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La estética francesa del siglo XIX en la «Historia de las ideas estéticas en España»

Yvan Lissorgues





En 1920, o sea veintinueve años después de la publicación por Menéndez Pelayo del último de los cinco tomos de Historia de las ideas estéticas en España, sale a luz en París un libro de Théodore Mustoxidi, titulado Histoire de l'esthétique française, 1700-1900, en cuyo prólogo, André Lalande, profesor en La Sorbona, escribe lo siguiente: «No existía aún en Francia estudio general sobre este tema. La literatura que en este libro se explica era una selva sin carreteras y sin mapa, sólo entrecortada por algunos claros y algunas sendas» (Mustoxidi, 1920). Si Francia, por creerse el centro cultural del mundo, como decían con razón Menéndez Pelayo, Clarín y otros muchos, no se hubiera encerrado en sí misma, despreciando lo de fuera, habría tenido la oportunidad de enterarse ya por los años de 1889-1890 de un estudio general completo y pormenorizado de las ideas estéticas germinadas y florecidas en su propio suelo. Si el tomo V de la Historia de las ideas estéticas de Menéndez Pelayo, y particularmente la primera parte, titulada «El siglo XIX en Francia», hubiera salvado el obstáculo de los Pirineos, realmente infranqueable en la dirección sur-norte, París hubiera tenido un muy documentado y ameno «mapa», con «sendas», amplios «claros» y anchas carreteras, de la intrincada selva de las teorías, concepciones e ideas estéticas desde principios del siglo XIX hasta 1889, colmando así ese vacío lamentado por el profesor Lalande.

Las ciento sesenta páginas que don Marcelino dedica a esta «literatura», como la llama Lalande, ofrecen el panorama, casi completo de los filósofos, pensadores e intelectuales, de distintas índoles e ideologías, que en Francia se han planteado el problema de lo bello y han intentado teorizar, desde varias posiciones filosóficas, las delicadas cuestiones estéticas. En los nueve capítulos que recortan lo que es lícito ver como discreto relato de esta Historia de las ideas estéticas, el autor cita unos sesenta nombres, destacados algunos por su intrínseca importancia y por la atención más o menos sostenida que a cada uno dedica Menéndez Pelayo: Maine de Biran (1766-1824), Lamennais (1782-1854), Victor Cousin, (1762-1867), Théodore Jouffroy (1796-1842), Félix Ravaisson (1813-190), Jules Lachelier (1832-1918), Alfred Fouillée (1838-1912), Jean-Marie Guyau (1854-1888), Pierre Proudhon (1809-1865), Hippolyte Taine (1828-1895), otros muchos, menos famosos pero que interesan a don Marcelino por tal o cual motivo y cuya lista completa resultaría aburrida, entre los cuales pueden citarse: el Padre André, Destutt-Tracy (1754-1836), Pierre Cabanis (1757-1808), Pierre Laromiguière (1756-1837), M. Ep. Viguier, Rodolphe Töpffer (1799-1846), Adolphe Pictet (1799-1875), Charles Lévêque (1818-1900), Paul Voituron (1824-1891), Antelme-Edouard Chaignet (1819-1901), Antoine de Tonnellé (1831-1858), Victor de Laprade (1812-1883), Eugène Véron (1825-1889), Alfred Michiels (1813-1892), Gabriel Séailles (1852-1921), etc. Entre los demás autores citados, estéticos muy ocasionales algunos, no pocos habían pasado desapercibidos ya al final del siglo XIX pues sus nombres ni siquiera los recoge M. Ferraz en su libro Histoire de la philosophie en France au XIXe siècle varias veces citado por Menéndez Pelayo (Ferraz, 1887) ni aparecen en la famosa Histoire de la philosophie de Émile Bréhier (Bréhier, 1964). Y es más; unos veinte escritores que han publicado algo sobre estética, y a quienes alude Menéndez Pelayo, han caído al parecer en el olvido treinta años después, ya que no aparecen citados en la Histoire de Mustoxidi; es el caso de Millin, Hochne, de Gérando, Charles Bernard, Montubert, etc. y etc.; es el caso también de M. Viguier, de Antoine de Tonnellé, de Martha a quienes don Marcelino dedica respectivamente, 1 página (III, 1.432), 3 páginas (III, 1.481-1.483), y 2 a Constantin Martha (III, 1.488-1.489).

Dos cosas pueden inferirse de las observaciones de superficie que preceden: la primera es que Francia, ignorando el enorme trabajo de Menéndez Pelayo, perdió una buena ocasión de conocerse a sí misma en la faceta de los estudios estéticos, y la segunda caracteriza el trabajo mismo de Menéndez Pelayo; él no se limita a leer y analizar la producción de las eminencias en esas materias, sino que va a buscar la más oculta contribución (y algunas veces para valorarla, según su criterio, un «criterio fuerte», según Clarín).

Así pues, si bien escribe la historia de las ideas estéticas de figuras eminentes del siglo XIX francés, no desdeña tampoco dar vida a la intrahistoria de estas mismas ideas. Según confiesa, esa atención a los pensadores solitarios se debe a la convicción de que lo mejor de Francia debe buscarse fuera de los senderos trillados: «Siempre he creído que lo mejor y más robusto del pensamiento especulativo de la nación vecina debe buscarse fuera de los senderos trillados y de las escuelas ruidosas, en aquellos pensadores casi solitarios que se llaman Maine de Biran, Bordas Dumoulin, Ravaisson, Renouvier, Fouillée, Cournot (...) Uno de estos pensadores es, sin duda, el Lamennais de la segunda época» (III, 1.449). A veces este recorrido intrahistórico es muy fructuoso (sin que tal vez el mismo Menéndez Pelayo se entere). Sólo evocaremos brevemente dos ejemplos. Las concepciones, minuciosamente analizadas por don Marcelino, de Léon Dumont (III, 1.521), de Louis Philbert (Ibid.) y de Alfred Michiels (III, 1.522) sobre lo cómico y la risa, que se escalonan de 1862 a 1886, anteceden y preparan la profunda y célebre obra de Bergson Le rire, publicada en 1900. Ahora bien, sin la escrutadora mirada del polígrafo español, Dumont, Philbert y Michiels hubieran desaparecido entre los bastidores de la historia. Igual observación podría hacerse y semejante conclusión podría sacarse por lo que se refiere al papel que en el arte juega el sentimiento de simpatía, sugerido ya por Jouffroy en 1875, profundizado por los años de 1884 por Sully-Prudhomme (sobre quien don Marcelino pasa muy de prisa sin dedicarle la atención que merece, [III, 1.525]), que es la base de la concepción del genio de Séailles desarrollada por los mismos años y que florece (fuera ya del campo de estudio de Menéndez Pelayo) en los brillantes y decisivos trabajos de Bergson sobre la intuición. Es evidente que este segundo ejemplo es distinto del anterior por ser Jouffroy, Sully-Prudhomme y Séailles, si no figuras eminentes en el dominio de la estética, sí personalidades conocidas.

