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ArribaAbajoLa cuestión obrera II por Zorobabel Rodríguez

Artículo aparecido en El Independiente, Santiago, 14 de diciembre de 1876.


Hemos visto que el primer punto de estudio que nos ofrece la cuestión suscitada por la agitación de los obreros e industriales que se reunieron el domingo en el Alcázar Lírico, es el de reconocer cuál es la verdadera situación en que se encuentran y cuáles son las causas efectivas que la han producido. En otros términos, ¿es cierto o no que obreros e industriales pasan actualmente por momentos difíciles? Y si ello es cierto y el mal debe imputarse a alguien, será justo imputarlo a lo que tenemos de libertad en nuestras instituciones, o bien exigirá la justicia lo que imputemos a lo que hay en ellas de erróneo, de rutinero, de proteccionismo inconsulto?

Contestamos sin vacilar afirmativamente a la primera de las preguntas que acabamos de dirigirnos. Es cierto, innegable y fuera de duda que industriales y artesanos atraviesan momentos difíciles. Es cierto que han disminuido los consumos porque han disminuido las rentas, y no puede negarse que esa disminución en los consumos ha traído por consecuencia una disminución en la demanda de trabajo, la cual a su vez tenía forzosamente que producir una baja en los salarios.

Todo ello lo reconocemos, y reconocerlo es confesar que los que se lamentan de su triste situación no lo hacen por el placer de quejarse. Pero si sus quejas son fundadas, ¿tienen razón obreros e industriales para presentarse ellos solos como los privilegiados de la desgracia y como las únicas víctimas del terrible sacudimiento producido por las aguas del océano económico que buscan su nivel? No la tienen.

Si quieren persuadirse de ello abran los ojos, miren a los que pelean la batalla de la existencia más abajo, más arriba, a la derecha y a la izquierda, y digan si encuentran por esos contornos algún mortal feliz que, libre de lo vaivenes de las olas, duerma el sueño de la prosperidad recostado en lecho de rosas. Más abajo están los gañanes, los hombres que para vivir con nada más cuentan que con la fuerza de sus brazos, y están las pobres mujeres que para cubrir su desnudez y para conservar su virtud no cuentan con más que con la agilidad de sus dedos.

Por ventura aquéllos y éstos no han visto disminuir también la demanda de trabajo? ¿Y acaso cuando lo encuentran pueden obtener por él en recompensa salarios semejantes a los que ganaban en años anteriores? No: que el gañán que entonces tenía trabajo seguro por el salario de setenta y cinco centavos, hoy no puede obtenerlo cuando lo obtiene por más de sesenta. Luego no tienen razón obreros e industriales para presentarse como las solas víctimas de la situación económica que atravesamos, y para no extender su solicitud a otras que, estando debajo de ellos, experimentan mayores privaciones y padecimientos.

No pasan las cosas más alegremente a la derecha y a la izquierda. A la derecha están los comerciantes al por menor, los pequeños empleados de ese comercio, de las municipalidades, y de los particulares; a la izquierda, los pequeños propietarios, los arrendatarios de chacras, de viñas, de unas cuantas cuadras de tierra, los que pirquenean en los lavaderos y en las minas. ¿Cuál de ellos ha sido bastante feliz para eximirse de pagar su tributo a la crisis? Cuál de los que producían no ha visto disminuirse sus ventas? Cuál de los que trabajan por salarios no ha tenido que soportar, o una disminución de sueldo, o un recargo de trabajo, o lo que es peor, una ruinosa despedida? Luego tampoco descubrimos quién por esta parte haya logrado librarse de la lluvia.

Miremos ahora más arriba. Sin duda que allí donde viven los grandes propietarios, los opulentos capitalistas, los acaudalados comerciantes no se lucha con el hambre ni siquiera con la miseria. Siempre ellos tienen enormemente más que los que se encuentran más abajo. Por consiguiente, si lo que se desea es concluir con la propiedad y proceder a la repartición de bienes, nada tendríamos que observar, y reconoceríamos sin esfuerzo que en el reparto y por de pronto no faltaría qué repartir. Pero como no se quiere, eso a lo menos de una manera concreta y deliberada, lo que importa averiguar es si realmente la lluvia no ha alcanzado a las más altas regiones del capital y de la renta, o si por el contrario también se han mojado los que moran en ellas. Para averiguarlo, basta fijarse en el mismo hecho que sirve de base a las quejas de los obreros e industriales. En efecto, si su malestar proviene de que han disminuido los consumos, ello quiere decir que los consumidores se privan ahora de la satisfacción que esos consumos les proporcionaban. Y, ¿quién se mortifica por el placer de mortificarse? Si la sastrería A. hacía ropa en 1874 por valor de diez mil pesos y en 1876 no ha hecho más que por el valor de cinco mil, ¿no quiere decir eso que esos cinco mil pesos representan precisamente las privaciones que la crisis ha impuesto a sus antiguos parroquianos? Si el carpintero B, que en 1874 ganó sin esfuerzos mil pesos, en 1876 no ha podido ganar más de quinientos, ello debe depender de que en este año se ha edificado la mitad de lo que se edificó en 1874. Y, por qué los que edificaban entonces, no edifican ahora? ¿Por qué ahora sean menos filántropos que antes? No: nadie edifica porque le manden edificar, ni por hacer bien a los albañiles y carpinteros: se edifica cuando hay con qué para vivir cómodamente. Luego si hoy no se edifica es porque las circunstancias han puesto a los que edificaban en la imposibilidad de edificar.

En conclusión, la crisis ha obrado como obra siempre en el campo de la libertad y del derecho común: equitativamente haciéndolos sufrir a todos, y curativamente procurando con los mismos sufrimientos que impone, la remoción de las causas del mal.

Esta observación es de gravedad suma. Los consumos han disminuido a consecuencia de la crisis, y el remedio contra la crisis está precisamente en la disminución de los consumos, y si suponiendo un imposible, hubiera poder humano capaz de impedir que las leyes económicas se cumpliesen, y que a pesar de la general pobreza, todos gastásemos y consumiésemos lo mismo que antes, la crisis sería perdurable, y no desaparecería hasta no haber concluido con la riqueza pública.

Volveremos sobre este punto en uno de nuestros próximos artículos. Por ahora queda establecido que es efectivo que obreros e industriales atraviesan momentos difíciles, aun cuando no es verdad que ellos sean los únicos que padecen, ni siquiera que formen una clase aparte, y en la cual la crisis se haya ido a cebar con preferencia.

En un país en que son libres la industria, las artes y el comercio no puede haber una clase obrera y trabajadora, porque esa clase, a existir, comprendería a todos los habitantes. Todos trabajamos o para vivir o para vivir más cómodamente de lo que vivimos, y, ¡ay de los que trabajan para vivir si una vez satisfechas las primeras necesidades de la vida todo deseo de seguir adquiriendo concluyese en el hombre! Este mundo sería un mundo poblado de seres apenas superiores a las bestias. Si en Chile, por ejemplo, una vez que hubiésemos cubierto de jerga nuestras carnes a nada más aspirásemos en materia de vestidos, ¿no es evidente que por ese solo hecho se habrían arruinado todas las sastrerías?

Todos trabajamos, pues, o a lo menos todos deberíamos trabajar si en Chile la libertad del trabajo, de la industria y del comercio fuesen hechos universales y que no sufriesen excepción alguna ni en la ley ni en la práctica. La diferencia está solamente en que cada cual trabaja a su manera, y en lo que más le conviene. En esta incesante labor, ¿quiénes serán los afortunados? Apartad del campo la acción perturbadora de los gobiernos y contestamos sin vacilar: ¡los más dignos! Aceptad, por el contrario, a los gobiernos como jueces del campo y supremos dispensadores de protección y de favor, y contestamos sin vacilar también: ¡Los que menos merecerían haber triunfado!

Falta que ver la parte que en la triste situación financiera que atravesamos quepa a la acción natural de las leyes económicas y a la acción perturbadora del gobierno, porque si tratándose de las leyes naturales no hay más remedio que someterse con buen ánimo a ellas, esperando que obre su virtud curativa, contra los malos arreglos sociales y los errores administrativos cometidos, hay el recurso de una pronta y acertada reforma.

En las dolencias económicas el principio de curación y la curación completa consiste en ver bien claras las causas de la enfermedad.




ArribaAbajoLa cuestión obrera III por Zorobabel Rodríguez

Artículo publicado en El Independiente, Santiago, 16 de diciembre de 1876.


Establecida la gravedad de la cuestión económica y hasta cierto punto social que dilucidamos, y reconocida la aflictiva situación en que se hallan, no solamente obreros e industriales, sino todos los habitantes de la república, cabe indagar ahora las causas del fenómeno.

Estas causas como ya lo hemos insinuado, son de dos diversas especies. Unas naturales, fatales, insubsanables; otras artificiales y, por lo tanto, susceptibles de ser remediadas.

Qué culpa tiene nadie, por ejemplo, de que las íntimas cosechas hayan sido malas, de que la minería haya decaído, de que la plata bajara en los mercados europeos, de que la demanda de nuestros productos no haya seguido aumentando en la proporción que esperábamos, etc.? Para remover esas causas de nuestro malestar económico, nada podemos hacer: contra sus consecuencias los recursos que podemos tocar se reducen a medidas precautorias y defensivas -el ahorro, la economía, la constancia en el trabajo, la cordura de no acometer empresas temerarias o negociaciones a la gruesa ventura.

En este sentido podría hacerse mucho de ventajoso para el pueblo. Somos, cuando se trata de hechos, enemigos de generalizar o de particularizar demasiado. De ahí es que nos parecería igualmente aventurado decir: ¡Los industriales y obreros chilenos no tienen el hábito del ahorro!; o, sólo en Chile hay la detestable práctica entre obreros y peones de emplear el lunes en malgastar las ganancias de la semana, causando perjudicialísimas interrupciones en los trabajos y poniendo a los industriales y jefes de taller en la imposibilidad de cumplir en el día y hora fijados los compromisos contraídos con sus clientes. Contra la generalidad del primer aserto podrían protestar con justicia muchos obreros que a fuerza de economías, de trabajo y de honradez, han llegado a conquistarse una situación holgada y un crédito envidiable. Contra el segundo podría alegarse el testimonio que da Benjamín Franklin en sus Memorias, en las cuales se lee que ya en 1725 y en Londres se había extendido tanto entre los trabajadores el culto de San Lunes que la circunstancia de no festejarlo nunca fue la principal recomendación que el tipógrafo americano tuvo para con sus patrones.

Pero hechas las salvedades que la justicia exige, nada nos impide reconocer que uno de los flacos más considerables del pueblo chileno, tan ventajosamente dotado por otros aspectos, es su falta de aptitudes, o de cuando menos de gusto por el ahorro. De modo que es cosa común encontrar a cada paso artesanos muy hábiles y muy tesoneros para el trabajo, que después de disfrutar por muchos años de salarios no escasos, llegan a la vejez sin haber pensado nunca en ella, ni haber hecho la menor tentativa para economizar un solo peso.

Dejemos, sin embargo, a un lado las causas naturales, fortuitas e invariables de la penosa situación económica que atravesamos, y procuremos descubrir si a esas causas han venido a agregarse otras artificiales, y que por lo tanto estaría en nuestra mano suprimir.

Desde luego, los que se presentan como mentores de los industriales y obreros señalan como origen principal y casi único del daño, lo que hay de liberal en las leyes aduaneras de la república. Afirman que esas leyes, dejando que cada cual compre lo que necesite a quien se lo de más barato, sin averiguar antes a qué nacionalidad pertenece el fabricante, ni el lugar de su residencia, ni la lengua que habla, ni la religión que profesa, etc., comete una torpe injusticia. Que en consecuencia el gobierno no debe buscar el progreso del país dando cada día más amplitud a la esfera de la iniciativa y de la libertad individual, sino, al contrario, restringiendo esa libertad y constituyéndose en gran tutor de los ciudadanos y en supremo director de la industria, de las artes y de las transacciones mercantiles.

Más adelante veremos lo que puede haber de exacto en esas apreciaciones y de conducente en tales arbitrios.

Por de pronto, bástenos indicar cuáles son en nuestro concepto las causas artificiales de la actual situación económica y cuáles las quejas que en justicia podría, la parte más pobre del pueblo, formular contra los arreglos sociales existentes.

Creemos que esas causas, lejos de encontrarse en las libertades que las leyes chilenas acuerdan y amparan, se encuentran en los monopolios, privilegios y usurpaciones de la libertad individual, que entorpecen el progreso y empobrecen al país so pretexto de protegerlo.

Os quejáis de la competencia que os hace el industrial extranjero, pero no veis que ese competidor no podrá jamás venceros sin que su victoria redunde en beneficio del consumidor, esto es, en beneficio de todos, pues que todos somos consumidores: y entre tanto no tenéis una palabra de reprobación para los que os sacan por la fuerza del bolsillo centenares de miles a fin de ir a traer a Alemania, a Inglaterra o a Italia, a vuestra costa, hombres que vengan a ocupar las pocas tierras colonizables que tenemos, y que después de ocuparlas algunos meses, las venden para venir a las ciudades del centro a haceros una ruinosa competencia! ¿No veis que esto sí que es obligaron a comprar la soga con que habéis de ser ahorcados? ¿No veis que es un absurdo que con el dinero de las contribuciones se traigan de los últimos límites del mundo nuevos brazos a este país en que los trabajos escasean y los brazos no tienen en qué ocuparse?

¡Abajo pues, la colonización artificial y extranjera y que las tierras baldías de Chile, si a alguien han de distribuirse gratuitamente, se distribuyan a los chilenos! ¡Basta ya de ese acarreo absurdo de obreros a un país cuyos trabajadores, faltos de ocupación, emigran por millares hacia el norte y hacia el oriente!

¿Queréis también detener las mercaderías extranjeras a las puertas de nuestro territorio cuando los dueños de esas mercaderías vengan a ofrecérnoslas usando de su libertad?; y entre tanto nada habéis dicho contra esa aberración sin nombre que se llamó la Exposición Internacional, ¡estupenda prima de seiscientos a setecientos mil pesos dados a los importadores extranjeros para que pudiesen atestar nuestro mercado sin costos de transporte ni de internación y derrotados en un campo preparado con vuestros esfuerzos y con armas compradas con vuestros escudos!

La libertad de la internación debe ser sagrada; la protección a la internación es un error funesto y una crueldad sin nombre. ¿Y cuál de los que se erigen en mentores de los industriales y obreros, ha tenido una palabra de reprobación contra esa funesta calaverada del anterior gobierno? ¿Y cuántos de ellos no cargan con la responsabilidad de haberla preparado, aprobado y estimulado con sus aplausos?

Os quejáis de los capitalistas que no os protegen consumiendo vuestros artefactos. Pero, ¿no sería más cuerdo que reconociendo a los capitalistas la libertad de que vosotros mismos usáis cada vez que compráis al que os vende más barato, vestidos, alimento, herramientas y materias primas, os preguntaréis una vez por todas: hasta cuándo nosotros hemos de protegerlos a ellos? ¿Cómo habéis aprendido a ser sastres, albañiles, hojalateros, zapateros, pintores, etc.? A vuestra costa y por vuestro bueno. ¿Cómo aprenden los hijos de los grandes funcionarios, capitalistas, comerciantes, a ser médicos, abogados, ingenieros, etc.? Aprenden de balde para ellos, esto es a costa vuestra, en colegios costeados y sostenidos con el dinero de las contribuciones. ¿Os parece que no hay ahí una injusticia digna de ser señalada y combatida?

