCIO.- Pues... no...
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BASTIÁN.- En consecuencia, lo que hay que
aclarar primero es si realmente tu mujer... tuvo una debilidad por
don Germán.
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INOCENCIO.- De eso no hay duda. Ella misma lo ha
confesado.
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BASTIÁN.- ¡Caray!
(Transición.)
¿Así, de pronto, por las buenas?
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INOCENCIO.- Sí, Sí.
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BASTIÁN.- ¿Y cuándo?
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INOCENCIO.- Poco antes de que llegases.
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BASTIÁN.- También es coincidencia.
¿Y por qué? ¿Es que la achuchaste
tú?
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INOCENCIO.- Prescindo de detalles.
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BASTIÁN.- Bien. Entonces, lo segundo que
hay que aclarar es si esa debilidad de tu mujer fue realmente
importante.
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INOCENCIO.- Lo fue.
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BASTIÁN.- ¿Qué entiendes
por importante?
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INOCENCIO.- No me obligues a precisar,
Bastián. ¡Lee esa dedicatoria! (Le
enseña la foto de don GERMÁN.)
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BASTIÁN.- Es que... hay algo que me
extraña mucho en todo esto. Se decía por ahí
que don Germán no carburaba.
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INOCENCIO.- Sería en estos últimos
años.
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BASTIÁN.- Hombre, a partir de cierta
edad, lo de la carburación deja de dar motivos para la
crítica, porque es lo natural. Lo grave es que se
decía en la época en que lo lógico era que
carburase. Y a eso mismo aludían los sobrinos.
(Repite su frase.) «Pero hombre,
el tito...» ¿Cómo iba a tener el tito una
amante?» ¿Comprendes?
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INOCENCIO.- Ya.
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BASTIÁN.- ¿En qué
época, sobre poco más o menos, sospechas tú
que...?
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INOCENCIO.- En el sesenta.
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BASTIÁN.- ¿Sabes lo que te digo?
Que puedes estar tranquilo.
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INOCENCIO.- Bastián...
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BASTIÁN.- Que sí, hombre, que
sí. Que estoy harto de oír chismorreos sobre ese
tema. Y anoche mismo, en el duelo, se habló de eso
también. Aparte del comentario de los sobrinos.
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INOCENCIO.-
¿Es posible?
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BASTIÁN.- No fue un tema de
conversación general, ya lo supondrás, pero apenas te
descuidabas un poco y te ibas por los rincones, te dabas cuenta de
que casi de lo único que se hablaba era de eso, y el duelo
aparecía dividido, pero eran más los partidarios de
la no carburación. O sea, que, si no es broma lo de que
cuando el río suena agua lleva, difícilmente ha
podido ponerte en ridículo don Germán.
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INOCENCIO.- Tú eres soltero, amiguito. Y
quizá ese detalle te impida saber que a un casado se le pone
en ridículo de mil maneras, y que mucho antes de que ocurra
la catástrofe ya has dado lugar a que te toreen los chavales
por las esquinas del barrio.
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BASTIÁN.- Tampoco hay que exagerar.
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INOCENCIO.- Y aún te diré otra
cosa. Sea lo que sea lo que haya de verdad, cuanto más se
murmura, peor. Es preferible que te la jueguen a fondo, sin que
nadie se entere, que a medias solamente, pero con publicidad.
¿Qué miras? ¿Te parezco un vanidoso?
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BASTIÁN.- No, no...
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INOCENCIO.- Don Germán es el primer
amante que entra en mi familia, desde que tengo memoria. Bueno, que
entra... que aparece. Y a mí me falta práctica en
estas situaciones, ¿comprendes?
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BASTIÁN.- Sí, Sí...
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INOCENCIO.- Porque, además, no
está escrito cómo se debe reaccionar en casos
semejantes. Nuestros padres tenían mejor estudiado esto que
nosotros.
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BASTIÁN.- (Con dignidad
seca y agresiva.) Eso, los tuyos, porque entre los
míos nunca hubo una palabra más alta que otra.
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INOCENCIO.- ¡Ojo! Ni entre los
míos, a ver si nos entendemos. Me refiero a los padres
así, en general, y aún más a los abuelos, a
nuestros antepasados, ¿te enteras?
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BASTIÁN.- Sí, Sí...
