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La «escondida senda» de fray Luis



La poesía de fray Luis de León cuenta ya con una abundantísima bibliografía exegética de la que, en nuestro siglo, destacan los lejanos pero aún valiosos trabajos de Onís (1915), Coster (1919), Bell (1925), Entwistle (1927) o Llobera (1932-33), junto a los más recientes de Vossler, Dámaso Alonso, Macrì, el P. Ángel C. Vega, Lapesa o Lázaro Carreter. No puede decirse, sin embargo, que, por lo que se refiere a ciertos aspectos de la obra luisiana, tan tenaz asedio haya conducido a resultados óptimos. La diligencia y sagacidad de buen número de investigadores se han visto frenadas a menudo desde el primer momento por los muy graves y tal vez insolubles problemas textuales que presenta la obra del gran agustino, cuyo corpus poético, con ser tan breve, no ha sido aún satisfactoriamente establecido1, y alza ante el crítico una tupida red de variantes menudas, lecciones erróneas y atribuciones dudosas que obstaculiza el acercamiento a la obra y su cabal interpretación. Las dificultades con que, tropieza la datación de las composiciones favorecen el carácter enigmático de algunas de ellas y explican las divergencias entre los comentaristas. Los ejemplos son más abundantes de lo que podría suponerse. Destacaremos algunos que ofrecen un relieve especial.

Así, por ejemplo, la conocida oda con que se inician las diversas ediciones de la obra poética del agustino:


¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!



En esta composición, que aparece con distintos títulos en los manuscritos y códices disponibles, fray Luis no desea, según Vossler, «más que la paz y la liberación del espíritu de toda clase de negocios temporales para ser únicamente poeta y arpista»2. Por su parte, Oreste Macrì insiste en que el tema de la composición es el de la vida rústica, procedente de Horacio -y desarrollado ampliamente por Fray Antonio de Guevara, entre otros-, hasta el punto de que la «escondida/senda» de los versos 3 y 4 es traducción del secretum iter horaciano3.

En el estudio que precede a su edición crítica de la obra poética de fray Luis, el P. Ángel C. Vega analiza con detenimiento la conocida oda y concluye: «Lejos de cantar fray Luis de León las delicias y encantos de la vida rústica, como Horacio en el Epodo II, Beatus ille, o mejor aún en la sátira Hoc erat in votis, es una expresión de júbilo y satisfacción, un regodeo espiritual por verse libre de pleitos y líos universitarios, de ambiciones y locuras literarias, de vanidades y falso renombre. Para fray Luis el "mundanal ruido" no es el tráfico de la ciudad, ni la pompa y estruendo de los grandes de la tierra, ni los devaneos y diversiones de la gente de tronío y vivir loco: todo esto lo tiene ya a la espalda y renunciado desde su juventud. El "mundanal ruido" del vate salmantino es el continuo ajetreo y bregar de las clases, las luchas y rivalidades de los pretendientes a cátedras, los alborotos y gritos que se promueven en los claustros universitarios por puro sectarismo y ambición, cohonestados bajo el nombre de religión y de hábito»4. En este ambiente, añade el P. Vega, fray Luis «suspira por la libertad y quietud del campo y piensa en su quinta de La Flecha, a orillas del Tormes»5. En conjunto, pues, la oda opondría el sosiego de la naturaleza -y de un paisaje concreto- frente al hervidero de las rencillas y luchas académicas del claustro salmantino. Como puede advertirse, las discrepancias entre los tres críticos son notables a la hora de calibrar el significado de la oda. Secundariamente, la localización de ese huerto evocado en la composición, con su «cumbre airosa» y su «fontana pura», ha generado también disparidades. Según Coster y Bell, podría tratarse de la sierra de Tormantos, en la Vera cacereña, y habría que relacionar la oda con el retiro de Carlos V al monasterio de Yuste, de acuerdo con lo que se indica en el encabezamiento de uno de los manuscritos conservados; para Macrì y el P. Vega, por el contrario, el «huerto» se refiere, indudablemente, a La Flecha, la finca, aún hoy existente, que los agustinos poseían a ocho kilómetros de Salamanca, junto al Tormes6.