No multiplicaremos más los ejemplos. Al tenor de los injustos arreglos sociales que acabamos de señalar, podríamos señalar muchos otros, como la guardia nacional, objeto de terror para tantos infelices trabajadores, el servicio de las rondas y de los celadores, plaga de nuestras campañas y aldeas, las exorbitantes y funestas contribuciones municipales sobre las carnes muertas, sobre legumbres, plazas, tendales, matadero, vendedores ambulantes; el estanco del tabaco, que declara delito un cultivo que podría dar trabajo a tantos brazos y alimento a tantas bocas; la alcabala, que impide la rotación y división de la propiedad territorial, etc., etc.

En dos palabras, las causas artificiales que, uniéndose a las naturales y fortuitas, han hecho más profundo el trastorno económico que nos maltrata, no son las libertades consignadas en nuestras leyes y observadas en nuestras prácticas, sino al revés, los monopolios, los privilegios, las protecciones dadas a los menos a costa de los más.

Volverse, pues, contra la libertad para hacerle la guerra y convertirla en el macho cabrío emisario de los males que nos aquejan, es cometer el más funesto de los errores, es fundarse en la gravedad de la dolencia que sufre el enfermo, para señalar la puerta al facultativo y arrojar los remedios por la ventana, y tomar un féretro por cama y al sepulturero por médico de cabecera.

¡Tenéis hambre y volvéis los ojos al Estado para que remedie vuestra necesidad! En vano los volvéis: El Estado es como el doctor judío de cierta lúgubre leyenda que para sanar, robustecer y engordar a sus enfermos principiaba por cortarles de los muslos o de las pantorrillas la carne con que habían de alimentarse.




ArribaAbajoLa cuestión obrera IV por Zorobabel Rodríguez

Artículo aparecido en El Independiente, Santiago, 17 de diciembre de 1876.


Reconocida la efectividad del mal, su extensión y sus causas, réstanos examinar ahora los arbitrios que los que se han constituido en mentores de los obreros e industriales les recomiendan como más eficaces.

Estos arbitrios se reducen a dos: 1º subir el impuesto de aduanas a los artículos elaborados de la industria extranjera hasta el punto en que no haciendo cuenta a los importadores internarlos, dejen el campo del consumo nacional a los industriales chilenos; y 2º eximir de derechos de aduana las herramientas, materias e ingredientes que necesitan para desempañar sus oficios y para hacer sus fabricaciones los obreros y fabricantes nacionales.

En dos palabras, los consejeros de los artesanos les dicen: hemos descubierto un fácil expediente para sacaros de la triste situación en que os encontráis, expediente que consiste en dirigiros a los que disponen de la fuerza para que obliguen a los que consumen nuestros artefactos a comprárnoslos caros, alejando de las fronteras a los que se acerquen con la pretensión de vender más barato, y para que nos concedan también el privilegio de que podamos comprar barato a los extranjeros lo que nosotros tenemos necesidad de comprar para nuestros consumos o fabricaciones, a cuyo fin no sólo rechazamos para nosotros como insoportable182 el derecho común que nos parece una ganga tratándose de los demás consumidores, sino que pedimos que se nos exima de toda carga.

Para nuestros consumos la libertad en el derecho común nos parece poco: queremos la exención de todo impuesto.

Para los consumos de los demás, la libertad en el derecho común nos parece demasiado: queremos que paguen la más alta contribución posible y que se les obligue por la fuerza a buscar al productor que venda más caro.

Desde luego, salta a la esta la falta absoluta de equidad de una pretensión semejante. En un país republicano en que todos debemos ser iguales ante la ley, ¿cómo sancionar desigualdades tan monstruosas? ¿Por qué si los industriales usan del derecho y reclaman el derecho de comprar lo que necesitan a quien se los venda con más cuenta, sea chileno o extranjero, no quieren para sus demás conciudadanos lo que quieren para sí mismos? ¿Por qué si encuentran demasiado pesada para ellos la carga del 25%, piden a un tiempo que se les exonere de ella y que se eche sobre las espaldas de los otros que ya soportan una idéntica?

Por otra parte, ¿qué viene a ser del principio de propiedad, una vez que el gobierno intervenga entre el comprador y el vendedor, para decir al uno, tú comprarás aquí y no allá, para decir al otro, tú no podrás vender más allá de esta o de aquella línea? Tal procedimiento es una verdadera expoliación, porque no se necesita discurrir mucho para comprender que no hay diferencia ninguna entre sacarme diez pesos del bolsillo en virtud del derecho del más fuerte, para obsequiárselos a mi zapatero, y obligarme a comprar por veinte a mi zapatero un par de botas que uno de Francia o de Alemania me puede vender por diez. Si hay diferencia, ¿en qué está la diferencia?

Por eso dijimos que el primer defecto del arbitrio propuesto es su falta absoluta de equidad. Adoptarlo sería renunciar a las conquistas hechas durante siglos en el campo de la libertad del trabajo, de la industria y del comercio, despojar a unos legalmente en provecho de otros, y sustituir las admirables leyes con que Dios rige el mundo económico, por leyes que fuesen el resultado de los intereses de las preocupaciones y de los apetitos de los más poderosos.

¡El sol para nosotros!, ¡para los demás las tinieblas!, parecen decir los mentores de algunos obreros. ¡Cuánto más digno, equitativo y acertado sería que les enseñasen a repetir como el sumum de sus aspiraciones para con el gobierno, cada vez que el gobierno se acercase a ellos, las palabras de Diógenes a Alejandro: ¡Quítate de mi sol!

Pero no solamente los arbitrios propuestos pecan contra las nociones más universales de la equidad y de la justicia, que también son contradictorios, funestos para la riqueza pública, contrarios a su fin y absolutamente irrealizables.

Para demostrar que son contradictorios no necesitamos hacer ni cálculos profundos ni aparatosa exhibición de números. Bástanos considerar llana y fríamente como se pasarían las cosas, según decía el señor Courcelle-Seneuil cada vez que llamaba la atención de sus alumnos hacia los fenómenos, tan difíciles de observar a veces, del mundo económico.

Supongamos que llegan ante el legislador en demanda de protección un sastre, un fabricante de tejidos de lana y un hacendado dedicado a la crianza de ganado menor.

El sastre dice: Yo necesito vender caro mis artefactos, y eso me será imposible mientras se deje en paz a ciertos malvados gringos, gabachos y judíos, que han dado en el capricho de dar casi regalada la ropa que importan, a pesar del 25% que pagan de derechos de internación. Te pido, en consecuencia, soberano señor, que aumentes ese derecho al 50%, con lo cual me veré libre de tan molestos vecinos. Pero como eso no sería suficiente por cuanto a causa del derecho de 25% que pagan los paños, tengo que comprarlos demasiado caros, te suplico también declares la internación de éstos, libre de derechos.

El legislador, que es proteccionista y que se ríe de las chocherías de Adam Smith, de Bastiat y de Stuart Mill, pone gustosísimo al pie de la solicitud del sastre: Como se pide. Pague la ropa hecha por 50% de derechos y entren los paños y casimires libres de ellos.

Pero he ahí que llega su turno al fabricante de paños y casimires, y que expone que a causa del reducido precio a que franceses, ingleses y alemanes están vendiendo los tejidos de lana, a pesar del subido derecho que pagan, no le es posible encontrar compradores para los que fabrica; que su situación, en consecuencia, es desesperante y que no tiene otra esperanza de salud que una modificación de la tarifa de aduanas, en el sentido de poner a los paños y casimires extranjeros un derecho de 50%, y de dejar libres de derechos las lanas que se internen para no sufrir la ley de los ganaderos chilenos.

El legislador, siempre deseoso de proteger el trabajo nacional, y de no negar a unos lo que ha acordado a otros, pone al pie de la solicitud del fabricante de tejidos de lana: Como se pide: y en adelante los paños y casimires extranjeros pagarán una contribución del 50% y las lanas se internarán, por el contrario, libres de derechos.

Llega, en fin, su turno al hacendado y dice: ya que habéis extendido vuestra mano protectora, soberano señor, sobre el sastre y sobre el fabricante de tejidos de lana, espero que no he de ser yo el único a quien neguéis vuestra protección. Yo me ocupo en la crianza de ovejas, en otros términos, en producir lana; pero siendo los campos de Chile mucho más reducidos que los de la Oceanía, el Uruguay y la República Argentina, y los pastos más caros y las contribuciones más pesadas, no me es posible sostener la lucha con los importadores del artículo. Espero, pues, que os dignéis poner un derecho de 50% a las lanas que se introduzcan del extranjero y que completéis el beneficio declarando de internación libre todas las herramientas, máquinas y artículos necesarios a la agricultura.

El legislador, siempre consecuente en su deseo de proteger al productor chileno, vuelve a poner: Como se pide: y en adelante las lanas extranjeras pagarán un impuesto de 50%, y serán de internación libre las máquinas, herramientas y artículos necesarios a la agricultura.

Los solicitantes se retiran satisfechos de la liberalidad del legislador, y éste, repasando y comparando las providencias que ha dictado, se encuentra con que para ser consecuente con el sistema de protección a la industria nacional, ha ordenado el mismo día:

Que los paños y casimires entren libres de derechos en la solicitud del sastre; y que los mismos paños y casimires entren sólo después de pagar un derecho de 50% en la solicitud del fabricante de paños.

Que las lanas deben ser libres de derechos de internación, según lo establecido al pie de la solicitud de este industrial, al paso que, al tenor de la concesión hecha al ganadero, deberán pagar irremisiblemente uno de 50%.

Esos casos que son prácticos y claros como la luz, ¿no están probando que, o el sistema proteccionista no es un sistema, o que si lo es, no merece otro nombre que el de Sistema de las contradicciones?




ArribaAbajoLa cuestión obrera V por Zorobabel Rodríguez

Artículo publicado en El Independiente, Santiago, 20 de diciembre de 1876.


Demostrado como queda que el alza propuesta en los derechos aduaneros de los artículos elaborados que se internan al país importa un injusto desconocimiento de la libertad y una expoliación de los consumidores; y que no hay medio de evitar que la protección acordada a uno sea perjuicio irrogado a otros, nos resta considerar el asunto por el más importante de sus aspectos, el del interés de los obreros y del fomento del trabajo nacional.

Vamos a ver si somos bastante felices para comunicar a los demás la convicción íntima que tenemos de que el proteccionismo no sólo es injusto en sí mismo y contradictorio en su aplicación, sino también contrario a su fin en sus inevitables consecuencias.

Si lográsemos demostrar de una manera práctica y sencilla que las medidas propuestas, prescindiendo de lo que tengan de injusto y atentatorio, una vez realizadas, traerían por consecuencia precisa una disminución del trabajo nacional y un empobrecimiento inevitable del país, nos parece que el litigio quedaría definitivamente fallado. Intentémoslo, pues.

Al efecto, y para evitar complicaciones, examinemos los efectos de esas medidas en un reducido número de personas, ya que es cosa sabida que el bienestar general no difiere del bienestar de los individuos que forman la comunidad.

El día siguiente a aquel en que los obreros celebraron su meeting y en que el señor fiscal de la corte, don Adolfo Ibáñez, se proclama hombre de labor y lanzaba contra el maldito capital estruendosos disparos, nos tocó arreglar su cuenta a un carpintero que acababa de terminar algunas reparaciones en nuestra propia casa.

Informándonos de él sobre lo que había ocurrido, nos dijo que la concurrencia había sido numerosísima, el calor grande y los discursos muy bonitos.

-¿Y Ud., maestro, le preguntamos, comprendió bien qué es lo que proponían los de los discursos?

-¿Cómo no?, señor, nos contestó. Lo que se quiere es que se suban las contribuciones que pagan los artículos que vengan de afuera ya trabajados, para que así no nos falte trabajo a nosotros.

-Pero, ¿no ve Ud., maestro, que los ricos comprando a quienes les venden más barato, no hacen más que lo que Uds. mismos practican? ¿Ud. se mandó a hacer esa blusa de alpaca que lleva a la sastrería Santiago, a la de Pinaud o alguna otra de las grandes sastrerías?

-No, señor, ni de las grandes ni de las chicas: la compré en la ropa hecha.

-Luego, cuando Ud. va a comprar lo que necesita, en lo que menos piensa es en proteger al que le vende. Lo que Ud. quiere es protegerse a sí mismo y a ese fin le compra al que le dé más barato y mejor.

-¡Pero, es que los trabajos están tan escasos y tan mal pagados! Todos se quejan de la pobreza del tiempo: nadie edifica y da compasión la gente que pasa los meses y los meses con los brazos cruzados.

-¿Y Ud. cree que con alzar los derechos de aduana todo se habría remediado?

-Así parece, señor; y así lo aseguran los que dicen que han estudiado estos asuntos.

-Pues, yo le voy a manifestar a Ud. que con el expediente que proponen nada se habría remediado; que esos que los aconsejan a Ud. o se les acercan para cometer el abominable delito de explotar la triste situación en que se hallan, o son ciegos que temerariamente se les ofrecen por guías y por exploradores.

-Pero si yo no entiendo de filosofías...

-Pero es hombre de buen sentido y eso basta para comprender la verdad expuesta con sencillez. Ud. verá que casi es cuestión de ojos y de una pizca de atención.

-A ver.

-Yo me mandaba a hacer antes la ropa a la sastrería X. Un par de pantalones me importaba dieciséis pesos, una levita cuarenta y cinco, un paletó hasta sesenta y así en proporción; de manera que al año la partida de la ropa solía llegar hasta trescientos pesos.

-¡Es temeridad, señor!

-Así hube de comprenderlo y desde el año pasado me estoy vistiendo en las tiendas de ropa hecha, con lo cual he conseguido ahorrar doscientos pesos al año.

-Pero no sé adonde va Ud. a parar.

-Voy a parar a Ud., porque esos doscientos pesos ahorrados son precisamente los doscientos pesos que me han permitido ocuparlo a Ud. y que le han proporcionado trabajo durante tres meses; si hubiese continuado vistiéndome en la sastrería habría dejado mi casa como estaba y Ud. no habría tenido trabajo. Debe, pues, agradecérselo al que trae la ropa hecha y a la libertad que tiene de introducirla.

-Pero es probable que el sastre mire las cosas de otro modo.

-¡Es seguro! Sin embargo, mirando fríamente las cosas, se descubre y hasta cierto punto se palpa, que impidiendo la entrada de la ropa hecha y obligándome a vestirme en la sastrería nada más se habría logrado que quitarle a Ud. trabajo por doscientos pesos para dárselo al sastre. ¿Le parece a Ud. que eso sería proteger el trabajo nacional?

-Sería quitarle con una mano y darle con la otra.

-Exacto. Pero aún hay más.

-¿Hay más?

-Sí, hay no lejos de aquí una persona que en el caso que estamos considerando habría perdido sin vuelta los mismos doscientos pesos, ya una vez perdidos por Ud.

-¿Y quién sería?

-Sería yo, que ahora, merced a la libertad he podido tener ropa con que vestirme, y además, todas las obras y mejoras que Ud. ha hecho en mi casa; y que en el caso de haberme vestido en la sastrería, nada de esto habría podido obtener.

-¡Bien dicen que hay cosas que parecen otras cosas!

-Y también dicen que lo que les presentan a Uds. como tabla de salvación, vendría a causarles su completa ruina.

-¿Y por qué sucederá así?

-Sucede así porque ni capitalistas ni los empleados, ni nadie quiere su dinero para enterrarlo, sino para que les produzca, y el modo de hacerlo producir es llamar al trabajo para que lo fecunde. La salud de Uds. está, por consiguiente, en que los capitalistas prosperen y el medio de que prosperen es que no se les obligue a malgastar su dinero.

