Escena
I
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DOÑA
AGUSTINA, DOÑA
MARIQUITA, DON
SERAPIO, DON
HERMÓGENES, DON
ELEUTERIO.
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(Salen por la puerta del foro.)
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DON SERAPIO.- El trueque de los puñales,
créame usted, es de lo mejor que se ha visto.
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DON ELEUTERIO.- ¿Y el sueño del
emperador?
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DOÑA AGUSTINA.- ¿Y la
oración que hace el visir a sus ídolos?
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DOÑA MARIQUITA.- Pero a mí me
parece que no es regular que el emperador se durmiera precisamente
en la ocasión más...
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DON HERMÓGENES.- Señora, el
sueño es natural en el hombre, y no hay dificultad en que un
emperador se duerma, porque los vapores húmedos que suben al
cerebro...
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DOÑA AGUSTINA.- Pero ¿usted hace
caso de ella? ¡Qué tontería! Si no sabe lo que
se dice. Y a todo esto, ¿qué hora tenemos?
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DON SERAPIO.- Serán... Deje usted...
Podrán ser ahora...
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DON HERMÓGENES.- Aquí está
mi reloj, que es puntualísimo. Tres y media cabales.
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DOÑA AGUSTINA.- ¡Oh!, pues
aún tenemos tiempo. Sentémonos, una vez que no hay
gente. (Siéntanse todos menos DON ELEUTERIO.)
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DON SERAPIO.- ¡Qué gente ha de
haber! Si fuera en otro cualquier día... Pero hoy todo el
mundo va a la comedia.
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DOÑA AGUSTINA.- Estará lleno,
lleno
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DON SERAPIO.- Habrá hombre que
dará esta tarde dos medallas por un asiento de luneta.
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DON ELEUTERIO.- Ya se ve, comedia nueva, autor
nuevo, y...
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DOÑA AGUSTINA.- Y que ya la habrán
leído muchísimos y sabrán lo que es. Vaya, no
cabrá un alfiler, aunque fuera el coliseo siete veces
más grande.
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DON SERAPIO.- Hoy los Chorizos se mueren de
frío y de miedo. Ayer noche apostaba yo al marido de la
graciosa seis onzas de oro a que no tienen esta tarde en su corral
cien reales de entrada.
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DON ELEUTERIO.- ¿Conque la apuesta se
hizo en efecto, eh?
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DON SERAPIO.- No llegó el caso porque yo
no tenía en el bolsillo más que dos reales y unos
cuartos... Pero ¡cómo los hice rabiar! y
qué...
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DON ELEUTERIO.- Soy con ustedes; voy aquí
a la librería y vuelvo..
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DOÑA AGUSTINA -¿A qué?
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DON ELEUTERIO.- ¿No te lo he dicho? Si
encargué que me trajesen ahí la razón de lo
que va vendido, para que...
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DOÑA AGUSTINA.- Sí, es verdad.
Vuelve pronto.
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DON ELEUTERIO.- Al instante.
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Escena
II
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DOÑA
AGUSTINA, DOÑA
MARIQUITA, DON
SERAPIO, DON
HERMÓGENES.
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DOÑA MARIQUITA.- ¡Qué
inquietud! ¡Qué ir y venir! No para este hombre.
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DOÑA AGUSTINA.- Todo se necesita, hija; y
si no fuera por su buena diligencia y lo que él ha minado y
revuelto, se hubiera quedado con su comedia escrita y su trabajo
perdido.
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DOÑA MARIQUITA.- ¿Y quién
sabe lo que sucederá todavía, hermana? Lo cierto es
que yo estoy en brasas; porque, vaya, si la silban, yo no sé
lo que será de mí.
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DOÑA AGUSTINA.- Pero ¿por
qué la han de silbar, ignorante? ¡Qué tonta
eres y qué falta de comprensión!
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DOÑA MARIQUITA.- Pues siempre me
está usted diciendo eso. (Sale PIPÍ por la puerta del foro con
platos, botellas, etc. Lo deja todo en el mostrador y vuelve a irse
por la misma parte.) Vaya, que algunas veces me...
¡Ay, don Hermógenes! No sabe usted qué ganas
tengo de ver estas cosas concluidas y poderme ir a comer un pedazo
de pan con quietud a mi casa, sin tener que sufrir tales
sinrazones.
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DON HERMÓGENES.- No el pedazo de pan,
sino ese hermoso pedazo de cielo, me tiene a mí impaciente
hasta que se verifique el suspirado consorcio.
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DOÑA MARIQUITA.- ¡Suspirado,
sí, suspirado! Quién le creyera a usted.
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DON HERMÓGENES.- Pues
¿quién ama tan de veras como yo? Cuando ni
Píramo, ni Marco Antonio, ni los Tolomeos egipcios, ni todos
los Seleucidas de Asiria sintieron jamás un amor comparable
al mío.
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DOÑA AGUSTINA.- ¡Discreta
hipérbole! Viva, viva. Respóndele, bruto.
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DOÑA MARIQUITA.- ¿Qué he de
responder, señora, si no le he entendido una palabra?
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DOÑA AGUSTINA.- ¡Me desespera!
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DOÑA MARIQUITA.- Pues digo bien.
¿Qué sé yo quiénes son esas gentes de
quien está hablando? Mire usted, para decirme: Mariquita, yo
estoy deseando que nos casemos; así que su hermano de usted
coja esos cuartos, verá usted cómo todo se dispone,
porque la quiero a usted mucho, y es usted muy guapa muchacha, y
tiene usted unos ojos muy peregrinos, y... ¿qué
sé yo? Así. Las cosas que dicen los hombres.
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DOÑA AGUSTINA.- Sí, los hombres
ignorantes, que no tienen crianza ni talento ni saben
latín.
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DOÑA MARIQUITA.- ¡Pues,
latín! Maldito sea su latín. Cuando le pregunto
cualquiera friolera, casi siempre me responde en latín, y
para decir que se quiere casar conmigo me cita tantos autores...
Mire usted qué entenderán los autores de eso ni
qué les importará a ellos que nosotros nos casemos o
no.
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DOÑA AGUSTINA.- ¡Qué
ignorancia! Vaya, don Hermógenes; lo que le he dicho a
usted. Es menester que usted se dedique a instruirla y
descortezarla, porque, la verdad, esa estupidez me avergüenza.
