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La escuela


La escuela tiene por objeto dar a conocer al joven la esencia, el interior de las cosas, y la relación que tienen entre sí, con el hombre y con el alumno, a fin de mostrarle el principio vivificador de todas las cosas y su relación con Dios. El fin de la enseñanza está en referir a Dios la unidad y las diversas condiciones de todas las cosas, para que el hombre pueda obrar en la vida según las leyes de Dios. El camino para llegar a esto, es la enseñanza o la instrucción.

La escuela, la enseñanza, presenta al alumno una especie de similitud entre el mundo exterior y él mismo, aparecido en este mundo, y sin embargo le muestra el mundo como cosa que le es perfectamente, opuesta, extraña y en completo contraste con él. Más adelante, la escuela lo hará distinguir las relaciones individuales de las cosas entre ellas, y le demostrará la comunidad intelectual de las mismas. El alumno será llevado, por el conocimiento de las cosas, a comprender su valor intelectual. De esta suerte, llega el niño a penetrar el interior de las cosas por medio de su aspecto exterior, acto que corresponde con el de su salida de la casa paterna para ingresar en la escuela. No damos a esta enseñanza el dictado de escuela por la sola razón de que disponga al niño a apropiarse una cantidad mayor o menor de cosas exteriormente variadas, sino porque esta enseñanza es el soplo intelectual que anima todas las cosas a los ojos del hombre.

Que todos aquellos a quienes incumben la conducta, la dirección y el establecimiento de las escuelas, reflexionen bien sobre esta verdad, y hagan prácticamente de la misma todo el caso que merece.

La escuela debe tener una noción real de sí propia, un exacto conocimiento del mundo exterior y del niño; debe poseer el conocimiento del ser de uno y otro, a fin de operar la unión entre ambos; debe poder ofrecerse como árbitro entre ambos, dar a cada uno de ellos el lenguaje, el modo de expresión y la inteligencia recíproca. La acción de la escuela es capital, y su resultado, mayor. He ahí porqué quien profesa este arte superior, es apellidado maestro, y como enseña al joven la manera de hallar la unidad que reina en todas las cosas, se le apellida maestro de escuela.

La aspiración hacia ese conocimiento del interior de las cosas, la fe, la confianza que deposita el alumno en el maestro que debe suministrarle ese conocimiento, forman desde luego un lazo invisible, mas dichoso, entre ellos. El presentimiento, la fe, la esperanza que en otro tiempo unían al niño a su maestro, eran el poderoso medio de que los antiguos maestros de escuela se servían para responder a las exigencias de la vida interior del niño. Obtenían así de sus alumnos mucho más de lo que obtienen hoy sus sucesores, los cuales, haciendo aprender a sus discípulos buena cantidad de cosas, olvidan mostrárselas en su unidad intelectual e interna.

No se nos arguya que, si la escuela tiene realmente un fin tan elevado y tan noble, si su importancia consiste sobre todo en ser la imagen de lo intelectual y de lo interior de las cosas, no se nos arguya, repetimos, que su aspecto exterior lo revela poco, ostensiblemente, ya cuando el sastre, convertido en maestro de escuela, se sienta sobre la mesa como sobre un trono, mientras sus alumnos, en torno suyo, recitan o cantan el alfabeto, ya citando el leñador, retirado en el seno de su ahumada choza, explica lecciones a los niños20. ¿Qué importa la simplicidad o la vulgaridad del escenario? ¿No hay, por ventura, en esta sombría cabaña del leñador, en esta modesta vivienda del sastre, un soplo que la anima y la vivifica? ¡Ah sí! ¿Pues cómo explicarse de otro modo que al ciego le sea dado indicar el camino al paralítico, y al cojo restituir al doliente el uso de sus piernas? Ese soplo es el presentimiento, la fe, la esperanza del niño que aguarda del maestro de escuela el medio de unir íntimamente lo que exteriormente está separado, el medio de infundir la vida a cosas que parecen privadas de ella, el medio, en fin, de dar a todo lo que existe una determinación verdadera.

Por vago a oscuro que sea ese presentimiento, sólo por medio del mismo puede eficazmente influir el maestro de escuela sobre el espíritu del alumno; ese presentimiento es el soplo de aire vivificador que cambia en alimentos sustanciales para la mente y el corazón del alumno, las piedras mismas que su maestro le dé como alimento, y este soplo vivificador anima hasta los muros sombríos y ahumados del local de la escuela, y hace que ésta sea estimada por el alumno.

El espíritu de la escuela, el soplo que la anima no viene de fuera. Por materialmente ventiladas que estén las escuelas, no lo están verdaderamente sino mientras reina en ellas la vida intelectual, el soplo real de la vida. Los locales espaciosos, y ventilados son ciertamente preciosos a los ojos del maestro y de los alumnos; pero estas condiciones no bastan; conviene, como acabamos de decir, que, las clases estén intelectualmente vivificadas y aireadas.