Todo esto es sumamente inseguro. Oponer un «huerto» real a un «mundanal ruido» metafórico no parece un planteamiento congruente. La exaltación de la vida rústica frente a la urbana limita extraordinariamente el sentido de la oda y deja sin explicación posible buena parte de sus elementos componentes7. Tampoco parece que los rasgos paisajísticos, demasiado genéricos, autoricen a localizar el «huerto» en un lugar determinado8. Quienes piensan en La Flecha lo hacen inducidos por lo que fray Luis escribe en la introducción a De los nombres de Cristo: «Se retiró, como a puerto sabroso, a la soledad de una granja que, como v. m. sabe, tiene mi monasterio en la ribera de Tormes»9. Allí aparecen también una «pequeña fuente», una «cuesta», una «alta y hermosa alameda», elementos de un paisaje estilizado que sólo es situable merced a las palabras del autor10. En el texto de la oda no hay datos suficientes para identificar el paraje campestre, sencillamente porque tal propósito no entraba en los cálculos de fray Luis. Por muchas reminiscencias horacianas que quieran aducirse, nos hallamos en un ámbito muy distinto: el del tópico literario del locus amoenus, del que E. R. Curtius, en su estudio clásico sobre el tema, afirma: «Constituye, desde los tiempos del Imperio romano hasta el siglo XVI, el motivo central de todas las descripciones de la naturaleza [...]. El locus amoenus es un paraje hermoso y umbrío; sus elementos esenciales son un árbol (o varios), un prado y una fuente o arroyo; a ellos pueden añadirse un canto de aves, unas flores y, aún más, el soplo de la brisa»11. La caracterización es exacta, y no estará de más recordar que los rasgos enumerados por Curtius coinciden punto por punto con los que figuran en el «huerto» de la oda: es un lugar umbrío -«tendido yo a la sombra esté cantando»-, con árboles -«el paso entre los árboles torciendo», «los árboles menea»- y una fuente convertida en arroyo: «desde la cumbre airosa/una fontana pura/hasta llegar corriendo se apresura». También aparecen aves -«Despiértenme las aves/con su cantar suave no aprendido»- y flores: «y con diversas flores va esparciendo». Y no falta, claro está, el soplo de la brisa: «El aire el huerto orea,/y ofrece mil olores al sentido/los árboles menea/con un manso ruido».

¿Recuerdos horádanos? Sin duda; y de Virgilio, y de Garcilaso, y hasta de Cicerón. ¿Plasmación literaria de un paisaje real? No. Adopción de un tópico literario de considerable rendimiento, potencialmente apto ya desde la Biblia -no se olvide- para aceptar esporádicas conversiones «a lo divino». El Paraíso bíblico (Gén., 2, 8-10) es un jardín con árboles frutales y un río. Y San Isidoro recogerá y amplificará la descripción clásica: «Est enim omni genere ligni et pomiferarum arborum consitus, habens etiam et lignum vitae: non ibi frigus, non aestus, sed perpetua aeris temperies. E cuius medio fons prorrumpens totus nemus inrigat, dividiturque in quattuor nascentia flumina» (Etym., XIV, 3, 2). De aquí al prado alegórico descrito en la Introducción a los Milagros de Berceo no hay más que un paso, que se halla documentado, además, en otros muchos textos de la literatura medieval12. Dos corrientes, por tanto, confluyen en la tradición del tema: la bucólica y profana -con poetas traducidos por fray Luis, como Virgilio y Horacio- y la derivada de los libros sagrados, tantas veces recorridos y glosados por el teólogo y escriturario agustino. El tópico medieval del locus amoenus proporciona a la oda «¡Qué descansada vida...!» los elementos básicos de un paisaje ideal que, al estar alejado del «mundanal ruido», lo está tanto del ruido de las controversias humanas como del mundo de la realidad palpable13.