Yo, bien sabe Dios que no he podido más; ya se ve: ocupada
continuamente en ayudar a mi marido en sus obras, en
corregírselas (como usted habrá visto muchas veces),
en sugerirle ideas a fin de que salgan con la debida
perfección, no he tenido tiempo para emprender su
enseñanza. Por otra parte, es increíble lo que
aquellas criaturas me molestan. El uno que llora, el otro que
quiere mamar, el otro que rompió la taza, el otro que se
cayó de la silla, me tienen continuamente afanada. Vaya; yo
le he dicho mil veces; para las mujeres instruidas es un tormento
la fecundidad.
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DOÑA MARIQUITA.- ¡Tormento!
¡Vaya, hermana, que usted es singular en todas sus cosas!
Pues yo, si me caso, bien sabe Dios que...
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DOÑA AGUSTINA.- Calla, majadera, que vas
a decir un disparate.
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DON HERMÓGENES.- Yo la instruiré
en las ciencias abstractas; la enseñaré la prosodia;
haré que copie a ratos perdidos el Arte magna de Raimundo Lulio, y que me
recite de memoria todos los martes dos o tres hojas del diccionario
de Rubiños. Después aprenderá los logaritmos y
algo de la estática; después...
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DOÑA MARIQUITA.- Después me
dará un tabardillo pintado y me llevará Dios.
¡Se habrá visto tal empeño! No señor; si
soy ignorante, buen provecho me haga. Yo sé escribir y
ajustar una cuenta, sé guisar, sé planchar, sé
coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar de una
casa; yo cuidaré de la mía, y de mi marido, y de mis
hijos, y yo me los criaré. Pues, señor, ¿no
sé bastante? ¡Que por fuerza he de ser doctora y
marisabidilla, y que he de aprender la gramática, y que he
de hacer coplas! ¿Para qué? ¿Para perder el
juicio? Que permita Dios si no parece casa de locos la nuestra
desde que mi hermano ha dado en esas manías. Siempre
disputando marido y mujer sobre si la escena es larga o corta,
siempre contando las letras por los dedos para saber si los versos
están cabales o no, si el lance a oscuras ha de ser antes de
la batalla o después del veneno, y manoseando continuamente
Gacetas y Mercurios para buscar nombres bien
extravagantes, que casi todos acaban en of y en
graf, para rebutir con ellos sus relaciones... Y entre
tanto, ni se barre el cuarto, ni la ropa se lava, ni las medias se
cosen, y lo que es peor, ni se come, ni se cena. ¿Qué
le parece a usted que comimos el domingo pasado, don Serapio?
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DON SERAPIO.- Yo, señora,
¿cómo quiere usted que...?
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DOÑA MARIQUITA.- Pues lléveme Dios
si todo el banquete no se redujo a libra y media de pepinos, bien
amarillos y bien gordos, que compré a la puerta, y un pedazo
de rosca que sobró del día anterior. Y éramos
seis bocas a comer, que el más desganado se hubiera
engullido un cabrito y media hornada sin levantarse del
asiento.
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DOÑA AGUSTINA.- Esta es su
canción; siempre quejándose de que no come y trabaja
mucho. Menos como yo, y más trabajo en un rato que me ponga
a corregir alguna escena, o arreglar la ilusión de una
catástrofe, que tú cosiendo y fregando, u ocupada en
otros ministerios viles y mecánicos.
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DON HERMÓGENES.- Sí, Mariquita,
sí; en eso tiene razón mi señora doña
Agustina. Hay gran diferencia de un trabajo a otro, y los
experimentos cotidianos nos enseñan que toda mujer que es
literata y sabe hacer versos, ipso facto se halla exonerada de las obligaciones
domésticas. Yo lo probé en una disertación que
leí a la Academia de los Cinocéfalos. Allí
sostuve que los versos se confeccionan con la glándula
pineal, y los calzoncillos con los tres dedos llamados
pollex, index e
infamis, que es
decir, que para lo primero se necesita toda la argucia del ingenio,
cuando para lo segundo basta sólo la costumbre de la mano. Y
concluí, a satisfacción de todo mi auditorio, que es
más difícil hacer un soneto que pegar un hombrillo; y
que más elogio merece la mujer que sepa componer
décimas y redondillas, que la que sólo es buena para
hacer un pisto con tomate, un ajo de pollo o un carnero verde.
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DOÑA MARIQUITA.- Aun por eso en mi casa
no se gastan pistos, ni carneros verdes, ni pollos, ni ajos. Ya se
ve, en comiendo versos no se necesita cocina.
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DON HERMÓGENES.- Bien está, sea lo
que usted quiera, ídolo mío; pero si hasta ahora se
ha padecido alguna estrechez (angustan pauperiem, que dijo el profano), de hoy
en adelante será otra cosa.
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DOÑA MARIQUITA.- ¿Y qué
dice el profano? ¿Que no silbarán esta tarde la
comedia?
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DON HERMÓGENES.- No, señora; la
aplaudirán.
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DON SERAPIO.- Durará un mes, y los
cómicos se cansarán de representarla.
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DOÑA MARIQUITA.- No, pues no
decían eso ayer los que encontramos en la botillería.
¿Se acuerda usted, hermana? Y aquel más alto, a fe
que no se mordía la lengua.
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DON SERAPIO.- ¿Alto? ¿Uno alto,
eh? Ya le conozco. (Levántase.)
¡Picarón, vicioso! Uno de capa que tiene un chirlo en
las narices. ¡Bribón! Ése es un oficial de
guarnicionero, muy apasionado, muy apasionado de la otra
compañía. ¡Alborotador! Que él fue el
que tuvo la culpa de que silbaran la comedia de El monstruo
más espantable del ponto de Calidonia, que la hizo un
sastre, pariente de un vecino mío; pero yo le aseguro
al...
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DOÑA MARIQUITA.- ¿Qué
tonterías está usted ahí diciendo? Si no es
ése de quien yo hablo.
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DON SERAPIO.- Sí, uno alto, mala traza,
con una señal que le coge...
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DOÑA MARIQUITA.- Si no es ése.
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DON SERAPIO.- ¡Mayor gatallón!
