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«La estrella de Vandalia», «¡Pobre Dolores!»



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La estrella de Vandalia

Fernán Caballero




ArribaAbajoPrólogo

Al comenzar estas pobres líneas, miserable fachada que pego con vergüenza a dos tan graciosos monumentos, y al escribir de novelas, según creo, por primera vez, después de tanto como he escrito en este mundo, juzgo que mis lectores no llevarán a mal el que principie confesándome con ellos sobre esta materia, a fin de que conozcan desde luego mis aficiones, mis hábitos, casi iba a decir mis doctrinas, algo de lo que siento y lo que pienso acerca de una lectura tan generalizada en nuestro siglo y en nuestro país.

Declaro, en primer lugar, que soy enteramente de éstos, -de mi país y de mi siglo,- en el particular de que estamos hablando: declaro que la buena novela me enamora, me cautiva, me arrastra; que pocas distracciones tienen para mí un encanto igual; que embebido en saborearlas y aún en devorarlas, he pasado y paso todavía horas y horas, discurriendo con sus autores, viviendo con sus héroes, tomando una activa parte en la ficticia, escogida existencia que son su atmósfera y su terreno. Si éste es un defecto, por ventura; si todas las personas graves y formales que me oyeren lo estiman una aberración de juicio o una puerilidad de carácter, inclinaré la frente y me someteré al rigor de la sentencia común. Pero si hay algunos que conciban semejante ocupación como un decente y provechoso solaz en medio de las pesadas tareas del foro y de las acerbas realidades de la vida pública; si los hay para quienes esa afición a lo distinguido, a lo romancesco, a lo ideal, pueda elevar el ánimo, perfeccionar el gusto, inspirar amor a lo bueno y a lo bello, contribuir, en una palabra, al ennoblecimiento de nuestro espíritu y a la mejora de nuestro ser; permítaseme entonces que me confirme y aferre en mi costumbre, y que ya que no haga gala de una impenitencia procaz, diga sencillamente, pero sin rubor, que tengo pasión por las novelas, como la tienen algunos por las flores o por la música, como la tienen otros, y yo también con ellos, por las estatuas y por los cuadros.

Claro sin embargo está -y apenas era necesario decirlo- que no todas las novelas, ni aún todos los géneros de novela, han de ser ni pueden ser igualmente aceptables para mí. Desde luego, hasta me parece excusado el descartar para condenarlas las que pertenecen a los géneros sucio y tonto; las que se apartan de los ojos con disgusto; las que se caen de las manos por falta de interés, por falta de talento, por falta de estilo. En obras que se dirigen al corazón y a la mente, condenado está por sí mismo lo que ni ilumina la mente, ni tiene que ver con el corazón. En obras que pertenecen al arte, condenado está lo que no tiene condiciones artísticas. Todo el mundo conoce que lo impudente no puede causar sino asco; que lo necio y lo estúpido sólo han de producir fastidio y sueño.

De otra cosa, pues, queríamos hablar cuando hemos dicho que hay novelas, o géneros de novelas, que nunca nos agradaron. Y como estamos en acto de confesión, lo declararemos también tan sincera como ingenuamente.

Me repugnan ante todo, y me han repugnado desde niño, las que podría llamar novelas anatómicas; aquellas en que, no sé si con verdad o sin verdad, se analizan, se descomponen, se reducen a polvo los sentimientos humanos, cual si fuesen nervios o tegumentos, pretendiendo llevar el escalpelo hasta sus principios más recónditos y elementales, y colocando en una especie de microscopio sus partículas, para que nos den por consecuencia monstruos que no se conocen en el mundo, doctrinas que no son las doctrinas de la sociedad. Tales novelas, no necesito de seguro nombrarlas: todos las conocemos; todos hemos tropezado con ellas alguna vez; todos las hemos oído celebrar y recomendar como el límite del ingenio, como la corona de la filosofía y del arte. Pero en cuanto a mí, vuelvo a repetir lo que llevo dicho: siempre me han sido antipáticas tales obras, como me lo es una lección de patología, o como me lo son esas estatuas de cera que nos demuestran al desnudo las cavidades de las vísceras humanas. Puede cautivar, y cautiva ciertamente mi ánimo, la observación delicada y exacta de nuestros sentimientos; mas ésa que pasa a descomposición total, a análisis quirúrgica, ni la sigo con deleite, ni la sufro siquiera con resignación. Suponiendo que semejantes análisis sean verdaderas, paréceme que no es a la literatura, sino a la medicina, a quien corresponden: si a más de ello fuesen voluntarias, mentirosas, creo que no se las deberá colocar sino en la región de los más repugnantes delirios.

Otras novelas, a las que tampoco me he acostumbrado jamás, son las que sirven de cuadro a predicaciones socialistas. Y no porque el socialismo, en mi juicio, carezca de importancia y no deba mirarse con cuidado y con respeto: derivación, aunque sea bastarda, del espíritu cristiano, engendro doloroso de malos incuestionables que no basta cerrar los ojos para no sentir, es algo más que uno de esos accidentes políticos que duran el espacio de pocos días, y que sólo dejan en pos un nombre que se olvida luego, y un pequeño vacío, que bien pronto y de cualquier modo se llena. El socialismo es y vale mucho más. Ni concebimos un hombre de bien que no tenga el germen de su crítica en el fondo del corazón; ni vislumbramos otro medio de combatir y de enfrenar el desbordamiento de sus ideas, tan destructor y tan terrible, sino el de la sublimación de los principios pura y santamente cristianos, la justicia, la libertad y la caridad, que resuelven todas las cuestiones humanas, hasta el punto que nos es dado resolverlas en esta vida de tránsito, de imperfección y de sufrimiento.

Mas aún considerando al socialismo como una cosa grave y seria, hemos tenido la desgracia de encontrar siempre a sus novelistas a la par peligrosos y pueriles; falsos en los caracteres y declamadores en los sentimientos; afectando algo que no nos ha parecido sincero ni real; copiosos en palabras humanitarias, pero que maldisfrazan sólo, y que no pueden encubrir su espíritu de rencor a lo que es digno y respetable. Yo no sé si procede esto de la propia naturaleza de tal doctrina, exageración, caricatura de la doctrina evangélica, y dada, por consiguiente, a caricaturas y exageraciones; si se deriva de la situación hostil en que se halla respecto a las antiguas sociedades, y que la impele a esos extremos de hostilidad y odio; si nace, por último, del carácter personalmente agresivo de sus más renombrados escritores, que se derrama de su pluma en una emanación tan necesaria como natural. Pero sea lo que fuere de la causa, el hecho es cierto, es evidente, si no se iluden mis sentidos y mi razón; y las novelas socialistas, que no son en su fondo obras ni de entretenimiento ni de arte, sino meras máquinas de demolición social, libros de pura y ardiente controversia, se me presentan tan desnudas de lo que debía formar su atractivo, de lo que debía envolver entre sus halagos la enseñanza, que no puedo menos de repelerlas con duro desdén, repitiendo el incredulus odi del eterno legislador en materias de gusto.

Aparte de las novelas tontas, de las novelas anatómicas, y de las novelas socialistas, todos los demás géneros son buenos y aceptos para mí; como que recrean la mente, como que embelesan el ánimo de una manera delicada y apacible. El género descriptivo, el dramático, el histórico; la pintura de caracteres, la narración de sucesos extraños, las combinaciones de imaginación o de enredo; todo ello es verdaderamente humano, y todo suministra un vivo interés a las más nobles facultades de nuestro espíritu. Cuando Chateaubriand nos presenta en Renato el vago refinamiento de unas nebulosas pasiones que son triste consecuencia de la vejez de nuestra sociedad, y cuando Bernardino de Saint-Pierre lo hace en Pablo y Virginia de la candidez de otras que llevan el sello de inocencia propio de las situaciones patriarcales, mi entendimiento y mi corazón los siguen a uno y otro terreno, los acompañan por una y otra vía, y llegan a un placer igual, ora derramando lágrimas de ternura, ora desgarrándose en simpáticos afectos por un dolor que nos penetra hasta el fondo de las entrañas. Si por acaso aparto de allí los ojos, y los llevo adonde Walter Scott nos retrata con admirable lucidez las verdaderas costumbres de la edad media, Lesage las del decimosétimo siglo, Cooper los hábitos de los indios y de los plantadores americanos, Bulwer las finas maneras del mundo aristocrático de nuestros días; adonde Manzoni nos ofrece sus admirables Desposados; adonde Alejandro Dumas, con una incansable facundia, con un talento escénico que tiene pocos parecidos, y con una desenvoltura de imaginación que aturde tanto como embelesa, nos da en sus Mosqueteros un libro real de Caballería como es posible en el siglo decimonono; el contentamiento y la satisfacción quizá no son menores, y el doloroso placer de las lágrimas se ve reemplazado por otros, a veces de tan delicada ley, y siempre igualmente racionales, de análoga dulzura, de semejante y no menos vivo interés.