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INOCENCIO.- Había unas pistolitas que
funcionaban a maravilla. Adulterio al canto, tirito por
aquí, tirito por allá, y listo. Y si no, «los
lances de honor» en casa Juan o en el Retiro. Pero ya me
contarás cómo me bato yo con don Germán.
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BASTIÁN.- De todas maneras, esas eran
medidas para cuando, se les cogía en el lecho del dolor.
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INOCENCIO.- ¿Cómo del dolor?
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BASTIÁN.- Perdóname, hombre...,
en el conyugal.
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INOCENCIO.- Aunque no fuese en el conyugal.
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BASTIÁN.- Chico, estoy atontado, como si
no hubiese más que esos dos. Lo que quiero decir es que
tú no los has cogido en ningún lecho.
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INOCENCIO.- ¡Naturalmente que no!
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BASTIÁN.- Por tanto, ni aun en pleno
siglo diecinueve hubieran estado las cosas claras.
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INOCENCIO.- Quizá no. (No
muy convencido, deseoso de encontrar
oposición.) Lo que sí es, indudable es
que yo debo renunciar a esa manda.
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BASTIÁN.- Pues mira, yo pienso de
distinto modo. Esa manda, para mí, como para cualquier
persona decente, equivale a una indemnización. Don
Germán te había perjudicado, ¿no?
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INOCENCIO.- Salta a la vista.
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BASTIÁN.- Debió de quedarle el
remusguillo, y para quitárselo de encima, a la hora de la
formalidad, se dijo: «Puesto que el dinero no me lo voy a
llevar al otro mundo y al fin y al cabo no hay mujer ni hijos por
delante, ¿qué me cuesta tener un detalle con
Inocencio?» Y te hizo el regalito.
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INOCENCIO.- Sé congruente con tus
palabras. Nada de regalitos. Querrás decir que me
pagó los desperfectos.
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BASTIÁN.- Justo.
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INOCENCIO.- Si es que eso se puede pagar de
alguna manera.
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BASTIÁN.- (En
secreto.) A ti, no, porque eres un caballero
español. Pero sí que se puede pagar o que, al menos,
se paga. A diario se hacen compensaciones de esas. Y más
baratas.
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INOCENCIO.- Si don Germán me hubiese dado
los cien mil duros por pura amistad, seria un gran señor; si
me los ha dado por acostarse con mi señora, es un
tacaño.
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BASTIÁN.- Hombre... Claro que la vida ha
subido muchísimo y a estas cosas es difícil ponerles
precio; pero, bien mirado, no está mal la cifra.
(INOCENCIO
va a replicarle.) Sí, sí... Hay que
pisar en la realidad. Quinientas mil pesetas son un piquito muy
goloso, no te las gastes en arreglar la casa. Monta un negocio. Una
heladería, por ejemplo.
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INOCENCIO.- ¿Y por qué una
heladería?
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(GLORIA entra por
la izquierda.)
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BASTIÁN.- No sé... Como hace tanto
calor, se me ocurre que debe ser un buen asunto. Además, la
materia prima es el agua. Así que...
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INOCENCIO.- ¡No! ¡No las acepto!
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BASTIÁN.- Porque estás loco.
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GLORIA.- Tu amigo tiene razón.
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INOCENCIO.- ¿También
tú?
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GLORIA.-
Naturalmente que sí. ¿Es que vas a
remediar lo que pasó? Entonces déjate de quijotismos
y saca el fruto que puedas de las porquerías de
Graciela.
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INOCENCIO.-
(Sin demasiada
resolución.) No.
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GLORIA.-
Pues conviértete en el hazmerreír de
tus amigos y échate aún más lodo encima.
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INOCENCIO.- Y eso, ¿por qué?
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GLORIA.- Porque si aceptas el dinero sin meterte
en historias nadie se sorprenderá ni hará
comentarios, salvo de tu buena suerte. Pero si renuncias, todos se
preguntarán el motivo. Y va a haber explicaciones muy
graciosas.
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INOCENCIO.- ¿Quién ha de
enterarse?
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GLORIA.- Justamente los que más te
desagraden, como pasa siempre.
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INOCENCIO.- ¿Qué pretendes que
haga, Gloria?
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GLORIA.- Encogerte de hombros y guardarte la
manda, que te vendrá como anillo al dedo.
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BASTIÁN.- Fíjate que no soy yo el
único que te lo aconseja. Aparte de que...
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INOCENCIO.- Sigue.