¡Y qué mala vida dio a su mujer! ¡Pobrecita! Lo
mismo la trataba que a un perro.
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DOÑA MARIQUITA.- Pero si no es
ése, dale. ¿A qué viene cansarse? Éste
era un caballero muy decente que no tiene ni capa ni chirlo, ni se
parece en nada al que usted nos pinta.
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DON SERAPIO.- Ya; pero voy al decir. ¡Unas
ganas tengo de pillar al tal guarnicionero! No irá esta
tarde al patio, que si fuera..., ¡eh!... Pero el otro
día qué cosas le dijimos allí en la plazuela
de San Juan. Empeñado en que la otra compañía
es la mejor, y que no hay quien la tosa. ¿Y saben ustedes
(Vuelve a sentarse.) por qué es
todo ello? Porque los domingos por la noche se van él y
otros de su pelo a casa de la Ramírez, y allí se
están retozando en el recibimiento con la criada;
después les saca un poco de queso, o unos pimientos en
vinagre, o así; y luego se van a palmotear como desesperados
a las barandillas y al degolladero. Pero no hay remedio; ya estamos
prevenidos los apasionados de acá; y a la primera comedia
que echen en el otro corral, zas, sin remisión, a silbidos
se ha de hundir la casa. A ver...
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DOÑA MARIQUITA.- ¿Y si ellos nos
ganasen por la mano, y hacen con la de hoy otro tanto?
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DOÑA AGUSTINA.- Sí, te
parecerá que tu hermano es lerdo, y que ha trabajado poco
estos días para que no le suceda un chasco. Él se ha
hecho ya amigo de los principales apasionados del otro corral; ha
estado con ellos; les ha recomendado la comedia y les ha prometido
que la primera que componga será para su
compañía. Además de eso, la dama de
allá le quiere mucho; él va todos los días a
su casa a ver si se la ofrece algo, y cualquiera cosa que
allí ocurre nadie la hace sino mi marido. «Don
Eleuterio, tráigame usted un par de libras de manteca. Don
Eleuterio, eche usted un poco de alpiste a ese canario. Don
Eleuterio, dé usted una vuelta por la cocina y vea usted si
empieza a espumar aquel puchero.» Y él, ya se ve, lo
hace todo con una prontitud y un agrado, que no hay más que
pedir; porque, en fin, el que necesita es preciso que... Y, por
otra parte, como él, bendito sea Dios, tiene tal gracia para
cualquier cosa, y es tan servicial con todo el mundo.
¡Qué silbar! No, hija, no hay que temer; a buenas
aldabas se ha agarrado él para que le silben.
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DON HERMÓGENES.- Y, sobre todo, el
sobresaliente mérito del drama bastaría para imponer
taciturnidad y admiración a la turba más
gárrula, más desenfrenada e insipiente.
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DOÑA AGUSTINA.- Pues ya se ve.
Figúrese usted una comedia heroica como ésta, con
más de nueve lances que tiene. Un desafío a caballo
por el patio, tres batallas, dos tempestades, un entierro, una
función de máscara, un incendio de ciudad, un puente
roto, dos ejercicios de fuego y un ajusticiado; figúrese
usted si esto ha de gustar precisamente.
|
DON SERAPIO.- ¡Toma si gustará!
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DON HERMÓGENES.- Aturdirá.
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DON SERAPIO.- Se despoblará Madrid por ir
a verla.
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DOÑA MARIQUITA.- Y a mí me parece
que unas comedias así debían representarse en la
plaza de los toros.
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Escena
III
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DON ELEUTERIO,
DOÑA AGUSTINA,
DOÑA MARIQUITA,
DON SERAPIO, DON HERMÓGENES.
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DOÑA AGUSTINA.- Y bien,
¿qué dice el librero? ¿Se despachan
muchas?
|
DON ELEUTERIO.- Hasta ahora...
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DOÑA AGUSTINA.- Deja; me parece que voy a
acertar: habrá vendido... ¿Cuándo se pusieron
los carteles?
|
DON ELEUTERIO.- Ayer por la mañana. Tres
o cuatro hice poner en cada esquina.
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DON SERAPIO.- ¡Ah!, y cuide usted
(Levántase.) que les pongan
buen engrudo, porque si no...
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DON ELEUTERIO.- Sí, que no estoy en todo.
Como que yo mismo lo hice con esa mira, y lleva una buena parte de
cola.
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DOÑA AGUSTINA.- El Diario y la
Gaceta la han anunciado ya; ¿es verdad?
|
DON HERMÓGENES.- En términos
precisos.
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DOÑA AGUSTINA.- Pues irán
vendidos... quinientos ejemplares.
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DON SERAPIO.- ¡Qué friolera! Y
más de ochocientos también.
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DOÑA AGUSTINA.- ¿He acertado?
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DON SERAPIO.- ¿Es verdad que pasan de
ochocientos?
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DON ELEUTERIO.- No, señor; no es verdad.
La verdad es que hasta ahora, según me acaban de decir, no
se han despachado más que tres ejemplares; y esto me da
malísima espina.
|
DON SERAPIO.- ¿Tres no más? Harto
poco es.
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DOÑA AGUSTINA.- Por vida mía, que
es bien poco.
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DON HERMÓGENES.- Distingo. Poco,
absolutamente hablando, niego; respectivamente, concedo; porque
nada hay que sea poco ni mucho per se, sino respectivamente. Y así, si los
tres ejemplares vendidos constituyen una cantidad tercia con
relación a nueve, y bajo este respecto los dichos tres
ejemplares se llaman poco, también estos mismos tres
ejemplares relativamente a uno componen una triplicada cantidad, a
la cual podemos llamar mucho por la diferencia que va de uno a
tres. De donde concluyo: que no es poco lo que se ha vendido y que
es falta de ilustración sostener lo contrario.
|
DOÑA AGUSTINA.- Dice bien, muy bien
|
DON SERAPIO.- ¡Qué! ¡Si en
poniéndose a hablar este hombre!...
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DOÑA MARIQUITA.- Pues en
poniéndose a hablar probará que lo blanco es verde, y
que dos y dos son veinte y cinco. Yo no entiendo tal modo de sacar
cuentas... Pero al cabo y al fin, las tres comedias que se han
vendido hasta ahora, ¿serán más que tres?