Este lugar deseable a que el poeta aspira -basta recordar las formas verbales: quiero, despiértenme, esté [yo] cantando, etc.14- es, por tanto, un idílico paraje -opuesto al «mundanal ruido»- que se halla al final de la senda transitada por «los pocos sabios que en el mundo han sido». ¿De qué senda se trata? ¿Qué sabios son ésos? No es preciso ir muy lejos para averiguarlo, aunque, inexplicablemente, nadie parezca haber reparado en ello; la pista se halla en el mismo fray Luis de León, en su temprana Declaración del «Libro de los Cantares», donde todavía «la razón queda corta y dicha muy a la vizcaína y muy a lo viejo»15, pero, por lo mismo, más explícita que en los versos de la oda. He aquí el texto: «El camino para hallar a Dios y la virtud no es el que cada uno por los rincones quisiera imaginar y trazar para sí, sino el trillado ya y usado por bienaventurado ejemplo de infinitas personas santísimas y doctísimas que nos han precedido»16. La «escondida senda» de la oda no sólo no traduce, como veremos, el secretum iter de Horacio, sino que posee un significado especial y concreto: es «el camino para hallar a Dios». Importa, pues, dilucidar en qué consiste tal vía, que nada tiene que ver, naturalmente, con el «menosprecio de corte» y la exaltación de la vida rústica. Se olvida con frecuencia, al estudiar la poesía de fray Luis, que se halla inscrita en código expresivo y metafórico distinto del nuestro17 y a él es necesario acudir en busca de las claves que faciliten un desciframiento adecuado.

Ya San Pablo (I Cor., II, 7) habla de una «sabiduría divina, misteriosa, escondida», y San Mateo (7, 14) se refiere a la «arcta via» que conduce a la vida eterna y por la que «pauci sunt qui inveniunt eam», pasaje que glosará San Juan de la Cruz:

[Son] muy pocos los que sufren y perseveran en entrar por esta puerta angosta [...] para caminar después por el camino estrecho, que es la otra noche del espíritu, en que después entra el alma para caminar a Dios en pura fe, que es el medio por donde el alma se une con Dios; por el cual camino [...] son muy muchos menos los que caminan18.



Esta estrecha senda por la que pocos logran transitar es camino de sabios, porque, como ya había indicado el pseudo Dionisio -tan repetido y utilizado por los escritores ascéticos del siglo XVI-, «sapientia est divinissima Dei cognitio»19. Recapitulemos. Si en 1561 fray Luis se había referido al «camino para hallar a Dios» como un sendero recorrido «por bienaventurado ejemplo de infinitas personas santísimas y doctísimas», en la oda, escrita muchos años más tarde, el «camino» se ha convertido en la «escondida / senda», y las «infinitas personas» se han reducido a unos «pocos sabios». Del optimismo inicial a la desoladora restricción de la madurez hay un largo y dramático camino de tentativas y frustraciones que marca con nítida huella la obra poética de fray Luis. Porque la senda que conduce a «descansada vida» es el mismo «camino para hallar a Dios», y se califica, además, de «escondida» porque el término posee un significado muy preciso. En 1544 escribía ya Fray Francisco de Osuna:

Si tú quieres con clara lumbre contemplar la verdad suprema, toma el camino por sendero derecho, alanza gozos, alanza el temor, ahuyenta la humana esperanza e no tengas dolor; porque donde reinan estas cosas, el ánima escurecida es presa con cadenas20.



El «sendero derecho» que lleva a la contemplación de Dios pasa por la Teología. Pero, como el propio Osuna explica pormenorizadamente, hay dos clases de Teología: la «especulativa o escudriñadora» y la «escondida». La primera «pertenesce al entendimiento», mientras que la Teología escondida

pertenesce a la voluntad enamorada del sumo bien, lo cual pertenesce a los justos amadores de Dios. La otra Teología con la fe perecerá cuando a la fe sucediere la visión como premio; mas esta Teología se perfeccionará añadiendo amor, e ya no será escondida, mas a todos será manifiesta desde el pequeño hasta el mayor21.



La Teología «escondida» es la mística, que conduce hasta el grado máximo de fusión con Dios y proporciona «la visión como premio». En suma: la Teología «escondida» es, claro está, la «escondida / senda» luisiana, recorrida por «pocos sabios», ya que es un camino para cuya andadura no basta el mero raciocinio del teólogo «profesional»;

[La Teología especulativa] usa de razones y argumentos e discursos e probabilidades según las otras esciencias; y de aquí es que se llama Teología escolástica y de letrados, la cual si alguno quiere alcanzar ha menester buen ingenio y continuo ejercicio y libros y tiempo, y velar, trabajar teniendo enseñado maestro, lo cual también es menester para cualquiera de las otras esciencias. Empero la Teología escondida de que hablamos no se alcanza desta manera tan bien como por afición piadosa y ejercicio en las virtudes morales que disponen e purgan el ánima22.



