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ArribaAbajoLibro IV

La distribución de la riqueza


Porque «Marte es un tirano», como Timoteo dice; pero la justicia, según Píndaro, «es el verdadero soberano del mundo». Las cosas que Homero nos dice que los reyes reciben de Júpiter, no son máquinas para conquistar ciudades o barcos con proas de bronce, sino leyes y justicia; éstas tienen que guardar y cultivar aquéllos. Y no es al más guerrero, al más violento y sanguinario, sino al más justo de los príncipes, al que llama aquél el discípulo de Júpiter.-Plutarco, Demetrius.


ArribaAbajoIntroducción al libro IV

Conforme al antiguo uso, he dividido la Economía Política, para su estudio, en tres grandes partes: primera, «La naturaleza de la riqueza»; segunda, «Las leyes de la producción», y tercera, «Las leyes de la distribución». Habiendo recorrido las dos primeras grandes partes, y visto la naturaleza de la riqueza y las leyes de su producción, llegamos ahora a las leyes de la distribución.

En aquella parte de la Economía Política en que ahora entramos está la entraña de todas las controversias económicas. Porque en todas las disputas relativas a la naturaleza de la riqueza y a la producción de la riqueza, se encontrará finalmente que tienen su verdadero campo en la distribución de la riqueza. De aquí que ésta, como veremos, sea la parte de la Economía Política más llena de confusiones. Pero si avanzamos cuidadosamente, asegurándonos a medida que marchemos del significado de las palabras empleadas, no encontraremos verdadera dificultad.




ArribaAbajoCapítulo I

Concepto de la distribución


Exponiendo el significado y usos de la palabra distribución; el lugar y significado económico del vocablo y que se refiere sólo a leyes naturales

Etimología y usos de la palabra.-Cambio, consumo e impuestos, no son propiamente parte de la Economía Política.-Necesidad de un estudio de la distribución.-Es la continuación y el final de lo que principia en la producción y, por consiguiente, la parte última de la Economía Política.-El significado usualmente asignado a distribución como término económico, y su verdadero significado.

La palabra distribución viene del latín, dis, separadamente, y tribuo, dar, o tribuere, conceder.

El significado común de distribución difiere del de división, porque abarca juntamente con la idea de una separación en partes la idea de una proporción o reparto de estas partes y es, por tanto, el de una división en o una división entre.

Así, la división de trabajo, deberes o funciones, es la asignación a cada cooperador de una parte separada en la consecución de un resultado total; la distribución de alimento, de limosnas o de un depósito, implica la concesión de una adecuada parte del conjunto a cada uno de los beneficiarios; la distribución de gas, de agua, de calor, de electricidad en un edificio o en una ciudad, significa el envío de una corriente a cada partícipe, según su respectiva cuota; la distribución de rocas, plantas o animales sobre el Planeta, implica la idea de causas o leyes que los han llevado a los lugares donde ahora se encuentran; la distribución de peso y tensión en un edificio o armazón implica la idea de una división de la masa total o de la presión entre las varias partes; distribución, en lógica, es la aplicación de un término a todos los miembros de una clase tomada separadamente, de modo que lo que se ha afirmado o negado del conjunto no es solamente afirmado o negado de todos ellos colectivamente, sino de cada uno considerado independientemente; la distribución de cosas en categoría o especies o géneros en las ciencias es la clasificación de ellas con referencia a su semejanza o desemejanza en ciertos respectos de forma, origen o cualidades.

Lo que se llama la distribución de valijas en una oficina de correos, es lo contrario o complemento de lo que se llama la recogida de valijas. Consiste en la separación en sacos o en cajas conforme a su destino común de la valija matriz preparada para su transmisión, o en una separación análoga de la valija matriz recibida para entregarla.

Lo que se llama la distribución del tipo en una imprenta es lo contrario completamente de lo que se llama la composición del tipo. En la composición, el cajista coloca en un «bastón» las letras y espacios formando palabras. Compuesta y justificada una línea mediante colocación de espacios que den la «medida» exacta, aquél procede a componer otra línea. Cuando su componedor contiene tantas líneas como le conviene tener, las vacía en una «galerada», desde la cual esta materia es finalmente «impuesta» en una «forma». Hechas tantas impresiones como se desean desde la «forma» sobre el papel (o sobre una «matriz» si se emplea algún procedimiento de «estereotipia») lo que, hasta llegar a su destino de imprimir fue «materia viva», se convierte, en la terminología del oficio de impresor, en «materia muerta», y para que los tipos movibles puedan ser usados otra vez en la composición el cajista procede a distribuirlos. Si la composición se ha convertido en «pastel» por un accidente que desarregla el orden de las letras de las palabras, la «distribución» es una operación muy fastidiosa, puesto que ha de mirarse cada letra separadamente. Pero si no, el compositor, convertido ahora en distribuidor, toma en su mano izquierda, de modo que lo pueda leer, tanta parte de la «materia muerta» como le sea posible tener cómodamente, y comenzando por el extremo derecho de la línea superior, desliza con el índice y hace caer de su mano derecha una palabra o palabras, leyéndolas tan rápidamente como le sea posible y moviendo su mano sobre la caja, deja caer cada letra, espacio o blanco sobre su cajetín correspondiente, del cual puede fácilmente tomarlos más tarde para renovar la composición.

Este es el sistema de componer y distribuir tipos desde los tiempos de Gutenberg hasta hoy. Pero las máquinas de componer comienzan ahora (1896), a suplir la obra de las manos. En éstas, la composición se realiza oprimiendo una llave como en las máquinas de escribir. En las máquinas de componer, el oprimir una llave hace que las letras caigan en su sitio, la justificación se realiza después a mano y la distribución se efectúa girando el tipo en torno de un cilindro donde, por dientes a él incorporados, son llevados hasta sus respectivos receptáculos. En las máquinas de fundición de tipos, cada tipo es formado a medida que se oprime la llave, y en vez de ser distribuido es vuelto a fundir. En las máquinas de componer líneas o linotipias la composición es de matrices, la línea es automáticamente justificada por cuñas que aumentan o disminuyen el espacio entre las palabras y es fundida la línea entera por un chorro de metal en fusión. En éstas no hay distribución. Las líneas, cuando ya no son necesarias, se arrojan a un receptáculo de fundición.

Como ya se ha hecho observar, la distribución de la riqueza en Economía Política no comprende el transporte y el cambio, como la mayoría de los economistas supone, ni tampoco hay razón lógica alguna para tratar del cambio como de una parte separada de la Economía Política, según hacen aquellos escritores que definen la Economía Política como la ciencia que trata de las leyes que regulan la producción, distribución y cambio de la riqueza, o, como algunas veces dicen, la producción, cambio y distribución de la riqueza. El transporte y el cambio están propiamente incluidos en la producción, siendo una parte del proceso por el cual los objetos naturales son, mediante el esfuerzo del trabajo humano, mejor adaptados para satisfacer los deseos del hombre.

Ni tampoco hay razón lógica alguna en la división del dominio de la ciencia de la Economía Política para hacer que a aquella parte que trata de la distribución de la riqueza, sigan otras partes que traten del consumo de la riqueza y de los impuestos, como han hecho algunos de los más recientes y menores economistas. La tributación es materia de leyes humanas, mientras que el asunto propio de la ciencia es la ley natural. Ni la ciencia de la Economía Política se relaciona con el consumo. La ciencia está completa y acabada; el fin para el que se inicia la producción está alcanzado, cuando se efectúa la distribución.

La necesidad de estudiar la distribución de la riqueza en la Economía Política, proviene del carácter cooperativo de la producción de la riqueza en la civilización. En el más rudo estado de la Humanidad, cuando la producción es efectuada por unidades humanas aisladas, el producto de cada unidad llega, con el acto de producción, a estar en poder de esta unidad, y no hay distribución de riqueza ni necesidad de estudiarla.29

Pero en aquel alto estado de la Humanidad en que las unidades separadas, movida cada una a la acción por el afán de satisfacer sus deseos individuales, cooperan a la producción, necesariamente nace, cuando ha sido obtenido el producto, el problema de su distribución.

La distribución es, efectivamente, la continuación de la producción -la última parte del mismo proceso del cual la producción es la primera parte. Porque el deseo que impulsa el esfuerzo en la producción es el deseo de satisfacción, y la distribución es el proceso por el cual lo que se trae a la existencia por medio de la producción es llevado hasta el punto en que produce la satisfacción del deseo,- cuyo punto es el fin y móvil de la producción.

En una división lógica del dominio de la Economía Política, lo referente a la distribución de la riqueza es la parte final. Porque el principio de todas las acciones y movimientos que la Economía Política es llamada a estudiar, está en el deseo humano. Y su fin y móvil es la satisfacción de dicho deseo. Cuando éste se alcanza, la Economía Política ha concluido, y aquél es alcanzado con la distribución de la riqueza. Con lo que se hace de la riqueza después de haber sido distribuida, la Economía Política nada tiene que ver. Podría tomarla en cuenta después, sólo en el caso de que reingrese en el campo de la Economía Política como capital, y esto sólo como un original e independiente factor. Lo que los hombres prefieran hacer con la riqueza que entre ellos es dividida puede concernir al individuo o puede concernir a la sociedad de que éstos forman parte, pero no concierne a la Economía Política. La rama del saber que considera la última disposición de la riqueza, puede ser instructiva o útil. Pero no está incluida en la Economía Política, que no abarca todo conocimiento o cualquier conocimiento, sino que tiene como ciencia separada un claro y bien definido campo.

Si movido por un deseo de patatas yo cavo, o las planto, escardo o cosecho, o como miembro de una gran asociación cooperativa, el cuerpo económico, en que consiste la civilización, yo sierro o acepillo, o pesco o cazo, o toco el violín o predico sermones para satisfacer a otra gente que en recompensa me da patatas o el medio de obtener patatas, el conjunto de las transacciones iniciadas en mi deseo de patatas se ha concluido cuando obtengo las patatas o, mejor aún, cuando son puestas a mi disposición en el lugar fijado por mi deseo. Que prefiera cocerlas, asarlas, tostarlas o freírlas, echárselas a los perros o alimentar con ellas a los cerdos, o utilizarlas como semillas, o dejarlas pudrirse, comerciar con ellas para obtener otros alimentos u otras satisfacciones, o transmitir parte de ellas a otra persona como un donativo, o bajo promesa que en su tiempo ésta me dará otras patatas u otras satisfacciones, es algo ajeno y por cima de la serie de transacciones que, originándose en mi deseo de patatas, han terminado y concluido en la obtención de patatas.