¡Sesenta autores nombrados y casi otras tantas obras citadas en el segmento relativamente limitado de las ideas estéticas en Francia durante el siglo XIX! El conjunto representa un trabajo documental asombroso, pero no debe sorprender porque con don Marcelino siempre es así (basta echar una mirada a las 94 páginas del «Índice general» de los cinco tomos de la Historia de las ideas estéticas en España). Además, como escribe Clarín en 1892, «Tiene, como decía Valera, extraordinaria facilidad y felicidad para descubrir monumentos: es sagaz y es afortunado en esta tarea, que no es de ratones cuando los eruditos no son topos» (Alas, 1892). Es efectivamente un afanoso e inteligente erudito siempre en busca de conocimientos del uno al otro confín del tiempo y del espacio y cualquiera sean las condiciones. Según el testimonio de su condiscípulo Leopoldo Alas, Marcelino lee siempre y en todas partes; no le arredra el frío ni el ruido de la Fonda de Cuatro Naciones, donde lo encuentra durante su viaje a Madrid de 1886, cuando precisamente escribe la historia de las ideas estéticas ¿Cómo puede leer tanto, se pregunta don Leopoldo? «Lee mientras come, sí, pero esto no basta. Tiene que leer mientras duerme. Sí, lee mientras duerme, así como tantos y tantos lectores, y algunos críticos, duermen mientras leen» (Alas, 1886, 30). Broma aparte, la afirmación de Clarín es hiperbólica sólo en la forma, pues el lector del estudio de las ideas estéticas en Francia (o sea de la décima parte de los cinco tomos de Historia de las ideas estéticas en España) mide con asombro la realidad de una inmensa erudición, aunque la palabra erudición sea casi inadecuada; lo de que se trata es de conocimiento. «En Menéndez Pelayo -sigue escribiendo Clarín- lo primero no es la erudición, con ser ésta asombrosa; vale en él más todavía el buen gusto, el criterio fuerte y seguro y más amplio cada día, y siempre más de lo que piensan muchos» (27). Volveremos ulteriormente sobre las apreciaciones de Alas acerca del «buen gusto» del «criterio fuerte», de la amplitud de miras[...]

Se plantea el problema de las fuentes de tantos conocimientos, al cual podría encaminarnos otra afirmación de Clarín: «Menéndez lee todo, absolutamente todo lo que dice haber leído» (29), si no estuviera claro para el lector que Menéndez Pelayo ha leído y asimilado las obras de que habla. ¿Dónde en Madrid encuentra esas obras, publicadas algunas en París pocos meses antes? Por ejemplo, confiesa en nota a pie de página [7] [III, 1.500] que, en el momento en que corrige las pruebas, sólo tiene conocimiento de la obra todavía no impresa El Arte desde el punto de vista sociológico que dejó al morir (el 31 de marzo de 1888), a los treinta y cuatro años, Jean-Marie Guyau, gracias al libro de Alfred Fouillée La Morale, l'Art et la Religión (1889), que acaba de recibir. Además de informarnos que en 1889 gran parte del tomo V ya está redactada, la nota revela que Menéndez Pelayo está al acecho de los libros que se publican en París para poder cuanto antes pedirlos. Efectivamente muchas obras citadas eran propiedad suya, pues están ahora en la Biblioteca Menéndez Pelayo de Santander, como, por ejemplo, la del abate Gaborit (citada en la nota [2] [III, 1.480]), de Jules Simon [1] [III, 1.430], cuatro obras de Chaignet además de la citada en nota 4 de la página 1.470, y otras que no viene al caso evocar aquí. Sí, en cambio, podemos preguntarnos cómo se enteró de la existencia de ciertos libros probablemente confidenciales como el de M. Ep. Viguier, Fragments et correspondances, que figura en la Biblioteca de Menéndez Pelayo [4] [III, 1.432], o como las Mémoires de l'Institut National (Sciences morales) [2] [III, 1.430], que no está en dicha Biblioteca. Es lícito pensar que las obras que no pudo o no quiso comprar, las leyó donde estaban en Madrid, es decir principalmente en el Ateneo y en la Biblioteca Nacional. Efectivamente la Biblioteca del Ateneo tiene las primeras ediciones de las obras de Voituron, Lévêque, Ravaisson, Fouillée, Guyau, Véron, Dumont, Michiels, Séailles, Bernard Pérez, de Proudhon sólo figura Los Evangelios (obra que suscitó el interés de Tolstoi cuando redactaba El Evangelio abreviado, Tolstoi, 1885), y por supuesto todas las obras de Taine. Por su parte la Biblioteca Nacional, en cuanto a obras francesa de estética, depara todas las de Cousin (veintiséis y algunas traducidas al español), la de Jouffroy, la de Pictet, la de Lévêque (la original publicada en 1861 y su traducción al español de 1878) y también ahí están la mayor parte (unos sesenta volúmenes) de las varias ediciones de las obras de Sainte-Beuve, autor muy a menudo citado por el autor en el tomo V de la Historia de las ideas estéticas... Sea lo que fuere, Menéndez Pelayo ha leído, como afirma Clarín y como tendremos ocasión de mostrar, todas las obras cuidadosamente referenciadas en notas a pie de página. Y son, efectivamente, más de sesenta, y algunas tan incidentes que sorprende verlas en manos del autor, como, por ejemplo, el tomo XXIX de Séances et Travaux de l'Académie des Sciences Morales et Politiques, en el que Barthélémy Saint-Hilaire hace «resaltar los méritos de la obra de Lévêque» (III, 1.469). Cuando evoca una obra que no ha leído, confiesa en nota «No la conocemos» [8] [III, 1.488]. Algunas de estas notas referenciales son ya cifra y compendio de la personalidad moral de Menéndez Pelayo. Por ejemplo, la nota 7, página 1.435, dedicada al texto de Cousin que está comentando, pone de manifiesto la honradez intelectual de quien revela escrupulosamente todas sus fuentes, el rigor de la lectura de las obras estudiadas y una particular atención al lector, invitado a prolongar y profundizar el trabajo si lo desea.