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BASTIÁN.- Yo no le quito la gravedad a
lo de tu mujer, porque está claro que se portó mal;
pero, qué demonio, si fue con uno solamente...
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INOCENCIO.-
¡Bastián!
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BASTIÁN.- Sin sulfurarte, que así
no conseguirás nada. Repito que, si fue con uno solamente,
tampoco sería un disparate que la perdonaras.
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INOCENCIO.-
(A SEBASTIÁN.)
¿Tú qué harías en mi caso?
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BASTIÁN.- Lo mismo que te aconsejo. Yo no
tengo dos medidas, una para mí, otra para los demás.
Yo la interrogaría a fondo, eso lo primero. Y si el
resultado era satisfactorio... (Mirada
encrespadísima de INOCENCIO.) Bueno,
dentro de lo que cabe, la absolvería... y santas pascuas.
(INOCENCIO
vacila de manera visible.) ¡Hay que ser
magnánimo, Inocencio! ¡Perdonar!
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INOCENCIO.- ¿A quien me ha
engañado miserablemente?
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BASTIÁN.- Bueno, pero con uno... Oye, y
de categoría, que también eso cuenta, porque no es lo
mismo una figura nacional que un pelanas, y que, además, te
ha engañado muy poco, si nuestros informes son ciertos.
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INOCENCIO.- ¡No!
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BASTIÁN.- ¡Mira que vas a
arrepentirte!
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GLORIA.- Haz caso Bastián. Habla a
Graciela.
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INOCENCIO.- ¿Por qué?
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GLORIA.-
Tal vez lo de don Germán fue una
ofuscación, una alucinación... Quizá sea
excesivo reaccionar así. Ya ves que no soy sospechosa,
pero...
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BASTIÁN.- Piensa, además, que
precisamente con la manda por medio, esta no es la ocasión
de tarifar con tu costilla.
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INOCENCIO.- ¿Y por qué no?
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BASTIÁN.- Porque se te llevaría la
mitad, ¿no comprendes, so lilí?, y entre eso y lo que
te rascase la Hacienda, habrías hecho un negocio de risa.
(Ante un gesto de sorpresa de INOCENCIO.)
¿Qué? ¿Lo dudas?
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INOCENCIO.- Pues, sí. Voy a consultarle a
don Fernandito.
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BASTIÁN.- ¿Quién es don
Fernandito?
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INOCENCIO.- Hernández Juan.
(Marca un número en el teléfono.)
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BASTIÁN.- ¿Y por qué le
llamas don Fernandito? ¿Eres tan amigo suyo?
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INOCENCIO.- No le gusta que le llamen don
Fernando, dice que es gerundio. Óigame: ¿es la casa
del señor Hernández Juan? ¿Podría
hablarle? Dígale que es de su compañero de oficina,
Inocencio García Parga.
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BASTIÁN.- Tú fíjate que no
estáis separados, que por tanto...
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INOCENCIO.- ¿Don Fernandito?
Perdóneme que le moleste... Pero es que nos hemos reunido
aquí unos amigos y hemos empezado a discutir, y yo he dicho
que de esto quien sabe más en España es don
Fernandito, y le llamamos para que nos aclare. Vamos a ver... Dos
personas están casadas y, de pronto, un tío les deja
un dinero. No un tío precisamente. Otra persona...
¿Qué pasa con ese dinero? Ya sé que se lo
gastan tan ricamente, pero lo que yo le pregunto es esto:
¿En qué proporción lo heredan? Claro... son
gananciales... Ahora: imagínese que la pareja no se lleva
muy allá, que están separados...
¿judicialmente? No, no..., así, por las buenas...
Hombre, por las buenas en lo que cabe... ¿Qué pasa
entonces? ¿A partes iguales también? ¿Mitad
para el marido... y mitad para la prójima? ¿Aunque a
quien le haya tocado el regalito haya sido a uno? Vaya, al marido,
por ejemplo. Ya, ya.
(Transición.) Don Fernandito,
usted es un pozo de ciencia. Dispénseme la lata y gracias
por todo. Y hasta mañana, don Fernandito, hasta
mañana. (Cuelga.) Tenías
razón. Hay que hocicar. (Se queda un tanto
parado, se asoma al lateral.) ¡Graciela!
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GRACIELA.-
(Responde tras una pequeña
pausa.) ¿Qué me quieres?
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(BASTIÁN y
GLORIA hacen ademán
de iniciar el mutis. BASTIÁN por la puerta del foro.