Esas disposiciones del niño para con el maestro disponen a la ejecución de obras capitales en la escuela tal como acabamos de delinearla porque el niño entra en ella, persuadido de que va a aprender allí cosas que no podrá aprender en otro sitio, y de que allí recibirá los alimentos, que excitarán y satisfarán más y más en él el hambre y la sed intelectuales.

La fe en su institutor, hace que el alumno halle en el lenguaje y en la enseñanza de éste el sentido intelectual, que no siempre es fácil encontrar; la facultad digestiva de la inteligencia del niño, bien ejercida y desarrollada, le llevará asimismo a hallar un elemento nutritivo hasta en los trozos de madera o en las aristas de paja presentadas a su observación. Así, pues, si a los ojos de este niño animado por la fe y la confianza, el sastre, el leñador o el tejedor desaparecen para no ser sino el maestro de escuela, ¿qué prestigio no ejercerán sobre él el pedagogo de la aldea y los de las ciudades?

Interróguese un buen alumno y pregrúntese qué sentimiento experimentaba al entrar en la escuela: sin duda que se le antojaba penetrar en un mundo intelectual, superior a aquel en que poco antes vivía. Si tal no fuera, ¿cómo nos explicaríamos que a veces un niño recientemente ingresado en la escuela, pudiese consagrar más de un cuarto de hora diario, durante una semana entera, a meditar sin fatiga ni pena sobre el profundo sentido de un texto de sermón oído en el oficio del domingo? ¿Y cómo acontecería que uno de esos cánticos que hablan tan alto a la imaginación del alumno, cantado diariamente por él en la escuela, reapareciese más tarde a su memoria en medio de las pruebas y de las tempestades de la vida, y se ofreciese al niño como una tabla de salvación en el naufragio?

No se nos replique con la malicia o la maldad del alumno, que precisamente a causa de la acción, de la potencia intelectual y superior de la escuela, del fin a que ella aspira, y a causa del alimento que ella prodiga, se siente el niño más libre de espíritu y de cuerpo. El buen alumno no es ni obstinado, ni perezoso, sino dispuesto y activo. He ahí porqué, confiando en sus alegres disposiciones, suele proceder sin sospechar las enojosas consecuencias que puede tener, para los objetos exteriores, la libertad que concede a los arranques de su alma.

No es cierto que la potencia humana que obra interiormente, animando y uniendo todas las cosas (potencia intensiva), se acreciente con los años y con la formación del hombre; esta fuerza decrece, mientras que se acrece la potencia que se extiende a fuera y crea la variedad de las formas (potencia extensiva).

Por desgracia, el sentimiento y la noción que el hombre tiene de esta última fuerza, destruye en él fácil y frecuentemente el conocimiento de la primera. Resulta de ahí una especie de confusión entre esas dos fuerzas en el ser y sus manifestaciones, que conduce a grandes errores en la escuela, así como en la dirección dada al niño, y arrebata a la vida su verdadero principio.

La fuerza interna que obra en el niño, produce tan poca cosa, por la misma razón de que confiamos demasiado poco en ella: por el mero hecho de no usar esta fuerza, se la deprime o se la reduce a la nada. A veces también, tratamos como baladí esa fuerza interior surgida en el niño; obramos con ella como obraríamos con el imán que colocásemos o suspendiésemos sin hacerle llevar ni sostener nada, o de cuyas propiedades nos sirviésemos para juegos insignificantes. En ambos casos, la fuerza de este imán se amenguaría o se perdería; o si más tarde reapareciese, sería para quedar sin efecto: así también el niño en el cual se abandone la potencia interior, no se nos aparecerá sino como un enfermo moral, desde el momento en que queramos hacer soportar algún peso a su inteligencia.

Para juzgar bien la importancia de esta potencia vivificadora en el niño, no olvidemos la frase de un famoso alemán: «Hay mayordistancia de un niño de pecho a un niño que habla, que de un alumno a un Newton.»

Si la distancia que debe salvarse entre el grado del niño y el del alumno, es aún mayor, dedúcese de ahí que la fuerza en este último debe ser también relativamente mayor. Más adelante, la atención que consagramos a la extensión, a la diversidad, al conocimiento del hombre que crea, formula y produce (su extensividad), debilita y disipa poco a poco la impresión que sentimos desde luego observando la unidad, la animación interna (intensividad) de la potencia humana.

La escuela está, pues, constituida, no lo olvidemos jamás, por este espíritu vivificador que establece la unión entre las cosas individuales, y anima la individualidad no menos que la totalidad. La separación o el desmembramiento de las cosas individuales en sí mismas, es opuesta a la escuela bien entendida21.

