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El canon de escritoras decimonónicas españolas en las historias de la literatura

Ángeles EZAMA GIL


Universidad de Zaragoza

El canon de escritoras decimonónicas españolas configurado por las historias de la literatura se compone básicamente de cuatro nombres: Gertrudis Gómez de Avellaneda, Fernán Caballero, Rosalía de Castro y Emilia Pardo Bazán; en algunas de ellas figuran también Carolina Coronado y Concepción Arenal.

El reconocimiento de los historiadores de la literatura es unánime para las primeras cuatro escritoras mencionadas, a las que se les concede la excelencia en algunos o en todos los géneros que cultivaron.

El juicio más elogioso es el que merece a los contemporáneos la obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda, en particular su poesía; los laudatorios comentarios sobre ella de Nicasio Gallego y Nicomedes Pastor Díaz, y sobre todo de Valera y Menéndez Pelayo, se han repetido insistentemente en todas las historias de la literatura (como ejemplo pueden verse la de Cejador y la Historia general de las literaturas hispánicas)298:

Como poetisa lírica [escribe Valera] no tiene ni tuvo nunca rival en España y sería menester, fuera de España, retroceder hasta la edad más gloriosa de Grecia, para hallarle rivales en Safo y en Corina, si no brillase en Italia, en la primera edad del siglo XVI, la bella y enamorada Victoria Colonna, marquesa de Pescara299.



Por su parte, Menéndez Pelayo opina que

quizá su mérito absoluto no haya sido tasado siempre tan alto como debe serlo por la vulgar prevención o antipatía contra la literatura femenina, prevención que, sea cualquiera su fundamento u origen, resulta irracional y absurda cuando recae en obras de valer tan alto que nadie piensa en preguntar el sexo de quien las hizo300.



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Menéndez Pelayo coincide con Valera cuando la estima «inmortal, no sólo en la poesía lírica española, sino en la de cualquier otro país y tiempo»301. No escatima tampoco el crítico santanderino elogios a su teatro que «es notabilísimo, y no alcanza toda la fama que merece»302.

Por otra parte, Fernán Caballero es ensalzada por haber sido la introductora de la novela realista en España, mérito que ningún historiador se atreve a discutirle; por ello, Blanco García considera que España «contrajo una deuda de gratitud moral y literaria, aún no satisfecha definitivamente»303; su excelencia es incuestionable para Andrés González Blanco, quien afirma que Cecilia Böhl de Faber, junto con María de Zayas y Emilia Pardo Bazán «compone el triunvirato de la literatura femenina en nuestra patria»304.

La figura de Rosalía de Castro es magnificada como creadora de la lírica gallega moderna y como una de las principales poetisas en castellano con una obra parangonable a la de Bécquer; así, Gerald Brenan afirma: «she would, I feel sure, be recognized as the greatest woman poet of modern times»305.

Por último, la admiración que produce una obra literaria como la de Emilia Pardo Bazán no siempre se traduce en los elogios que se le tributan, ya que como señala Clarín:

Muchas de las enemistades literarias que han surgido contra la señora Pardo Bazán tienen su origen en la envidia de varios barbudos sujetos, que no pueden llevar con paciencia que sepa más que ellos una señora de La Coruña306.



Entre las alabanzas a la escritora gallega se cuentan las del P. Blanco García, que la conceptúa como «la figura más excelsa del naturalismo español» y reconoce en ella «la inmensa superioridad del genio»307; también la de Andrés González Blanco, que considera a la Pardo como un ejemplo del «lucido papel que pueden desempeñar las mujeres en el arte»308. En historiadores posteriores estas alabanzas se ven muy menguadas; así, Fitzmaurice-Kelly afirma que «es indudablemente la mejor novelista que ha producido España en el siglo XIX»309, lo que no es mucho decir en el enteco panorama de la novelística femenina decimonónica.

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Las vacilaciones de un historiador como Cejador y Frauca en la apreciación de las obras de la Pardo y la minoración que hace de su valor ponen en evidencia la incomodidad que suscita una obra de tanto relieve escrita por una mujer, a la que no sabe qué consideración otorgar. En los trabajos críticos le reprocha una erudición de segunda mano, su dedicación a la literatura extranjera y su escasa atención a la castellana así como su estilo extranjerizante; opina que «el naturalismo, que fue su tema principal, no parece bien comprendido por la autora»310. En novela critica su afrancesamiento, que matiza: «Pardo Bazán es, en suma, realista de cepa española con matices afrancesados, de pincel colorista y de fina sensibilidad»311. Y concluye: «Para mí lo indudable es que Valera, Palacio Valdés y Blasco Ibáñez ganan a la Pardo Bazán y que ni comparación admite con Galdós y Pereda»312.

Por otra parte, Gerald Brenan, además de considerar a la Pardo desde una perspectiva cargada de prejuicios, adopta una posición insultante: afirma que es una escritora considerable distinción y una mujer de gran talento y vitalidad, pero de notable fealdad313; encuentra difícil de creer que obras tan vigorosas hayan sido escritas por una mujer, afirma que escribió muchas novelas pero que sólo las de la vida gallega merecen la pena ser leídas, y cita de entre ellas únicamente Los pazos de Ulloa, para acabar acusando la falta de temperamento de la autora314.

El canon de escritoras femeninas decimonónicas, sobre ser menguado, está, además, plagado de tópicos que a menudo ofrecen una imagen empobrecedora de lo que fue su escritura. En relación con la Avellaneda priman las opiniones de Valera y Menéndez Pelayo, que la consideran por encima de todo poetisa, dramaturga notable y novelista mediocre; en el ámbito de la poesía se le reconocen sus atrevimientos métricos en los que alcanzó una gran perfección315.

En relación con Fernán Caballero, se destacan su aportación a la renovación de la novela realista, a través de la fórmula de la novela de costumbres, y su atención al folclore; pese a reconocerle algunos aciertos, los historiadores suelen enredarse en la discusión ideológica, reprochándole a la autora sus ideas extremadamente conservadoras y católicas que dejan en sus relatos un marcado poso moralizante, responsable en buena medida del olvido en que han caído sus obras316, así como los defectos de estilo, derivados de una deficiente asimilación de la lengua española317.

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Por lo que se refiere a Rosalía, se la señala como la mejor voz poética femenina del siglo XIX, y la mejor, sin discusión, de la literatura gallega; se elogian sus aportaciones a la renovación de la lírica castellana y se la considera, en tal sentido, una «precursora» de los escritores modernistas318; algunos historiadores recuerdan también sus novelas, en particular la sugestiva El caballero de las botas azules, aunque, en general, la estimación de esta novela es muy reciente en la crítica literaria.

La obra de la Pardo ha sido objeto de escasa atención en su vertiente crítica, excepto el inevitable La cuestión palpitante; además, toda su obra narrativa se explica casi siempre en función del supuesto naturalismo de la autora, con lo que se descuida la interpretación de sus últimas novelas, en particular de Dulce Dueño; algunas historias de la literatura recuerdan también la dedicación de la Pardo al género del cuento en el que no tuvo rival entre sus contemporáneos319.

Este menguado canon parece haberse configurado de acuerdo con criterios en ocasiones literarios, pero con frecuencia de orden frívolo; así, por ejemplo, la galantería sería la razón que explicaría el éxito literario de la Avellaneda en opinión de Fitzmaurice-Kelly320. Las propias escritoras interpretan, ocasionalmente, en términos de galantería la acogida dispensada a su obra; así, Fernán Caballero en carta de 24 de noviembre de 1856 a Hartzenbusch321 sostiene que

Sólo la bondad, la finura (no quiero decir galantería desde que usada a troche y moche ha perdido esta palabra su primitivo y genuino significado) la finura, tan conocida y proverbial de los españoles con las señoras, que mueven a los que escriben, unidos a los desvelos y celo de mi excelente amigo Puente, que hace intrépido, por amistad, lo que ciertamente no haría yo por egoísmo, han podido hacer que mis escritos que por sí valen tan poco, lleguen a valer mucho en la edición que se está haciendo a causa de sus prólogos que les dan tanto valor.



La galantería, la diferencia sexual en suma, es el principal cliché que los historiadores de la literatura han aplicado de modo insistente a la estimación de las escritoras decimonónicas, cliché con el que, además de encasillarlas, se ha distorsionado a menudo la apreciación sobre su obra. La distinción entre escritoras «femeninas» y escritoras «varoniles» ha acompañado impenitentemente la presencia de las mujeres en el canon literario. El calificativo de «femenina» se le aplica sin reservas siempre y sólo a Carolina Coronado, cuya escritura se inscribe dentro de una tradición literaria   -153-   femenina, sin osar nunca traspasar los límites de dicha tradición322. En lo que concierne a Rosalía, su escritura es estimada como femenina, siendo esta estimación admitida consensuadamente y sin insistir mucho sobre ella323; Cejador, por ejemplo, opone la obra de la Pardo a la de Rosalía y Concepción Arenal, y comenta refiriéndose a la primera:

siempre se presentó en sus obras como si olvidase su ser de mujer, sin aquel sello de feminidad que hallamos en las poetisas y demás escritoras castellanas, en las mismas paisanas suyas Rosalía de Castro y Concepción Arenal324.



Pero ¿qué es lo que, en opinión de los contemporáneos, constituye lo específico de la escritura femenina? Clarín, en un artículo de 1876 dedicado a las literatas, afirmaba: «Las mujeres que escriben bien, escriben de sus sentimientos, y los sentimientos de las mujeres, son como ríos que van a dar a la mar del amor»325. Y en 1887, en un escrito sobre Los pazos de Ulloa, añadía:

La mujer necesita claridad, sencillez, pulcritud para entender y poder decorosamente atender. De aquí, en gran parte a lo menos, las condiciones de una literatura que quería agradar a las damas: orden, proporción, elegancia, estilo exacto y diáfano, corrección y gracia. Pero de aquí también la necesidad de rechazar muchos modos de decir que podrían ser enérgicos, pero no cortesanos, no propios de un salón parisién, y además (y esto es lo más triste) la necesidad de prescindir de varios asuntos, entre ellos los más importantes de la vida326.



Por tanto, los límites asignados por los contemporáneos a la escritura femenina son muy estrechos: una notoria restricción en los temas y un profundo convencionalismo en las formas.

A excepción de Rosalía, sin embargo, las escritoras más estimadas en las historias de la literatura española han sido estimadas a menudo como «varoniles»; con este término han sido calificados los dramas de la Avellaneda, a partir de la afirmación de Bretón de los Herreros «Es mucho hombre esta mujer»; así lo hacen el P. Blanco García, que califica su genio y arrojo de «masculinos»327, y J. Fitzmaurice-Kelly328. En la estimación de su poesía suele primar también la calificación de «varonil», a partir de la opinión de Juan Nicasio Gallego en el prólogo a la edición de sus   -154-   Poesías líricas (1941): «todo en sus cantos es nervioso y varonil: así, cuesta trabajo persuadirse que sean obra de mujer»329; por su parte, Menéndez Pelayo defiende a capa y espada la femineidad de la poetisa: «La Avellaneda era mujer, y muy mujer, y precisamente lo mejor que hay en su poesía son sentimientos de mujer»330; estos dos juicios antitéticos conducen a Cejador a hacer una apreciación ambigua de la poesía de la Avellaneda, a la que considera, entre todas las poetisas, «la más varonil, sin ceder a ninguna en los afectos tiernos y apasionados femeninos»331.

Los dos extremos de la virilidad y la feminidad se dan también la mano en el juicio sobre la obra literaria de Emilia Pardo Bazán; así, Andrés González Blanco defiende la feminidad de la escritora, si bien afirma que fecundó las letras españolas de «viril manera»332; por su parte, Cejador, prolongando prejuicios decimonónicos sobre la escritura femenina, no le puede perdonar a Doña Emilia ser mujer y escribir como varón, pero sin abandonar por entero su naturaleza femenina:

Lo que suele achacarse a la Condesa no es su literatura, sino su vanidad de mujer y su literatura de varón (...) Si la condesa hubiera escrito tan sólo como mujer, nos hubiera dado obras admirables de psicología femenina (...) Si la condesa se hubiera portado al escribir tan sólo como varón, algo de falseado habría en sus escritos; pero con su ingenio hubiera sido un buen autor. Quiso, sin embargo, mostrarse hembra en la vanidad, mala aconsejadora, que, efectivamente, le aconsejó siempre pirrarse por las modas literarias, como las demás mujeres se pirran por las modas en otras cosas. A esta vana comezón por ser la primera en traer las modas literarias de París se deben todos sus defectos333.



Con lo que Cejador no hace sino repetir prácticamente lo mismo que ya en 1890 había escrito Clarín sobre la autora gallega en Museum; en este Folleto literario Clarín reconoce que los hombres de su tiempo («los que somos masculinos completamente»334) lo que más estiman en la mujer es el sexo, y esto es algo que parece faltar en las mujeres con talento de «hombre superior» como la Pardo:

El arte no es masculino; un poeta puede ser varón o hembra; la mujer que canta, pinta, toca, traslada al papel la belleza que imagina y siente, en nada abdica de su sexo, no es por esto virago, ni hombruna, ni nada de esto, no. Tan propio es de la mujer como del hombre el producir lo bello. Pero el caso de Mme. Staël y el de nuestra crítica gallega es otro; éstas son mujeres que en el arte y la ciencia producen como hombres... algo afeminados a veces335;

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y, aunque colma de elogios a la escritora, le reprocha el «afeminamiento» de su erudición, manifiesto en la curiosidad y en la ostentación336.

Las consideraciones sobre el sexo de la escritura son sólo ocasionales en relación con Fernán Caballero, probablemente porque con el seudónimo masculino se sobreentiende una escritura también masculina y sin concesiones a la femineidad ni reivindicaciones en la misma dirección; la propia Fernán Caballero en carta a Hartzenbusch de 11 de abril de 1852 explicita su convicción de que el ejercicio de las letras es por esencia masculino: «soy autora, que es ser la cosa más ridícula del mundo. La pluma como la espada se hizo para la fuerte mano del hombre»337; y en otra carta que le dirige el de 20 de diciembre de 1866 manifiesta abiertamente su rechazo hacia la mujer escritora:

Dijo el poco galante autor [Zorrilla que las mujeres escritoras le cargaban, y en eso soy completamente de su opinión empezando por mí, por lo cual tomé un nombre masculino para recolector pues V. sabe que soy recolectora y sin pretensión alguna a escritora338.



Por otra parte, el seudónimo distancia a la mujer de la escritora y funciona como un escudo que defiende su vida privada339; historiadores de la literatura como Julio Cejador y Juan Luis Alborg se atienen a también a dicha distinción y estiman que la mujer (más presente en las cartas que en las novelas) sobrepuja a la escritora340. Lo que parece bastante claro, a juzgar por sus cartas a Hartzenbusch, es que Cecilia hace un uso consciente del seudónimo para, amparándose en él, hacerse admitir en el terreno, vedado a las mujeres, de las letras; y es que, sus protestas de modestia y alardes de ocultación suenan con frecuencia a tópico (véase, por ejemplo, la carta de 7 de enero de 1853).

A los marbetes de «varonil» y «femenino» se suma en las historias de la literatura otro igualmente encasillador y discriminatorio, el término «poetisa», con el que, en opinión de Noël M. Valis se define a priori el estereotipo de la identidad de la mujer escritora (ser «poetisa» vale tanto como ser mujer, pura emotividad), y con el que al mismo tiempo se la despersonaliza341; la voz «poetisa» se aplica sin excepción a todas las mujeres que cultivan el género poético, si bien, a la Avellaneda se la denomina en ocasiones con el masculino «poeta» para distinguir su escritura «varonil» de la del resto de las escritoras.

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Los historiadores de la literatura, por tanto, admiten la existencia de algunas mujeres escritoras, si bien en número muy reducido, y siempre con su etiqueta de «femenina» o de «varonil» al frente, según se mantengan dentro de las convenciones aceptadas para la escritura femenina o excedan los límites de ella; en el primer caso se encuentran todas las escritoras del canon, que son juzgadas como exponentes significativos en relación con la tradición literaria femenina; en el segundo, Fernán Caballero y la Pardo Bazán. La escritora gallega exige ser valorada de acuerdo con otros parámetros, los que rigen la literatura escrita por hombres; así lo entiende Cejador:

el hacer con ella excepción, por cortesía, atendiendo a que es mujer, fuera darle justo motivo de queja (...) Creo, pues, que debo juzgarla con toda imparcialidad, como si se tratase de autora que vivió en pasadas edades o como si fuese autor de nuestro tiempo, quiero decir, como a los demás autores 342.



La diferencia entre la Pardo y las escritoras contemporáneas es acusada por contemporáneos como Clarín, que coloca de un lado a todas las mujeres escritoras («literatas»), y de otro a la Pardo, «esa rarísima flor que se llama una sabia española en el siglo XIX. Porque no se olvide que doña Emilia es única» (afirmaba Clarín a la altura de 1890343), cuya obra destaca como muestra del genio344.

El caso de Fernán Caballero es algo diferente; parece bastante claro que los historiadores de la literatura aceptan sin reservas su escritura, no sólo por hallarse amparada bajo el disfraz masculino del seudónimo, sino porque la escritora no tiene pretensiones de hacerse notar como mujer; de ello resulta una escritura no marcada, asexuada; el juicio de Clarín sobre las mujeres literatas resulta iluminador en este respecto:

la literata como el ángel, y mejor, como la vieja, carece de sexo. No es posible negarle a la mujer su derecho de escribir; es más, yo soy tan liberal como los que se lo conceden aun sin permiso del marido, (yo me he de casar con una literata) pero ese derecho sólo se ejercita con una condición: la de perder el sexo. Comprendiéndolo así Jorge Sand, Sterne y otras escritoras, adoptaron pseudónimos masculinos345.



La necesidad de etiquetar esta producción literaria responde a razones nada anecdóticas que tienen que ver con la condición de la mujer y, en particular, la de la mujer escritora en el siglo XIX; tanto Andrés González Blanco como Julio Cejador y Frauca, al tratar sobre la obra de Emilia Pardo Bazán se extienden en consideraciones   -157-   generales, de muy distinto tono, sobre la mujer escritora, que arrojan luz para una mejor comprensión de dicha condición.

Andrés González Blanco defiende a la mujer escritora, sobre todo si atesora las prendas que reúne en sí la Pardo; con tal objeto aduce algunos testimonios contemporáneos a favor y en contra de la escritura femenina para acabar denunciando las injusticias y torpezas masculinas con respecto a la mujer, concluyendo con un argumento de fuerza que parece tomado de Feijoo:

Hay quien cree que la mujer es un espíritu vacío, incapaz de pensar, inhábil para las funciones intelectuales o, al menos, apta sólo para las más rudimentarias (...) Pero los que aún sostienen tan original teoría, es porque olvidan la exacta y segura de que en el hombre todo es adquirido y de que el pensamiento sólo es el producto de un largo trabajo interior. A menor esfuerzo por adquirir, menor cantidad de adquisición; y como a la mujer se la recluya y confina al restringido dominio de las labores «propias de su sexo», no es maravilla que se llegue a olvidar de pensar346.



Por su parte, Cejador se muestra ambiguo en su estimación de la mujer; primero afirma: «No soy de los que menosprecian a la mujer», pero luego critica en ella su dedicación a la literatura por vanidad, y termina aconsejándole que se atenga a su sexo, sin entrometerse en el terreno de los hombres: «No hay cosa que más choque y dé en el rostro a los hombres en la mujer que lo que puedan tener o se empeñen en tener de varones. La mujer perfecta es la perfecta mujer»347.

Los prejuicios sobre la mujer escritora tienen un fundamento científico último cual es la consideración de la inferioridad intelectual de la mujer, basada en doctrinas como la frenología, la craneología y el degeneracionismo348; además, se defiende el supuesto de que la misión de la mujer (su dedicación al hogar)349 es incompatible con el ejercicio de las letras (reservado a los hombres); por tanto, una mujer literata no puede ser sino una anomalía de la naturaleza, una monstruosidad350. Todo ello explica los recelos de los escritores contemporáneos contra la mujer escritora, que comienzan a imponerse en el periodo romántico y que siguen manteniéndose hasta finales de siglo. Para el periodo romántico un célebre artículo de Gustave Deville ilustra sobradamente estos recelos:

La mujer debe ser mujer, y no traspasar la esfera de los duros e ímprobos destinos reservados al hombre sobre la tierra. Sea enhorabuena poeta, artista, pero nunca sabia [...] Del   -158-   anhelo de brillar en el mundo literario a la pedantería no suele haber más que un paso, y por mi parte odio cordialmente a las mujeres enciclopedistas, que los ingleses llaman blue-stockings. Del deseo jactancioso de suponerse con la energía de la virilidad al olvido de la naturaleza y de sus leyes no hay tampoco más que un grado, y las mujeres de corazón varonil son una especie de monstruosidad repugnante a todo el mundo, y despreciables a sus propios ojos351.



El juicio de Clarín sobre la literata, a la altura de 1876, no difiere mucho del anterior; Clarín sostiene que es posible que la mujer sea escritora, pero a condición de perder el sexo; argumenta que las literatas son en su mayor parte feas, porque si fueran hermosas tendrían «la conciencia de su misión definidamente declarada», y siendo feas tienen que recurrir «a las recónditas perfecciones de su espíritu para llamar el interés de los hombres». En opinión de Clarín, este abandono del sexo en pro de la literatura sólo recompensa, cuando se es un genio, «pero dejar el eterno femenino para escribir folletines, críticas de pacotilla, versos como otros cualesquiera, novelas y librejos de moralidad convencional, repugna a la naturaleza»; concluye afirmando que «ninguna mujer ha escrito una obra de primer orden»352.

La oposición a la escritura femenina la acusan las escritoras en forma de descalificaciones sistemáticas; así, Rosalía de Castro se lamenta:

Tú no sabes lo que es ser escritora; serlo como Jorge Sand vale algo; pero de otro modo, ¡qué continuo tormento!; por la calle te señalan constantemente, y no para bien, y en todas partes murmuran de ti.353

Y Emilia Pardo Bazán:

siendo yo joven, la cruzada contra la afición a instruirse en la mujer, arreció de firme. Al menos, yo creía notarlo, acaso porque, rodeada siempre de libros, ávida de aprender, tropezaba a cada paso con las prevenciones, y veía condensarse la leyenda de la supuesta incompatibilidad entre las obligaciones caseras y los gustos intelectuales [...], el anatema contra las literatas se alzaba colérico, entendiéndose por literatas a todas las que demostraban gustos intelectuales, en cualquier esfera, y acribillándolas a sátiras, burlas, censuras y excomuniones354.



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Ya no el anatema, pero sí el olvido, ha recaído, según el dictamen de los historiadores de la literatura, sobre las «literatas» de mediados de siglo consagradas al cultivo de una literatura sentimental que, ya sea por su falta de calidad, por su excesiva tendencia moralizante, por el fuerte convencionalismo de una escritura destinada a un público femenino355, o por salirse de los límites de la escritura femenina, fueron destinadas al olvido356, al recordatorio apresurado o a la crítica despiadada; Íñigo Sánchez-Llama sostiene que el rechazo a estas escritoras, y su consiguiente exclusión del canon, tiene que ver con el cambio de hábitos culturales que se opera tras la revolución de 1868, con el ocaso del sentimentalismo moralizante isabelino y los comienzos del manly realism357; en su opinión, durante la Restauración se produce una progresiva masculinización del ejercicio literario, que es equiparado a la alta cultura, y que conlleva una devaluación de la autoría intelectual femenina358.

Al margen de las historias de la literatura quedan, por tanto, buen número de mujeres escritoras, algunas de ellas muy prolíficas, que destacaron principalmente como poetisas (v.gr. Josefa Massanés, Concepción Estevarena) y novelistas (v.gr. M.ª Pilar Sinués, Ángela Grassi) y en menor medida como dramaturgas (v.gr. Rosario de Acuña), que fueron, asimismo, eficaces periodistas que contribuyeron a la existencia de una prensa específicamente femenina, y autoras, también de buen número de traducciones. De todas ellas tenemos noticia en los distintos repertorios bibliográficos que ya desde finales del XIX han tratado de compendiar la literatura escrita por mujeres; entre otros, los de Manuel Ossorio y Bernard, Juan P. Criado y Domínguez y Manuel Serrano y Sanz, y mucho más recientemente, los María del Carmen Simón Palmer y Juan Antonio Hormigón (dir.).