Como término de Economía Política, dícese de la distribución que usualmente significa la división de los resultados de la producción entre las personas o clases de personas que han contribuido a ella. Pero esto, como hemos visto, es un error, porque el significado efectivo es la división en categorías correspondientes a las categorías o factores de la producción.

Al entrar en esta rama de nuestro estudio, debe recordarse lo que en el libro primero yo expuse extensamente, y que aquí es particularmente necesario conservar en la mente: que las leyes, cuyo descubrimiento es el fin propio de la Economía Política, no son leyes humanas, sino leyes naturales. Porque de aquí se sigue que nuestra indagación acerca de las leyes de la distribución de la riqueza no es una indagación de las leyes civiles o de los preceptos humanos que aquí y ahora, o en otro tiempo y lugar, prescriben o han prescripto cómo ha de dividirse la riqueza entre los hombres. Con esto nada tenemos que ver, a menos que los utilicemos para ejemplo. Con lo que nosotros tenemos que ver, es con aquellas leyes de la distribución de la riqueza que pertenecen al orden natural, leyes que son parte de aquel sistema o combinación que constituye el organismo social o cuerpo económico, en cuanto se distingue del cuerpo político o Estado, el mayor Leviathan que aparece con la civilización y que se desarrolla con el progreso de ésta. Estas leyes naturales son, en todos tiempos y lugares, las mismas, y aunque puedan ser contrariadas por las disposiciones humanas, no pueden ser nunca anuladas o torcidas por éstas.

Es más indispensable conservar esto en el pensamiento, porque en lo que ha pasado por tratados científicos de Economía Política, el hecho de que son las leyes naturales y no las leyes humanas a las que la ciencia de la Economía Política se refiere, ha sido absolutamente ignorado y hasta completamente negado al tratar de la distribución de la riqueza.




ArribaAbajoCapítulo II

Naturaleza de la distribución


Exponiendo el error de afirmar que la distribución es materia de leyes humanas; que las leyes naturales de la distribución se manifiestan, no en la riqueza ya producida, sino en la producción sucesiva; y que son leyes morales

Razonamiento de John Stuart Mill acerca de que la distribución es materia de leyes humanas.-Testimonios del carácter anticientífico de la Economía universitaria.-El error que implica y la confusión que manifiesta.-Ejemplo de los beduinos y de la sociedad civilizada.-Las leyes naturales de la distribución no obran sobre la riqueza ya producida, sino sobre la producción futura.-Razón de esto.-Ejemplo del sifón y analogía con la sangre.

Los Principios de Economía Política de Mill son considerados, a mi juicio, aun hoy, como la mejor y más científica exposición de la Economía Política clásica escrita hasta ahora. Y como deseo presentar en su forma más vigorosa las opiniones que he de contradecir, trasladaré de aquella obra los argumentos por los cuales se supone que las leyes de la distribución de que la Economía Política trata son leyes humanas. Mill comienza con este razonamiento la segunda gran división de su obra, libro II, titulado de «La distribución», que sigue a su «Introducción» y a los trece capítulos consagrados a la producción, y establece así el principio fundamental al que trata de ajustar el conjunto de su estudio sobre la distribución, el principio de que la distribución es asunto de instituciones humanas exclusivamente:

«Los principios establecidos en la primera parte de este tratado se distinguen, en ciertos aspectos, vigorosamente de aquéllos en cuyo estudio vamos a entrar ahora. Las leyes y condiciones de la producción de la riqueza participan del carácter de verdades físicas. No hay en ellas nada facultativo o arbitrario. Donde quiera que el género humano produce, tiene que producir por los modos y bajo las condiciones impuestas por la constitución de las cosas externas, y conforme a las propiedades inherentes a su propio organismo y a su estructura mental...

Pero no ocurre así con la Distribución de la Riqueza. Este es asunto de instituciones humanas exclusivamente. El género humano, una vez las cosas a su disposición, puede usar individual o colectivamente de ellas como le plazca. Puede ponerlas a disposición de quien quiera y en cualesquiera condiciones. Además, en el estado social, en cualquier estado excepto el de aislamiento, cualquiera disposición acerca de ellas sólo puede realizarse por el consentimiento de la sociedad o, mejor aún, por el de aquéllos que disponen de su fuerza activa. Aun aquella persona que ha producido una cosa por su esfuerzo individual, sin ayuda de nadie, no puede disponer de ésta sino con permiso de la sociedad. No sólo la sociedad puede arrebatársela, sino que los individuos podrían y querrían arrebatársela con sólo que la sociedad permaneciera pasiva; si ésta no lo impide, o en masa, o empleando y pagando gente con el fin de impedir que aquél sea perturbado en la posesión. La distribución de la riqueza, por consiguiente, depende de las leyes y costumbres de la sociedad. Las reglas por las que se determina, son las opiniones y sentimientos que la parte directora de la sociedad establece, y son muy distintas en los diferentes tiempos y países y pueden ser aún más distintas si el género humano así lo decide.

Las opiniones y sentimientos de los hombres no son, indudablemente, materia de azar. Son consecuencias de las leyes fundamentales de la naturaleza humana combinadas con el actual estado de saber y experiencia, y las condiciones existentes de las instituciones sociales y de la cultura intelectual y moral. Pero las leyes de la generación de las opiniones humanas, no caen dentro del asunto de que nos ocupamos. Son parte de la teoría general del progreso humano, asunto más extenso y más difícil de investigar que la Economía Política. Aquí estamos considerando, no las causas, sino las consecuencias de las reglas conforme a las cuales es distribuida la riqueza. Aquéllas, por lo menos, están poco sujetas al arbitrio y tienen el carácter de leyes físicas casi tanto como las leyes de la producción. Los seres humanos pueden regir sus propios actos, pero no las consecuencias de sus actos, ya para sí propios ya para otros. La sociedad puede sujetar la distribución de la riqueza a las reglas que a su juicio sean mejores; pero cuales sean los resultados prácticos que se deriven de la operación de estas reglas, tienen que ser descubiertos como cualesquiera otras verdades físicas o mentales, por la observación y el razonamiento.

Procedamos, pues, a considerar los diferentes modos de la distribución del producto de la tierra y del trabajo que han sido adoptados en la práctica o pueden ser concebidos en teoría.»30

En toda la balumba de tratados económicos que he examinado, ésta, hecha por un hombre hacia el cual tengo gran estima, es la mejor tentativa de explicación que conozco de lo que verdaderamente se significa en Economía Política por leyes de la distribución. Y no es pequeño testimonio de la superioridad de Mill sobre aquéllos que desde el tiempo de Adam Smith le han precedido, y aquéllos que desde su propio tiempo le han seguido con los tratados que en nuestros colegios y escuelas gozan de autoridad, que aquél haya sentido que estaba obligado a intentar esa explicación. Pero esta tentativa pone de relieve claramente el carácter anticientífico de lo que ha pasado y pasa todavía como exposiciones de la ciencia de la Economía Política. En ella se dice deliberadamente que las leyes cuyo descubrimiento es el objeto de la Economía Política, son, en la primera parte de las indagaciones de ésta, leyes naturales, pero en la última y prácticamente la más importante parte de aquellas indagaciones, leyes humanas. Una Economía Política de esta clase es tan incongruente como la imagen que turbó a Nabucodonosor, con la cabeza de oro y los pies parte de hierro y parte de barro, porque en la primera parte, su asunto capital es la ley natural, y, en la última, y prácticamente más importante, la ley humana.

Examinemos este razonamiento cuidadosamente, porque está hecho en favor de la Economía Política corriente por un hombre que desde su año duodécimo ha sido solícitamente instruido en lógica sistemática, y que antes de que escribiera esto había alcanzado la más alta reputación como lógico por una gran obra de lógica sistemática enseñada y aceptada hoy por los profesores de Economía Política, en las Universidades y Colegios donde cursan la lógica sistemática como una parte de sus estudios.

Hacer este examen es ver que la plausibilidad del razonamiento viene de esta proposición capital: «El género humano, una vez las cosas aquí, puede hacer de ellas individual o colectivamente lo que guste». Evidentemente, esto es lo que en el pensamiento de Mill mismo y en el de los profesores y estudiantes que desde entonces han seguido sus principios de Economía Política, les ha parecido prueba incontestable de que aunque las leyes de la producción puedan ser leyes naturales, las leyes de la distribución son leyes humanas. Porque en sí misma, esta proposición, es un axioma. Nada, verdaderamente puede ser más claro que «los hombres, una vez las cosas aquí, pueden individual o colectivamente hacer de ellas lo que gusten». Es decir, que una vez producida la riqueza, las leyes humanas pueden distribuirla como la voluntad humana ordene.

Sin embargo, aunque esta proposición de que el género humano, una vez las cosas a su disposición, puede hacer de ellas lo que guste es en sí misma irrefutable, el razonamiento en que se introduce es un relevante ejemplo de la falacia llamada por los lógicos petitio principii, o petición de principio. La cuestión que Mill discute, es si lo que en Economía Política se llama la distribución de la riqueza es asunto de ley natural o de ley humana, y lo que hace es citar el hecho de que en aquello que en la ley humana se llama distribución de la riqueza los hombres pueden hacer su gusto, e inducir de aquí que la distribución de la riqueza, en el sentido económico del término, es asunto de ley humana, «un problema de instituciones humanas exclusivamente».

Tal falacia no hubiera sido Propuesta Por Mill, que era un lógico eminente, ni hubiera corrido entre los lógicos cultos que, desde su tiempo, separándose de la lógica, han escrito tratados de Economía Política, si no hubiera sido por el hecho de que en la Economía Política clásica, la verdadera naturaleza de la distribución de la riqueza, ha sido obscurecida y el problema de su relación con las leyes naturales absolutamente ignorado. Permitidme probar esto:

El significado original de la palabra distribución es el de división en o entre. La distribución es, por tanto, una acción que presupone un esfuerzo de la voluntad e implica un poder de dar que lo haga efectivo. Ahora bien, en cuanto a las cosas que ya están aquí, es decir, en cuanto a la riqueza que ha sido ya producida, es perfectamente claro que su división o distribución entre los hombres es determinada enteramente por la voluntad humana, apoyada por la fuerza humana. Con tal distribución la Naturaleza no se relaciona y no toma parte en ella. Las cosas ya existentes, la riqueza ya producida, pertenece a la naturaleza sólo en lo que hoy los lógicos llamarían su accidente, la materia. Pero aunque todavía están sujetas a leyes materiales, tales como la ley de la gravitación, quien las poseerá o disfrutará es asunto simplemente de la voluntad o fuerza humanas. Los hombres pueden ponerlas a disposición de quien quieran, o en las condiciones que les plazca.