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DON ELEUTERIO.- Es verdad; y en suma, todo el
importe no pasará de seis reales.
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DOÑA MARIQUITA.- Pues, seis reales,
cuando esperábamos montes de oro con la tal
impresión. Ya voy yo viendo que si mi boda no se ha de hacer
hasta que todos esos papelotes se despachen, me llevarán con
palma a la sepultura. (Llorando.)
¡Pobrecita de mí!
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DON HERMÓGENES.- No así, hermosa
Mariquita, desperdicie usted el tesoro de perlas que una y otra luz
derrama.
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DOÑA MARIQUITA.- ¡Perlas! Si yo
pudiera llorar perlas, no tendría mi hermano necesidad de
escribir disparates.
|
Escena
IV
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DON ANTONIO,
DON ELEUTERIO,
DON HERMÓGENES,
DON SERAPIO, DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA.
|
DON ANTONIO.- A la orden de ustedes,
señores.
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DON ELEUTERIO.- Pues ¿cómo tan
presto? ¿No dijo usted que iría a ver la comedia?
|
DON ANTONIO.- En efecto, he ido. Allí
queda don Pedro.
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DON ELEUTERIO.- ¿Aquél caballero
de tan mal humor?
|
DON ANTONIO.- El mismo. Que quieras que no, le
he acomodado (Sale PIPÍ por la puerta del foro con
un canastillo de manteles, cubiertos, etc., y le pone sobre el
mostrador.) en el palco de unos amigos. Yo
creí tener luneta segura; ¡pero qué!, ni
luneta, ni palcos, ni tertulia, ni cubillos; no hay asiento en
ninguna parte.
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DOÑA AGUSTINA.- Si lo dije...
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DON ANTONIO.- Es mucha la gente que hay.
|
DON ELEUTERIO.- Pues no, no es cosa de que usted
se quede sin verla. Yo tengo palco. Véngase usted con
nosotros, y todos nos acomodaremos.
|
DOÑA AGUSTINA.- Sí, puede usted
venir con toda satisfacción, caballero.
|
DON ANTONIO.- Señora, doy a usted mil
gracias por su atención; pero ya no es cosa de volver
allá. Cuando yo salí se empezaba la primer tonadilla;
conque...
|
DON SERAPIO.- ¿La tonadilla?
|
DOÑA MARIQUITA.- ¿Qué dice
usted? (Levántanse todos.)
|
DON ELEUTERIO.- ¿La tonadilla?
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DOÑA AGUSTINA.- Pues ¿cómo
han empezado tan presto?
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DON ANTONIO.- No, señora; han empezado a
la hora regular.
|
DOÑA AGUSTINA.- No puede ser; si ahora
serán...
|
DON HERMÓGENES.- Yo lo diré
(Saca el reloj.) : las tres y media en
punto.
|
DOÑA MARIQUITA.- ¡Hombre!
¿Qué tres y media? Su reloj de usted está
siempre en las tres y media.
|
DOÑA AGUSTINA.- A ver...
(Toma el reloj de DON HERMÓGENES, le aplica el
oído y se le vuelve.) ¡Si está
parado!
|
DON HERMÓGENES.- Es verdad. Esto consiste
en que la elasticidad del muelle espiral...
|
DOÑA MARIQUITA.- Consiste en que
está parado, y nos ha hecho usted perder la mitad de la
comedia. Vamos, hermana.
|
DOÑA AGUSTINA.- Vamos.
|
DON ELEUTERIO.- ¡Cuidado que es cosa
particular! ¡Voto va sanes! La casualidad de...
|
DOÑA MARIQUITA.- Vamos pronto. ¿Y
mi abanico?
|
DON SERAPIO.- Aquí está.
|
DON ANTONIO.- Llegarán ustedes al segundo
acto.
|
DOÑA MARIQUITA.- Vaya, que este don
Hermógenes...
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DOÑA AGUSTINA.- Quede usted con Dios,
caballero.
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DOÑA MARIQUITA.- Vamos aprisa.
|
DON ANTONIO.- Vayan ustedes con Dios.
|
DON SERAPIO.- A bien que cerca estamos.
|
DON ELEUTERIO.- Cierto que ha sido chasco
estarnos así, fiados en...
|
DOÑA MARIQUITA.- Fiados en el maldito
reloj de don Hermógenes.
|
Escena
VI
|
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DON PEDRO,
DON ANTONIO, PIPÍ.
|
DON ANTONIO.- ¡Calle! ¿Ya
está usted por acá? Pues y la comedia, ¿en
qué estado queda?
|
DON PEDRO.- Hombre, no me hable usted de comedia
(Siéntase.) , que no he tenido
rato peor muchos meses ha.
|
DON ANTONIO.- Pues ¿qué ha sido
ello? (Sentándose junto a DON PEDRO.)
|
DON PEDRO.- ¿Qué ha de ser? Que he
tenido que sufrir (gracias a la recomendación de usted) casi
todo el primer acto, y por añadidura una tonadilla
insípida y desvergonzada, como es costumbre. Hallé la
ocasión de escapar y aproveché.
|
DON ANTONIO.- ¿Y qué tenemos en
cuanto al mérito de la pieza?
|
DON PEDRO.- Que cosa peor no se ha visto en el
teatro desde que las musas de guardilla le abastecen... Si tengo
hecho propósito firme de no ir jamás a ver esas
tonterías. A mí no me divierten; al contrario, me
llenan de, de... No, señor, menos me enfada cualquiera de
nuestras comedias antiguas, por malas que sean. Están
desarregladas, tienen disparates; pero aquellos disparates y aquel
desarreglo son hijos del ingenio y no de la estupidez. Tienen
defectos enormes, es verdad; pero entre estos defectos se hallan
cosas que, por vida mía, tal vez suspenden y conmueven al
espectador en términos de hacerle olvidar o disculpar
cuantos desaciertos han precedido. Ahora, compare usted nuestros
autores adocenados del día con los antiguos, y dígame
si no valen más Calderón, Solís, Rojas,
Moreto, cuando deliran, que estotros cuando quieren hablar en
razón.
|
DON ANTONIO.- La cosa es tan clara, señor
don Pedro, que no hay nada que oponer a ella; pero, dígame
usted, el pueblo, el pobre pueblo, ¿sufre con paciencia ese
espantable comedión?