Y no he querido citar, de propósito, entre esos distinguidos nombres que resumen los diversos géneros de la buena novela actual, otro nombre más claro todavía, y que, consagrado por la unánime aprobación de generaciones y generaciones, se levanta y descuella entre todos

«quantum lenta solent inter viburna cupressi».



Tal es sin duda el del autor del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha: la primer novela que se ha escrito en el mundo; a la que ni en fuerza de observación, ni en verdad de caracteres, ni en profundidad de pensamientos, ni en gala de estilo de colores, ni en lo exacto ni en lo ideal, llega ni se acerca ninguna otra de cuantas ha concebido el ingenio humano; siempre fresca y lozana a pesar de sus dos siglos y medio; siempre leída con el mismo placer y admirada con el propio entusiasmo que en los primeros días; única en el orbe que después de haber llenado plenamente un especial designio, y cuando parecía que no tuviese ya objeto ni razón, sigue deleitando a toda clase de personas, a la par que desesperando a cuantos cultivan estas flores del espíritu, y se afanan por encontrar algo que la imite, ya que no la iguale. De propósito no queríamos hablar de ella; por lo mismo que un profesor ordinario de arquitectura no hablará a sus oyentes de la Gran Pirámide de Egipto o de San Pedro del Vaticano: que hay monumentos, y también hay libros, ante los cuales bajamos la frente los hombres del común, como que son nuestro asombro todavía más que nuestro orgullo; que hay nombres que no se pueden pronunciar en medio de otros nombres, porque es necesario al pronunciarlos descubrir la cabeza, inclinar los ojos, y colocarse en una respetuosa actitud, como delante de reyes de la inteligencia, enviados por Dios de tiempo en tiempo para abrirla nuevos horizontes, y para conducirla por nuevos caminos.

Dejemos, pues, en su incomparable gloria a Miguel de Cervantes Saavedra, blasón de España, y eterno modelo de cuantos se propongan enlazar la realidad a la ficción; limitémonos a algo más compatible con nuestra pequeñez, y fijémonos en luces que puedan soportar nuestros ojos sin deslumbrarse y cegar con su brillo. También son altos y dignos los segundos puestos, cuando es tan ingente el que posee una primacía no compartida por ningún otro.

No sé si, continuando ahora en mis declaraciones, deberé también confesar que, incitado por esta idea, y más aún por mi afición al género, hubo una época en que deseé cultivarle, y pensé muy seriamente en alguna obra, que concebía como de agrado y de interés. Padece sin duda en ello mi pobre amor propio; pero reconozco y declaro con toda humildad que no supe llevar a cabo semejante intención, y que me sentí inhábil para una empresa que verdaderamente me halagaba. Ora fuese porque carezca en realidad de la clase de talento que es necesario para tales invenciones y narraciones, ora porque fija mi idea en ejemplos muy nobles quisiese llegar hasta ellos de la primera vez, y no me resignara a lo que me parecía harto lejano de la perfección, es lo cierto que se negó mi pluma a extender y desenvolver lo que confusamente apercibiera mi espíritu, y que después de varios ensayos inútiles conocí que no había nacido para novelista, y me resigné a carecer de esa gloria, y sobre todo de esa satisfacción que me habría sido mucho más importante.

Lo que resultó de ese conato frustrado, de esa triste percepción de mi inhabilidad, fue que desde entonces estimé en más todavía el título de buen autor de novelas, y admiré más lo que no me encontraba con fuerzas para poner por obra. Ésta es indudablemente una ley de condición humana. Lo que hacemos, lo que nos sentimos aptos para hacer, nos parece siempre obvio, fácil, de menor mérito: lo que escapa o excede a nuestra aptitud, eso es para nosotros lo difícil, lo meritorio, lo grande. Yo he escrito de política, de legislación, de artes, de historia; yo he compuesto poesías y dramas; yo he explicado en la cátedra, informado en el tribunal, disertado en la Academia, improvisado y discutido en el Parlamento: todo eso me parece sencillo. ¿Sabéis lo que encuentro grave, lo que me causa admiración, casi iba a decir envidia? Escribir buenas novelas, porque no he sido capaz de hacerlo; y predicar buenos sermones, porque no concibo que se predique sino de memoria; y yo, ni supe jamás la lección cuando era estudiante, ni he podido aprender en mi vida la suma de veinte palabras.

Llegado a este punto de mi confesión, y habiéndome hecho conocer, según creo, de los que me leyeren, en mis relaciones generales con la novela y los novelistas, razón es que nos dirijamos ya a FERNÁN CABALLERO y a las suyas, y que complete bajo ese punto de vista especial lo que puedo decir en esta fastidiosa adherencia, que con el nombre de prólogo autoriza una mala costumbre.

Hace muchos años que conocía a FERNÁN CABALLERO, aunque no le conociese con este nombre. Era yo un oscuro estudiante de la Universidad de Sevilla, ocupado en revolver el Digesto y la Novísima Recopilación, cuando él -que entonces no era él- brillaba entre lo más distinguido de aquella sociedad por las gracias de su persona, realzadas con lo claro y lo apacible de su talento. Yo no le trataba, y aún juzgo no haberle saludado por aquel tiempo ni una vez siquiera. Le admiraba, como todos los que le veían, porque Dios ha querido que se admire en todas las esferas lo bello y lo simpático; pero ni yo ni nadie, ni él mismo quizá, presumía a la sazón que debiésemos alguna vez admirarle de la manera y por los motivos que lo hacemos ahora.

Abandoné de allí a poco a Sevilla, vine a Madrid, corrieron años y años, y al cabo de ellos apareció FERNÁN CABALLERO en el mundo de las letras, y su novela de la GAVIOTA vino a anunciar a España que poseía un notable escritor, capaz de ponerse en línea con los que honran a cualesquiera otros países. La aprobación, el entusiasmo, fueron unánimes: siguiolos, como era preciso, la curiosidad aguijoneada por un evidente pseudónimo; y roto bien luego éste, -que nunca duran mucho semejantes velos, y menos aún en la época de publicidad que alcanzamos,- hube de recordar con grata complacencia aquella grata aparición de mi juventud, que ostentaba un alma más hermosa todavía, en los puros, interesantes, amables conceptos de su ingenio.

No me incumbe a mí estimarlos ni avalorarlos todos y con detención en este breve trabajo. Vengo después de jueces muy competentes, que lo han efectuado de algunos con plena justicia; y no es, por otra parte, lo que me he propuesto el hacer un prólogo universal para las presentes obras. Cumpliría, pues, diciendo algo sobre la ESTRELLA DE VANDALIA y ¡POBRE DOLORES! que van a encontrar sus lectores en este tomo; que saborearán de seguro con el mismo placer que han experimentado en los procedentes, y que les harán desear otros nuevos, igualmente ricos en emociones tiernas y cristianas. Aún ese algo me parecería demasiado si temiese que pudiera servir para dilatar el conocimiento de las propias novelas, y no creyese, como creo, que la inmensa mayoría del público ve siempre -y con mucha razón- los prólogos, después que tiene vistas y se ha empapado en las obras.

¿Cómo es posible, sin embargo, escribir sobre cualquiera especial de un autor, particularmente cuando se le aprecia, cuando se tiene por él una justa simpatía, cuando se le sigue en todo su camino con amore, y no decir nada sobre sus dotes generales, sobre su manera, su sistema, sus perfecciones, su mérito? La tentación es demasiado fuerte para resistirla; el deber demasiado claro para desatenderle; y como lo que podrá haber en ello es imprudencia a lo más, pero no pecado, ha de permitírseme el consignar aquí en una docena de frases lo que, si se puede ya presumir por la mera lectura de estas dos pequeñas obras, se ve plenamente justificado por la de los seis o siete tomos que las preceden, y que tienen de seguro a la vista los que nos honran con su atención en este momento.

Principiaré exponiendo lo que hiere más la mía en las novelas de nuestro autor, lo que me parece su rasgo supremo y característico: tal es la grande, la completa espontaneidad, que bajo todos aspectos le distingue. Nada hay en él, a mi juicio, que sea efecto de imitación; nada procede, y nace de la profesión literaria; todo es natural, todo es original, todo es absolutamente propio. Sus personajes, sus combinaciones, sus descripciones, su manera misma, emanan evidentemente, ya de su instinto creador, ya de una observación fiel y esmerada de personas y de cosas vivas y reales. Yo no sé si FERNÁN CABALLERO había leído o no había leído muchas novelas antes de escribir las suyas; pero sé, pero siento, pero veo que ninguna novela anterior inspira ni se refleja en las que él escribe; que ni caracteres, ni situaciones, ni cuadros, nada es tomado, nada es copiado por él de otras: que sus modelos son del natural, del más puro y sencillo natural; y que al trasladarlos al papel dándoles esta nueva existencia, no se ha preocupado tampoco de la forma en que lo han hecho o podido hacer los demás escritores, y sólo ha cuidado de que correspondan a los dos principios que deben guiar a todo el que trabaja en verdaderas obras de arte: la exactitud, la verdad en el fondo del retrato; la idealidad en la expresión de la propia figura retratada.