El paso de la Teología especulativa a la mística o escondida es también el salto desde la ciencia a la sabiduría:

El ánima que aún no está encendida con el calor amoroso de la mística Teología, entretanto que en sólo el conocimiento de la especulativa está, parece estar echada y que se contiene en sí mesma dentro de sí; mas cuando concibe el espíritu del amor en fervor del corazón, en alguna manera sale de sí mesma saltando de sí o bolando sobre sí; y desta manera se puede decir que lo que en sólo el entendimiento e la inteligencia fue esciencia y Teología especulativa, se dice sabiduría, que es sabrosa esciencia e mística Teología: esciencia, por el conoscimiento de la verdad; sabiduría, por haverse llegado al amor de la bondad23.



Parece indudable, pues, que la «descansada vida» a que aspira fray Luis no consiste en el alejamiento de los asuntos temporales o, como quiere el P. Vega, de los «pleitos y líos universitarios». ¿Tan dificultoso es conceder a las preocupaciones anímicas del poeta mayor densidad? Si fray Luis compuso y, probablemente, limó y retocó la oda con tan exquisito cuidado24, no fue para elogiar la vida rústica o el descanso de quien logra apartarse de las vanidades del mundo. El tema que le importaba era otro. La «descansada vida» de quien previamente «huye el mundanal ruido» no tiene nada de temporal. De lo que se habla es del despojo de los sentidos para recorrer el camino hacia la unión con Dios. El «ruido» metafórico no es una invención luisiana. Pertenece al código de la teología mística, y no resulta difícil encontrar precedentes. Así, por ejemplo, San Gregorio Magno (Moralia, XXXV, 3):

Loquitur quippe Deus intrinsecus silenter, sonans invisibili lingua compunctionis; et quanto plenius intus auditur, tanto ab exteriorum desideriorum strepitu perfectius audiens, avertitur.25



El strepitus gregoriano resuena en un pasaje de Fray Francisco de Osuna en que se trata del recogimiento como vía para llegar a Dios:

Te aviso de apartar lejos de ti las cosas que te impiden, y podrás perseverar con más reposo; no seas menos mirado en el orar que lo serías en el dormir; si para dormir haces que cese todo ruido y ocupación y te encierras y quedas solo, perdiendo todo el cuidado deste mundo, esto mesmo has de hacer para orar, convertiendo totalmente a las cosas del espíritu26.



Apartarse del mundo -o del «ruido» mundano- es condición inexcusable para iniciar el vuelo místico. «Del ánimo ocupado con los deseos seculares declina y huye el deleite santo», advertía ya San Bernardo27. Y San Gregorio Magno, más precisamente, escribe: «Vita contemplativa [...] super semetipsam rapit animam, coelestia appetit, corporalia abscondit, omnia terrena contemni debere ostendit, spiritualia mentis oculis patefacit. Per eam dividimur a mundo...»28. En el mismo sentido glosa Fray Francisco de Osuna a San Gregorio Nacianceno: «Ninguna cosa me paresce más excelente al hombre para la vida bienaventurada que, cerrados los sentidos carnales, puesto hombre fuera del mundo y de la carne, convertirse a sí mismo ajeno de los mortales cuidados, hablar a sí solo y a Dios»29. Es evidente que, incluso en el plano expresivo, la estrofa de fray Luis encadena, mínimamente enmascarados, algunos lugares comunes de la literatura ascética. La «vida», el «mundanal ruido», la «escondida senda» y los «sabios» encierran significados precisos que nada tienen que ver con Horacio ni con el tópico de la vida rústica. Si se acepta este planteamiento, parece necesario proyectarlo sobre el resto de la composición, ya que la oda es un texto unitario, un sistema cerrado, y cualquier interpretación que pueda conferirse a uno de sus componentes repercute inevitablemente en el conjunto.