Con todo ello, en el caso de las escritoras españolas decimonónicas no podemos decir que el canon se halle formado de acuerdo con criterios puramente estéticos, como defiende Harold Bloom359, aunque éstos también intervienen; de hecho, estas escritoras no son la norma de su género sino la excepción: poseen talento, no escriben en particular para un público femenino, tienen una formación literaria similar o equiparable a la de los hombres escritores (adquirida en el ambiente familiar) y aportan novedades a los géneros que cultivan, siendo autoras, ocasionalmente, de una obra literaria de tal envergadura que resulta incuestionable. No obstante, los factores de orden ideológico y social tienen un peso importante en la definición de ese canon, ya que las pocas mujeres que forman parte de él son reconocidas por su excepcionalidad, en tanto que la mediocridad o la normalidad se admiten con dificultad   -160-   en la mujer escritora. Lillian S. Robinson estima que el canon literario es elitista y sexista, y en él las mujeres o han sido excluidas o han sido objeto de una lectura distorsionada; apunta, asimismo, la necesidad de integrar a las mujeres escritoras, su perspectiva y su voz, en el mismo para así dar cuenta más ajustadamente de la verdad poética; recuerda, en fin, los esfuerzos de las estudiosas feministas por establecer una tradición literaria específicamente femenina, un canon alternativo360. En esta línea, Sandra M. Gilbert y Susan Gubar361 reconocen que la mujer escritora no encaja en el modelo de historia de la literatura occidental, intensamente masculino y patriarcal, ya que si bien los precursores masculinos simbolizan la autoridad, no logran definir los modos en que la mujer experimenta su propia identidad como escritora; defienden la existencia de una subcultura literaria femenina distinta de la de los escritores, que tiene su propia tradición literaria distintiva e incluso una historia distintiva. En el afianzamiento de esta historia distintiva han trabajado, entre otras, Margarita Nelken (Las escritoras españolas, 1930), Cristina Ruiz Guerrero (Panorama de escritoras españolas, 1997) y las autoras de la Breve historia feminista de la literatura española, coordinada por Iris M. Zavala (1998).

Un paso más allá es el que supone la Historia de la literatura española dirigida por Víctor García de la Concha y coordinada para el siglo XIX por Guillermo Carnero (t. 1) y Leonardo Romero Tobar (t. 2), regida por una voluntad de fidelidad a la realidad literaria y por un afán integrador, donde las escritoras vuelven a ocupar un lugar de cierta relevancia, más acorde con la notoria presencia que ostentaron en la literatura del XIX.



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El drama histórico romántico «en mantillas»: Isabel la Católica, de Tomás Rodríguez Rubí, en Folletos literarios del Tío Camorra y el Jesuita

Asunción GARCÍA TARANCÓN


I. B. Jaume I. Borriana (Castellón)

El título que lleva este ensayo tiene su origen en la prédica que Villergas y Ribot dirigen a Rubí, tras el estreno de su obra Isabel la Católica:

El señor Rubí, haciendo entrar en más de lo que debía el elemento histórico en su última composición, y careciendo de la inspiración poética y del talento profundamente pensador de los poetas de la antigüedad para producir grandes bellezas de detalle, ha conseguido acumular en Isabel la Católica todos los defectos del arte cuando se hallaba en mantillas, sin ninguna de las condiciones que el progreso de la literatura ha dejado en pie, ni ninguna de las que sucesivamente ha ido introduciendo362.



Cuando Villergas y Ribot vituperan el drama Isabel la Católica de Rubí como dechado de defectos es 1850. En esta fecha no parece sino que el drama histórico deba tener un modelo estable, dada la larga trayectoria del que ha sido protagonista. El dictado de «en mantillas» aplicado al drama histórico cuando menos nos deja perplejos. Lejos parecían quedar las concepciones antitéticas y antagónicas del romanticismo que nacieron ante las dificultades para insertar el drama histórico en la órbita del teatro barroco español o del drama francés de la «nueva escuela».

El «mal llamado» drama histórico de Rubí (publicado en 1843)363, representado por primera vez en 1850364, es una calamidad, según Villergas y Ribot. Y lo es tanto   -162-   por la falta de inteligencia del autor como por la ignorancia de lo que concierne al arte del drama histórico. En este sentido último, Villergas y Ribot al definir de incipiente este género teatral están diciendo que en 1850 no había aún un modelo definido de lo que debía ser el drama histórico. O bien que las querencias sobre lo que debería configurarlo, a los ojos de Villergas y Ribot, se encontraba en un estado de prueba.

En estas páginas no se persigue descender a los orígenes ni a la evolución del drama histórico en España. Nos interesa el estudio de la crítica que vierten Villergas y Ribot sobre Isabel la Católica, en concreto las digresiones que hacen sobre un modelo ideal de drama histórico. Los juicios de dos proscritos y disidentes de la literatura y de la política oficial ofrece el atractivo de matizar y contrastar la labor que sobre el mismo tema desempeñaron críticos coetáneos de mayor rango profesional.

Folletos políticos y literarios es un trabajo de crítica literaria que consta de 79 páginas más una con las erratas, realizado por Juan Martínez Villergas y Antonio Ribot y Fontseré en 1850, con ocasión del estreno365 del drama Isabel la Católica de Tomás Rodríguez Rubí, drama en tres partes, Segovia (1475), Granada (1492), Barcelona (1493), y seis jornadas. Escrito en verso, rinde homenaje a los principales hechos de su reinado: convulsiones políticas, toma de Granada, descubrimiento de América.

En la portada, El Tío Camorra (Villergas) y El Jesuita (Ribot), revelan el motivo de su documento y a quien lo dirigen de esta forma:

Carta que acerca del muy aplaudido drama ISABEL LA CATÓLICA dirigen al Exmo. Sr. conde de San Luis, Vizconde de Priego, EL JESUITA Y EL TÍO CAMORRA, precedida de unos cuantos piropos al santonismo que, aunque no vienen al caso, darán un rato de buen humor a los santones.



Antes de ocuparse de Isabel la Católica, vierten sobre el santonismo progresista una gran parte de su bilis, para que sea menos amarga la crítica que dirigirán al «sr. Rubí por haber hecho de Isabel la Católica un drama tan detestable, no acreedor a ninguna de las muestras de deferencia con que el Gobierno, la corte y el público, amén de algunos gacetilleros y folletinista, se han esforzado en honrarle», dicen. Los autores se presentan como furibundos censores de «muchas popularidades inmerecidas», pese a que con probo cinismo advierten de la inocencia y humildad con que abordan el asunto que les ocupa. A continuación, Villergas y Ribot rememoran los tiempos en que ambos escribían en el periódico de El Tío Camorra366 y también la publicación conjunta de Los políticos en camisa, 1845, hasta que llega la   -163-   dictadura de Narváez, 1848367. Gracias a la cual la edición de Los políticos en camisa368 se suspende y también El Tío Camorra, por haber cesado la Constitución. Dos años llevan ya de cesantía. En este bienio repasan las actividades a las que se han dedicado como redactores de diversos periódicos.

Como ambos pertenecen al genio irritable, cuando llega el momento tienen que desplegar las armas. Tienen que arreglar las cuentas con mucha gente. Así dicen: «los moderados nos han perseguido mucho, y los progresistas nos han estafado mucho». En esta estafa se quejan de que no les han pagado sus colaboraciones en El Espectador. ¡Si V. E. conociese como nosotros a los santones del partido progresista! Los santones no son más que la rémora del partido progresista. Los santones recurren a los jóvenes para la redacción de los periódicos de que ellos suelen llamarse directores. Son tratados muy mal y no se les retribuye su trabajo, o cuando se hace es tarde. Además los artículos pasan por el tamiz de la censura, todos tienen el visto bueno de los padres graves y se han introducido enmiendas sin conocimiento de sus autores. Después de este varapalo a los santones del progresismo369 que llega hasta la página 14, se ocupan del drama de Rubí.


Una censura acre contra Rubí o contra todo drama romántico malo

El texto, escrito en tono despreocupado y falto de expresión cuidada, constituye una diatriba contra Rubí como dramaturgo. Aunque el origen parece ser -como dicen sus autores- el padrinazgo del autor370, quien es aplaudido, por tener de antemano el beneplácito de la Corte en la representación de su drama Isabel la Católica, Ribot y Villergas arremeten contra todo el teatro de Rubí; y por qué no decirlo, contra el entorno social que se vincula a su forma de entender la realidad y plasmarla en escena.

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Una popularidad inmerecida y trivial como se desprende de la condición del público que ha asistido a la representación:

Los aplausos y el bolsillo de un público autómata, bobalicón, que mecanizado y sin autoridad propia, y acostumbrado a decir a todo amén, creyó que debía parecerle bueno un drama que de antemano tenía la aprobación del gobierno y de la Corte.

La popularidad trivial que no deja huella en el porvenir y pasa como un objeto de moda (ésta es la que disfruta Rubí). [...] Un discurso o un drama en que todo es trivial cae más dificilmente que otro en que las vulgaridades aparecen interpoladas con sublimes arranques371. Las cosas triviales que se aplauden en las medianías nunca dejan de reprobarse en el genio. Dumas y Scribe, que han sido silbados algunas veces, admiran a los amantes del arte, a los hombres de verdadero talento372.



Sus observaciones, formuladas sentenciosamente, hablan del plan de la obra, ilación de los percances, la variedad en la unidad, la oportunidad de los accidentes, los caracteres, el fondo moral, el espíritu patriotero, la versificación, la gramática, el mayor espacio lo dedican al plan, argumento... A sabiendas o instintivamente, lo cierto es que aportan valiosos juicios para percibir cuál pudiera ser el canon del drama histórico. Su crítica sañuda contra Rubí y toda su producción teatral, tiene remansos de reflexión positiva, de algo codiciado, aunque no conseguido, y revelan la sensibilidad para reconocer el verdadero arte. Un canon híbrido, ambiguo es el que se infiere de su análisis que tan pronto toma como modelos a Víctor Hugo y Dumas como los desentroniza, aunque pocas veces a costa de encarecer los méritos de los dramaturgos españoles coetáneos. La escasa atención a la producción nacional resulta ofensiva y es pareja a la que se rinde o debería tributarse al teatro del Siglo de Oro.

Entre estos remansos de crítica positiva tal vez el más significativo sea el dictamen siguiente:

El romanticismo señala la brecha abierta involuntariamente por el genio en la valla levantada por Aristóteles. Y decimos involuntariamente, para que no se crea que el genio infringió las reglas por el mero punto de infringirlas. El verdadero romanticismo es la libertad y no la anarquía literaria; no es obra del genio que prescinde de todas las leyes, sino del genio que se crea otras nuevas, y así es que Dumas y Buchardi tienen tanto arte y están sometidas a leyes como el mismo Molière, pero sometidos a arte y a leyes diferentes. Después que desaparecieron las leyes antiguas y antes que hubiese otras sancionadas por la práctica, quedó a cargo de los grandes dramatistas trazar concienzudamente ciertos límites que en lo sucesivo habían de ser las bases, si así puede decirse, del nuevo código literario. Se trazaron un círculo más ancho que el primero en el que se revolvían; no se desprendieron del compás   -165-   de los clásicos, sino que lo abrieron algo más para trazar una circunferencia mayor; no faltará algún día quien abriendo aun más el compás, deje esta circunferencia dentro de la nueva que el traze, y es muy posible que el romanticismo de hoy sea el clasicismo de mañana373.



Pese al desorden de la exposición, algunos criterios relativos a los elementos de la dramaturgia surgen con bastante claridad, así:

Tiene importancia primordial lo que puede calificarse el complejo idea-plan-estructura:

Lo ha encontrado en la historia, tal como nos lo da en el drama. No inventa accidentes para ligar los acontecimientos, como lo exigía la gradación escénica, buscando algún resorte dramático que los hiciese converger todos en un punto de interés común para dar al todo la debida unidad y homogeneidad. [...] Los accidentes que ha inventado interceptan el curso del drama, lejos de servir para la trabazón de sus partes374.



Se prefiere la prosa al verso:

No hay necesidad que de decir que el drama del Sr. Rubí está en verso casi en su totalidad. En España casi todos los que escriben para el teatro la han dado en esta gracia. Se hacen los dramas en verso porque no se saben hacer en prosa, y sobre todo porque no se saben hacer dramas. Se le dan al público consonantes en vez de conceptos, y en lugar de producir efectos por medio de una pericia, por medio de una situación verdaderamente dramática, se trata de producirlos por medio de una redondilla. La mayor parte de nuestras piezas teatrales son acreedoras a una silba, y todas la llevarían atroz si estuvieran en prosa375.



Es necesario el enredo, la intriga, la acción:

Rubí es un mal hablista y un pésimo versificador, por ello, tiene más necesidad que otros de mucha intriga dramática, de mucha complicación, de mucha invención para que sus dramas interesen. La historia es no más que el clavo de que el artista cuelga sus cuadros, y la verdad no se busca precisamente en los hechos, sino en los caracteres. En el teatro griego la historia era no más que un pretexto de que el poeta se servía para verter sus máximas morales y las flores de su imaginación [...]. El argumento era conocido de antemano [...]. El poeta de consiguiente no trataba de producir efectos por medio de peripecias sorprendentes [...] la tragedia antigua carece de interés. De este interés que obliga hoy a todos los espectadores a preguntarse: ¿En qué vendrá a parar tanto enredo? ¿No significa eso que el drama actual requiere enredo? Sí, lo requiere; el enredo, el plan lo es todo376.



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La selección del asunto puede casi garantizar el éxito o fracaso de una obra dramática:

Algunos admiradores más entusiastas justifican la pobreza del plan al orden cronológico de la historia misma, al que se ciñe el dramaturgo y de cuyo trancurso no puede escapar. Pero si Isabel la Católica no le suministraba un plan dramático, el sentido común le dictaba que no debía hacer un drama sobre Isabel la Católica377.



Se prefiere la verdad poética a la verdad histórica378:

Pero por lo visto el señor Rubí no ha comprendido lo que en la época actual debe ser un drama histórico; ignora sin duda que un drama histórico es algo más que una biografía dialogada379.

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Isabel la Católica es un drama moderno menos su combinación [en este punto ironizan acerca del articulista de La Esperanza que parangona el drama de Rubí con el Napoleón de Dumas]. Examinado la contextura del drama del señor Rubí, hemos llegado a figurarnos que se ha propuesto en su última producción darnos una muestra del género que está hoy cultivando el mismo Dumas. Dumas saca de la historia, adulterándola más o menos según las exigencias del arte, las magníficas novelas con que atrae la admiración universal. De estas novelas saca enseguida dramas de dimensiones inmensas, y en esta última transformación las leyes de la escena, más severas aún que las de la novela, le obligan a sacrificar nuevamente la exactitud histórica al interés dramático380.



La unidad en la variedad, variedad en la unidad exige el dominio de la trabazón. Coherencia en la sucesión de los lances:

Digámoslo de una vez: Rubí se está ensayando pésimamente en un pésimo género. En toda composición dramática cuando el espectador ha contraído relaciones con los personajes escénicos, siente mucho que estas relaciones se rompan y más aún que se le obligue a sustituirlas con otras nuevas. Tal vez no se debe a otra cosa el éxito poco feliz que a pesar de su talento y de su genio obtiene Dumas en el género de que él puede llamarse fundador. No así en Isabel la Católica. Los personajes que desaparecen podrían muy bien no haber aparecido [...] y los que aparecen tarde deberían haber aparecido desde un principio. Colón y Gonzalo se hacen esperar demasiado; ellos y no ese Pimentel tan dormilón deberían aparecer desde un principio381.

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Rubí no ha sabido dar unidad a la variedad. Unidad en la variedad, he aquí las obras de los grandes artistas, de los grandes genios; he aquí la harmonía. Un drama es de pasión o de intriga, está formado de sentimientos o de sucesos, nace del corazón o de la cabeza.

Un drama formado de sucesos tiene necesidad de plan, de combinación de enredo, y sin embargo el señor Rubí se ha propuesto hacer de Isabel la Católica... un drama de sucesos. Y no solo carece de plan carece también de acción. Toda acción supone el desarrollo de una fuerza; toda fuerza que se desenvuelve supone una resistencia que la obliga a desenvolverse, es decir, una fuerza contraria; toda acción encierra pues la idea de dos fuerzas que luchan, el antagonismo de dos fuerzas. Y en efecto, de este antagonismo nace el interés esencial de un drama, interés que es tanto mayor cuanto más dudoso es el éxito del combate, cuanto más rápidamente pasan los espectadores de una alternativa de temor a otra de esperanza.382



Lenguaje poético como vía para exponer en él el pensamiento y el sentir de seres humanos, reales no falseados:

Rubí, que no habiendo nunca explorado la metafísica del corazón, falsifica de tal modo los sentimientos que nos hace reír con lo mismo que quiere hacernos llorar; Rubí, en una palabra, que carece de todas las grandes dotes que distinguen a Dumas, ha querido, al parecer, ensayar y tal vez presentarse como maestro en un género en el cual el mismo Dumas ha podido apenas sostenerse.383

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No interesan más en Isabel la Católica los caracteres que el plan. Los caracteres son falsos y con frecuencia ridículos. [...] Gonzalo de Córdoba es un solado fanfarón, Pimentel un niño malcriado; Colón un loco; Fernando un tonto; Isabel la Católica una mujer tan singular, que en materias científicas da menos importancia al dictamen de los sabios que al de un soldado384.



De esta suerte, manifiestan la falta de oportunidad al no servirse del paje Pimentel para mostrar el angustioso estado del erario español. También hay alusiones políticas de servilismo realista al presentar a Isabel la Católica como protagonista de una hazaña meritoria, cuando en realidad su actuación era pura especulación mercantil. Pone en duda la nobleza del comportamiento de la reina385.

Verdad es que Colón en el curso del drama refiere el mal éxito de sus gestiones en Inglaterra y Portugal; pero el señor Rubí no puede ignorar que los espectadores no van al teatro a examinar lo que ha pasado sino a impresionarse con lo que está pasando, y en lugar de narraciones exigen sentimientos o sucesos que se desenvuelvan ante sus ojos386.

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Parecerá raro que nosotros, que no hacemos alarde de monárquicos, tengamos que rehabilitar la memoria de dos reyes que se citan como modelos, injustamente amancillada por quien de monárquico blasona. Por embozados que presente el señor Rubí los amores de Isabel y Gonzalo, no podemos comprender cómo no se han indignado con tamaña invención los amantes del trono y del altar [sigue con una descripción de Gonzalo, Isabel y Fernando, denigrante según los autores del folleto]387.

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El carácter español no sale mejor librado de la pluma del señor Rubí que el de los protagonistas de su drama, los soldados castellanos son una turba de merodeadores, cobardes, insolentes, que abusan de su fuerza numérica para estafar a los judíos e insultar a Colón388.



La obra necesita de un acto en el que se ponga en antecedentes del asunto al público. También de un epílogo donde se haga converger las acciones secundarias que el autor ha necesitado desarrollar paralelamente o en dependencia de la acción principal:

Cuando, por naturaleza del plan que tiene concebido, el poeta se ve obligado a establecer ciertos antecedentes que, sin formar parte esencial de la acción, sirven para engendrarla; cuando necesita dar al espectador un punto de partida, sin el cual estaría siempre desorientado, entonces hace preceder a la acción general una acción preliminar, a manera de prólogo que la encierra en un acto. Algunos personajes del prólogo pueden desaparecer muy bien con éste, pero han de haber servido siquiera de algo para la preparación de la intriga, ya que no para su desarrollo. Sucede también algunas veces que el poeta, por la complicación misma del argumento y la multiplicidad de resortes que ha creado para aumentar el interés de su drama, no acierta a concentrar la acción de manera que termine toda en una sola pericia final. En este caso como Víctor Hugo en el Hernani, hace seguir al desenlace una especie de epílogo, en el cual solo figuran los personajes a quienes afecta la parte de intriga que no ha podido desenlazarse con el resto de ella. Para que este segundo desenlace interese al público, es necesario que la situación que se trata de despejar haya sido esencialmente útil a la acción del drama y que pertenezca a alguno de los protagonistas.

Nada conseguiría el señor Rubí con refundir en uno solo, bajo el título de prólogo, los tres primeros cuadros del drama, porque de nada sirven para preparar la acción; no son generadores de ningún suceso posterior; son absolutamente independientes de todo lo que sigue. Nada conseguiría tampoco haciendo suceder a los últimos cuadros un epílogo o formando un epílogo con ellos389.



Estudio minucioso de los caracteres, evitando la forma rudimentaria y simple:

Los dramas de pasión pueden sostenerse casi sin plan; solo exigen de parte del poeta una sensibilidad muy exquisita y un conocimiento minucioso y profundo de todas las exageraciones   -169-   de los instintos humanos. Se necesita haber analizado todos los afectos del alma para componer un buen drama de sentimiento. En Borrascas del corazón, Rubí demuestra que no ha nacido para componer dramas de esta naturaleza. Hay otro interés secundario que depende de los caracteres, y el señor Rubí no ha acertado a inspirar ninguno de esos dos intereses, a pesar de que no se necesita ser un Scribe ni un Buchardi para inspirar los dos con la época y los personajes a que su drama se refiere. Desde que aparece Colón se ve claramente que Isabel accederá a su demanda, pues es tan trivial la resitencia que a ella opone, que bastan para vencerla cuatro piropos que echa el argonauta Gonzalo de Cordova y unas cuantas lecciones de Geografía extraña que da Colón a la reina, la cual queda completamente convencida [se burlan de la ignorancia de la reina], la Historia suministraba al señor Rubí ese antagonismo que él no ha sabido encontrar. El pensamiento de Colón y los obstáculos que se opusieron a la realización de este pensamiento, he aquí una acción dramática completa. ¿Por qué en lugar de los primeros cuadros [...] no se le ocurrió presentarnos en un prólogo al célebre marino, mendigando en vano de corte en corte los recursos que necesitaba para la ejecución de su proyecto? ¿Por qué en la misma corte de España no hace nacer grandes influencias y poderosas intrigas contra el pensamiento del genovés?390



En búsqueda de argumentos que justifiquen la aprobación del Conde, acuden a la versificación, estilo, profundidad en los resortes de la ciencia, elegancia rítmica... Apelan al conocimiento, sensibilidad del Vizconde para reconocer a Quintana como buen versificador y a Rubí como pésimo, para ello acude a citar la crítica y la lógica como fundamento de todo análisis en esta diferenciación de Quintana-Rubí. Entre elogios a Quintana e insultos a Rubí, dicen:

El señor Rubí parece haberse reservado el monopolio de los malos versos. [...]. En el día eso de hacer buenos versos es una cosa tan fácil y corriente que más que una dote afortunada parece un castigo del cielo.



Concisa elegancia de la forma, al servicio de la expresión patética de los afectos con la elevación de la poesía sin incurrir en la murria del lirismo:

Criticamos la versificación de Isabel la Católica y criticamos en general la versificación de todas las obras del Sr. Rubí por el constante prosaismo que la caracteriza, por el chaparrón de ripios que la inunda, por sus faltas, en fin, de propiedad y de buen gusto391.



Si el drama está construido en verso instan a que se respete la versificación fácil, sin forzar el lenguaje a expensas de la rima, y evitar asonantes o consonantes insufribles. La rima gramatical o morfológica es imperdonable. Villergas y Ribot tratan de probar los defectos mencionados citando versos de escenas concretas. Lo acusan   -170-   de truncar el orden de las ideas con mala sintaxis y de abundante caudal de ripios: «(¿Cómo el Sr. Rubí no siente lastimado su nervio acústico con la monotonía de esa sempiterna asonancia?)»392.