Ignoro lo que pensarán otros; pero confieso que esta circunstancia que acabo de exponer es para mí de gran valor y de una estimación suma y decisiva. Estoy cansado, aburrido, de leer imitaciones y más imitaciones de los buenos novelistas, -y aún de los que no son buenos en mi concepto,- hechas por quienes, no alcanzándoles en mérito o habilidad, deslíen sus propósitos, amenguan sus bellezas, y parodian tristemente sus obras. Veinticinco años hace, era el género de Walter Scott el que diariamente se nos daba con nombres españoles; después ha sido el de Eugenio Süe; hoy es el de Alejandro Dumas, aunque sin su imaginación, sin su talento dramático y sin su gracia narrativa. Se les ha visto célebres, se les ha juzgado interesantes, y se los ha imitado por ello, creyendo obtener celebridad y ganar interés; sin comprender los imitadores que existía un maestro superior a todos esos maestros: la naturaleza; o sin tener ojos para ver, ni corazones para sentir lo que ésta nos ofrece de primitivamente bello, de digno sobre toda comparación de ser observado y retratado. Copiando e idealizando, pues, con lentes que eran de otras vistas, sus copias han resultado falsas, y pueriles y absurdas sus idealizaciones. Pueden agradar por naturales los maestros; pero de seguro no agradan por amanerados los discípulos.

Véase, pues, cómo aprecio tanto en FERNÁN CABALLERO esa originalidad, esa espontaneidad, esa franqueza, que por primera dote le reconozco. Véase por qué la estimo y la señalo, sobre todas las demás del artista y del escritor. Véase por qué comprendo que se cifra en ella su más brillante corona. Escapar al peligro de la imitación y de la escuela en este tiempo; copiar d'après nature, cuando copian tantos de las que ya son copias, y por cierto no muy fieles; desechar esas malas tradiciones; romper esos tristes prestigios; tener valor para empaparse en la pura, en la franca, en la verdadera verdad, y para presentarla sin rodeos como sin afeite: he aquí lo que ya indica por sí solo un espíritu sano, un entendimiento recto, un juicio merecedor de toda alabanza. Y si añadimos a eso, que no sólo ha observado por sí, sino que ha observado bien; que ha escogido con talento, que ha pintado con fuerza, que ha sentido con ternura, que ha pensado con corazón, ¿qué otra cosa más hemos de pedirle, para ofrecerle en cambio de todo nuestra sincera simpatía y nuestros fervorosos aplausos? ¿Qué otra cosa más se pidió ni se ha de pedir, por ventura, al novelista, desde que el ingenio humano halló la novela, y en tanto que acaricie y conmueva esa obra del arte, con sus delicadas ficciones, la inteligencia y el corazón de la humanidad?

No es esto decir que una crítica descontentadiza dejaría de hallar en las obras de FERNÁN CABALLERO leves lunares sobre que poner su fría y descarnada mano. ¿Cuál es, por ventura, el autor que deja de ser hombre, y que no cae como tal en algún humano defecto? Pero ¿qué importa que peque alguna vez contra la exactitud histórica, como cuando atribuye a los Romanos el sic lucet in VANDALIA; o que también peque otras contra el Diccionario de la Academia, usando tal cual palabra que no sea de la mejor ley para los doctores de nuestro idioma castellano? ¿Por ventura hace profesión de cronista, ni se propone escribir unos anales de nuestra nación? ¿Por ventura puede escapar él al contagio que más o menos nos ha alcanzado a todos; o se han de libertar su dicción ni su lenguaje de lo que trae consigo la desaforada volubilidad de nuestro tiempo? Si en lo general son fáciles, claros, castizos; si describen con admirable exactitud; si expresan los afectos con patética sencillez; si son a veces sublimes por esa simplicidad misma, ¿qué importa un descuido, qué importa un lunar o una leve mancha, en esa corriente de naturales y ordinarias perfecciones? FERNÁN CABALLERO no tiene, de seguro, presunciones académicas; y eso no obstante, no sé yo si hay en la Academia muchos escritores que pudiesen, no ya concebir, ordenar, pensar, sino contar siquiera una novela del modo que él la cuenta, ni con la gracia con que él la escribe. En cuanto a mí propio, ya dejo dicho que no puedo, que no sé.

Quizás hay en él, -porque queremos ser completamente sinceros,- quizás hay en él un defecto mayor que los indicados; mayor, por lo menos, bajo el punto de vista del arte, y con relación al propio fin que le mueve y lo anima en sus propósitos. Tal es el de suspender o abandonar a veces el papel de narrador, para convertirse en el de maestro de moral; el de no contentarse con que la enseñanza de ésta se derive naturalmente de los hechos referidos, y que la saque o deduzca de ellos el lector: avanzando, por el contrario, a presentársela, a dársela, y no sólo en alguna exclamación o reflexión corta y breve, sino en razonamientos, en explicaciones, en tono de predicador o más bien de controversista. Yo bien alcanzo que cuando FERNÁN CABALLERO toma ese camino, su doctrina es buena, puro su intento, motivada por lo común su obra; pero aún así y todo, creo que ganarían artísticamente sus libros en que no se dejara ir por esa pendiente que le arrastra, y que de seguro no perderían nada en el propio objeto moral, pues que las consecuencias que él no sacase las sacaríamos todos a nuestra vez, y sin duda con mayor gusto, y sin duda también con mayor provecho.

Permítaseme explicar de todo punto esta idea, acerca de la cual no quiero que quede incertidumbre. De seguro es el complemento de todas las obras de imaginación el que se aspire al disfrutarlas una enseñanza cristiana y sólida; de seguro es el más noble designio de todo novelista el que sus ficciones, a la par que agradables, sean útiles, sean engendradoras de bien. Mala y vergonzosa corona es la del escritor que ve lanzado su libro del hogar de una honesta familia; triste celebridad la del que despierta pensamientos impuros en el corazón de los jóvenes, o tiñe de rubor la mejilla de las doncellas. Pero no es, a nuestro juicio, la predicación directa la que produce lo uno ni la que impide lo otro. La gran prueba de ser bueno, enteramente bueno, un libro de esta clase, no está en las máximas que ostenta y declama, sino en los sentimientos que inspira y produce. Esa gran prueba sólo resulta de que, leyéndose con avidez luego que se ha tomado en las manos, deja el ánimo al concluirle en una disposición mejor, más moral, más a propósito para la virtud, que cuando se lo comenzara. Toda vez que se reúne lo uno y lo otro, no hay que pedir más a las obras del novelista: son interesantes, que es su naturaleza: son morales, que es su ley. Temed que no se tornen, exagerando esta última, en tratados expresos de moral; temed que no pierdan de ese modo su sabor y su atractivo, y que no llegue a nacer de ahí lo contrario de lo mismo que se anhela. No olvidéis nunca la octava del Tasso, suprema norma, en este particular, de razón y de buen gusto:


«Sai che la corre il mondo, ove più versi
Di sue docezze il lusinghier Parnaso;


Succhi amari ingannato intanto ei beve,
E dall'inganno suo vita riceve.»



Basta ya, me parece, de juzgar a FERNÁN CABALLERO en este aspecto general que me propuse. Gran narrador, gran pintor, gran observador de caracteres, escritor original y espontáneo, al que si puede señalarse alguna leve mancha, es nacida de su espontaneidad propia, uniendo a todo ello el delicado perfume que los hombres, hombres, no saben dar a sus obras; ocupa, en el día un lugar muy merecido y muy alto, no sólo entre los novelistas españoles, sino aún entre todos los novelistas europeos. No siguiendo las huellas de nadie, dejándose llevar por esa inspiración libre que ha sido una inspiración buena, ha recorrido un camino de aciertos y de triunfos, entre el doble aplauso de las personas de letras y de las personas de corazón. Unas y otras han derramado lágrimas sobre estos libros, sin poder abandonar su lectura, mientras que la madre de familia honrada y diligente los ha entregado y los entrega con toda confianza a los tiernos seres que Dios puso bajo su custodia. Así, la prueba de que hablábamos antes está realizada, está vencida; y las obras de FERNÁN CABALLERO ganando en ella ventaja a otras muchas obras de inmensa celebridad, ocupan a un tiempo los estantes de las bibliotecas, los dorados veladores de los salones, y las pobres camillas de pino, en cuyo alrededor se consumen las largas horas de la noche en el humilde interior doméstico.

