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La azucena milagrosa

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas



Dedicado a don José Zorrilla.




ArribaAbajoIntroducción



   Si envolviste mi nombre en el perfume
de tu «silvestre», mágica «azucena»,
en donde se compendia y se resume
toda la gala de tu rica vena,
de agradecida mi amistad presume,
y mi voz, aunque ya cascada suena,
el don te ofrece de sabroso cuento,
a quien da otra azucena el argumento.

   No es contender ni competir contigo,
en quien de Calderón arde la llama;
que solamente admiración abrigo
por tu renombre y brilladora fama,
pues raros hay que desde tiempo antiguo
merezcan como tú la verde rama,
que corona tu sien, claro Zorrilla,
lumbrera del Parnaso de Castilla.

   ¿Ni cómo competir numen helado,
que al Occidente rápido declina,
con el que joven en cenit sentado,
bebe del sol la inspiración divina?...
Oiga tu acento el orbe entusiasmado
las nubes cruza, entre los astros trina;
mientras tocando el fin de mi viaje,
doy tibia luz a un pálido celaje.

   Fe santa y verdadero patriotismo
dieron voz a los bélicos clarines,
despertando el valor y el heroísmo
de los nobles hispanos paladines,
para lanzar el torpe mahometismo,
que aún del reino asombraba los confines,
y plantar de Granada en el turbante
la bandera del Gólgota triunfante.

   Resonó por los ámbitos de España,
que el mar circunda y el Pirene cierra,
conmoviendo hasta la última cabaña,
el santo grito de tan justa guerra.
Y llegó pronto a una feraz campaña,
que en torno abriga de León la sierra,
de Nuño Garcerán antiguo estado,
por sus mayores con valor fundado.

   Sobre gigante loma que domina
oscuro el bosque, fértil la llanura,
y un hondo y ancho valle, en que camina
torrente fugitivo de la altura,
el almenaje carcomido empina,
y timbres y follajes de escultura,
como solo señor de aquel espacio,
presumiendo de alcázar, un palacio.

   Toscos los muros son, pero en su seno
ofrecen comodísima vivienda,
con jardín a su espalda tan ameno,
como huerto de mágica leyenda.
Pues de arbustos y varias flores lleno,
y cortado por una y otra senda,
ostentaba a la vista y al olfato
brillantes tintas y perfume grato.

   Y el sabroso rumor de la sonrisa
de una fuente de mármol que chispea,
y el murmullo apacible de la brisa,
y el de las verdes ramas que menea;
y eco, que los repite en voz sumisa,
y el ave que los álamos gorjea,
formaban deliciosa consonancia
con selvas y torrentes a distancia.

   Larga cadena de empinados riscos,
o más cerca o más lejos del palacio,
coronados de encinas y lentiscos,
circundan de su término el espacio.
Y desnudas de chozas y de apriscos,
mas no de nieves del invierno reacio,
cierran en derredor los horizontes
rudas cervices de gigantes montes,

   ofrecen en sus quiebras y recuestos
ejercicio a los perros y neblíes;
garzas y aves diversas para aquéstos,
para aquéllos cerdosos jabalíes.
Y para el cazador ocultos puestos
do a palomas selváticas turquíes,
y a tórtolas, amor de las florestas,
redes tender, o disparar ballestas.

   La llana y ancha vega parecía
en marzo campo inmenso de esmeraldas,
y cuando abril en ella sonreía,
alfombra de amapolas y de gualdas,
que el rojo sol de julio convertía,
inundándolo todo hasta las faldas
de los montes, en mar de espigas de oro,
cual no lo ven ni el Sículo ni el Moro.

   Del otoño feraz frutos opimos
ostentaban los huertos y cañadas,
almíbares brotando los racimos
entre pámpanos y hojas coloradas,
no inferiores en pompa a los que oímos
que hallaron en las tierras fortunadas
de promisión las tribus israelitas,
por la alta diestra de Jehová benditas.

   Robustas vacas y lozanos chotos,
blando trébol y pálida retama
despuntan libres en los frescos sotos,
que no agosta jamás del sol la llama.
Y allá por los ribazos más remotos,
entre peñas buscando verde grama
de ovejas un sinnúmero se mueve,
sin lo que fueran reputadas nieve.

   Dos o tres mil vasallos, que anhelosos
a su señor y amparo bendecían,
ricos, felices, prósperos, dichosos,
en tan fecundo suelo enriquecían.
Sin que entre ellos hidalgos de pomposos
timbres faltaran, que guardar sabían
la comarca de injustas agresiones,
armas vestir y domeñar bridones.

   Pero de aquella tierra venturosa
era el mayor encanto y maravilla
una imagen antigua y milagrosa
de la madre del Verbo sin mancilla,
que con ardiente celo y fe piadosa,
del excelso palacio en la capilla,
veneraban aquellos naturales,
implorando las gracias celestiales.

   Tal era el pingüe y decoroso estado
de Nuño Garcerán. En él moraba
del mundo y de la corte retirado,
y una dicha sin límites gozaba.
Cinco lustros su edad era, y casado
con Blanca de Agramunt feliz estaba,
amándola con vida y alma toda,
aún muy reciente su anhelada boda.

   De don Fortún, señor de Berindano,
ricohome de Navarra esclarecido,
por los reveses del Destino insano
a desdichada suerte reducido,
y por civil discordia en el cercano
reino francés oculto y retraído,
era hija Blanca, y su consuelo todo
tenerla establecida de tal modo.