Se le acusa de trivialidad (escena tercera del cuarto cuadro) en el diálogo entre la reina y Gonzalo de Córdoba. La respuesta de la reina es vulgar. Gonzalo es superfluo, llaneza supina de esos modos de dirigirse a una reina393.

Se han ocupado de la versificación, por excelencia prosaica del drama prosaico por excelencia. ¡Qué versos señor conde y vizconde! ¡Qué versos!!! ¡Qué falta de energía, de gala, de dicción y de buen gusto!394 y han probado la falta de mérito literario. Todo lo cual les alienta para insultar al gobierno de arbitrariedad, amiguismo político al premiar una obra tan pésima, y a la vez humillar su sensibilidad literaria.

En su propósito de hallar méritos en la obra de Rubí se concentran en la gramática, para comprobar si es más acertado en este aspecto que en el de hacer versos.

¿Quiere V. E. ver como el Sr. Rubí convierte en activos los versos neutros? Isabel a Fernando: Sano ejemplo tendrán nuestros vasallos / porque sus pasos nuestros pasos guían. / Y con él conquistaremos el derecho / de enmudecer a la falaz malicia.

...¡Aquí soldados! / esas puertas cerrad... y al que primero / se acerque a su dintel caiga sin vida. Confunde el sujeto con el objeto, acusativo por nominativo395.



Las citas agramaticales se prodigan y se asocian con la impropiedad lingüística. Desfachatez en el tratamiento que Colón da a los monarcas: alteza-vos. Incorrección léxica: a la vez mía en lugar de a mi vez. Falta de concordancias en género y número: Habla, Colón, que en tan supremo día / están mis reinos de tu voz pendiente. y alli teneis y tienen las Españas / a la orilla del mar, para cogerlas / en rocas de coral bancos de perlas396.

Reprueban la vulgaridad, y los pies forzados, cuando el autor intercala versos prosaicamente sin ton ni son; critican la adjetivación, por ejemplo, «dulce vaguedad», que consideran un ripio, en la quintilla que describe los campos de Granada: ¡Prados de perpétuo abril! / Qué mágica variedad! / allá...la palma gentil / juega en dulce vaguedad / con el ambiente sutil.

Cuando no se sabe decir las cosas en versos se dicen en prosa, porque no es justo ni razonable subordinar los fueros de la lengua a los caprichos de la rima. Queda consignado que los conocimientos gramaticales del señor Rubí corren parejos con los versos de Isabel la Católica397.

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¿Será la riqueza de la rima lo que le ha encantado a V. E.? Nosotros no lo creemos, porque este es precisamente el lado más vulnerable del autor de...; y para probarlo nos basta observar que tiene un cierto número de palabras de las que no sabe separarse: ahora, señora. Estando gran parte de las escenas en romance, las repeticiones de señora y ahora pertenecen a medio drama; en las silvas hay muchos versos libres...398



Advierten de la incorrección gramatical en el hipérbaton forzado. Censuran el prosaismo. En opinión de Villergas y de Ribot, Rubí confunde lo liso y llano con lo pueril y tosco. Le acusan de no saber expresar su pensamiento. La acumulación de consonantes, la impropiedad y desatino de la expresión, «Granada una ciudad extremada», faltas tremebundas que Cañete no perdonaría.

Poca lógica en las metáforas, lo que prueba que el Sr. Rubí no es poeta y se esfuerza inutilmente en parecerlo. Vemos también la violencia del consonante en llamar parleros a los arroyos. Se nos ocurre, por fin, que la quintilla es eminentemente prosaica399.



Respecto del fondo moral arguyen:

[...] No es posible que todo un gobierno se haya prendado de un drama que carece de invención y acción, quedando por lo mismo exento de todo interés, y que falsifica todos los caracteres. Sin duda alguna lo que ha premiado V. E. (Conde de San Luis) en Isabel la Católica, con las distinciones con que ha favorecido a su autor, es el pensamiento moral. Desgraciadamente este pensamiento moral es también innaccesible a nuestra pobre inteligencia. Nosotros no vemos en el drama del señor Rubí más que un pensamiento, el pensamiento de un hombre que ha escrito un drama para leerlo en palacio. (Repite la idea de que Rubí pese a ser monarquico ha escrito una calumnia de los Reyes Católicos)400.



Por lo demás no faltan en su drama expresiones serviles y frases anti-populares que en ciertos conventículos deben haber gustado mucho.

Se desdeña el patriotismo:

Hay otra cosa que puede haber suscitado las simpatías del público, pero que no tienen nada que ver con el mérito literario del drama: hablamos de la parte patriotera, de esas frases huecas que lisonjean el amor nacional, recursos tan fáciles para el que quiere emplearlos y tan seguros para obtener aplausos en el teatro [...] No reprobamos los arranques de patriotismo, sobre todo cuando no pertenecen al género vacío y fanfarrón como en Isabel la Católica, pero sí decimos que el sentimiento de nacionalidad es en el teatro una mina de facilísima explotación401.



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Exigen conocimiento cierto de los temas y contenidos científicos que se refieren. Evalúan y deploran la poca ciencia de Rubí en materia de geografía, que se observa en boca de los personajes, «porque la tierra es redonda y cabal», es un ripio soberano, grande, inmenso, principio y fin, no plus ultra de todos los ripios. Cabal es un epíteto insensato. Colón mete la pata, obviedades, simplezas de orden geográfico.

En cuanto al éxito de la representación, acuden, una vez más, a justificar la concurrencia de público por motivos extra literarios: amigos del autor, el asentimiento de la Corte, y:

los esfuerzos de los actores que se han esmerado y aun inflamado para dar a la voz y a la acción el relieve de sentimiento y elevación que no tiene el dialogo, por la elegancia de los trajes, por la belleza de las decoraciones, por la superabundancia de actores que se han puesto en juego y por otros recursos propios de un gran espectáculo402.



Para terminar, insisten en las inoportunidades, en no encontrar la explicación coherente para el éxito obtenido y aducen que su folleto literario es una autopsia desmenuzada de la obra.




Conclusiones

El romanticismo se afirmó en un principio contra la tradición clásica a través de la crítica y del debate ideológico, a través de la poesía, de la novela y a través de la historia. Pero la victoria se obtendrá, de una manera definitiva, en el teatro, porque el teatro, y en él la tragedia, el último bastión clásico. En lo que concierne a la reducida teoría del teatro que se elabora en español por aquellos años, el drama es la fórmula substitutiva de la tragedia clásica. El drama histórico era la única tragedia moderna posible.

Los esfuerzos de la crítica en la larga etapa que va desde la polémica calderoniana de Böhl contra Mora y Alcalá Galiano hasta las varias colecciones de teatro que se publican en los años treinta se encaminan, tienen la pretensión, de sentar cátedra en lo que respecta a la doctrina del Romanticismo en materia teatral. Hazaña esperada en el campo de batalla, es decir, en la escena.

Será en el estreno y representación de las obras donde el drama romántico consolide un modelo. Un modelo de drama romántico confuso y contradictorio, en el que resulta difícil catalogar bajo unas líneas comunes una diversidad de producciones que, bajo una etiqueta de contenido vago, van en todas direcciones, en contraposición a la tragedia clásica, género que responde a un sistema coherente y rigurosamente unificado. Los admiradores del drama romántico quisieron oponer un sistema a otro sistema.

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En este empeño, los dramaturgos españoles pasaron por no pocas vicisitudes. La transformación de la literatura española, que ha pasado de Moratín a Alejandro Dumas en 1830, se revela cuando vuelven los exiliados, trayendo consigo muchas de las ideas de Francia. La polémica en torno a un modelo de drama romántico está servida, entre los partidarios de un romanticismo shegeliano y nacionalista cuya difusión es anterior a 1830 y los partidarios de la nueva escuela francesa, corriente que se expande y coincide con la etapa de mayor producción teatral en España, 1834-1837.

La irritación en varios escritores, ya importantes, ya secundarios, surge al mismo tiempo que la eclosión del drama romántico. El problema, el debate, ya no es Moratín o Dumas, clasicismo-romanticismo, sino qué romanticismo conviene y se aviene mejor a la idiosincrasia de los españoles. La solución vendrá de manos de la crítica, el antagonismo moral de varios críticos autorizados cuya oposición al romanticismo francés, sus obras representan una amenaza para los cimientos de la sociedad, son provocadoras de confusión ideológica y escepticismo religiosos, influyó y encontró un fuerte eco en la opinión pública.

A finales de los años 30 y principios de los 40 críticos y dramaturgos inician una nueva etapa, es como un volver a empezar, en la que retoman la concepción shegeliana y nacionalista del romanticismo histórico, rasgo inequívoco este último de todo romanticismo europeo, que difundieron, en su momento, Bölh y Durán. El imperativo que urge es hallar un modelo de drama histórico español, de cuño genuino; y en esta tentativa, que ya no tendrá vuelta atrás, los creadores, fieles al principio romántico de libertad, tuvieron que refugiarse, no pocas veces, en su propio genio, y sólo respetan, cuando ello les conviene, sus propios principios. El resultado de estos trabajos fue la producción de piezas híbridas que no se sabía bien qué denominación requerían. El cansancio y desinterés por el drama histórico eran crecientes en los comienzos de los años 40, hasta la llegada de Zorrilla.

De esta conjunción de hechos, como observa L. Romero Tobar, resulta que:

Ni trivial repetición de los modelos morales propuestos en las obras francesas, ni automática reproducción de los valores y las formas del teatro del Siglo de Oro es el balance que deparan las obras más resonantes estrenadas entre 1834 y 1837.

Las propuestas contenidas en estas obras no generaron una fórmula teatral unívoca, sino que cristalizaron en un repertorio de recursos dramáticos y en una peculiar combinatoria constructiva para las que el universo poético de José Zorrilla aportó su fascinante discurso escenográfico y sus reducidos recursos intelectuales. Entre los sintomáticos estrenos de los años iniciales del romanticismo y el modelo de drama histórico que terminó por imponerse, los dramaturgos ensayaron posibilidades que no deben pasarse por alto403.



Folletos literarios es una crítica a una obra concreta, que ni es drama, ni romántico, solo merece el adjetivo de español. A distancia, constituye, esencialmente, un   -174-   tributo a esas posibilidades de drama histórico que en su momento merecieron el aplauso. Y en esta propuesta Villergas y Ribot manifiestan, sin prejuicios de ningún tipo, que su idea de drama histórico está muy cercano a la de los dramaturgos franceses, el de los mejores modelos: Hernani, de Hugo.

Su reclamo de lo novelesco, imaginación, fantasía, margen ilimitado a la libertad creadora está en los franceses, es la base esencial del Prefacio a Cromwell de Hugo. La insistencia en la intriga, acción, las peripecias, el enredo, la trabazón de las partes de un drama, prólogo, epílogo, está en los franceses, y en el melodrama al que tanto debe el drama romántico. La preferencia por la prosa es también un huella del teatro francés. La exigencia de patetismo, de caracteres no falseados y vehementes es propio del drama francés. La interpelación al fondo, pensamiento moral está en el melodrama, en el drama francés.

La demanda de rasgos que podrían responder a un modelo del Siglo de Oro no se encuentran. Por supuesto que podríamos decir que muchos de los recursos teatrales franceses están presentes, son propiedad de los escritores áureos, la invención y fecundidad de un Lope, la primacía en el arte de combinar los planes, de dirigir y sacar el mayor partido a las situaciones de un Calderón, pero lo cierto es que esta idea no está expresada explícitamente en su trabajo.

La fórmula de Rubí es un ejemplo pésimo de drama romántico malo. Recoge los peores defectos del drama histórico, sin alcanzar la habilidad o destreza en recursos teatrales de Zorrilla. Ni es tragedia ni drama, con un final feliz. Carece de invención y acción. Histórico porque su asunto versa sobre un personaje histórico relevante. Biografía dialogada. Estructuración en tres partes, con visos de documentación histórica, seis jornadas. Hay en él una palmaria tendenciosidad política al evocar una situación histórica lejana que pudiera identificarse con la contemporánea. Dos reinas, Isabel la Católica e Isabel II, y dos reinados conflictivos, llenos de asedios y acechanzas. La rendición de Granada, como se presenta en el drama, parece una cruzada contra el infiel. La relación entre la reina y el Capitán Gonzalo de Córdoba recuerda la que mantienen Isabel II y Narváez, a quien ésta siempre mandaba llamar en las convulsiones gubernamentales. Los actantes principales son ejemplares: la reina es una figura grandiosa, firme, tenaz, generosa, capaz, ella sola, de solucionar un problema con el pueblo, a imitación de los dramas del Siglo de Oro; leal, orgulloso, bizarro es el capitán Gonzalo de Córdoba, y para los que el lenguaje está, exclusivamente, al servicio de la ostentación de sus virtudes. En suma, motivos todos ellos que transfieren las circunstancias del reinado de Isabel la Católica al de las regencias convulsas del de Isabel II.

Para finalizar, nos admira y asombra que en 1850 se reivindique a los franceses, una vez que el drama histórico ha encontrado la horma de su zapato en el modelo a la española de Zorrilla. La apuesta de Villergas y Ribot por el drama romántico francés es una osadía en lo que respecta a la persecución y maldición que se enarbolaron contra su preceptiva. Por ello, a los que nos gusta creer que el romanticismo en su misma esencia fue subversivo y revolucionario, la lectura de los Folletos literarios nos ha sido muy gratificante.





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«Pentimento»: El anti-canon de la literatura decimonónica española

David T. GIES


University of Virginia

Lo que se deja a un lado o lo que se suprime de un discurso a veces cobra la misma importancia, o acaso más, de lo que se incluye, que lo que se celebra. En el caso de la literatura española del siglo XIX, el proceso de la revisión del canon nos ha brindado numerosos ejemplos de autores olvidados u obras perdidas, abandonadas o excluidas de las grandes historias literarias que ahora nos ayudan a comprender con más profundidad y exactitud la auténtica historia literaria de aquel complicado siglo. Pero el proceso de reevaluar un canon literario no es algo estático, es decir, más que un «hecho» es un «proceso» que continuamente exige nuevas perspectivas y nuevas lecturas si intentamos entender el fascinante vaivén literario del siglo que nos interesa.

En su libro de retratos titulado Pentimento, la dramaturga norteamericana Lillian Hellman define un concepto artístico que puede ser útil a la hora de revalorar el canon literario. Al definir lo que es el «pentimento», escribe:

La pintura en un lienzo, al envejecer, a veces se vuelve transparente. Cuando ese fenómeno ocurre es posible, en algunos cuadros, ver las líneas originales: un árbol se divisa detrás del vestido de una mujer, un niño se convierte en perro, un barco ya no flota en un mar abierto. Eso se llama pentimento porque el pintor se «arrepiente», cambia de opinión. Quizás se pueda decir que aquella vieja concepción, reemplazada por una elección más tardía, es un modo de ver y luego de ver de nuevo.


(3)                


La historia literaria funciona de una manera parecida. Nosotros, los consumidores e historiadores de literatura, leemos, clasificamos, seleccionamos lo que se va a incluir en una historia. Y luego cambiamos de opinión. Vemos una cosa en su día y luego, con el tiempo, repintamos lo que hemos visto y producimos otro «cuadro» nuevo, con nuevas características y nuevas posibilidades. Cosas antiguamente excluidas, o no vistas, ahora se ven con claridad y cobran importancia (pensemos en el hecho de que ni Grimaldi ni Rosario de Acuña ni Rosa María Gálvez de Cabrera solían aparecer en las historias literarias antiguas). Lo que queda detrás de la «pintura canónica» es lo que me interesa en esta ponencia.

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Las exclusiones ocurren por varias razones. Aunque los autores de historias literarias intentan convencernos de que se trata exclusivamente de cuestiones de calidad literaria (en esto se hacen eco de las polémicas dieciochescas sobre el «buen gusto»), ahora entendemos que estos criterios supuestamente literarios no pueden divorciarse de cuestiones de ideología, género, hegemonía cultural, necesidades políticas o realidades económicas. Que la historia literaria tradicionalmente leída en los manuales de literatura pertenece a ese famoso grupo de autores «blancos, masculinos y muertos» es un tópico ya abandonado (gracias a Dios). Sin embargo, aunque la literatura escrita por mujeres, por minorías étnicas y sexuales, o por marginados ha captado nuestra atención y ha merecido algunas páginas en las historias literarias más importantes, todavía no comprendemos la contribución de estas otras voces al desarrollo -nada orgánico, por cierto- de la literatura española.

A mediados del siglo XIX, España experimenta cambios fundamentales en su estructura social, en su estabilidad económica y política, y en su auto-definición (es decir, en lo que llamamos hoy en día su «identidad»). Esos cambios se ven reflejados perfectamente en el teatro del día, que llega a ser el centro en el que el drama de las tensiones y la angustia sobre la identidad se reflejan con más claridad. Creo que podemos dividir dicha angustia en tres capítulos que marcan el continuo análisis que las clases dirigentes sufren a lo largo del siglo. Esos tres capítulos serían, a mi modo de ver 1) la identidad política e ideológica (es decir, identidad nacional), 2) la identidad sexual (es decir, identidad de género), y 3) la identidad financiera (es decir, identidad económica de la creciente clase media). Vamos a intentar analizar estas tres identidades en varias obras teatrales clave para ver cómo se expresan a mediados del siglo y cómo todo esto marca los primeros pasos hacia lo que se considera la modernidad española.


1. Identidad política e ideológica

Ya en una época temprana -la década de 1840- se empezó a notar en España un nerviosismo ante la modernidad y las primeras tentativas de una lucha por fraguar una identidad nueva, algo que nacería, como el fénix, de las cenizas del arruinado Antiguo Régimen y el ya fracasado experimento romántico. Claro está que el movimiento romántico intentó crear una nueva imagen de España basada en una interpretación -conflictiva, eso sí- del pasado, pero aquella lucha no llega a articularse en forma literaria hasta los años cuarenta. Y es precisamente en el teatro donde se divisa más claramente esa articulación de una nueva conciencia política y una ideología social.

Si estudiamos brevemente varias obras teatrales que se estrenaron en los primeros años de la década de 1840, detectamos enseguida una inseguridad ante el concepto «España», un cuestionamiento de lo que es la nación moderna. Este nerviosismo tiene dos vertientes, una interior (Castilla / Madrid vs. Andalucía / la periferia) y otra exterior (España vs. el Otro [Francia e Inglaterra sobre todo]). Tomás Rodríguez   -177-   Rubí, por citar sólo un ejemplo entre muchos, subraya ese sentido de inferioridad que marca el discurso teatral de la época, primero en obras cortas como El contrabandista (1841), El ventorrillo de Crespo (1841), Las ventas de Cárdenas (1842) o La feria de Mairena (1843) y luego en obras más extensas como La rueda de la fortuna (1843) o Bandera negra (1844). En las primeras obras establece una dicotomía entre Castilla y Andalucía, subrayando los valores de la segunda sobre la primera por el uso de una jerga, una musicalidad y una temática andaluzas (ved Romero Tobar). Estas obras se estrenan, con otras del mismo tipo, en Madrid, y por eso la pregunta inevitable llega a ser: ¿Cuál es la España auténtica? La dicotomía cambia, pero la pregunta es la misma en las obras que escribe sobre tema más «nacional».Es decir, si en las primeras obras lucha por comprender lo que es Andalucía dentro de España, en La rueda de la fortuna y Bandera negra lucha por comprender lo que es España dentro de Europa. Como dice el Marqués de la Ensenada en La rueda de la fortuna,


   Mi constante pensamiento,
será que el nombre de España
se pronuncie con respeto
desde los ardientes climas
hasta la región del hielo.


(Acto IV, escena 7)                


Este drama, La rueda de la fortuna, recaudó buenos fondos para el teatro porque el público se identificó con las tribulaciones políticas de los héroes. Según la Revista de Teatros (11 octubre 1844), «No hacemos memoria de ninguna producción que se haya sostenido tantas noches y con tan pingües entradas [...]». Y en 1845, la misma revista proclama que el éxito del drama viene del «numen poético con que ha sabido dar un nuevo espíritu al teatro nacional, apartándose de la escuela terrorífica y extravagante que se había apoderado como por asalto del cetro de la escena española» (15 enero 1845). Rodríguez Rubí descubrió aquel «nuevo espíritu» en el teatro, y vio claramente que el teatro era el locus de este debate nacional porque es inmediato, el reflejo de una realidad, y un modelo para el público. Cuando estrenó la segunda parte de La rueda de la fortuna, en 1845, una reseña hizo hincapié en lo moderno de sus obras, subrayando «los hechos de modo que puedan servir de ejemplo y de lección para los tiempos presentes» (Revista de Teatros, 15 enero 1845). Efectivamente, Rubí había intentado dirigirse a los «tiempos presentes». En 1847, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, el autor escribe lo siguiente:

Es, pues, el teatro, según mi leal entender, y de estos ejemplos se desprende, escuela, porque advierte, enseña, ilustra; y «reflejo de costumbres», porque las modela, dibuja o retrata: una institución que, aunque de naturaleza compleja, es, en el mejor ejercicio de sus funciones, uniforme, concreta, indivisible.


(18)                


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Notamos que para Rodríguez Rubí -y para otros de su generación- el teatro es una institución, un espacio apropiado para el estudio de la identidad que la clase media está llevando a cabo. Y esa institución puede ser -es- el centro del fundamental debate que surge sobre estas importantes cuestiones.

Lo mismo ocurre en otro drama de gran importancia en su época, Españoles sobre todo, de Eusebio Asquerino, que he estudiado en otra parte (ved Gies, «Histeria» y «Rebeldía y drama»). Hay otros muchos ejemplos que la limitación del tiempo nos impide explicar, pero los citados pueden servir de símbolos para el naciente cambio que se está desarrollando en el teatro a mediados del siglo.

Veamos ahora el segundo fenómeno de este cambio, el que denomino «Identidad sexual».




2. Identidad sexual

Susan Kirkpatrick ha observado, con su acostumbrada perspicacia, que «A finales del siglo XIX [...] la diferencia de género y la confusión de género llegan a ser tropos clave en el discurso sobre sociedad y cultura» («Gender and Difference» 97). Matizaría yo esta importante declaración en su coordinada temporal; es decir, creo que ya se puede comenzar a documentar esta «diferencia de género» en el teatro escrito por mujeres y sobre mujeres de mediados del siglo. Wadda Ríos-Font, también comenta, al escribir sobre la literatura fin de siglo español, que «el sexo y el género son dos de los loci de ansiedad preferidos por las sociedades occidentales» (355), añadiendo que esta «preocupante inestabilidad» que aparece a fin de siglo no implica que sea exclusiva a aquel período (356).

Así es. Todos conocemos de sobra el caso de Gertrudis Gómez de Avellaneda y su lucha por alcanzar un auténtico protagonismo en el mundo teatral madrileño. También recordamos los «elogios» que le dirige Zorrilla al creer que «era una mujer; pero lo era sin duda por un error de la naturaleza, que había metido por distracción una alma de hombre en aquella envoltura de carne femenina» (Recuerdos, 2052). Pero hay otros muchos casos de dramaturgas que intentan desarrollar una voz personal en una «institución» -el teatro- dominada por hombres. La lista de mujeres dramaturgas cuyas voces se sumergen en el diálogo literario de la época y que sólo hoy en día empiezan a detectarse (aquí el concepto de «pentimento» nos puede ser útil) es larga y merece más atención (ved Gies, «Mujer y dramaturga» y «Lost Jewels»). Hoy quisiera mostrar el ejemplo de un drama escrito por un hombre sobre un tema femenino para ver cómo funciona el discurso de identidad de género a mediados del siglo.