Así, la distribución en este sentido, la distribución de las cosas ya existentes, es verdaderamente asunto exclusivo de la voluntad y poder humanos. Si yo quiero conocer la ley de la distribución en este sentido de ley humana, no puedo acudir a la Economía Política sino que donde las instituciones reguladoras no se hayan desenvuelto o estén perturbadas, tengo que mirar, la voluntad de los más fuertes. Cuando se trata de sociedad civilizada, hay instituciones humanas que deciden entre quiénes será dividida la riqueza, como por ejemplo, en el caso de un insolvente, en el caso de una herencia o en el caso de propiedad discutida, y las leyes civiles que rigen tal distribución se encontrarán en el estatuto, escrito o impreso, en las decisiones de los jueces o en las tradiciones de sus necesidades comunes. Esto ocurre en los casos de disputa autoritariamente resuelta por los tribunales, y se realiza por los jueces y magistrados u otros funcionarios que disponen del poder coactivo del Estado con sus sanciones de embargo de la propiedad y de las personas, multas, prisiones y muerte.

Pero desde su más ruda expresión, donde lo que se obtiene es


«La vieja regla de oro,
...el sencillo plan,
que cada uno tomará aquello para que tenga poder,
y conservará lo que pueda»,

a las sociedades donde existen los más complicados mecanismos para la declaración y el mantenimiento de las leyes humanas de la distribución, tales leyes de la distribución siempre están y siempre tienen que estar basadas sobre la voluntad y fuerza humanas.

¿Cómo, pues, podemos hablar de leyes naturales de distribución? Las leyes de la Naturaleza no están escritas, ni impresas, ni grabadas en pilares de piedra o de bronce. No hay Parlamento, ni Asamblea, ni Congreso para establecerlas, ni jueces para declararlas, ni funcionarios para imponerlas. ¿Qué, pues, es lo que nosotros significamos por leyes naturales de la distribución de la riqueza? ¿Cuál es el modo o método por el cual, ajeno a la intervención humana, puede decirse que la riqueza es distribuida por ley natural y sin intervención humana entre los individuos o clases de individuos? Esta es la dificultad que no habiendo sido esclarecida en las obras de Economía Política, ha dado plausibilidad al supuesto en que, la Economía clásica ha caído al afirmar que las únicas leyes de la distribución de que la Economía Política puede tratar, no son, en manera alguna, leyes naturales, sino leyes humanas, afirmación que tiene que dar por conclusa cualquier ciencia de la Economía Política en la producción.

Leyes de la Naturaleza, como se explicó en la primera parte de esta obra (libro I, cap. VIII), son los nombres que nosotros damos a las invariables uniformidades de coexistencia y sucesión que encontramos en las cosas externas y que nosotros llamamos leyes de la Naturaleza porque nuestra razón percibe en ellas el testimonio de una voluntad originaria anterior y superior a la voluntad humana. Permitidme que llame en ayuda de esto al más potente instrumento de la Economía Política, el experimento imaginativo, para ver si no encontramos testimonio de tales leyes de la Naturaleza, las únicas leyes de que una verdadera ciencia de la Economía Política puede tratar en el problema de la distribución de la riqueza.

Una alteración en las arenas del desierto descubre a una tribu errante riqueza producida en una civilización muerta desde ha mucho: anillos, monedas, brazaletes, piedras preciosas y mármoles delicadamente tallados. Las cosas están aquí, han sido producidas. Los hombres de la tribu pueden, individual o colectivamente, hacer con ellas lo que les plazca; pueden ponerlas a disposición de quien gusten y en cualesquiera condiciones. La Naturaleza no intervendrá. La desierta arena o el desierto espacio, los vientos que los envuelven y cruzan, el sol y la luna y las estrellas que brillan sobre ellos, los seres vivientes que rondan o se deslizan por ellos no harán manifestación alguna, sea lo que fuere lo que los beduinos prefieran hacer con la riqueza que extraen, que ya hace siglos fue producida.

Pero las cosas recientemente producidas este día o este minuto, están tan verdaderamente aquí como las cosas producidas hace siglos. ¿Por qué los hombres no podrán hacer individual o colectivamente con ellas lo que les plazca, ponerlas a disposición de quien gusten y en las condiciones que prefieran? Podrían hacerlo así sin mayor resistencia por parte de las cosas mismas o de la naturaleza externa que el que encuentra el pillaje de las tumbas egipcias por los beduinos. ¿Por qué los hombres civilizados no saquean los productos de la granja, de la mina o del molino en cuanto aparecen? La ley humana no opone dificultades a tal acción colectiva, porque la ley humana no es más que una expresión de la voluntad humana colectiva, y cambia o cesa con los cambios de esta voluntad. La ley natural, en cuanto está comprendida en lo que llamamos ley física, tampoco opone objeción: las leyes de la materia y la energía, en todas sus formas y combinaciones, no se cuidan de la propiedad humana.

Sin embargo, no se necesita ser economista para comprender que, si en cualquier país, los productos de una civilización viviente fuesen tratados como los beduinos tratan los productos de una civilización muerta, el rápido resultado sería fatal para esa civilización; serían la miseria, el hambre y la muerte del pueblo, individual y colectivamente. Este resultado vendría con absoluta independencia de la ley humana. Igual sería que la apropiación de «las cosas existentes» sin la voluntad del productor se hiciera contra la ley humana o bajo la sanción de la ley humana; los resultados serían los mismos. En el momento en que los productores vieran que lo que ellos producían podía serles arrebatado sin su consentimiento, cesarían de producir y comenzaría la penuria. Evidentemente, pues, este inevitable resultado no es consecuencia de la ley humana, sino consecuencia de la ley natural. No una consecuencia de las leyes naturales de la materia y del movimiento, sino una consecuencia de leyes naturales de diferente clase, leyes no menos inmutables que las leyes naturales de la materia y del movimiento.

Porque las leyes naturales no están todas comprendidas en lo que llamamos leyes físicas. Al lado de las leyes de la Naturaleza que se refieren a la materia y energía, hay también leyes de la Naturaleza concernientes al espíritu, al pensamiento y a la voluntad. Y si tratáramos los productos útiles de la granja, la mina, los molinos, las fábricas, como podríamos tratar los productos de una civilización muerta, sentiríamos la resistencia de una inmutable ley de la Naturaleza cuando nos pusiéramos en contradicción con la ley moral.

Esto no es decir que cualquiera división de la riqueza que los hombres, individual o colectivamente, prefieran hacer, será estorbada o impedida. Una vez aquí las cosas, una vez existentes, están a la absoluta disposición de los hombres actuales, y «aquéllos pueden ponerlas a disposición de quien gusten y en cualesquiera condiciones». Cualquiera resistencia de la ley moral de la Naturaleza a su acción, no se manifestará en sí misma o en relación con aquellas mismas cosas, pero se manifestará en lo futuro restringiendo o impidiendo la producción de tales cosas. Estas, una vez producidas, están, pues, aquí, ya existentes y pueden ser distribuidas como los hombres quieran. Pero las cosas sobre las cuales las leyes naturales de la distribución ejercen su dominio, no son las cosas ya producidas, sino las cosas que están siendo o van a ser producidas.

En otras palabras, la producción en Economía Política no puede ser concebida como algo que avanza durante algún tiempo y después se detiene, cuando su producto, la riqueza, ha venido al ser; ni puede ser concebida como algo relativo exclusivamente a una producción que está acabada y hecha. La producción y distribución juntamente, deben ser concebidas en realidad como algo continuo, parecido, no a la extracción de agua de un cubo, sino a la extracción de agua por medio de un grifo o, mejor aun, a la conducción de agua hasta una cumbre por medio de una cañería curva o sifón, del cual, el brazo más corto, corresponde a la producción y el más largo a la distribución. Está en nuestra mano obstruir el brazo más largo de la cañería en cualquier punto intermedio y tomar el agua que ya está allí, pero en el momento en que lo hagamos, la continuidad de la corriente se interrumpe y el agua cesa de fluir.

Producción y distribución son, de hecho, no cosas diferentes, sino dos partes mentalmente distinguibles de una misma cosa: el esfuerzo del trabajo humano para la satisfacción del deseo humano. Aunque materialmente distinguibles, están tan estrechamente relacionadas como los brazos del sifón. Y como la salida del agua por la rama mas larga del sifón es la causa de la entrada del agua por la más corta, así la distribución es, realmente, la causa de la producción, no la producción la causa de la distribución. En las circunstancias habituales las cosas no son distribuidas porque han sido producidas, sino que han sido producidas a fin de que puedan ser distribuidas. Así, interrumpir la distribución de la riqueza es interrumpir la producción de la riqueza, y muestra sus efectos disminuyendo la producción.

Usemos nuevamente la analogía con nuestro organismo corporal. La sangre está con el cuerpo humano en las mismas relaciones que la riqueza con el cuerpo social, distribuyendo al través de todas las partes del organismo físico potencias afines a las que lleva la riqueza al través del organismo social. Pero aunque los órganos que distribuyen esta vital corriente son distintos de los órganos que la producen, sus relaciones son tan íntimas, que toda seria intervención en la distribución de la sangre, es necesariamente intervenir en su producción. Si dijéramos de la sangre que pasa al gran órgano impelente, el corazón: «ha sido producida, está aquí y podemos hacer de ella lo que queramos», y actuando conforme a esta frase, desviáramos su curso al través de los órganos de de la distribución, a la vez cesaría de funcionar la gran bomba, y los órganos de producir la sangre perderían su poder y comenzarían a descomponerse.

Y así como taladrar el corazón y desviar del natural curso de su distribución la sangre ya producida es acarrear la muerte del organismo físico del modo más rápido y cierto, así, interrumpir la ley natural de la distribución de la riqueza es acarrear una muerte parecida del organismo social. Si buscamos la razón por la cual se han arruinado ciudades y han muerto civilizaciones, la encontraremos en esto.