GLORIA por la de la
derecha.)
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INOCENCIO.- ¡Nadie se mueva!
(Los dos obedecen.) Graciela: lo que
has hecho... iba a decir que no tiene nombre, pero desgraciadamente
sí lo tiene. Por razones de buen gusto lo omito.
(Pausa.) Yo podría tomar
medidas graves: ya la de darte una paliza que te hiciese terminar
en la Casa de Socorro, ya la de ponerte de patitas en la calle;
pero en atención a muchas cosas, estudiaría la manera
de perdonarte, siempre y cuando me convencieses de que lo de don
Germán había sido en tu vida un episodio nada
más. Esto es, si llegase a la conclusión de que no
habían existido, ni predecesores ni continuadores.
¿De acuerdo? Así que contéstame: don
Germán ¿fue el único?
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GRACIELA.-
(Tras una breve pausa. Serenamente. Sin
jactancia, pero sin sonrojo.) No.
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INOCENCIO.-
Graciela: te suplico que midas bien tus palabras. Lo
que te pregunto es si tú me has engañado con otras
personas, además de don Germán. Está clara mi
pregunta, ¿no?
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GRACIELA.-
¿Es que no lo está mi
contestación?
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INOCENCIO.- ¿Ha habido, entonces,
más hombres en tu vida?
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GRACIELA.- Sí.
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INOCENCIO.- Gloria, Bastián, ¿la
oís?
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BASTIÁN.-
(Recriminatoriamente, a media voz.)
¡Graciela!
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GLORIA.-
(Mientras se muerde los
labios.) ¡Vaya!
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INOCENCIO.- Creo que empezaréis a
comprender la clase de pécora con que me he casado.
(Imponiéndose a sí mismo, y no sin
dificultad, cierta moderación.) Resulta,
pues, que, don Germán no ha sido su única aventura.
(Llevado por la cólera va a
agredirla.) ¡Maldita sea mi estampa!
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(BASTIÁN y
GLORIA le
contienen.)
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BASTIÁN.- ¡Modérate,
Inocencio! (GRACIELA vuelve a hacer mutis por la
derecha.)
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INOCENCIO.- ¿Qué os dije? Y ahora,
¿seguís pensando que debo jugar al marido
perdonador?
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BASTIÁN.- (Con una
energía insospechada.) ¡Pues,
sí!
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INOCENCIO.- ¿Yo? ¿Con una mujer
que confiesa que ha tenido varios amantes y se queda tan
tranquila?
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GLORIA.- ¿Varios amantes...?
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INOCENCIO.- Ya la oísteis.
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GLORIA.-
(Con cierta gravedad sentenciadora. En
realidad, nunca se tiene más que uno... Ante las miradas de
su hermano.) Vaya, por lo que yo he
leído.
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INOCENCIO.- ¿Qué tontería
es esa?
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GLORIA.- Sí, uno, al que de verdad se
quiere y por el que se hacen mil locuras. Los otros, o sirven para
preparar esa pasión que al fin llega... o para consuelo de
haberla perdido. (Se reafirma.)
¡Lo he leído, repito que lo leí!
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BASTIÁN.- Tu hermana habla como el
Evangelio. Pero no sólo por eso debes perdonar, sino por
otras razones. La primera es la de que... ¿Tú no
oíste nunca eso de que muerto, por mil, muerto por mil
quinientos? Graciela dio un paso, el decisivo, el que cuenta. Los
otros son accesorios. Y, además, tú, Inocencio, has
sido toda tu vida un buen pirandón, no lo niegues. Tú
has andado mucho de picos pardos... (Ve a
GLORIA. Se
contiene.) Bueno, dispénseme.
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GLORIA.-
No, por mí, hable, hable...
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INOCENCIO.-
(Sin atreverse a confesar la
satisfacción que le produce recordar sus
éxitos.) ¿A qué te
refieres?
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BASTIÁN.- ¡Cómo te gusta que
te recreen el oído!
(Complaciéndole.)
¿Qué pasó con la secretaria de la sucursal de
Atocha? ¿Y con la taquillera del Triana? ¿Y Con
Adelita, la del estanco?
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INOCENCIO.- ¡Qué memoria,
Bastián!
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BASTIÁN.- Llevamos muchos años
juntos y me conozco tu historial al dedillo. Somos
correligionarios, Inocencio; a los dos nos gustan las mujeres. Si
Graciela se enterase de tus aventuras... Asía pues, olvida
lo pasado y déjate de tonterías.