Cuando sucede de esta suerte, todo lo que hubiera de decir un prólogo, ya que no sea ridículo, es por lo menos excusado. No diré yo, por consiguiente, más; y si algunos extrañasen que no consagre en especial siquiera unas pocas líneas a las dos preciosas novelas de este tomo, sírvame de excusa, primero, que. lo que he dicho en general de todas se aplica a ellas con tanta exactitud como a las restantes; y en segundo lugar, y sobre todo, que no puedo persuadirme hayan tenido el mal gusto de perder media hora en estas reflexiones, vagas, estériles, desnudas de agrado y de interés, y no hayan leído previamente esos lindos, esos tiernos, esos acabados cuadros, que ha apellidado tan poéticamente su autor LA ESTRELLA DE VANDALIA y ¡POBRE DOLORES!

Madrid 30 de Junio de 1857.

J. F. PACHECO.




ArribaAbajoA la señora doña Dolores Tamariz

MI QUERIDA AMIGA:

Ha poco que leía en una obra del distinguido autor contemporáneo francés, Paul de Molène, el siguiente trozo que tan magnífica y justamente califica la ridícula tendencia de la literatura moderna, que ha resuelto amalgamar los vicios con el cristianismo, e incluir en un mismo anatema la pura y rígida virtud, a la cual llama intolerancia, y toda autoridad, que llama despotismo. Advertiremos que Mr. Molène pertenece a la escuela liberal sensata.

Dice así:

«Lo falso siempre me ha herido; y las necedades sacrílegas que oía en aquella casa me causaban a veces verdaderos accesos de indignación. Allí se oía hablar de un Cristo amigo de las revoluciones, austero por un capricho místico, pero complaciente con todos los vicios, tierno con toda torpeza; en fin, jefe de una tribu gitana. Cornelia pretendía ser la Magdalena: sólo que reemplazaba por una orgullosa melancolía la humilde tristeza del arrepentimiento cristiano; pertenecía a la escuela de la disolución declamatoria; pensaba concienzudamente que las escenas y francachelas a que había asistido, y los amantes que sucesivamente había tenido y dejado, marcaban su frente con el sello del ángel caído

Nosotros los ortodoxos, por la gracia de Dios; nosotros los no contaminados de los modernos sofismas y falsos giros religiosos, si bien tenemos que renunciar en nuestras novelas a los efectos dramáticos y romancescos de dicha escuela libre y declamatoria, y ceñirnos a la sencilla fe del carbonero, esperamos hallar en su puro círculo pinturas y sentimientos que merezcan la aprobación y adquieran las simpatías de las personas que son altamente cultas, sin dejar por eso de ser rígidas en punto a moral y religión.

Esta esperanza me ha animado a tomarme la libertad de dedicar a usted esta obrita, que pot título lleva el dictado y armas de Carmona, esto es, LA ESTRELLA DE VANDALIA.

Si he trasladado al pueblo de usted el teatro de la presente RELACIÓN, ha sido arrastrado por la fuerza y por el encanto de los recuerdos que conservo de ese lindo pueblo. Es, entre esos recuerdos, el más lisonjero y el más grato a mi corazón la amistad con que me honró una persona, que por su clase, por su mérito, por su delicada benevolencia y exquisita finura, ocupa en Carmona, como ocuparía en todas partes, un lugar tan distinguido y preferente.

Este recuerdo me impulsa a ofrecer a usted en estas hojas otro, hijo del primero, que resplandecerá siempre en mi mente, como resplandece en nuestro suelo LA ESTRELLA DE VANDALIA.

FERNÁN CABALLERO.






ArribaAbajoCapítulo I1

Todo hombre que tiene una pluma en la mano, debe ante todo tener algo que decir; es preciso, sobre todo, que sea sincero y crea en su obra.



CHAMPFLEURI                


A seis leguas de Sevilla, andadas por el hermoso y bien denominado camino real, que aunque ya arruinado, es una de las grandes obras de Carlos III, se encuentra la antigua ciudad de Carmona. Hallase labrada la ciudad primitiva sobre una alta roca, como un bienteveo2 que algún rey de la Andalucía Baja hubiese erigido para abarcar con la vista sus dominios. Viniendo por el camino de Sevilla, se eleva el terreno paulatinamente y casi sin sentir, hasta atravesar un gran arrabal o ciudad nueva, y llegar a la grandiosa puerta moruna, que forma un largo y estrecho callejón, entrecortado por una especie de patio o plazoleta. Esta entrada es ya pendiente, prolongándose la cuesta más o menos suavemente por las calles, hasta el penacho de aquella inmensa roca, desde donde desciende el terreno abruptamente, y principia la magnífica vega que cubren campos de trigo, que en primavera forman un mar sin límites, verde como la esperanza, y en el estío un mar dorado como la abundancia. A la derecha concluye este inmenso paisaje en la sierra de Ronda, y a la izquierda en Sierra-Morena, a cuyos pies caminan hacia el mar las aguas de sus arroyos, que reunidas toman el nombre de Guadalquivir.

Lo magnífico y sorprendente de esta vista tendría en otros países una fama y renombre universales, y habría sido descrita mil veces, tanto en novelas como en poesías. Pero en España es poco común el gusto y la pasión por las bellezas campestres, las que suelen admirar sin que en este sentimiento tomen parte ni el corazón ni el entusiasmo. Una vista, por bella que sea, se suele apreciar, digámoslo así, clásica y no románticamente.

La bajada en la de que hablamos es casi perpendicular, y no la puede arrostrar la carretera, que rastrea penosamente el primer tercio, y ciñe después a la peña como un cinturón, salvando su mayor altura; después de lo cual, vuelve a emprender su ascensión hasta llegar al alegre y activo arrabal, en que se hallan casas nuevas y bonitas, los paradores, los mesones, el correo; en fin, cuanto pertenece a la vida de movimiento; dejando tranquila, gracias a su altura, a la aristocrática y antigua ciudad, con sus casa solariegas, sus iglesias y conventos, sus grandiosas ruinas moriscas, y los trozos que aún conserva de los muros que la ceñían cuando tenía fuerza y mando. Todo en la ciudad es antiguo, bello y digno. Sólo en su parte más alta a la derecha, esto es, hacia el Levante, ha labrado la era moderna un feísimo telégrafo, que lleva la matrona como sello de actualidad en su frente, en la que parece una verruga. No es culpa nuestra si los telégrafos son feos, si son caricaturas de torres, si hacen muecas como decía un amigo nuestro; si, simbolizando la velocidad, son unas moles pesadas y sin gracia; si, significando la publicidad y las comunicaciones, son frondios y mudos oráculos que despiertan la curiosidad sin satisfacerla, envueltos como lo están para los profanos en silencio y misterio. Ni que al pasar por ellos la acción y la vida, queden ellos inertes y muertos, como si protestasen contra ambas; ni, por último, que careciendo de belleza en su forma y de poesía en su objeto, sean grotescas esfinges que solemnizan la cotización de la Bolsa.

No concebirnos el moderno afán por vestirlo todo con la misma librea, y por querer borrar en los países y en los pueblos la nacionalidad que les es peculiar. De todas las tiranías, la de la uniformidad es la que más se resiste a la independencia popular. Arrancar a países, pueblos y personas su ser, su carácter, su individualidad, es la más cruel, la más necia y la más antipoética arbitrariedad. Uniformar a los pueblos como a los como a los presidiarios, diciéndoles: «No seréis lo que habéis sido, no seréis lo que os llevan a ser vuestro suelo, vuestro cielo, vuestro carácter e inspiración espontánea; formaos sobre este modelo único y uniforme en el universo; todos sois carneros de una misma manada, menos nosotros que somos los pastores y zagales, llevando a guisa de cayado la pluma», esto está muy bueno para los que se erigen en pastores; pero para los que se quieren convertir en uniformes carneros no tiene ningún género de seducción y de simpatía.

En España, más que en otro país alguno, tienen las provincias diversas y marcadas fisonomías; así como las tienen distintas entre sí los pueblos de una misma provincia. Todo aquel que haya permanecido en ellos, y los haya observado con cuidado y con amore, podrá haber notado lo que dejamos dicho. Pero ¿qué autor se rebaja a observar y describir material y moralmente un pueblo de campo, para pintar después sus costumbres y detallar su localidad? Verdad es que si a esto uniesen datos históricos, y las tradiciones y leyendas que les son peculiares, harían obras originales, simpáticas y provechosas, dando a conocer y poetizando nuestro hermoso país, que tanto se presta a esto último. Pero hoy día, según dice Mr. Étienne, lo que agrada es poetizar el mal.