-Pero hay algunos que lo dan a interés o que lo ponen en los bancos.

-Esos mismos no pueden dejar de proteger el trabajo de Uds. sin pensarlo; porque para que el Banco pueda pagar los intereses, es preciso que a él le paguen y para que a él le paguen es preciso que los que le piden prestado hagan producir la suma que piden y, cómo podrían hacerlo producir sin pagar salarios a peones, y a artesanos y sin alentar el trabajo de los industriales?

-¡Bien me había dado en el corazón que después de todo lo mejor que se proponía eran las cajas de ahorros!

-Las cajas de ahorros son instituciones excelentes y en otros países en que los que gobiernan entienden más de estas cosas que en Chile, las hay en cada administración de correos, como, por ejemplo, en Inglaterra donde se llaman Bancos de a penique porque puede depositarse en ellos desde un penique que es como si dijéramos desde cinco centavos.

-¿De modo que fuera de las cajas de ahorros nada más podríamos hacer por ahora para mejorar nuestra situación?

-Sí que podrían hacer algo mejor que eso, que sería seguir los consejos que un cierto obrero que llegó a ser gran capitalista y hombre ilustre, daba a los artesanos, consejos no eran más que las reglas cuya observancia le había asegurado el triunfo.

-Desearía mucho conocerlos.

-Pues se hallan ellos recopilados en un almanaque que no tengo en castellano y que por eso no lo ofrezco; pero que procuraré traducir en el primer rato desocupado que tenga para el uso de Ud. y de los que como Ud. tengan la legítima ambición de subir y de subir por su propio esfuerzo, sin pedir favor, ni protección más que a Dios, único gobernante a quien puede pedirse sin humillación y que puede lícito dar a unos sin quitar previamente a otros lo que da.




ArribaAbajoEl proyecto de reglamento sobre las casas de prendas y los intereses de los pobres por Zorobabel Rodríguez

Artículo aparecido en El Independiente, Santiago, 23 de diciembre de 1876.


Tal vez nuestros lectores no hayan olvidado que recién se dictó el Código Penal. Uno de los defectos capitales que en él señalamos fue el de haber establecido penas para actos perfectamente lícitos como la mendicidad y la vagancia, y el de haber declarado sospechosos ciertos géneros de comercio, no sólo lícitos, sino altamente benéficos para los menesterosos, como el préstamo sobre prendas.

Entonces tuvimos ocasión de demostrar que esas disposiciones no sólo eran un claro indicio de la falta de conocimiento de los que las habían consignado, sino que también ellas serían más que ineficaces, gravemente perjudiciales a los intereses que se pretendía amparar. Entonces desafiamos a los partidarios de la reglamentación de las casas de prendas a que nos indicasen una sola traba que pudiera ponerse a la libertad del préstamo sobre prendas que no redundase en perjuicio de los infelices que se ven obligados por la necesidad a recurrir a ellas.

Hoy, en presencia del reglamento propuesto por el señor Ministro del Interior, mantenemos nuestro juicio, y no sólo lo mantenemos, sino que él nos suministra una buena ocasión para comprobar la exactitud de nuestro principio: toda traba puesta a la libertad de los préstamos sobre prendas es una agravación de la suerte de los que recurren a las casas que tienen ese giro.

Comenzaremos manifestando la extrañeza con que hemos visto al pie de ese proyecto la firma del señor Ministro del Interior. Teníamos motivos para creer que su señoría era un partidario convencido de la libertad comercial, y por lo mismo nos imaginábamos que él no habría juzgado más favorablemente que nosotros mismos el artículo del Código Penal en que se declara sospechoso el comercio sobre prendas para colocarlo bajo el régimen de las medidas preventivas. Nos engañábamos seguramente; pues es claro que, a juzgar disparatada aquella prescripción, su señoría no habría tenido la flaqueza de poner su firma al pie de un reglamento que lo pone en contradicción consigo mismo como publicista y que lo presenta ante el país y el mundo como a uno de esos vulgares políticos que, faltos de principios fijos, no tiene más norma de conducta que obedecer a las inspiraciones del momento.

Decíamos que la ocasión es propicia para comprobar la exactitud de nuestra doctrina, porque, en efecto, debe suponerse que un reglamento formado por el señor Lastarria debe ser tan respetuoso por la libertad de los contratantes y tan bien intencionado para con los pobres cuanto es posible que un reglamento lo sea; y que por consiguiente, si logramos manifestar que él, lejos de favorecer a los menesterosos, viene a agravar su situación, habremos ipso facto manifestado que en materia de reglamentos para las casas de prendas, lo mejor que puede hacerse es no hacer nada.

Vamos, pues, a prescindir de teorías sociales y económicas y a considerar el reglamento proyectado por uno solo de sus aspectos, el de las consecuencias que tendría para los menesterosos; porque es claro que si en vez de favorecerlos los perjudica, el buen sentido aconsejaría arrojarlo al cajón de los papeles inútiles.

A nuestro, intento fijémonos en tres o cuatro de las más importantes prescripciones que el reglamento contiene.

En el artículo 1º manda que la persona que quiera establecer una casa de agencia presente una boleta de fianza o de hipoteca por la mitad del capital declarado para responder por las prendas, por las multas o perjuicios juzgados por sentencia.

El 7º, que es nulo de hecho todo contrato celebrado con personas incapaces para obligarse en conformidad al artículo 1.447 del Código Civil.

El 9º, que no son susceptibles de empeño las herramientas de los oficios manuales de los artesanos.

El 17º, que habrá tasadores de las prendas perdidas y que éstos ganarán el 3% del valor de las prendas que valoricen.

Omitimos otros, como el de suponer siempre la mala fe en el prestamista que reciba prendas robadas, el de impedir el empeño de objetos propios para templos, hospitales, cuarteles etc.; y preguntamos, ¿cuál será el efecto económico inevitable que producirán las gabelas que se echan sobre los prenderos?

Obligados todos los prestamistas actuales y todos los que deseen adoptar ese giro en lo sucesivo, no sólo a tener y comprobar el capital que entra al negocio, sino también a poseer un fundo que hipotecar o a encontrar un capitalista que los afiance, ¿no es evidente que los prestamistas disminuirán? ¿Y no es claro que siendo más difíciles y onerosas las condiciones del negocio necesitarán para indemnizarse de alzar la tasa del interés que cobran? Es de primera evidencia a no ser que se sostenga que la disminución en la oferta de dinero y el aumento de los gastos y molestias de los que lo ofrecen, no tiene por consecuencia ineludible una alza en la tasa de interés.

Tenemos una primera traba a la libertad y un primer perjuicio irrogado a los menesterosos.

Pasemos adelante. El 7º artículo, como hemos visto, impone al prestamista la prohibición de prestar, aunque no sea más que veinte centavos, a ninguna persona que no sea legalmente capaz de contratar. De manera que el dueño de una casa de prendas, para prestar veinte centavos, tiene que entrar en prolijas investigaciones a fin de averiguar si la persona que se los pide es casada, viuda o soltera, mayor o menor de edad, insana o demente, etc. El prestamista, puesto en la disyuntiva de no prestar, o de entrar en semejantes averiguaciones, sin duda ninguna que no hará el préstamo, o que para indemnizarse cobrará por él un interés exorbitante. ¿Y quién será el condenado a pagar ese aumento de interés? ¿Y quién sería la víctima si el préstamo no se verificase? El menesteroso y siempre el menesteroso.

Vamos a la tercera cortapisa puesta e interés del empeñante, y destinada, sin embargo, a aumentar la miseria de su situación.

¡Los artesanos no podrán dar en prenda sus herramientas de trabajo!

¿Y por qué señores filántropos al revés? Ved ahí a un maestro carpintero que tiene una magnífica caja de herramientas, arsenal surtido de armas con que durante largos años ha peleado heroicamente la batalla de la vida. Se cayó, falto ya de agilidad y vista, de un andamio, y con una pierna quebrada yace en la cama dos largos meses durante los cuales ha agotado sus escasas economías y su pequeño crédito. Necesita comer él y dar de comer a su familia, y en la pieza en que vive fuera de las camas y de la ropa, nada más le queda que su caja de herramientas. Con dolor de su alma manda a uno de sus hijos a empeñar una media docena de las que le parecen menos indispensables. Es preciso empeñarlas o ayunar. El prudente padre de familia se decide por empeñarlas. ¿Y el señor Ministro tiene valor para intervenir en tales circunstancias y decirle: No sabéis lo que os importa: vuestra resolución es disparatada: guardad las herramientas en la caja y moríos de hambre: así lo ha dispuesto en su sabiduría el sabio Código Penal, y así lo he determinado yo obedeciendo al amor entrañable que os profeso!

¡Vive Dios que a pesar de los esfuerzos que hacemos para evitarlo, la cólera agita nuestra alma y la bilis nos amarga la boca cada vez que vemos salir de sus tumbas tantos funestos absurdos y llevar tras sí embarcada una multitud tan numerosa y tan digna de marchar por los luminosos senderos de la verdad!

¿Queréis que el artesano tenga cariño a sus herramientas? En hora buena; pero, ¿ha de quererlas más que a su mujer, a sus hijos, y a sí mismo? ¿Y cómo no veis que si le impedís que las empeñe lo obligáis fatalmente a venderlas por lo que caiga?

Las casas de prendas son las únicas tablas de salvación que los pobres tienen en sus frecuentes naufragios. Abandonemos, pues, las rancias preocupaciones, que haciéndolas odiosas, no hacen más que hacerlas más escasas y que obligan a sus dueños a indemnizarse en dinero del oprobio que sobre ellos pretende echarse. Dejémoslas en la libertad de multiplicarse, hagamos lo posible por limpiar de tropiezos el camino que a ellas conduce, abramos de par en par sus puertas, alentemos la competencia de los que se dedican a ese ramo del comercio, mirémoslos ni más ni menos que como a los banqueros de nuestros hermanos en desgracia, y así los serviremos más eficazmente que con gabelas que ante la ciencia son absurdas y que en la práctica importan retirar del alcance de los náufragos las únicas ramas de que tal vez podrían asirse, so pretexto de que tienen espinas y de que les desgarrarían las manos.

Desgraciadamente, no es hacia ese ideal hacia donde nos lleva el liberalismo que cree en el Dios-Estado y que sólo del Dios-Estado aguarda la salud. ¡Con decir que los ultraliberales de El Deber, después de aplaudir estrepitosamente el reglamento sobre prendas, no le encuentran más que el gravísimo defecto de que no se fije a los prestamistas el interés que deberán cobrar, está dicho todo!




ArribaAbajoUnión y fraternidad de los trabajadores sostenida por las asociaciones cooperativas por Fermín Vivaceta

Unión i fraternidad de los trabajadores sostenida por las asociaciones cooperativas. Conferencia por Fermín Vivaceta, profesor de dibujo lineal y ornamental (Valparaíso, Imprenta del «Deber», 1877).


A LOS ARTESANOS DE VALPARAÍSO

Deseando contribuir al servicio del pueblo obrero de mi patria, como uno de tantos trabajadores que anhelosos buscan los arbitrios para dar vida a las artes y oficios industriales de nuestro país, me permitiréis la complacencia de ofreceros algunas conferencias referentes al importante asunto de mejorar la condición de los trabajadores mediante sus propios recursos.

La encallecida mano del obrero correrá la pluma para trazar con imperfecto método cuanto su pobre inteligencia le permita expresar las ideas del corazón que late, deseando enseñar al que no sabe el camino que debemos seguir para llegar al fecundo campo del progreso.

Por cierto que más de un ilustrado economista ha de censurar el sistema de las sociedades cooperativas (que es el asunto de estas conferencias) como un absurdo quimérico de imposible aplicación. No importa: sigamos con fe y constancia el plan de batalla contra la miseria, tal como lo han seguido los obreros en muchas naciones de Europa.

Somos hombres prácticos y atengámonos a los hechos; la historia verídica de los acontecimientos es el mejor consejero de la humanidad, y según esto, el sistema cooperativo ha sido la tabla de salvación para los náufragos que han podido escapar de las crisis económicas que la ciencia ha inventado para hacer morir de hambre a las familias de los obreros.

En obsequio de los adelantos de nuestro país, en conformidad con la paz bienhechora y de las instituciones liberales de la nación chilena, procedamos a poner en práctica los arbitrios que le son propios a nuestro pueblo obrero para emanciparse del infeliz estado que resulta del aislamiento individual de los trabajadores.

Unión y fraternidad es todo lo que necesitamos para realizar la grande empresa de las sociedades cooperativas, que aseguran la prosperidad y los goces de la vida feliz para los trabajadores. Contad con la débil inteligencia, pero decidida voluntad de vuestro compatriota y compañero de trabajo que desea la unión de todos los trabajadores para ofrecer a nuestra patria los laureles de la victoria del trabajo contra la miseria y el complemento de la independencia y de la libertad del pueblo obrero.

Los que se interesen por dicha asociación, tengan la bondad de concurrir el próximo domingo, a las 2 P.M., a la escuela Horacio Mann, donde tendrá lugar la primera conferencia que tratará sobre el asunto.

Muy especialmente interesa y se invita a las madres de familia y esposas de los trabajadores.

Fermín Vivaceta

UNIÓN Y FRATERNIDAD DE LOS TRABAJADORES SOSTENIDA

POR LAS ASOCIACIONES COOPERATIVAS

I

Señores:

Asunto muy importante es para el pueblo obrero de nuestro país poner en práctica los arbitrios conducentes para impedir el creciente estado de atraso y de pobreza que se hace sentir entre muchos trabajadores.

Por más que parezca extemporáneo la iniciativa de esta empresa en los angustiosos días de una crisis que todo se hace imposible por el mal estado de los negocios. Sin embargo, siempre que ha sido necesario remediar las grandes necesidades, esto se consigue por la unión de los hombres de buena voluntad que, sobreponiéndose a las dificultades con el vigor moral y la constancia, propagan el bien y el adelanto del pueblo.

El sistema empleado con buen éxito en otras naciones en donde las crisis industriales son mil veces más terribles para los trabajadores que las que se ha experimentado en Chile, han sido las asociaciones populares de trabajadores, organizando trabajos societarios para evitar que muchas familias de obreros se vean en la necesidad de recurrir a la subsistencia par la caridad pública.

Con la denominación de sociedades cooperativas de producción y de consumos, se ha conseguido no sólo prestar los recursos que se requieren para salvar de la miseria a las clases trabajadoras en épocas de extraordinarias calamidades públicas, sino también se aprovecha la oportunidad de establecer principios verdaderamente útiles y conducentes para perpetuar los hábitos de organización social e individual en las clases trabajadoras.

En esta clase de asociaciones, el capitalista como el obrero y el industrial, todos se prestan mutuos servicios y acrecientan su fortuna. La demostración de estas conveniencias es el tema de estas conferencias.

La época actual nos impone el deber de pensar y poner en práctica los arbitrios que estén al alcance de los buenos trabajadores que sienten latir en su pecho un corazón entusiasta siempre que se trata del bien nacional. En presencia de penosos acontecimientos, corresponde a los muchos trabajadores modelos de buena conducta que honran a su país, dar el buen ejemplo a los otros obreros extraviados.

Han transcurrido meses y años que una crisis general día por día hace disminuir toda clase de negociaciones industriales y mercantiles, que refluyen en la paralización de fábricas, talleres, y toda clase de trabajos que son el único recurso para la subsistencia del pueblo obrero.