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INOCENCIO.-
(Le mira a los ojos.)
Tú, estate tranquilo; te pagaré los trescientos
duros.
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BASTIÁN.- ¿A qué viene esa
salida de pie de banco?
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INOCENCIO.- ¡Yo me entiendo!
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BASTIÁN.- También yo a ti.
Tú supones que si, yo te empujo a que aceptes medio
millón es porque así me cobro lo que te
presté. ¿Por quien me tomas?
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INOCENCIO.-
Por nadie. Pero para que me aconsejes con más
desinterés todavía, té diré que la
mitad de lo que me diste lo guardaba ahí para
devolvértelo, y la otra mitad pensaba sacármelo de la
paga de junio.
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BASTIÁN.- Que no, Inocencio, que es el
amigo el que te habla y no el prestamista.
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GLORIA.- Le ofendes, Inocencio. Y no lo
merece.
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BASTIÁN.- Es tu bien el que busco, no el
mío.
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INOCENCIO.- Perfectamente. Me doy por
enterado.
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(Por el foro entra la señora IGNACIA. Es la mujer del portero, una
mujer de unos sesenta años, honrada siempre y aún
bravía.)
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IGNACIA.- Don Inocencio, no hay derecho.
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INOCENCIO.-
¿A qué no hay derecho, señora
Ignacia?
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IGNACIA.- A lo que me ha dicho la Eugenia.
Doña Graciela es una señora de pies a cabeza y don
Germán fue toda su vida un santo varón, y es un
crimen el que usted sospeche de ellos.
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INOCENCIO.- ¿Quién la mete a
redentora de causas perdidas? ¿A qué conduce el que
niegue lo que ha confesado mi mujer?
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IGNACIA.- ¿Que doña Graciela ha
confesado...?
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INOCENCIO.- ¡Sí!
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IGNACIA.- Mire, don Inocencio, yo pondría
las dos manos en el fuego...
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INOCENCIO.- ¡Póngalas!
¡Así no podrá pasarme los recibos!
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IGNACIA.- Algunas veces sí, cuando
visitaba a Andrés Yuste, que vivía en el tercero, me
preguntaba al bajar: «Señora Ignacia,
¿cómo van mis amigos del bajo?», y entraba a
verlos... De puro sencillo que era... Para que usted se entere; don
Inocencio, ¿sabe lo que me dijo un día? «Me
preocupa que mis sobrinos, cuando yo falte, vendan estos pisos y
creen un conflicto a esta pareja que anda siempre con el agua al
cuello.» Así lo dijo, delante de mi marido y de
mí.
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INOCENCIO.-
¿Dijo eso? (En voz
baja.) Entonces, Bastián, lo que se
había propuesto..., con.... lo que tú sabes...,
sería evitarnos...
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BASTIÁN.- Seguro.
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IGNACIA.- Para que usted se eche a pensar que si
tal o que si cual.
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INOCENCIO.- Conforme, Ignacia. Ahora,
váyase.
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IGNACIA.- Me iré, pero le repito que su
señora es una santa.
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INOCENCIO.- De acuerdo, una santa; pero usted
váyase al demonio.
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(IGNACIA se ha
ido, en efecto, y se la oye cerrar la puerta.)
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BASTIÁN.- (Tras una
pausa.) Inocencio... ¿Tú estás
muy seguro de que Graciela te...? (Levísima y
vergonzante alusión a su engaño como marido.)
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INOCENCIO.-
¡Bastián!
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BASTIÁN.- ¡Estoy hablando a tu
favor!
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INOCENCIO.- ¿Por qué te
empeñas en rebuscar en los bajos fondos?
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BASTIÁN.- Es que a mí..., la idea
de Graciela hecha una vampiresa y viviendo su vida, no me va, te
soy sincero.
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INOCENCIO.- ¡No intentarás ser
más papista que el Papa!
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BASTIÁN.- No, eso no. Pero, por de
pronto, la fotografía de don Germán no tiene para
mí, como prueba, ningún valor.
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INOCENCIO.- ¡Ah! ¿no?
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BASTIÁN.- «A mi amada de mi
alma...» Si al menos dijera: «A mi Graciela de mi
alma...» ¿Quién sabe cuál fue la amada
de su alma?
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INOCENCIO.-
Me parece, Bastián... que te pasas de
listo.