ArribaAbajoCapítulo III

La percepción común de la ley natural en la distribución


Exponiendo la percepción común e inextirpable de las leyes naturales de la distribución

Mill admite la ley natural en su razonamiento acerca de que la distribución es materia de leyes humanas.-Secuencia y consecuencia.-La voluntad humana y la voluntad manifiesta en la Naturaleza.-Inflexibilidad de las leyes naturales de la distribución.-Impotencia de la voluntad humana para afectar a la distribución.-Prueba de esto en las tentativas de influir en la distribución restringiendo la producción.-Confusión de Mill y su elevado carácter.

Era imposible que un hombre de la agudeza lógica y del saber de John Stuart Mill aceptara, defiriendo a las opiniones preconcebidas, y justificara por tan transparente sofisma, una conclusión tan incongruente como la de que mientras las leyes de la Economía Política relativas a la producción son leyes naturales, las referentes a la distribución, son leyes humanas, sin tener, al menos, un vislumbre de la verdad. Y algo semejante a un destello parcial encontramos en la última parte del razonamiento que en el anterior capítulo hemos trasladado por entero.

Para presentar esto más claramente, dejadme reproducirlo otra vez, poniendo entre paréntesis las frases a que hace referencia y escribiendo con bastardilla las palabras merecedoras de una especial atención directa.

«Tenemos que considerar aquí (en Economía Política), no las causas, sino las consecuencias de las reglas (humanas), conforme a las cuales la riqueza puede ser distribuida. Aquéllas (consecuencias), por lo menos, dejan tan poco margen al arbitrio y tienen carácter de leyes físicas, tanto como las leyes de la producción. Los seres humanos pueden regular sus propios actos, pero no las consecuencias de sus actos, ya para sí mismos ya para otros. La sociedad puede sujetar la distribución de la riqueza a cualesquiera reglas que crea las mejores, pero los resultados prácticos que provendrán de la oposición de estas reglas, tienen que ser descubiertos como cualesquiera otras verdades físicas o mentales por la observación y el razonamiento».

Aquí tenemos lo que apenas podía esperarse del autor del sistema de Lógica, de Mill, un ejemplo de aquel uso impropio de la palabra consecuencia, cuando lo que realmente significa es secuencia, a que me he referido en el capítulo VIII del libro I.

Recordaré lo que se dijo: «Una secuencia es: lo que sigue. Decir que una cosa es secuencia de otra es decir que tiene con su antecedente una relación de sucesión o de venir después, pero no es necesariamente decir que esta relación es invariable o causal. Pero una consecuencia es lo que se sigue de. Decir que una cosa es consecuencia de otra, es realmente decir que tiene con su antecedente, no sólo una relación de sucesión, sino de invariable sucesión, la relación propiamente llamada de efecto a causa».

Nuestra propensión a preferir la palabra más fuerte, lleva el lenguaje común al frecuente uso del vocablo consecuencia, cuando lo único que verdaderamente se significa es secuencia, o a hablar de un resultado como de consecuencia de algo que sabemos que no puede ser más que uno de los elementos causales para producirla. Si un muchacho rompe un cristal tirando una piedra a un gato o un hombre se ahoga bañándose, estaremos propicios a hablar de una cosa como consecuencia de otra, aunque sabemos que constantemente están tirando piedras a los gatos sin romper cristales y que los hombres se bañan sin ahogarse, y que el resultado en estos particulares casos no es debido a la acción humana únicamente, sino a la concurrencia de esta con otras causas, tales como la fuerza y dirección del vierto o la marca, la atracción de la gravitación, etc. Esta tendencia a un vago uso de la palabra consecuencia es de pequeña o ninguna importancia en el lenguaje común, en el cual, lo que realmente se significa, se entiende bien; pero se convierte en una fatal fuente de confusiones en los escritos filosóficos en que es necesaria la exactitud, no sólo para que el escritor sea entendido por el lector, sino para que él mismo pueda realmente entenderse.

Ahora bien, ¿cuáles son las cosas de que Mill habla aquí como de consecuencias de las reglas humanas conforme a las cuales puede ser distribuida la riqueza: las cosas que (y no las causas de las reglas humanas) tenemos, dice él, que considerar en Economía Política y que, nos dice, que tienen el carácter de leyes físicas, tanto como las leyes de la producción y «han de ser descubiertas como cualesquiera otras verdades mentales por la observación y el razonamiento? Estas siguen y son así secuencia de la acción humana, o como Mill posteriormente las denomina, «resultados prácticos», apareciendo con invariables uniformidades en el actual desenlace de los esfuerzos de los hombres para regular la distribución de la riqueza. Sin embargo, aunque son secuencias, no son evidentemente consecuencias de la acción humana. Decir que los seres humanos pueden regular sus propios actos, pero no lo que se sigue de esos actos, es negar las leyes de la causalidad. Desde el momento en que estas invariables uniformidades que aparecen en los resultados prácticos o secuencias de la acción humana no pueden ser relacionados como efectos con la acción humana como causa, no son aquéllas, propiamente, consecuencias de la acción humana, sino consecuencias de algo independiente de la acción humana.

La verdad que Mill vagamente percibe y confusamente establece en estas cláusulas, está en contradicción directa con su afirmación de que la distribución de la riqueza es asunto de instituciones humanas exclusivamente. Es que la distribución de la riqueza no es materia de instituciones humanas exclusivamente y no depende de las leyes y costumbres sociales únicamente; pues aun cuando los seres humanos puedan regular sus propios actos relativos a la distribución de la riqueza y forjar para sus actos las leyes que la parte directora de la sociedad desee, sin embargo, los resultados prácticos no dependerán de esta acción humana únicamente, sino de ésta combinada y dominada por otro más permanente y poderoso elemento: algo independiente de la acción humana que modifica los resultados prácticos de la acción humana hacia la distribución de la riqueza, como la gravitación modifica la trayectoria de una bala de cañón.

Ahora bien, estas invariables secuencias que surgen en los resultados prácticos de la acción humana, y que nosotros sólo conocemos como efectos y no pueden referirse a la acción humana como causa, estamos obligados por la mental necesidad que pide una causa para cada efecto a referirla a un antecedente causal en la naturaleza de las cosas, que es, como se explica en el libro I, lo que llamamos una ley de la Naturaleza. Es decir, las invariables uniformidades que modifican los efectos de toda acción humana, según Mill confusamente reconoce en aquellas cláusulas, son precisamente lo que percibiéndolas como manifestaciones de una voluntad más alta que la humana, llamamos leyes de la Naturaleza o leyes naturales.

La definición de una ley de la Naturaleza, por Mill (Sistema de Lógica, libro III, capítulo IV), es: una uniformidad en el curso de la Naturaleza, comprobada por lo que se considera una inducción suficiente y reducida a su más sencilla expresión. Así, si la observación y el razonamiento descubren en los fenómenos actuales o resultados prácticos de la acción humana en la distribución de la riqueza, uniformidades que estorban o destruyen el efecto de la acción humana, no conforme exactamente con ellas, estas son las leyes naturales de la distribución, tan claramente como las secuencias o uniformidades análogas que la observación y el razonamiento descubren en los fenómenos de la producción son las leyes naturales de la producción. Y aquello acerca de lo cual Mill vagamente discurrió y confusamente escribió, son claramente las mismas leyes naturales de la distribución que él dice que no existen.

En verdad, la distribución de la riqueza no es «asunto de instituciones humanas únicamente» más que lo es la producción de la riqueza. Que los seres humanos pueden regular sus propios actos es tan verdad en un caso como en otro, pero sólo en el mismo sentido y en el mismo grado. Nuestra voluntad es libre. Pero la voluntad humana únicamente puede afectar a la naturaleza externa aprovechándose de las leyes naturales de las que el nombre mismo que les damos entraña el reconocimiento de una voluntad más alta y más constante. Un muchacho puede arrojar una piedra o un artillero disparar un cañonazo a la luna. Si el resultado dependiera únicamente de la acción humana, ambas, la piedra y la bala, llegarían a la luna. Pero el imperio de la ley natural-sin cuya conformidad ni aun acciones como dirigir una piedra o disparar un cañón pueden realizarse,- continúa modificando los resultados y haciendo caer ambas otra vez al suelo, la una a pocos pies, la otra a pocos millares de pies.

Y las leyes naturales que la Economía Política descubre, llamémoslas leyes de la producción o leyes de la distribución, tienen la misma prueba, la misma sanción y la misma constancia que las leyes físicas. Las leyes humanas cambian, pero las leyes naturales permanecen las mismas ayer, hoy y mañana, indefinidamente; manifestaciones para nosotros de una voluntad que, aun cuando nosotros no podemos conocerla directamente por medio de los sentidos, podemos, sin embargo, ver que nunca se obscurece ni duerme y reconocer que no cambia en un tilde o ápice.

Si puedo probar que esta inflexibilidad ante el esfuerzo humano es la característica de las leyes de la distribución que la Economía Política trata de descubrir, habré probado final y concluyentemente, que las leyes de la distribución no son leyes humanas, sino naturales. Para probarlo no es necesario sino apelar a hechos de conocimiento vulgar.

Ahora bien, las tres grandes leyes de la distribución, reconocidas por todos los economistas, aunque algunas veces las coloquen en diferente orden, son: la ley de los salarios, la ley del interés y la ley de la renta. Entre esos tres elementos o factores es dividido, por ley natural, el total resultado de la producción. Naturalmente que yo no quiero decir que la ley humana no pueda tomar algo de aquella parte que, conforme a la ley natural de la distribución, debe ser disfrutada por un hombre o grupo de hombres y dársela a otros, porque, como ya he dicho, toda riqueza o cualquier riqueza, desde el momento en que está producida, se halla enteramente a la disposición de la ley humana y los hombres pueden hacer con ella lo que gusten. Lo que quiero decir, es que la ley humana es absolutamente impotente para alterar directamente la distribución, de modo que el trabajador, como tal trabajador, gane más o menos salarios; el capitalista, como tal capitalista, más o menos interés, y el propietario, como propietario, más o menos renta, ni alterar de ninguna manera las condiciones de la distribución fijadas por la ley natural bajo las condiciones económicas existentes. Esto se ha procurado una y otra vez por los más fuertes gobiernos y todavía trátase de hacerlo, en cierta medida, pero siempre inútilmente.