|
DON PEDRO.- No tanto como el autor quisiera
porque algunas veces se ha levantado en el patio una mareta sorda
que traía visos de tempestad. En fin, se acabó el
acto muy oportunamente; pero no me atreveré a pronosticar el
éxito de la tal pieza, porque aunque el público
está ya muy acostumbrado a oír desatinos, tan
garrafales como los de hoy jamás se oyeron.
|
DON ANTONIO.- ¿Qué dice usted?
|
DON PEDRO.- Es increíble. Allí no
hay más que un hacinamiento confuso de especies, una
acción informe, lances inverosímiles, episodios
inconexos, caracteres mal expresados o mal escogidos; en vez de
artificio, embrollo; en vez de situaciones cómicas,
mamarrachadas de linterna mágica. No hay conocimiento de
historia ni de costumbres; no hay objeto moral; no hay lenguaje, ni
estilo, ni versificación, ni gusto, ni sentido común.
En suma, es tan mala y peor que las otras con que nos regalan todos
los días.
|
DON ANTONIO.- Y no hay que esperar nada mejor.
Mientras el teatro siga en el abandono en que hoy está, en
vez de ser el espejo de la virtud y el templo del buen gusto,
será la escuela del error y el almacén de las
extravagancias.
|
DON PEDRO.- Pero ¿no es fatalidad que
después de tanto como se ha escrito por los hombres
más doctos de la nación sobre la necesidad de su
reforma, se han de ver todavía en nuestra escena
espectáculos tan infelices? ¿Qué
pensarán de nuestra cultura los extranjeros que vean la
comedia de esta tarde? ¿Qué dirán cuando lean
las que se imprimen continuamente?
|
DON ANTONIO.- Digan lo que quieran, amigo don
Pedro, ni usted ni yo podemos remediarlo. ¿Y qué
haremos? Reír o rabiar; no hay otra alternativa... Pues yo
más quiero reír que impacientarme.
|
DON PEDRO.- Yo no, porque no tengo serenidad
para eso. Los progresos de la literatura, señor don Antonio,
interesan mucho al poder, a la gloria y a la conservación de
los imperios; el teatro influye inmediatamente en la cultura
nacional; el nuestro está perdido, y yo soy muy
español.
|
DON ANTONIO.- Con todo, cuando se ve que... Pero
¿qué novedad es ésta?
|
Escena
VIII
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|
DOÑA
AGUSTINA, DOÑA
MARIQUITA, DON
ELEUTERIO, DON
HERMÓGENES, DON
SERAPIO, DON PEDRO,
DON ANTONIO, PIPÍ.
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DON ELEUTERIO.- Sí, es mucho mejor hacer
lo que dice don Serapio. (DOÑA AGUSTINA, muy acongojada,
sostenida por DON
ELEUTERIO y DON
SERAPIO. La hacen que se siente. PIPÍ trae otro vaso de agua, y
ella bebe un poco.)
|
DON SERAPIO.- Pues ya se ve, Anda, Pipí;
en tu cama podrá descansar esta señora.
|
PIPÍ.- ¡Qué! Si está
en un camaranchón que...
|
DON ELEUTERIO.- No importa.
|
PIPÍ.- ¡La cama! La cama es un
jergón de arpillera y...
|
DON SERAPIO.- ¿Qué quiere decir
eso?
|
DON ELEUTERIO.- No importa nada. Allí
estará un rato, y veremos si es cosa de llamar a un
sangrador.
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PIPÍ.- Yo bien, si ustedes...
|
DOÑA AGUSTINA.- No, no es menester.
|
DOÑA MARIQUITA.- ¿Se siente usted
mejor, hermana?
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DON ELEUTERIO.- ¿Te vas aliviando?
|
DOÑA AGUSTINA.- Alguna cosa.
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DON SERAPIO.- ¡Ya se ve! El lance no era
para menos.
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DON ANTONIO.- Pero ¿se podrá saber
qué especie de insulto ha sido éste?
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DON ELEUTERIO.- ¿Qué ha de ser,
señor, qué ha de ser? Que hay gente envidiosa y mal
intencionada que... ¡Vaya! No me hable usted de eso;
porque... ¡Picarones! ¿Cuándo han visto ellos
comedia mejor?
|
DON PEDRO.- No acabo de comprender.
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DOÑA MARIQUITA.- Señor, la cosa es
bien sencilla. El señor es hermano mío, marido de
esta señora y autor de esa maldita comedia que han echado
hoy. Hemos ido a verla; cuando llegamos estaban ya en el segundo
acto. Allí había una tempestad, y luego un consejo de
guerra, y luego un baile, y después un entierro... En fin,
ello es que al cabo de esta tremolina salía la dama con un
chiquillo de la mano, y ella y el chico rabiaban de hambre; el
muchacho decía: «Madre, déme usted pan»,
y la madre invocaba a Demogorgón y al Cancerbero. Al llegar
nosotros se empezaba este lance de madre e hijo... El patio estaba
tremendo. ¡Qué oleadas! ¡Qué toser!
¡Qué estornudos! ¡Qué bostezar!
¡Qué ruido confuso por todas partes!... Pues,
señor, como digo, salió la dama, y apenas hubo dicho
que no había comido en seis días, y apenas el chico
empezó a pedirla pan, y ella a decirle que no le
tenía, cuando, para servir a ustedes, la gente que a la
cuenta estaba ya hostigada de la tempestad, del consejo de guerra,
del baile y del entierro comenzó de nuevo a alborotarse. El
ruido se aumenta; suenan bramidos por un lado y otro, y empieza tal
descarga de palmadas huecas, y tal golpeo en los bancos y
barandillas, que no parecía sino que toda la casa se
venía al suelo. Corrieron el telón; abrieron las
puertas; salió renegando toda la gente; a mi hermana se le
oprimió el corazón, de manera que... En fin, ya
está mejor, que es lo principal. Aquello no ha sido ni
oído ni visto; en un instante, entrar en el palco y suceder
lo que acabo de contar, todo ha sido a un tiempo.
¡Válgame Dios! ¡En lo que han ido a parar tantos
proyectos! Bien decía yo que era imposible que...