El sujeto gramatical que ocupaba los versos 2 y 3 -es decir, «el que huye el mundanal ruido/y sigue la escondida/senda»- gobierna las dos estrofas siguientes (vv. 6-15):



   Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio moro, en jaspes sustentado.

   No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera;
no cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.



Quien ha elegido este camino no siente envidia del poder -porque el poder acarrea la soberbia, pecado aborrecible a los ojos de Dios30- ni de la riqueza, que conduce a las mismas consecuencias. (Ya San Juan de la Cruz recomendaba a la doncella que deseaba alcanzar el camino de la gloria: «Tenga toda la riqueza del mundo y los deleites de ella por lodo y vanidad»31). Fray Luis acude a una fórmula descriptiva habitual en él para caracterizar la riqueza. Recuérdese la canción «Mi trabajoso día», escrita a imitación de otra de Petrarca -«Standomi un giorno solo alla fenestra»-, en la que el gran poeta toscano presenta sucesivamente seis visiones alegóricas que encubren el recuerdo dolorido de Laura. La canción de fray Luis es también alegórica, aunque con muy otras intenciones; no ha sido aún adecuadamente estudiada y guarda curiosas claves enmascaradas. Entre los versos de esta imitación que no corresponden en absoluto a otros de Petrarca se hallan los siguientes:


   De labor peregrina
una casa real vi, cual labrada
ninguna fue jamás por sabio moro:
el muro, plata fina;
de perlas y rubís era la entrada;
la torre de marfil; el techo, de oro.



Con análogos términos inicia fray Luis la traducción, muy libre, de una oda de Horacio (Libro II, 18):


Aunque de marfil y oro
no esté en mi casa el techo jaspeado
con la labor del moro...32.



El techo dorado resurge en la traducción en tercetos del capítulo VII de Job:


No torna más a ver la hermosura
de su dorado techo y alta casa,
ni le conoce más su mesma hechura33.



Por lo que toca a la fama y a la adulación a que se refieren los versos 11-15, han dejado de preocupar a quien sigue la senda «escondida» porque, en definitiva, son facetas diferentes de la vanidad, que obstaculiza el camino del alma hacia Dios, como ya advierte San Juan de la Cruz: «El tercer daño es hacer caer en adulación y alabanzas vanas, en que hay engaño y vanidad [...], porque, aunque algunas veces dicen verdad alabando gracias y hermosura, todavía por maravilla deja de ir allí envuelto algún daño, o haciendo caer al otro en vana complacencia y gozo, y llevando allí sus afectos e intenciones imperfectas»34. La idea de la vanagloria se amplifica y desarrolla, con la inclusión de la primera persona, en una estrofa que no figuraba en la redacción primitiva de la oda35:


   ¿Qué presta a mi contento,
si soy del vano dedo señalado,
si en busca de este viento
ando desalentado
con ansias vivas y mortal cuidado?



E inmediatamente surge la exclamación que iniciará el tema «rústico»:


¡Oh, campo! ¡Oh, monte! ¡Oh, río!



¿Los de La Flecha? Recuérdese lo que ya quedó indicado acerca del carácter tópico de estos elementos paisajísticos. Con un criterio estrictamente positivo parecen razonables, además, las dudas de Coster, que recuerda cómo la fuente del huerto salmantino «ne descendait pas d'une haute montagne, mais d'une modeste colline qui se trouvait derrière la métairie»36. Esto es objetivamente cierto, y, además, fray Luis no lo ignoraba. Cuando en la introducción a los Nombres de Cristo localiza la acción en la «granja» que «tiene mi monasterio en la ribera de Tormes», escribe: «Nasce la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas, y entrava en la huerta por aquella parte...»37. Una cuesta, no un monte. En los Nombres, fray Luis tiene presentes algunos elementos de un paisaje real, lo que no sucede en la oda «¡Qué descansada vida...!». Sin embargo, la aparición del término monte, introducido en una redacción posterior a la primitiva, revela un designio indudable: ocupa una posición central en el verso que inicia la serie de los elementos paisajísticos y encabeza luego, a partir del verso 41, la descripción del huerto:


   Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto.