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BASTIÁN.- Huy, huy, huy..., ¿No
podía suceder que nada dé lo que dijese fuese cierto?
¿Que creyese que había pasado lo que ella
desearía realmente que hubiese pasado? ¿No te suena
todo un poco como si lo hubiese soñado y no vivido?
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INOCENCIO.-
(A GLORIA.)
¿Dónde encontraste los recortes de periódicos
y la fotografía de don Germán?
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GLORIA.- En su cómoda...
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(INOCENCIO hace
mutis rápidamente por la derecha. Se oye el ruido de unos
cajones que se abren y se cierran violentamente.)
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BASTIÁN.- ¿No cree usted?
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GLORIA.- Puede que tenga razón.
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GRACIELA.-
(Desde dentro.)
¡No toques eso, no toques eso! (Se oye un
portazo.)
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INOCENCIO.-
(Trae un mazo de papeles y de
fotografías que echa sobre la mesa. Atónito, como si
de pronto entreviese, que BASTIÁN tenía
razón y no pudiera darle crédito.)
¿Será posible...? Dime,
Bastián..., ¿ese no es el que hizo la película
aquella de...?
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BASTIÁN.- Claro, el mismo.
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INOCENCIO.- ¿Y este no es el
príncipe que sale siempre en «Hola»?
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BASTIÁN.- Naturalmente...
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GRACIELA.-
(Por la derecha.)
¡Dame esos retratos!
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INOCENCIO.-
Ahí los tienes. (Los arroja
despreciativamente al suelo. Caen delante de la mesa-camilla.
GRACIELA, con humildad,
con ternura, los recoge y trata de
ordenarlos.) ¡Miradla bien! La mujer fatal, la
Bella Otero de nuestros días... Cada amante, un genio...
Estrellas de Hollywood, príncipes del Gotha..., todos
prendidos en los encantos de la reina de Almendralejo.
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GRACIELA.- ¡Cállate!
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INOCENCIO.-
(Patéticamente.)
Pobre ilusa... Siempre con tu cabeza llena de novelerías, de
deseos imposibles, de disparates. Siempre yendo de un lado a otro,
sin timón, guiada no sé bien por qué, por un
rayo de luna, por una voz que tú sola oyes, por un
perfume... Siempre lejos de la realidad, de la verdad, de la
vida...
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GRACIELA.- No me compadezcas. Compadécete
tú, el hombre más engañado de la tierra.
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(Mutis de GRACIELA
por la derecha.)
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INOCENCIO.-
(Le grita desde la
puerta.) Si fue de ese modo... ¡Ahí me
las den todas! ¡Bah! (Transición.)
Creo de verdad que no ha sido la amante de nadie,
sino tan sólo la aburrida señora de García
Parga... Mi mujer.
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BASTIÁN.- Ni lo dudes... Y la manda de
don Germán, pues, ya la tienes explicada... Su deseo de
echaros una mano para que no tuvieses líos con el piso
cuando él muriese. Era un buen hombre...
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INOCENCIO.- ¿Quién lo ha puesto en
duda?
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BASTIÁN.- (Larga
pausa.) Mejor así, ¿no?
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INOCENCIO.- Sí, mejor.
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BASTIÁN.- ¿No lo cree usted
también?
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GLORIA.-
(Ambiguamente.)
Sí, sí...
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BASTIÁN.- Pues lo celebro, Inocencio.
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INOCENCIO.- Gracias, Bastián...
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BASTIÁN.- ¿Irás por el
café a la noche?
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INOCENCIO.- Tal vez.
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BASTIÁN.- Entonces, hasta pronto.
Adiós, señora.
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GLORIA.- Adiós.
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BASTIÁN.- Y al cementerio. ¿No
irás al cementerio?
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INOCENCIO.- Sí, claro, pero hay tiempo.
Aún queda el funeral en la Parroquia.
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BASTIÁN.- Oye, lo de la heladería,
si es que tienes en el aire lo del piso, yo lo dejaría para
otra ocasión.
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(Inicia el mutis acompañado de INOCENCIO.)
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INOCENCIO.- Claro que sí. Ahora, de todas
maneras, esto (Toca la pared.) no hay
más remedio que pintarlo.
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(Mutis los dos por el foro. GLORIA se asoma a la ventana que
está completamente abierta. Por la derecha entra
GRACIELA con una maleta de
fibra que deposita en el suelo, y se dispone a marcharse de nuevo
por la derecha.)