Por causa de ser esta verdad tan frecuentemente olvidada o desconocida, tenemos hoy día tantos profesores y tan escasos maestros de escuela, tantas disposiciones para la instrucción y tan escasa disposición para la escuela.

Por no explicarse nadie, claramente lo que es el soplo vivificador que anima la escuela, nadie se inclina ni a conocer ni a apreciar el maestro de escuela, tan digno de estimación, a pesar de la simplicidad de sus atribuciones, y cuyo tipo primitivo y verdadero se ve desaparecer de día en día.

Aquí hallamos de nuevo la confirmación de lo que tantas veces observamos en la vida, es decir, que el más noble y más precioso bien está perdido para el hombre cuando él ignora lo que posee. La aspiración, la esperanza y la fe del niño le dan ciertamente a comprender el valor de la escuela; pero la conciencia que de ella tiene el niño, su penetración y su espontaneidad son susceptibles de manifestarse entera y completamente; porque está destinado a obrar y a manifestarse siempre con conciencia, libertad y espontaneidad.

Más adelante se verá lo que debe ser la escuela con relación a la enseñanza, y cómo aquélla debe instruir al alumno acerca del objeto mismo; cualquier otra enseñanza sería estéril, y carecería de toda acción sobre el espíritu y sobre el corazón del niño.

Creemos que lo que precede responde suficientemente a las cuestiones: ¿Convienen las escuelas? ¿Porqué convienen las escuelas? ¿Qué conviene que las escuelas sean?

Por medio de la escuela llegaremos a ser hombres pensadores, conscientes y razonables, obrando con inteligencia, manifestando por el empleo de nuestra fuerza interior, don de Dios, la acción divina que en nosotros reside; no olvidaremos que todo lo que es terrestre tiene también derechos incuestionables; creeremos en sabiduría y en razón por las cosas humanas y divinas, ante los hombres y ante Dios; nos acordaremos de que debemos siempre vivir en unión con Aquel que es nuestro Padre, de que nosotros y todas las cosas terrestres somos un templo del Dios viviente, y de que debemos llegar a ser perfectos como nuestro Padre que está en los Cielos. A tal objeto debe conducirnos la escuela; tal es su razón de ser.

¿Qué enseñará la escuela? ¿En qué se instruirá el niño? Estas cuestiones deben ser resueltas aquí bajo el simple punto de vista de los conocimientos que exige el niño, llegado a este grado, conocimientos exigidos por todas las manifestaciones mismas del hombre en tanto que muchacho. Veamos en qué consisten estos conocimientos.

El niño, llegado a joven, muestra ostensiblemente la viva convicción de llevar en sí un ser intelectual que le es propio, y revela el vago presentimiento de que posee el origen y las condiciones de ese ser procedente y dependiente de un ser mucho más elevado, del cual proceden y dependen todas las cosas. Toda la vida del joven revela el sentimiento que aquél posee de ese soplo vivificador, que anima todas las cosas y las envuelve invisiblemente, a la manera que el agua rodea al pescado, y el aire rodea al hombre y a todo lo creado. El joven alumno se nos aparece como presintiendo su ser espiritual, como presintiendo a Dios y el ser de todas las cosas; se nos aparece con el deseo de profundizar y explicarse más y más estos presentimientos. Llega al mundo exterior, que le es opuesto, con el deseo y la fe de que un espíritu intelectual parecido a aquel que él siente en sí, tiene dominio también sobre el mundo exterior. Quiere que este mundo exterior esté convencido de ello como lo está él mismo, y siente, al deseo, sin cesar renaciente, de conocer, para apropiárselo, al espíritu que lo vivifica todo. El mundo exterior aparece al joven bajo un doble punto de vista: desde luego, como producido y ordenado por la potencia del hombre, por la voluntad del hombre y con arreglo a un modelo humano; después, como producido y ordenado por la omnipotencia que opera en la naturaleza.

Entre el mundo exterior formulado por un cuerpo, y el mundo intelectual, -el mundo interior, el del alma,- aparece la palabra que, después de haber parecido al niño como constituyendo una sola cosa con esos dos mundos, se ha separado de ellos más tarde, para quedar siendo el lazo que los une.

Así el alma, la naturaleza, y la palabra que enlaza la una con la otra, son los polos de la vida del joven, como fueron, según el testimonio de los libros sagrados, los polos del género humano en el primer grado de su madurez. Considerándolos de esta suerte, la enseñanza de la escuela conducirá desde luego al niño al conocimiento de sí propio en todas sus condiciones, y después al conocimiento exterior que proviene del espíritu de Dios y no subsiste sino merced a este mismo espíritu. Gracias a la enseñanza de la escuela, el niño aprenderá a vivir de una manera armónica con ese conocimiento triple, aunque uno en sí mismo, que debe llevarle del deseo a la voluntad decidida de cumplir su vocación, y guiarle así hacia toda la perfección compatible con su vida terrestre.