   Pues ella y un mancebo de edad tierna,
que la sigue, consuela y acompaña
en peregrinación, que juzga eterna,
seguridad buscando en tierra extraña
(tal del astro indignado que gobierna
sus contrarias fortunas es la saña),
eran las solas prendas, que tenía
de unión dichosa cuando Dios quería.

   Blanca, mujer de Nuño, era un portento
de gracia, de beldad y gentileza,
de candor, de virtud y de talento,
sin lo que vale poco la belleza.
Y en tierna edad, sin otro pensamiento
que amar y ser amada con terneza
por su esposo feliz, le procuraba
dichas que el mismo Cielo le envidiaba.

   ¡Cuántas veces vagando entre las flores
del ameno jardín la siesta ardiente,
de sus amantes labios los amores
dieron regalo al sosegado ambiente;
y de la hermosa Blanca los colores,
y el fuego de los ojos refulgente
de Nuño deslumbraban los encantos
de rosas, azucenas y amarantos!

   Cuando al primer albor de la mañana
al esmaltar el llano y la floresta
los reverberos de carmín y grana
de nube junto al sol que nace puesta,
si ella con un azor iba lozana,
y él armando gallardo la ballesta
al recorrer el soto, por deidades
los tuviera el error de otras edades.

   Ya los tibios y pálidos reflejos
de la luna en las noches del astío,
quienes a ambos esposos a lo lejos
vieran vagando por el bosque umbrío,
y oyeran de su hablar los suaves dejos
atravesar las alas del rocío,
por almas venturosas los tendrían,
que el suelo aquél a bendecir venían.

   En un mundo de amor dichoso y tierno,
amor que concertaron las estrellas,
y que se juzga durador, eterno,
tan durador y eterno como ellas,
de los que sólo un monstruo del infierno
puede intentar romper, ya las centellas
de los celos lanzándole, o la nieve
de infames dudas esparciendo aleve.

   Blanca y Nuño gozaban dulces días,
teniendo de sus dichas por testigo,
que a solas no hay completas alegrías,
discreto confidente y franco amigo.
De un labrador de aquellas alquerías,
cuando Nuño nació, nació Rodrigo,
sin separarse de él desde la cuna,
asegurando así mejor fortuna.

   Pues desde el primer paso de la infancia,
de su señor asiduo compañero,
entre los dos borrando la distancia
el poder de un cariño verdadero,
a conseguir llegó tal importancia,
que era administrador y consejero
y confidente y necesario amigo
de Nuño Garcerán el tal Rodrigo.

   ¡Dichoso aquel que encuentra de la vida,
en la difícil y áspera carrera,
una existencia con la suya unida
por firmes lazos de amistad sincera;
de amistad perdurable, no nacida
de interés vil o cálculo cualquiera,
sino de inclinación mutua, en los años,
que de ficción no saben ni de engaños!

   Blanca, tan tierna, candorosa y pura,
tal vez al buen Rodrigo miraría
con prevención pueril, que amor procura
ser exclusivo en cuanto alumbra el día.
Mas del de Nuño hallándose segura,
y que el tal confidente lo aplaudía,
tratándola sagaz con tacto sumo,
que al fin venciera su desdén presumo.

   Con tal amigo, con tan tierna esposa,
con alto nombre y con el rico estado,
la vida más feliz y deliciosa
gozaba Nuño que al mortal es dado.
Cuando el son de la trompa belicosa,
cual ráfaga de viento inesperado
nubla el cristal de plácida laguna,
vino a nublar tan plácida fortuna.

   De Garcerán la noble sangre enciende el
llamamiento a tan cristiana guerra.
La obligación con que nació comprende
como ilustre señor de aquella tierra;
la voz del rey que lo convoca entiende,
levanta su pendón, y de la sierra
llamando a los hidalgos y pecheros,
forma gallarda hueste de guerreros.

   Ya el caballo que, suelto, la llanura
tras las liebres y gamos recorría,
bajo el bruñido arnés y la armadura
generoso relincho al aire envía.
El arcabuz que al ciervo en la espesura
fulminó, y la ballesta que solía
un ánade matar, o una paloma,
van ya a extinguir la raza de Mahoma.

   El hidalgo, que sólo de la caza
se daba al ejercicio en ocio blando,
ya vestida sobre ante la coraza
se ejercita de escuadras en el mando.
Y el labrador plebeyo olvida el haza,
que fecundó con su sudor, y ansiando
moros matar, embraza la rodela,
ciñe la espada y alta gloria anhela.

   Entusiasmado Nuño, alegre, activo,
de ocasión tal para mostrar contento
el noble esfuerzo y el valor altivo,
propios de su encumbrado nacimiento,
manifiesta que el Cielo no fue esquivo
en darle el alto militar talento,
y aquel que a pocos hombres les concede,
sin el que gobernar ninguno puede.

   También instinto bélico demuestra
Rodrigo en los aprestos diligente,
ora pasando a las escuadras muestra,
ora instruyendo la bisoña gente,
ora con mano previsora y diestra
mirando por su dueño cual prudente,
tiendas, víveres, armas, municiones,
procurando a los nuevos escuadrones.

   Blanca sólo, si bien ufana mira
bajo el bruñido arnés aún más gallardo
al esposo gentil por quien delira,
que vestido del rústico tabardo,
con mil sutiles medios, que le inspira
su anhelante pasión, busca el retardo
de ausencia, que la aterra y la confunde,
y en un desconocido mar la hunde.

   Viendo afanado siempre a su marido,
sin pensar más que en la gloriosa guerra,
teme que su ternura dé al olvido,
y tal recelo sin cesar la aterra;
que amor es siempre de recelos nido
(en serlo sin cesar tal vez no yerra)
y exclusivo, absoluto, aislado, solo,
quiere en las almas ser de polo a polo.