Antes de abordar el estudio del texto de Menéndez Pelayo, que es lo que realmente interesa, se ofrece una cuestión que no se puede pasar por alto, pues es de gran importancia hermenéutica. En las primeras líneas del capítulo I, afirma don Marcelino que en Francia (como en todos los países europeos, salvo en Alemania), el romanticismo se desarrolló desligado de los trabajos de los teóricos de la estética y de los filósofos y que fue exclusivamente obra de los poetas. Es un hecho probado: las teorías y los grandes sistemas estéticos son obras de pensadores, de filósofos, incluso en Alemania, pues al lado de los grandes poetas, Schiller, Goethe, Juan Pablo que han reflexionado sobre cuestiones estéticas, se alzan los monumentos de los Kant, Hegel, Schlegel, Scheling, etc. Es un hecho y hay que aceptarlo como tal. Por lo que a Francia se refiere, hay, por un lado, la teoría de un Lévêque, las concepciones de Cousin, el sistema de Taine, y por el otro «ideas estéticas», más o menos explicitadas o simplemente implícitas, de los poetas románticos o simbolistas (aunque el simbolismo sea ya una concepción metafísico-estética coherente) y de los novelistas románticos, idealistas y realistas (estos últimos olvidados por Menéndez Pelayo, que sólo alude, como de pasada, a Balzac, a Flaubert, a Zola). Es un hecho algo sorprendente. ¿Que pesan las concepciones de Cousin y hasta las teorías de Taine frente a la obra (y desde luego la estética implícita) de un Balzac o ante el monumento poético (y correlativamente estético) alzado por Víctor Hugo? Abierto, pues, está el problema de las relaciones entre los teóricos de lo Bello y los artistas, entre las teorías estéticas y las obras artísticas. ¿Influyen dichas teorías en la creación artística?, ¿Son construcciones a posterior, resultado de ese «libar en la miel» como dice Antonio Machado?, o ¿Son tan sólo interesantes especulaciones filosóficas y/o metafísicas en torno a lo Bello? Es un delicado problema que merece reflexión..., aunque surja aquí como digresión y sin que se pueda ir más lejos. El cometido en esta introducción es seguir a Menéndez Pelayo que acepta el hecho de la «autonomía» de los artistas con respecto a las teorías estéticas; lo cual permite considerar aisladamente, «para mayor claridad de nuestro relato -escribe-, lo que pensaron del arte y de la belleza los filósofos, y lo que pensaron y practicaron los artistas» (III, 1.429). De aquí, las dos partes del tomo V, la segunda titulada «El romanticismo».

Varios reparos deben hacerse a propósito del panorama que ofrece Menéndez Pelayo de las ideas estéticas en Francia en el siglo XIX. Primero hay que matizar esa rotunda división entre teóricos y artistas, pues entre los primeros hay poetas, como Pierre Laromiguière (1756-1837), Jean-Marie Guyau, Gabriel Séailles, Pierre de Laprade, poetas menores es verdad, o como Suly-Prudhomme, ante todo poeta y como tal reconocido (pero no estudiado de veras por don Marcelino ni como teórico, como se ha dicho); sería interesante ver si hay relación entre las reflexiones teóricas de estos poetas y su «práctica» de la poesía. También se ha aludido ya a la casi total ausencia de la estética realista, dominante en toda Europa y que da sus mejores frutos artísticos, tanto en Francia como en España, durante la segunda mitad del siglo. Sobre este punto la Historia de las ideas estéticas debe completarse con otros escritos de Menéndez Pelayo, como los reunidos en Estudios y Discursos de Crítica Histórica y Literatura (1941). Véase también Maceiras Fafián (2008, 8-19). Sorprende en un estudio de las ideas estéticas en Francia la total ausencia de Baudelaire, cuyas reflexiones estéticas, de cierta resonancia en su época, han podido reunirse en 1964 en un libro titulado L'Art romantique (Baudelaire, 1964); Baudelaire, a quien Clarín dedica, en 1887, una de sus mejores «Lecturas» (Alas, Leopoldo, 1887). Ni una vez aparece el nombre de Auguste Comte, cuyo sistema filosófico, aunque da poco espacio a la Estética, condiciona en gran parte una orientación realista, tal vez discutida, pero bien real. Bien se sabe que el positivismo no es, para don Marcelino, forma predilecta de pensar, ¡Valga el eufemismo irónico! Reparos aparte, el tomo V de la Historia de las ideas estéticas es el único estudio decimonónico, a la vez sintético y pormenorizado, sobre las ideas y teorías estéticas vigentes en Francia y es triste ver que aún en 1920 ni siquiera se han enterado de su existencia el doctor Mustoxidi y el profesor de la Sorbona André Lalande. Y eso que, este tomo V es de lectura... agradable.

Hay que confesarlo, esas obras de teorías estéticas, no son siempre de amena lectura. Si se recorre con mucho interés la obra de Taine o la de Guyau, pongamos por casos, los libros de Cousin, de Lévêque o de Töpffer, por ejemplo, no serán nunca libros de cabecera. ¿Cómo es que consigue Menéndez Pelayo mantener siempre viva la atención del lector, superando el peso de la enorme carga erudita y la aridez de ciertos conceptos? Recordemos la intuitiva y certera afirmación de Clarín, según la cual «vale en él más / que la erudición / el buen gusto, el criterio fuerte[...]». Don Marcelino, para hablar de lo que sabe, y parece que al respecto lo sabe todo, no ha elegido el estilo del ensayo sino el del relato; un relato discreto, por decirlo así, cuya pauta es un tiempo cronológico, nunca rotulado pero que sostiene implícitamente la salida a escena de las personalidades que encarnan las distintas y a veces encontradas teorías o ideas estéticas. En la exposición de Menéndez Pelayo, las ideas se dan siempre en relación con quien las produce, y la manera, digamos el arte, de don Marcelino, es establecer una como lógica humana entre las concepciones filosóficas, metafísicas e ideológicas de una persona y sus ideas estéticas. Esta personalización de las ideas o teorías abstractas es una de las claves vivificadoras del «relato», que al humanizar el conjunto, ameniza la lectura. Está claro que el autor escribe para difundir conocimientos acerca de la estética y alzar el nivel cultural del público lector español, pero su texto mantiene la altura intelectual impuesta por el objeto y no baja nunca a los degradados compromisos de la vulgarización.