En Inglaterra, como en otros países, se ha intentado en varias épocas regular los salarios por la ley, unas veces disminuyéndolos y otras aumentándolos, por bajo o por cima del nivel fijado en aquella época por la ley natural. Pero se encontró que en aquel caso ninguna ley pudo impedir que el trabajador pidiera y los patronos pagaran más que este tipo legal, cuando la ley natural, o como usualmente se dice, la ecuación de la demanda y la oferta, hacen los salarios más altos; y que ninguna ley, ni aun apoyada por concesiones en auxilio de los salarios, como se hizo en Inglaterra durante los comienzos de esta centuria, pudo en el caso opuesto mantener los salarios a un tipo más alto. Lo mismo ha ocurrido con el interés. Ha habido innumerables intentos de mantener bajo el interés, y el Estado de Nueva York conserva todavía en sus Códigos una ley limitando, aunque con innumerables agujeros, el tipo del interés al seis por ciento. Pero tales leyes nunca han triunfado, ni tampoco ahora consiguen mantener el interés por bajo del tipo natural. Los prestamistas reciben y los deudores pagan este tipo en forma de ventas, premios, descuentos y bonos, donde la ley les prohíbe hacerlo abiertamente. Así también en el caso de la renta. El Parlamento británico ha intentado recientemente reducir la renta agrícola en ciertos casos en Irlanda, estableciendo funcionarios con facultades para fijar «renta equitativa» que será pagada por el arrendatario al propietario. En ciertos casos han rebajado los ingresos de ciertos propietarios, pero no han disminuido la renta. Simplemente han dividido lo que antes iba al propietario entre él y los colonos existentes, y un nuevo colono tiene que pagar parte de renta al propietario y parte, como arrendamiento, al colono existente, pagando por el uso de la tierra tanto como le hubieran exigido si esta tentativa de reducir la renta no hubiera sido hecha.

Y lo mismo ha acontecido con los esfuerzos de las leyes humanas para fijar y regular los precios, los cuales contienen las mismas grandes leyes de la distribución en formas combinadas. La ley humana es siempre poderosa para que se haga la voluntad de los hombres con lo ya producido, pero no puede afectar directamente a la distribución. Esto sólo puede lograrse al través de la producción.

Nada, en verdad, puede ser más incompatible con las percepciones comunes que esta noción en que los economistas profesionales han caído, de que la distribución de la riqueza es menos asunto de la ley natural que la producción de la riqueza. El hecho es (la razón de este hecho será estudiada después) que las percepciones comunes de los hombres admiten la inmutabilidad de las leyes naturales de la distribución más exacta y más ciertamente que la de las leyes naturales de la producción. Si miramos a la legislación por la cual la parte directora de nuestras sociedades ha procurado afectar a la distribución de la riqueza, encontraremos que (como si tuviera conciencia de su incapacidad para ello), rara vez, si lo ha hecho alguna, ha tratado de afectar directamente a la distribución de la riqueza; pero ha procurado influir indirectamente al través de la producción.

Una Isabel o un Jacobo de Inglaterra desearon alterar las fórmulas prácticas de la distribución de la riqueza en favor de un Essex o un Villiers y, para conseguirlo, impusieron restricciones sobre la producción de las cintas de oro o las cartas de juego. Un zar ruso deseó alterar la distribución de la riqueza en favor de uno de sus boyardos y persiguió este fin dando a su favorito la propiedad de una extensión de tierra, y prohibiendo a los campesinos que la abandonaran, impidiendo así que se dedicaran a la producción sino en los dominios de aquél. O para acercarnos más al presente en tiempo y lugar, un Carnegie o un Wharton desearon alterar la distribución en su favor, tan ampliamente que pudieran fundar bibliotecas y dotar cátedras de Economía Política (?); procuraron lograrlo obteniendo del Congreso que restringiera la producción de hierro y acero o níquel, imponiendo sobre ellos derechos de importación.

Pero no es únicamente en las frases que yo he transcrito donde Mill acusa una vaga percepción de que las leyes de la distribución de la riqueza que a la Economía Política corresponde propiamente descubrir, son leyes naturales, no leyes humanas. Aunque no rectifica su aserto de que «la distribución de la riqueza depende de las leyes y costumbres de la sociedad» y formalmente procede «al estudio de los diferentes modos de distribución del producto de la tierra y el trabajo que han sido adoptados en la práctica o pueden ser concebidos en teoría», sin embargo, lo encontramos después (en el libro II, capítulo III, sección primera), hablando de leyes conforme a las cuales «el producto se distribuye a sí propio por la espontánea acción de los intereses a que concierne». Si hay leyes, conforme a las cuales el producto se distribuye a sí mismo, éstas, ciertamente, no pueden ser leyes humanas. El rey Canuto, hemos dicho, trató una vez, por un edicto, de hacer volver las corrientes; pero, ¿quién ha soñado jamás que por un ukase o un iradé, una ley del Parlamento o una resolución del Congreso, se pudiera conseguir que el producto, sean casas, metales, trigo, heno o aun cerdos o ganado, se distribuya espontáneamente?

La verdad es que, en la larga discusión acerca de la distribución de la riqueza, que en los Principios de Economía Política, de John Stuart Mill, sigue a lo que he citado, nunca se acomoda aquél a lo que terminantemente ha establecido de que la distribución es materia de disposiciones humanas únicamente y depende de las leyes y costumbres sociales; ni tampoco se ajusta a lo que confusamente admite: que es materia de ley natural. Pasando a un estudio del origen de la propiedad privada en la ley humana, y principiando por el Comunismo y Socialismo, los Morabitos, Rapistas, los discípulos de Luis Blanco y de Cabet, Sansimonismo y Fourierismo, divaga mezclando lo que propiamente pertenece a la ciencia de la Economía Política con discusiones sobre la competencia y costumbres, esclavitud, propietarios rurales, aparceros, colonos, los medios de abolir el arrendamiento rural y los remedios populares para los bajos salarios, sin dar claramente las leyes de la distribución ni decir cuáles sean. Y el lector que desee descubrir lo que el más capaz y el más sistemático de los economistas clásicos toma por leyes de la distribución de la riqueza tiene que acompañarle al través de esta masa de disertaciones contenidas en unos cuarenta capítulos o más de seiscientas páginas y, finalmente, obtenerlas por sí propio, sólo para encontrar, cuando lo logre o crea que lo ha logrado, que no se corresponden entre sí.

Como he dicho, sólo hablo de John Stuart Mill como del mejor ejemplo de lo que ha pasado como exposición científica de la Economía Política. La misma ausencia de verdadero método científico, que es decir la misma falta de orden y precisión, encontramos al tratar la distribución en todos los tratados de la escuela de economistas ahora llamada Escuela Clásica, de la que Mill puede considerarse el punto culminante. Y se halla en grado aun peor en la llamada escuela histórica o austriaca, que desde recientes años ha sucedido a la escuela de Mill en todas nuestras grandes Universidades. Realmente se encuentran tan por bajo de los predecesores, hacia los que afectan desdén, que ni siquiera intentan mostrar orden y precisión. A cualquiera le inspiraría un contraste económico análogo al del «Hiperión a un Sátiro», de Hamlet, comparar los Principios de Economía Política, de John Stuart Mill, con los más presuntuosos de los recientes Principios de lo Económico.




ArribaAbajoCapítulo IV

La verdadera diferencia entre las leyes de la producción y las de la distribución


Exponiendo que la distribución se refiere a la ética, y la producción no

Las leyes de la producción son leyes físicas.-Las leyes de la distribución, leyes morales.-Referentes sólo al espíritu.-Por esta razón se conoce más rápida y claramente el carácter inmutable de las leyes de la distribución.

Mill está evidentemente equivocado en la distinción que trata de hacer entre producción de la riqueza y distribución de la riqueza, con respecto a la índole de las leyes cuya investigación se propone esta parte de la Economía Política.

Pero hay una importante diferencia entre ellas que, aunque aquél no lograra percibirla, probablemente yace en el origen de su vaga noción de que las leyes de la producción y las leyes de la distribución son de diferentes clases. Es que en la rama de la ciencia que trata de la distribución de la riqueza las relaciones de la Economía Política con la ética son más claras y más estrechas que en la rama que trata de la producción.

En una palabra, la distinción entre las leyes de la producción y las leyes de la distribución no es como erróneamente enseñan los profesionales de la Economía Política, que uno de los grupos de leyes son leyes naturales y el otro leyes humanas. Ambos conjuntos de leyes, son leyes naturales. La verdadera distinción se puntualiza en el último capítulo, y es que, las leyes naturales de la producción son leyes físicas y las leyes naturales de la distribución son leyes morales. Y esto es lo que nos permite ver en la Economía Política más claramente que en cualquiera otra ciencia que el gobierno del universo es un gobierno moral que tiene su cimiento en la justicia, o, para expresar esta idea en términos adecuados a las sencillas inteligencias, que el Señor nuestro Dios es un Dios justo.

Al considerar la producción de la riqueza tratamos de leyes naturales de las que sólo podemos preguntar qué son, sin aventurarnos a suscitar la pregunta de qué deben ser. Aun cuando pudiéramos imaginar un mundo en que seres como nosotros pudieran existir y satisfacer sus deseos materiales de otro modo que aplicando el trabajo a la tierra bajo relaciones de uniformes secuencias, no distintas substancialmente de aquellas invariables secuencias de materia, de movimiento, de vida, de ser, que denominarnos leyes físicas, no podemos aventurarnos a aplicar a estas leyes físicas, de las cuales sólo podemos decir primariamente que existen, ninguna idea de deber. Aun en materias respecto de las cuales podemos imaginar diferencias considerables entre las uniformidades físicas que observamos en este mundo y aquéllas que tienen que existir en un mundo en otros respectos semejante a éste-tales, por ejemplo, como habrían de producirse por un cambio en la distancia de nuestra tierra al sol o en la inclinación de su eje en la elíptica o en la densidad de su envoltura atmosférica o aun por un cambio en tales uniformidades que nos parezcan envolver excepciones de una más general uniformidad, como la excepción del agua al enfriarse respecto de la ley general de contracción, excepción que causa una expansión en el punto de congelación-, nada hay en ellas que se refiera al derecho o a la justicia o que suscite en nosotros ninguna idea de derecho o deber.