Los rasgos peculiares a Carmona son, en lo material, un aseo excesivo, tan general y erigido en costumbre, que no lo ostentan, ni lo pregonan, ni aún lo notan. El famoso aseo de Holanda podrá ser más ostensible; pero ni es tan genuino, ni tan general. Cada casa, cada calle se presenta tan pulcra, que inspira el verlas un inexplicable bienestar; y lo mismo las habitaciones de los pobres que las de los ricos. En las casas humildes vese en los patios rivalizar la cal de Morón y las flores, como para probar que el aseo y el primor, sin ser dispendiosos, pueden prestar a la vida bienestar, encanto y elegancia natural. En lo moral, el rasgo que distingue a la generalidad de los carmonenses es la religiosidad, y por consiguiente, la caridad. Y hemos presenciado allí tales rasgos de ambas sublimes virtudes (que en sí resumen todo el Decálogo: A DIOS SOBRE TODO, AL PRÓJIMO COMO A TI MISMO), que hemos exclamado con entusiasmo, que bien merece Carmona la denominación que le dieron los Romanos y le otorgaron por armas; que es una estrella con este mote: «SICUT LUCIFER IN AURORA, SIC IN VANDALIA CARMONA». (Como brilla la estrella de la mañana en la aurora, brilla en Vandalia Carmona.)

Como prueba de esta religiosidad y de esta caridad, muestra la cantidad y hermosura de sus iglesias y conventos, así como la de sus instituciones de beneficencia, que queremos consignar, para ponerlas al frente de las raquíticas obras de la filantropía.

Hubo en otros tiempos en Carmona escuelas de primeras letras y dos cátedras de gramática al cargo de los Jesuitas, y cátedra de filosofía en el convento de Santo Domingo; todo de balde. Muchas fundaciones de dotes para pobres; una dotación para estudiar en Salamanca, que fundó el arcediano D, Luis Puerto; tres dotes anuales para pago del colegio mayor de Sevilla, que fundó el señor Sarmiento. La marquesa viuda del Saltillo fundó un hospicio para niñas huérfanas. El número de estas niñas no está prefijado, sino que entran cuantas pueden sostener las rentas con que dotó dicha señora al establecimiento que fundó. En época reciente, siendo elegidos administradores el señor marqués del Valle y su hermano el dignísimo presbítero señor D. Juan Tamariz, pudieron sostener dichas rentas 45 niñas internas y 150 externas, a las que se daba enseñanza de balde. Hemos visto aquel inmenso salón, y las 150 sillitas en que se sientan las inocentes, que ha reunido la caridad para enseñarles a conocer a Dios y a trabajar, y hemos pensado con dulce consuelo, que si hay mucho malo en el mundo, hay también mucho bueno.

Tiene Carmona cuatro conventos de monjas, y uno que se demolió para mal situar una plaza de abastos; cinco de frailes, San Francisco (hoy parador de diligencias), San Jerónimo (demolido), y Santo Domingo, extramuros; San José y el Salvador, cuya hermosa fábrica atestigua fue de los Jesuitas en la ciudad. Su iglesia mayor, Santa María, es magnífica, y la labró Antón Gallegos. Su parroquia de San Pedro fue edificada por Andrés Acebedo, natural de Carmona, que murió a los cuarenta años, y fue muy sentido. Su torre y su capilla de Dios son dos obras maestras de arte y de buen gusto, que si estuviesen en otro país tendrían fama europea.

En una de las calles que avecinan a San Felipe estaba situada una casa, la, que, como todas las principales, tenía un zaguán hábilmente enchinado de menudo guijarro. En éste se hallaban las puertas de las cuadras y escalera para subir a los pajares. A la derecha estaba la puerta, por la que se entraba en el gran patio, eu el que naranjos y limoneros encerrados en sus arriates circulares dejaban entre sí espacio a las macetas, que según la estación se renovaban, trayéndoles allí la primavera las bellas rosas, como para obsequiar al suave azahar; el verano la odorífica albahaca y los frescos pinos, que viven de agua como el camaleón de aire, y en el estío hacen tan dulce contraste con la agostada naturaleza en el campo; y el invierno las constantes y monótonas laureolas, abortado laurel de flexibles e inodoras ramas, sin tronco y sin altura.

En un ángulo se hallaba un jazmín, que por sí, y sin ser guiado, había, subido tanto, y se había hecho tan frondoso, que cubría las ventanas alambradas de un granero, formando para el salón de los garbanzos unas floridas celosías, que hubiesen envidiado los gabinetes de las más elegantes beldades.

Este patio tenía una alegría espléndida como la de los niños. Sus corredores habían sido abiertos; mas fuese a causa de las mejoras y comodidades que consigo trae el tiempo, o bien la necesidad, -pues no dudarlo, y según lo afirman ancianos observadores, el clima en España es más frío de lo que fue antiguamente,- estos corredores habían sido cerrados con tabiques, que tenían ventanas y puertas de cristales. El que estaba al frente de la sala formaba una galería que servía de antesala; la casa era espaciosa. A la espalda se hallaban en amor y compañía, y en simpática conversación, el jardín con sus flores que perfumaban, el corral con sus gallos que cacareaban sin aprensión ni timidez, el lavadero cubierto de un espeso emparrado, debajo del cual cantaban las lavanderas, y encima del cual cantaban los pájaros con ellas a porfía; y la puerta de la cocina, por la que se arrojaban. los recios y prosaicos sonidos del almirez, como repicando triunfalmente la fiesta de San Positivo.

Todas estas cosas no se amalgaban; convenido. Una elegante superlativa y un dandi quintaesenciado se horripilarían de esta democracia doméstica. Y no obstante, el aseo y el primor es tal, que formarían un lazo de unión entre estas cosas opuestas, si no lo formase ya el ser el pueblo, así como las cosas referidas, esencialmente campestres.

El segundo piso de la casa sólo se componía de graneros, teniendo, como la tienen allí muchas casas, una torre o mira. Pero la escalera que subía a esta torre se había caído muchos años había; y no siendo ni los anteriores ni los presentes dueños aficionados a las buenas vistas, no había sido reedificada esta escalera, y aquella torre quedaba del todo olvidada, sirviendo sólo de inexpugnable baluarte a las lechuzas y otras aves agrestes.




ArribaAbajoCapítulo II

Los hombres en general están dispuestos a elogiar las edades pasadas, aún con detrimento de la suya; pero el orgullo de los modernos no ha vacilado en atribuirse la preferencia sobre todos los que les han precedido.

La misma disposición hubo en Roma en los últimos días de la República.


SANTIAGO CLEMENTE GARCÍA.                


En esta casa vivía Doña Amparo Figueras, viuda de D. Juan Trigo, rico labrador afortunado y jovial, que murió porque Dios quiso, que por su voluntad no hubiese muerto, como aquel portugués al que pusieron dicha aserción por epitafio.

Doña Amparo era una mujer de más de cuarenta y tantos años, fresconaza, activa, bondadosa y razonable, sin más defecto que el de una economía demasiado inclinada a traspasar sus límites. Criada en casa de sus padres, labradores también, llevaba la labor con inteligencia y acierto desde que murió su marido. Pero en cuanto a educar a dos hijos que tenía, conociendo que no estaba a su alcance el hacerlo, había tomado al efecto, desde la exclaustración, a un religioso del convento de San Jerónimo, que era lejano pariente suyo, y que tenía la merecida fama de ser un hombre, no sólo ejemplar en sus costambres, sino docto y erudito. Efectivamente, el Padre Buendía, que había tenido gran intimidad y exclusivo trato con los libros, tenía mucha erudición, pero poca ciencia de mundo. Conocía a fondo las crónicas; pero lo contemporáneo pasaba para él casi desapercibido. Sabía latín y griego, pero no sabía una palabra de francés ni de inglés; por lo cual en nuestra ilustrada y extranjera corte habría pasado por un Mastodonte o un Megaterio3. Nadie cual él conocía la historia en sus faces religiosa, política y guerrera; pero en cuanto al mundo, era un laberinto para su abstraída mente, por el que pasaba conducido por la rutina, como un ciego sordo conducido por su perrito.

Cuando la exclaustración, el Prior de su Comunidad, que tenía gracia, le había aconsejado que al quitarse los hábitos, se hiciese, para reemplazarlos, un vestido de pergamino. Su parienta Doña Amparo cuidó, con poco buen gusto y con mucha economía, de su equipo en aquella ocasión, al traérsele a su casa; de lo contrario, no se puede colegir lo que hubiese sucedido. Unos pantalones negros muy holgados, medias de estambre negras con fuertes zapatos, una levita de paño basto amplia y muy larga, un sombrero de copa muy baja y ala muy ancha; tal fue el equipaje con que se presentó a los sesenta años el pobre Padre Buendía. Y en él se halló, a pesar de estar todo hecho como para un señor mucho más grueso que él, tan atado, que este malestar redobló la profunda tristeza que sentía al salir de aquel precioso convento, situado al pie de la formidable altura en que se presenta la ESTRELLA DE VANDALIA al que del Norte de España baja a Andalucía.