La soltura del estilo, la flexibilidad de la frase, las discretas llamadas al lector para hacerlo testigo de sus afirmaciones y, en cierto modo, asociarlo, en el texto mismo («La revolución literaria que conocemos con el nombre un poco estrecho de romanticismo[...]» (Ibid.), y en las notas (siempre abiertas por «Vid.»), a la investigación para que él, el lector, la prosiga, todo contribuye a facilitar la sana implicación de quien se asoma, desde fuera, a esta historia de las ideas estéticas. Más eficiente aún, probablemente, para captar la atención del lector y hasta para hacerlo cómplice, es el tono que se hace a veces conversacional, con inflexiones argumentativas, como «Consta que», «Ni era fácil», «Era imposible que» (III, 1.430, o sea primeras páginas), con uso frecuente de un humor sarcástico («Libro / el de Lévêque / por andar en manos de jóvenes casaderas o de verecundas institutrices», III, 1.466) o benévolo («El amanerado style fleuri, en que suelen deleitarse los clérigos franceses» [2] [III, 1.479]), etc. En cuanto a la ironía, es un arma que don Marcelino sabe esgrimir como nadie (sólo tal vez le supera Clarín) y podrían multiplicarse los ejemplos; basta uno: «Destutt-Tracy que pulverizó a Kant, comenzando por declarar que no le conocía más que en el compendio de Kinker; tras lo cual probó triunfalmente que no hay razón pura, ni por consiguiente crítica de ella y que "todos los conocimientos puros son pura nada"» (III, 1.430); y otro, tomado al final de la primera parte del tomo V: Para Eugène Véron, el motor y el criterio del arte es la energía, y comenta Menéndez Pelayo: «Por esta regla, Courbet, de quien no puede negarse que expresaba con energía y franqueza su carácter (...) resultará un artista muy superior a Leonardo de Vinci» (III, 1520).

Lo que más que todo caracteriza la escritura de Menéndez Pelayo es una especie de dinámica afectiva siempre en acción. Puede extrañar que se hable aquí de afectividad. Diremos que es una afectividad que nace de una comunión en simpatía intelectual, cabe insistir, intelectual, con quienes están empeñados en un auténtico esfuerzo para construir una teoría estética coherente y profunda; o a la inversa, es una afectividad de rechazo, una reacción de antipatía ante un sistema superficial e inauténtico que deja transparentar pura vanidad o afición a la rimbombancia. No puede negarse tampoco una predisposición a la simpatía por los filósofos franceses que manifiestan una inclinación metafísica en la que él mismo se reconoce, como buen católico; pero no basta, como veremos. En cambio, está claro que los materialistas y los positivistas están fuera de sus capacidades comprensivas aunque sabe reconocer y alabar su talento cuando viene al caso. Estos sentimientos encontrados afloran en el texto en las formas adjetivales que colorean juicios orientados en uno u otro sentido: Cousin, a pesar de ciertas cualidades, es un «mediano filósofo, un filósofo de ocasión» (III, 1.434.), Laromigière tiene «un sentido moral generoso y simpático» (III, 1430), la doctrina de Lévêque es «tibiamente cristiana y tibiamente racionalista (...) tan rica de artificios de lenguaje, cuanto pobre de sustancia metafísica» (III, 1.466), Taine es «el grande escritor», «el prosista de más nervio y más espléndida brillantez de color que actualmente posee la lengua francesa» [III, 1.509]), el «grosero naturalismo» de Courbet, antecede «el realismo literario de Zola y sus secuaces» (III, 1.503), etc., etc. Cada paso que da don Marcelino por la selva de las ideas estéticas generadas por pensadores franceses (y es de suponer que siempre es así, está orientado por un juicio a veces formulado como tal, pero muy a menudo sugerido sólo por la adjetivación.

La manera de dar cuenta del contenido de una teoría o de una orientación estética es también significativa del grado de interés que en él suscita y desde luego del sentimiento que le inspira. Entiéndase bien, Menéndez Pelayo, por lo que se refiere al campo elegido, no oculta nada, lo explica todo. Es de notar, por ejemplo, que dedica más páginas al revolucionario Proudhon, tan alejado de él filosófica e ideológicamente, que al metafísico Ravaisson, cuya metafísica es próxima a la suya y si olvida a Baudelaire, si sólo alude a Sully-Prudhomme, es lícito suponer que «no los conoce» bien (dejemos de lado la «cuestión palpitante» de la estética realista y naturalista). Cuando escribe don Marcelino, en general, tiene a mano los libros de que habla. De ellos a veces cita trozos entrecomillados más o menos largos y nada hay que decir; el autor francés habla y el compilador copia: objetividad absoluta, por lo menos en cuanto a las frases citadas. Ocurre también a menudo que, después de bien dominar la obra leída, elige resumir parte de ella, pero siguiéndola desde tan cerca que no siempre es fácil determinar quién habla, si el autor francés o si Menéndez Pelayo que encuentra así una forma de indirecto libre, en el que el él de quien escribe se superpone al él de quien escribió. Son momentos de coincidencia intelectual en simpatía, en los que todo pasa como si Menéndez Pelayo hiciera suyo el pensamiento del autor francés. Sin embargo, si el autor de la Historia de las ideas estéticas se deja llevar por el pensamiento del pensador francés (Jouffroy es un excelente ejemplo), no abandona su posición dominante y, cuando le parece oportuno, hace comentarios y emite apreciaciones; pero se comenta y se enjuicia desde dentro, por decirlo así. Véase, por ejemplo las páginas (III, 1.432-1.433), en las que Menéndez Pelayo expone la concepción de Jouffroy.

Ahora bien, no todos los estéticos estudiados acceden a tan privilegiado tratamiento. Algunos, tal vez los más, se estudian desde fuera porque, probablemente, don Marcelino no se siente lo suficientemente atraído como para acercarse hasta percibir el calor de las palabras. Por ejemplo, hace un elogioso retrato intelectual de Cousin, describe con rigor sus fluctuaciones filosóficas y sus teorías estéticas, pero desde fuera, no entra en sus palabras, de las cuales sólo da muestra en algunas citas. Es evidente, a pesar de los elogios, que no está en simpatía con el organizador de la filosofía oficial francesa de aquella época. En cambio, unas cuantas páginas después, a Jouffroy, discípulo de Cousin, se le estudia desde dentro a partir, claro está, de un perfecto conocimiento y de una superior asimilación. El humilde, profundo y auténtico Jouffroy abre la puerta de la simpatía sobre una forma de estética espiritual y hasta propicia el despegue de la propia reflexión del autor de la Historia de las ideas estéticas, reflexión que en cierto modo supera la concepción del estético francés. Para que se entienda mejor sin ir hasta el fondo del problema planteado, y siempre tomando como ejemplo a Jouffroy, está claro que lo que está leyendo don Marcelino suscita en él reflexión superadora, claramente anunciada en las primeras palabras de la corta cita siguiente: «Si bien se mira, lo que nos encanta más en las obras realistas no es lo que tienen de accidental (...) sino lo que tienen de eternas[...]» (III, 1.466) (la cursiva es nuestra). Simpatía y agradecimiento o viceversa; de todas formas, por debajo o por encima del comercio de las ideas, hay un lazo perceptible, positivo o negativo, de naturaleza afectiva. Lea el lector las páginas dedicadas a Cousin y a Jouffroy y se dará cuenta de la diferencia entre la frialdad de una rigurosa exposición y el calor de un enriquecedor diálogo en simpatía. Al mismo análisis y a conclusiones parecidas podrían llevar lecturas de otros estudios de obras sobre estética de filósofos franceses. Otro ejemplo, sólo aludido, de lectura comparada, puede ofrecerlo el trabajo dedicado a Guyau, con el cual coincide Menéndez Pelayo hasta cierto punto, «a pesar de ciertos efluvios materialistas» (III, 1.495) y la impecable presentación del sistema del admirable y admirado Taine, con cuyo positivismo muy recortado en su primera época discrepa; en cambio, cuando el autor de Filosofía del arte habla de «arte superior a la ciencia», de esencia y de «cualidades ocultas», se nota en el texto de don Marcelino cierta vibración de simpatía (III, 1.511).