   Mas, ¡ah!, Blanca se engaña, pues su amante,
firme como del norte está la estrella,
jamás la amó tan ciego y delirante
como al tener que separarse de ella.
Y, cual siempre acontece, en el instante
de irla a perder hallábala más bella,
por no afligirla su dolor infando
en semblante y palabras ocultando.

   Viendo al fin terminados los aprestos
Blanca, y cercano de la marcha el día,
infantes y caballos ya dispuestos
a saludar la hermosa Andalucía,
y agotados al cabo los pretextos
con que aquella jornada suspendía,
ruega a Nuño con lágrimas y abrazos,
que el corazón hiciéronle pedazos,

   que espere a que perfile y que concluya
de bordar con sus manos una banda,
que le prepara como prenda suya,
y en que hace tiempo trabajando anda,
para que este recuerdo disminuya,
y ayuda a hacer, si puede serlo, blanda
de ausencia tan atroz la amarga pena,
a que el Destino infausto los condena.

   Y que logre también ser el escudo
de amor que la labró por la influencia,
do flecha enherbolada y plomo rudo
estrellen su diabólica violencia,
si se mostrase el Cielo tan sañudo,
y a sus ruegos con tanta indiferencia,
que del maldito infiel no ponga estorbo
al tronante arcabuz y al arco corvo.

   Nuño consiente, que es lo que desea,
y Blanca en su labor no se apresura;
pero toca el final de su tarea
por más que dilatarla, ¡ay Dios!, procura.
Y coronando su amorosa idea
una cifra, prolija bordadura,
de perlas traza con los nombres juntos
de Nuño y Blanca en combinados puntos.

   Pero, ¡ay!, al terminar labor tan rica,
al dar temblando la última puntada,
la aguja aleve se resbala y pica,
¡mal presagio!, la mano delicada,
y de encendida sangre se salpica
la banda del amor... Horrorizada,
lanza un grito la linda bordadora,
y no el dolor, mas el agüero llora.

   No estaba lejos el amado esposo,
que vuelve de adiestrar los escuadrones,
y herido del acento doloroso
atraviesa anhelante los salones,
y en alas del amor llega afanoso
do sumida en funestas reflexiones
halla a su encanto, y con el labio amante
las lágrimas le enjuga del semblante.

   Y aprecia más el don porque el tesoro
de aquellas de su sangre gotas puras
le dan valor, que por las perlas, y oro,
que forman sus labores y figuras;
y talismán seguro contra el moro
lo estima, y prenda cierta de venturas,
explicando entendido aquel agüero
de un modo para Blanca lisonjero.

   Ella en los brazos del esposo ataja
el raudal de sus ojos, dichas sueña
corto momento, y cíñele la faja,
lazo que más y más su amor empeña.
Mas, ¡ay!, pronto su sangre toda cuaja
de las escuadras la última reseña,
y de las trompas roncas la llamada
para emprender, ¡oh cielos!, la jornada.

   Es ya urgente. Ni lágrimas, ni abrazos
la pueden retardar. Noticia llega,
de que los reyes de la fe en los brazos
se acercan de Granada a la ancha vega;
y que ya en sus recuestos y ribazos
el cristiano estandarte se despliega;
y mengua fuera ya de los leoneses
llegar tarde a los triunfos o reveses.

   Los afanes, las ansias, las ternezas
de ambos esposos, al adiós postrero,
los encargos, palabras y finezas,
que son de amor tesoro verdadero,
el trastorno común de ambas cabezas,
y de ambos corazones el esmero,
quede en su punto aquí; pintarlo excede
del poder que al ingenio se concede.

   Formados en gallardos escuadrones
los ha poco labriegos y villanos,
desplegados al aire los blasones
de Nuño Garcerán en fieles manos,
dando atabal y trompa con sus sones
vida y voz a los ecos más lejanos,
la hueste al cabo rumorosa marcha,
un pardo amanecer, hollando escarcha.

   Vicios, niños, mujeres, que formaban
diversos grupos, con los ojos fijos
en las tropas que lentas caminaban
de esposos, y de padres, y de hijos,
rostros y manos al Señor alzaban,
con los fervientes ruegos más prolijos,
para que salvos de la cruda guerra
los restituya a su nativa tierra.

   En la eminente torre del palacio
Blanca, convulsa, muda, helada, yerta,
ve el escuadrón marchar por largo espacio.
Y Nuño, Garcerán, confuso y lacio,
que el peso del dolor lo desconcierta,
torna, y mil veces repitió el saludo
con penacho, con lanza y con escudo.

   El bosque al fin y una importuna loma
cubren el escuadrón...; un paroxismo
a la infelice doña Blanca toma,
y húndese del dolor en el abismo.
Nuño aún vuelve a mirar...; mas ya no asoma
ni la alta torre, y fuera de sí mismo
se torna en hielo, un alarido exhala,
y la visera hasta los pechos cala.

   Consuélase con cuerdas reflexiones
y lágrimas también el fiel Rodrigo;
¡gran cosa es escuchar en ocasiones
el dulce acento de afanoso amigo!
Pero para calmar sus aflicciones,
¡ay!, no lo lleva Garcerán consigo,
pues en la ausencia déjale el cuidado
de su adorada esposa y de su estado.

   Y, ¡oh gran dolor!, en la inmediata aldea,
después de arreglos varios preventivos,
uno al otro los brazos le rodea,
empinados los dos en los estribos.
Y vuelve atrás Rodrigo, y espolea,
y Nuño, con mil gestos expresivos,
le grita ahogado: «Cuídame a mi Blanca»,
y a las lágrimas da salida franca.