Aplicando conjeturas críticas similares a las de Coster, podría dudarse de la verosimilitud del segundo verso. Lo de menos es que reproduzca un enunciado de Cicerón («Multae etiam istarum arborum mea manu sunt satae»); pero sí resulta llamativa esa insistencia en la intervención del propio poeta: «por mi mano plantado»38. No es probable que las múltiples obligaciones docentes y gestoras de fray Luis, así como su posición en la Orden, le permitieran dedicarse a tal menester, y este simple razonamiento hace aún más extraña la afirmación. Convendrá tener en cuenta este dato «irreal» que se añade a un contexto cuyas conexiones con la realidad son también sumamente problemáticas y dudosas. Porque la lectura de fray Luis ofrece numerosos pasajes en que los elementos de la naturaleza sufren continuas transmutaciones metafóricas para expresar otras realidades. Puede recordarse, sin ir más lejos, la oda «Cuando contemplo el cielo». En ella, el poeta se exalta ante esa «morada de grandeza» luminosa que se opone al «suelo/de noche rodeado». La confrontación desemboca en una queja:


Mi alma, que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, escura?



Después de una prolongada reflexión, fray Luis vuelve a cantar el reino celestial, donde «está el Amor sagrado/de glorias y deleites rodeado». Y concluye:



   Inmensa hermosura
aquí se muestra toda, y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece:
eterna primavera aquí florece.

   ¡Oh, campos verdaderos!
¡Oh, prados con verdad dulces y amenos!
¡Riquísimos mineros!
¡Oh, deleitosos senos!
¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!



Como es fácil advertir, esta «morada de grandeza» que es el cielo se halla evocada como un paisaje idílico, eternamente primaveral, al igual que el Paraíso de San Isidoro citado antes: «Non ibi frigus, nos aestus, sed perpetua aeris temperies». También hay campos, prados y fuentes deleitosas. En la oda «Alma región luciente» el tema es el mismo, y el cielo aparece caracterizado desde el comienzo como un «prado de bienandanza» donde el Buen Pastor apacienta a sus ovejas, al mismo tiempo que «toca el rabel sonoro / y el inmortal dulzor al alma pasa». Fray Luis vuelve a experimentar vehementes deseos de alzarse a tal bienaventuranza desde la «prisión» terrena:


   ¡Oh, son! ¡Oh, voz! Siquiera
pequeña parte alguna decendiese
en mi sentido, y fuera
de sí la alma pusiese
y toda en ti, ¡oh, Amor!, la convirtiese.



Pero, además, este Pastor celestial conduce a sus ovejas a un singular redil:


   Ya dentro a la montaña
del alto bien las guía; ya en la vena
del gozo fiel las baña...



Junto al prado y las fuentes, la montaña, incluida en un sintagma de inequívoca interpretación. Todos los rasgos característicos del paisaje ideal, del tópico locus amoenus clásico, se aúnan para colaborar en la metamorfosis. Volvamos al «huerto» situado «del monte en la ladera». La base metafórica es de origen bíblico, de acuerdo con las habituales interpretaciones de textos sagrados que ofrecen los exegetas cristianos. Así, Fray Francisco de Osuna escribe en su enciclopédico Tercer abecedario espiritual:

Tres cosas se requieren principalmente para la contemplación quieta y recogida [...]. La primera es el lugar, que ha de ser en sí apto e convenible e recogido e sano e devoto y digno de reverencia e quietud [...]. El mesmo Señor mandó al sancto profeta (Deu., XXXIII d) que se subiese a morir al monte, dando a entender que mientras más apartados estuviéramos del mundo mejor podemos morir a él para vivir a Dios39.