Si Menéndez Pelayo puede ser tildado de erudito por sus inmensurables conocimientos, no lo parece cuando escribe, por el «buen gusto» eso sí, pero sobre todo por su total implicación humana en la escritura. Sabemos, y bien sabe él también por muy poco cartesiano, que el hombre no es sólo inteligencia, sino un complejo de infinitas virtualidades en el que palpita también el sentimiento.

Pero es también, como nota Clarín en 1886, un hombre de «criterio fuerte y seguro y más amplio cada día».

Se ha sugerido en lo que precede que Menéndez Pelayo se sitúa siempre en posición dominante al objeto que presenta y explica; lo cual puede justificarse por la conciencia de dominar la materia estudiada, es decir, en nuestro caso las ideas estéticas en Francia en el siglo XIX. Es una explicación, pero no suficiente. Porque si el erudito domina la materia estudiada, el pensador domina al erudito, o mejor transforma en pensamiento los elementos proporcionados por la erudición. La cuestión es saber cómo; cuestión insoluble si se plantea así globalmente, como si se tratara de explicar el genio (y, dicho sea de paso, se acerca al problema del genio Menéndez Pelayo siguiendo a Guyau y a Séailles). Lo que finalmente queremos decir es que la posición dominante nace de convicciones metafísicas, filosóficas (ideológicas) y estéticas bien comprendidas y bien arraigadas, que generan «criterios fuertes y seguros».

Huelga repetir que fue don Marcelino «católico a machamartillo», según sus propias palabras, y que sigue proclamándose católico y «mientras él lo diga -escribe Clarín- hay que creer que lo es» (Alas, 1892). Hay que creer que lo es, efectivamente, pues por lo que hace a su Historia de las ideas estéticas no define el catolicismo un «criterio» anunciado, ni siquiera muy visible. Es humanamente normal que las íntimas creencias orienten la manera de enjuiciar los hechos, más aún cuando se trata de manifestaciones de naturaleza filosófica, siempre varias y distintas, por ser las filosofías, aun las más abstractas, expresión de convicciones y una estética realmente coherente, por fragmentaria que sea, implica siempre una filosofía o procede de ella. El hecho es que en ningún momento suspende Menéndez Pelayo su historia para explicar sus propias concepciones estéticas, ni siquiera sus juicios directos o implícitos dimanan de criterios dogmáticos que serían fácilmente identificables. Sus criterios proceden de tan profundas e íntimas convicciones que no alteran sustancialmente su lectura de los sistemas, teorías o ideas estéticas de los pensadores franceses, por eso, sin duda, esos criterios, aunque firmes son amplios, cada vez más amplios, como dice Clarín, es decir comprensivos y cada vez más comprensivos. ¿Quiere decir Clarín que el espíritu que anima a Menéndez Pelayo cuando escribe La historia de las ideas estéticas es distinto, más abierto, que el que presidió a la redacción de la Historia de los heterodoxos? Basta plantear la pregunta para sugerir la respuesta. Sea lo que fuera, conforme se avanza en la lectura del trabajo de don Marcelino se traslucen poco a poco los lineamientos de su propia concepción estética, tributaria ella también de su orientación filosófica, y al terminar el recorrido debe de ser posible tener idea relativamente clara de un pensamiento estético bien definido que le permite otorgarse una posición dominante respecto a las concepciones de los pensadores franceses estudiados, lo que no le impide comprenderlas sustancialmente.

Lo que primero atrae la atención son las numerosas alusiones a lo que se llamaba entonces el «espíritu francés» (como se hablaba del «espíritu inglés» o del «espíritu alemán») y que, a partir de los primeros años del siglo XX, se denomina, según un concepto fraguado por la sociología moderna, «mentalidad». Aunque Menéndez Pelayo no sea un adepto del determinismo sociológico de Taine, en la práctica, ha hecho suyo hasta cierto punto, como casi todos los intelectuales de la época, «estas formas generales de pensamiento y sentimiento (...) determinadas por tres fuerzas primordiales: la raza, el medio, el momento» (III, 1.509). Lo que pasa es que ese «espíritu francés» lo condiciona todo, incluso la expresión de las ideas estéticas. Se caracteriza fundamentalmente por cierto sentimiento nacional de superioridad que tiende a valorar lo francés y en cierto modo en despreciar lo de fuera. Es muy explícita de tal mentalidad la rotunda afirmación formulada en 1920, por Mustoxidi, en nombre de una pretendida estética científica, según la cual «la ciencia objetiva es, ante todo, obra del genio francés». Esta posición significativa está claramente censurada en el prefacio al libro del mismo Mustoxidi por el profesor Lalande: esta concepción estrechamente nacional, dice, «construyó una muralla de China entre la estética francesa y la estética alemana» (Mustoxidi, 1920). Juicio que hubiera celebrado Menéndez Pelayo con fuertes aplausos. Perspicaz observador del desarrollo de las ideas estéticas en Francia, don Marcelino lamenta que varios filósofos, particularmete los adeptos de la llamada Escuela Ideológica, Destutt-Tracy, Cabanis, Garat, Volney, etc. se empeñen en despreciar «cuanto ignoran», particulamente a Kant y a los teóricos de la estética alemana (III, 1.430). Sólo a partir de 1818, aparecen bajo la pluma de Cousin «elegantes» vulgarizaciones de ciertos conceptos kantianos, pero «dio el funesto ejemplo de permanecer indiferente y extraño al ordenado y científico desarrollo de la Estética alemana» (III, 1.436). En ese conjunto, Jouffroy es una dichosa excepción, pues en él «predomina el criterio de Kant», asimila y supera a Burke. Y, el colmo, para don Marcelino, es que las verdaderas traducciones de los monumentos de la Estética alemana, se desgranen en Francia en fechas muy tardías, de 1846 a 1862. Hasta se ufana el crítico francés Saisset de que el libro de estética de Cousin «nada debe a Alemania ni a Escocia; es un libro enteramente francés». «¡Se necesita -exclama sarcástico Menéndez Pelayo- impertinencia y petulancia para ponerse a escribir de Estética en 1860 haciendo alarde de no enterarse de lo que han pensado alemanes y escoceses!». En cambio, el poco conocido Tonnellé, muy alabado por don Marcelino, por conocer bien las literaturas alemanas e inglesas, se salva de caer en el «estrecho criterio que suele inspirar la educación puramente francesa» (III, 1.481).