ArribaAbajoPrimera parte



   Los pendones triunfantes
de la cruz soberana
ya respetuoso desplegaba el viento,
en las torres gigantes
de esmalte y filigrana,
con que Granada toca al firmamento;
torres eternas, cuyos altos muros
labrados entre mágicos conjuros,
presagios, influencias, profecías
y consultas de signos y de estrellas,
lograban ya los venturosos días
para que tal poder les dieron ellas.

   El sol desde el Oriente
al perfilar de grana y de topacio
celajes que bordó la blanca aurora;
y al ocupar el trono refulgente
del cenit en la cumbre del espacio,
derramando a raudales
vida, riqueza y luz a los mortales;
y al declinar tras nube que trasflora
de morado y de jalde al Occidente,
saluda los católicos pendones,
y en ellos los castillos y leones
y aragonesas barras ondeando,
y la fe pregonando
de Alhambra y de Albaicín en las almenas,
do antes volaban lunas sarracenas.

   Genil, entusiasmado
del triunfo de las armas españolas,
no envidiaba del mar las crespas olas,
después de haber tal gloria presenciado.
Y al través de la vega apresurado,
dejando atrás sus bosques y repechos,
gozoso a relatar tan altos hechos
iba al Guadalquivir, cuya memoria
conserva otros tan grandes de su historia.

   De la Sierra Nevada
sonreía la cumbre
porque en su hija Granada
brillaba ya la bienhechora lumbre
del lucero del Gólgota, y veía
a la grande Isabel y al Gran Fernando
la garganta pisando
del islamismo con tan firme planta,
que jamás volvería
el brillo a oscurecer de la fe santa,
ni a profanar la hermosa Andalucía.

   Segura, en fin, España
de la estirpe agarena, tanta hazaña
famosa y nunca vista,
con que sus héroes la feliz conquista
lograron del imperio granadino,
celebraba gozosa,
aun sin saber que Dios iba el camino
con mano poderosa
a abrirle de otro mundo,
por favor de su gracia sin segundo.
Y ya la fama con su trompa de oro.
eterna voz, y cántico sonoro,
cruzaba mares, taladraba nubes,
prestándole sus alas los querubes;
y la insigne victoria difundía,
por cuanto alumbra el sol, y el mar enfría.

   Y el español denuedo
sembraba en los paganos
terror, y helado miedo,
y gozo, y nuevo aliento en los cristianos,
pasmando al orbe todo
el triunfo audaz, con que el linaje godo
la lucha de ocho siglos coronaba;
y con que aseguraba
la fe de Cristo, y su blasón triunfante
desde el tirreno mar al mar de Atlante.

   Sí; de doña Isabel, de don Fernando,
católicos monarcas españoles,
de alta prudencia y de denuedo soles,
que hoy en gloria sin fin están brillando,
despojo era Granada.
Mas dije mal, porque despojo no era,
sino la más preciada,
y la joya más rica, y la primera
de la diadema espléndida española,
entre cuantas respeta el orbe, sola
de otras muchas formadas por el Cielo,
con incesante anhelo,
para en la augusta frente colocarla
de tan egregios reyes;
y en ella asegurarla
por las humanas y divinas leyes.

   Magnífico diamante,
rico joyel de la diadema augusta
del imperio español era Granada;
con su cielo radiante,
que rara vez el huracán asusta;
con su sierra, pirámide de nieve,
a quien ni el cancro abrasador se atreve;
con su vega encantada,
de deleites tesoro;
con su Darro y Genil, que arrastran oro
en los raudales fríos;
con sus cármenes verdes y sombríos;
con sus palacios mágicos de encajes,
y frágil filigrana;
con sus torres ligeras cual plumajes,
que el soplo de la cándida mañana
entre vapores húmedos parece,
que blando agita, y que risueño mece.

   Si hurí inmortal, si reina de odaliscas
de alas de leve niebla y pie de espuma,
con las galas espléndidas moriscas
fué la hechicera juvenil Granada,
ya por la gracia de los cielos suma
se mira transformada
en augusta matrona,
orgullosa, triunfante,
y con la frente de real corona
ceñida en vez del bárbaro turbante;
viéndola con profundo
respeto absorto el admirado mundo,
ya con la fe católica en el seno,
antes manchado del inmundo cieno
de torpes ceremonias y de ritos
por el cielo malditos,
y oyendo en sus mezquitas,
del báratro tremendo con espanto,
las palabras benditas
del Evangelio santo,
que alienta al siervo, y al tirano doma,
en vez de las blasfemias de Mahoma.
Y admirando en sus cármenes y Alhambras,
y plácidos jardines
las danzas castellanas y festines,
mucho más nobles que agarenas zambras;
y en vez de Abencerrajes,
y Zegríes traidores,
poblada de linajes
más altos y mejores,
más bravos y hazañosos,
y mucho más antiguos y gloriosos.

*  *  *

   Todo era, pues, contento y alegría,
justas, banquetes y vistoso alarde,
desde el primer albor del nuevo día,
hasta expirar los plazos de la tarde.
Y de danzas y orquestas,
regios convites y costosas fiestas
el plácido rumor y los concentos
daban vida a los vientos,
las sombras de la noche regalaban,
y el sueño de los astros arrullaban;
y alboradas risueñas
felicitaban a la blanca aurora
cuando las altas peñas
de excelsos montes con su luz colora.