Hay varios lugares bíblicos a los que recurren una y otra vez los comentaristas: el pasaje en que los ángeles aconsejan a Lot que se retire al monte para salvarse de la destrucción de Sodoma (Gén., 19, 15-17); la historia de Moisés, y, singularmente, la aparición de Dios en el monte del Sinaí (Éx., 19); o el «monte de la casa de Yavé» a que se refiere Isaías (2, 1-5) con palabras que no ofrecen dificultad alguna de interpretación. En el siglo IV, San Juan Crisóstomo escribe: «Como los que subieran a lo más alto de los montes nada podrían ya ver ni oír de lo que pasa y se habla en la ciudad [...], los que han salido de las cosas de la vida y han volado a la cumbre de la espiritual filosofía, nada perciben de lo que pasa entre nosotros»40. Los escritores ascéticos del XVI incorporan al término monte, con invariable sentido metafórico, a sus escritos teológicos, e incluso a los títulos. La Subida del Monte Sión por la vía contemplativa, de Fray Bernardino de Laredo, se publica en 1535; nueve años más tarde aparece el Vergel de oración y Monte de contemplación, del beato Alonso de Orozco. Y al redactar el argumento de la Subida del Monte Carmelo, San Juan de la Cruz se cuidará de advertir que en la doctrina expuesta «se contiene el modo de subir hasta la cumbre del monte, que es el alto estado de la perfección que aquí llamamos unión del alma con Dios»41. Pues bien: si la cumbre del monte posee tal significado, es muy probable que la ladera ostente otro correlativo. Después de tan reiteradas incursiones en otros autores, será necesario volver a fray Luis, y en esta ocasión al fray Luis de los Nombres de Cristo, que en uno de los capítulos del libro especula acerca del nombre Monte, apoyándose en textos de Daniel e Isaías, así como en los Salmos (69, 17). Monte, indica fray Luis siguiendo sus fuentes bíblicas, es «la casa del Señor»42. De igual modo que los montes «produzen árboles de differentes maneras», en ellos «se conciben las fuentes y los principios de los ríos, que nasciendo de allí y cayendo en los llanos después, y torciendo el passo por ellos, fertilizan y hermosean las tierras»43. Y añade:

Pues por la misma manera, Christo nuestro Señor [...] es un monte y un amontonamiento y preñez de todo lo bueno y provechoso, y deleytoso y glorioso, que en el desseo y en el seno de las criaturas cabe, y de mucho más que no cabe. En él está el remedio del mundo y la destruyción del peccado y la victoria contra el demonio; y las fuentes y mineros de toda la gracia y virtudes que se derraman por nuestras almas y pechos, y los hazen fértiles, en él tienen abundante principio; en él tienen sus raýces, y dél nascen y crescen con su virtud y se visten de hermosura y de fruto, las hayas altas y los soberanos cedros y los árboles de la myrrha -como dicen los Cantares- y del encienso: los apóstoles y los mártires y prophetas y vírgines44.



Convenía reproducir el texto, a pesar de su extensión, para mostrar cómo, siguiendo una antigua tradición alegórica, los elementos de la naturaleza prestan con extraordinaria docilidad sus significados a nociones de un ámbito religioso presidido por la eminencia del monte, del que en la oda se destacará su «cumbre airosa». También allí, como en el pasaje citado de los Nombres, la fuente va «el paso entre los árboles torciendo» y hermosea el huerto. El agua que mana de la altura, como representación de la gracia y de los bienes espirituales, es una imagen frecuentísima en la literatura ascética y mística. Fray Juan de los Ángeles, por ejemplo, escribe:

Cristo [...] es causa universal, que comúnmente influye todos los efectos de gracia en su Iglesia militante; pero este influjo general modifícanle en sí los humildes, a los cuales desciende la gracia y las influencias del cielo, como las aguas de los altos montes a los hondos valles45.



Y San Juan de la Cruz, en su comentario al verso «¡Oh cristalina fuente!», del Cántico espiritual, aclara que la fuente designa la fe, «porque della le manan a el alma las aguas de todos los bienes espirituales. De donde Cristo nuestro Señor, hablando con la Samaritana, llamó fuente a la fe»46. También fray Luis, glosando las palabras del Salmo I, «amplius lava me ab iniquitate mea», recurre a la expresión metafórica:


Lava mi culpa grave
con agua de tu gracia
una vez y otra vez, mi Dios eterno,
porque con tan suave
remedio y eficacia
me libre de las penas del infierno47.