La falta de trabajo obliga al artesano a buscar ocupación alejado de su familia; la desesperada esposa apenas puede ganar el pan para sus hijos, sufre en silencio sus penosas necesidades, y no se atreve a implorar un socorro, por no desacreditar a su esposo. Esto y mucho más está sucediendo, que es prudente no decir y cada día vemos acrecentar el número de los que sufren y mientras tanto, ¿qué hacemos para evitar iguales acontecimientos entre los trabajadores que aún conservan sus ocupaciones? Absolutamente nada.

Lo único que hacemos es compadecer a nuestros compañeros de trabajo que se despojan del pobre menaje de la casa, la ropa, y hasta las herramientas que se necesitan para trabajar, entregándolas al prendero. Pero aún falta saber qué haremos cuando con la última prenda han concluido nuestros recursos. Entonces..., ¡pero a qué puede conducirnos la larga historia de nuestro sistema imprevisor!, más bien pasemos a considerar qué arbitrios podemos adoptar para mejorar la condición de los trabajadores, que aún no han llegado a tan infeliz estado.

Muchos son los que esperamos un cambio repentino en la situación crítica del país. Otros esperan que sea el gobierno de la nación el que debe intervenir con recursos proteccionistas para que las artes y oficios industriales y sus operarios puedan remediar sus necesidades.

Permitidme deciros, muy queridos compatriotas, que en lo uno y en lo otro estamos mal esperanzados: pues no hay fundados motivos para formarnos halagüeñas esperanzas en el cambio repentino en la actual situación del país. Algunos prudentes observadores no esperan que se verifique un cambio casual; y muy al contrario, creen que se necesitan organizar las fuerzas y elementos productores del país para consolidar la prosperidad nacional.

En cuanto al sistema proteccionista de los gobiernos para mejorar la condición de los trabajadores, también es otra esperanza más lejana e imposible. Bien conocemos la opinión general, dominante de la época y del país en que vivimos; sabemos que la Constitución y las leyes de la república de Chile se fundan en la más amplia libertad industrial e individual; el obrero, el comerciante, el industrial, el capitalista, a todos concede la ley iguales garantías y prerrogativas, para trabajar o negociar. En posesión de tales antecedentes, ¿será posible conseguir la protección especial en favor de nuestra clase obrera? No, señores.

Desgraciadamente esta esperanza fundada en la protección de los gobiernos está muy arraigada a la creencia de muchos trabajadores que se persuaden de la palabra apasionada de los oradores políticos que hacen creer al pueblo obrero que todas las penalidades de la vida del trabajador son el resultado de los gobernantes de la nación porque a ellos incumbe proteger a los trabajadores. De esta clase de doctrinas perniciosas resulta que muchos obreros no hacen el menor empeño para cooperar a la reforma del antiguo sistema de trabajo, porque tienen la convicción que es al gobierno a quien corresponde introducir tales conveniencias.

Pero la sana razón nos convencerá de la imposibilidad que tienen los gobiernos para intervenir especial y generalmente en las infinitas cuestiones de mejoras industriales que demanda cada arte, cada oficio, y que a los obreros únicamente es dado saber cómo y de cuál manera se puede proceder al mejor resultado de los adelantos correspondientes a su arte o industria.

Sería interminable referir en esta conferencia cuantos otros protestos y doctrinas se propagan para mantener al pueblo obrero en un permanente estado de atraso, que daña no sólo a los trabajadores y sus pobres familias, sino también que perjudica a los intereses de la nación. Esto es un hecho comprobado con el aumento de las familias y la disminución de los recursos que cada día se agotan para los obreros. De lo que resultará el terrible estado de pauperismo, en que gran número de habitantes tendrán que ser alimentados a expensas de la caridad pública.

II

Nos ligan deberes para con nuestra patria; nos ligan deberes para con nuestros semejantes; nos ligan deberes para con nosotros mismos; y con toda la energía que anima a los hombres honrados, procuremos unir los esfuerzos de todos los trabajadores para evitar que tan infeliz estado pueda llegar a manchar la bien merecida reputación de nuestra joven y rica República de Chile.

En nuestras manos tenemos todos los obreros un tesoro inagotable que no podemos usarlo aisladamente, pero que adoptando el sistema de asociación obtendremos un cambio que produzca asombrosos resultados.

La asociación comunica a los hombres el vigor civil y la fuerza moral, para sobreponerse a las dificultades, y combatiendo los inconvenientes con imperturbable constancia obtendremos el seguro triunfo del trabajo contra la miseria.

El laborioso obrero, el honrado comerciante, el activo industrial y el acaudalado capitalista, todos encuentran en el sistema societario la fuente inagotable que derrama recursos para mejorar la condición de pobre y acrecentar la fortuna del rico.

El espíritu de asociación establece relaciones entre todas las cosas de la sociedad, sea para impulsar los adelantos civiles e industriales, y para socorrerse mutuamente. Desde la más remota antigüedad se significó la conveniencia de la organización social demostrando que la unión constituye la fuerza y esta incontrastable verdad siempre ha sido comprobada por los hombres que desean el bien de sus semejantes y su propia conveniencia.

Grandes adelantos y prodigiosos beneficios se han verificado en nuestro país, por la unión de la voluntad individual, que con diversos propósitos se prestan mutuos servicios según el espíritu de asociación; las ciencias, la industria y el comercio, así lo acreditan.

La asociación es una de las necesidades de la especie humana. Sólo ella puede proporcionar al hombre los recursos para suplir la debilidad de su naturaleza. El hombre aislado, aun cuando pueda disfrutar los bienes de la fortuna, no conoce los placeres que goza el corazón humano cuando el espíritu fraternal se comunica para tratar del propio bien y del bien de sus semejantes.

Desde que en nuestro país se puso en práctica el espíritu de asociación, los pueblos y los ciudadanos principiaron a conocer la realidad de la influencia benéfica y civilizadora de la vida republicana, que hace consistir la igualdad en la inteligencia y el trabajo, prestándose mutuos servicios los unos a los otros, sin preocuparse del que nació en dorada cuna o en pobres pañales.

El derecho de asociación es la más preciosa joya del sistema republicano; y la Constitución Política de Chile así lo considera y lo respeta como una de las más importantes prerrogativas de cada ciudadano. A esto se debe la paz bienhechora que cada día más se consolida, acrecentando la prosperidad individual y nacional.

III

Desgraciadamente nuestras clases trabajadoras aún no han pensado seriamente en el aprovechamiento de esos derechos y garantías que el sistema republicano concede a todo ciudadano, sea cual fuere su condición social o profesional.

Tres cuartos de siglo han transcurrido en el pleno goce de la libertad política de nuestro país, sin que esa libertad tenga la menor influencia para cambiar las costumbres y las preocupaciones que existían en los obreros en la época del dominio español. La libertad la entendemos en el sentido del aislamiento individual, para no asociarse a ningún pensamiento conveniente por no menoscabar la mal entendida libertad, para disipar hasta el último centavo sin que nadie intervenga en nuestros desarreglos. La igualdad nos complace, porque es palabra simpática a nuestros oídos, pero en realidad existe un antagonismo muy personal y divergente entre los obreros de distintas artes y oficios que cada uno tratamos de menospreciar a los otros. La fraternidad no existe de ninguna manera entre los trabajadores, pues somos indolentes a la protección mutua que nos ofrece el espíritu de asociación, único recurso para que todos los obreros pudiéramos formar una gran familia de hombres que, como hermanos, todos y cada uno se prestaran servicios y buena correspondencia.

Pero tengamos entendido que hombres y naciones son tanto más libres cuanto sea mayor el fruto que se sabe sacar del trabajo, y que mediante la unión de las facultades de cada individuo organizado en sociedad, dan mayor valor a la materia que produce la tierra, resultando la fortuna que la libertad y la independencia hace gozar al hombre las delicias de la vida y el cumplimento de sus obligaciones.

Éste fue el bello ideal de los grandes hombres que sacrificaron millares de sus preciosas vidas bajo los triunfantes estandartes de la libertad, no para transmitir a las generaciones venideras de la nación chilena una libertad ficticia ni una vanagloria republicana, sino para que cada ciudadano en su taller, otros cultivando los estudios de la ciencia, aquellos labrando la tierra de los campos, todos y cada uno tratase de asociar la inteligencia y el trabajo para saborear los dulces frutos que produce la libertad en sus relaciones con el bien universal.

IV

Tributemos el homenaje que merecen esos sacrificios y esas liberales intenciones de los padres de la patria, que no fueron por cierto con el propósito de emanciparnos de la obligatoria esclavitud de un soberano, para que continuásemos en la voluntaria esclavitud del aislamiento individual que nos priva de todos los beneficios obtenidos por el sistema republicano y nos hace esclavos voluntarios de los vicios. Hagamos efectivos nuestros derechos, poniendo en práctica un sistema de asociación que produzca la libertad, igualdad y fraternidad en todas las clases trabajadoras.

Éstas son precisamente las propiedades que han resultado en la práctica las asociaciones cooperativas de producción y de consumo.

Las sociedades cooperativas son el resultado de la libertad individual, por el hecho de suministrar trabajo productivo a los obreros en condiciones convenientes para no ocurrir a los usureros en los casos de extremas necesidades. El sistema cooperativo hace que el trabajador pueda vivir sin la dependencia de voluntad de otros, sucediendo que los obreros, confiados a las eventualidades de ajenas empresas, muchas veces quedan sin trabajo por las malas especulaciones o diversos motivos que obligan a los fabricantes a paralizar sus trabajos, y en tales casos, los obreros aislados tienen que soportar las necesidades consiguientes a la falta de ocupación, privando a sus familias de los recursos necesarios para la subsistencia; por esta razón, bueno es que los trabajadores ocupados en ajenos talleres tengan siempre el recurso expedito en la asociación que les proporciona el libre ejercicio de su profesión para los casos en que cualquiera eventualidad pueda interrumpir su trabajo.

La inteligencia del obrero asociado se hace más fecunda desde que no se somete a ser el simple ejecutor de trabajos ajenos de su invención, y siendo dueño interesado en la mayor perfección de sus obras para sacar mejor precio, resultan así los adelantos del trabajo, en relación con el progreso de la libertad industrial.

Muchos trabajadores tienen la firme convicción de que en toda clase de asociación el hombre se encadena y pierde su libertad. Esto es un error fatal, pues sucede todo lo contrario; el hombre es tanto más libre cuando tiene deberes que cumplir; el animal no es libre, porque no tiene sino instinto que seguir ciega y servilmente. Dios ha creado al hombre libre, para que usando de esta libertad, se procure el propio bien y el de sus semejantes; procediendo así la libertad es buena; de lo contrario, la libertad desordenada es como un arma mortal que se ponga en manos de un loco.

Conforme a estos principios, las sociedades cooperativas procuran el bien de los trabajadores estableciendo deberes recíprocos entre sus asociados, y cada una de esas condiciones que cumple el individuo, son como la semilla sembrada, que produce ciento por uno en el fecundo campo de las artes industriales, que dan la prosperidad para todos los trabajadores.

La igualdad social es consiguiente en las sociedades cooperativas por el hecho de anhelar el bien de todos, sin excepción de nacionalidad, opiniones políticas o religiosas; todos los individuos tienen las mismas prerrogativas y gozan de iguales conveniencias distributivas, según la actividad y la inteligencia en el desempeño de las empresas societarias. Hace efectiva la igualdad desde que la acumulación de muchas pequeñas cantidades de dinero que representan las acciones pagadas por los trabajadores, forman un capital en giro que sus operaciones bancarias entran en negociaciones con los capitalistas y negociantes de toda clase de empresas, estableciéndose la mutualidad de servicios entre los pobres y los ricos.

Propaga la igualdad, porque la organización societaria del trabajo establecerá escuelas para la instrucción de los obreros en sus maestranzas y sostendrá colegios para dar educación profesional en las artes y oficios a los hijos de los obreros, a fin de reunir los dos poderosos elementos de progreso, la asociación y la instrucción; resultando así los adelantos industriales que nos pongan al nivel de la igualdad civil.

Una de las más preciosas propiedades de las asociaciones cooperativas es la unión de los intereses de todas las artes, de todos los oficios, de todas las industrias que se relacionan y se protegen las unas a las otras, por el cambio de los productos entre los mismos asociados y por el crédito mutuo que a todos favorece para girar en sus diversas negociaciones. La igualdad de intereses establece la confraternidad y buena correspondencia entre todos los industriales para hacer la competencia con poderosos recursos y en leal y franca lucha a la industria extranjera. No como sucede actualmente que se asocian por separados grupos los obreros para hacerse la guerra los unos a los otros.

De este modo las artes prosperan y la libertad existe con toda su benéfica influencia. La libertad es la nodriza de la civilización moderna y engendra la igualdad, sin la cual no hay fraternidad ni asociación posible.

V

La fraternidad es uno de los principales atributos de las sociedades cooperativas. Así lo acredita en la práctica de sus procedimientos, propagando la moralidad y buenas costumbres en el modo de socorrer las necesidades.

Fomentar el trabajo para dar ocupación a quien no la tenga es el expediente más provechoso y eficaz para evitar que se aumente la miseria. Ésta es la empresa que las sociedades cooperativas patrocinan para el bien de la humanidad, y emplean recursos para socorrer al pobre sin propagar la desmoralización de las masas populares acostumbradas al constante amparo de la ociosidad sostenida por la limosna.

Socorrer al que trabaja es honrar al trabajador y sus familias sin que sufra la humillación de los que piden por caridad. Socorriendo con trabajo al padre de familia, se socorre a un individuo evitando que esa familia aumente el número de los que viven por la limosna o aumenten el número de infelices que se abandonan por la necesidad a la vida deshonrosa.

Empleando los recursos del trabajo para socorrer a los pobres no se impone la continua y sempiterna dádiva de dinero que las personas piadosas distribuyen sin que jamás puedan ver remediadas de un modo radical esas necesidades siempre crecientes del que recibe para no trabajar. Diversos y convenientes arbitrios tienen las sociedades cooperativas para el que quiera hacer el bien lo haga fomentando esta clase de asociaciones sin sacrificar su dinero, y que la administración societaria cumpla de modo que produzca gananciales al capitalista, que de un modo permanente pueda socorrer al necesitado propagando las buenas costumbres y disminuyendo los vicios que son inseparables de la ociosidad.

Según este sencillo procedimiento, las sociedades cooperativas ponen en práctica las tres principales condiciones, que constituyen el sistema político republicano, Libertad, Igualdad y Fraternidad, en sus relaciones con las necesidades de la vida de los trabajadores y del bien de la humanidad y fomentando los adelantos del país, en el orden civil y material.

VI

Otra de las grandes conveniencias que ofrecen las sociedades cooperativas es fomentar el ahorro, que es la base de toda prosperidad. Pero no se entienda que el sistema cooperativo hace el ahorro tal como hasta ahora se nos ha predicado y aconsejado. No, señores; decir, ¡ahorre usted!, a los pobres que apenas ganan un escaso jornal para medio suplir las necesidades de la vida, es equivalente a una mofa burlesca que se hace de los pobres trabajadores.

Las sociedades cooperativas practican el ahorro dando elementos al pobre trabajador para que ahorre sobre los gananciales que producen las empresas societarias, y haciendo acrecentar esos ahorros que sirven de capital para que trabaje el mismo individuo que acumula lo que le produce su trabajo.

De este modo, la palabra ahorro no será una letra muerta ni una esperanza vana, que mortifica y hace perder toda esperanza al que escucha, que para el pobre no hay otro medio que ahorrar para librarse de la miseria.

Precioso modo de fomentar el ahorro es el establecido en nuestro país, en que las cajas de ahorros reciben las pequeñas cantidades que el pobre ha podido acumular juntando centavo por centavo, para que ese dinero le produzca un cinco por ciento al año; y lo que es peor, que el dinero así tan penosamente acumulado no se ponga en giro para beneficiar a los pobres que lo ahorran, sino que se pone en circulación de las empresas bancarias para acrecentar la fortuna de los grandes capitalistas.