La preocupante inestabilidad de la situación de la mujer española se ve claramente en una comedia escrita por José María Gutiérrez de Alba, uno de los dramaturgos más prolíficos y apreciados de su tiempo (y hoy casi totalmente olvidado). En Una mujer literata (1851), Gutiérrez de Alba parece afrontar el debate sobre el lugar de la mujer en la familia burguesa. Si Ron Jenkins tiene razón en insistir que nos reímos de las cosas más graves de la vida para quitarnos de encima el peso y la   -179-   angustia de nuestra existencia (17), la comedia de Gutiérrez reconoce, aunque sólo indirectamente, lo serio del debate sobre el lugar de la mujer. Son pocos los hombres que defienden -o acaso toleran- la llegada de la mujer al mundo literario y los que dan testimonio de su interés en el tema no pueden resistir la tentación de expresar su «apoyo» en términos que subrayan el control patriarcal que rige la empresa. Un caso concreto es el crítico francés Gustave Deville, citado por Susan Kirkpatrick, que escribe en 1844:

Presentadnos con preferencia el espectáculo de vuestra filial ternura y de vuestros desvelos maternales[...] A vosotras pertenece el derramar raudales de sublime poesía sobre las mezquinas necesidades del hogar doméstico [...]. (198; Kirkpatrick, «Hermandad lírica» 37)


Es eso -las mezquinas necesidades del hogar doméstico- lo que obsesiona a Gutiérrez en su comedia.

La «heroína» de la pieza, «de libros siempre cargada» en palabras del criado Roque, descuida la casa y provoca desorden en su mundo doméstico. En el mundo creado por Gutiérrez -y que refleja con evidente claridad la España de su época- una mujer puede ser o «buena» ama de casa o puede meterse en asuntos intelectuales, pero no puede hacer las dos cosas a la vez. Los deberes de la mujer son claros, según lo que se escucha en la primera escena: «¿Y de qué sirven las coplas / para arreglar una casa? / La mujer debe saber / cómo se cose y se lava, / cómo se guisa un puchero / y cómo se hace una cama» (I, 1). Para doña Josefa, sin embargo, su «trabajo» es un trabajo intelectual, no casero, lo que provoca evidente miedo en su marido y los amigos de él. Como dice ella:


   Por una necia rutina,
¡oh desgraciadas mujeres!
a los más pobres quehaceres
la sociedad nos destina,
y a vivir se nos sujeta,
sin que haya justa razón,
cifrando nuestra ambición
en la aguja y la calceta.
Si la inspiración bendita
con su fuego nos inflama,
es fuerza apagar la llama...
[...]
Bulle aquí la inspiración,
y antes de nacer se apaga.
No hay aire que satisfaga.


(I, 6)                


Don Juan, su marido, tiene miedo de ella. Pero también está claro que este temor masculino es sólo eso, temor. No hay ninguna evidencia, que yo sepa, de un   -180-   masivo abandono de las responsabilidades caseras por mujeres a mediados de siglo. El miedo que expresa Gutiérrez de Alba, sin embargo, toca un nervio subconsciente en el mundo español de la época, un mundo que luchaba (en los años post-románticos) por volver a la antigua estabilidad social donde las líneas y responsabilidades genéricas se entendían mejor. Y en una estrategia típica de los mecanismos del humor, su tío Antonio la deshumaniza, llamándola primero «cotorra» y luego «muñeca» (I, 9) para subvertir el alcance de sus deseos. No vamos a analizar detalladamente esta obrita aquí; baste notar que al final de la obra doña Josefa renuncia a su «trabajo intelectual». De la noche a la mañana se transforma de una mujer inteligente, dedicada a sus asuntos literarios, en una mujer totalmente sometida a los deseos de su marido, su tío y (por extensión) su sociedad: «Ya otro nuevo ser me anima», exclama, «No seré ya la mujer / de ideas necias y frívolas. / Dios ha rasgado la venda / que me turbaba la vista» (III, 7). Curiosamente, muchas mujeres de la época apoyan esta actitud (ved Dijkstra y Aldaraca). Ángela Grassi, por dar sólo un ejemplo, exhorta a sus compañeras en 1857 a algo que Josefa ya verbalizó en 1851: «Estudiemos para embellecernos a los ojos de nuestros meditabundos compañeros, y para distraer con nuestras trovas sus pesares» (57-58).

Pero Josefa no contempla jamás la posibilidad de hacer las dos cosas a la vez -ser mujer literata y buena madre de familia («pues no tengo otros deberes / que los que me impone el cielo» III, 8). Por eso, ¿qué hace? Saca sus libros y sus papeles y los arroja al fuego: «Testigos de mi locura, / ya de vosotros reniego, / y a las llamas os entrego / para librar mi ventura» (III, 8). El golpe final viene cuando Josefa decide salvar un libro de las llamas. ¿Qué libro será? Naturalmente, un «arte de cocina». Josefa se ha entregado total y completamente a los deseos del sistema patriarcal: «No, señor, sé mi deber, / y desde hoy renuncio a ser / una mujer literata» (III, 14). Su entrega anticipa lo que escribirá la Baronesa de Olivares en 1884: «¡La abnegación! Qué bella palabra; cómo realza la corona de la mujer y embellece su misión sobre la tierra. Sin la abnegación de la mujer no existiera la felicidad doméstica ni llegaría a veces el hombre a los grandes destinos a que le llama la sociedad» («La vida en familia», El Correo de la Moda, 2 diciembre 1884; citado por Aldaraca, 59).

La renuncia de Josefa, escrita, no lo olvidemos, por un hombre, no significa el fin de la guerra, ni mucho menos. Pero marca profundamente las coordenadas de las batallas que se van a repetir una y otra vez en el teatro español del siglo XIX.

Veamos ahora la tercera seña de identidad, la identidad financiera.




3. Identidad financiera

La inseguridad económica de la clase media española es uno de los temas más frecuentemente tratados por los novelistas del último tercio del siglo. Desde Galdós y Pardo Bazán hasta Alas y Blasco Ibáñez reconocemos los terrores de inseguridad que asaltan a los que intentan llegar a los portales de la respetabilidad burguesa o mantener su puesto en la jerarquía económica del día. Pero la articulación de aquella   -181-   ansiedad no comienza con Galdós, sino que la vemos en el mismo lugar en que descubrimos la expresión de la ansiedad nacional y sexual, es decir, el teatro. El tiempo nos limita a dar tres ejemplos concretos.

El primer ejemplo lo constituye El hombre de mundo, de Ventura de la Vega. Estrenada en 1845, menos de un año después del estreno de Don Juan Tenorio, esta obra marca el primer gran paso entre el Romanticismo y el mundo post-romántico. La ansiedad expresada por los protagonistas de este drama versa sobre su posición social y el papel de la familia en la sociedad española (que lo conecta, naturalmente, con la segunda «identidad» que acabo de comentar). Pero lo que pasa aquí es que el antiguo donjuán, por miedo al futuro, no sólo renuncia a las calaveradas de su juventud, sino que ahora trabaja. No hay ningún héroe romántico que trabaje, pero ahora Vega presenta como héroe del drama a un donjuán arrepentido, casado y con trabajo. Ya no sirve el amor apasionado o romántico para subsistir. Incluso Antoñito, aspirante a amante romántico, reconoce:


   Seis años llevo; a los siete
soy abogado; hasta allá...
viviremos. ¡Dios dirá!
Y en abriendo mi bufete [...].


(III, 15)                


O sea, aquí tenemos un donjuán perfectamente aburguesado. El antiguo mundo desaparece por completo y se pierde para siempre. El espacio dramático, que poco antes consistía en el castillo gótico, panteón lúgubre y palacio misterioso, ahora se convierte en un «gabinete elegante», bien iluminado y con mesa para almorzar. El centro simbólico donde se proyectan las ansiedades y aspiraciones de los espectadores se ha convertido en el perfecto lugar doméstico de la nueva clase media.

Este espacio domina el teatro de aquí en adelante. La lucha por la respetabilidad burguesa también domina la dramaturgia. Ya a mediados del siglo se nota la obsesión por el dinero, la riqueza y la elegancia en la clase media. Los negocios aumentan, el ferrocarril empieza a atravesar el país, y la posibilidad de generar capital origina lo que Castro y Calvo ha llamado «la fiebre del oro» (cxxxii). Si previamente en el teatro la tensión dramática giraba en torno al honor y a la apariencia de honor, en la segunda mitad del siglo XIX son el dinero y las finanzas los que llegan a convertirse en ejes dramáticos. En muchas obras de López de Ayala, Tamayo y Baus, Zumel y otros, los personajes se preocupan por las acciones de las empresas, las transacciones comerciales, las compras, las cotizaciones de bolsa y el afán de lucro -elementos total y completamente ausentes de los dramas anteriores. El exceso económico, la excesiva preocupación por la posición económica y la economía personal llegan a ser móviles tan importantes (o más) que la ética o el amor.

Comentaré muy brevemente dos ejemplos más. El primero viene del drama El tejado de vidrio, de Adelardo López de Ayala, estrenado en Madrid en 1856. Como era de esperar, el espacio escénico es una «sala lujosamente amueblada». El conflicto amoroso gira alrededor de cuestiones económicas, si tiene el novio dinero o no, y   -182-   la trama, que en la superficie parece tratar de la infidelidad, los celos, la murmuración y la traición (es decir, tópicos ya bien elaborados en el teatro barroco y romántico) en realidad revela motivaciones puramente económicas: Dolores y Mariano están obsesionados por mantener su posición social, lo que depende, naturalmente, del dinero. El amor aquí es en realidad amor al comercio, amor al dinero. Dolores reconoce perfectamente que su marido le ha comprado: «¿Para que vayas / a todo el mundo diciendo / los ochavos que te cuestan / mis caprichos?» pregunta ella (III, 1). El drama repite con frecuencia estas referencias a la economía doméstica, al miedo de estar sin dinero y a lo que hay que hacer para asegurarse un puesto acomodado en la sociedad.

El último ejemplo lo encontramos en El tanto por ciento, de 1861, también de Ayala, obra que en palabras de Galdós es «la obra más transcendental de nuestro teatro moderno» (La Nación, 9 febrero 1868). Toda la obra gira en torno al tema de quién tiene dinero y quién no, y quién le hará qué a quién para conseguir más. Es el ejemplo más antiguo en el teatro español de lo que hoy llamamos «crimen de guante blanco»: Roberto planea estafar a Pablo, amigo de la infancia, para quitarle unas tierras que posee cerca de Zamora, por las que ha proyectado el gobierno el paso de un canal. Aquí la infiltración de cuestiones económicas no sólo llega a la clase media sino que desciende (si se puede decir así) a la clase baja. Todo el mundo se mete en la acción económica: los sirvientes, que han estado ahorrando dinero todos estos años, deciden comprar participaciones en la transacción de Roberto. Esto llega a ser una metáfora de gran poder en la obra porque los sirvientes representan una extraña mezcla de amor y dinero. Entre ellos mismos existe una jerarquía basada en el dinero (Sabino tiene 12.000 reales ahorrados, mientras que Ramona sólo tiene 8.000, lo cual lleva a Sabino a decir «Que paran en mal / matrimonios desiguales» [I, 4]). Roberto espera vender sus participaciones con un beneficio treinta veces superior, aun cuando sabe que esto arruinará a su viejo amigo. Afirma: «Una cosa es la amistad, / y el negocio es otra cosa» (I, 13), lección aprendida por los criados. Cuando Gaspar duda si será ético presionar así a un amigo, Roberto revela que es cuestión de toda la mentalidad española del momento, «¿Qué te asombra? / Parece que tú no vives / en este siglo» (I, 4). El tema de Ayala es, sin duda, el reprobable materialismo de la sociedad española del XIX, tema que repite sutilmente en dramas como Consuelo (sobre una mujer ambiciosa que necesita participar en la cultura del dinero de los años 70).

Esta preocupación (obsesión acaso) por el bienestar económico caracteriza al teatro de estos años. No podemos analizar los casos de Gaspar Núñez de Arce, Narciso Serra, Luis de Eguílaz o Luis Mariano de Larra, pero los testimonios y ejemplos son notables.



Así, el teatro español entre los años inmediatamente posteriores a la flamante explosión romántica (ca. 1845) y los comienzos de la prosa realista (ca. 1870) es el lugar privilegiado donde depositan los españoles sus preocupaciones más profundas.   -183-   El teatro capta, con más claridad que otros discursos literarios, la identidad de la clase media, identidad que he dividido en tres vertientes, la nacional, la sexual y la económica. Creo que el continuo estudio de ese teatro producirá el «pentimento» de nuestro título, es decir, una nueva lectura del «cuadro» de la literatura española del siglo XIX.




Obras citadas

Aldaraca, B., El ángel del hogar: Galdós and the Ideology of Domesticity in Spain, Chapel Hill, 1991.

Castro y Calvo, J. M., «Estudio preliminar», en: Obras completas de don Adelardo López de Ayala. Teatro, Madrid, Atlas, 1965 (BAE 180).

Dijkstra, B., Idols of Perversity. Fantasies of Feminine Evil in Fin-de-Siècle Culture, New York, 1986.

Gies, D. T. «Histeria vs. Historia: Sobre la imagen del francés en el teatro español (años 1840)», en: J. R. Aymes y J. Fernández Sebastián (eds.), La imagen de Francia en España (1808-1850), París, 1997, pp. 177-187.

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______, «Rebeldía y drama en 1844: Españoles sobre todo, de Eusebio Asquerino», en: De místicos y mágicos, clásicos y románticos. Homenaje a Ermanno Caldera, Messina, Armando Siciliano Edit., 1993, pp. 315-332.

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Gorak, J., «Canons and Canon Formation», en: The Cambridge History of Literary Criticism, H. B. Nisbet and C. Rawson (eds.), The Eighteenth Century, Cambridge, 1989, t. 4, pp. 560-584.

Grassi, Á,. «La misión de la mujer», en: La Floresta 5 (7 junio 1856), pp. 33-35. Repr. en: C. Jagoe, A. Blanco y C. Enríquez de Salamanca (eds.), La mujer en los discursos de género, Barcelona, Icaria, 1998, 55-58.

Hellman, L., Pentimento. A Book of Portraits, New York, 1973.

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Zavala, I. M., «Teorías de la modernidad», en: F. Rico (coord.), Historia y crítica de la literatura española, I. M. Zavala (ed.), Romanticismo y realismo, Barcelona, Crítica, 1994, t. 5.1 (suplemento), pp. 96-100.

Zorrilla, J., Recuerdos del tiempo viejo, en: Obras completas, N. Alonso Cortés (ed.), Valladolid, Santarén, 1943, t. 2, pp. 1729-2103.





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Una postdata imprescindible: cartas y epistolarios en el canon literario del siglo XIX

Hazel GOLD


Emory University

El siglo XIX en España marca un momento en que la confluencia de múltiples factores literarios y extra literarios desemboca en un intenso cultivo de la modalidad crítica por parte de eruditos, escritores y periodistas. Tales factores seguramente incluirían la creciente profesionalización de la crítica como disciplina autónoma, el énfasis puesto en las bellas letras por intelectuales y catedráticos krausistas, el auge de la prensa periódica y la aplicación de las teorías del organicismo y el historicismo a la lectura diacrónica de los textos españoles del pasado. Entre los diversos proyectos abarcados por esta crítica recién institucionalizada figura una detenida reconsideración de la historia y los caracteres de los géneros discursivos. Como atestiguan fuentes muy diversas, desde los tratados de retórica y manuales de preceptiva literaria hasta los prólogos autoriales y recensiones de libros, no se disminuye a lo largo del siglo la voluntad de lograr una mayor precisión, tanto descriptiva como prescriptiva, al hablar de las producciones artísticas. De acuerdo con esta meta, se refuerza la sistematización de las obras literarias según los géneros a los que pertenecen. Todos ellos, sin embargo, no reciben igual atención. Bien es sabido lo intensivo del escrutinio dedicado a la lírica y el teatro durante la época del Romanticismo. Y a partir de 1870 aproximadamente es la novela, desde luego, el género que se transforma en el objeto predilecto del estudio literario, como da fe Clarín: «Es la novela el vehículo que las letras escogen en nuestro tiempo para llevar al pensamiento general, a la cultura común el germen fecundo de la vida contemporánea, y fue lógicamente este género el que más y mejor prosperó después que respiramos el aire de la libertad de pensamiento»404. No es sorprendente que el enfoque decimonónico en esta organización tripartita de los géneros mayores desvíe la atención de otras formas de menor relieve que giran en torno a aquéllos. De estos géneros «satélites» tal vez el que en la centuria pasada suscita mayor ambivalencia a la hora de clasificarlo es el epistolar.

Los intentos de los estudiosos decimonónicos por precisar cuál debería ser el lugar acordado a los escritos epistolares en la rueda de los géneros se estrellan contra   -186-   las contradicciones inherentes en el panorama crítico español, escindido entre dos aproximaciones divergentes a la producción literaria que no podían acoplarse sino de un modo bastante incómodo: por un lado, la visión romántica de la inspiración creativa y la afirmación del yo constitutivo del sujeto liberal; por otro, el enfoque empírico-positivista que, durante el apogeo del realismo y el naturalismo, impuso una observación científica de las obras literarias en cuanto hechos sociales. Como se verá, las inconsistencias que surgieron cuando tratadistas, pedagogos y literatos trataban de ordenar los atributos y funciones de la carta son harto indicativas de la vacilación entre una y otra conceptualización del arte, una vacilación que podría clasificarse o como un sano eclecticismo o como una esquizofrénica bipolaridad, según se mira la cuestión. Una vacilación, cabe añadir, que inevitablemente supone una fuerte proyección ideológica sobre la creación literaria y cultural.

Uno de los pocos puntos de acuerdo entre los comentaristas de la carta es que el caudal epistolar en España es bastante reducido en comparación con el de otros países europeos. Así, en 1850 Eugenio de Ochoa escribe en la introducción al Epistolario español que ha editado para la Biblioteca de Autores Españoles:

no es posible desconocer que nuestra literatura, rica en todos los géneros, no lo es en el epistolar tanto como pudiera y debiera serlo, por incuria de nuestros presentes y pasados editores, que han dejado y están dejando perderse o yacer inéditas innumerables colecciones de cartas, cuya publicación reclaman consideraciones de mucha monta405.



Casi medio siglo después, Francisco Silvela se hace eco de las palabras de Ochoa señalando que en materia de cartas:

Nuestra inferioridad relativa [...] es sin duda ocasionada por la menor diligencia de autores y editores, pero tiene también no poca parte en ella, la natural inclinación de nuestro sentido literario, más dado a la pompa y brillantez del verso, del teatro, del escrito dogmático o de la elocuencia de la historia, que a los recreos de la prosa familiar y de la comunicación íntima, o con formas y apariencias de tal406.



Repasando una selección representativa de comentarios procedentes de manuales de poética y de juicios valorativos de letrados profesionales, aprendemos que según opinan los decimonónicos, las cartas son «pláticas bajo sobre» pero los españoles no son tan dados al arte de la conversación oral o escrita como los franceses o los italianos; los editores peninsulares son perezosos y dejan los manuscritos sin desenterrar en los archivos; los españoles son sobremanera escrupulosos en no dar a la publicación las correspondencias privadas. Este refrán sobre la escasez del género   -187-   epistolar, factor que contribuye a su no canonicidad, sigue siendo repetido durante todo el siglo diecinueve y será recapitulado en el presente siglo por Unamuno, Azorín y Salinas, entre otros.

Aunque numéricamente sean (o se crean) poco abundantes las cartas españolas, los críticos coinciden no sólo en afirmar su importancia sino también en nombrar un repertorio común de epistológrafos cuyos escritos deben ser lectura requerida de todo espíritu culto. A la lista ya consagrada de escritores grecolatinos -el principal entre ellos, Cicerón- que se habían dedicado al cultivo de las cartas, se añaden otros tantos nombres españoles pertenecientes al campo discursivo epistolar del Siglo de Oro. Mientras avanza el siglo XIX también se agregan los nombres de epistológrafos ejemplares que pertenecen a épocas más recientes. Esta ampliación del inventario de escritores y textos epistolares modélicos es bien típica de la preceptiva literaria española de los siglos XVIII y XIX, la cual demuestra «un interés creciente por la incorporación de autores modernos [españoles] y la quiebra del principio de autoridad407. Fernando del Pulgar, Antonio de Guevara, Santa Teresa de Jesús, Juan de Ávila, Sor María de Ágreda, Antonio Pérez, el Bachiller Fernán Gómez de Cibdareal y, de mayor contemporaneidad, el P. Isla, Jovellanos, Cadalso y Feijoo son los nombres citados con mayor frecuencia como los inmejorables maestros autóctonos de la forma epistolar408.

Mas esta unanimidad empieza a erosionarse en el momento de tener que explicar por qué interesa el género de las cartas. Varias son las razones aducidas sobre su importancia. Para quienes escriben libros de texto para universidades e institutos de segunda enseñanza, las cartas son un dechado de estilo y un tesoro evolutivo del desarrollo y uso del lenguaje, a la vez que una fuente de sabiduría sobre las acciones humanas. La inclusión de los textos de cartas selectas en tales libros serviría para montar una antología de elocuencia castellana con claros fines didáctico-morales. Los editores de epistolarios, como Ochoa, hacen hincapié en su valor arqueológico para esclarecer eventos y personalidades del pasado, para disipar de la historia «las dudas y sombras» que la oscurecen409. Es el mismo argumento avanzado por Galdós, quien destaca el valor testimonial y archivístico de las cartas; por eso, el autor de los Episodios nacionales se queja de las dificultades con las que tiene que encararse al no poder acudir a las epístolas en su busca de datos que documenten sus novelas históricas:

Era indispensable pedir también auxilio a la literatura anecdótica y personal, como memorias y colecciones epistolares. Pero de estos tesoros están muy pobres nuestras bibliotecas   -188-   [...] nos apresuramos a hacer desaparecer los documentos, arrebatando a la publicidad las cartas de personajes fenecidos [...] De aquí la oscuridad que envuelve sucesos casi recientes. Las cartas escritas para el público no llenan este vacío, y las verdaderas no salen nunca a luz410.



En consonancia con Galdós, Francisco Silvela alaba el poder de las cartas de proporcionar «conocimientos exactos de hombres y sucesos del pasado» pero reconoce igualmente su valor estético. Las cartas, afirma Silvela, ofrecen un «doble interés como obras literarias y como documentos humanos»411. En un discurso pronunciado ante la Real Academia Española en 1894, Santiago de Liniers también enaltece el status de la carta como artefacto artístico para así reivindicar la grandeza de las letras españolas. En el proyecto decimonónico de la construcción de una literatura nacional, insiste Liniers, las cartas no deben quedarse atrás: «puede ufanarse la patria literatura de poseer valiosos tesoros de ese género de composiciones»412. Las cartas son una prueba fehaciente de una tradición retórico-literaria que continúa ininterrumpida, por «milagro», hasta el presente:

El estilo epistolar que nace con la majestuosa espontaneidad de la prosa castellana en el siglo XIII [...] sobrevive, como salvado del general naufragio del buen gusto y se transmite sin solución alguna de continuidad en las cartas familiares, hasta nuestros mismos días [...]413.



O sea, que desde modelo del buen estilo y archivo de la lengua hasta documento histórico y elemento constitutivo de una literatura nacional, las cartas -a pesar de su escasa representación entre las letras españolas y su también escasa presencia como tema de la crítica decimonónica- aparecen involucradas en los campos nada inconsecuenciales de la estética, la lingüística, la historia y la cultura. No están en ninguna parte; pero, paradójicamente, están en todas. Esto parecería confirmar la observación de Jacques Derrida sobre la posición a la vez periférica y central del género epistolar. El teórico francés escribe que, como la filosofía, la literatura expulsó la carta a sus propios márgenes y fingía considerarla un género secundario, mientras en realidad siempre se apoyaba en ella como piedra angular de todo el sistema literario414. De este modo la carta se ha visto convertida en una postdata imprescindible.