   Tan sólo Nuño Garcerán, hundido
en afán melancólico, se esconde,
y ni al aplauso universal responde
a su valor egregio conferido.
Pues su esfuerzo bizarro
a la vega encantó, y admiró al Darro,
siendo sus estandartes
y sus bravos leoneses
nuncios de la victoria en todas partes,
sin temer de fortuna los reveses.
Y él, en el duro asalto
del regio alcázar colocó tan alto
su nombre, que la fama
la flor de los guerreros le proclama.

   Mas, ¡ay!, que de su patria, de su estado
y de su tierna esposa separado,
no puede tanta ausencia
soportar de su pecho la vehemencia.
Y ni ostenta su gala en los salones
de los reyes, ni asiste a sus funciones,
ni luce en los jardines,
ni brilla en los festines,
ni en Vivarrambla en pisador ligero
ensangrentando el acicate de oro,
justa, ostentando su saber guerrero,
lidia, mostrando su destreza, un toro.

   Y lejos del bullicio y los festejos,
como está de placer y calma lejos,
solitario pasea
entre los altos olmos que menea
el céfiro en la orilla
del Genil. Y en la noche triste vaga,
cuando la luna entre celajes brilla,
y la corriente cristalina halaga,
por los campos desiertos
de tibia luz y de vapor cubiertos,
y allí repite el nombre de su Blanca,
y hondos suspiros de su pecho arranca.

   Ha tiempo que carece
de nuevas de ella, y cuando no hay noticias,
ya infaustas, ya propicias,
la ausencia se parece
al sueño eterno de la tumba helada,
pues o malas, o buenas, son sustento
de un alma enamorada,
y dan vida a la ausencia y movimiento.
A su tierra ha enviado
uno y otro criado,
que no tornan jamás, cual si un conjuro
allá los detuviera,
o cual si a su regreso se opusiera
un encantado impenetrable muro.

   Confuso entre afanosos pensamientos
él triste se perdía,
amante firme y tierno enamorado,
creciendo los tormentos
de su angustiado pecho cada día,
de toda nueva de su bien privado.
Cuando a mirar acierta,
que llega una mañana ante su puerta
en rocín sudoroso, y anhelante,
un villano leonés; en el tabardo
de tosco paño pardo
conoció que lo era,
como en las bragas y amarilla cuera.
Un vuelco dióle el corazón, se lanza
a salirle al encuentro sin tardanza,
y sin preámbulo alguno le pregunta,
latiente el pecho, la color difunta,
por cara y nuevas de su esposa amada.

   El villano la mano venerada,
que es aquél su señor reconociendo,
le besa, de este modo respondiendo:
«Mi alta señora, vuestra esposa bella,
de las montañas de León estrella,
salud cumplida tiene;
aunque siempre afligida la mantiene
vuestra ausencia, señor, y noche y día
pide llorosa, y con ferviente anhelo,
que os torne salvo a vuestra patria el Cielo.
Yo habito la alquería
que está de la cañada en los alcores,
entregado a las rústicas labores;
de allí el señor Rodrigo con gran priesa,
sin duda porque mucho os interesa,
partir mandóme, y con premura harta
poner en vuestras manos esta carta.»

   Confuso Nuño Garcerán la toma
con temblorosa mano,
y aunque lo que le ha dicho aquel villano
de doña Blanca, centro de sus dichas,
le asegura, tal vez al rostro asoma
inquieta turbación, pues que un arcano
de míseras desdichas
en sí contiene el misterioso pliego,
le dice el corazón. Se encierra luego,
ábrelo palpitante,
y estos renglones se encontró delante:

   «Don Nuño, tan larga ausencia
empieza a perjudicaros,
y es mi obligación llamaros,
que importa vuestra presencia.

   »Pues se alcanzó la victoria,
y se conquistó a Granada,
donde veis acrecentada
de vuestra casa la gloria,

   »a librar a ella y a vos
de un abismo, que está abierto,
y que yo a evitar no acierto,
venid, y pronto, por Dios.

   »Venid, que os llama un amigo...
¡Quiera el Cielo no sea tarde!...
Él os ayude y os guarde,
vuestro servidor, Rodrigo

*  *  *

   En tormentoso mar de confusiones,
que envuelve noche ciega,
leyendo estos renglones
el desdichado Garcerán se anega.

   Dice poco, es verdad, aquella carta;
mas también, harto dice,
para que hienda y parta
el alma y corazón a un infelice.

   Y en el conjunto vago y sin colores
del oscuro compendio
se ven los resplandores
de un infernal, aterrador incendió;

   cual se ven en el fondo de los mares
en confusión las rocas,
y sin forma, a millares
cruzar los tiburones y las focas;

   o cual tras negro tronador nublado
se ve que arde y que gira
meteoro encapotado,
nuncio fatal de la celeste ira.

   Doquiera que el discurso vacilante,
buscando conjeturas,
de Nuño, acude errante,
ve un piélago sin fin de desventuras

   y espectros y fantasmas espantables
le revuelan en torno,
mucho más formidables
por no tener ni forma ni contorno.

   Y de aquellos fatídicos renglones
de tan infausto arcano,
consuelo en las razones,
quiere encontrar su mente del villano.

   Sí; nuevas favorables de su Blanca
le ha dado cual testigo;
mas el alma le arranca
notar que ni aun nombrarla osa Rodrigo.

   Aquél le dijo que constante llora
su ausencia, y éste calla.
¿Será que el uno ignora
lo que otro el modo de decir no halla?...