Porque la idea del derecho o la justicia, el reconocimiento de derecho o deber, no tiene conexión ni relación con dos de los tres elementos o categorías en que mediante el análisis podemos resolver el mundo, según lo presentan a la conciencia nuestras facultades discursivas. Es decir, equidad o justicia, derecho o deber, no tienen relación ni pueden tenerla, ni con la materia ni con la energía, sino únicamente con el espíritu. Presupone voluntad consciente y no puede extenderse más allá de los límites en los cuales reconocemos o suponemos una voluntad con libertad para obrar.

Así es que, al considerar la naturaleza de la riqueza o la producción de la riqueza, no nos ponemos en contacto directo o necesario con la idea ética, la idea de equidad o de justicia. Sólo cuando pasamos o tratamos de pasar por cima de las invariables uniformidades de materia y movimiento a que damos el nombre de leyes de la Naturaleza, y las reconocemos en nuestro pensamiento como manifestaciones de un espíritu original o creador, para el cual nuestro nombre común es Dios, en sus relaciones con otros seres, aunque inferiores, esencialmente espirituales, puede tener esta idea de equidad o justicia puesto en aquella rama de la Economía Política que trata de la naturaleza de la riqueza o de las leyes de su producción.

Pero en el momento en que pasamos desde el estudio de las leyes de la producción de la riqueza al estudio de las leyes de la distribución de la riqueza, la idea de deber o derecho se convierte en primaria. Toda consideración de distribución entraña el principio ético; es necesariamente una consideración de derecho o deber, una consideración en que la idea de equidad o justicia va envuelta desde el primer instante. Y esta idea no puede ser verdaderamente concebida como limitada o sujeta a cambios, porque es una idea o relación como la idea del cuadro o del círculo o de las líneas paralelas que tienen que ser las mismas en cualquier otro mundo, por muy separadas que estén en espacio o tiempo, que en este mundo. No carece de razón el que, en nuestro uso vulgar de las palabras, hablemos de un hombre justo como de un «hombre cabal» o un «hombre recto». Como Montesquieu dice:

«La justicia es una relación de congruencia que realmente existe entre dos cosas. Esta relación es siempre la misma en cualquier ser que se considere, sea Dios, o un ángel, o el último de los hombres».

Esta es, a mi juicio, la razón del hecho a que en el capítulo segundo de este libro me refería: la de que el inmutable carácter de las leyes de la distribución es aún más rápida y claramente conocido, que el inmutable carácter de las leyes de la producción. Príncipes, políticos y Parlamentos intentan influir en la distribución, pero siempre tratan de hacerlo no afectando directamente a la distribución, sino afectando a la distribución indirectamente por medio de las leyes que directamente tocan a la producción.




ArribaAbajoCapítulo V

De la propiedad


Exponiendo que la propiedad se funda en la ley natural

La ley de la distribución tiene que ser la ley que determine la propiedad.-John Stuart Mill reconoció esto, pero, extendiendo su error, trató la propiedad como materia de instituciones humanas únicamente. Cita y examen de su afirmación.-Su teoría utilitaria.-Sus contradicciones posteriores.

Puesto que la distribución de la riqueza es una asignación de propiedad, las leyes de la distribución tienen que ser las leyes que determinen la propiedad de las cosas producidas. O, Para decirlo de otro modo, el principio que da la propiedad tiene que ser el principio que determina la distribución de la riqueza. Así, las que en Economía Política podemos llamar ley de la propiedad y ley de la distribución, no son únicamente leyes de la misma clase, surgiendo del mismo principio, sino que, en realidad, son diferentes expresiones de la misma ley fundamental. De aquí que considerando el origen y base de la propiedad, vengamos otra vez a la cuestión de si es la ley natural o son las leyes humanas las que a la ciencia de la Economía Política toca descubrir. Decir que la distribución de la riqueza es asunto de legislación humana exclusivamente, es decir que la propiedad no puede tener otra base que la ley humana; mientras que admitir cualquier base de la propiedad en las leyes de la Naturaleza es decir que la distribución de la riqueza es asunto de ley natural.

Otro testimonio de la superioridad de John Stuart Mill en perspicacia lógica es que parece haber sido el único de los economistas prestigiosos que han reconocido esta necesaria relación entre las leyes de la distribución y el origen de la propiedad.

La sección preliminar de su libro Distribución, sección de la cual ya he tomado copiosas citas, procede a considerar el origen de la propiedad, y los primeros dos capítulos de este libro se titulan De la Propiedad.

Pero persevera en el error. La misma falta de discriminación que le lleva a tratar de la distribución como asunto exclusivo de leyes humanas, le conduce a tratar de la propiedad como materia exclusiva de instituciones humanas. Por eso su estudio de la propiedad no le ayuda, como en otro caso lo haría, a ver la incongruencia del concepto de que mientras las leyes de la producción son leyes naturales, las leyes de la distribución son leyes humanas, sino que da a este error la apariencia plausible que un error puede comunicar a otro. Las contradicciones y confusiones pueden ser señaladas en su discusión de la propiedad lo mismo que en su discusión de la distribución.

Esto se manifiesta en el párrafo preliminar de su estudio sobre la propiedad, libro II, cap. I, sección 2.ª, que es como sigue:

«La propiedad privada, como institución, no debe su origen a ninguna de aquellas consideraciones de utilidad que cooperan al mantenimiento de ella, una vez establecida. Se conoce bastante de las edades primitivas, ya por la Historia, ya por los análogos estados sociales de nuestro tiempo, para saber que los tribunales (que siempre han precedido a las leyes) fueron originalmente establecidos, no para determinar derechos, sino para reprimir violencias y acabar con contiendas. Con este objeto capital a la vista, aquéllos dieron, naturalmente, suficiente eficacia legal a la ocupación primera, tratando como agresor a la persona que primitivamente inicia la violencia para arrebatar o intentar arrebatar a otro la posesión. La preservación de la paz, que fue el objeto primitivo del gobierno social, se alcanzó así. Mientras que confirmando a aquéllos que ya lo poseían, aún lo que no era fruto de su personal esfuerzo, se dio a ellos, y a otros, una incidental garantía de que serían protegidos en lo que lo era».

Niego todo esto. Está en completa contradicción con los hechos. Permítame el lector examinarlo y considerarlo. En la primera cláusula se nos dice que la propiedad privada no fue originada por consideraciones de utilidad. En la segunda, que los «Tribunales (que siempre preceden a las leyes) fueron establecidos originalmente, no para definir derechos, sino para reprimir las violencias y terminar contiendas». En la tercera, que estos lo hicieron tratando como agresor a la persona que inició la violencia. En la cuarta, que la preservación de la paz fue la finalidad primitiva de tales Tribunales, y que asegurando la posesión donde ésta no era justa, incidentalmente aseguraron lo posesión donde lo era.

Así, la primera cláusula, afirma que la propiedad privada no se originó por consideraciones de utilidad, y las tres cláusulas sucesivas que sí se originó por ello. Porque cuando toda consideración de justicia es eliminada, lo que queda como razón para preservar la paz, por la represión de la violencia y el término de las contiendas, ¿no es la consideración de utilidad? Lo que Mill nos dice es que la sociedad primitivamente actúa conforme al principio del maestro de escuela, que dice: «Si veo que alguien se pelea, no me detendré a preguntar quién tiene razón o no, sino que castigaré al muchacho que dé la primera queja, porque no quiero que haya desorden en la escuela». Si esto no es sustitución del principio del derecho por el principio de utilidad, ¿qué es? y a esta contradicción suya, Mill añade que, confirmando la posesión injusta, la sociedad garantiza incidentalmente la posesión justa. Algo tan imposible en la naturaleza de las cosas como que dos ferrocarriles se pasasen el uno al otro en un mismo trayecto.

El hecho es que Mill, en su estudio de la propiedad, secundó el afán de aquella filosofía utilitaria que trata de hacer que el principio de conveniencia reemplace al principio de justicia. El hombre no puede hacer compatible esto más de lo que puede vivir sin respiración, y Mill, en su intento de cimentar la institución de la propiedad sobre la ley humana, es llevado, a pesar de sí propio, al conocimiento de la ley moral y a hablar de recto y torcido, de derecho y no derecho, de justo e injusto. Ahora bien, estos son vocablos que implican una ley natural de moralidad. No pueden tener significado alguno si la conveniencia es la base de la propiedad y la ley humana su garantía. Las contradicciones de este párrafo se muestran en todo el estudio de la propiedad a que sirven de introducción. Aunque se esfuerza en considerar la propiedad como asunto exclusivo de instituciones humanas una y otra vez, sin embargo, encontramos a Mill forzado a abandonar esta posición y apelar a algo superior a las instituciones humanas: la equidad y la justicia.

Así, en lo que sigue al párrafo primero que he citado, encontramos afirmaciones enteramente contradictorias con la noción de que la propiedad tiene su origen en la conveniencia y es determinada por leyes humanas.

En la sección siguiente a aquélla en que nos dice que el origen de la propiedad no está en la justicia, sino en la conveniencia, no en el deseo de definir derechos, sino en el deseo de reprimir la violencia, se dice (las bastardillas son mías):

«Las organizaciones sociales de la Europa moderna comienzan por una distribución de la propiedad que fue el resultado, no de una justa participación o adquisición de la laboriosidad, sino de conquistas y violencias. Y a pesar de lo que la laboriosidad ha venido haciendo durante siglos para modificar la obra de la fuerza, el sistema conserva todavía muchos y grandes vestigios de su origen. Las leyes de la propiedad nunca, hasta ahora, se han conformado con el principio sobre el que se asienta la justificación de la propiedad privada. Aquéllos han hecho propiedad de cosas que nunca debieron ser propiedad, y propiedad absoluta, donde sólo una propiedad especial debiera existir».

Aquí se nos dice que, como cuestión de hecho, las leyes humanas sobre la propiedad no se originan en el propósito de reprimir la violencia, sino en la violencia misma; que aquéllas nunca se han conformado con lo único que nosotros podemos entender como ley natural de la propiedad, sino que han violado esta ley natural, tratando como propiedad cosas que conforme a ella no lo son. Porque decir que una ley humana debe ser diferente de lo que establezcan los Parlamentos, es decir que hay una ley natural por la cual las leyes humanas son contrastadas.