La competición entre los plurívocos significados de la carta y entre sus potenciales funciones comunicativas -noticiera, emotiva, conativa, poética- subyace sin duda las dificultades experimentadas por críticos y preceptistas del siglo XIX que   -189-   pretenden normalizar su clasificación genérica. Porque, como asevera Hermenegildo de los Ríos, «En la forma epistolar caben todos los asuntos y se han escrito en verso y prosa, empleándose también para la novela»415. Más elástico todavía que el género costumbrista, el género epistolar elude los mejores esfuerzos por fijar sus límites, como descubren todos cuantos tratan de definirlo. Algunos colocan la carta bajo las rúbricas de los géneros mayores en que aparece; subordinan las cartas históricas a la oratoria, las epístolas en verso a la poesía didáctica, las cartas inventadas que se intercalan en las narraciones ficticias a la novela. Otros muchos se basan en las distinciones funcionales y estéticas entre cartas privadas (también llamadas familiares o confidenciales), que guardan el secreto epistolar y mantienen una relación específica con el interlocutor postal, y cartas públicas (designadas también cartas elevadas o abiertas), utilizadas para impartir lecciones morales, científicas y filosóficas, que han sido concebidas pensando en la posteridad y cuyo destinatario se vuelve un mero pretexto para darles publicidad. Semejantes sistemas de clasificación pronto se convierten en un callejón sin salida. Algunos, como Liniers, descartan contundentemente la división entre cartas íntimas y didácticas; los más de los tratadistas se pierden en un laberinto taxonómico estéril en que van proliferando infinitamente los subgéneros epistolares. Por consiguiente, los manuales de retórica dedican cuantiosas páginas a desenmarañar el frondoso ramaje que constan los tipos de cartas públicas (encíclica, pastoral, manifiesto, cédula real, circular, proclama, carta satírica, apologética, moralizadora o crítica) y las verdaderamente privadas (la carta mensajera, amistosa, política, mercantil, amorosa, filial o paternal, de consejo, encargo, convite o pésame, el billete, la tarjeta, la esquela, etc.). Resulta cada vez más certera la advertencia derrideana que «La mixtura es la carta, la epístola, que no es un género sino todos los géneros, la literatura misma»416.

En efecto, para los decimonónicos que estudian las formas epistolares el problema más resistente a la aclaración es decidir su relación con la literatura. ¿En qué circunstancias violenta la carta el límite que divide la esfera discursiva de lo literario de lo no literario? Liniers cree que la frontera entre ellas se mantiene firme, que no hay tal cruce. En su ensayo aconseja: «apresurémonos a respetar el secreto, y hasta la sintaxis, de aquellos documentos de la vida privada, que cuando brotan como genuina y espontánea expresión de un verdadero cariño son generalmente poco literarios, y cuando son literarios son por lo común poco verdaderos»417. Pero Hermenegildo de los Ríos asevera, al contrario, que «La carta familiar y el documento público [...] han menester del concurso de la literatura: de ahí nace su importancia extraordinaria»418. Este crítico categoriza la producción epistolar, como también la periodística, como un «género derivado», un arte de «lo bello-útil o compuesto». Es   -190-   «por su fondo, una producción compleja literaria; por su forma, emplea la elocución en los tres modos: narrativo, descriptivo y expositivo»419. Por su parte, Manuel Milá y Fontanals, en su libro Principios de literatura general y española (1873), resume el estado contradictorio de la cuestión explicando:

La composición epistolar, entre todas las composiciones verbales, a excepción de algunas didácticas, la menos literaria, puede sin embargo contener singulares bellezas, en especial de sentimiento, y no es de cómoda ejecución, puesto que debe unir la facilidad de la plática familiar con la cultura de una obra escrita. Interesa a veces al literato por su expresión ingenua y al historiador como documento fehaciente420.



En vista de estas contradicciones tan notables, más vale afirmar, como hace acertadamente Claudio Guillén, que las composiciones epistolares habitan un espacio liminal al borde de la literatura; inevitablemente atraviesan la línea desde lo legible a lo literario («from literacy to literariness»). No porque se trata de un lenguaje poético empleado por el epistológrafo, ni porque corresponde a cualquier valoración estética de los críticos, sino porque desde un principio la ficcionalidad entra como elemento constitutivo de esta clase de escritura, donde se puede desarrollar una voz, una autoimagen y hasta eventos ficticios: «it is fiction within non-fiction or [...] within the illusion of non-fiction»421. Este juego, que en el caso de las cartas explícitamente imaginativas es llevado al segundo grado, se vuelve sumamente importante al considerar el status otorgado a las novelas epistolares durante el transcurso del siglo pasado, desde las románticas Cornelia Bororquia y el Voyleano hasta Fernán Caballero y los avatares realistas manejados por Valera, Galdós y Pardo Bazán.

Otra tensión irresoluble que se revela en las discusiones decimonónicas del género epistolar y que seguramente impacta su lugar en el canon se centra en la descripción simultánea de la carta como un producto de la inspiración libre y como una clase de escritura sujeta a las leyes. Por un lado, se supone la existencia de un sujeto de la enunciación individualizado e idiosincrático que se expresa con autenticidad en sus epístolas de un modo directo y original; como se ha afirmado, «en la carta no se puede no decir «yo»422. Por otro lado, se tiende a supeditar la redacción de cartas a fórmulas previstas cuyo formalismo cuasi-legalista deja poco espacio al despliegue de este yo.

Casi sin excepción, los tratados de retórica, los formularios de cartas, los manuales de conducta y los juicios de críticos literarios como Revilla, Clarín y   -191-   Valera caracterizan la carta por medio de una constelación de rasgos relacionados a la teoría expresiva del romanticismo y su exaltación de la libertad creativa del artista: espontaneidad, naturalidad, sencillez, soltura, «una negligente pero correcta y natural facilidad», elocuencia, abandono, improvisación, ingenio e imaginación. En su más genuina encarnación, la carta sería una composición inspirada, dotada de gracia estilística, cuya invención es un acto más allá de cualquier método, regla o intención deliberada423. La espontaneidad definidora de la epístola la tiñe de cierto carácter misterioso, un «no sé qué» fácil de reconocer pero difícil de imitar; la opinión común es que el género epistolar es exigente y de difícil cultivo. No obstante, las librerías y aulas escolares del diecinueve están abarrotadas de tomos que dictan las normas invariables -tanto estilísticas como gráficas- que deben aplicarse a la escritura epistolar. Los teóricos mismos de la epistolaridad en el siglo XIX no parecen darse cuenta de la inconveniencia de fomentar una adhesión racional a modelos predeterminados cuando éstos mismos son productos de una aptitud inconsciente e innata, no necesariamente susceptible de ser enseñada.

Al hablar de las composiciones epistolares, no se puede perder de vista el hecho de que un género no es sino un constructo, es decir, una agrupación de rasgos reconocidos como tal por cierta cultura en una determinada época histórica. La especificidad cultural de los géneros es de particular importancia con respecto al discurso epistolar en el siglo XIX, por lo que su asociación con la mujer es otro factor que explica la marginación de la carta del canon de la literatura española. Indica Silvela que en cierto grado la escasez de cartas en la literatura española se debe «a la menor acción e influencia que en todos los órdenes de la vida social, ha tenido la mujer entre nosotros, especialmente en los siglos XVII y XVIII, pues no cabe negar que las cartas han sido en todas las literaturas, género cultivado e influido de modo singular por las mujeres»424. Echando una ojeada sobre los manuales de conducta y formularios de cartas dirigidos a un público femenino, vemos el notable vínculo entre las cartas de mujeres y el culto de la domesticidad que rige la vida del aburguesado «ángel del hogar».Mientras la sociedad rechaza mayormente la noción de la mujer profesional, sí concibe la actividad epistolar como una habilidad aceptable y hasta obligatoria para las mujeres del día. José Manjarrés, en su Guía de señoritas en el gran mundo, razona que «las cartas son el género de literatura que debe una señorita cultivar con especial esmero [...] aunque no constituya ninguna de las principales ocupaciones de la mujer, es una necesidad de su instrucción»425. El ya citado editor de epistolarios Eugenio de Ochoa repite la opinión general que el sexo femenino está especialmente dotado para escribir misivas: «en este punto las mujeres llevan una gran ventaja a los hombres [...] que deben seguramente a la vivacidad de su   -192-   ingenio, a la movilidad de sus impresiones, y su sensibilidad, generalmente más exquisita que la nuestra: dotes que se avienen muy bien con las condiciones esenciales en esta clase de escritos»426. Pero las alabanzas de las cartas femeninas también van condicionadas por una serie de reparos y distingos. Como arguye un tal «Emilio», autor no identificado de un artículo sobre las cartas de mujeres que se publicó en la revista La Familia, estas dotes pueden llevarles a ella y a sus corresponsales al borde del precipicio: «Debe la mujer escribir con cuidado lo que quiere expresar, que a veces no medita lo que escribe y escribe lo que no piensa [...] una mujer dispuesta a escribir es como un niño que juega con un arma con la cual puede herirse»427. Idénticos consejos los podemos encontrar en muchas de las obras que se tratan de la relación femenina a la epistolaridad, como el siguiente aviso que Llanos y Alcaraz dirige a las madres con respecto al gobierno de sus hijas:

[...] no permitáis que escriban mucho.

Persuadidles a que, cuando piensen una carta, lo hagan como si en alguna ocasión pudiera leerse en público.

De este modo no escribirán nada que pueda abochornarles, evitándose la vergüenza que muchas sufren por demasiada candidez.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Las mujeres tienen el defecto de escribir las cosas antes de meditarlas.

Procurad que vuestras hijas tengan siempre muy malas plumas, para que escriban poco, y muy despacio428.



No es menos curioso (o cínico, diríamos hoy) el que muchos críticos suspendan las reglas normalmente aplicables a la producción literaria cuando se trata de la mujer autora de textos epistolares: se cree que porque las cartas de mujeres nacen de la pasión y el sentimiento, no importa que su escritura ignore las reglas de la gramática. Dice Juan Valera, reseñando el libro Cartas de mujeres de Jacinto Benavente: «lo cierto es que ni la ortografía ni la sintaxis son indispensables requisitos para el bueno estilo epistolar. Basta con el corazón y la cabeza»429. Por medio del género epistolar se les permite a las mujeres recuperar una voz y un espacio suyo en el que pueden escribir, con tal que sus cartas no sean sino expresiones privadas y emotivas que con lamentable frecuencia revelan la instrucción inferior que han recibido. Las mujeres pueden escribir, pero su escritura no tiene que -ni debe- profesionalizarse. De este modo la mujer puede acceder al campo de la escritura sin amenazar dar en tierra con las jerarquías de género sexual en que se fundamenta la sociedad decimonónica.

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A juzgar por los ejemplos citados anteriormente, parece claro que el siglo XIX no logró superar las contradicciones que surgen en torno al status de la carta. Un género inconsistentemente tratado por los críticos, espontáneo o rígidamente codificado, literario o no literario, alabado y a la vez menospreciado por ser una producción principal de las mujeres: así se presentan cartas, epistolarios y sus derivaciones novelísticas en el panorama crítico del siglo XIX. Como género, es en efecto una postdata imprescindible; pero mientras no lo estudiemos en más detalle, seguirá siendo sólo postdata.



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Tauromaquia y tauromanía en la temática literaria del siglo XIX

José Manuel GÓMEZ TABANERA


Real Instituto de Estudios Asturianos

Hace más de medio siglo (y escribo medio siglo en lugar de cincuenta años, desechando de mi subconsciente toda obsesión de sentirme viejo) que vengo preguntándome en distintos trancos de mi vida cómo pudo forjarse a través de las tradiciones populares/culturales, pero también de la idiosincrasia patria, ese nexo entre el toro y el hombre que terminará por desembocar en la, bien o mal, llamada «fiesta nacional», sobre todo al considerar sus límites, ya durante el siglo XIX, ya durante el XX, que termina con este año. El interrogante me ha venido acuciando cada vez más vivamente en los últimos decenios en mi calidad de antropólogo, pero databa, como digo, de bastante atrás, desde mis años mozos cuando allá en los cuarenta, en la postguerra civil, las actividades de mi padre, profesor de equitación militar retirado, activo hombre de negocios y ganadero, me permitieran tratar a muchas gentes del mundo de la hípica pero también del universo de los toros, a partir de las tientas anuales que tenían lugar en una dehesa de mi familia junto a El Escorial («Mojadillas») y en otras aledañas, a las que se llegaban, con tal ocasión, ganaderos y empresarios como Atanasio Fernández, Pedro Balañá, Remigio Thibeau o el duque de Pinohermoso; toreros como Domingo Ortega, Antonio Bienvenida, Manuel Rodríguez Manolete, el mexicano Carlos Arruza, El Albaicín, Miguel Báez, Litri y un Luis Miguel Dominguín, aún soltero; rejoneadores como Álvaro Domecq, Ángel Peralta y Julián Cañedo; escritores y poetas notorios como Natalio Rivas, José María de Cossío, Eugenio Montes, Manuel Halcón, Adriano del Valle, Antonio Díaz Cañabate, Víctor de la Serna, Rafael de León, Ángel María de Lera, Luis Escobar, pero también críticos taurinos como K-Hito, Gregorio Corrochano, Vicente Vera... Toda una muchedumbre abigarrada, entre la que no faltaba alguna pretty woman, a la que el «niño pijo», que quizá era yo entonces, no pudo conocer debidamente, salvo alguna excepción. Recuerdo, no obstante, las peroratas de José María de Cossío o del Conde de Colombí quienes, entre la tufarada de la carne trémula de las vaquillas herradas al prorrumpir en anécdotas y comentarios docentes y discentes, me hicieron saber aún imberbe, y burla burlando, de los toros de antaño y sus diferencias con los de hogaño (entiéndase de los de hace medio siglo). De esta forma, supe por vez primera de la taurofilia, allá en el siglo XVIII, de Nicolás Fernández Moratín (1737-1780), de los aguafuertes de Goya, de las tauromaquias   -196-   canónicas de Daza, Pepe-Hillo, y Montes; de la manía que tenían los krausistas y las gentes de la Institución Libre de Enseñanza a los toros como manifestación de atraso y barbarie, e incluso, de las andanzas del atrabiliario Eugenio Noel.

Con el tiempo y los años, seleccionando mis saberes y mis tertulias, llegaría incluso a saber cosas estupendas, como que la cigarrera Carmen, heroína de Próspero Merimée (1845), no era sevillana, sino navarra; que con nuestro siglo muchos toreros acabaron dejando el «traje de corto», resabiándose y metamorfoseándose en auténticos intelectuales y notorios personajes que nada tienen que ver con los que nos pinta el mexicano Fernando Botero. Toreros que incluso llegaron a pulirse y hacerse personajes políticos -ahí está Luis Mazzantini- y pudieron alternar, ya en nuestro siglo, con un Pérez de Ayala o un Ortega y Gasset, cuando no posar para un Pablo Ruiz Picasso o un Daniel Vázquez Díaz, pongamos por caso.

¿Qué más? Estas consideraciones preliminares os harán comprender el porqué he elegido como tema de mi comunicación la tauromaquia y tauromanía del XIX, que harían posible las del siglo actual. Pero a la vez, el tratar tal tema me da oportunidad para ensamblar viejos recuerdos de mocedad y con ellos ordenar algunas ideas, ya en la orilla del estanque dorado, pensando que ello pudiera servir de algo a los que podéis escucharme.

Es indudable que tauromaquia y tauromanía dan siempre para mucho, incluso más que para nutrir la temática literaria del siglo XIX y la elaboración de un particular canon. Esto hace contemplar a las corridas de toros con una óptica distinta a la que asumen ante los antropólogos o los mismos historiadores de religión cuando se empecinan en investigar los orígenes de la lidia y los posibles inicios rituales del remoto nexo que se percibe entre el hombre y el toro430, nexo muy distinto al que puede crearse entre el hombre y el caballo, o cualquier otro animal, más o menos familiar. Nexo o relación que hizo posible -trascendiendo de una remota venación o del mismo mito-, eso que llamamos, ya «lidia», ya «tauromaquia», y que dio lugar a ese atroz combate que Juan Gualberto López, Conde de las Navas, denominaría «el espectáculo más nacional»431, independientemente otras relaciones, ya deportivas, ya lúdicas, ya sociales, ya rituales que puedan buscarse entre el hombre y la bestia, despertando pasiones encontradas, sobre todo con la emergencia de la llamada «afición», que. institucionalizándose, logra, imponerse al rechazo de los primeros Borbones ilustrados y alimentar indecisiones de polígrafos tan notorios como don Marcelino Menéndez y Pelayo y don Miguel de Unamuno432.

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Antecedentes

Prescindiendo aquí de remontarnos a la Antigüedad y al Medievo, optaremos a la hora de referirnos exclusivamente al siglo XIX, por recordar que, cuando éste se inicia, ya habían logrado personalidad propia los que cabría llamar «profesionales del toreo», que hasta el siglo XVI apenas contaron de notoriedad alguna en los festejos taurinos. Sin embargo, lograrán transcender de la infamación secular que sufrían desde, pongamos por caso, tiempos de Alfonso X el Sabio433, para prestigiarse, desde el momento en que el mundo peninsular, estamental y caballeresco, de resabios feudales y que venía siendo sostenido por la agricultura, entra en decadencia con las llamadas «crisis agrarias».De esta forma, con los primeros años del siglo XVIII se hizo habitual y admitido el contratar «lidiadores» para enfrentarse con vara larga y rejonear a los toros. Recordemos así, un festival taurino de finales de febrero de 1729, en el que el cabildo sevillano contrató a tres «profesionales», dos de ellos los hermanos Pedro y Antonio Bertendona, que habían triunfado en la Corte. Cada uno se acompañaba de tres o cuatro decenas de lacayos434. Las cuadrillas toreras, encabezadas por varilargueros a caballo, empezaban a ser realidad. Y con ellas, el orden de la lidia y las modernas plazas de toros435. A fin de cuentas, se intenta conseguir una síntesis entre diversos festejos rurales, con toro incluido, y alardes caballerescos, pero a la vez cambiarlos de manera que lo que hasta entonces era una fiesta participativa, en la que brillaba la nobleza, se convirtiese en espectáculo del vulgo. Esto sucedió cuando los «matatoros», ascendidos a «profesionales» (expertos en lidia de toros), hicieran innecesaria la participación de los nobles, y el pueblo hace suyo el ritual/espectáculo hasta el punto de que, a fines del siglo XVIII, no es una deshonra lidiar por dinero, sino un timbre de honor y gloria. En ese sentido, las pautas parece darlas la Maestranza de Sevilla436. De acuerdo con esto y la profesionalización de   -198-   otras facetas de la vida humana (industria, ejército, administración pública), que se hacen patentes en la España ilustrada de los Borbones, empiezan a configurarse las ganaderías bravas mediante la selección estírpica (aún no se sabía nada de genética y zootecnia, aunque se barruntase) y se construyan anfiteatros, plazas y cosos ex-profeso para correr toros, poniendo a la venta localidades varias de acuerdo con el rango social del espectador. El nacimiento de la llamada burguesía urbana, impondría la «privatización» de la fiesta. Dejaría, así, de celebrarse en la plaza pública o de armas del lugar y se abandonaría la financiación colectiva para sostenerse con el importe de las localidades.

Mediado el siglo XVIII, los antiguos lacayos que auxiliaban a los caballeros cobrarán independencia y protagonismo. Se presentan los primeros contratos con estoqueadores, es decir, matadores de toros a estoque. Los caballeros en plaza, inician su declive pese a que durante un siglo precederán a los toreros de a pié en la organización de la fiesta.

Emerge así la «moderna» corrida de toros, al presentarse en un ámbito urbano y burgués en los inicios de la Ilustración europea que quizá olvida los posibles orígenes del espectáculo en ritos y mitos que pudieron configurarse en la prehistoria del Creciente Fértil y del Mediterráneo Antiguo, impetrando la fecundidad agraria de siempre, en variopintas deidades tauromorfas437. Ahora empero, en la España ilustrada se cuenta con la colaboración del ejercicio ecuestre de la aristocracia. Aunque nadie se detuviera a considerar el porqué pudo ocurrir así.

Esto coincide con la publicación de un singular opúsculo: Cartilla en que se proponen las reglas para torear a caballo y practicar ese valeroso, noble ejercicio con toda destreza, Madrid 1726, de un tal Nicolás Rodrigo Noveli438. Librillo que no cambiaría el rumbo tomado por las fiestas taurinas. No tardarán así de incorporarse a la lidia los llamados «tercios»: el de varas, el de banderillas y el de muerte. Los dos primeros, quizá tuvieran su origen en la venación y el toreo caballerescos y en las capeas rurales. El tercio de muerte (cuyo protagonismo asumirán matadores de toros profesionales), será el más incisivo. En realidad, al terminar el siglo XVIII, el «matador» se ha convertido en cabecilla de la «cuadrilla».Y ¿por qué no?, en héroe e ídolo de las gentes.

No obstante, medio siglo antes no ocurría así. Los caballeros en plaza -varilargueros y puyeros- aún conservaban cierta preponderancia. Como muchos rejoneadores que he alcanzado a conocer, aguantaban al toro desde corceles de su propiedad debidamente domados para el evento, con objeto de garantizar la brillantez de las suertes. Tras detener a la res con la vara, «rejoneando», buscaban la vistosidad y la inmunidad del caballo. Pero sus suertes fueron relegadas por el toreo de capa y por la suerte de matar a estoque. Algunos caballeros se convirtieron, así, en auxiliares (picadores), moldeando al toro y atemperando su fuerza -sin importarles un ardite   -199-   la suerte de los, ahora, jamelgos desamortizados-, con objeto de que los toreros de a pié lo tuvieran más fácil. Se abriría así una nueva concepción del toreo, en la que se admitía que la muerte del caballo era necesaria para la brillantez de la lidia a pié. Por entonces no existían los petos, a imponerse en el siglo XX.

De 1777 data la primera tentativa de explicar los orígenes de las corridas que empezaron a interesar a costumbristas y literatos. De aquí que Nicolás Fernández Moratín, a quien ya hemos citado en los inicios de nuestro discurso, escribiese su Carta histórica sobre el origen y progreso de las fiestas de toros en España439, especie de memorial que redacta a instancias del Príncipe de Pignatelli440. En dicho escrito veía en tales fiestas taurinas, más que un producto de los juegos romanos (ludi), algo autóctono, quizá una forma de venación muy antigua -la misma que en el siglo XVI ya contempló Gonzalo Argote de Molina441- pasando a convertirse en algo practicado por musulmanes y cristianos durante todo el Medievo. Tesis ésta que inspiraría al pintor Goya mucha de su temática taurina y entre ella la serie de grabados a buril que conocemos como La Tauromaquia y que presentan leyendas escritas por el propio Goya en los mismos grabados.

A la Carta histórica... de Moratín no tardaron en salirle objetores. Tal, un significativo escrito autodefinido como exordio: Crítica contra la Carta de Moratín en defensa de la nobleza española aficionada a torear, en la que se presentan particulares alegatos a concretos testimonios aducidos por Moratín442. No es este lugar y momento para examinarlos, pero cabe recordarlo aquí por si alguien se interesase en descubrir su autor hasta ahora ignoto.

Por entonces, las llamadas fiestas de toros habían sido catalogadas un tanto subjetivamente por el ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), quien en 1796 publica su celebérrima Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España. En la misma, el ilustre polígrafo ponía en duda que las corridas de toros pudieran considerarse «diversión nacional»443. Trabajo éste que, pese a su valor intrínseco, fue puesto en solfa por   -200-   algunos y que, a la larga, quizá influiría en su desgracia, ya que dio pie para que pudiera atribuírsele el opúsculo Pan y Toros, publicado el mismo año y en el que se da un desgarrado reflejo de la España borbónica, mayormente analfabeta y exangüe, a quien gobernantes corruptos amodorraban, al igual que los déspotas de Roma, con gabelas alimentarias y juegos circenses (Panes et circenses). Opúsculo anónimo en el que se arremetía implacablemente contra las fiestas de toros y fue el primero de una serie de impresos y realizaciones que adoptaron, ya en el siglo XIX, su título como lema. Hoy sabemos, sin embargo, que el anónimo autor de Pan y Toros no fue el desventurado Jovellanos, aunque muy bien pudo ser su inspirador, según se deduce de una carta que escribió a José Vargas Ponce444. La autoría del panfleto correspondería así, si no al mismo José Vargas Ponce, a León de Arroyal, autor también de Cartas político-económicas, feroz crítica de la monarquía de Carlos III445.