Por esta causa se califica al pueblo obrero de disipador e imprevisor; pero la verdad sea dicha que las cajas de ahorros, según su sistema actual, dan motivos para propagar la imprevisión.

Hagamos que el ahorro de los pobres sirva para fomentar la conveniencia de los pobres, y entonces tendremos la satisfacción de ver colmadas de escudos las cajas de ahorros populares.

Las sociedades cooperativas hacen el ahorro comprando en grande cantidad los efectos alimenticios para venderlos a los socios al precio de costo. Hace los edificios formando poblaciones confortables y espaciosas para que vivan los socios, haciéndose propietarios con el pago mensual de pequeñas cantidades, y mil arbitrios de esta clase para estimular el ahorro.

VII

Estas observaciones han merecido la atención de algunos honrados ciudadanos que cubren su pecho con la blusa del obrero chileno, cuyo corazón se entusiasma siempre que se trata del bien nacional.

Los artesanos de Valparaíso han sido los primeros que han sabido comprender la importancia de las sociedades cooperativas, y el que esto escribe se hace un deber de consignar en esta conferencia los nombres de esos buenos ciudadanos que en silenciosas reuniones han escuchado con interés y han pensado en su porvenir.

Me es grato decir que entre esos pocos trabajadores se han suscrito como accionistas de las sociedades cooperativas con la suma de tres mil y tantos pesos; cantidad muy superior a la que han podido reunir en otros países tan populosos como la grande Inglaterra, en donde se necesitaron nueve años de propaganda y de activas diligencias para obtener este resultado.

Y no se crea que esto sea más de una simple promesa, pues casi todos los firmantes son personas que trabajan por jornal diario y están depositando sus tantos centavos cada semana para pagar las acciones de valor de cinco pesos que han tomado.

Más de esto, en relación con otros departamentos de la república, que también se muestran solícitos por fundar en cada pueblo una sucursal de las sociedades cooperativas, podemos felicitarnos que en nuestro país será un hecho que las clases trabajadoras quieran despertar del letargo que desde la época del coloniaje nos ha tenido como esclavos de los usureros que se complacen en hacer fortuna y de saborear el pan amasado con lágrimas de los hijos de los pobres trabajadores, que se dejan explotar miserablemente.

No dudemos que los muy apreciables y entusiastas obreros de la ciudad de Santiago, nos dejen de prestar su más decidido apoyo y que todos como hermanos, con energía y constancia nos dediquemos a poner en práctica la grande obra de nuestra regeneración social.

Permitidme agregar a lo antedicho el acta de instalación y el programa de asociación que ha sido aceptado por los firmantes a cuyos nombres podéis agregar los vuestros y procurar que todos suscribamos tan importante empresa.

En la ciudad de Valparaíso, República de Chile, el día seis del mes de enero del año 1877.

Reunidos los que suscriben y los que en lo sucesivo se adhieran aceptan el programa presentado por el ciudadano Fermín Vivaceta, con el objeto de formar una asociación de trabajadores que fomente los intereses de la clase obrera en nuestro país.

Acordamos, que para obtener la unidad recíproca con los intereses de todos nuestros compatriotas y de dar el mayor alcance numérico a los miembros de esta asociación, se comunique por el directorio a todos los artesanos residentes en los distintos departamentos de nuestra República de Chile, la decidida voluntad de los artesanos de esta ciudad de Valparaíso, para que todos formemos una gran familia de individuos dispuestos a trabajar por el bien de cada uno de los que formen esta asociación, y para cuyo efecto facultamos al directorio para procurar el mayor número de adictos a la organización social de nuestra clase obrera, según el sistema de las sociedades cooperativas de producción y de consumo.

  • Carpinteros
    • Lorenzo Hormazábal
    • José Ricardo Vega
    • José Garrott
    • Guillermo Órdenes
    • José Jesús Montenegro
    • José Dolores Ahumada
    • José Juan Órdenes
    • Feliciano Bastías
    • Francisco Vivanco
    • Pedro Morales
    • Bartolomé Hernández
    • José Antonio Doé
    • Juan Olegario Garín
    • Galo Fernández
    • Pedro Arrué
    • Fidel Estaé
    • Justo Solís
    • Bernardo Donoso
    • Fabricio Barre
    • Rafael Bustos
    • Santiago Besas
  • Escultor
    • Juan B. Olmedo
  • Tornero
    • Adolfo Rodríguez
  • Carrocero
    • Ezequiel Calé
  • Estucador
    • José Manuel Ramírez
    • José Agustín Mella
  • Albañil
    • José Miguel Alfonso
    • Francisco López
  • Pintor
    • José María Vergara
    • Juan Cornejo
    • José Federico Videla
  • Empleado
    • N. Echeverría
    • C. Horacio Daverports
  • Relojero
    • Benjamín Emparan
    • Benito Hernández
  • Zapatero
    • Gaspar Barrera
  • Aparador
    • Francisco Vargas
  • Sastre
    • José Manuel Pérez
  • Herrero
    • Miguel Fernández
    • Ignacio Garay
  • Comerciante
    • Francisco Pinto
  • Militar
    • Antonio Pacheco
  • Dibujante
    • Eduviges Garcés
  • Capitalista
    • Pedro Fuenzalida
  • Peluquero
    • Antonio Fuentes
  • Lavandera
    • María Gómez
    • Juana Segura
  • Madre de familia
    • Ignacia Flores

PROGRAMA DE ASOCIACIÓN POPULAR

Las asociaciones cooperativas se forman por toda clase de personas, hombres y mujeres, sea cual fuere su arte, oficio o empleo. El fin y objeto de la asociación es la protección mutua entre todos los asociados, propagando la moralidad y las prácticas de pura y desinteresada fraternidad popular.

Los recursos para atender al servicio de los socios en la forma que se reglamentará por los estatutos, se reducen al capital que se reúna por acciones de valor de cinco pesos cada una, y que cada individuo podrá tomar en el número que le sea conveniente. Advirtiendo que cada acción se puede pagar en pequeñas cantidades semanales o mensuales cuando los estatutos sean aprobados por la autoridad gubernativa.

El dinero acumulado se administrará por un Banco Popular en la misma forma de los bancos establecidos, y sus operaciones serán especialmente dedicadas a las transacciones que se relacionan al objeto de las sociedades cooperativas en sus empresas industriales.

En el ramo de producción, para que los asociados puedan vender sus artefactos a un precio barato y con materiales de buena calidad, la caja societaria establecerá sus compras en las fábricas del extranjero para ahorrar, en beneficio de los obreros, el recargo de precios que se paga en tercera o cuarta mano del comercio.

Para evitar que los artesanos sean explotados por las casas de prendas, se establecerá un gran bazar societario en donde se reciba para vender por cuenta del exponente los objetos que se entreguen al bazar.

El exponente recibirá en el acto de depositar su obra un anticipo equivalente, y que no exceda de la mitad de su valor, y recibirá el restante que resulte de la venta de su obra, abonando un tanto por ciento para los gastos de almacenaje y empleados del bazar.

Para dar ocupación a los socios que no tuvieren talleres fijos, como son: los albañiles, carpinteros, pintores y demás obreros que se ocupan en el arte de edificar.

La caja societaria contratará la construcción de edificios, comprará terrenos para vender edificios, y los gananciales de esta empresa serán en beneficio de la caja societaria, participando en esto a los obreros que han desempeñado la obra.

Esta empresa puede también comprar terrenos pagaderos en largo plazo, y edificar habitaciones para los mismos socios.

El socio que tomare el edificio pagará mensualidades correspondientes al arriendo de la casa, y el dinero entregado mensualmente le servirá de abono para que al fin de algunos años resulte propiedad del socio locatario.

Éstos y muchos otros ramos, que podemos llamar productos societarios, se harán extensivos a varios artículos de producción, que se emprenderán cuando la asociación tenga reunidos los recursos que se requieren.

El principal objeto de las asociaciones cooperativas es protegerse los unos a los otros, para producir barato y darse ocupación los asociados mediante el consumo de los artefactos que se trabajen, cuyos compradores sean los mismos socios, sin perjuicio de vender a todo el que quiera comprar productos de la sociedad.

Por esta razón debemos procurar el mayor número de asociados con el objeto de establecer la única y posible competencia entre los productos de nuestro país y la obra hecha que nos viene del extranjero.

Un pacto debemos formar entre todos los asociados, que consista en fomentar los productos de nuestras fábricas de tejidos, curtiembres, maderas y toda materia prima que se produzca en nuestro país para dar vida propia a la industria nacional, creando aquellas que aún no hemos principiado a elaborar.

En el ramo de consumo podemos atender a todo lo concerniente a la vida barata para los trabajadores, que es actualmente la gran cuestión de conveniencia para muchas familias de obreros oprimidos por la carestía del mercado.

La caja societaria comprará al por mayor todos los artículos alimenticios de primera necesidad y los venderá a los socios sin utilidades de ningún género para que así obtengan un ahorro considerable las familias del consumidor.

Para el expendio o distribución de artículos alimenticios se establecerán varios despachos o repartidores ambulantes según sea el número de personas que así les convenga.

También se puede distribuir los alimentos preparados para las personas que no puedan hacerlo, para cuyo objeto se establecerán salones de comedor para los asociados y sus familias.

Siendo el pan uno de los más necesarios artículos de consumo, la caja societaria comprará el trigo o harina para trabajar el pan por cuenta de los asociados, y lo expenderá al costo.

Se hará extensivo el servicio de la cooperativa al consumo de otras especies no determinadas, cuando la caja societaria tenga los recursos disponibles.

Por regla general se establece que las asociaciones cooperativas comprarán y venderán al contado, emprendiendo solamente lo que le permitan sus recursos.

Cultivar la instrucción de nuestra clase obrera es otra de las grandes necesidades que las asociaciones cooperativas han de procurar para hacer posibles los progresos de la industria y de las artes que son la base de la prosperidad societaria.

Para cuyo efecto se establecerán escuelas dominicales para que los obreros reciban la instrucción profesional que necesitan para poseer perfecto conocimiento del arte que cada individuo desempeña.

Los grandes centros industriales han formado sus obreros en las escuelas dominicales y los estudios de química, física, mecánica, arquitectura se han generalizado así entre los obreros europeos.

Las asociaciones cooperativas admiten a todo individuo, buena conducta, sea cual fuere su nacionalidad y opiniones políticas o religiosas; todos somos hermanos ante la asociación y todos trabajaremos el uno para el otro.

Muy especialmente serán admitidas las madres de familia y las jóvenes que se ocupan en labores de mano a quienes proporcionará constante ocupación en la manufactura de ropa que necesiten los asociados y para vender toda clase de trabajos en los almacenes o bazar de la sociedad.

En los talleres societarios se establecerá uno especialmente dedicado a la enseñanza de obras de ornamentación, esculturas en yeso, grabado, cartonería, floristas, alfarería y otras artes propias a las delicadas fuerzas de las mujeres.

Los conocimientos teóricos de cada uno de dichos ramos se enseñarán con toda la perfección requerida para producir trabajos de primera clase que correspondan al progreso de las artes.

El directorio que eligiere la junta general de obreros accionistas a la sociedad cooperativa, reglamentará las distintas ramificaciones de la asociación, redactará los estatutos que se han de presentar al supremo gobierno, invitará a todos los pueblos de la república para formar esta grande asociación; invitará a todos los señores que por su inteligencia y progresista voluntad tengan a bien perfeccionar con sus luces la obra meditada por los obreros.

Reasumiendo lo antedicho, no tienen la quimérica pretensión de alucinar a los obreros.

Muy lejos de pretender semejante despropósito; los que piensan en el porvenir de las artes y de los obreros de Chile pueden probar con hechos que acredite la historia universal de la clase de trabajadores, que lo antedicho y mucho más se ha conseguido en otros países mucho más pobres en recursos y entre obreros más ignorantes que en nuestra República de Chile.

Pobres aldeanos y obreros abrumados por la miseria han sido los que principiaron la grande y humanitaria empresa de plantear las asociaciones cooperativas; los espléndidos resultados obtenidos por esa pobre gente han dado lugar para estudios especiales sobre el perfeccionamiento de estas asociaciones que se han hecho extensivas en todas las naciones civilizadas.

No nos desaliente todo el conjunto del programa, y principiemos por cualquiera de sus proposiciones.

Establezcamos un bazar para evitar el ruinoso sistema que nos ofrecen las casas de prenda, organicemos depósitos o despachos para ahorrar en la compra de nuestros alimentos. Hagamos algo, en fin, que sirva para ensayar un sistema que promete nuestra conveniencia.

Desengañémonos: mientras permanezcamos aislados en nuestras operaciones de trabajo, no tendremos esperanza en mejorar de condición.

Bien experimentado tenemos el sistema de trabajo que existe con todas sus desventajas, sin que durante tres cuartos de siglo que gozamos de instituciones republicanas hayamos dado un paso para emanciparnos del sistema separatista entre los obreros; siendo que conocemos muy bien que es una medida de la alta política española, evitar que los plebeyos pudieran pensar en sus intereses civiles ni materiales.

Por defectuosas que parezcan a nuestra clase obrera las instituciones que nos rigen, ellas son bastante liberales y a propósito, para admitir las asociaciones cooperativas, que como cualquiera otra de las asociaciones económicas y mercantiles, tenemos perfecto derecho para establecerlas.

Esta facilidad que tenemos los obreros en Chile, no la han tenido los obreros de otras naciones y para poder asociarse y administrar sus economías han tenido que entrar por puertas excusadas y en lugares ocultos celebrar sus reuniones.

Gracias a los padres de nuestra patria, que nos dieron amplias instituciones democráticas: tenemos extenso campo para procurarnos en Chile todos los beneficios que se quieran mediante las asociaciones industriales. Y si nuestro carácter es indiferente al progreso y a nuestro bien individual, no creamos que las peticiones a los gobiernos sean las que nos puedan mejorar de condición en nuestras artes y oficios.

Los intereses de la clase obrera han marchado hasta ahora sin tener quien las represente, la pobre nave que contiene grandes y preciosos intereses navega sin brújula y sin piloto que la dirija al puerto de su destino, y preciso es que las asociaciones cooperativas deleguen sus facultades para que un directorio de personas competentes, estudie las cuestiones de alta importancia para el pueblo obrero, y las represente ante los poderes legislativos para los efectos convenientes.

Así lo hacen las sociedades de Agricultura, de Minería y Mercantiles. Tratando de los intereses nacionales ligados con dichas sociedades como lo necesitan también los intereses de nuestra clase obrera.

Tal es el camino que debemos seguir si queremos que los gobiernos puedan proteger las artes industriales de la nación.

No pidamos privilegios ni excepciones contrarias a la Constitución Política del país, y en lugar de esto, unamos nuestros esfuerzos para encarrilar los adelantos de la inteligencia y el trabajo de los obreros, para obtener sin pedir esos privilegios que hoy serían contrarios a los intereses de los obreros que no estamos preparados para recibirlos y resultaría en beneficio de los grandes industriales.

En fin; la asociación será para los obreros el armamento poderoso para dar a nuestra patria los triunfos del trabajo que engrandece a las naciones y que gozan de la dulce paz bienhechora después de los sangrientos combates que ha costado su independencia.

Veamos ahora algunos importantes detalles que corroboran la verdad de los hechos de las sociedades cooperativas que se han establecido en varios pueblos de las naciones europeas.