(Siéntase junto a DOÑA
AGUSTINA.)
|
DON ELEUTERIO.- ¡Y que no ha de haber
justicia para esto! Don Hermógenes, amigo don
Hermógenes, usted bien sabe lo que es la pieza; informe
usted a estos señores... Tome usted. (Saca la
comedia y se la da a DON
HERMÓGENES.) Léales usted todo
el segundo acto, y que me digan si una mujer que no ha comido en
seis días tiene razón de morirse, y si es mal
parecido que un chico de cuatro años pida pan a su madre.
Lea usted, lea usted, y que me digan si hay conciencia ni ley de
Dios para haberme asesinado de esta manera.
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DON HERMÓGENES.- Yo, por ahora amigo don
Eleuterio, no puedo encargarme de la lectura del drama.
(Deja la comedia sobre una mesa. PIPÍ la toma, se sienta en una
silla distante y lee.) Estoy de prisa. Nos veremos
otro día, y...
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DON ELEUTERIO.- ¿Se va usted?
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DOÑA MARIQUITA.- ¿Nos deja usted
así?
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DON HERMÓGENES.- Si en algo pudiera
contribuir con mi presencia al alivio de ustedes, no me
movería de aquí, pero...
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DOÑA MARIQUITA.- No se vaya usted.
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DON HERMÓGENES.- Me es muy doloroso
asistir a tan acerbo espectáculo; tengo que hacer. En cuanto
a la comedia, nada hay que decir; murió, y es imposible que
resucite; bien que ahora estoy escribiendo una apología del
teatro, y la citaré con elogio. Diré que hay otras
peores; diré que si no guarda reglas ni conexión,
consiste en que el autor era un grande hombre; callaré sus
defectos...
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DON ELEUTERIO.- ¿Qué defectos?
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DON HERMÓGENES.- Algunos que tiene.
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DON PEDRO.- Pues no decía usted eso poco
tiempo ha.
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DON HERMÓGENES.- Fue para animarle.
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DON PEDRO.- Y para engañarle y perderle.
Si usted conocía que era mala, ¿por qué no se
lo dijo? ¿Por qué, en vez de aconsejarle que
desistiera de escribir chapucerías, ponderaba usted el
ingenio del autor y le persuadía que era excelente una obra
tan ridícula y despreciable?
|
DON HERMÓGENES.- Porque el señor
carece de criterio y sindéresis para comprender la solidez
de mis raciocinios, si por ellos intentara persuadirle que la
comedia es mala.
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DOÑA AGUSTINA.- ¿Conque es
mala?
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DON HERMÓGENES.- Malísima.
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DON ELEUTERIO.- ¿Qué dice
usted?
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DOÑA AGUSTINA.- Usted se chancea, don
Hermógenes; no puede ser otra cosa.
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DON PEDRO.- No, señora, no se chancea; en
eso dice la verdad. La comedia es detestable.
|
DOÑA AGUSTINA.- Poco a poco con eso,
caballero; que una cosa es que el señor lo diga por gana de
fiesta y otra que usted nos lo venga a repetir de ese modo. Usted
será de los eruditos que de todo blasfeman y nada les parece
bien sino lo que ellos hacen; pero...
|
DON PEDRO.- Si usted es marido de esa
(A DON
ELEUTERIO.) señora, hágala
usted callar, porque, aunque no pueda ofenderme cuanto diga, es
cosa ridícula que se meta a hablar de lo que no
entiende.
|
DOÑA AGUSTINA.- ¿No entiendo?
¿Quién le ha dicho a usted que...?
|
DON ELEUTERIO.- Por Dios, Agustina, no te
desazones. Ya ves (Se levanta colérica, y
DON ELEUTERIO la hace
sentar.) cómo estás...
¡Válgame Dios, señor! Pero, amigo
(A DON
HERMÓGENES.) , no sé qué
pensar de usted.
|
DON HERMÓGENES.- Piense usted lo que
quiera. Yo pienso de su obra lo que ha pensado el público;
pero soy su amigo de usted, y aunque vaticiné el
éxito infausto que ha tenido, no quise anticiparle una
pesadumbre, porque, como dice Platón y el abate
Lampillas...
|
DON ELEUTERIO.- Digan lo que quieran. Lo que yo
digo es que usted me ha engañado como un chino. Si yo me
aconsejaba con usted; si usted ha visto la obra lance por lance y
verso por verso; si usted me ha exhortado a concluir las otras que
tengo manuscritas; si usted me ha llenado de elogios y de
esperanzas; si me ha hecho usted creer que yo era un grande hombre,
¿cómo me dice usted ahora eso? ¿Cómo ha
tenido usted corazón para exponerme a los silbidos, al
palmoteo y a la zumba de esta tarde?
|
DON HERMÓGENES.- Usted es pacato y
pusilánime en demasía... ¿Por qué no le
anima a usted el ejemplo? ¿No ve usted esos autores que
componen para el teatro con cuánta imperturbabilidad toleran
los vaivenes de la fortuna? Escriben, los silban y vuelven a
escribir; vuelven a silbarlos y vuelven a escribir... ¡Oh,
almas grandes, para quienes los chiflidos son arrullos y las
maldiciones alabanzas!
|
DOÑA MARIQUITA.- ¿Y qué
quiere usted (Levántase.) decir
con eso? Ya no tengo paciencia para callar más.
¿Qué quiere usted decir? ¿Que mi pobre hermano
vuelva otra vez?...
|
DON HERMÓGENES.- Lo que quiero decir es
que estoy de prisa y me voy.
|
DOÑA AGUSTINA.- Vaya usted con Dios, y
haga usted cuenta que no nos ha conocido. ¡Picardía!
No sé cómo (Se levanta muy enojada,
encaminándose hacia DON
HERMÓGENES, que se va retirando de
ella.) no me tiro a él... Váyase
usted.
|
DON HERMÓGENES.- ¡Gente
ignorante!
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DOÑA AGUSTINA.- Váyase usted.
|
DON ELEUTERIO.- ¡Picarón!
|
DON HERMÓGENES.- ¡Canalla
infeliz!
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Escena
IX
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DON ELEUTERIO,
DON SERAPIO, DON ANTONIO, DON PEDRO, DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, PIPÍ.