Recordando todo esto, hemos trastocado la exposición de nuestro discurso. Pero quizá no importe demasiado. Lo que importa es subrayar que las fiestas de toros siguieron en auge y que a nadie se le ocurrió, entonces, pensar cómo evolucionarían. Esto, en realidad, sucedía desde tiempo atrás, hasta el punto de que, incluso los propios profesionales, se habían dado cuenta de ello, como lo demuestra un curioso manuscrito que pudo conservarse en la Biblioteca del Palacio Real de Madrid, cuyo autor fue un varilarguero consagrado, José Daza. Su título, lo dice todo: Precisos manejos y progresos, condonados en dos tomos, del más forzoso peculiar arte de la agricultura, que lo es el del toreo, privativo de los españoles (1778), obra en la que Daza recoge sus propias experiencias446.

Para entonces, hacía ya años que se habían impuesto los estoqueadores, consolidándose nombres, cuadrillas y dinastías de toreros. Se habían también fijado los lances de la lidia y brillaba el nombre de Joaquín Rodríguez, Costillares (Sevilla 1729-1800), a quien se considera inventor de la verónica y del volapié. Suertes ya conocidas y practicadas, pero que el diestro sevillano supo estilizar y hacer suyas. Asimismo, convirtió la muleta, de orígenes controvertidos447, no sólo en artilugio imprescindible para entrar a matar sino también en útil para doblegar al toro en el último tercio.

En Cádiz y en 1796 -el mismo año en que se publica La Memoria de Jovellanos y el anónimo Pan y toros- se publica otro texto, hoy clásico, cuya autoría se atribuye un conspicuo discípulo de Daza, el matador José Delgado, Pepe-Hillo (Sevilla 1754-1801), bajo el título Tauromaquia o arte de torear y cuyo subtítulo reza: «obra   -201-   utilísima para los toreros de profesión para los aficionados y toda clase de sujetos que gustan de toros». Hoy sabemos que se trataba de un libro inspirado por el torero, pero que escribió, al parecer, el aficionado don José de la Tixera448, dado que Pepe-Hillo era casi analfabeto. Hoy también, dos siglos después, cabe considerar la Tauromaquia como un tratado didáctico que quiere mostrar la técnica y habilidades profesionales con objeto de salir bien de la lidia. Bajo principios un tanto ilustrados, su redactor presenta reglas para el conocimiento de los toros y para adecuar la ejecución de las suertes a sus condiciones449.

Cabe señalar que por entonces, las corridas habían logrado ya tan particular predicamento que se consideraron dignas de atención y comentarios, no sólo por parte de escritores de fuste, sino de los que habría de llamarse «cronistas taurinos».Por lo que sabemos, las primeras reseñas taurinas se publicaron en el periódico Diario de Madrid. Así, el 20 de junio de 1793, se publicó la primera crónica taurina de un festejo que, en sesiones de mañana y tarde, se había celebrado en la Corte el 17 del mismo mes y año, teniendo como protagonistas a los hermanos Pedro, José y Antonio Romero, miembros de la famosa dinastía rondeña. Entre los tres, según relata el anónimo cronista (Un Desconocido), se despacharon 16 toros.

Cabe señalar que, en la misma reseña, se habla del empleo de «banderillas de fuego», puestas a las reses que no aceptaron cierto número de varas. Por entonces, no existía regla alguna que indicase que toro debía sufrir tal castigo, pues todo se dejaba a la voluntad del presidente de la corrida. No obstante, sabemos que, a veces, las «banderillas de fuego» se ponían inmerecidamente a las reses para afrentar al ganadero.

La reseña histórica que comentamos, no tiene desperdicio. En ella se especifica que diez toros -que no eran como los actuales- recibieron 110 puyazos y fueron muertos de once estocadas, la suerte dominante. Conviene recordar que si las corridas eran un tanto distintas a las que tendrían lugar durante el XIX, incluso el XX, las «novilladas» no estaban aún definidas. En realidad, hasta mediados del XVIII no se anunciaron como tales. La denominación se aplicó, más bien, a un alarde en cuyo transcurso un cornúpeta embolado era muerto fuera del ruedo tras haber sido lidiado en él, aproximándose el espectáculo a una capea rural. Tales novilladas, resultaban un tanto amenas al sumársele componentes cómicos: mojigangas, pantomimas, e incluso fuegos de artificio. Sabemos que, hasta finales del XVIII, las corridas de toros se aderezaban incluyendo, en las mismas, una novillada. Finalmente, el público acabo hastiado, por lo que fue sumado al espectáculo, la lidia y muerte del bóvido, como en las corridas.

A veces, el espectáculo propiciaría la tragedia, más, cuando el matador se había convertido en ídolo popular. Tal es el caso de Pepe-Hillo (1801), cuya muerte llorarían   -202-   las duquesas y hasta la reina María Luisa. Tras su cogida mortal por no escuchar el consejo de Pedro Romero, fue trasladado al palco de la duquesa de Osuna, que en 1778 le había regalado un traje bordado por el afamado Bernardino Pandeavenas y que había costado casi 7.000 reales. Sabemos de regalos similares. Así el que Cayetana, duquesa de Alba, regaló a José Romero y que también pudo haber más, propiciando un escándalo (1787), que trajo como consecuencia el confinamiento de la duquesa de Alba. El affaire, llegó a ser comidilla nacional, incluso llegó a ser comentado un tanto indiscretamente por una visitante francesa450. Al parecer, la duquesa, alucinada por la faena de su torero, se arrancó un broche de diamantes de un zapato y se lo arrojó en medio del coso. Algo que hoy no nos extraña demasiado, conocidas los aspavientos femeniles que en nuestros días han podido verse ante un gallardo diestro, natural de Ubrique.

Pese a todo, el torero prestigiado y borracho de guapeza y gloria tenía que andarse con cuidado, fuera y dentro del ruedo. No en vano pasaría a la historia el fin del Conde de Villamediana por pasarse de listo. Fin que quizá nunca conoció Pedro Romero (Ronda 1754-1839), a quien se atribuye una reflexión en la que está la base del toreo de entonces: «el lidiador no debe contar con sus pies, sino con sus manos, y en la plaza, delante de los toros, debe matar o morir, antes que correr o demostrar miedo».




Los alberos del siglo XIX

El siglo XIX nos presenta ya una serie de ganaderías consagradas, plazas y cosos mejorados y también el emerger, tras la Guerra de la Independencia, de un fugaz liberalismo, un Borbón tan zafio como popular -Fernando VII- (al que, por cierto, se debe la creación, en el matadero de Sevilla, de la primera Escuela de tauromaquia) y una «afición» desmadrada. Ya un tanto entrado el siglo (1836), conocerá la publicación Tauromaquia completa de Francisco Montes, Paquiro (Chiclana 1805-1851), en la que se contiene una ordenación precisa y minuciosa del espectáculo. Ordenación que inspirará toda una serie de reglamentos administrativos que regirán ya el espectáculo hasta nuestros días.

Tal reglamentación se hacía realmente necesaria, tanto más cuando en el intervalo de la llamada Guerra de la Independencia tuvo que adecuarse en el primer cuarto de siglo y a las nuevas generaciones la antigua corrida de un número indeterminado de toros -generalmente 12 ó 14- de diversas ganaderías y que se celebraba en dos sesiones: una matinal y otra vespertina. De aquí que empezaron a imponerse los festejos de seis u ocho toros (lo que hasta entonces se llamaba «media corrida») pertenecientes, por lo general, a un mismo criador. Paulatinamente iría modificándose   -203-   todo, hasta que el reglamento de 1868 -del mismo año de La Gloriosa- establecería con carácter taxativo el número de seis toros, a lidiar por tres cuadrillas, solución que se ha mantenido hasta los tiempos actuales.

Por ello, la corrida conoce con el siglo XIX su institución e institucionalización en populosas villas y ciudades, pero a la vez su limitación a «profesionales», desechándose, mayormente, otras prácticas taurinas (encierros, suelta de toros y vaquillas, toros de cuerda o enmaromados, toros embolados y de fuego, alanceamientos cruentos, rejoneos desmesurados, etc.) que siguieron, sin embargo, practicándose en las llamadas «corridas de pueblo»451. Ahora, con su aceptación urbana, digamos «cosmopolita» que trasciende incluso a Ultramar, el ancestral rito del sacrificio del toro, extendido por toda la cuenca mediterránea y África Menor desde la Prehistoria, se ha desvirtuado sin saberlo al imponerse en nombre de la colectividad con un solo oficiante («el matador»), auxiliado por peones y caballistas. En el trance final, con el trasteo de muleta (cada vez más adornado, y «artístico») y la «estocada», el «oficiante» se enfrentará en solitario al animal-totem (?), al dios que ha de inmolar. ¿Acaso no es evidente que para que viva el hombre, ha de morir el dios?

Será sin embargo, ya entrado el siglo XX, cuando los antropólogos, analistas e historiadores de la religión acierten a vislumbrar en las corridas de toros el trasunto de viejos ritos sacrificiales, en los que incluso se imponía el «comensalismo»452.

Tales orígenes rituales, digamos sacramentales, quizá expliquen, en parte, el que Roma, es decir la Iglesia Católica, sin ver en la corrida remembranza de posibles taurobolios y criobolios, se mostrase un tanto reacia a aceptarla, incluso tras ser importado a la Ciudad Eterna el toreo a la jineta nada menos que por Cesar Borgia. Sabemos que la polémica se mantuvo en España durante siglos, con bulas breves y decretos que la atizaron, hasta el extremo de crear particular desazón en diversos estamentos, primero bajo los Hasburgo y después con los Borbones que intentaron inútilmente prohibirlas. Al no poder hacerlo, optaron por su institucionalización y con ella vemos que los toros habían terminado por invadir el terreno clerical al incluirlos en variopintos festejos y devociones populares. Sabemos incluso, que el uso de «hierros» y «divisas» taurinas a imponerse en el siglo XVIII, tuvieron un origen monacal. Así, la ganadería de los Cartujos de Jerez, con divisa blanca y los toros del Convento de San Agustín, que la lucieron roja y negra en 1746. También que el uso del herradero lo iniciase un cura ganadero, un tal Antero López.

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Realmente podría hablarse mucho, quizá demasiado, sobre las relaciones durante más de un milenio entre Iglesia y tauromaquia. Pero ello nos apartaría de nuestro discurso, incluso refiriéndonos únicamente al siglo XIX, dado que ello nos obligaría a hablar de relaciones, como la coincidencia de la celebración de las fiestas taurinas con un Santo patrón, la Virgen, Hermandades, Cofradías y demás. Sólo diremos aquí, empero, que en el siglo XIX el clero, previendo la Desamortización, optó por deshacerse de las ganaderías. Ello no será obstáculo para que, incluso todavía en el siglo XX, sepamos de acreditadas ganaderías, propiedad de opulentos eclesiásticos. Todavía, tras la Guerra Civil, (1941) hubo algún cura ganadero como Don Cesáreo Sánchez Martín, al que alcancé a conocer con un hierro muy «cristiano» para sus descomunales astados.

Y esto, con la independencia de la existencia de «toros eclesiásticos» que siguieron asimismo vigentes durante parte del siglo XIX y aún en el nuestro, motivando una particular bibliografía costumbrista453. Es obvio que durante todo el siglo XIX a nadie se le ocurrió bucear los orígenes de las corridas de toros más allá de los tópicos impuestos a partir de la obra clásica de Moratín. Ni siquiera a los mismos historiadores les vino a mientes el intentar explicarse cómo en las corridas pudiesen incluirse devociones, pantomimas, variedades y ¿por qué no? mujeres toreras454.

Por lo que se refiere a los historiadores del toreo ya aludidos, no faltarán -incluso bastante notables- durante todo el siglo XIX455, pero al triunfar las tesis de Moratín, jamás se les ocurrió insistir en la cuestión de los orígenes, ni siquiera hurgando ya en concretas tradiciones culturales, ya en devociones determinadas, a relacionar con fiestas sacras, efemérides, conmemoraciones patronales, festejos, etc. Dicha tarea, ya a mediados del siglo XIX, la asumirían los incipientes «folkloristas», antes que los etnólogos y antropólogos de hoy. Entre aquellos, aunque ya plenamente en nuestro siglo, quizá cabría recordar aquí al músico militar Bonifacio Gil García,   -205-   cuyo Cancionero Taurino recoge diversos legados del siglo XIX, entre los cuales se dan bastantes contaminados por las que llamaríamos «subculturas gitanas» que habrán de poner su granito de arena en toda la tauromaquia de los siglos XVIII y XIX, desde el momento en que los gitanos herreros se incorporan al mundo de los toros. Esta es una cuestión que indudablemente daría para otra comunicación y sobre la que aquí tendremos que pasar de puntillas. Su estudio habría que iniciarse quizá a finales del XVIII con el banderillero gitano Ojos grandes del linaje fragüero menor de los Santos, y podría continuarse un siglo después con Juan Antonio García Vargas El Terrible, picador en la cuadrilla de Chicorro. Estaba cantado, la decadencia de la fragua se suplió con el toreo y el cante. Bien o mal algunos gitanos que no engrosaron un naciente subproletariado urbano optaron por los toros, primero como subalternos y después como novilleros e incluso maestros durante todo el XIX, aunque sus diestros-estrella despuntarían en los primeros años de nuestro siglo. Así Cagancho, los Gitanillos de Triana, Gitanillo Chico, los Gitanillos de Camas, el Albaicín, etc.

Así, nadie pueda extrañarse que en las letras del siglo XIX se hiciera un tópico de los toros y su mundo incluyendo a veces en el mismo el universo gitano y el tema terminase por generar una compleja bibliografía que, independientemente de un sinfín de sueltos y artículos periodísticos, hoy suman más de 5.000 títulos456, dando vida a la que cabría llamar «literatura taurina», indudablemente subjetiva, pero que en manera alguna puede dejarse de lado a la hora de saber del siglo XIX, de sus cánones literarios y artísticos, de sus idearios, de sus inquietudes y de sus creaciones. Así y a la vez que admitimos que la tauromaquia pudo ser objeto de Historia, es obvio que pudo alentar géneros literarios -poesía, novelas, teatro y ensayo etc.-, y fuera inspiración de, pintores escultores, músicos etc.457, e incluso motivo de reflexión para folkloristas y pensadores varios.

Es sabido también que, durante todo el siglo XIX, se mantuvo un variopinto periodismo taurino que movió fervores y voluntades, e incluso hizo lógico que el tema taurino llegase a los más dispares géneros literarios.

De aquí que no quepa insistir en el ingente número de publicaciones que se dieron, algunas de escasa vida, ni tampoco cómo éstas llegaron a influir en el canon   -206-   literario. Señalaremos, no obstante, que muchas de ellas nutrieron las que hemos llamado «tauromanías», ya a favor, ya en contra de las corridas, influyendo en los cánones de la época. El caso es que nadie puede poner en duda que una mayoría de ese «pueblo soberano» que, trascendiendo del Antiguo Régimen y tras la Francesada, deja oír a sus representantes en la Constitución de Cádiz (1812) constituyó, independientemente de su estamento social, la llamada «afición», mayormente a favor de las corridas taurinas y haciendo suyo el lema ¡Pan y Toros!, que terminaría dando nombre a la pieza musical de Barbieri.

Pero también cabe recordar que, en el mismo siglo XIX, una serie de -llamémosle «literatos-estrella»-, las desaprobaron. Así, Mariano José de Larra (1809-1837), Cecilia Böhl de Faber, (1796-1877), Fernán Caballero, cuya novela La Gaviota (1849), decididamente taurófoba, cabe recordar; Carolina Coronado (1823-1911) y alguno más, entre los que se encuentran muchos literatos adscritos al costumbrismo romántico y cuya taurofilia no puede pasarnos desapercibida. Así, Ramón Mesonero Romanos (1803-1882), consagrado costumbrista; Santos López Pelegrín, Abenamar, a quien debemos la redacción de la ya citada Tauromaquia de Montes... También a gentes como Serafín Estébanez Calderón (1799-1867); Mariano José de Larra, en cuyas obras abundan alusiones, anécdotas, críticas y elogios de la fiesta. También cabría recordar, ¿por qué no?, a Eduardo López Bago y su novela zolesca Luis Martinez, el espada (en la plaza) (1886).

Por otra parte, todo el siglo XIX nos ha dejado un sinfín de poetas que viven en pleno romanticismo y que no desdeñan el tema taurino. Así Arolas, Arriaza y Maury, pero también Espronceda, el Duque de Rivas y José Zorrilla, quien, al igual que Lope de Vega dos siglos antes458, se mostraría un tanto ecléctico.

Ya con la Restauración -lo adelantamos al principio- krausistas e institucionistas se opusieron a la lidia al ver en la misma un claro obstáculo para la soñada europeización de España. Sabemos incluso de una interesante polémica mantenida por Gumersindo de Azcárate y Marcelino Menéndez Pelayo.

Conforme a su ideario, Menéndez Pelayo optaba por retroceder al Siglo de Oro, con sus logros positivos -entre los que nuestro polígrafo incluye su enfrentamiento a la herejía- como un periodo ejemplar. De aquí que viera en el toreo que emerge en el siglo XIX un fruto del rejoneo caballeresco del tiempo de los Austria, legado al vulgo y se empeñase en no ver en la tauromaquia algo negativo para la cultura hispánica. El filósofo José Ortega y Gasset, en parte producto del 98, quizá pensase lo mismo cuando escribía: «no puede comprender bien la historia de España desde 1650 hasta hoy, quien no se haya planteado con rigurosa construcción la historia de las corridas de toros en el sentido estricto del término». Para precisar después: «la   -207-   historia de las corridas de toros revela alguno de los secretos más recónditos de la vida nacional española durante casi tres siglos».

No obstante institucionistas como F. Giner de los Ríos y Joaquín Costa, exultantes de anhelos regeneracionistas, siempre vieron en los toros algo espúreo y deleznable, que encadenaba a España con África y la alejaba de Europa. Es obvio que todos estos sesudos ideólogos ignoraban que, en el Mediodía francés, en La Camargue, otros europeos vivían apasionadamente un «área cultural del toro bravo», cuyas vivencias inspiraron, ya en nuestro siglo, al francés Henri de Montherlant459 (1896-1972) un curioso relato semiautobiográfico, Los Bestiarios (1926), que mereció ser cuidadosamente traducido por Pedro Salinas. «Novela de acción» que sin embargo transciende del siglo XIX.

También transciende del mismo el caso del poeta Antonio Machado, hermano de Manuel -hijos ambos de Antonio Machado y Álvarez, introductor en España del estudio del llamado Folklore-. Antonio Machado, en 1896 y en la revista El Correo Literario, se nos presentaría como un auténtico taurófilo, ensalzando al torero Bombita. Sin embargo, años después, escribiría aquellos versos inolvidables: «la España de charanga y pandereta/ devota de Frascuelo y de María...». Pero también se expresaría por boca de «Juan de Mairena». En realidad, no sabemos qué pensar. Por su parte, Manuel Machado fue autor de una estupenda composición La fiesta nacional (1906), que trasciende del siglo XIX, pero que figura en varias antologías.

Podríamos terminar aquí con la afirmación de que el tema del toro, ese toro cuya piel llegó a convertirse desde siglos antes por feliz comparación del historiador romano Estrabón en un mapa virtual de la Península Ibérica, pudo muy bien configurar todo un canon literario en el siglo XIX, dado que la Edad de Oro de la tauromaquia tuvo ocasión de manifestarse en el mismo quizá a partir de que el torero Francisco Arjona Herrera, conocido como Cuchares en la historia de la tauromaquia, hizo posible que se hablase de «El arte de Cuchares».Después, ya en la mitad del siglo XIX, figuras como Lagartijo y Frascuelo llevaron la tauromaquia a su esplendor. Rafael Molina Lagartijo, cordobés mostraba en los ruedos, desde que hacía el paseíllo, una elegancia natural. A su vez, el granadino Frascuelo, de enorme arrojo, acabó con el cuerpo cosido a cicatrices. La competencia entre ambos fue harto dura en una época en que los toros eran más fieros, de mayor corpulencia y trapío que en la actualidad. Ambos matadores se retiraron a finales de siglo. Lagartijo, en 1893, después de haber toreado más de 1700 corridas. El pintor Julio Romero de Torres lo retrató. Le sucedieron otro cordobés, Rafael Guerra Guerrita, y Manuel García El Espartero, que pereció trágicamente por la cornada de un miura, Barrigón, el 25 de mayo de 1894. A él se debió la frase hecha tópico literario «Más cornadas da el hambre». Hoy sabemos, no obstante, que un torero a finales del siglo XIX podía ingresar entre siete y diez mil pesetas, pero un espada famoso podía   -208-   ganar quizá veinte veces más. Así sabemos que Rafael Guerra Guerrita, en una temporada mató 225 toros, cobrando por ello 76.000 duros, pudiéndose retirar rico y acaudalado terrateniente. De aquí que también circulase el tópico «Gana más que un torero». Mazantini, que fue competidor de Guerrita, recibiría la alternativa en Sevilla en 1899, último año del XIX. Se retiraría, no obstante, diez años después, haciéndose un sitio en la política. Y nada más, so pena de salirnos del siglo. Pero permítaseme una observación. Esta es que las tauromanías literarias del 98 transcenderían indudablemente a nuestro siglo en grupos como el que integraron la llamada Generación del 27. Atrás indudablemente habrían quedado antitaurinos como el cubano José María de Heredia y taurófilos como ese gran periodista que fue Mariano de Cavia (quien firmaba sus crónicas taurinas como «Sobaquillo»), pero emergían dubitantes como «Juan de Mairena» a la vez que toreros como Ignacio Sánchez Mejías, que se significó el mismo 1927 como mecenas del grupo, recibiéndoles en su cortijo sevillano de Pino Montano, y poco después con sus pinitos literarios, hasta que el 11 de agosto de 1934 y tras una irrazonable vuelta a los ruedos, sufriría una dramática cogida en la plaza de Manzanares que le haría inmortal al constituir su muerte el sobrecogedor pretexto para que le cantasen sus amigos poetas: Alberti, Diego, Cossío, Hernández y particularmente Federico García Lorca, que con su Llanto hizo revivir para siempre a Ignacio Sánchez Mejías. Y con esta observación ponemos punto final.





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«Artículos»/«cuentos» en la literatura periodística de Clarín y Pardo Bazán460

José Manuel GONZÁLEZ HERRÁN


Universidad de Santiago de Compostela

En las páginas introductorias al volumen noveno de la Historia de la Literatura Española (Espasa-Calpe), lamenta su coordinador que la investigación sobre periodismo y creación literaria en la segunda mitad del XIX tenga pendientes, entre otras cuestiones, las relativas a la propia esencia de esta modalidad de «escritura»; lo que acaso obedezca al «sistema genérico tripartito -poesía, teatro, narrativa-, que todavía se ofrecía como modelo teórico-literario a los estudiantes de «Literatura española» de principios del siglo XX» (Romero Tobar, 1998: L). En efecto, uno de los puntos más imprecisos en la constitución del «canon» de las letras decimonónicas (y no sólo de las españolas) es la relativa a la literatura periodística, tanto por su problemático emplazamiento en aquel «sistema tripartito», como por la misma definición (entendida esta como «delimitación») de sus modalidades de escritura; aunque sí parezca haber cierto consenso a la hora de fijar sus autores y textos «canónicos»: ¿quién discutiría a los dos nombres de quienes me propongo hablar aquí un lugar preeminente en la literatura periodística en nuestro siglo XIX?