Cuál es verdaderamente esta ley natural de la propiedad, por la cual toda disposición humana es contrastada, Mill muestra poco después que tiene conciencia de ello, porque dice:

«En toda defensa que se hace de la propiedad privada, se supone que ésta significa la garantía para los individuos de los frutos de su propio trabajo y abstinencia».

Y esta base de un derecho natural de propiedad, un derecho que no es afectado por ninguna disposición humana y es independiente de éstas, se establece después aun más definida y claramente:

«La institución de la propiedad, cuando se limita a sus esenciales elementos, consiste en el reconocimiento en cada persona de un derecho a la exclusiva disposición de lo que él o ella han producido por sus propios esfuerzos, o recibido, ya como donativo, ya por equitativos convenios, sin fuerza o fraude de aquéllos que lo produjeron. El fundamento del conjunto es el derecho de los productores a lo que ellos mismos han producido. El derecho de propiedad implica, pues, la libertad de adquirir por contrato. El derecho de cada uno a lo que él ha producido entraña un derecho a lo que ha sido producido por otros, si es obtenido por el libre consentimiento de éstos».

Después de haber hecho estas concesiones a la ley natural, Mill se vuelve otra vez hacia la ley humana y apela al «imperativo categórico» de Kant, el deber de la ley moral para dar sanción bajo ciertas circunstancias a la ley humana, declarando que:

«La posesión que no ha sido legalmente discutida dentro de un moderado número de años, debe ser, como lo es por las leyes de todas las naciones, un título completo».

Así, reconociendo durante un instante la incongruencia de hacer la posesión legal, es decir, la posesión por virtud de la ley humana, equivalente a la posesión por virtud de la ley natural, continúa:

«Es casi innecesario indicar que estas razones para no inquietar actos de justicia de fecha antigua, no pueden aplicarse al sistema o instituciones injustas; porque una ley o uso malos, no son un acto malo del pasado remoto, sino una perpetua repetición de actos malos, mientras la ley o la costumbre permanezcan.

Ahora bien, Mill mismo ha hablado siempre de la propiedad como de un sistema o institución, lo cual es cierto. Y él, precisamente, ha afirmado antes que los actuales sistemas o instituciones de la propiedad tienen su origen en la violencia y la fuerza, y, por consiguiente, son ciertamente a sus propios ojos, injustos y malos. De aquí que lo que nos acaba de decir es, en claro idioma inglés, que no puede alegarse la razón de la prescripción en defensa de la propiedad condenada por la ley natural o moral. Esto es perfectamente verdad, pero está en completa contradicción con el aserto de que la propiedad es asunto de leyes humanas.




ArribaAbajoCapítulo VI

Causas de la confusión acerca de la propiedad


Exponiendo por qué y cómo los economistas caen en confusiones respecto de la propiedad

Mill, cegado por la afirmación previa de que la tierra es propiedad.- Aquél establece primero el verdadero principio de la propiedad, pero lo encubre después sustituyendo la palabra «tierra» en sentido económico por la misma palabra en su sentido vulgar.-Los diferentes sentidos de la palabra, ilustrados desde el muelle del puerto de New York.-Esfuerzos de Mill para justificar la propiedad de la tierra, con el único resultado de justificar la propiedad de la riqueza.

Permitidme que me detenga un momento antes de continuar en el examen del razonamiento de Mill. ¿Qué es lo que mantenía perplejo a este hombre, instruido en lógica y pensador probo, conduciéndole a tan completas contradicciones y confusiones cuando trató de buscar la base de la propiedad? Es evidentemente lo mismo que ha impedido a todos los economistas profesionales, a los que le han precedido y a los que le han seguido, establecer clara y sólidamente las leyes de la distribución o del origen de la propiedad. Es un supuesto previo que no se han decidido a abandonar: el supuesto de que la tierra tiene que ser incluida en la categoría de propiedad, dando puesto en las leyes de la distribución a la renta de los propietarios. Desde el momento en que la ley natural no puede admitir la propiedad de la tierra, han sido llevados a tratar de la distribución y de la propiedad como materia de institución humana exclusivamente para sostener este supuesto previo.

Mill, que aun cuando ofuscado por su filosofía utilitaria es, en muchos respectos, el más elevado de todos esos escritores, inició su investigación de la distribución de la propiedad con el mismo supuesto previo, para usar nuestra frase corriente, «con la misma cuerda atada a su leño». Se acostumbró como los demás lo han hecho -desde el verdaderamente grande Adam Smith hasta los más recientes proveedores de absurdos económicos en jerga anglo-germana- a mirar la propiedad de la tierra como la más cierta, la más permanente, la más tangible de todas las propiedades, aquélla que los abogados llaman propiedad real y que, en el lenguaje vulgar, donde la palabra «propiedad», sin calificativo, significa usualmente propiedad territorial, es admitida como la más alta expresión de la propiedad. Y su lógica no fue bastante fuerte para permitirle siquiera que pusiese sus rudas manos sobre aquello que para ingleses de su clase y de su tiempo era la más sagrada de las instituciones, lo que la misma Arca de la Alianza para el piadoso hebreo. En verdad, se acercó tanto discutiendo esto, que suscitó el espanto de sus contemporáneos, que en él vieron el más radical de los radicales por expresiones que bordeaban la verdad. Pero siempre se abstuvo de proclamarla.

La base real de la propiedad, la verdadera ley fundamental de la distribución es tan clara, que nadie que intente razonar puede ignorarla completa y lógicamente. Es la ley natural que da el producto al productor. Pero esto no puede abarcar la propiedad de la tierra. De aquí el persistente esfuerzo para encontrar el origen de la propiedad en la ley humana y su base en la conveniencia. Es indudable, que aun donde Mill habla de propiedad en general, como lo ha hecho en lo que hasta ahora yo he comentado, la verdadera causa de sus confusiones y contradicciones, es que siempre piensa en la propiedad de la tierra; pero el fracaso de su tentativa para poner esta especie de propiedad bajo la única justificación posible de la propiedad, el derecho del productor al producto, es aún más absolutamente clara cuando llega como hace en el cap. II, sección 3.ª, a tratar especialmente de ella.

Principia admitiendo otra verdad enteramente incompatible con derivar la propiedad de la conveniencia, diciendo:

«Nada está contenido en la propiedad, sino el derecho de cada uno a sus propias facultades».

Y después de algunas prolijas disquisiciones sobre el legado y la herencia, que no comentaré aquí para no distraer al lector del principal asunto, continúa otra vez:

«Siendo el principio esencial de la propiedad asegurar a todas las personas lo que han producido por su trabajo, y acumulado por su abstinencia, este principio no puede aplicarse a lo que no es producido por el trabajo: la materia bruta de la tierra».

La abstinencia no es hacer, sino no hacer, una restricción del consumo. Siendo el principio esencial de la propiedad asegurar a todas las personas lo que han producido por su trabajo, éste comprende, naturalmente, lo que habiendo sido producido por el trabajo es después acumulado por la abstinencia. Estas palabras «y acumulado por su abstinencia» son superfluas, no teniendo ni peso ni sitio en el razonamiento; pero su introducción es significativa en cuanto a la disposición de suponer que el capital es, más que el trabajo, el factor activo de la producción.

Pero aunque algo superflua en frases, esta afirmación es verdadera y clara. En el conflicto existente en el pensamiento de Mill, parece que la idea de que la base de la propiedad está en la ley natural al admitir el principio de que la propiedad no puede aplicarse a la tierra, ha dominado por fin, tanto la noción de que su base está en la ley humana, como el supuesto previo de que proviene dicha noción.

Pero esto es apenas por un instante. En la inmediata cláusula, no párrafo, y en la misma línea de la página impresa, el supuesto previo que le ha confundido recobra su poder, y Mill procede a explicar que el principio de la propiedad se aplica a la tierra. Hace esto porque en realidad, aunque sin duda inconscientemente, es un juglar de las palabras. Pero como su razonamiento es el arsenal discursivo para los economistas clásicos, lo citaré por entero, distinguiendo con bastardilla las cláusulas ya citadas:

«Siendo el principio esencial de la propiedad asegurar a todas las personas lo que han producido por su trabajo y acumulado, por su abstinencia, este principio no puede aplicarse a lo que no es producto del trabajo, las materias brutas de la tierra. Si la tierra derivase su poder productivo totalmente de la Naturaleza y en modo alguno del trabajo, o si hubiera algún medio de distinguir lo que proviene de cada una de dichas fuentes, no sólo no sería necesario, sino que sería suma injusticia dejar que los dones de la Naturaleza fuesen acaparados por los individuos. En realidad, el uso de la tierra en la agricultura, tiene que ser, durante algún tiempo, exclusivo por necesidad; ha de permitirse que coseche la misma persona que ha arado y sembrado; pero la tierra puede ser ocupada por una estación sólo como entre los antiguos germanos, o puede ser distribuida periódicamente a medida que aumente la población; o el Estado podrá ser el propietario universal y los cultivadores sus colonos, ya a plazo, ya indefinidamente.

Pero aunque la tierra no es el producto de la industria, lo son las más de sus cualidades valiosas. El trabajo, no sólo es requisito para usarla, sino casi igualmente para prepararla, el instrumento. Se requiere, frecuentemente, trabajo considerable al principio para allanar la tierra que ha de cultivarse. En muchos casos, aun allanada, su productividad es totalmente efecto del trabajo y del arte. La llanura de Bedford, produjo nada o casi nada hasta que se la drenó artificialmente. Las marismas de Irlanda, hasta que se hizo lo mismo con ellas, sólo pudieron producir turba. Uno de los suelos más estériles del mundo, compuesto del mismo material que los arenales de Goodwin, el país de Waes en Flandes, ha sido tan fertilizado por la industria, que se ha convertido en uno de los más productivos de Europa. El cultivo requiere también edificios y empalizadas que son, totalmente, producto del trabajo. Los frutos de esta actividad no pueden ser recogidos en un período corto. El trabajo y el gasto son inmediatos; el beneficio se desparrama sobre muchos años, quizá sobre todo el tiempo futuro. Un colono no emplearía este trabajo y este gasto, cuando extraños, y no él, hubieran de beneficiarse de aquéllos. Si ha de emprender tales mejoras, tiene que contar ante él con un período suficiente para aprovecharse de ellas; y no hay medio tan seguro de contar siempre con un período suficiente, como siendo su posesión perpetua.