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GLORIA.- ¿Te vas de viaje?
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GRACIELA.- Me voy, sencillamente.
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(Mutis por la derecha, de donde regresa con un
montón de libros en una redecilla y un abrigo de entretiempo
al brazo.)
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INOCENCIO.-
(Vuelve.) Y eso, ¿qué significa?
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GRACIELA.- Que me marcho de esta casa.
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(Mutis de GLORIA
por la derecha.)
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INOCENCIO.- ¿Qué tontería
es esa? ¿Quién te ha dicho que te vayas?
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GRACIELA.- Nadie. Lo he decidido yo.
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INOCENCIO.- Por mí puedes quedarte hasta
que te mueras.
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GRACIELA.- Por mí, no.
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INOCENCIO.- El exceso de fantasía es una
bobada, pero no un delito, así que deshaz la maleta y haz el
almuerzo, que es lo tuyo.
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GRACIELA.-
No le quites valor a eso que llamas mi
fantasía. Tú, tan vanidoso, tan pagado de ti, no
debes menospreciarla. Si supieses a cuántos hombres he
deseado, de cuántos he querido ser, a cuántos he
amado yendo junto a ti, te sentirías en ridículo ante
ti mismo.
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INOCENCIO.- ¡Bah!... Amantes en
sueños...
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GRACIELA.- Ocho horas, todas las noches,
mientras tú dormías a mi lado oliendo todavía
a tu golfa de turno, esa que arrinconabas cuando salías de
la oficina o cuando volvías de jugar al dominó con
los amigos, yo he sido la amante de otros hombres. No es
pequeña mi infidelidad, Inocencio. Sobre todo pensando que
mis amantes han sido los seres más inteligentes, los
más poderosos, los más bellos de la tierra.
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INOCENCIO.- Te felicito.
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GRACIELA.-
Hace mucho que no vivo en esta jaula, cercada por tus
pequeñeces, por tus miserias, espiada por el odio de Gloria
sino fuera de ella. Y si todavía no he muerto de asfixia es
porque la abro cuando quiero y huyo. Con la imaginación yo
me he dado a triunfadores, a héroes, a genios que ni
sabían que existiese... Pero también a quienes me
perseguían cuando era joven... y hasta a los que me
decían una brutalidad por la calle. Me faltaba coraje o me
sobraba limpieza, no lo sé, para entregarme a ellos de
verdad. Me siento a gustó conmigo misma por no haberlo
hecho, por no haberme envilecido. Pero yo no sospechaba que, sin
más que la imaginación, fuese posible vengarse tan a
fondo de nadie. Ahora ya lo sabes todo.
(La Banda Militar interpreta una marcha fúnebre
cualquiera. La de Chopin -atención en versión de
banda- sería la más adecuada. GRACIELA se acerca a la
ventana.)
Don Germán era un
semidiós para mí, y de ese semidiós fue de
quien la vida me puso más cerca, pero él no se
enteró de que yo le adoraba o, por lo menos, hizo como si no
se enterase. Aquí estuvo, sí, algunas veces, cuando
su administrador enfermó y él venía a
visitarle. Entonces yo le esperaba horas enteras al pie de la
ventana y abría la puerta como por casualidad. «Don
Germán, ¿no quiere usted nada con los buenos amigos?
Pase un momento.» Cuatro tardes hablamos aquí
largamente. Mejor dicho, le oí hablar. Es verdad, sí,
que le he recibido en esta habitación, pero solo en esta. De
él, al que quise con toda mi alma, soy una amante
frustrada.
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INOCENCIO.- ¿Y la fotografía?
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GRACIELA.- Estaba dedicada a su mujer. Ayer, por
la tarde, la robé de su casa.
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INOCENCIO.-
(Violento.)
¡Borrón y cuenta nueva!
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GRACIELA.- Tarde ya.
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INOCENCIO.- Te he dicho que te he perdonado.
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GRACIELA.- Sí, pero no por amor; ni
siquiera por bondad, sino por codicia, porque anda en juego la
manda de don Germán y no es cosa de malbaratarla. A ese
precio transigías con todo. Ese perdón, en lugar de
acercarte a mí; te empequeñece más
todavía. Es más que nada por ese perdón por lo
que me voy.