ASOCIACIONES DE CRÉDITO Y BAZARES SOCIETARIOS

El éxito brillante de las asociaciones de crédito popular ha producido los más felices resultados sobre la opinión pública, y varias asociaciones del mismo género han dado espléndidos resultados.

La generalización y prosperidad de las instituciones de la misma índole, fundadas en Alemania, contribuyen, tanto en Francia como en Suiza, a inclinar el ánimo de los hombres de progreso en la vía que abren a las clases trabajadoras para adquirir el crédito y los instrumentos de trabajo de que hasta ahora carecían.

Pero no son sólo las instituciones societarias las que se ensayan y prosperan en Suiza. Pasemos de Faurich a Basilea, donde veremos fundarse y prosperar otras aplicaciones del principio de asociación de índole diferente, aunque tendiendo a los mismos resultados: a la emancipación de las clases productoras del yugo del capital.

En 1862 se formó en Basilea una asociación para establecer un bazar, al que los artesanos llevasen sus artefactos para ser vendidos, recibiendo entre tanto a cuenta una parte de su valor.

La junta directiva de esta asociación publicó en abril de 1864 la relación de sus operaciones durante el primer año de su existencia.

He aquí un resumen:

Se emitieron 816 acciones y los accionistas desembolsaron en el primer año la suma de 38.841 francos y 24 céntimos.

De esta suma 1.255 francos se emplearon en gastos de organización, 717,736 en enseres y muebles, y el resto en la construcción del bazar.

Las acciones emitidas fueron 816, y los accionistas desembolsaron cuarenta francos por cada una de 744 acciones, y cincuenta por cada una de las 72 restantes. De las 816 acciones, 157 han sido tomadas por trece corporaciones, doscientas por cien artesanos, y 459 por ochenta y tres personas de las clases media y rica: el número de accionistas es, pues, de doscientos veintidós.

En cuanto el establecimiento se abrió se presentaron noventa y cinco exponentes, y hasta fin de marzo de 1863 su número subió a doscientos dos, de los cuales sesenta y nueve eran socios.

Los que exponen sus artefactos en el bazar sin ser socios, pagan una contribución mensual que varía de tres a seis francos.

Los artesanos de diversos oficios que se expresan a continuación tomaron parte en las siguientes proporciones con la exposición de sus obras en la exposición del bazar, durante el primer año de su existencia:

Carpinteros50
Cerrajeros 26
Hojalateros 14
Torneros 10
Encuadernadores 8
Tapiceros 8
Silleros 8
Herreros 9
Vidrieros y doradores 6
Zapateros 5
Relojeros 4
Cesteros 3
Oficios, 13. Individuos, 151.

Los objetos expuestos fueron 35.000, y los vendidos 22.500 por la suma de 168.994 francos 84 centésimos.

La proporción de la venta, entre las diversas industrias, ha sido la siguiente:

Ebanistería 44%
Cerrajería 7%
Hojalatería 7%
Tornería 6%
Encuadernación 1%
Tapicería 9%
Silletería 3%
Herrería 2 %
Vidriería 3%
Zapatería 3%
Relojería 41/2%
Cestería 31/2%
Y entre los restantes 10%

En combinación con el bazar, hay en Basilea un Banco de anticipos y sobre los recibos de depósito dados por el bazar, el Banco adelanta a los depositarios sumas reintegrables a la venta de los objetos.

Durante el primer año adelantó a sesenta y siete expositores 57.370 francos. De esta suma, 42.483 se pagaron con el producto de las ventas, y 3.278 fueron reembolsados directamente por los deudores.

El capital debido al banco en 1 de abril de 1864 por los artesanos y cuenta de los objetos depositados en el bazar, era 31.608 fs.

Los beneficios del bazar consistieron en 10.422 francos, procedentes en su mayor parte del cinco por ciento que cobró a los expositarios sobre el producto de sus ventas, como vamos a ver.

Estos beneficios proceden de las operaciones siguientes:

Cinco por ciento sobre el valor de los objetos vendidos fs. 8.404,34
Comisión de uno y dos por ciento sobre los objetos retirados 685,08
Derecho de exposición por pie cuadrado 56,40
Contribución de los expositores que no son socios, a tres fran. 315
Id. a seis francos, desde el 4 de septiembre de 1863 492
Derechos de inscripción por cada objeto expuesto, a tres céntimos pieza 239.56
Anticipos 226.90
Total fs. 10.422,28

La mayor parte de los gastos de exportación consiste en los gastos de empleados, que se elevan a fs. 6.916,56
A esto debe añadirse:
Seguros 232.70
Gas 491.65
Fuego 497.10
Conservación y limpieza, anuncios, timbres, etcétera. 696.02
Total fs. 9.246,69

De esta manera el beneficio líquido de la asociación durante el primer año fue de 1.172 francos 62 céntimos, cuya suma, conforme a lo establecido en los estatutos, se consagró a la amortización del capital empleado en la construcción del bazar.

La relación del directorio de la sociedad, de donde extraemos estas líneas, concluía diciendo:

«La sala de exposición facilita a muchos artesanos la venta de sus productos de un modo tan económico como ventajoso, sobre todo si se tiene en cuenta que sus habitaciones apenas pueden servir de taller, cuanto menos de tiendas para exponer y vender sus producciones. Al mismo tiempo que es útil para los productores, lo es para los consumidores que encuentran reunidos en el bazar los productos más diversos, y buena prueba de ello es la afluencia del público y las compras y pedidos considerables que hacen a nuestra joven institución».

Aplicando este recurso a nuestro país, ¿cuántas familias que no pueden trabajar en público encontrarían la facilidad de sostenerse mandando sus labores al bazar? ¡Y cuántos obreros dejarían de ser estafados por las casas de prenda donde empeñan su trabajo!

Esta clase de establecimientos, de los cuales hay ya cierto número en Alemania, se funda en los principios del comptoir, propuesto y explicado por Fourier a principios de este siglo, aunque sus operaciones sean en escala más reducida que las propuestas por el gran utopista.

Según Fourier, el bazar no sólo debería vender lo que artesanos e industriales le llevasen para exponerlo en sus mostradores, sino que debería comprar y vender de la misma manera toda clase de género, hacerse, en fin, el agente de cambios universales, repartiendo catálogos a los consumidores y productores de los objetos que puede ofrecérseles y que necesita adquirir para satisfacer las demandas, y no sólo debería vender los objetos que pueden exponerse en un almacén, sino aquellos de que sólo pueden presentarse muestras. De esta manera, encontrando en él toda clase de producciones, los depositarios no tendrían que recurrir al banco para que descontaran los recibos del bazar, pues este mismo los recibiría como dinero contante en pago de las compras que le hicieran.

El bazar o comptoir se convertiría, de esta manera, paulatinamente en asociación de producción; pero una vez asegurada la clientela podría fabricar por su cuenta los productos que los industriales no le ofrecían en depósito.

El bazar debería además repartir parte de sus beneficios entre los compradores, como hacen las asociaciones de consumo, y parte entre los expositores, a prorrata del valor de las compras y ventas, a condición de que se hicieran socios y que dejasen sus dividendos en la caja social hasta completar su comandita, con el fin de acumular el mayor capital posible y poder ensanchar la esfera de las operaciones de la asociación.

Haciéndolo así, ofrecería al público mayor aliciente, y podría estar seguro de no carecer de una gran clientela, interesando en su éxito a toda clase de productores y consumidores, es decir, a la población entera.

Las noticias que damos en los capítulos precedentes sobre las asociaciones suizas son siquiera sean muy importantes, harto incompletas. Existen muchas asociaciones que sólo conocemos de nombre, y otras de las que no hemos podido adquirir noticias recientes, aunque sabemos que desde 1858, última época de su historia que nos es conocida, se han consolidado y realizado progresos notabilísimos; pero tales como son las noticias que hemos podido adquirir de las asociaciones de la república helvética, bastan a nuestro objeto, pues sirven para demostrar con hechos irrefragables que la aplicación de las doctrinas socialistas produce por doquiera los mismos felices resultados.

En las subsiguientes conferencias trataremos del crédito al trabajo, asociación de consumo que comprende los arbitrios para tener por bajo precio los artículos alimenticios y las empresas de poblaciones urbanas para los trabajadores.




ArribaAbajoLa moral del ahorro por Marcial González183

Artículo publicado en Revista Chilena, tomo VII, Santiago, 1877, págs. 104-117.


I

Es un hecho averiguado y comprobado por la ciencia y la experiencia que todo cuanto mejora la condición de los obreros aprovecha grandemente a la sociedad, porque el bienestar social está ligado íntimamente al de la clase trabajadora que en todas partes es la más numerosa y la más pobre y por lo mismo la más digna de la consideración pública.

Según la estadística y con una población de poco más de dos millones, Chile tiene en la grande y pequeña industria los obreros, artesanos y trabajadores que constan del siguiente cuadro:

Estado de los industriales chilenos
Abastecedores 1.948
Albañiles 6.195
Alfareros 2.225
Armeros 36
Arrieros 3.907
Apicultores 128
Aserradores 486
Barnizadores 114
Bodegoneros 349
Calafates 279
Caldereros 171
Canasteros y escoberos 373
Canteros 418
Carboneros 597
Carniceros 733
Carpinteros 15962
Carreteros 904
Carretoneros 1.186
Carroceros 454
Cerveceros 241
Cigarreros 2.004
Cocineras 32.145
Cocheros 2.020
Costureras 106.115
Curtidores 427
Ebanistas 277
Encuadernadores 94
Esteros y petateros 491
Estucadores 192
Fleteros y lancheros 1.637
Fogoneros 244
Gañanes 188.530
Gasfiters 117
Guitarreros 16
Herradores 155
Herreros y cerrajeros 4.843
Hilanderas y tejedoras 37.218
Hojalateros 605
Hortelanos y jardineros 474
Jaboneros y veleros 250
Jornaleros 4.288
Labradores 13.442
Lavanderas 44.034
Matronas 521
Mineros 29.005
Modelistas 15
Modistas 197
Molineros 752
Panaderos 4.272
Paragüeros 10
Peineteros 35
Peluqueros 413
Pelloneros y montureros 647
Pescadores 1.542
Pintores 1.256
Queseros y mantequilleros 759
Sastres 10.446
Simientes 55.543
Sombrereros 1.233
Talabarteros y rienderos 1.211
Talladores 91
Tapiceros 318
Tintoreros 113
Tipógrafos 652
Toneleros 619
Torneros 51
Vendedores ambulantes 2.069
Vidrieros 13
Zapateros 14.333
Total 602.449

Estando al cuadro que acaba de verse, la ocupación dominante entre nosotros es la de los gañanes, que figuran como por un tercio en el total de los trabajadores. Siguen las costureras y luego las hilanderas y tejedoras, no tanto porque éstas sean industrias socorridas y muy frecuentadas, sino porque toda mujer, al levantarse el censo, declara siempre como oficio suyo la cosa en que se ocupa de ordinario. Vienen después los sirvientes domésticos y los inquilinos del campo, luego los chacareros o labradores, las lavanderas y cocineras, los mineros, zapateros, sastres, carpinteros, albañiles, arrieros, panaderos, pescadores, herreros y cerrajeros, etc.; todos los cuales ganan como salario algo más de lo preciso para vivir con cierta holgura, pero que rara vez tienen espíritu de economía y que, sólo por excepción, guardan una parte del producto de su trabajo para formarse un pequeño peculio que mejore su condición presente o que pueda servirles en sus enfermedades o en la vejez.

II

Ya hemos visto en otra sección de este libro los varios arbitrios que pueden ponerse en planta para alcanzar la mejora de nuestras clases trabajadoras en un tiempo más o menos próximo. Sabemos ya que de esos arbitrios unos son más eficaces que los otros, unos hay más prontos y otros de efectos más tardíos, unos que obran aislada y otros combinadamente por la acción del individuo y de la autoridad; pero es indudable que los principales de entre ellos están en la moralidad y el orden, o si se quiere en el trabajo y el ahorro, que aquí como en todos los pueblos son la necesidad vital y la única base sólida del progreso en el proletariado.

Efectivamente, basta echar una mirada sobre nuestra clase obrera, no sólo en los grandes centros de población como Santiago y Valparaíso, sino en los campos y en las ciudades todas desde Atacama a Chiloé, para quedar convencidos de que la disipación es el primero y el más capital de sus defectos. De ordinario esas pobres gentes desconocen toda economía y nada guardan de lo que ganan. Aunque su salario aumente con el mayor valor de los productos, tan pronto lo reciben como lo gastan. A cada nada se ve que el peón consume en una hora su jornal de una semana y que el minero pide hasta diez pesos de ponche o de champaña en un solo vaso para que el líquido corra sobre el mostrador del despacho o la taberna.

Tal es el hecho constante y está esto que una tal disipación que conduce a los vicios y a la miseria cuando no a la muerte, obra con tanta más energía cuanto mayor es el número de trabajadores que se juntan, sea en los pueblos después del pago de cada sábado o sea en las haciendas de campo y en las grandes faenas industriales o de minas y de trabajos públicos.

Sucede en todos estos casos que el bodegón o despacho de licores y la chingara o el garito de juego, atraen como el imán al pobre trabajador y le arrebatan en breves instantes sus ganancias de la semana; postran su salud, le hacen vender o empeñar las mejores prendas de su vestido, y la suma que habría bastado al sostén de un obrero honrado y de su familia sólo sirve para dejar a los disipados en la postración y en la miseria.

Si se quiere que el pobre salga algún día en Chile de esta condición tristísima, es, pues, preciso y urgente aconsejar y hasta ordenar la sobriedad al artesano y al peón gañán, al inquilino y al roto ambulante de las ciudades y los campos, a todo el que trabaje por jornal o sueldo para sí o para sostener a su familia; porque con la disipación y sus consecuencias no hay adelanto posible para las clases obreras, y todo lo que detiene ese adelanto retarda la mejora social, o sea, la emancipación moral y material de esa mayoría de nuestros conciudadanos, que no serán independientes y libres ni ejercerán bien sus derechos políticos mientras no sean honrados, económicos y sobrios.

III

Aceptada así la necesidad del trabajo, pues el que no trabaja no produce y el que no produce no puede ni debe vivir según dice S. Pablo, tenemos entonces que para asegurar la libertad del trabajador juntamente con su bienestar y el de sus hijos, para ponerle en posesión de buenas herramientas o útiles de labor y para que, andando el tiempo, pueda mejorar de condición y pasar del estado de simple inquilino o de obrero al de empresario o patrón que negocia por su propia cuenta, es indispensable que él conozca la necesidad del ahorro y sus beneficios y que se persuada de la conveniencia de ir reuniendo las pequeñas sumas que forman las economías del pobre, a fin de que no se pierdan en las tentaciones y los acontecimientos fortuitos sino que se forme con ellas una reserva segura para el porvenir.

Ahora bien: esa necesidad de la economía y de la moderación en las clases menesterosas la satisfacen hoy todos los pueblos cultos con las sociedades de socorros mutuos y de temperancia, los montes de piedad y las asociaciones llamadas cooperativas, pero más todavía con la planteación de cajas de ahorros, establecimientos utilísimos, creados, como se sabe, por la filantropía moderna y que resumen las tendencias de nuestra época hacia las buenas medidas de solicitud y de previsión en favor de los trabajadores.

Es un dolor y una vergüenza que esos establecimientos, tan provechosos como indispensables para mejorar la condición del bajo pueblo, no existan hasta ahora entre nosotros, pues una caja de ahorros que tenemos sólo es para los empleados públicos y otra que se fundó hará treinta años no llegó a dar, por su mala dirección, los resultados que todos se prometían.