En un artículo titulado «Los periódicos», publicado en El Español el 28 de octubre de 1899, confesaba Clarín: «De mí sé decir, que cuando se me pregunta qué soy, respondo: principalmente periodista» (cit. por Lissorgues, Clarín político I, 1989: 35). En efecto, aparte de sus dos novelas y sus folletos literarios, casi toda su producción literaria vio la luz primera en las páginas de la prensa periódica. Aunque el conjunto siga aún lamentablemente disperso, podemos hacernos una idea aproximada de su amplitud gracias a los rigurosos inventarios confeccionados por Yvan Lissorgues (1980), quien ha calculado en dos mil las colaboraciones de prensa que llegó a firmar -con aquel o con otros seudónimos- entre 1875 y 1901461. Por lo que se refiere a Pardo   -210-   Bazán, aunque no haya constancia de una confidencia similar a la citada de Alas, no puede cabernos duda de su vocacional profesión periodística, iniciada cuando no había cumplido quince años y prolongada hasta los setenta, en los días inmediatos a su fallecimiento462. Tampoco se ha rescatado totalmente -aunque la tarea esté iniciándose ya- esa parcela de su obra; y si bien su inventario está pendiente de confección, no parece exagerado conjeturar que el número de sus colaboraciones periodísticas supera ampliamente las dos mil463. Sorprende que, con tales datos, aún no se haya emprendido el estudio sistemático y de conjunto de la obra periodística de esos dos nombres fundamentales (con Larra, los más importantes y valiosos en su siglo) en el «canon» de la literatura periodística española; y la existencia de alguna valiosa aproximación parcial apenas consigue cubrir parcialmente la carencia que señalo.

No es este ni el lugar ni la ocasión para remediarlo; aunque sí quisiera, a través de algunos ejemplos seleccionados, plantear una cuestión que tengo por crucial en tal estudio; y que, por sus implicaciones de índole «canónica», espero interese a los convocados en este encuentro. El problema -que no es sólo terminológico- se refiere a la caracterización genérica de buena parte de esos escritos que, soslayando una más precisa denominación, vengo denominando colaboraciones periodísticas: ¿qué textos incluimos bajo tal rúbrica? Porque he de advertir que, en los cómputos que antes apunté, la suma reúne no sólo los que convencionalmente llamamos artículos (sean de actualidad, de crítica artística o literaria, de divulgación científica, de reflexión política y social, etc.), sino también los cuentos, pues todos ellos se sirvieron de un mismo cauce formal -las columnas periodísticas- y pretendían un mismo destinatario, el lector de prensa.

En su monografía El cuento de la prensa y otros cuentos ha notado Ezama los borrosos límites que separan en las páginas del periódico el cuento (con los sinónimos entonces habituales: «relación», «leyenda», «relato», «historia», «sucedido», «episodio», «narración», «boceto», «cuadro», «tradición», «apunte», «anécdota», «fábula», «apólogo», «bosquejo», «cuadro») y el artículo (que a veces también puede compartir con aquel alguno de los sinónimos citados: «boceto», «cuadro», «apunte», «bosquejo»); y señala cómo en ocasiones esa «forzosa convivencia de formas literarias y periodísticas en el seno de las publicaciones periódicas determina el mutuo influjo entre ambas» (Ezama, 1992: 33 y 43). Sin duda, es posible una distinción nítida en muchos casos, pero no en todos: aunque nadie pondrá en duda el carácter ficticio de textos como «Un destripador de antaño» o «El diablo en Semana Santa», y el «ensayístico» de La cuestión palpitante o «Del estilo en la novela», la consideración resulta menos segura en algunos solos y paliques del catedrático de Oviedo, o en ciertas crónicas de «La vida contemporánea de la coruñesa.

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El problema, en su dimensión «genérica», tiene que ver con lo que la estética de la recepción (Jauss, 1978: 49 y ss.) denomina «horizonte de expectativas». Porque ni Alas, ni Pardo, ni sus lectores, ni los directores de aquellos periódicos se planteaban (al menos, no en los términos de «denominación» que tanto nos importan hoy) si sus colaboraciones en El Solfeo, La Época, El Imparcial, La Diana, El Día, Madrid Cómico, La Ilustración Artística, La Nación, Blanco y Negro o ABC eran «cuentos», «artículos» u otra cosa. Por algo Alas se sirvió de un variadísimo catalogo de denominaciones (preludios, solos, paliques, sátira, confidencias, cavilaciones..., entre otras más convencionales) para sus trabajos periodísticos, según ha comentado Ullman (1983) acerca de la cuestión genérica en la prosa no ficticia de Alas.

Ahora bien, esa distinción que nos ocupa no debiera limitarse sólo a los conceptos «artículo» y «cuento», pues hay una modalidad -a veces, intermedia, otras, mixta- representada por cualquiera de las formas breves del llamado género de costumbres («apunte», «cuadro», «escena», «tipo»...), cuya consideración puede ayudarnos a un más preciso planteamiento del problema464.

Comencemos por la obra de Alas.465.

En El cuento español: Del romanticismo al realismo, el maestro Baquero Goyanes distinguía en la narrativa breve   -212-   clariniana dos bloques: «el integrado por los que podríamos llamar cuentos propiamente, y otro en el que habría que incluir aquellos relatos breves que se acercan efectivamente al cuento, pero también participan en mayor o menor proporción de los rasgos propios del ensayo, el artículo satírico y muy especialmente, del artículo de costumbres» (Baquero, 1992: 251). Por su parte, Yvan Lissorgues, en su antología de Narraciones breves de Clarín, ha llamado la atención sobre «cierto número de «textos» (más de cincuenta), de crítica política o literaria o de sátira de costumbres, que por el tema son artículos, pero que tienen cierta factura literaria»; y, tras mencionar varios ejemplos (alguno de los cuales comentaré aquí), concluye que «no hay radical discontinuidad entre algunos artículos y otras producciones satíricas que solemos llamar cuentos». Avanzando en la cuestión que aquí nos ocupa, plantea luego si determinados textos satíricos son cuentos o cuadros de costumbres: en su argumentación, «emplear la palabra costumbrismo para caracterizar algunos relatos (o ciertos aspectos de ellos) no resulta satisfactorio», de modo que «si es evidente que la palabra costumbrismo no se puede emplear en el caso de Clarín, tampoco es adecuada la denominación de Cuadros de costumbres para designar algunos de sus relatos cortos; en conclusión, propone que «para distinguir claramente esas narraciones de Alas del género costumbrista, lo mejor es considerarlas meramente como cuentos satíricos» (Lissorgues, 1989: 15-17 y 20-21). Más recientemente, en un magistral trabajo sobre la narrativa breve clariniana, Gonzalo Sobejano, tras reconocer en ella una «dependencia indudable respecto al costumbrismo [...] en el linaje de Larra» (1997: XVII), pondera «el talento peculiar de Clarín para combinar géneros varios en un resultado actual, atractivo, periodístico», que le lleva a «aliar costumbrismo, sátira, poema en prosa, diálogo, ensayo, leve palique y anhelosa filosofía» (1997: XIX).

Las muestras más tempranas que podríamos aducir de esas «combinaciones» y «alianzas» de géneros en la obra de Alas corresponden a sus escritos de adolescencia: como es sabido -o acaso no tan sabido como debiera-, entre marzo de 1868 y enero de 1869, entre sus 16 y 17 años, el futuro Clarín confeccionó en solitario (aunque firmase con los seudónimos Juan Ruyz, Mengano, Benjamín o el acrónimo L. A. U.) un «periódico humorístico», Juan Ruiz, de cuyo único ejemplar manuscrito hay transcripción editada por Sofía Martín-Gamero. Según indica ésta al describir los contenidos de los cincuenta números que alcanzó, en cada uno de ellos hay -además de artículos de tema político, literario o crítico, poesías, aleluyas, charadas, comentarios y correspondencias de imaginarios lectores- «lo que llama un croquis, que es una escena cómica o historieta, en forma de diálogo generalmente [...] y, a veces, prosa narrativa» (en Alas 1985: 12-13); es decir: artículos de costumbres y cuentos.

En efecto, buena parte de los textos en prosa de Juan Ruiz pertenecen al «género de costumbres», en cuya escritura evidencia el joven Alas su conocimiento de los grandes maestros (principalmente Larra, elogiado en el artículo «Fígaro y La Menais [sic, por Lamennais]»). Pertenecen a la modalidad de «tipos» los titulados «Mi amigo Pepe» («no es raro porque su carácter distintivo es el no distinguirse en nada», 48), «Un muchacho que promete», «La opinión de mi abuela sobre la libertad de cultos», «Los candidatos» (que son cuatro: «Un título», «Un neo», «Un ministerial» y «Un patriota»); hay otros en que la caracterización del «tipo» se hace según su propia voz («Soliloquio de un neo. En vista de lo que pasa») o mediante la transcripción de cartas: «Carta de una señora a Juan Ruiz», «Carta de Juan Ruiz a una señora católica (contestación [a la anterior])», «Epistolario. Cartas de un liberal a un neo y viceversa» (de las que sólo ofrece la «Carta primera»).

Pero la mayoría corresponden a la modalidad de «cuadros» o «escenas de costumbres», que están total o parcialmente dialogados: «El Domingo de Pascua», «Los bañistas» (subtitulado «cuadros al fresco», en tres entregas), «Los exámenes», «Vamos trampeando», «La paga de Navidad»; algunos mezclan la narración y el diálogo dramático», o se presentan en forma teatral: «Toos semos iguales», en cuatro cuadros («En la fuente», «En casa», «En la plaza» y «En cualquier parte»), «De Oviedo a Gijón» (rotulado «croquis» y organizado en dos cuadros titulados respectivamente «Al pie del coche» y «Dentro del coche»), «De baber», «Por debajo de la mesa» (donde declara así el carácter arquetípico consustancial al género: «como este caso que voy a contar hay muchos, que a no ser así no habría para qué contarlo», 367), «Los liberales en el teatro», breve comedia en prosa y verso, «Y la casa por barrer», cuadro en verso que se presenta como escenas 5.ª y 6.ª «de una comedia inédita». Señalemos también la presencia de varios apuntes costumbristas -«tipos» y «cuadros»- totalmente versificados, modalidad no tan insólita en el género: «Los   -213-   neos», «El Bien del País», «Una junta local», «Los pasteleros», «¡Por amor de Dios! (Lamentos de un turronero)», «Al obispo (firmado por Un mendigo con sotana)».

Entre los cuentos, algunos son breves («Los estrechos» e «Historia de un papel de cigarro contada por el interesado», que subtitula «cuento inverosímil»); otros, más extensos, reparten su relato en varios números del periódico: «El Marqués de la Ensenada», que inaugura la serie «De hombres célebres, biografías celebérrimas», inconcluso tras cuatro entregas: «El que tragó el molinillo. Desventuras de un hombre de bien», especie de novela corta que tampoco concluye, tras once entregas; «El arte de enseñar... las pantorrillas», relato en dos entregas; «El caramelo», subtitulado «cuento raro», en tres entregas. A veces, la ficción adopta una dimensión levemente fantástica, a la manera de los Sueños quevedianos: «¡Me aburro!» (subtitulado «artículo-fantástico-filosófico-burlesco»), «El Selenita» (en verso), «Fantasía... griega -y tan griega-»; y, aunque no son exactamente relatos, tienen dimensión narrativa varios artículos que enmascaran su reflexión crítica (literaria, social o política) bajo la forma de ficción autobiográfica: «La plaza de toros», «Una elegía», «Recuerdos», «Con dolor de muelas», «Una noche de bureo» y «Mi tío y yo», texto cuyo interés merece un comentario más detenido.

Aparecido en número 19 de Juan Ruiz (30 de agosto de 1868) y firmado por «Benjamín», es un artículo, a la vez de costumbres y de crítica literaria, con una leve trama argumental, cuyo tono y tratamiento anuncia el de los futuros paliques; entre sus personajes aparece, por vez primera en la ficción de Alas, un «tipo» que reencontraremos en muchos de sus cuentos y novelas: el «sabio» que versificó en su juventud (lo que justifica una digresión sobre los vicios de la mala poesía) y que ahora, dedicado a la escritura erudita, aborrece la de creación466. A ese su tío don Tomás acude «Benjamín» en busca de consejo: ha recibido una carta en la que «Juan Ruyz» le invita a colaborar en su periódico; la conversación entre tío y sobrino permite al joven Alas exponer unas ideas, sorprendentemente maduras, acerca de la fiebre literaria que aqueja a algunos muchachos de su tiempo: «Un chiquillo de esos que se meten a literatos nada más que porque se les pone a ellos en la cabeza que sirven para el caso. Habrá hecho dos o tres romances en í, é, ó o ú, hablando mal de todos y de todo y mas que nada de los neos. Escribirá de religión en sentido anfibológico y como con lástima, combatirá las corridas de toros sin haberlas visto en su vida, se compadecerá de los maridos, renegará de las mujeres y todo esto nos regalará entre muletilla y muletilla» (205). La conclusión del relato no puede ser más ejemplar: tras escuchar la vana conversación de una tertulia de esos jóvenes literatos, «Benjamín» toma una decisión: será escritor, pero para combatir la mala literatura: «No quiero ser uno de tantos pero voy con Juan Ruyz y le prometo a V. que todo lo que escriba, o la mayor parte, ha de ser contra esa plaga de chiquillos audaces, tontos, ignorantes y necios» (208).

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A primera vista, esas palabras escritas a los dieciséis años podrían tomarse como una declaración de lo que ha de ser el programa crítico de Clarín. Pero su posible entusiasmo se tiñe de escepticismo si las ponemos al lado de estas de su «Carta a un sobrino disuadiéndole de tomar la profesión de crítico», recogida en Nueva campaña (1887) y que, en cierta medida, es una recreación de aquel otro de Juan Ruiz:

Dices en tu carta malhadada, a la que enseguida contesto por si llego a tiempo de evitar el daño, que sientes vocación invencible de crítico y que lo has de ser pese a quien pese, y que a mí toca darte consejo y avisos oportunos. El mejor consejo es éste: que Dios te libre de criticar a hombre nacido; y ni en tus propias acciones debes escudriñar mucho, si no quieres caer en aborrecimiento de ti mismo.


(103)                


Tras estos juegos infantiles, el joven Leopoldo Alas, estudiante de Leyes en Madrid, inicia su carrera periodística propiamente dicha en 1875, firmando con diversos seudónimos («L A», «Zoilo», «Zoilito», «Clarín», «Clarinete», «C.») en los periódicos El Solfeo y La Unión: gracias a las cuidadosas pesquisas de Jean-François Botrel -y a falta de esa tan necesaria como prometida recopilación íntegra de la obra periodística clariniana- tenemos una buena selección de esos primeros artículos, que su editor tituló Preludios de «Clarín» (1972). Para lo que hoy aquí nos importa hay textos muy notables: los titulados «Estilicón. Vida y muerte de un periodista» y «Post prandium. Cuento trascendental», son verdaderos cuentos (los más antiguos de los suyos, según aquellos críticos que no tienen en cuenta, o desconocen, los escritos en Juan Ruiz); otros son textos inequívocamente costumbristas: algunos en verso («Recuerdos de un idilio», «Filosofía... de primeras letras», «La aldea. El cacique») entrarían en la categoría de «tipos»: los dos primeros, publicados en números sucesivos de El Solfeo, retratan al cura de misa y olla y al maestro de escuela, cuyo contraste -uno, «notable por lo opulento», otro, «siempre hético y hambriento» (6-9)- muestra la intención social y política de la sátira; reiterada en otro preludio, «Caso de conciencia», en el que se sirve de un recurso de larga tradición en el género de costumbres, la transcripción de una supuesta carta: en este caso, de otro famélico maestro rural -cuyo nombre es de transparente simbología: Nicomedes Niceno- que consulta una duda teológica; similar procedimiento al empleado en «La adhesión», donde se copia una carta en la que Juan Lanas, «personaje conocido de todos, se ha adherido al posibilismo» (183). También constituye un tipo el diseñado en la segunda parte del artículo «Azotacalles de Madrid. La procesión por fuera.- La beata», de especial interés por anunciar -diez años antes- uno de los temas de su obra maestra: «¿Quién tiene la culpa -dice en sus líneas finales- de que tantas mujeres (porque son muchas) se conviertan en otros tantos Quijotes con devocionarios? ¡Sus directores espirituales!» (28).

Esos tempranos ejemplos muestran cómo el periodismo político de Alas se sirve de procedimientos o recursos narrativos; lo cual no es ninguna originalidad: ya notó Laura de los Ríos en su libro pionero cómo ciertos textos clarinianos «pertenecen a   -215-   ese tipo de artículo-cuento, de tan brillante tradición en nuestras letras, que hasta cierto punto, enlaza a Clarín con Mesonero Romanos, Estébanez Calderón y el propio Larra» (De los Ríos, 1965: 260). Nuestro autor continuará haciéndolo a lo largo de su carrera periodística; en los dos tomos de la utilísima recopilación que Yvan Lissorgues tituló Clarín político encontramos abundantes ejemplos de ello: así, las despiadadas caricaturas de Cánovas correspondientes a fechas muy diferentes: de 1876, «Vasco del Canastillo. Descubrimiento y conquista de las Batuecas»467; de 1882, «El hijo del aire» (subtitulada «Biografía de D. Antonio Cánovas del Castillo, escrita en 1893 por un su criado»); y de 1895, «Excavaciones». También se sirve de recursos costumbristas (breve cuadro teatral, versos que parodian una canción esproncediana) un «Palique electoral» de 1879, contra el caciquismo asturiano de los Pidal; o una «Revista mínima» de noviembre de 1889 en La Publicidad, verdadero cuadro de género protagonizado por dos arquetipos sociales: D. Serapio, uno de esos «hombres que salen todos los días de casa con sus opiniones hechas para todo el día» y D. Agapito, «un tragaldabas de la prensa [que] devora noticias que no le importan, artículos que no entiende, y lee por leer, porque no piensa en lo leído» (208). En la recopilación de textos que publica en 1893 con el título Palique, aunque su contenido sea eminentemente crítico-literario, incluye dos textos costumbristas de intención político-social: el «tipo» «Un candidato», caricatura de ciertos ejemplares de la fauna política, y el «cuadro» «Diálogo edificante», en que la Catedral de Oviedo y la capilla evangélica debaten sobre la libertad de cultos.

Pero esta confusión o ambigüedad genérica (artículo / cuento / cuadro de costumbres) no se produce sólo en la parcela del periodismo político de Alas; también en su faceta como crítico literario podemos encontrar varios ejemplos. En 1881 publica su primer libro, Solos de Clarín, que es una selección de textos breves previamente aparecidos en la prensa periódica: casi todos reseñas y artículos de crítica literaria, pero también -y esto es muy pertinente al asunto que vengo tratando- seis textos narrativos, cuya inclusión justifica así: «A guisa de entreacto o de entremés van sembrados por el librito algunos cuentecillos más o menos tendenciosos, sin más propósito por mi parte que el de entretener, si puedo, al lector» (229). Tres de esos que Alas llama cuentecillos, son relatos stricto sensu: «La mosca sabia», «El doctor Pertinax» y «El diablo en Semana Santa»; los otros tres, como señala Richmond (1998: 615), «están en la línea costumbrista»; aunque cabría distinguir el titulado «De la comisión» (biografía ficticia de un personaje con ciertos rasgos de tipo costumbrista) de los titulados «De burguesa a cortesana» y «De burguesa a burguesa», verdaderos «apuntes» costumbristas, según la vieja fórmula en el género de retratar un «tipo» a través de sus cartas.

Esa mezcla de artículos de crítica literaria y cuentos468 no la repetirá Alas -salvo las pocas excepciones que señalaré- en sus siguientes volúmenes recopilatorios, que   -216-   distribuyen claramente diferenciados los textos de ambos géneros: La literatura en 1881 (en colaboración con Palacio Valdés, 1882), Sermón perdido (1885), Nueva campaña (1887), Mezclilla (1889), Ensayos y revistas (1892), Palique (1893/1894), Siglo pasado (1901), son colecciones de reseñas, artículos y ensayos críticos; Pipá (1886), El Señor y lo demás, son cuentos (1892), Doña Berta. Cuervo. Superchería (1892), Cuentos morales (1896), El gallo de Sócrates (1901), reúnen relatos de diversa extensión. Tan nítida distinción no impide que, excepcionalmente, encontremos algún texto de carácter narrativo, preferentemente en su modalidad costumbrista, en determinadas recopilaciones críticas: «El genio (historia natural)», «El poeta-búho (Historia natural)», «Don Ermeguncio o la vocación (del natural)», en Sermón perdido; «Los grafómanos», «Carta a un sobrino disuadiéndole de tomar la profesión de crítico», «Impresionistas», «Críticos anónimos», en Nueva campaña; «Un candidato», «Diálogo edificante», «Colón y compañía», en Palique; «La contribución», «Jorge. Diálogo, pero no platónico», en Siglo pasado. De todos ellos, atenderé aquí, como más pertinentes al asunto que ahora nos ocupa, a los específicamente costumbristas.

«El poeta-búho» es para Ezama (1997: LXVII) «un texto conflictivo en su concepción genérica, ya que se sitúa en el punto de cruce entre la pura ficción literaria y la crítica»; entre las etiquetas con que -según recuerda- ha sido catalogado, anotaré aquí las de apunte o artículo satírico, sátira en forma de cuento, cuento de sátira literaria; en efecto, la modalidad empleada en él no es muy diferente de la que veíamos en los textos que aquí vengo recordando: un cuadro protagonizado por un tipo ejemplar en la fauna literaria: don Tristán de las Catacumbas -una vez más, esa simbología onomástica tan característica del género-, que es «poeta inédito, de viva voz», y cuyos versos, tan disparatados como ridículos, son objeto de transcripción comentada en el texto; el mismo recurso que Alas solía emplear en sus artículos de crítica higiénica y policíaca (pero también en sus ficciones: recordemos, por caso, la elegía funeraria de Trifón Cármenes, en La Regenta).

Los cuatro recogidos en Nueva campaña ejemplifican cómo la crítica literaria puede hacerse mediante la caricatura de un determinado «tipo» de escritor («Los grafómanos», «Impresionistas») o de crítico («Críticos anónimos», «Carta a un sobrino disuadiéndole de tomar la profesión de crítico»); y en Palique el titulado «Colón y compañía» satiriza el tipo del que llama «erudito de Centenario»: en todos estos textos hay lo que Ezama (1997: XCV) denomina «una prolongación (mediante la demostración narrativa) [...] de los artículos de crítica estrictamente literaria».

El último libro de Clarín, Siglo pasado, se publicó póstumo en 1901; aunque no tuvo tiempo de escribir el prólogo (donde, según J. A. Valdés, que es quien lo firma, explicaría «la razón del título y [...] algunas consideraciones acerca de los trabajos insertos en el volumen», 5), la selección fue suya: de los once reunidos, dos son relatos, aunque su carácter narrativo presenta alguna peculiaridad, sea por sus procedimientos literarios o por su intención y sentido: «La contribución» es un breve cuadro dramático («Tragicomedia en cuatro escenas», le subtitula el autor) con la guerra de Cuba como fondo temático; «Jorge», al decir de Ezama (1997: XCIX),   -217-   «presenta problemas de conceptuación genérica, ya que, aunque dotado de un cierto grado de ficción [...] utiliza procedimientos habituales en los artículos críticos clarinianos, como el diálogo y la sátira». Notemos también que, entre los demás artículos, dos tienen cierta dimensión narrativa: «No engendres el dolor» aparenta ficción autobiográfica (con algo de fantasía onírica), y el ensayo «La leyenda de oro» adopta la forma epistolar, como cartas cruzadas entre una lectora -«Elisena»- y un crítico -«Eliseo»- que intercambian opiniones, consultas y consejos sobre diversos libros.

Al igual que Alas, también Pardo Bazán dio tempranas muestras (relatos y poemas) de su vocación literaria, que -acaso por el reconocido prestigio de su padre como político y publicista- alcanzaron a verse impresas en álbumes y periódicos de Galicia y de Madrid cuando su autora no había cumplido los quince años469. Tras esas primeras experiencias con la pluma, el nombre de Emilia Pardo Bazán alcanza un cierto prestigio (al menos, en la sociedad literaria gallega) a raíz de haber obtenido -en reñida competencia con su paisana Concepción Arenal- el certamen de estudios sobre el Padre Feijoo celebrado en Orense en 1876 (con un trabajo que, publicado en Madrid al año siguiente, sería su primer libro). Su firma se reitera en diversas publicaciones, antes de encargarse en 1880 de la dirección de la coruñesa Revista de Galicia: la publicación en que colabora con más asiduidad, durante cuatro años, es la orensana El Heraldo Gallego, que dirigía Valentín Lamas Carvajal; pero también escribe en La Revista Compostelana, La Ciencia Cristiana, La Niñez, La Ilustración Gallega y Asturiana, Revista Europea, Revista Española sobre temas muy diversos: divulgación científica, geografía y arte regionales, estudios históricos y literarios, relatos, apuntes o cuadros de costumbres... Detengamos nuestra atención en los pertenecientes a esta modalidad.