También se caracteriza el espíritu francés por un «empeño desordenado de hacer efecto», del cual, según él, no escapa el mismo Taine y que, cuando se trata de espíritus superficiales, aunque brillantes, como Cousin (y aunque haya en éste cierta inclinación metafísica), añade a esas materias serias una inoportuna nota espectacular. El mejor representante del oficial espíritu francés es Charles Lévêque, cuyo libro sobre lo bello ha sido premiado por la Academia de Ciencias Morales y Políticas, lo cual es altamente significativo. No puede sorprender que sea Lévêque objeto de sarcasmo por Menéndez Pelayo, «si de intento se hubiera escrito para probar la inferioridad de la Estética francesa, y poner de manifiesto sus vicios incurables, difícilmente habría podido conseguir mejor su efecto» (III, 1.466). Después de exponer con frialdad, rigor y sin regatear críticas a los representantes de la Escuela Ecléctica, escribe a modo de conclusión: «Así nacieron esas estéticas tan deleitables como inútiles, que van desde Cousin hasta Lévêque, y que hablando con rigor, pertenecen a la categoría de los libros de entretenimientos» (III, 1.436). Confiesa que si se ha tomado la pena de notar las inconsecuencias y las contradicciones de la tan endeble Estética de Cousin, es porque fue ésta texto oficial en España. Lamenta que la obra de Lévêque, a la que califica de «grande artífice de bombonera y chucherías elegantes» se haya traducido al español «con las obras de Krause y de Jungmann, para completar la ruina y la desolación de nuestra cultura estética» (III, 1.469). Colocar en la misma línea a Krause y a Lévêque muestra que don Marcelino no ha superado del todo la inquina contra los heterodoxos y que ha desoído a su amigo Leopoldo Alas que en carta privada le dijo que en cuanto a filósofo del derecho se equivocaba «al negarle / a Krause / toda influencia actual» (Alas, Adolfo, 1943, 45-46). Cuando Menéndez Pelayo argumenta su crítica, como en el caso de Cousin, Lévêque y otros, convence y compartimos sus juicios, pero mucho menos cuando generaliza sin base justificativa; por ejemplo cuando escribe: «Con la patriotera habilidad que los franceses ponen para escribir de un modo agradable y hacerse leer donde quieren, aunque nada enseñen (...) y entonces resulta una estética impresionista, pintoresca o itineraria» (III, 1.519). En cambio, le seguimos cuando insiste en la indiferencia de Francia por las demás culturas, cuando, por ejemplo, lamenta que el poeta católico de Laprade (1812-1883) olvide a España y a Italia, pues «estos olvidos y estas cegueras son muy de la crítica francesa» (III, 1.488). Con su singular humor Clarín, una vez más, enaltece la superioridad de la posición de Menéndez Pelayo con respecto a la actitud de Francia: «Menéndez Pelayo, bien al revés de lo que suelen hacer muchos escritores franceses, que ven la historia de todo el mundo en la de Francia, vio con más razón la historia de las ideas estéticas en España en la de todo el mundo» (Alas, 1892).

Por dentro del panorama, recortado por los nueve capítulos que encierran los estudios, más o menos extensos, dedicados a numerosos autores, corren las captadas orientaciones generales que siguen las teorías y la ideas estéticas en Francia y ante las cuales se posiciona Menéndez Pelayo.

El hilo sinuoso de estas grandes orientaciones (positivistas, metafísicas, cristianas,[...]) que va y viene de un pensador a otro y forma una especie de metarrelato, por decirlo así, se corta con la insólita irrupción de Proudhon (1809-1865) y su idealismo revolucionario. Un capítulo entero (doce páginas) le dedica Menéndez y Pelayo, que antes de analizar su concepción estética, importante para la historia del arte, se demora en exponer, según su punto de vista, la ideología y la práctica revolucionaria del «socialista utópico» de Bruselas. Colorea con juicios y adjetivos («dogmatismo absurdo», «charlatanería», «sofismas», «energúmeno», «éxito escandaloso de un día», etc.), significativos de la repulsa que le inspira tal concepción socio-histórica y que demuestra conocer perfectamente. Sin embargo, se equivoca cuando afirma que ya está olvidado Proudhon, que nadie lo lee y que en España solo Pi y Margall «lo interpreta libremente» (III, 1.502). No viene al caso entrar aquí en controversia; basta decir que, a pesar de sus contradicciones y de algunas posiciones tildadas de chifladuras por algunos, Proudhon tuvo notable influencia en el fértil pensamiento utópico del siglo XIX. Sus ideas sociales y su lectura de los Evangelios influyeron en Tolstoi (que fue a visitarle en Bruselas) y algunas de sus ideas germinaron en Carlos Marx. De todas formas si es interesante (como revulsivo) el punto de vista de Menéndez Pelayo sobre el Proudhon revolucionario, más lo es su análisis de una concepción del arte, insólita en aquella época, pero que en el futuro tendrá práctica aplicación. Digamos primero que varias de las ideas de Proudhon sobre el arte las repercute Tolstoi en su ensayo ¿Qué es el arte? (Tolstoi, 1897). Menéndez Pelayo estudia con escrupulosa atención esta concepción de un «arte subordinado», es decir «ajustado a las reglas del ideal» (dicho entre paréntesis, no es la primera vez que el arte se ajusta a tal cual ideal; este aspecto merecería un estudio retrospectivo). Nos da que pensar la siguiente cita de Proudhon: «El arte es una representación idealista de la naturaleza y de nosotros mismos, encaminada a la perfección física y moral de nuestra especie» (III, 1.506)[...] ¡El arte como medio para la «construcción» «del hombre nuevo», adecuado a la sociedad futura! Cuando leemos bajo la pluma de Menéndez Pelayo el exacto resumen del pensamiento del autor de Del principio del Arte y de su destinación social: «Nunca entendió Proudhon el arte y la filosofía sino como esclavos misérrimos (...) de su energía reivindicativa de los derechos del proletariado» (III, 1.505-1.506), pensamos en una forma de realismo comprometido que encontró su total expresión en el llamado realismo socialista. Gracias a Proudhon, da forma Menéndez Pelayo a una concepción activa del arte al servicio de la causa del pueblo y de un ideal proyectado en futuro, concepción que ya asomaba al final del siglo XIX, incluso en España. La estética de Prouhon, si así puede llamarse, merecía, pues, que se cortara el hilo del relato y se invirtiera la cronología.