Sabemos que últimamente se ha establecido en esta capital una «sociedad de socorros mutuos entre los obreros» y que ella comienza a prestar ya servicios importantes. Porción de individuos enfermos o sin trabajo y con desgracias de familia, se nos dice que han encontrado en esa sociedad auxilios valiosos y oportunos, que les han permitido salir de su mala situación y volver con mayor brío a sus labores ordinarias. Basta este primer ensayo feliz para desear que sociedades semejantes se multipliquen y extiendan sus beneficios por toda la república.

Sin embargo, las circunstancias han cambiado favorablemente y por completo desde aquel entonces. Nada más fácil hoy que plantear y administrar esos establecimientos de ahorro según métodos bien conocidos y usuales, y es de esperar que la solicitud de los hombres patriotas ayudada por algunas buenas providencias administrativas, dote pronto a nuestro país de las ventajas inherentes a tan hermosa institución184.

IV

Desde luego es fácil comprender que con las cajas de ahorros, no sólo se trata de arrancar al pobre de la usura de las casas de prendas, establecidas en todos nuestros pueblos con el falso nombre de montepíos y que cuando no estimulan a la ratería agravan la triste situación del trabajador necesitado, sino que se va derecho al mal de la disipación para infundir al obrero el sentimiento de su dignidad, para hacerle conocer las ventajas de la economía y del orden y para darle la holgura de la propiedad, que desarrolla el deseo de mejorar de situación y que por esto sólo ha de ser la mejor prenda del progreso de toda esa clase social en lo venidero.

Como se sabe, las cajas de ahorros que reciben y aumentan con intereses buenos y seguros las pequeñas economías del menesteroso, son verdaderos establecimientos que se fundan con el objeto de promover y estimular el ahorro popular, y que, administrados desinteresadamente y con cordura, dan al dinero ventajosas colocaciones y lo hacen producir crecidos beneficios para el depositante como para la sociedad. Así es como esos establecimientos, donde quiera que se plantean, traen consigo dos resultados económicos de la mayor importancia: uno que toca al interés personal y directo de los depositantes, que de ordinario son simientes, obreros o trabajadores a jornal o sueldo, y otro que pasa como desapercibido y es la acumulación de capitales que vienen a servir al desarrollo de las industrias y de la producción nacional.

El ahorro todos lo conocen, no es solamente una cualidad moral que se agita y obra bajo el imperio de la necesidad, sino que es también un verdadero trabajo, como que el hombre previsor y económico que utiliza sus fuerzas y su salud hace un sacrificio absteniéndose de gozar, y prefiere a las satisfacciones pasajeras del gusto inmediato la satisfacción permanente de labrarse una pequeña fortuna para su vejez. De esta suerte no sólo asegura su subsistencia y también la de su familia para el caso desgraciado de una enfermedad o de falta de trabajo, sino que aumenta su poder productivo, eleva con los intereses su ganancia diaria, disfruta de mayores comodidades, goza más cuando quiere darse gusto, educa mejor a sus hijos y se hace así cada día más dichoso, más independiente y más libre.

V

He ahí el efecto de las cajas de ahorros en cuanto a los individuos o a sus familias. En cuanto a la sociedad, ellas la sirven también visiblemente, reuniendo por pequeñas partículas los capitales fraccionados y subdivididos, que de otro modo se perderían o malgastarían en la disipación de la vida ordinaria. Su objeto no es otro, pues, que utilizarlos dándoles una colocación reproductiva, y por eso decimos que las cajas de ahorros sirven doblemente al individuo y a la sociedad fomentando la economía tanto como la producción.

Obrando así ellas no crean la riqueza, pero la acumulan y forman los capitales, porque las pequeñas sumas que el pobre va depositando cada semana o cada mes irían de otro modo a consumirse en el bodegón o en la chingana. Pero no se limitan a esto sólo sus beneficios, sino que los capitales así constituidos aumentan la riqueza general, multiplican los valores flotantes y muebles, que son como la base de la fortuna moderna, y extienden el número de los propietarios creando un suelo nuevo y nuevas esferas de actividad industrial accesibles a toda clase de fortunas.

Mas si de los intereses privados pasamos a lo que constituye la fuerza vital de los pueblos, puede y debe afirmarse que, donde quiera que se difunde el trabajo y se aumenta el espíritu de ahorro, han de incrementarse necesariamente la riqueza y el crédito público. En lo antiguo el crédito del Estado se cobijaba sólo bajo el ala de los grandes capitalistas. Nuestra guerra al Perú, como los almacenes de Aduana en Valparaíso, se hicieron con préstamos de los capitalistas de Chile, que descontaban al gobierno los derechos aduaneros o le anticipaban el pago de la contribución de diezmos y de alcabalas, etcétera.

Pero gracias al desarrollo de la riqueza y de la industria popular, hoy es el Estado quien abona el crédito de los particulares y lo aprovecha en ventaja de su propio crédito. Hoy los bancos que reciben el ahorro del artesano y del industrial, de la viuda y del huérfano, son los prestamistas del gobierno y no ya tal o cual sujeto acaudalado. Así es que la riqueza del Estado entre nosotros consiste hoy mucho más en la multiplicación de las pequeñas fortunas y de las pequeñas industrias que en la acumulación de grandes caudales en manos de opulentos capitalistas. Por eso, así como se dice que el sentido común tiene más genio que Napoleón y más talento que Voltaire, así puede y debe decirse que a la fecha hay entre nosotros alguien más rico que todos los ricos y es el Señor todo el mundo.

VI

Si hay, pues, algún principio de la ciencia económica que no puede revocarse en duda es la acción benéfica del ahorro popular y del establecimiento y generalización de las cajas de ahorro para los pobres. Los pueblos más adelantados cifran hoy una especie de orgullo en fomentar esas instituciones a que ven vinculada no sólo la riqueza privada y pública sino el orden y la dicha social. Véase un ejemplo en dos palabras. El 30 de abril de este año de 1876, las cajas de ahorro del reino de Italia tenían entregadas 803.209 libretas, reconociendo a sus depositantes un crédito de ciento once millones doscientos cincuenta y siete mil pesos.

Según un balance que tenemos a la vista, esas cajas de ahorro italianas han sido fundadas por acciones con o sin interés, en parte por algunos establecimientos de caridad o beneficencia y en parte, también, por el concurso de las municipalidades. Lo que principalmente las distingue de las de Francia e Inglaterra que emplean sus fondos en bonos públicos, es que las de Italia invierten los suyos en préstamos o anticipos a las industrias agrícola, comercial y manufacturera, a los establecimientos de beneficencia y a los municipios de localidades pobres. Ellas prestan sobre hipotecas, o prendas de buenos valores, o sobre mercancías de precio reconocido, y cuando tienen exceso de fondos compran billetes de tesorería o descuentan letras de cambio.

Otro beneficio rinden también esos establecimientos haciendo préstamos a los obreros bajo ciertas garantías, estimulando los depósitos con pequeños premios y aun dividiendo entre los depositantes cierta parte de los beneficios, para efectuar así el movimiento cooperativo y a fin de que los capitales de los pobres no sirvan sólo para fertilizar las industrias de los ricos. Así es como esas cajas de ahorro enseñan prácticamente la previsión y estimulan las pequeñas industrias, que en su ejercicio no son otra cosa que la cooperación del trabajo y de los capitales. Porque debe advertirse que en Italia esos establecimientos activan la producción y la fecundan, cuando los de Inglaterra y Francia consignan sus depósitos en las arcas públicas y no hacen otra cosa que adeudar a los gobiernos y engrosar sus presupuestos.

Pero entre esas cajas de ahorro hay una más notable que todas las otras y es la de Milán, establecida en 1825, gobernada gratuitamente por una comisión de personas escogidas y que ha llegado a un estado prodigioso de bonanza y prosperidad. En su primer año sólo tuvo depósitos por frs. 258.000, cuando en el año último los ha tenido por frs. 239.008.000, y todavía esos depósitos así como las operaciones del negocio se dice que han incrementado considerablemente en el año actual. Hoy se encuentra instalada en un gran palacio expresamente construido para sus oficinas, da a sus depositantes un cuatro por cien de interés, tiene en sólo la Lombardía ciento cinco sucursales, hace las mismas operaciones que los bancos públicos, ha servido muchas veces de auxilio al gobierno y emplea sus beneficios en obras caritativas y en primas a las sociedades de socorros mutuos que se distinguen por el arreglo de su contabilidad185.

VII

Para que la riqueza de nuestro país se multiplique y se difunda entre las clases pobres, conviene, por tanto, no que se aumenten los depósitos de los bancos, sino que se derramen sobre el pueblo, por medios regulares, los pequeños capitales que afluyen a los establecimientos de crédito por la vía del ahorro individual. He ahí el objeto primario a que propenden las cajas de ahorro, haciendo servir las economías del trabajador para fomentar las pequeñas industrias y ayudar así a sus compañeros en desgracia, realzándolos moralmente y dándoles la perspectiva de poder economizar a su turno y de formarse también para lo futuro un fondo de reserva por medio de su labor.

Un inconveniente grave se opone, sin embargo, a que se generalice esta clase de colocaciones, pues llegada la época del año en que los trabajos escasean, es natural que los depositantes, que serían obreros, menestrales, jornaleros o trabajadores asalariados, ocurran en demanda de sus depósitos y es claro que prestados los fondos a mayor plazo habría dificultad para devolverlos. Por eso es que la colocación de los dineros que se depositan en las cajas de ahorro es una de las cuestiones más controvertidas. Afortunadamente entre nosotros las buenas colocaciones abundan. Bastarían aquí las cédulas hipotecarias o del Banco garantizador para asegurar un buen interés a los depositantes, así como la presteza y la exactitud en el reembolso, fuera de que una mediocre organización del crédito territorial y del crédito prendario aseguraría lo bastante el buen empleo de los fondos ahorrados.

Y esta combinación del crédito, organizado así de acuerdo con el interés de los ahorros, traería una ventaja de dobles resultados, pues no sólo ofrecería a los fondos depositados una colocación segura y cómoda, sino que vendría en ayuda de la industria madre de todas las otras, la agricultura, sirviendo a los inquilinos, chacareros y pequeños sembradores de cereales y legumbres, sin perjuicio de poder prestarse también con garantía o prendas a los menestrales y operarios de todas las pequeñas industrias u oficios manuales.

VIII

Cuando para mejorar la condición de los desheredados de la fortuna se recomienda y preconiza la educación, poco o nada se avanza; se expresa sólo una verdad que de puro vulgar ha llegado a convertirse en patrimonio del sentido común. ¿Quién ignora que enseñar es la primera de las obras de misericordia y que en Chile el deber supremo del gobierno es fomentar la instrucción? Pero no basta enseñar a leer y escribir ni aprender de memoria el catecismo: es preciso educar, sobre todo, el corazón a la vez que el espíritu del hombre y de la mujer del pueblo.

Y fácilmente se comprende que los hábitos de trabajo y de economía y la cultura y moralidad de toda una gran clase social, que vive y ha vivido siempre en la ignorancia y la miseria, es una obra difícil, dilatada y vastísima, que demanda el esfuerzo de varias generaciones y la ayuda eficaz y continua de algunos gobiernos. Como que para realizar esa grande obra en todas las capas inferiores de nuestro país no basta la voluntad, sino que es preciso inquirir bien la condición y circunstancias de cada cual de esas fracciones sociales; conocer sus necesidades verdaderas y poner en planta para su satisfacción los medios oportunos; confrontar los métodos y comprobarlos y no dejarse arrastrar por el extravío de los buenos deseos a proyectos quiméricos, que pueden dañar lejos de favorecer a las clases que querríamos servir con nuestra solicitud y nuestros esfuerzos.

Antes que recomendar la educación elemental y que plantear escuelas para que queden desiertas como las de los campos, mucho mejor nos parece recomendar a los pobres la economía, que constituye su verdadera educación moral, porque realmente la economía es el mejor preservativo contra las tentaciones de todo género que disipan al trabajador y lo apartan de sus deberes. Y en efecto, el hombre que desea mejorar su condición y formarse un pequeño capital que le sirva en las enfermedades o en la vejez, ese hombre, sea inquilino o gañán, jornalero, artesano bien pagado o simple peón ambulante, está menos dispuesto a satisfacer sus malas inclinaciones desde que tiene ante sus ojos la imagen del porvenir suyo o de la familia por cuyo bienestar trabaja.

Ahora pues, ese deseo de mejorar de condición constituye ya por sí solo un progreso moral, es la base preciosa del orden doméstico, virtud delicada y algo sombría como dicen los moralistas, pero que es un gran bien para la familia y la sociedad, como que, desdeñando los placeres costosos e inútiles, ella aleja al hombre honrado del bodegón o de la chingana, le libra de las disipaciones y merece que se la recomiende como uno de los mejores elementos del progreso y bienestar de los trabajadores. Para comprobar esta verdad, yo recordaré que hace pocos días un despachero del barrio de la Purísima, donde existe una sociedad de temperancia llamada «de los Pechoños», pedía que se mandase disolverla por la autoridad, alegando que su industria se había arruinado desde que ella se fundó porque los socios ya no le compraban sus comestibles ni sus licores, etc. Este hecho es por sí solo una buena prueba de lo que el ahorro moraliza y mejora a los pobres.

IX

Para formarse una idea del gran poder del ahorro en cuanto a la acumulación y al provecho de los capitales que pone en giro, parécenos que basta con lo que arriba dijimos sobre los $ 153.000.000 depositados hoy en las cajas italianas. Pero aquí mismo y sin salir de esta capital, por efecto de los intereses compuestos y de las herencias de los supervivientes en una sociedad de seguros mutuos sobre la vida, yo he visto a un empleado viejo y bastante subalterno crear a dos de sus hijas, con sus solas economías de cinco años, una pequeña fortuna que las ha puesto a cubierto de los peligros de la orfandad y de la miseria. Y refiriéndome a esa propia institución que es bien conocida en Santiago, yo mismo, el autor de este libro, hice en años pasados una imposición única en aquella sociedad de seguros, con riesgo de pérdida en caso de muerte, y por la herencia y el interés compuesto logré obtener, en dos años, algo como el 41% de beneficios sobre el capital de mi póliza de imposición.

Pasando ahora de lo particular a lo general, y contrayéndonos a lo que sucedería entre nosotros si hubiese más espíritu de orden y economía en nuestras gentes pobres, diremos que en Chile un artesano mediocre, carpintero, sastre, herrero, albañil, tapicero, empapelador, zapatero, sombrerero, etc.; gana ordinariamente treinta pesos mensuales. Los artesanos de primer orden ganan el doble, esto es, dos pesos y hasta 2,50 o tres pesos diarios. En las provincias el jornal disminuye, pero también son menores los gastos de subsistencia, la habitación, el vestido, los víveres, etc. Respecto a sirvientes, inquilinos, cocheros, mayordomos, capataces, vaqueros y peones fijos o ambulantes, su salario varía también según las localidades y las empresas o patrones que los ocupan; pero con las ventajas de que gozan esos individuos, puede asegurarse que, por término medio, la renta o sueldo de cada cual de ellos no baja de doscientos pesos al año.

Ahora bien. Supongamos que cada uno de esos obreros urbanos o rurales, trabajando por su propia cuenta o por la de sus patrones, de la suma de sus ganancias del día, de la semana, del mes o del año, sólo consagren una cuarta parte al bodegón o a la chingana, a los licores o al juego. Y esto es lo menos que puede calcularse atendida su disipación inveterada, pues todos sabemos que el aumento del salario más les daña que les aprovecha, que cuanto más ganan más derrochan y que en tal caso no sólo hacen «San lunes» sino «San martes». Siendo así, tendremos entonces que si desde los veinte hasta los cuarenta años, la suma devorada de esa suerte en la disipación y los vicios se colocase en una caja de ahorros o en una sociedad de seguros sobre la vida tal como el «Porvenir de las familias», nada más que al 8% de interés anual, produciría un capital consolidado de diez mil pesos y una renta de ochocientos pesos al año, que bastaría para asegurar la subsistencia del obrero y de su esposa así como la educación de los hijos.