El costumbrismo en la literatura pardobazaniana es un tema pendiente aún de estudio detenido y que considero fundamental -como en el caso de Alas- para un más preciso conocimiento y valoración, tanto de su obra crítica como de su producción narrativa. Como ella misma señalaría años más tarde en el capítulo XIX de La cuestión palpitante (1883)470, para los escritores del realismo español el género de costumbres en sus diversas modalidades breves (escenas, tipos, apuntes, bocetos, cuadros) fue su banco de pruebas antes de lanzarse al campo de la novela extensa: Pereda es acaso el ejemplo más representativo471, pero no el único; también Pardo Bazán hizo lo propio, aunque sus escritos costumbristas primerizos, publicados en El Heraldo Gallego, sean casi desconocidos, porque doña Emilia nunca los rescató; y es lástima pues en ellos puede advertirse cómo la joven escritora posee ya en grado notable algunas de las cualidades que tan precisas le serán en su cultivo del género narrativo.

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Así sucede con la serie «Bocetos al lápiz rosa», que, con los recursos usuales del género (mezcla de reflexión, descripción, narración y diálogo), se ocupa de temas tales como las modas indumentarias («La moda y la razón»), la literatura («El oficio de poeta») o las convenciones sociales («Los contratos sociales»). Los tres textos reiteran el mismo procedimiento constructivo: comienzan con unos párrafos introductorios, en estilo ensayístico y modo reflexivo, que plantean el «problema» objeto de análisis; como ilustración, se refiere una situación («escena») o se presenta un comportamiento («tipo») que, por paradigmáticos, ejemplifican aquel problema472; cierra el trabajo un párrafo que resume las conclusiones deducidas de las escenas o tipos mostrados. Otra serie titulada «La evolución de una especie», en dos entregas sucesivas («La especie antigua» y «La especie actual») analiza los cambios que se aprecian entre la tradicional cocinera de familia y la moderna; tanto el título, de irónica resonancia darwinista, como la terminología («es un curioso ejemplar cuyos congéneres probablemente no se hallarán a fines del siglo sino tras de las vidrieras de los Museos», 149) adscriben estos textos a la moda de las «fisiologías», sin que falte el propósito sociológico-moral, obligado en el género:

Los rasgos del tipo que diseño están calcados sobre la realidad y toda persona que rija casa habrá comprendido que este artículo jocoso versa sobre un asunto serio. Nadie desconoce cuánto se ha perdido en servicio doméstico y a nadie se le oculta lo que afecta a la moral su estado de incultura y grosería, y la relajación del vínculo cariñoso que ayer ligaba a criados y amos.


(Nota a pie de p. 158)                


Especialmente interesante como esbozo de un tipo literario que la autora desarrollará en algunas de sus novelas de madurez es el artículo -a la vez «cuadro» y «tipo»- «El cacique»; a través del diálogo entre el mencionado en el título y el pintor que le está haciendo un retrato (acertada metáfora del literario que el propio texto pinta) se analiza en clave humorística la mentalidad, usos y formas de tan señalada institución político-social. El lector de Los Pazos de Ulloa puede reconocer aquí motivos y asuntos de esa novela: la usura («yo cobro las rentas del señor, pero al señor poco le interesa que se las entregue no bien las cobro. Supóngase que cobro en julio, y que hasta el julio que viene no presento la cuenta: mientras el caudal anda desparcido en préstetos, y ya produjo [...]», 209), las influencias políticas («si todo el país no estuviera en un puño mío, mal podría el señor pasearse por Madrid [...] sin contar conmigo nadie se mueve en el distrito», 209-210); y, sobre todo, las trampas electorales, de las que aquí se ofrece un rico muestrario:

como la oposición hacía tantas tropelías, nos vimos negros para que corrieran las listas y pasasen votando unos difuntos que hacía poco que murieran, y los nombres de unos niños de tres o cuatro años, que poco les faltaba para llegar a la edá [...] En vista de lo bien que saliera   -219-   esta maña, inventé otra de poner unos chiquillos a las puertas del colegio, con orden de echar aguarrás por las capas de los contrarios conforme fuesen entrando, y después con un misto pegarles fuego: el primero que se vio chamuscado salió como un cohete y los otros detrás.


(210-211)                


Con todo, el aspecto más interesante de este texto está en la dimensión metaliteraria a que antes aludí: en el diálogo entre retratista y retratado se deslizan ocasionalmente reflexiones alusivas al arte y sentido de esta clase de apuntes: «fisonomías como la de usted gustan con extremo a la masa común de las gentes, que perdona la rudeza de sus líneas en gracia de la viva penetración que revelan para abrirse camino y asegurarse el éxito en este mundo redondo» (218).

Aunque en rigor no sea un artículo de costumbres, sino una reflexión teórico-sociológica sobre el género, merece especial atención el trabajo titulado «Tipos de tipos», que en el n.º 15 de la Revista de Galicia (10 de agosto de 1880) aparece firmado por Z..., pero que sin duda es de doña Emilia; la cual -según ha demostrado convincentemente Ana Freire en su espléndida edición facsimilar-, además de dirigir la revista, colaboró en ella firmando con su nombre o con seudónimo473. El trabajo comienza observando cómo

los reconocidos tipos provinciales tienden de día en día a desaparecer de España merced a las constantes modificaciones que en trajes, dialectos, costumbres y caracteres experimentan los pueblos todos con el trabajo de asimilación, determinado por la creciente facilidad de comunicaciones y otras causas anexas al desarrollo y adelantos de la civilización moderna...


(225)                


Tras esa queja, que reconocerá fácilmente el lector familiarizado con la literatura de costumbres romántica y postromántica, el artículo sugiere el interés que tendría rescatar, en un volumen ilustrado, una galería de esa clase de tipos, famosos o populares por sus excentricidades, rarezas o manías; un conocido dibujante, Federico Guiasola (por cierto, ilustrador de El Heraldo Gallego) prepara tal proyecto y, entre los personajes que Z... evoca, figura un tal Gatuta, vendedor de lotería. Pues bien, al año siguiente se publica en Madrid el álbum Menestra de tipos populares de Galicia copiados al natural por Federico Guiasola, salpimentada por varios distinguidos escritores del país, donde se recoge un apunte costumbrista en verso firmado por doña Emilia y titulado «Gatuta, el billetero»474: no parece arriesgado conjeturar, pues, que aquel artículo de la Revista de Galicia era un anuncio del álbum de Guiasola, acaso ya en prensa.

Por esas mismas fechas -entre 1880 y 1882-, en otro álbum colectivo cuyo extensísimo título abreviamos en Las mujeres españolas, americanas y lusitanas   -220-   pintadas por sí mismas, se incluyen dos colaboraciones de nuestra autora: «La gallega» y «La cigarrera»; el primero es un conocido y reeditado artículo costumbrista de doña Emilia, quien lo recogió en sus libros La Dama joven (y otros cuentos) (1885) y Un destripador de antaño. Historias y cuentos de Galicia (1909), lo que indica que para ella aquello era un relato. En realidad, según era común en el género de costumbres, se trata de un breve ensayo con pretensiones antropológicas475, minucioso en sus explicaciones acerca de la vida, casa, comidas, trabajos, costumbres, diversiones, traje y fisonomía de la mujer gallega. Con todo, su párrafo conclusivo participa del tono y la actitud que notábamos en el texto «Tipos de tipos», propios del costumbrismo más conservador y tradicional:

Pero cada día escasea más este espectáculo. Trajes danzas, costumbres y recuerdos van desapareciendo como antigua pintura que amortiguan y borran los años [...] y en breve será preciso internarse hasta el corazón de las más recónditas y fieras montañas para encontrar un tipo que tenga olor, color y sabor genuinamente regional.


(Polín, 1996: 42)                


Por lo que se refiere a «La cigarrera», su interés mayor está en lo que significa como preludio de su novela La Tribuna, que acaso preparaba o redactaba entonces, a juzgar por algunas notorias coincidencias: su análisis de la fisonomía, carácter y costumbres del tipo, la minuciosa descripción del trabajo en la fábrica de tabacos, o el comentario con que cierra el texto y que anuncia la tesis de su novela de 1883. «Mal hace la cigarrera en aspirar a cambios políticos: su papel social es estable; las instituciones de la humanidad pasan, pero sus vicios permanecen. Mientras haya sol que madure el tabaco y hombres que lo fumen, habrá cigarreras» (Polín, 1996: 150).

En el resto de la copiosa producción periodística de doña Emilia no encontraremos textos tan nítidamente costumbristas como los comentados, aunque el costumbrismo -como asunto, procedimiento o actitud- está presente en algunas novelas (La Tribuna, Los Pazos de Ulloa, La Madre Naturaleza, Insolación, Morriña, Doña Milagros, Memorias de un solterón) y en bastantes cuentos que, sin ser sólo «meros cuadros de costumbres»476, reflejan una clara deuda con aquel género: «Memento», «Racimos», «Cuesta abajo», «Linda», «El último baile», «La cordonera», «Las cutres», «El molino», «Que vengan aquí...», «Paternidad», «El milagro del hermanuco», «El Xeste», «Esperanza y Ventura», «La ganadera», «Milagro natural», «Mal de ojo», «Atavismos», «Reconciliados», «Mansegura», «Eterna ley» (lista que podría ampliarse con otros de costumbrismo más diluido o leve: «El baile del Querubín», «Elección», «La Capitana», «Inútil» [1906], «Sin querer», «La advertencia», «Dios castiga»).

  -221-  

Por último -y no puedo ahora detenerme en ello cuanto quisiera- me referiré a los artículos periodísticos que adoptan la apariencia de cuentos y a los relatos en que están borrosos los límites entre ficción y crónica477 o que explican, ejemplifican, amplían -a veces, declaradamente- asuntos y problemas discutidos en artículos de la misma autora. Lo primero -artículos que parecen cuentos- se manifiesta en varios textos incluidos por Kirby (1973) y por Paredes Núñez (1990) en sus colecciones de cuentos pardobazanianos: «La leyenda del loto» (erudita digresión acerca del tratamiento literario y artístico de tan simbólica flor), «Cómo será el morir» (relato de una anécdota personal: la experiencia de ser anestesiada mediante el gas hilarante), «La paloma azul» (recuerdo de un episodio de su propia infancia), «La muerte de la serpentina» (reflexión en forma de fantasía acerca de la pérdida de las ilusiones), «Diálogo secular» (típico artículo de comienzo de año -en este caso, comienzo de siglo- en el que el XIX y el XX confrontan sus experiencias y esperanzas).

En cuanto a la dependencia mutua de cuentos y artículos, Ángeles Quesada Novás (en la tesis doctoral que prepara bajo mi dirección) nota cómo las crónicas quincenales de La Ilustración Artística utilizan frecuentemente recursos de la ficción narrativa (evocación, descripción, diálogo), y aduce interesantes ejemplos de paralelismos temáticos entre cuentos y artículos: «Obra de misericordia», «Cuaresmal» y, sobre todo, el relato de 1908 «Los rizos», cuya ficción argumental desarrolla una anécdota referida cuatro años antes en una crónica de La Ilustración Artística; los relatos de crímenes, claramente vinculados a sus crónicas de sucesos (como las tituladas «De viaje», «Un crimen», «La pierna del gobernador»): «Presentido», «En coche-cama», «Sin querer», «Eterna ley»; los Cuentos de la Patria (1902), cuya relación con los artículos noventayochistas de la autora he comentado en otro lugar (González Herrán, 1998b); y los ambientados en la Gran Guerra o en la Revolución rusa (El escapulario», «Los años rojos», «Sin tregua», «Inútil» [1918], «Los de mañana», «Navidad de lobos», «El espíritu del Conde»), desastres que la Condesa comentó en artículos y crónicas de esos años.


Conclusiones:

1.- En la constitución del «canon» de la literatura periodística española en el siglo XIX es preciso considerar, en lugar preferente, las aportaciones de Leopoldo Alas y Emilia Pardo Bazán. La literatura periodística de ambos autores está aún pendiente de un estudio sistemático y de conjunto que evalúe su papel e importancia.

2.- Como tarea previa a tal estudio habrá de establecerse con precisión el «corpus» de esa producción, definiendo (esto es, delimitando) los textos que la configuran. Esta delimitación habrá de apoyarse en la distinción genérica entre «artículos» y   -222-   «cuentos», teniendo en cuenta la abundancia de textos ambiguos, mixtos o de imprecisa diferenciación.

3.- Entre los textos periodísticos habrá que considerar de manera especial los pertenecientes al llamado «género de costumbres en sus diversas modalidades («escenas», «cuadros», «tipos», «apuntes», «esbozos»...), no sólo por lo que afecta a la distinción genérica que aquí nos ha ocupado, sino también por su relación con las otras formas narrativas (novela, cuento...) cultivadas por estos dos autores.

4.- Un minucioso repaso a la obra periodística de ambos autores permite encontrar abundantes muestras de esas modalidades de imprecisa y borrosa distinción (artículos/cuentos/textos de costumbres), muestrario del que aquí he ofrecido algunos ejemplos, mínimamente comentados.




Textos citados o comentados


De Leopoldo Alas

En «Juan Ruiz» (1985): «Historia de un papel de cigarro contada por el interesado», pp. 29-30; «Mi amigo Pepe», pp. 48-49; «Un muchacho que promete», pp. 49-52; «Una elegía», pp. 66-68; «El domingo de Pascua», pp. 76-78; «Los neos», pp. 80-82; «Los exámenes», pp. 97-99; «De hombres célebres, biografías celebérrimas. El Marqués de la Ensenada», pp. 107-108, 114-115, 126-127, 137; «Fígaro y La Menais», pp. 133-136 y 142-144; «El que tragó el molinillo, desventuras de un hombre de bien», pp. 144-145, 157, 165-166, 175, 186-187, 195-196, 208-209, 215-216, 226-227, 236-237, 245; «Los bañistas», pp. 152-157, 162-165, 172-174; «La junta local», pp. 158, 166-169, 176-177; «De Oviedo a Gijón», pp. 182-186; «El arte de enseñar... las pantorrillas», pp. 193-195, 213-215; «Mi tío y yo», pp. 203-208; «El Selenita», pp. 216-219; «Me aburro», pp. 233-236, «Soliloquio de un neo», pp. 253-254; «La opinión de mi abuela sobre la libertad de cultos», pp. 262-265; «Toos semos iguales», pp. 271-274; «Vamos trampeando», pp. 278-280; «Una noche de bureo», pp. 286-289; «Los liberales en el teatro», pp. 309-314; «Con dolor de muelas», pp. 315-318; «¡Por amor de Dios!», pp. 319-320; «De babero», pp. 333-336; «Carta de una señora a Juan Ruiz», pp. 341-344; «Carta de Juan Ruiz a una señora católica», pp. 349-354; «Fantasía... griega», pp. 358-361; «Por debajo de la mesa», pp. 367-371; «El Caramelo», pp. 390-395, 401-404, 410-414; «Y la casa por barrer», pp. 404-409; «Epistolario. Cartas de un liberal a un neo y viceversa», pp. 419-421; «La paga de Navidad», pp. 427-431; «Los estrechos», pp. 463-465; «Los candidatos», pp. 470-474.

En Preludios de «Clarín» (1972): «Recuerdos de un idilio», pp. 6-7; «Filosofía... de primeras letras», pp. 7-9; «Azotacalles de Madrid», pp. 26-28; «Estilicón», pp. 72-76; «La aldea. El cacique», pp. 82-83; «Post prandium», pp. 90-99; «Caso de conciencia», pp. 135-136.

En Clarín político I (1989): «Vasco del Canastillo. Descubrimiento y conquista de las Batuecas», pp. 111-113; «El hijo del aire», pp. 118-121; «Excavaciones», pp.   -223-   122-130; «Palique electoral» [1879], pp. 133-135; «Una adhesión», pp. 167-170; «Revista mínima» [1889], pp. 208-214.

En Solos de Clarín (1971): «La mosca sabia», pp. 138-154; «El doctor Pertinax», pp. 187-199; «De la comisión», pp. 271-284; «De burguesa a cortesana», pp. 324-327; «De burguesa a burguesa», pp. 328-330; «El diablo en Semana Santa», pp. 356-366.

En Nueva campaña (1989): «Los grafómanos», pp. 93-102; «Carta a un sobrino disuadiéndole de tomar la profesión de crítico», pp. 103-111; «Impresionistas», pp. 275-279; «Críticos anónimos», pp. 321-325.

En Palique (1973): «Un candidato», pp. 223-227; «Diálogo edificante», pp. 228-234; «Colón y Compañía», pp. 244-247.

En Siglo pasado (1901): «La contribución», pp. 29-42; «No engendres el dolor», pp. 53-60; «Jorge, diálogo, pero no platónico», pp. 73- 86; «La leyenda de oro», pp. 87-127.

En Cuentos (1997): «El poeta-búho», pp. 71-75; «La contribución», pp. 329-335; «Jorge», pp. 353-361.




De Emilia Pardo Bazán

«Bocetos al lápiz rosa. La moda y la razón», El Heraldo Gallego, n.º 214, 30 de mayo de 1877, pp. 70-71.- «Bocetos al lápiz rosa. El oficio de poeta», El Heraldo Gallego, n.º 218, 17 de agosto de 1877, pp. 101-103.- «Bocetos al lápiz rosa. Los contratos sociales», El Heraldo Gallego, n.º 219, 30 de agosto de 1877, pp. 109-111.- «La evolución de una especie. I. La especie antigua»; «La evolución de una especie. II. La especie actual», El Heraldo Gallego, núms. 224 y 225; 15 y 20 de octubre de 1877, pp. 149-150 y 157-158.

«El cacique», El Heraldo Gallego, núms. 264, 265 y 266, 10, 15 y 20 de mayo de 1878, pp. 201-204, 209-211 y 217-220; en Polín (1999), pp. 67-80.

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«La gallega», «La cigarrera», en Las mujeres españolas, americanas y lusitanas pintadas por sí mismas. Estudio completo de la mujer en todas las esferas sociales. Sus costumbres, su educación, su carácter. Influencia que en ella ejercen las condiciones locales y el espíritu general del país a que pertenecen. Obra dedicada a la mujer por la mujer y redactada por las más notables escritoras hispano-americano-lusitanas, bajo la dirección de la señora doña Faustina Saez de Melgar..., Barcelona: Biblioteca Hispano Americana - Establecimiento Tipográfico-editorial de Juan Pons, s. a. [1880-1882]; en Polín (1996), pp. 40-42 y 148-150.

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«Cuesta abajo», en Obras Completas. II, pp. 1288-1290; en Cuentos completos. II, pp. 325-327.

«Linda», en Obras Completas. II, pp. 1447-1449; en Cuentos completos. I, pp. 210-213.

«El último baile», en Obras Completas. II, pp. 1503-1504 en Cuentos completos. III, pp. 232-234.

«La cordonera», en Obras Completas. III, pp. 356-358; en Cuentos completos. III, pp. 364-366.

«Las cutres», en Obras Completas. III, pp. 358-360; en Cuentos completos. III, pp. 366-368.

«El molino», en Obras Completas. I, pp. 1455-1457; en Cuentos completos. II, pp. 187-191.

«Que vengan aquí...», en Obras Completas. I, pp. 1338-1340; en Cuentos completos. II, pp. 48-50.

«Paternidad», en Obras Completas. II, pp. 1318-1320 en Cuentos completos. II, pp. 363-366.

«El milagro del hermanuco», en Obras Completas. II, pp. 1428-1431; en Cuentos completos. I, pp, 187-190.

«El Xeste», en Obras Completas. II, pp. 1279-1282; en Cuentos completos. II, pp. 314-317.

«Esperanza y Ventura», en Obras Completas. III, pp. 222-224; en Cuentos completos. IV, 139-142.

«La ganadera», en Obras Completas. II, pp. 1562-1563; en Cuentos completos. III, pp. 307-309.

«Milagro natural», en Obras Completas. II, pp. 1489-1490; en Cuentos completos. III, p. 214-216.

«Mal de ojo», en Obras Completas. I, pp. 1667-1669; en Cuentos completos. III, pp. 71-73.

«Atavismos», en Obras Completas. II, pp. 1514-1516; en Cuentos completos. III, 246-249.

«Reconciliados», en Obras Completas. II, pp. 1521-1523; en Cuentos completos. III, pp. 255-258.

«Mansegura», en Obras Completas. II, pp. 1306-1308; en Cuentos completos. III, pp. 349-351.

«Eterna ley», en Obras Completas. II, pp. 1532-1534; en Cuentos completos. III, pp. 269-272.

«El baile del Querubín», en Obras Completas. II, pp. 1459-1465; en Cuentos completos. I, pp. 225-233.

«Elección», en Obras Completas. I, pp. 1397-1399; en Cuentos completos. II, pp. 116-118.

«La Capitana», en Obras Completas. II, pp. 1302-1305; en Cuentos completos. II, pp. 343-346.

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«Inútil» [1906], en Obras Completas. II, pp. 1298-1300; en Cuentos completos. II, pp. 338-341.

«Sin querer», en Obras Completas. II, pp. 1477-1479; en Cuentos completos. III, 199-202.

«La advertencia», en Obras Completas. II, pp. 1483-1485; en Cuentos completos. III, pp. 207-212.

«Dios castiga», en Obras Completas. II, pp. 1559-1561; en Cuentos completos. III, pp. 304-306.

«La leyenda del loto», en Obras Completas. III, pp. 298-299; en Cuentos completos. IV, pp. 205-207.

«Cómo será el morir», en Obras Completas. III, pp. 391-392; en Cuentos completos. IV, p. 304.

«La paloma azul», en Obras Completas. III, pp. 411-413; en Cuentos completos. IV, pp. 325-327.

«La muerte de la serpentina», en Obras Completas. III, pp. 410-411; en Cuentos completos. IV, pp. 324-325.

«Diálogo secular», en Obras Completas. III, pp. 472-473; en Cuentos completos. III, pp. 474-475

«Obra de misericordia», en Obras Completas. II, pp. 1485-1487; en Cuentos completos. III, pp. 209-212.

«Cuaresmal», en Obras Completas. I, pp. 1281-1282; en Cuentos completos. I, pp. 444-446.

«Los rizos», en Obras Completas. I, pp. 1685-1689; en Cuentos completos. III, pp. 94-96.

«De viaje», La Ilustración Artística, n.º 875, 3 de octubre de 1898, p. 635.

«Un crimen», La Ilustración Artística, n.º 983, 29 de octubre de 1900, p. 698.

«La pierna del gobernador», La Ilustración Artística, n.º 1031, 30 de septiembre de 1901, p. 364.

«Presentido», en Obras Completas. III, pp. 125-128; en Cuentos completos. IV, pp. 104-106.

«En coche-cama», en Obras Completas. III, pp. 96-99; en Cuentos completos. IV, pp. 307-310.

«Sin querer», en Obras Completas. I, pp. 1477-1479; en Cuentos completos. III, pp. 199-202.

«Eterna ley», en Obras Completas. II, pp. 1532-1534; en Cuentos completos. III, pp. 269-272.

«El escapulario», en Obras Completas. III, pp. 484-486; en Cuentos completos. IV, pp. 32-35.

«Los años rojos», en Obras Completas. III, pp. 469-472; en Cuentos completos. III, pp. 469-471.

«Sin tregua» en Obras Completas. III, pp. 466-469; en Cuentos completos. III, pp. 466-468.

«Inútil» [1918], en Obras Completas. II, pp. 1298-1300; en Cuentos completos. III, pp. 481-484.

  -226-  

«Los de mañana», en Obras Completas. III, pp. 408-410; en Cuentos completos. III, pp. 380-382.

«Navidad de lobos», en Obras Completas. III, pp. 456-459; en Cuentos completos. III, pp. 455-458.

«El espíritu del Conde» (1918), en Cuentos completos. III, pp. 437-440.






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