Amargo era el desconsuelo del buen religioso al dejar aquel precioso y tranquilo convento, en el que había pasado casi toda su vida; al ausentarse de aquella iglesia de su más amante devoción; al dejar aquella alegre celda y aquella silenciosa librería del convento, fuente de goces de su vida entera; y al separarse de sus compañeros y amigos. Cuando a los sesenta años la costumbre de toda la vida ha formado en el hombre una segunda naturaleza, perder de una vez y para siempre cuanto constituía esta costumbre, -y especialmente cuando estaba en concordancia con la conciencia y en armonía con las inclinaciones,- es lo más cruel que puede acontecer al individuo; es el trastorno más desgarrador que puede sufrir la existencia. Y así, bien sabido es cuantos de los monjes ancianos arrancados de sus conventos murieron de tristeza, y otros de dolor, al ver profanados, vendidos, derribados aquellos santuarios que levantó la fe espléndida, en gloria de la religión y honra y bien del país. Con el espíritu y el sentimiento que llevaron a construir esas maravillas, mueren los grandes arquitectos, escultores y pintores que las hicieron. ¿En qué se habrían de ejercitar ya? ¿Págalos el desprendimiento grandioso del que da a Dios? ¿Inspíralos la fe de Murillo? ¿Estimúlalos la idea de trabajar para el país? ¿Anímalos la convicción de ser este trabajo para la posteridad?

Era, pues, el Padre Buendía un sabio tonto; especie que se va perdiendo, porque a no ser en alguno que otro alemán, hoy día no se ve sobrepujar lo abstracto a lo concreto. Así es que Doña Amparo, probaba tener mejor tino para elegir capataces y aperadores, que no preceptores. Y era esto tanto más de sentir, cuanto que sus hijos, muy mal guiados hasta entonces y muy dueños de su voluntad, necesitaban un freno poderoso; pues el freno, por más que se diga, es el solo contrapeso al mal. El freno que desde pequeños imponen los padres a sus hijos; el de la virtud, que el hombre que la ama se impone a sí mismo; el del honor, que pone el mundo; el de la política, que exige el trato; el que tiene una sociedad constituida, a saber, el derecho de imponer a los desmanes de los perturbadores de sus leyes: sin contar el suave freno de la Religión, que si verdadera completamente rigiera, haría él por sí solo inútiles a todos los demás.

Mauricio, el mayor de los hijos de la viuda, era desgraciado y enfermo; era flojo, dejado, y tenía horror a todo trabajo, así material como intelectual. Su pasión era la pereza; su estado habitual el decaimiento y la inercia. Su madre, de quien era el predilecto por su estado doliente, le llamaba un bendito.

Raimundo, el menor, era como le denominaba su madre, un toro: violento de carácter, acre en su contacto como en su sentir, grosero en sus maneras y expresiones. Tolerado por su madre, aplaudido por los demás pilluelos que capitaneaba, cada obstáculo que hallaba le parecía un contrario, y legítimos todos los medios para derribarlo. Este desenfreno, este no atender a nada ni a nadie, engendraron en Raimundo el más asombroso y ridículo orgullo, pues que no tenía más base sobre qué fundarse sino sobre sí mismo. Si Raimundo hubiese hablado el lenguaje del día, se hubiese denominado a sí mismo un mocito de fibra; pero como no estaba a esa altura, se contentaba con cantar:


Sobre mi gusto, canela;
sobre mi gusto, azafrán;
sobre mi gusto ha de ser;
sobre mi gusto será.



A la persona de Raimundo, muy andaluza, o por mejor decir, árabe, sólo faltaba un turbante, para ser un Almanzor o un Malek-Adhel, y habría agradado mucho, a no ser por la dura y malévola mirada de sus grandes ojos negros y la expresión insolente y grosera de su rostro.

Estos niños, de trece y once años, -edad suficiente para haber podido arraigarse sus respectivas malas tendencias,- fueron los que puso su madre, después de ver medir veinte fanegas de garbanzos, al cuidado y bajo la férula del Padre Buendía.

Apenas vio Raimundo el poco gracioso sombrero, bajo de copa y ancho de ala, que su madre había proporcionado a su pariente, cuando se echó a reír, y le dijo:

-Padre Buendía, usted que sabe tanto, ¿a qué no sabe la solución de este acertijo?


Tamaño como una cazuela,
tiene alas y no vuela.



El Padre no respondió al pronto; pero a la mañana siguiente le dijo en el almuerzo:

-Raimundo, hijo, paréceme que en el acertijo que me dijiste ayer te has equivocado, y que no es acertijo, sino un memento popular y tradicional, que necesariamente debe aludir a un hecho histórico anterior a las guerras de Viriato, que, según unos, duraron ocho, y según otros, catorce años. Fue el caso, que en la guerra entre Romamos y Cartagineses, en la ciudad llamada Bética, venció Escipión a Magón, hermano de Aníbal. Éste se retiró, y fortaleció sus reales en la ciudad llamada Careón, esto es, aquí, como punto inexpugnable. Diose una batalla cerca del río Curbión, aquí en la vega, y quedó vencido Magón. Es de presumir que para ir al campo saliesen sus huestes por la puerta más cercana al sitio en que tuvo lugar el combate, que era la puerta de la Acedia, de la que no queda ni aún vestigio. Formaría Magón sus tropas en dos alas, y teniendo que huir ante Escipión, querrían y no podrían volar; lo que daría origen a aquel memento popular, y aludiendo al ejército, diría:


Salió por la puerta de la Acedia,
tiene alas y no vuela.



Al oír esta interpretación histórica de su acertijo, de la que no comprendió una palabra, Raimundo echó a reír y repuso:

-Vaya, Padre Buendía, que tiene usted un modo de adivinar más confuso que el acertijo. No se trata del río Carbión, ni del general Matón, ni del otro Animal, sino que lo que es tamaño como una cazuela, tiene alas y no vuela... es su sombrero de usted.

-No dices mal, -repuso el Padre, que tenía buen genio, que en su vida había llevado sombrero y estaba a matar con la nueva cobertera de su cráneo:- no han inventado los hombres cosa más fea ni más incómoda. Pero, ya que habéis concluido vuestro chocolate, vamos a ocuparnos en vuestra enseñanza. Veo que estáis muy atrasados, pues nombras a Magón Matón, y a Aníbal Animal. Es, pues, preciso recuperar el tiempo perdido. Vamos a trabajar, y pronto cogeréis el fruto; que dice San Bernardo: Si labor terret, merces invitat; esto es, «si nos asusta el trabajo, anímanos la recompensa.»




ArribaAbajoCapítulo III

En las buenas Repúblicas4, los individuos viven en chozas, y los dioses en templos magníficos; y no hay peor señal que cuando los templos yacen abandonados, y los individuos habitan palacios.


WINKELMANN.                


Varios años pasaron sin que sacase el pobre Padre Buendía fruto de su trabajo. Por suerte, no le asustaba el trabajar, ni necesitaba que le animase la recompensa, puesto que enseñaba más por el placer de enseñar, que por la gloria de sacar fruto. Sembraba la buena simiente, dejando tranquilamente a la tierra aprovecharla o no.

En Mauricio cayó aquella simiente como sobre una roca, que no penetró. En Raimundo cayó en tierra feraz, pero seca y sin preparar; y las distracciones y desaplicación se la comieron como pájaros; mas la que llegó a prender, brotó robusta. Sólo se aprovechó de la enseñanza de la historia porque le divertía, y de la del latín por emulación con el hijo del alcalde, que se jactaba de saberlo como preliminar de sus estudios en la Universidad de Sevilla.

En los paseos que daban por las tardes con el Padre Buendía, les explicaba éste sobre el terreno la historia local y la de los monumentos que allí existen. Era entre estos paseos el preferido por el Padre, el que conducía a su convento, es decir, al sitio en que estuvo, pues vendido que fue, tuvo el dolor de verlo derribar y llevárselo piedra a piedra, columna a columna, puerta, a puerta... para labrar quizás un mesón, dejando el espacio que ocupara, hecho árido por los escombros, como una cicatriz en aquella frondosa, verde y lozana vega. La iglesia subsiste sola y condenada al abandono; y abandonada estaría, si no fuese por uno de los monjes que ha quedado, el que, ayudado por algunos fieles, mantiene en ella algún culto. ¡Culto sublime que expende la caridad por manos de la fidelidad! ¡Culto que, ofrecido al lado de aquellas ruinas, tiene la humilde dulzura de un desagravio, y que enternece como lo triste, y eleva como lo santo!