El origen de la imagen es, una vez más, bíblico. Se trata del «río de agua viva» del Apocalipsis (22, 1), cuya más pormenorizada explicación se halla en el capítulo 47 del libro de Ezequiel. El huerto luisiano, situado en la ladera del monte, descubre un poco más su significado al continuar la lectura del capítulo correspondiente de los Nombres:

Y como el monte alto, en la cumbre, se toca de nuves y las traspassa, y parece que llega basta el cielo, y en las faldas cría viñas y miesses, y da pastos saludables a los ganados, ansí lo alto y la cabeça de Christo es Dios, que traspassa los cielos, y es consejos altíssimos de sabiduría, adonde no puede arribar ingenio ninguno mortal; mas lo humilde del, sus palabras llanas, la vida pobre y senzilla y sanctíssima que, morando entre nosotros, bivio, las obra que como hombre hizo, y las passiones y dolores que de los hombres y por los hombres suffrió, son pastos de vida para sus fieles ovejas [...]. El risco, dize el psalmo, es refrigerio de los conejos. Y en ti, ¡o verdadera guarida de los pobrezitos ¡amedrentados, Christo Jesús!, ¡o acogida llena de fidelidad!, los affligidos y acossados del mundo nos escondemos48.



Los datos aducidos parecen suficientes para replantear una lectura de los versos de fray Luis y analizar el sentido del «huerto». Esquemáticamente, la oda podría ser resumida en estas fases: 1) el poeta anhela alcanzar la «vida» del supremo goce de Dios, donde todas las vanidades mundanas han desaparecido; suspira por el monte divino y desea recibir sus bienes49; 2) tiene un huerto en la ladera de ese monte, oreado y perfumado50; 3) desea descansar allí «de hiedra y lauro eterno coronado». La única parte de la composición no dependiente de las formas volitivas es la que se refiere al huerto, y la razón estriba en que se trata de un «huerto» real, pero no porque corresponda al paisaje de La Flecha o de Yuste, sino por ser un estado auténtico: fray Luis ha «plantado» un huerto con su fe difícilmente conseguida; se siente beneficiario de unos dones que proceden de Dios; se acoge a la doctrina de Cristo y se ampara en ella -por eso el huerto está en la «ladera» del monte-, pero desearía encontrar la «escondida senda» que conduce a la cumbre de la unión mística, un grado mayor de perfección espiritual cuya presencia cercana, aunque inalcanzada, se anuncia mediante diversos síntomas. El aire del Espíritu Santo, los mil olores de las virtudes infundidas por Dios, el son dulce divino -análogo al dulce son producido por el rabel sonoro en «Alma región luciente», o a la dulzura que ha oído la grey en «¿Y dejas, Pastor Santo...?»-51 se desparraman por el «huerto» interior del poeta, que no logra, sin embargo, llegar a la visión beatífica e incorporarse a la nómina de los «pocos sabios» que lo han conseguido. El «huerto» de la fe segura, cimentada en la teología especulativa, se le revela a fray Luis insuficiente, y toda la composición se transforma en la expresión contenida de un anhelo frustrado, aunque sin la amargura de otras odas de tema similar, como «Alma región luciente» o «Cuando contemplo el cielo». Aquí la actitud es admirablemente serena, pero el asunto, aunque más encubierto, viene a ser el mismo. Dámaso Alonso ha señalado cómo «toda la poesía de fray Luis es un desgarrado anhelo de "unión"; pero no hay nada en ella que suponga "experiencia" mística»52. Esto es evidente en muchas de las odas luisianas; habría que añadir a la lista «¡Qué descansada vida...!», cuya originalidad -e incluso audacia- en el tratamiento de la alegoría invita a pensar en una redacción definitiva propia de la etapa de madurez de fray Luis, y no de un período juvenil, como han supuesto algunos estudiosos53. Las semejanzas que presenta con algunos pasajes de los Nombres, así como la serenidad que impregna toda la composición, son otros tantos factores que apoyan esta conjetura.

Es obvio, después de estas reflexiones, que no puede abordarse la lectura de fray Luis de León sin determinar antes cuidadosamente las líneas básicas de su peculiar idiolecto. Nos hallamos ante un conjunto de fórmulas de muy distinta procedencia, sometidas a un tenaz crisol que puede extraer de la fusión nuevos y sorprendentes hallazgos, nunca fáciles ni impremeditados54, para cuya exacta comprensión no siempre basta acudir a las fuentes originales. Urge, por consiguiente, afrontar el estudio del sistema metafórico de fray Luis, del conjunto de normas, restricciones y valores significativos que sustentan una obra escrita, pulida y reelaborada sin cesar durante años de tenaz y silenciosa labor.





 
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