Por lo que hace al movimiento positivista, considerado como movimiento, ya se ha dicho que Menéndez Pelayo casi lo pasa por alto. Sólo al final, bajo el epígrafe «Ensayos de estética positivista», se limita a aludir a los que elaboran una llamada «crítica científica, es decir, positivista o materialista, hablando mucho de selección natural, de la herencia y de la correlación de las fuerzas» (III, 1.520) y como ejemplo sólo encuentra a Eugène Véron, que por muy positivista que sea, no es el más visible representante de dicha estética, y además, al hablar de él pone la clave de la ironía, reveladora de antipatía. No puede tolerar que Véron se ría «neciamente de lo que él llama las rêveries de los metafísicos y la ontología quimérica» (ibid.)

Sin embargo, es muy de subrayar que cuando en un autor positivista o con inclinación al positivismo, se mezclan el saber, la autenticidad intelectual y el talento, don Marcelino le presta la atención que a sus ojos merece. Por ejemplo, Taine y Guyau. Un capítulo entero, catorce páginas, le dedica al primero y diez al segundo. Aunque es manifiesto que no comparte las concepciones «mecánico-naturalistas» del autor de la Historia de la literatura inglesa (1864), cuyo talento admira, analiza con gran rigor todas sus obras, hasta detectar el punto flaco de su estética «puramente histórica» en la que «no cabe el arte ni la filosofía» (III, 1.510) y sobre todo sabe captar a partir de una lectura directa y personal la evolución de su pensamiento. Taine, en su Filosofía del arte (1882), quiere presentar su estética como antítesis total de la estética idealista y eso que llega a hablar de «esencia» y de «cualidades ocultas» (ibid.), a proclamar que «el Arte es superior a la Ciencia» (III, 1.511) y que para el artista «el primer talento es la simpatía» (III, 1.515). Concluye Menéndez Pelayo que a estas alturas de su evolución Taine es «un idealista hegeliano disfrazado de empírico» y esta contradicción es para don Marcelino motivo de simpatía, aunque lamenta que el gran pensador francés, para quien el Arte llega a verse como superador del medio y del tiempo por la universalidad a que tiende, no se plantee el problema de la incógnita del genio.

Igual proceso evolutivo nota en la obra total de Guyau, discípulo de Alfred Fouillée, y superior al maestro, según Menéndez Pelayo, pues éste aunque atento al elemento psicológico en la estética, rechaza toda dimensión transcendental. Guyau, «poeta distinguido» y «estético inteligente», defiende el carácter serio del arte y se opone a la teoría de Schiller y Spencer del arte como juego, y, aunque hay en su concepción algo sensualista, algunos resabios materialistas, Menéndez Pelayo confiesa que coincide con las «cosas profundas y verdaderas» de su Estética y encuentra fundada la crítica a la escuela kantiana por haber intelectualizado la belleza, prescindiendo del elemento sensible (III, 1.495). El arte para Guyau (y para don Marcelino) «no puede aislarse de la vida», «es como el sueño del ideal humano, fijado en la piedra dura o en la tela, sin poder levantarse y andar», «todo lo real y vivo puede en ciertas condiciones, llegar a lo bello». Capta Menéndez Pelayo, seguramente con satisfacción, que este poeta filósofo (mejor diremos metafísico) supera al declarado pensador evolucionista y darwinista cuando afirma que «jamás las interpretaciones de la ciencia nos darán el sentido íntimo de las cosas que nos dan las interpretaciones de la poesía», que «el Arte es creación y saber no es crear», que «el genio instintivo es necesario, en la ciencia, como en el arte (...) El genio presiente la verdad antes de tener de ella cabal conocimiento». Aunque prescinde Guyau de la dimensión ontológica, su poética mirada abierta a un futuro del Arte (y desde luego, según su concepción, de la vida) indefinido y tal vez infinito, es también motivo de simpatía de parte de don Marcelino.

Si el positivismo no impide que los pensadores y estéticos auténticos, con talento y altura de miras entren en el campo de la atención simpática del autor de la Historia de las ideas estéticas, el catolicismo no es una tarjeta suficiente para granjear su simpatía. El Lamennais de la primera época, el del Ensayo sobre la indiferencia (1817-1823), libro muy alabado por los neos españoles pero calificado por Menéndez Pelayo de «demagogia filosófica» (III, 1.450) y producto del «error filosófico» de su «tradicionalismo llevado a sus últimas consecuencias» (ibid.), vale mucho menos, es de suponer, para don Marcelino, que su segunda obra, Palabras de un creyente (1834), expresión de «ensueños humanitarios», esa otra «demagogia», traducida por Larra y de gran impacto entre los espiritualistas liberales españoles. Parte de la última obra de Lamennais, Bosquejo de una filosofía (1841-1846), es una apasionada reflexión sobre una estética que dimana de un ontologismo panteísta (considerado por Zeferino González, según don Marcelino, «como el menos reñido con la verdad cristiana»), que hace que el Arte esté relacionado con todo y sea producto de la luz divina en el artista y reflejo de esta misma luz en la obra. Al lado de esta valoración, menudean las críticas bajo la pluma de Menéndez Pelayo: le reprocha sobretodo su intolerancia, «que era el fondo mismo del espíritu de Lamennais», su gusto por lo grande, lo solemne y su poca capacidad para sentir las bellezas más modestas, etc.