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DON ELEUTERIO.- ¡Ingrato, embustero!
Después (Se sienta con ademanes de
abatimiento.) de lo que hemos hecho por
él...
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DOÑA MARIQUITA.- Ya ve usted, hermana, lo
que ha venido a resultar. Si lo dije, si me lo daba el
corazón... Mire usted qué hombre; después de
haberme traído en palabras tanto tiempo y, lo que es peor,
haber perdido por él la conveniencia de casarme con el
boticario, que a lo menos es hombre de bien y no sabe latín
ni se mete en citar autores, como ese bribón... ¡Pobre
de mí! Con dieciséis años que tengo, y
todavía estoy sin colocar; por el maldito empeño de
ustedes de que me había de casar con un erudito que supiera
mucho. Mire usted lo que sabe el renegado (Dios me perdone):
quitarme mi acomodo, engañar a mi hermano, perderle y
hartarnos de pesadumbres.
|
DON ANTONIO.- No se desconsuele usted,
señorita, que todo se compondrá. Usted tiene
mérito y no le faltarán proporciones mucho mejores
que las que ha perdido.
|
DOÑA AGUSTINA.- Es menester que tengas un
poco de paciencia, Mariquita.
|
DON ELEUTERIO.- La paciencia (Se
levanta con viveza.) la necesito yo, que estoy
desesperado de ver lo que me sucede.
|
DOÑA AGUSTINA.- Pero, hombre, ¿que
no has de reflexionar?...
|
DON ELEUTERIO.- Calla, mujer; calla, por Dios,
que tú también...
|
DON SERAPIO.- No, señor; el mal ha estado
en que nosotros no lo advertimos con tiempo... Pero yo le aseguro
al guarnicionero y a sus camaradas que si llegamos a pillarlos,
solfeo de mojicones como el que han de llevar no le... La comedia
es buena, señor; créame usted a mí; la comedia
es buena. Ahí no ha habido más sino que los de
allá se han unido, y...
|
DON ELEUTERIO.- Yo ya estoy en que la comedia no
es tan mala y que hay muchos partidos, pero lo que a mí
me...
|
DON PEDRO.- ¿Todavía está
usted en esa equivocación?
|
DON ANTONIO.- (Aparte a
DON PEDRO.)
Déjele usted.
|
DON PEDRO.- No quiero dejarle, me da
compasión.... Y, sobre todo, es demasiada necedad,
después de lo que ha sucedido, que todavía
esté creyendo el señor que su obra es buena.
¿Por qué ha de serlo? ¿Qué motivos
tiene usted para acertar? ¿Qué ha estudiado usted?
¿Quién le ha enseñado el arte?
¿Qué modelos se ha propuesto usted para la
imitación? ¿No ve usted que en todas las facultades
hay un método de enseñanza y unas reglas que seguir y
observar; que a ellas debe acompañar una aplicación
constante y laboriosa, y que sin estas circunstancias, unidas al
talento, nunca se formarán grandes profesores, porque nadie
sabe sin aprender? Pues ¿por dónde usted, que carece
de tales requisitos, presume que habrá podido hacer algo
bueno? ¿Qué, no hay más sino meterse a
escribir, a salga lo que salga, y en ocho días zurcir un
embrollo, ponerlo en malos versos, darle al teatro y ya soy autor?
¿Qué, no hay más que escribir comedias? Si han
de ser como la de usted o como las demás que se le parecen,
poco talento, poco estudio y poco tiempo son necesarios; pero si
han de ser buenas (créame usted) se necesita toda la vida de
un hombre, un ingenio muy sobresaliente, un estudio infatigable,
observación continua, sensibilidad, juicio exquisito, y
todavía no hay seguridad de llegar a la
perfección.
|
DON ELEUTERIO.- Bien está, señor;
será todo lo que usted dice, pero ahora no se trata de eso.
Si me desespero y me confundo, es por ver que todo se me
descompone, que he perdido mi tiempo, que la comedia no me vale un
cuarto, que he gastado en la impresión lo que no
tenía...
|
DON ANTONIO.- No, la impresión con el
tiempo se venderá.
|
DON PEDRO.- No se venderá, no,
señor. El público no compra en la librería las
piezas que silba en el teatro. No se venderá.
|
DON ELEUTERIO.- Pues vea usted, no se
venderá, y pierdo ese dinero, y por otra parte...
¡Válgame Dios! Yo, señor, seré lo que
ustedes quieran; seré mal poeta, seré un zopenco;
pero soy un hombre de bien. Este picarón de don
Hermógenes me ha estafado cuanto tenía para pagar sus
trampas y sus embrollos; me ha metido en nuevos pagos, y me deja
imposibilitado de cumplir como es regular con los muchos acreedores
que tengo.
|
DON PEDRO.- Pero ahí no hay más
que hacerles una obligación de irlos pagando poco a poco,
según el empleo o la facultad que usted tenga, y
arreglándose a una buena economía...
|
DOÑA AGUSTINA.- ¡Qué empleo
ni qué facultad, señor! Si el pobrecito no tiene
ninguna.
|
DON PEDRO.- ¿Ninguna?
|
DON ELEUTERIO.- No, señor. Yo estuve en
esa lotería de ahí arriba; después me puse a
servir a un caballero indiano, pero se murió, lo dejé
todo y me metí a escribir comedias, porque ese don
Hermógenes me engatusó y...
|
DOÑA MARIQUITA.- ¡Maldito sea
él!
|
DON ELEUTERIO.- Y si fuera decir estoy solo,
anda con Dios, pero casado, y con una hermana, y con aquellas
criaturas...
|
DON ANTONIO.- ¿Cuántas tiene
usted?
|
DON ELEUTERIO.- Cuatro, señor; que el
mayorcito no pasa de cinco años.
|
DON PEDRO.- ¡Hijos tiene!
(Aparte, con
ternura. ¡Qué lástima!)
|
DON ELEUTERIO.- Pues si no fuera por eso...
|
DON PEDRO.- (Aparte.
¡Infeliz!) Yo, amigo, ignoraba que del éxito de la
obra de usted pendiera la suerte de esa pobre familia. Yo
también he tenido hijos. Ya no los tengo; pero sé lo
que es el corazón de un padre. Dígame usted:
¿sabe usted contar? ¿Escribe usted bien?
|
DON ELEUTERIO.- Sí, señor; lo que
es así cosa de cuentas, me parece que sé bastante. En
casa de mi amo..., porque yo, señor, he sido paje...