Estas son las razones que justifican, desde el punto de vista económico, la propiedad de la tierra».

Este razonamiento comienza afirmando que el principio de la propiedad no puede aplicarse a la tierra; termina asegurando que puede. El lenguaje es ambiguo, porque Mill incurre en una práctica peligrosa, donde la exactitud es importante: el empleo de paráfrasis en vez de vocablos económicos, tales como «materias brutas de la tierra» y «dones de la Naturaleza», por tierra; «industria» por trabajo, y «cualidades valiosas»31 por cualidades útiles o poderes productores. Pero si se examinan cuidadosamente estas razones que da para justificar lo injustificable, se ve que su plausibilidad se forma del mismo modo que un juglar parece que cambia un reloj en un nabo, la sustitución de una cosa por otra, mientras la atención está distraída. En este caso la sustitución es de un sentido de una palabra por otro sentido diferente de la misma palabra.

La palabra tierra, como antes expliqué, tiene dos sentidos: uno es el de aquella superficie seca y sólida del Globo que se distingue del agua o del aire, o el de aquella materia cultivable del Planeta, que se distingue de la roca o la arena, del hielo o la marisma. En este sentido hablamos frecuentemente de «tierra mejorada» o «tierra hecha»; el otro, el sentido económico de la palabra, es el de elemento natural o pasivo de la producción, abarcando el conjunto del mundo externo, con todos sus poderes, cualidades y productos, distinguiéndolo del elemento humano o activo, trabajo, y del sub-elemento, capital. En este sentido no podemos hablar de «tierra mejorada» o «tierra hecha». Tales frases implicarían contradicción de términos.

Ahora bien, en el razonamiento que acabamos de citar, Mill se desliza del uno al otro sentido de la palabra tierra, no sólo en el mismo raciocinio, sino en la misma cláusula y hasta desde el nombre a su pronombre, sin advertirlo el lector, y al parecer, sin que él mismo se dé cuenta.

El comienzo de esta sustitución aparece en los síes de la segunda cláusula. Si, dice Mill, la tierra derivase todo su poder productivo de la Naturaleza y en modo alguno del trabajo, o si hubiese algún medio de distinguir lo que se deriva de cada fuente, sería una injusticia dejar que la tierra fuese acaparada por los individuos.

¿Por qué estos síes? Mill escribe aquí como un economista, en una obra titulada Principios de Economía Política, y con el fin en ese particular sitio de descubrir si desde el punto de vista económico hay alguna justificación de la propiedad de la tierra. Tierra, como vocablo de Economía Política, significa el elemento de poder productivo que es derivado de la Naturaleza y en modo alguno del trabajo. Tiene ese significado y no puede tener otro. El principio fundamental de la Economía Política es la distinción entre el poder productivo derivado totalmente de la Naturaleza, para el cual el vocablo es tierra, y el poder productivo derivado del esfuerzo humano, para el cual el vocablo es trabajo. Si la razón no puede encontrar «medio de distinguir lo que se deriva de cada fuente», la Economía Política se hace imposible, y confundir esa distinción equivale al abandono de la Economía Política.

Esto es precisamente lo que hace Mill, cuando en la primera cláusula del párrafo inmediato nos dice que «aunque la tierra no es producto de la industria, lo son la mayor parte de sus cualidades valiosas». Abandona la Economía Política escamoteando en el pronombre el sentido en que usa la palabra tierra en el nombre, y cayendo con visible inconsciencia en el vago sentido del lenguaje vulgar. Cuando dice que la tierra no es el producto de la industria, usa la palabra en el sentido económico. Pero cuando dice que las cualidades de la tierra son el producto del trabajo, está usando la palabra en aquel ambiguo sentido ordinario en que hablamos de «tierra mejorada» o «tierra hecha». Porque, ¿qué cualidad de la tierra en sentido económico de la palabra es producto del trabajo? ¿La gravitación? ¿La extensión? ¿La cohesión? ¿Las afinidades o repulsiones químicas? ¿Lo son las cualidades que se manifiestan en la generación, germinación y crecimiento? Porque el propio Mill, en el primer capítulo del libro primero de sus Principios de Economía Política, declara que el poder primario del trabajo, el único por el cual el hombre puede obrar sobre el mundo externo, consiste en aquel poder de contracción muscular por el que puede en corta medida impulsar o detener el movimiento de la materia, añadiendo:

«El trabajo, pues, en el mundo físico es empleado siempre y exclusivamente en poner objetos en movimiento; las propiedades de la materia y las leyes de la Naturaleza, hacen todo lo demás».

Estas propiedades de la materia, estas leyes de la Naturaleza que cuando el trabajo cambia de lugar las cosas hacen todo lo demás, son cualidades de la tierra en el sentido económico de la palabra tierra. ¿Dice Mill que aquéllas sean alguna vez el producto de la industria? No puede decir esto. El hecho es, que abandonando el sentido económico deja palabra tierra, recurre a aquel ambiguo sentido dialogal de la palabra en que hablamos de «tierra mejorada» o «tierra hecha». Y es con ejemplos de «tierra mejorada» y de «tierra hecha», como pasa a demostrar que las cualidades de la tierra son productos del trabajo.

Permitidme que ponga un ejemplo, porque las confusiones a que sucumbió Mill están siendo incrustadas, en estos años finales del siglo, en la mente de los jóvenes por un millar de «profesores de Economía Política».

Escribo estas páginas en el muelle de Long Island, donde la bahía de New York se retrae hacia lo que se llama los Estrechos, casi en frente del sitio donde nuestros ladrones legalizados, los funcionarios de Aduanas, abordan a los buques que llegan para pedir a los forasteros que presten su primer juramento en América, y donde si los perjurios coloreasen la atmósfera el aire sería más azul que lo es el firmamento en este hermoso día. Me vuelvo desde mi máquina de escribir hacia la ventana, y me embriago con un gozo que parece no saciarse nunca en el glorioso panorama.

«¿Qué ve usted?» Si en la conversación corriente me preguntaran esto, naturalmente diría: «Veo tierra y agua y cielo, barcos y casas, ligeras nubes, y el sol dibujando los contornos de éstas sobre los verdes prados de Staten Island, e iluminándolo todo».

Pero si la pregunta se refiere a los vocablos de Economía Política, yo diré: «veo tierra y riqueza». Tierra, que es el factor natural de la producción; y riqueza, que es el factor natural transformado por el esfuerzo del factor humano, trabajo, de modo que se adapte a la satisfacción de los deseos humanos. Porque el agua y las nubes, el cielo y el sol, y las estrellas que aparecerán cuando el sol se ponga, son, en la terminología de la Economía Política, tan tierra como la superficie seca del Planeta a la que circunscribimos el significado de la palabra en el lenguaje ordinario. Y la ventana a través de la cual miro; las flores del jardín; los árboles plantados en el huerto; el buey que pace cerca de aquéllos; el muelle bajo la ventana; los barcos anclados cerca del muelle y los pequeños remolcadores que cruzan junto a ellos; los vapores trasatlánticos que surcan el canal; los repletos barcos de placer que pasan; los remolcadores con ristras de barcazas; el fuerte y las casas del opuesto lado de los Estrechos; el faro que pronto comenzará a mostrar su ojo centellante desde Sandy Hook; el gran elefante de madera de Coney Island y el gracioso arco del puente de Brooklyn, que puede divisarse desde un pequeño altozano; todo cae juntamente bajo el vocablo económico riqueza-tierra, modificada por el trabajo de modo que sirva para la satisfacción de los deseos humanos. Cuanto de este panorama estaba antes de que el hombre viniera aquí y permanecerá después que se haya ido, pertenece a la categoría económica tierra, mientras que todo lo que ha sido producido por el trabajo pertenece a la categoría económica riqueza, mientras retenga su cualidad de proveer a los deseos humanos.

Pero en el muelle del otro lado, frente a la ventana, hay una pequeña parcela rectangular de superficie seca, evidentemente ganada al agua acumulando rocas y piedras. ¿Qué es esto? En el lenguaje ordinario es tierra en cuanto se distingue del agua, e indicaría inteligiblemente su origen hablando de ello como de «tierra hecha». Pero en las categorías de Economía Política no hay sitio para tal frase «tierra hecha». Porque el vocablo tierra se refiere única y exclusivamente a los poderes productivos derivados totalmente de la Naturaleza y en modo alguno de la industria, y cuanto sea y en la medida que lo sea derivado de la tierra por el ejercicio del trabajo, es riqueza. Este trozo de superficie seca elevado sobre el nivel del agua amontonando piedras y cascote es, en la categoría económica, no tierra, sino riqueza. Tiene tierra debajo y alrededor, y los materiales de que está compuesto han sido extraídos de la tierra; pero en sí mismo es, en el lenguaje propio de la Economía Política, riqueza; lo mismo que los barcos que diviso no son tierra, sino riqueza, aunque también tienen tierra abajo y alrededor de ellos, y están compuestos de materiales sacados de la tierra.

Ahora bien, aquí está la evidente confusión del pensamiento de Mill, que lo ha extraviado haciéndolo pasar desde la terminología de la Economía Política al lenguaje de la conversación ordinaria. La llanura de Bedford, que es tierra que ha sido drenada; los pantanos cultivables de Irlanda, que son tierra que tiene una capa de suelo puesto sobre ella; las granjas mejoradas a que se refiere, que son tierra allanada o preparada por el trabajo, todas ellas pertenecen a la misma categoría económica de aquel pequeño trozo de «tierra hecha», visible desde mi ventana. Ninguna de las cualidades que aquél considera en ellas son, en modo alguno, tierra en sentido económico, sino riqueza; no el libre don de la Naturaleza, sino el producto fatigosamente logrado del trabajo. En esto y en toda la extensión de estas cualidades, pero no en más, esto es, en la medida en que son riqueza, no tierra, son propiedad; no porque el agente humano pueda añadir cualidad alguna al factor natural tierra, sino a causa de la ley natural de la propiedad, que da al productor la propiedad de lo que su trabajo ha producido.

Parece que Mill pensaba que había demostrado la justificación de la propiedad de la tierra, pero las razones que da justifican únicamente la propiedad del producto del trabajo; así, en su propio caso, añade un notable ejemplo a la verdad de lo que antes había dicho: «que en toda defensa que de ella se hace, se presume que la propiedad significa la garantía para los individuos de los frutos de su propio trabajo».