Si esta demostración es innegable, puesto que se basa en datos seguros y en cifras ciertas como la verdad y evidentes como la luz, no debe quedarnos ninguna duda de que, con un sacrificio mínimo hecho a las pasiones o a los vicios dominantes en las gentes de nuestro pueblo, el obrero económico y honrado que aspire a mejorar su condición y a utilizar su trabajo en provecho suyo y de su familia, se procuraría fácilmente por medio del ahorro una verdadera fortuna que lo pondría para siempre al abrigo de la necesidad y de la miseria. Y si esto pasa con los individuos, ¿qué sería respecto de la sociedad? ¿Cuántos y cuán grandes no serían en Chile los progresos de la riqueza y de la moral pública si se utilizara tanto tiempo mal gastado y si se pusieran en actividad reproductiva tan fecundos y considerables capitales?

¡Qué de ventajas no procura a la sociedad como al individuo el espíritu de ahorro! ¡Cuántas grandes fortunas no han tenido otro origen que pequeñas y débiles economías! Porque debe advertirse que aquí no se trata sólo de la acumulación, sino de la multiplicación de los dineros economizados y colocados al rédito ordinario, como que, gracias al fenómeno de los intereses compuestos, cualquiera puede ver que a la vuelta de los años una suma insignificante se convierte en un poderoso capital. Yo recuerdo haber oído a un contador célebre y que se entretenía en estos cálculos, que una chaucha prestada al interés compuesto de 5% a la época del nacimiento de Jesucristo, no habría hoy en todo el mundo dinero bastante para pagarla. Si esta cuenta es verdadera, como yo lo creo conociendo la respetabilidad del que la hizo, ¿para qué buscar una mejor demostración?

Pero no basta recomendar la economía, es necesario también hacerla comprender. -¿Cómo y de qué suerte?-. Practicando siempre la buena conducta que enseña a obrar con circunspección y madurez, a darse cuenta de sus propias fuerzas, a resistir las tentaciones y a precaverse contra los peligros reuniendo recursos para cuando llegue el infortunio.

La economía se comprende fácilmente por el sentimiento del deber, el ejercicio de la reflexión y una cierta dosis de perspicacia que rara vez falta al hombre honrado y de cierta educación, como que la educación y la honradez forman el carácter de los individuos, les enseñan el conocimiento de las cosas y los hacen útiles, prudentes y cuerdos para sí mismos y para con sus semejantes. Sobre todo, no debe nunca olvidarse que la vida tiene sus vicisitudes, mucho más para los pobres, y es menester que la prudencia las prevea y que el trabajador honrado trate de evitarlas o de precaver sus consecuencias por medio de un ahorro que lo estimule en su propia labor y asegure su subsistencia y la de los suyos.

¡Quiera Dios, pues, que obreros y trabajadores, inquilinos y sirvientes, empresarios y patrones, patriotas y filántropos, ayudados por las autoridades de nuestro país, pero más todavía poniendo en juego nuestros intereses colectivos, meditemos siempre en la santa moral del ahorro y tratemos de aconsejarlo y de practicarlo en todas las esferas sociales y principalmente en las de abajo! No olvidemos nunca que sólo es hombre civilizado el que se hace capaz de imponerse la privación de ciertos goces inmediatos, y que trabajar por que se propaguen los hábitos de industria, economía y previsión no es menos útil que difundir las luces de la ciencia, porque sólo así se inspiran los deseos de mejora y perfección individual que son la base del progreso y felicidad de los pueblos.




ArribaAbajoLas aspiraciones liberales por José Manuel Balmaceda

Discurso de José Manuel Balmaceda en el meeting en que los partidarios de la candidatura Santa María proclamaron a los electores para Presidente de la República por el Departamento de Santiago. Santiago, 19 de junio de 1881. El Ferrocarril, Santiago 20 de junio de 1881. Reproducido en Rafael Sagredo B. y Eduardo Devés V. (recopiladores), Discursos de José Manuel Balmaceda, Iconografía (Santiago, Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, colección Fuentes para el estudio de la República, 1992), volumen III, págs. 87-91.


Señores: el honorable presidente de esta gran asamblea ha expresado con acento varonil y convencido, los antecedentes políticos que han creado la situación que alcanzamos.

Es una fortuna, y es un alto honor poder hablar a sus conciudadanos como actor y como testigo de los hechos políticos de veinticinco años. El infatigable luchador ha trazado a grandes rasgos, pero con mano firme, el cuadro que en sus causas y en su desenlace lógico nos ofrece el pasado y nuestra actualidad política.

Séame entonces permitido manifestar cuáles son las ideas y cuál el rumbo en que debemos asegurar el predominio de la idea liberal.

Nuestros adversarios han desaparecido de la arena de la contienda electoral, pero quedan firmes y de pie todas las graves cuestiones de guerra, políticas, sociales y económicas, que interesan a la actividad de los partidos y al patriotismo de los chilenos.

No basta el triunfo de los liberales: es menester la concentración del esfuerzo de partido por la unidad de las ideas, por la regularidad de los propósitos, por la disciplina que moraliza y por la acción que fecunda.

Los acontecimientos y la corriente de las ideas han reunido en un haz poderosas agrupaciones políticas. Hagamos que ellas sean, como las piedras dispersas que reunidas forman el cimiento del edificio, los fundamentos indestructibles del Partido Liberal de Chile.

Son tantas y tan variadas las aspiraciones liberales, que juzgo conveniente darles, al menos como yo las comprendo, una fórmula breve y comprensiva, de su índole, de su misión y de su porvenir.

Considero que estamos llamados a trabajar sin tregua para que Chile llegue en el menor tiempo posible a realizar este anhelo y este hecho de un gran pueblo moderno, a saber: VIVIR Y VESTIRSE, ARMARSE Y DEFENDERSE POR SÍ MISMO.

¡VIVIR! He aquí un grave problema político.

Vivir, en el sentido físico, es alentar la existencia, pero en el sentido moral y público, vivir es pensar, es trabajar y es producir.

Pensando adquirimos la noción de nuestros deberes y derechos, y, cumpliendo nuestros deberes o ejerciendo nuestros derechos, llegamos en el Estado a la necesidad de formar al individuo con la triple libertad de la palabra hablada, de la palabra escrita, y de la palabra profesada.

El desarrollo del individuo convertido en ciudadano nos conduce a la libertad civil en la formación de la propiedad y de la familia, a la libertad política en los comicios populares y en la organización del poder público, y a la libertad de conciencia en las manifestaciones de la fe religiosa. Queremos, pues, la libertad civil, la libertad política, y la libertad de conciencia, enteras, completas, sin restricciones, para nosotros y para nuestros adversarios, para todos los que asienten su planta sobre el suelo libre de la república.

¡TRABAJAR! Basta enunciar la palabra, porque el pueblo de Chile hace la noble vida del trabajo.

Mas, en cuanto a PRODUCIR. ¿Ha desarrollado Chile todo su poder de producción?

Es esta materia de la mayor importancia para la riqueza común.

La industria pastoril es insuficiente para cubrir la floresta del territorio, los cultivos son imperfectos y limitados, la industria fabril principia, la mineral no prospera, poseemos la producción inicial del suelo y carecemos de la variedad del trabajo inteligente, de la extensión de los productos fomentados por el vigor colectivo.

Es entonces preciso que el Estado no absorba, con gastos extraordinarios y excesivos, el capital que debe servir a las industrias del país; y debe, por el contrario, fomentar, por la fácil viabilidad, por las exploraciones científicas del desierto, por el alivio de los impuestos onerosos y por establecimientos agrícolas de propagación y de enseñanza, la mayor variedad de los productos útiles a la vida, su aumento gradual y necesario.

Si vivir en el Estado tiene tan vasta significación, veamos la importancia social, política y económica, que tiene esta otra palabra: VESTIRSE.

Producimos lana, lino, cueros, metales, trigo y otros cereales y frutos, que enviamos al Viejo Mundo.

Pagamos embarques, fletes, internaciones a Europa, elaboraciones, comisiones, seguros, fletes de vuelta, derechos de importación, para recibir manufacturada y a precio altísimo, una gran parte de nuestros propios productos, convertidos en vestido personal, en alimento, o en objetos de comodidad y adorno.

Es cierto que tenemos una gran porción de la materia prima, una población inteligente, fuerzas motrices eternas en la gradiente de nuestros ríos..., pero no tenemos industrias.

Necesitamos, señores, la industria que es ciencia, que es perfección productora, que es aumento del trabajo humano, que extiende la riqueza y la fecunda, sembrando bienestar; y sin ir a elaborar a tres mil leguas de distancia los productos que necesitamos, que podemos y debemos elaborar con provecho bajo el cielo de la patria.

El libre cambio, como sistema absoluto entre nosotros, tiene sus rigores y produce sus lógicas consecuencias.

El libre cambio es la teoría pura, la verdad abstracta, la doctrina aceptada.

Pero el libre cambio, que es irreprochable entre Estados iguales, con industrias propias, es desastroso entre Estados desiguales, cuando los unos marchan con paso viril y resuelto, y los otros apenas se desprenden del seno de la madre común.

Imaginemos que este anchuroso recinto estuviese cubierto de objetos gratos a la vida, y que permitiese a todos, grandes y pequeños, extraer lo que cada cual pudiera llevar según sus fuerzas. Es indudable que los grandes saldrían cargados del precioso botín, y que los niños que dan los primeros pasos saldrían con las manos vacías.

En el comercio del mundo, el libre cambio es la conveniencia de los Estados relativamente iguales, y cuando no concurre esta circunstancia es, señores, la protección a los grandes y el sacrificio de los pequeños.

Es inútil invocar ejemplos europeos y americanos. No defiendo el proteccionismo como sistema absoluto, por lo mismo que creo que el libre cambio no debe ser entre nosotros un sistema absoluto.

Social y económicamente, debiéramos resolver la grave cuestión industrial considerando nuestra propia experiencia, nuestro poder de iniciativa, nuestras aptitudes, la armonía de nuestro progreso.

Debemos protección decidida a todas las industrias que tengan por objeto elaborar nuestros propios productos y cierta protección a las industrias que elaboren productos extraños, pero de primera necesidad y gran consumo nacional.

En este rumbo nuestra marcha debiera ser firme y resuelta.

No debemos, sin embargo, perturbar seriamente la renta pública, ni gravar de una manera intolerable al consumidor. Pero tanto la renta pública como el consumidor deben soportar sacrificios transitorios, si queremos alcanzar bienes preciosos y permanentes.

El sacrificio es siempre el precio de los bienes de la tierra. Ningún bien mayor que el de la vida. Y bien, ¿no sufre la madre que alumbra, y acaso no llora el hombre al nacer?

La más grande de las conquistas sociales y económicas que Chile puede emprender, es la de llegar a vestirse por sí mismo, por su propio poder de industria y producción. Principiemos, con prudencia, sin precipitaciones, sin estrechez de alma, pero principiemos, porque ésta es la labor más honrosa para el Estado, y sin duda la más útil para las clases obreras de la república.

¡ARMARSE! Es ésta la palabra de más profunda significación, después de la enseñanza y la experiencia de la guerra.

Chile debe siempre poder armarse por sí mismo, porque ésta es, en lo futuro, condición capital de nuestra existencia.

Enunciaré los medios de obtener pronto los resultados que nuestro poder y nuestra propia conservación reclaman.

Es necesario construir una vasta dársena en que podamos reparar nuestras naves, guardarlas en épocas de paz y construirlas si fuera necesario en época de guerra.

Es necesario excluir del comercio de cabotaje a todas las naves que no lleven el tricolor de Chile. Los transportes con bandera nacional salvaron la república al iniciarse la guerra. Aprovechemos la lección, y en el comercio del cabotaje con bandera nacional, encontraremos siempre naves y marineros, oficiales y prácticos para la segura navegación y dominio del Pacífico.

Es necesario una gran maestranza, en que podamos reparar nuestros armamentos navales y terrestres, elaborar las municiones, fundir cañones y materiales de guerra.

Es necesario fortificar las estaciones navales que consulten la permanente seguridad del Estado.

Es indispensable organizar la guardia nacional, sobre las bases de la más perfecta igualdad democrática, porque ésta es la manera más económica y eficaz para formar de todos los chilenos un baluarte inexpugnable de las instrucciones y de la soberanía nacional.

Es preciso continuar dirigiendo las relaciones exteriores con la dignidad y energía que corresponden a un pueblo fuerte, pero armados de la moderación y del espíritu de justicia que debe hacernos respetables por la razón e invencibles por nuestro amor y sumisión al derecho.

Y por último, es propio y es digno del Partido Liberal fundar la defensa pública en la instrucción del pueblo.

¡Ah!, señores, la instrucción es una semilla que se genera y multiplica en el alma de los ciudadanos.

Descuidada, casi en decadencia, por los trastornos de la crisis económica y de una prolongada guerra, ha menester el impulso resuelto de nuestras convicciones y de nuestra labor.

Allí está el principio y el fin, el alfa y el omega, toda la esperanza y todo el porvenir de la república.

Hagamos que todos los chilenos aprendan a leer, y que al aprender las primeras letras, reciban la noción de Dios y de la patria. Que aprendan sus deberes, que conozcan sus derechos, que practiquen las reglas de moral que les hagan hombres de bien, y las virtudes cívicas que les hagan buenos ciudadanos.

Derramemos a manos llenas la moral y la instrucción, porque la moral y la instrucción del pueblo, señores, son las lenguas de fuego con que el espíritu de Dios desciende sobre la frente de los obreros del progreso humano.

Hagamos de la moral y de la instrucción pública, los espejos de Arquímides, que alumbren, abrasen o consuman a nuestros enemigos.

No hay poder de guerra, señores, superior al poder de la inteligencia, ni fusil ni cañón que tenga la eficacia de la idea. Démosla pura, noble y elevada, a cada chileno, y en cada chileno tendremos un soldado, un vencedor o un héroe.

Veamos ahora la última palabra de la fórmula que vengo desenvolviendo: DEFENDERSE.

Chile ha probado no sólo que es capaz de defenderse por sí mismo, sino también de ofender y de vencer gloriosamente a sus enemigos. Mas, por el momento es necesario defendernos de la perfidia de los vencidos y del natural cansancio de la pelea.

Allí está el peligro y lo señalo, para que nuestros esfuerzos sean unánimes en llegar pronto a la paz; y si esto no fuese posible, para adoptar medidas definitivas incorporando en el territorio una porción de los del enemigo, y extendiendo, con nuestra ocupación, sobre la sociedad vencida, una mano fría, de acero, y a tal punto inexorable que su propia gravitación haga nacer de todas partes el deseo y la necesidad de la paz.

Señores: si después de haber conquistado las glorias con que hoy resplandece el poder de la república, el Partido Liberal unifica sus fuerzas y hace un gobierno digno de su nombre y del respeto de sus adversarios, habrá merecido la próspera suerte que le deparan los acontecimientos; pero merecería honor y gratitud imperecedera, si lanzando resueltamente a Chile en el buen sendero, le pone en marcha segura para llegar a satisfacer esta justa aspiración nacional, esta suprema necesidad del Estado: VIVIR Y VESTIRSE, ARMARSE Y DEFENDERSE POR SÍ MISMO.