   ¡Ay! Este pensamiento le horroriza,
y arde en un fuego interno
que envenena y atiza
una mano invisible del infierno,

   y destrozado y roto en el combate
de temor y de duda,
se anonada, se abate,
sin luz los ojos y la boca muda.

   Mas una pronta decisión estalla
en su cabeza ardiente,
cuando en la cruel batalla
iba a doblar exánime la frente.

   La de volar en busca de Rodrigo
a la nativa sierra,
y ver cuál enemigo
allá le mueve tan extraña guerra.

   Y las alas envidia voladoras
del águila altanera,
que cruza en pocas horas
todo el cóncavo espacio de la esfera.

   Escondiendo a los suyos el vïaje,
veloz caballo ensilla,
y con humilde traje,
y con sólo su afán vuela a Castilla.

   Ya deja atrás las torres de Granada,
y la encantada vega,
y la Sierra Nevada,
y al confín andaluz rápido llega.

   Y lo ve galopar sin un respiro
el sol desde el Oriente,
hasta acabar su giro,
apagando en el mar la crencha ardiente.

   Y la luna y las trémulas estrellas
alumbran su vïaje,
luciendo sus centellas
al través del vapor y del celaje.

   Atraviesa a Castilla, montes, ríos,
valles profundos, nada
disminuye sus bríos
ni detiene la rápida jornada.

   Y al rojo esclarecer de hermoso día,
principio del verano,
cuando la aurora abría
la puerta de oro al astro soberano,

   vio Nuño aparecer azul un monte
aun de nieve vestido
allá en el horizonte,
y diole el corazón hondo latido.

   La sierra es de León, donde su estado
tiene, y su dicha asiento;
y hacia ella, arrebatado,
lanza el corcel más rápido que el viento.

   A cada nueva y conocida loma,
que descuella de lejos,
y cuando un punto asoma,
que blanquea del sol a los reflejos,

   sensaciones tan fuertes e indecibles
el corazón le agitan,
y tan indefinibles
pensamientos le hielan o le irritan,

   que ya para sufrir tanto martirio
sin fuerzas espolea
en insano delirio
el alazán, que sin vigor jadea.

   ¡Oh cuán breve y cuán largo es el camino
que corre un desdichado,
si va donde el Destino
le tiene algún desastre preparado!

   Al cabo Nuño, en férvidos vapores
que del valle se elevan,
descubre los alcores
de los estados que su nombre llevan.

   Y al fin del sol, que baja lentamente
al confín del espacio,
no lejos ve, a su frente,
la mole desigual de su palacio.

   Y le parece aterrador coloso
que lo amenaza y mira;
y crespón doloroso
la leve niebla que en sus torres gira,

   y detiene de pronto la carrera
con toque tan forzudo,
que el caballo cayera,
a no sentir el acicate agudo,

   y lanza un grito, o pavoroso trueno,
que el corazón hinchado
le da un vuelco en el seno,
como si en él hubiera reventado.

   Una encendida bomba es su cabeza
que a estallar va al instante,
y en toda su grandeza
la boca del infierno ve delante.

   ¡Mísero!... Las fantásticas visiones
le cercan de su mente,
piérdese en ilusiones
y no ve la verdad que está presente.

   No ve a su encuentro por la misma senda
un hombre y un caballo
venir a toda rienda,
ni oye el recio pisar del duro callo,

   ni sale del delirio hondo, morboso.
hasta que el brazo amigo
le estrecha cariñoso
de su buen servidor, del fiel Rodrigo.

   Reconócelo, abrázalo, suspira,
y la color difunta,
con hondo afán lo mira,
sin osar producir una pregunta.

   Y Rodrigo también, mudo, turbado,
y la color de cera,
la mirada, espantado,
de aquellos ojos evitar quisiera.

   Descabalgan entrambos, y Rodrigo,
estrechando la mano
de su señor y amigo,
lo asienta al pie de un álamo lozano;

   cuando en un mar de fuego en Occidente
pálido el sol se hundía,
su faz velando ardiente
sangriento nubarrón, tumba del día.

   A la luz del crepúsculo borrosa,
mientras la suya daba
la luna candorosa,
que entre cumbres oscuras asomaba;

   tras de silencio breve pero horrendo,
solos, y sin testigos,
tal diálogo tremendo
tuvieron entre sí los dos amigos:

*  *  *

DON NUÑO.
   A tu carta obedeciendo
   en León me tienes ya;
   ¿qué males, pues me amenazan?...
   Dilos, dilos sin tardar.
   Dilos, porque el alma tengo
   en tan angustioso afán,
   que de tus palabras pende
   mi ansiosa vida quizás.
RODRIGO.
   Señor, mi confuso labio
   no sabe cómo empezar;
   pues hay cosas cuyos nombres
   no acierta el bueno jamás,
   y acaso es más infelice,
   en mayor angustia está,
   que el que infortunios aguarda
   quien los debe revelar,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
DON NUÑO.
   Apresura mi tormento,
   ten de tu amigo piedad.
   ¿Vive Blanca?... Si ella viva,
   ¿qué me importa lo demás?
RODRIGO.
   ¡Ay, que has pronunciado el nombre
   que no osaba pronunciar!
   Vive doña Blanca, vive...
   Vive, sí; vive... ¡Ojalá
   que nunca vivido hubiera
   para tu nombre afrentar!
DON NUÑO.

 (Furioso.) 

    ¿Qué supones, miserable?...
   ¿Qué alientas, furia infernal?...
   Prueba, prueba lo que dices
   o mi furia probarás.
   Mi Blanca es como el sol, pura;
   es un ángel celestial.
RODRIGO.

 (Turbado.) 