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INOCENCIO.- ¡Desdichada! ¿Y
adónde? ¿Crees que es lo mismo andar por las noches
sobre las nubes, que por el día, pisando el duro suelo, las
piedras y los charcos? Lo probable es que vuelvas pronto, con los
pies deshechos y llenos de rasguños.
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GRACIELA.- ¿Y para qué he
dé volver? ¿Qué me espera aquí?
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INOCENCIO.-
Por lo menos, la comidita caliente.
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GRACIELA.- Prefiero el hambre.
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INOCENCIO.-
(Amenazadoramente.)
¡Graciela!
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GRACIELA.- (Desafiadora.)
¿Qué?
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INOCENCIO.- Te prohíbo que te vayas.
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GRACIELA.- ¿Con qué derecho?
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INOCENCIO.- Soy tu marido.
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GRACIELA.- ¿Y para qué he de
quedarme? ¿Para ser como una sombra en esta casa,
moviéndome entre sombras, sin hablarlas y sin mirarlas?
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INOCENCIO.- ¡Tú te quedas!
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GRACIELA.- ¿No comprendes que aunque cien
veces naciese no podría quererte, que todos los hombres de
la Tierra están más cerca de mi amor que
tú?
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INOCENCIO.- Pues a pesar de eso, no te vas.
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GRACIELA.-
Te he dicho que sí.
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INOCENCIO.- Te he dicho que no.
(La abofetea.)
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GRACIELA.-
(Sordamente.) Era lo
único que te faltaba. (Y hace mutis,
resueltamente, por el foro.)
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INOCENCIO.-
(Desde el umbral.)
¡Graciela!
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GLORIA.-
Déjala que se marche. (Se oye un
portazo. INOCENCIO va a la
ventana como para llamarla. GLORIA le retira.) No
seas niño...
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INOCENCIO.- (Para sí, como
si tuviese la conciencia de que ha perdido algo invaluable.
Sordamente.) Graciela...
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GLORIA.- Mañana te encontrarás en
el mejor de los mundos. Niño, que eres un niño...
Nadie que te exija que te afeites, ni que te llenes de colonia...
¡Uf!... Menudo incordio te has quitado de encima...
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INOCENCIO.-
(Entre soñador y
desamparado.) Graciela...
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GLORIA.- ¿Qué quieres que te
traiga para el almuerzo? ¿Te hago arroz blanco? ¡Eh,
reacciona, hombre! O croquetas. ¿Prefieres croquetas?
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INOCENCIO.- No quiero nada. ¡¡No
quiero verte!!
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GLORIA.-
Bueno, hermano, bueno. ¿También contra
mí?
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INOCENCIO.- He estado ciego. He sido un monstruo
de violencia, de grosería, de egoísmo... y he perdido
a Graciela.
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GLORIA.- (Se
ríe.) ¡Huy...! En cuanto a eso, estate
tranquilo. No pasarán muchas horas sin que vuelva a entrar
por esa puerta.
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INOCENCIO.- ¿Tú crees?
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GLORIA.- Claro, hombre, claro. Ahora
resultará que te has enamorado de ella como un estudiante.
Pues naturalmente que volverá. ¿Dónde va a ir
que más valga?
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INOCENCIO.-
(Con pesadumbre.) No. No
vuelve Graciela. Sería un milagro si volviese. .Esto se ha
muerto para siempre.
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(GLORIA recoge la
funda de papel rosa y la tira por la ventana; baja la persiana, con
lo cual deja la habitación en penumbra. Toma del suelo la
cinta que adornaba la maceta y, después de habérsela
enrollado en la palma de la mano, la guarda en el bolsillo de la
bata y hace mutis por la izquierda. INOCENCIO inicia el mutis por la
derecha, pero en ese instante suena el timbre de la puerta.
INOCENCIO se detiene, y de
espaldas al espectador espera, visiblemente persuadido de que
GRACIELA vuelve al hogar
que ha abandonado. Con distinto estado de ánimo, pero en
actitud de parecida expectación, GLORIA reaparece por la izquierda.
EUGENIA, que abre la
puerta, surge inmediatamente detrás de MANOLO. MANOLO, sin palabras, mira con aire
retador a INOCENCIO y
lanza sobre el centro de la escena una corona, cuya
descripción se ajusta a la que hizo en su escena anterior y
sobre la que flotan las cintas negras con la dedicatoria en
purpurina. Todo es tan rápido que no ha lugar a pronunciar
palabra alguna. En silencio, pues, cae definitivamente
el...)
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