Para emprender este paseo solían salir por la puerta de Córdoba, puerta que ha sido reedificada en el año 1608. Baja después el camino dirigiéndose a la derecha para reunirse al camino real, teniendo a un lado el monte, que se levanta perpendicularmente, coronando su cúspide con el viejo alcázar moro, y al otro la vega, que separa a Carmona del río, salpicada toda de hacienda, huertas y olivares. Sobre esta puerta hay un letrero latino, cuya traducción se ha hecho del modo siguiente:


No porque en fuerte levantada altura
situada estoy, o que de ricas mieses
mis vegas me coronan, yo me afano;
ni porque el sol desde su origen alegre
mis muros bañe, o tanto me engrandezcan
de mis vecinos la nobleza antigua.
mas soy tres veces más dichosa y grande
de dos Patronos por la gloria ilustre:
o bien de Teodomiro, el hijo mío,
o bien Mateo Apóstol, por el tuyo.



Después de atravesar el camino real, y prosiguiendo el descenso, siempre dirigiéndose a la derecha, se llega al convento.

Como éste está situado en cuesta, delante de la iglesia hay un terraplén o terrado enladrillado al andar, que da vuelta, y por cuyo costado se puede asomar el que lo pasea, y ver una fuente con su pilón, que se apoya en el muro, y parece simbolizar, o por mejor decir, hacer una de obras de misericordia. Al fin de ese terraplén hay una puerta; y bajando por una escalera de muy linda fábrica, se llega a una pequeña cueva oscura y húmeda, en el fondo de la cual brota una cristalina fuente. Sobre esta fuente se ve un nicho rústico muy húmedo.

-Aquí es -decía el Padre Buendía a sus discípulos- donde escondieron los cristianos, cuando la invasión sarracena, a nuestra Santa Patrona LA VIRGEN DE GRACIA, la que ahora veis en su camarín en la hermosa iglesia de Santa María, cuyo magnífico santuario labró Antón Gallego en el sitio en que estaba el famoso templo de Ceres, en cuya ocasión se hallaron tantas estatuas, monedas, lápidas y restos de arquitectura romana.

En el año 1209, esto es, cuarenta y tres después de la conquista de Carmona por el Santo Rey, descubrió un pastor, milagrosamente guiado, la bella imagen de la SEÑORA, tan admirablemente conservada después de cerca de seis siglos en aquella húmeda y desconocida cueva, como sigue estándolo hace otros seis siglos en su santuario.

-¿De suerte que es Carmona muy antigua? -preguntó Raimundo, mientras Mauricio, que había llegado mucho después que sus compañeros, había entrado en la cueva para beber en la fuente.

-Esto no es dudoso, -contestó el Padre.- Pretenden unos que fue fundada por Baco mil trescientos veinticuatro años antes de la venida del Salvador; otros aseguran que Brigo, cuarto rey de España, fue su fundador, pues el Licenciado Juan Fernández Franco pretende que Brigo fue cuarto rey de España, y cita en confirmación al Beroso y a fray Juan Annio, y asegura que reinó mil novecientos diez y siete años antes de la venida de Cristo. Otros dicen que la fundaron los griegos de Arcadia, y que estos la denominaron Carmona en memoria de la población que en su tierra tenían denominada Carmon; y otros atribuyen su fundación a Túbal, nieto de Noé, que vino a España dos mil ciento veinte años antes de la venida de Jesucristo; y según afirma Francisco Tarrafa Barcelonés en su crónica de España, Carmona se amplió por el rey Brigo ciento cuarenta y ocho años después que se fundó por el patriarca Túbal5.

Hablando así, habían vuelto a subir al terrado, y se habían seguido paseando en la huerta, donde se encontraron con el hortelano que la tenía arrendada, en el momento en que decía Raimundo riendo:

-Padre Buendía, ¡y que se crea usted como Evangelios todas las cosas que dicen esos cronicones! Ya ha dado usted una docena de fundadores a Carmona. ¡Vaya que es ésta la niña de los muchos padres! Tiene usted las tragaderas untadas de jabón.

-Te he referido las varias opiniones de sabios y cronistas, sin formular la mía, -repuso el Padre.

¡Qué, señor! Todos van descarriados, -dijo el hortelano, que, como buen andaluz, se había impuesto desde luego en lo que se trataba, y quiso echar su cuarto a espadas y lucir su erudición histórica.- Quien le puso nombre a Carmona fue un rey moro.

-¿Un rey moro? -exclamó el Padre Buendía.- En cuanto he leído no he visto nada que se le parezca.

-Y si el padre no lo ha leído, no está ni impreso ni escrito, -dijo lánguidamente Mauricio,- porque cuanto hay escrito e impreso lo ha leído su mercé. ¡No sé cómo tiene ojos ni paciencia!

-At me nocturnis jurat impallescere chartis, -respondió el Padre.- ¿Me has comprendido?

-No señor; ni ganas, -contestó Mauricio.- Ya sabe usted que el latín no me entra, ni yo a él; me da jaqueca.

-¿Y tú, Raimundo? -preguntó el Padre, dirigiéndose a éste.

-Sí señor; dice que a usted le place palidecer sobre los libros. Y ese gusto es rara avis. Pero -prosiguió Raimundo, volviéndose hacia el hortelano- cuente usted cómo y en qué ocasión le puso el moro nombre a Carmona.

-Sí, cuéntanos eso, Nicolás, -añadió el Padre;- pues cuando, merced a la traición del Conde D. Julián, que entró en Carmona como amigo, fue entregada a los moros sus sitiadores, no dejaría de tener ya su nombre.

-Pues señor, -así principió el hortelano su relato,- han de saber ustedes que en tiempo de los moros, que fueron los que labraron los tres alcázares, las murallas y las puertas, estaban ellos aquí tan agarrados y tan seguros, que ni el mismo demonio los hubiese podido echar.

Súpolo esto la reina de Hungría, que era una hembra como un Cid, y se vino aquí con todo su ejército, con intenciones de cantarle al rey moro esta nanita:


Anda vete, morito,
a la Morería,
que mis tropas no entienden
tu algarabía.



Pero ende que vio6 el peñasco ese, al que no trepan sino las cabras, así como el valladito de argamasa almenado, y tras cada almena un moro con un dardo como una lanza, se quedó como toro agarrochado, a medio embestir.

Entonces acudió a la astucia, que para eso las mujeres se pintan solas, Padre Buendía. Mandole al rey moro un mensaje diciéndole que tenía antojo de conocer a S. R. M., y que quería visitarle; que para tener ese gusto había venido de su tierra Hungría. Los moros, como sabrán sus mercedes, eran muy finos y rendidos con las señoras mujeres; y asina respondió el rey moro al mensajero, que le dijese a quien le enviaba que tenía a mucha honra que su real majestad le visitase, y que al día siguiente le tendría aprevenido un recibimiento y un banquete como correspondía a tan encumbrado huésped. Y asina fue; y cuando le estaba el rey enseñando a la reina el real alcázar, -aquel que atodavía está allí en el pináculo a espaldas nuestras, sobre el despeñadero,- abrió un balcón, y abajo en el llano estaban los húngaros. Asomose la reina, y cuando todos la vieron, armaron un griterío y una algazara, que no parecía sino que se hundía el mundo, pues así lo había dispuesto S. M.

-¿Qué es eso? -preguntó el rey.

-¿Qué ha de ser? -contestó la reina.- Mis soldados que se divierten con una mona.

¿Una mona? -dijo el moro, asomándose al balcón para verla.

La reina, que esto aguardaba, le cogió por los pies y le echó por el balcón. Como que la altura es tanta, tardó el desdichado en llegar al suelo, y mientras caía, dando vueltas por el aire, iba diciendo: «¡Cara mona, cara mona!» Y de ahí le viene el nombre, sin que le quede a su mercé duda, Padre Buendía.

-Pues yo te digo, Nicolás, que lo que dices es un sinfundo7. Las reinas de Hungría ninguna ha venido a guerrear a España. El Padre Arellano dice que vino Muza a Carmona. Fuele dicho por los que venían con él, que por ningún combate podría ser tomada la villa, por su mucha fortaleza. Envió al Conde D. Julián con algunos cristianos, que aparecieron huir como vencidos en batalla, y recibido el Conde por huésped, dio la villa en manos de los árabes; y quien después la tomó del poder de los moros fue el Santo Rey Fernando, y así dice:


Soy de Túbal fundación,
fui Municipio romano,
debo mi restauración
del dominio mauritano
AL REY SANTO con Girón.



En tiempo de los Romanos tuvo Carmona Senado y senadores, que llamaban decuriones. Julio César la sublimó con el título de Municipio, favor concedido a pocos pueblos, y que tenía el privilegio de batir moneda. Las armas de Carmona -atiende, Raimundo, ya que Mauricio se está durmiendo- son una estrella con este letrero por divisa: «SICUT LUCIFER LUCET IN AURORA, SIC IN VANDALIA CARMONA.»