Doña Blanca... es...
DON NUÑO.
¿Qué es?... Acaba.
   ¿Se te pega al paladar
   la lengua?... ¿Qué es, di, mi esposa?
RODRIGO.
¡Infiel!
DON NUÑO.

 (Poniéndose en pie.) 

¡Mentira!
RODRIGO.

 (Resuelto.) 

¡Verdad!
DON NUÑO.

  (Cayendo convulso.) 

¡Ábrete, tierra, a mis plantas
   y sepúltame voraz!

*  *  *

   Como de rayo tronador herido
cayó convulso en tierra
y lanzó un alarido
que estremeció los riscos de la sierra.

   Y el confidente, mudo y aterrado,
hecho estatua de hielo,
inmóvil quedó a un lado,
fijos los turbios ojos en el suelo.


   Don Nuño, destrozándose furioso
la túnica y el pecho,
revuélcase anheloso
sobre la hierba, de dolor deshecho.


   Rodrigo al cabo a su socorro viene,
levanta al infelice,
lo anima, lo sostiene,
y con voz balbuciente así le dice:

RODRIGO.
   Volved en vos, señor mío,
   ¿dónde vuestro esfuerzo está?
   ¿Queréis morir sin venganza?
DON NUÑO.

 (Reanimándose.) 

   ¡No, Rodrigo, no; jamás!
   Cuéntame, cuéntame todo,
   tranquilo te escucho ya.
RODRIGO.
   ¿Y qué puedo yo contaros...?
   Vuestros ojos mismos van
   a decíroslo al momento.
   Y pues nadie sospechar
   puede, señor, vuestra vuelta,
   y la noche y el disfraz
   esconden vuestra persona,
   venid tras de mí y callad.


   Como al conjuro de potente mago
un cadáver camina,
así con paso vago
va Nuño entre la niebla blanquecina.

   Atravesando el bosque con su amigo
en silencio profundo,
mas llevando consigo
todo un infierno aterrador del mundo,

   Y su planta vacila a cada instante,
y no más firme acaso
es la que de él delante
tiene Rodrigo con incierto paso.

   Y no se escucha más que el rumor leve
de espesos matorrales,
que su marcha remueve
al través de barrancos y de eriales.

   Y la respiración de ambos viajeros
estertor parecía,
del que ya en los postreros
afanes juzga escasa el aura fría.

   Iban como al través de honda cañada,
entre encinas y pobos,
buscando la manada
de ovejas van dos carniceros lobos.

   Y los ojos de Nuño relumbraban
cual brasas encendidas,
y acaso espanto daban
a las aves del todo aun no dormidas.

   Y lumbre azul, cual arde sobre un muerto,
los ojos de Rodrigo
daban en el desierto,
sin osar revolverlos a su amigo.

   A poco tiempo llegan a una puerta
del jardín del palacio,
que sin rumor abierta
da entrada franca al encantado espacio.

   Y enfrente allí de un cenador de hiedra,
do una lámpara ardía
y una mesa de piedra
refrigerios y frutas ofrecía;

   entre las murtas, troncos y follaje
quedan entrambos bultos,
por fin de su vïaje,
en gran silencio, sin moverse, ocultos;

   tal se esconde alevoso en la enramada
el cazador y espera
la cierva descuidada
que baja por la noche a la ribera.

   ¡Ah buen Rodrigo!... Tu amistad constante,
tu gratitud ardiente
te arrastran tan distante,
que no hallarán disculpa en el prudente.

   De honradez y lealtad tan alta prueba,
¿no ves, oh fiel Rodrigo!,
que al precipicio lleva
al que proclamas protector y amigo?

   ¿Cuánto mejor te fuera, o tú vengarlo,
si impedir no pudiste
el mal, o que ignorarlo
por largo tiempo consiguiera el triste?

   ¡Ay, hasta la virtud, hija del cielo,
los míseros mortales,
por imprudente anhelo,
pueden mina fecunda hacer de males!

*  *  *

   ¡Cuán clara y refulgente,
espléndido topacio,
en el celeste espacio
ostentaba la luna su esplendor!

   Con sonrisa inocente
dormida entre celajes,
delicados encajes
de leve niebla y cándido vapor.

   Y su luz argentina
por lomas y collados,
y silencios prados
se gozaba apacible en resbalar;

   y la pomposa encina,
y el contorno del monte
en el vago horizonte,
de nácar sobre nube, en dibujar.

   Dejando al valle hondo
tiniebla misteriosa,
que nadie mirar osa,
temiendo algún fantasma descubrir;

   y sólo allá en el fondo
dejaba la corriente
del rápido torrente
breve y fugaz destello relucir,

   En calma estaba el viento,
y el aura revolando
y en silencio besando
las soñolientas flores del jardín.

   Robábalas su aliento,
y con él perfumaba
y en bálsamo tornaba
el ambiente hasta el último confín.

   El silencio profundo
tan sólo interrumpía
la fuente que corría
y el acento de un tierno ruiseñor;

   dijérase que el mundo,
en sueño regalado,
dormía reclinado
en el inmenso seno del Creador.

   ¡Ah! Noche tan hermosa,
tranquila y apacible
que encubra no es posible
perfidia, engaño, crimen y traición.

   Si alma hay tan horrorosa
que a turbarla se atreva,
sobre su frente llueva
el fuego de la eterna maldición.

   Mas, ¡ay!, que la influencia
de su apacible calma
no tranquiliza el alma
del furibundo Nuño Garcerán.

