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La búsqueda de la excelencia y Baltasar Gracián

Aurora Egido





Baltasar Gracián y Morales despuntó desde su primera obra, El Héroe, con primores de primero y trató a lo largo de toda su vida de singularizarse y destacar por encima del común. Ya Antonio de Ferraris en Il Calateo (1488) distinguía a los optimates por sus singulares formas de comportamiento. No en vano el Humanismo supuso, entre otras cosas, la fusión de los ideales retóricos y morales del arquetipo ciceroniano que propiciaron el modelo de un hombre perfecto, por su moral y costumbres, alejado de la vulgar opinión. Gracián representa en éste y otros sentidos, una línea de continuidad con los humanistas que, como Luis Vives en los Diálogos de la educación, se apoyaban en la necesidad de una paideia fundamentada en la excelencia que nos hace más libres, y ello no sólo en el ámbito de la cultura, sino de las costumbres. El logro de lo óptimo supuso así una doble vía de fondo y forma requerida a todos los modos del ser y estar de la persona que se tradujo en la notoriedad de los hechos y de los dichos.

El Héroe graciano buscó así la eminencia en lo mejor a través del conocimiento y de la plática, en una sabia mezcla de gusto e ingenio que implicaba un ejercicio permanente de selección en el decir y en el hacer. Semejante proyecto conllevó el juego permanente de los tiempos, pues el pasado cultural de la Antigüedad clásica y de los modelos eminentes se ofrecía como un espejo para poder expresarse y actuar en el presente, sirviendo, a su vez, como índice de proyección futura. Todo un camino de imitación y emulación basado en un intento de mejora permanente.

Gracián configuró sus ideales de héroe, político, discreto, agudo y prudente en el terreno de las ideas y en el de la acción, expresados ambos en un estilo nuevo que también aspiraba a la excelencia elocutiva y a la práctica en todos los órdenes del saber y del obrar. El jesuita parecía así llevar a término la perfección que Fernando de Herrera creía inherente al estilo de Garcilaso cuando dice, en sus Anotaciones, que éste consiste en la mezcla de «agudeza y perspicacia», «arte y juicio», tanto en las palabras como en los conceptos. Pero Gracián se alejó de la elegancia y la falta de afectación del poeta toledano y buscó más complejos y oscuros caminos al lenguaje, que debía acomodarse a las exigencias de los nuevos tiempos. El entusiasmo por los ideales humanistas de El Héroe y El Político don Fernando el Católico fue cediendo terreno a la crítica a partir de El Discreto, obra clave que marca los reparos escépticos, provenientes del pirronismo y otras corrientes afines, que cambiarían el rumbo de sus ideales. Los aforismos del Oráculo continuaron en esa línea hasta configurar finalmente todas y cada una de las crisis de El Criticón, donde Gracián, a la vez que hace un elogio de los saberes y del hombre, cuestiona también la falsedad e impostura con la que muchos encubren su maldad y su ignorancia.

Los ideales óptimos y prudenciales convertidos en aforismos del Oráculo manual, que cada uno debe saber adaptar a la práctica del diario vivir, se pusieron luego a la prueba de la realidad en El Criticón, donde todo se experimenta y se comprueba. A lo largo de la peregrinación de sus protagonistas -el maduro Critilo y el joven Andrenio-, Gracián mostrará las tremendas dificultades que suponía el logro de la eminencia estética y moral en un mundo plagado de obstáculos y regido por necios. De ahí la necesidad de escudarse no sólo en la sabiduría transmitida por los libros y por los maestros, sino en la experiencia, verdadera lección del vivir, y en la libertad de juicio.

La sublimidad de pensamiento, palabra y obra a que aspiró Gracián, se adivina como una lucha permanente, plagada de obstáculos; y la sabiduría, como un valor relativo que debe ser cuestionado, al decir de El Discreto:

¡Oh gran maestro aquél que comenzaba a enseñar desenseñando! Su primera lición era de ignorar, que no importa menos que el saber.



Pero esa visión relativista y desengañada de los saberes, común a la del médico y filósofo Francisco Sánchez en su tratado Quod nihil scitur, no le impidió al jesuita mantener hasta su última obra la voluntad de perfección que apuntaba entusiasta en El Héroe, aún a sabiendas de la imposibilidad humana de alcanzarla.

El primor, el realce, lo eminente y otros despuntes de la excelencia van unidos, en Gracián, a la búsqueda de lo nuevo. El jesuita trató siempre de adelantar lo comenzado, en un ejercicio constante de emulación de los modelos y de sí mismo, pues cada obra presupone un avance respecto a las otras. Aspirante a la configuración de una obra total y programada, incluso numéricamente en tríadas y docenas, que se va ordenando y corrigiendo libro a libro, Gracián nos recuerda, en cierto modo, ese deseo que supone la aspiración a una obra total y perfecta encarnado por Juan Ramón Jiménez o por Jorge Guillén, y que cuenta con conocidos precedentes clásicos. Las obras vitales como las literarias se van conformando así en un camino de perfección.

La identidad graciana entre vida y obra, curso y discurso, permite constatar la doble dificultad que la búsqueda de la eminencia supone en todos los terrenos. Y en ese sentido, la obra del belmontino demuestra que la grandeza del hombre consiste en la voluntad de mejora y excelencia manifestada por encima de todas las dificultades y miserias que la edad y el mundo acarrean.

El buen ingenio y el buen gusto se alzan como verdaderos adornos de la persona que se salva en el bajel de la cultura de todos los naufragios. Frente a los que fundan sus esperanzas en torres de viento y grandes quimeras, mientras andan por el hilo de la vida, más fino que el de la araña, Gracián destaca los valores del saber y de la dulce conversación, banquete del entendimiento. En su obra brilla además, con particular relieve, esa búsqueda de lo nuevo, que aspira a lograr la suspensión del ánimo, tanto en la vida como en el arte, pues «cuando los ojos ven lo que nunca vieron, el corazón siente lo que nunca sintió».

Gracián denunció la falsedad inherente a las repeticiones que se disfrazan de novedad. Aspirante a la grandeza y a dibujar el perfil de un varón excelente en todos los empleos sabía, sin embargo, de las limitaciones humanas para alcanzar la perfección. Pese a los numerosos obstáculos que le tocó salvar, él no cesó jamás en la tarea de concebir el arte y la vida misma como esa ingente aspiración a la eminencia que tantas prendas reclama. La excelencia de primero radicaba en esa «novedad de asuntos» que en la literatura y en todo, permiten, como decía también Huarte de San Juan en su Examen de ingenios y demostró Cervantes en El Quijote, salir de lo ordinario y no rendirse a la fácil imitación.





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