Está claro, don Marcelino condena el «error tradicionalista», que según explicita «consiste en negar las fuerzas naturales de la razón y suponer derivados todos los conocimientos de una tradición o revelación primitiva, transmitida por Dios juntamente con la palabra» (III, 1.431), y desde luego censura a los tradicionalistas franceses como de Bonald, el Lamennais de la primera época; pero es discutible su intento de salvar de dicho «error» a José de Maistre (ibid.) (Véase Bréhier, 1964, 515-516). Ahora bien, las ideas estéticas de los pensadores cristianos estudiados en el capítulo V, el abate Gaborit, el padre Félix, Alfredo Tonnellé, Victor de Laprade, a los cuales hay que añadir a Paul Voituron, tienen como base más o menos confesada, ese mismo creacionismo, que así debe llamarse la creencia en la ideas innatas (fundamento también de la metafísica cartesiana). Pues bien, no se le ocurre a Menéndez Pelayo volver sobre este «error tradicionalista» patente en unos pensadores católicos que estudia con simpatía, como Tonnellé y sobretodo de Laprade, que por lo demás merecen el minucioso y riguroso estudio que les dedica. De paso, es interesante sacar del estudio de estos pensadores católicos, dos consideraciones puestas de realce por Menéndez Pelayo y que son de cierto alcance en el desarrollo de la estética en el siglo XIX. Al abate Gaborit, se debe el primer intento de «legitimación de la representación de lo feo» ([2] [III, 1479]). En cuanto al padre Félix, es de los primeros que dio la voz de alarma contra el llamado realismo o naturalismo francés. Idea que da libre paso a una repentina oleada de antipatía: «El jesuita padre Félix anunciaba hace veinte años todas las ignominias y degradaciones de que luego hemos sido testigos» (III, 1.481).

Afirma también Menéndez Pelayo que los «elocuentes apologistas católicos» (los de Bonald y de Maistre, es de suponer) han contribuido a desacreditar la filosofía del siglo XVIII y a restaurar el sentido espiritualista. Puede ser. Pero ¿De qué sentido espiritualista se trata? Es de observar, en efecto, que, incluso según el estudio de Menéndez Pelayo, la metafísica de los ginebrinos Töpffer y Pictet (capítulo III), la de Bordas Dumoulin y Ravaisson, como la del segundo Lamennais y de Maine de Biran, se construyen por esfuerzo individual propio, fuera de cualquier aparato dogmático. Y se nota que Menéndez Pelayo se siente a gusto en estos sistemas o mejor dicho entre estas ideas estético-metafísicas más o menos «independientes» y no disimula su vibrante admiración y su simpatía por Maine de Biran y por Ravaisson y Bordas Dumoulin, aquél es el «único metafísico de verdad que produjo Francia en la primera mitad del siglo XIX» (III, 1.431), y los otros dos, los «metafísicos de más fuerza que ha dado Francia» (III, 1.492). Para Ravaisson, la metafísica brota de las entrañas de la psicología: «Dios sirve para entender el alma, y el alma para entender la naturaleza» (ibid.) y la estética tiende a acercarse a la belleza, principalmente a la más divina, la que contiene el secreto del mundo. Bien mirado, la concepción metafísica del Dios interior, del Deus est in nobis, base y fuente de ideas estéticas, de estos pensadores franceses, riñe con la dogmática ortodoxia de «los elocuentes apologistas católicos».

Así pues, parece que Menéndez Pelayo, después de conceder benevolente atención a los pensadores católicos, que más o menos siguen el dogma, tiende a coincidir con los que fundan su estética a la vez en una metafísica libremente pensada, aunque, para la mayoría, de raíz cristiana, y una psicología que en la percepción y la contemplación de lo bello junta la inteligencia y el sentimiento, sentimiento que es muy otra cosa que la sensación condillaciana, condenada por materialista y reductora (III, 1.430). Para él es gran paso adelante cuando la estética toma en cuenta el sentimiento (estética del placer, de lo agradable[...]; intuición; etc.). Por eso está en estrecha simpatía con Jouffroy, por ser uno de los primeros en analizar el sentimiento de lo bello; lo bello que causa «placer y dolor: placer de lo bello, dolor de lo inefable, de las cosas invisibles» (III, 1.442). Es curioso y significativo ver que censura la concepción de Voituron (metafísico de las ideas innatas) por demasiado transcendental y por olvidar el sentimiento, y que critica a Fouillée por limitar el hecho estético a una psicología abierta a todas las potencialidades, incluso la de lo inefable infinito, pero sin concederle ningún valor de transcendencia.

En filigrana, se dibuja, pues, la fundamental concepción estética de Menéndez Pelayo, la que asegura en certidumbres su posición dominante en el «relato» que hace de las ideas estéticas en Francia y de la que proceden los «criterios firmes» que guían sus comentarios y justifican sus juicios. Fundamentalmente, y para simplificar, los dos ejemplos anteriormente evocados, el de Voituron y el de Fouillée, revelan que su concepción estética resulta de un equilibrio, de una armonía, entre una dimensión metafísica o más precisamente ontológica, absolutamente necesaria y una psicología abierta tanto a la inteligencia como al sentimiento y más generalmente a todas las potencialidades humanas. De otro modo dicen lo mismo las acertadas palabras de Manuel Maceiras Fafián: las concepciones ontológicas de Menéndez Pelayo «preceden y regulan sus convicciones estéticas», pero «no oculta su adhesión a estéticas que se sustentan en lo que llamaré realismo esencialistas. Podría también calificarse de realismo vitalista», según el cual «la realidad no puede ser circunscrita o reducida a sus figurativas y aparentes formas físicas. Las cosas, los seres, están animados por una vida interior, una esencia vital que es fuente de potencialidades sugerentes y provocativas» (Maceiras Fafián, 2008, 8-9).

Es éste, en efecto, el núcleo de una concepción, en torno al cual se ordenan todas las ideas estéticas derivadas, generales o particulares, las que surgen al enfrentarse don Marcelino con las ideas o las teorías de los pensadores, filósofos y poetas que han reflexionado o teorizado sobre estética, y que a veces se enuncian como juicios personales: «Si lo miramos bien, lo que nos encanta[...]» (III, 1.446) o «Para nosotros el fenómeno estético no se explica sólo por la inteligencia ni por la sensibilidad sola, ni mucho menos por la voluntad, sino por el concurso de todas estas facultades» (III, 1.471). Pero muy a menudo las apreciaciones rezuman más o menos discretamente de los mismos comentarios: «Pictet está a punto de entrever la conciliación del idealismo y del realismo, de aquel idealismo realista o realismo ideal, perseguido después por Lotze y Max Schasler» (III, 1.462). Finalmente, y por encima de todo, el pensamiento (estético) de don Marcelino Menéndez Pelayo aflora a cada paso de un diálogo intelectual entablado con los pensadores franceses en estética, diálogo de infinita variedad y riqueza, envuelto siempre en una dialéctica afectiva de antipatía o simpatía de infinitos matices, y que restituye el casi completo panorama de las ideas estéticas en Francia en el siglo XIX.






Referencias bibliográficas

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