   Y cuando su impaciencia
a atropellar por todo
iba y de cualquier modo
a dar un fin a su angustioso afán,

   y apenas ya podía
la mano de su amigo,
el ejemplar Rodrigo,
contener su impaciencia y su altivez,

   en lejana abadía
el reloj resonando,
que el tiempo iba ajustando,
dió con gran pausa campanadas diez;

   y la puerta aparece,
del vecino palacio,
en el oscuro espacio
de pronto una hermosísima mujer.

   Mujer que resplandece,
aparición divina,
de aquellas que imagina
la inocencia en ensueños de placer.

   Talle esbelto, elegante,
y formas delicadas,
que lucen adornadas
con veste de blancura virginal;

   y un pálido semblante
sobre el cuello flexible,
tan bello y apacible,
y de expresión tan noble y celestial,

   cual rara vez el suelo
ve, cuando de belleza
quiere Naturaleza
darle un tipo ostentando su primor;

   y que tan sólo el Cielo
reveló al soberano
ingenio, y a la mano
del grande Urbino, el inmortal pintor.

   Toda ella iluminada,
sobre aquel fondo oscuro
encuadrado en el muro,
por la luz de la luna vertical

   con el claror mezclada,
de la llama, que brilla
oscilante, amarilla,
dentro del cenador en un fanal;

   parece la figura
de la divina maga,
aparición tan vaga
de misterioso y singular color

   que no humana criatura
del mundo se creería,
sino una fantasía,
un conjunto de luz y de vapor.

   Don Nuño, arrebatado
por tal visión divina,
casi la frente inclina,
casi olvida su furia y su ansiedad;

   cuando ponerse al lado
ve de aquella belleza,
con familiar franqueza,
un mancebo gentil de corta edad.

   De risueño semblante,
de noble corpulencia,
de gallarda presencia,
brotando actividad, vida, expresión;

   y con traje elegante
de rojo terciopelo,
y sobre el rubio pelo
una toca adornada de un airón.

   Lanzó Nuño un rugido
profundo, ahogado, interno,
que se oyó en el infierno,
aunque apenas se oyera en derredor.

   Y ciego, enfurecido,
con el hierro desnudo,
iba... Pero forzudo
sujetó el fiel Rodrigo su furor.

*  *  *

   El joven y la hermosa,
alegres, decuidados,
y del brazo enlazados
discurren un momento en el jardín.

   Y su charla amorosa,
esparciendo un murmullo,
como apacible arrullo
dentro del cenador entran al fin.

   Ella en rica almohada
de brocados se sienta,
y en pie le presenta
frutas y flores el gentil garzón.

   Quien viendo preparada
arpa sonora a un lado,
púlsala arrebatado,
y entona esta dulcísima canción:

      «En noche tétrica
      de desventura
      y de amargura
      me iba ya a hundir,

      »cuando la fúlgida
      luz de una estrella
      benigna y bella
      vi relucir;

   »y eras tú, Blanca mía,
   la estrella de consuelo y de alegría.

      »En negro vértigo
      agonizaba,
      mi pie tocaba
      ya el ataúd,

      »y un dulce bálsamo
      bebí anhelante,
      y hallé al instante
      vida y salud;

   »y eras tú, Blanca mía,
   el bálsamo que tanto conseguía.

      »Blanca, sí;
      todo a ti
      de polo a polo
      lo debo sólo.

      »Sin tu amor,
      y favor
      fuera mi suerte
      mísera muerte:

   »porque eres, Blanca mía,
   bálsamo de salud, sol de alegría.»

   Aquí llegaba en su canción, mirando
con arrasados ojos y semblante
a la dama el doncel, cuando anhelante
ella, el rico almohadón abandonando,

   se acercó a él con cariñoso exceso,
y en la mejilla juvenil y hermosa,
con la emoción del canto ardiente rosa,
le imprimió un blando y delicioso beso.

   Rodrigo suelta entonces a don Nuño,
que como flecha despedida arranca,
y en el seno infeliz de doña Blanca,
hundió la daga hasta el dorado puño.

   El mancebo de pronto en su defensa,
tarde era ya, sacrificarse quiere,
y el mismo acero lo recibe, y hiere
y abre en su tierno pecho herida inmensa.

   Al desplomarse en brazos de la muerte,
Blanca infeliz, y en el postrer desmayo
cuando juzgó que la mataba un rayo,
quién es su matador, ¡mísera!, advierte.

   Y, «¡oh Nuño!», exclama en el postrer aliento
y Nuño redoblando con oírla
su furor infernal, torna a embestirla,
que sólo de su muerte está sediento.

   Y cébase, cual hiena furibunda,
en el cadáver con horrible estrago,
bañándose frenético en el lago
de sangre, que el jardín, cálida, inunda.

   Cuando huracán horrísono rugiente
baja de pronto desde la alta sierra,
los árboles altísimos aterra,
y el cenador y lámpara eminente,

   embiste silbador con recio empuje
el palacio, y lo mece, y lo fulmina,
las gigantescas torres arrüina,
y el muro roto se desploma y cruje,

   y la luna purísima envolviendo
en borrascosas nubes espantables,
con espesas tinieblas impalpables
cubrió aquel espectáculo tremendo.

   Nuño, de un trueno al espantoso grito,
de sí mismo medroso y aterrado,
y creyendo que el orbe ha caducado,
del Sumo Ser, que le formó, maldito,

   por el áspero monte huye cobarde,
de cuando en cuando deslumbrado y ciego
de súbitos relámpagos al fuego,
en que juzga que el globo todo arde.

   Así recién formado, con profundo
terror, vagar por anchas soledades,
envuelto en espantosas tempestades,
al primer homicida miró el mundo.


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