Allí, como digo, no había más mayordomo que
yo. Yo era el que gobernaba la casa, como, ya se ve, estos
señores no entienden de eso. Y siempre me porté como
todo el mundo sabe. Eso sí, lo que es honradez y....
¡vaya!, ninguno ha tenido que...
|
DON PEDRO.- Lo creo muy bien.
|
DON ELEUTERIO.- En cuanto a escribir, yo
aprendí en los Escolapios, y luego me he soltado bastante, y
sé alguna cosa de ortografía... Aquí tengo...
Vea usted... (Saca un papel y se le da a DON PEDRO.) Ello
está escrito algo de prisa, porque ésta es una
tonadilla que se había de cantar mañana... ¡Ay,
Dios mío!
|
DON PEDRO.- Me gusta la letra, me gusta.
|
DON ELEUTERIO.- Sí, señor; tiene
su introduccioncita; luego entran las coplillas satíricas
con sus estribillos, y concluye con las...
|
DON PEDRO.- No hablo de eso, hombre, no hablo de
eso. Quiero decir que la forma de la letra es muy buena. La
tonadilla ya se conoce que es prima hermana de la comedia.
|
DON ELEUTERIO.- Ya.
|
DON PEDRO.- Es menester que se deje usted de
esas tonterías. (Volviéndole el
papel.)
|
DON ELEUTERIO.- Ya lo veo, señor; pero si
parece que el enemigo...
|
DON PEDRO.- Es menester olvidar absolutamente
esos devaneos; ésta es una condición precisa que
exijo de usted. Yo soy rico, muy rico, y no acompaño con
lágrimas estériles las desgracias de mis semejantes.
La mala fortuna a que le han reducido a usted sus desvaríos
necesita, más que consuelos y reflexiones, socorros
efectivos y prontos. Mañana quedarán pagadas por
mí todas las deudas que usted tenga.
|
DON ELEUTERIO.- Señor, ¿qué
dice usted?
|
DOÑA AGUSTINA.- ¿De veras,
señor? ¡Válgame Dios!
|
DOÑA MARIQUITA.- ¿De veras?
|
DON PEDRO.- Quiero hacer más. Yo tengo
bastantes haciendas cerca de Madrid; acabo de colocar a un mozo de
mérito, que entendía en el gobierno de ellas: Usted,
si quiere, podrá irse instruyendo al lado de mi mayordomo,
que es hombre honradísimo, y desde luego puede usted contar
con una fortuna proporcionada a sus necesidades. Esta señora
deberá contribuir por su parte a hacer feliz el nuevo
destino que a usted le propongo. Si cuida de su casa, si
cría bien a sus hijos, si desempeña como debe los
oficios de esposa y madre, conocerá que sabe cuanto hay que
saber y cuanto conviene a una mujer de su estado y obligaciones.
Usted, señorita, no ha perdido nada en no casarse con el
pedantón de don Hermógenes, porque, según se
ha visto, es un malvado que la hubiera hecho infeliz, y si usted
disimula un poco las ganas que tiene de casarse, no dudo que
hallará muy presto un hombre de bien que la quiera. En una
palabra, yo haré en favor de ustedes todo el bien que pueda;
no hay que dudarlo. Además, yo tengo muy buenos amigos en la
corte, y... créanme ustedes, soy algo áspero en mi
carácter, pero tengo el corazón muy compasivo.
|
DOÑA MARIQUITA.- ¡Qué
bondad! (DON
ELEUTERIO, su mujer y su hermana quieren arrodillarse a los
pies de DON PEDRO;
él lo estorba y los abraza
cariñosamente.)
|
DON ELEUTERIO.- ¡Qué generoso!
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DON PEDRO.- Esto es ser justo. El que socorre a
la pobreza, evitando a un infeliz la desesperación y los
delitos, cumple con su obligación; no hace más.
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DON ELEUTERIO.- Yo no sé cómo he
de pagar a usted tantos beneficios.
|
DON PEDRO.- Si usted me los agradece, ya me los
paga.
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DON ELEUTERIO.- Perdone usted, señor, las
locuras que he dicho y el mal modo...
|
DOÑA AGUSTINA.- Hemos sido muy
imprudentes.
|
DON PEDRO.- No hablemos de eso.
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DON ANTONIO.- ¡Ah, don Pedro!
¡Qué lección me ha dado usted esta tarde!
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DON PEDRO.- Usted se burla. Cualquiera hubiera
hecho lo mismo en iguales circunstancias.
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DON ANTONIO.- Su carácter de usted me
confunde.
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DON PEDRO.- ¡Eh! Los genios serán
diferentes, pero somos muy amigos. ¿No es verdad?
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DON ANTONIO.- ¿Quién no
querrá ser amigo de usted?
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DON SERAPIO.- Vaya, vaya; yo estoy loco de
contento.
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DON PEDRO.- Más lo estoy yo, porque no
hay placer comparable al que resulta de una acción virtuosa.
Recoja usted esa comedia (Al ver la comedia que
está leyendo PIPÍ.) no se
quede por ahí perdida y sirva de pasatiempo a la gente
burlona que llegue a verla.
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DON ELEUTERIO.- ¡Mal haya la comedia
(Arrebata la comedia de manos de PIPÍ y la hace
pedazos.) , amén, y mi docilidad y mi
tontería! Mañana, así que amanezca, hago una
hoguera con todo cuanto tengo impreso y manuscrito y no ha de
quedar en mi casa un verso.
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DOÑA MARIQUITA.- Yo encenderé la
pajuela.
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DOÑA AGUSTINA.- Y yo aventaré las
cenizas.
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DON PEDRO.- Así deber ser. Usted, amigo,
ha vivido engañado; su amor propio, la necesidad, el ejemplo
y la falta de instrucción le han hecho escribir disparates.
El público le ha dado a usted una lección muy dura,
pero muy útil, puesto que por ella se reconoce y se
enmienda. Ojalá los que hoy tiranizan y corrompen el teatro
por el maldito furor de ser autores, ya que desatinan como usted,
le imitaran en desengañarse.
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