-¿Y eso qué quiere decir en nuestra lengua, Padre Buendía? -preguntó el hortelano.

El Padre contestó:

-«Así como brilla la estrella de la mañana en la aurora, así brilla Carmona en Andalucía.» EL Santo Rey, su conquistador del poder mahometano, le añadió una orla para rodear la estrella, en que alternan castillos y leones.

-¡Vaya! -repuso el hortelano.- Aquellos romanos lo entendían y eran gente de gusto.

-Así, Nicolás, - prosiguió el Padre,- no te trastornes las mientes con la reina de Hungría. El Santo Rey fue el que conquistó a Carmona del poder de los moros. Al otro lado del pueblo, a la derecha viniendo de Sevilla, tenía sus reales en el campo del Real, como se denomina aún hoy día, ahí donde está la capilla que el mismo Santo mandó labrar en honra de la VIRGEN SANTA, que tanto le favorecía. Quédate con Dios, Nicolás.

-Vaya su mercé con Dios, Padre Buendía, -contestó el hortelano.- La conquistaría el mismo rey, no me opongo; pero estoy para mí que el rey moro le dio el nombre. ¡Si el mismo nombre lo está diciendo!

¡Qué zoquete! -exclamó Raimundo cuando se hubieron alejado.- Las tradiciones son disparates.

Te engañas Raimundo, -contestó el Padre.- Lo que nos ha referido Nicolás es un chascarrillo que inventó la chuscada, y que la buena fe prohijó; pero, por lo regular, son verdades y datos perdidos, que no recogidos en las bibliotecas, se han refugiado en la memoria del pueblo, en que se han archivado; y así nunca deben desecharse sin maduro examen, y esto te lo probará un hecho que voy a referirte. -En un viaje que hice a Sevilla vi a un joven, hijo de un amigo mío, hacendado de Vejer. Éste me contó que, habiendo ido a hacer una excursión al Cabo de Trafalgar para ver una magnífica cueva de estalactitas que se halla allí, fue a embarcarse a dos leguas de Vejer, en los límites de la dehesa de Zahara, sitio que llaman los Caños de Meca. La marea estaba baja, y así pudo observar a flor de agua dos, al parecer, peñas de igual tamaño; pero al considerarlas atentamente, reconoció, a pesar del verdín marisco que las cubría, ser estas moles formadas de piedras, y ser obra de manos de hombres. Preguntoles a los marineros, así como a unos cabreros que se hallaban allí, lo que podrían ser aquellas extrañas construcciones, y todos unánimes le contestaron sencillamente que eran los sepulcros de los Geriones. Consta que estos reyes o jefes de las tribus que apacentaban en aquellas fértiles comarcas sus ganados, murieron defendiendo su territorio cuando allí desembarcaron los fenicios, y que fueron enterrados a orillas del mar. Éste ha ido evidentemente ganando terreno, y ha cubierto lo que antes fue orilla, y de boca en boca los moradores de aquellas comarcas han conservado su nombre a aquellos sepulcros desconocidos a la historia. Mariana dice: «Los tres Geriones fueron vencidos por Hércules. Diose sepultura a los cuerpos en la misma isla de Cádiz, donde se hizo el campo8.» Ya veis, hijos, cómo la tradicción conservó en sus anales verbales el secreto que ocultó la mar a las investigaciones de los historiadores.




ArribaAbajoCapítulo IV

Toute ruine a sa grandeur.

(Toda ruina tiene su grandeza.)


PAUL FÉVAL.                


Una tarde dirigieron el maestro y sus discípulos su paseo hacia el magnífico alcázar que se halla a la izquierda en la parte alta de la ciudad. Para eso se dirigieron hacia la iglesia de San José, que fue convento de Carmelitas, pasaron por delante de la magnífica casa de Freyre, marqués de San Marcial, que es la última en aquel extremo del pueblo, y al concluir el pequeño trozo de calle que le sigue, que tiene a un lado las tapias del jardín de aquel edificio, se hallaron en un espacio desahogado, que a la izquierda tiene la magnífica y grandiosa ruina del alcázar.

No hay pluma que pueda describir la impresión que causa aquel sitio siempre, pero en particular la que produce la primera vez que se pisa. Si dice un autor que toda ruina tiene su grandeza, ¿qué se dirá de ésta, que reúne todas las grandezas?... La fuerza del guerrero, la magnitud de un potentado, la altura de un dominador, la nobleza regia de un soberano, la belleza de una hija del arte, la dignidad del que a sí mismo se basta, el decoro del que muere sin debilidad, perseverando, siendo lo que fue, como el mártir a quien despedazan miembro a miembro, sin que varíe de semblante, ni desmaye. ¡Roca artificial sobre la roca natural, magnífica obra de los hombres, que otros hombres van destruyendo y llevándose pedazo a pedazo, para hacer tapias, para hacer cuadras, para hacer zahúrdas! ¡Obra magna de otros tiempos, que desprecia el presente, que labra palacios de cristal! ¡Cuántos siglos has estado en pie, como si el caer fuese para ti una palabra vana de sentido!

¡No hace muchos años, cuando la epidemia asiática pasó por Europa, dejando tumbas por huellas, aún existía entero el suntuoso alcázar, y prestó sus ventilados y frescos salones como refugio a los acometidos del mal; y la época que se jacta de culta e ilustrada, esta época corta, ha podido más en veinte años, que los seis siglos anteriores! ¡Y no obstante, entregada al pillaje, te despedazan, te mutilan, y no caes! ¡Levántanse aún tus torres, sobre las que tantos siglos y temporales se han estrellado, vacías y desnudas como las han puesto, tan dignas, compactas y severas, que no consienten que las acaricie y alegre la compasiva yedra, ni que insinuadora planta parásita corone sus tersas frentes! ¡Torres altas y esforzadas, ruinas de bronce que no sabéis desmoronaros, sois la desolada imagen del abandono! Pero también lo sois de la dignidad en la desgracia, de la fuerza de resistencia en ignominioso vasallaje, de la noble austeridad en la vejez solitaria y despreciada, de la firmeza en conservar vuestro puesto, aunque no interrumpa ya el silencio sepulcral en que yacéis, sino el mugir de los huracanes y el tronar de las tormentas que atrae vuestra encumbrada altura. ¡Y hay manos que os derriben, bella y noble diadema de Carmona! Sí, porque hay gentes para quienes demoler nada significa! Para nosotros, el demoler edificios públicos, propiedad y mayorazgo del país, nos parece contra el derecho de los muertos, crimen de leso patriotismo, el triunfo de la fuerza brutal y material sobre la influencia moral de la cultura; nos parece, en fin, un expolio de lo pasado, una usurpación a lo presente, y un robo al porvenir.

Entrado en aquel alto recinto, abarca la vista con ansia el magnífico paisaje, que a los pies del alcázar se despliega sobre una base de innumerables leguas, puesto que cuando el día está claro, se distinguen desde las altas torres los pueblos siguientes: Sevilla, Cantillana, Brenes, Tocina, Alcolea, Villanueva, Lora del Río, la Campana, Fuentes, Marchena, el Arabal, Paradas, Osuna, Morón y Utrera.

Mas aquella tarde era borrascosa: había llovido mucho los días anteriores, y aún corrían por el cielo nubarrones, que parecían una enorme manada de blancas y negras ovejas que huyesen presurosas del lobo, echando sus oscuras sombras sobre algunas partes, que aparecían graves y melancólicas, mientras otras reían y brillaban bajo los rayos del sol, y otras, sin rayos de sol y sin negras sombras, parecían dormir sosegadas el sueño del justo.

A veces, en una de las vueltas que toma el río, venían los rayos del sol a buscarle y a hacerle brillar sin su anuencia, como suele hacer la Fama alguna vez con la virtud modesta, que sigue perseverante su callado curso. Las sierras y los horizontes se unían en lontananza, coino se unen muchas cosas en este mundo de engaños, esto es, a la vista y no en realidad, pues son incompatibles, así material como moralmente.

Movíanse los árboles impacientes o temerosos, bajo el impulso de las fuertes ráfagas del vendaval que desencadenaba la naturaleza, como para animar su obra; los unos alargaban sus brazos como para implorar protección; otros temblaban; otros, humildes agachaban sus cabezas; otros parecían perderla en convulsa agitación, menos los pinos, que inmóviles, parecían, según dice el poeta norte-americano Longfellow, viejos bardos druídicos envueltos en sus mantos de musgo, apoyados en sus arpas, murmurando de quedo extraños y misteriosos cantos.

Mugía el viento entre aquellas magnas ruinas tan triste y desconsoladamente, como si ellas le impregnasen de su tristeza.

Todo aquel magnífico y expresivo conjunto hubiese entusiasmado a un poeta, y arrebatado a todo aquel que por primera vez lo hubiese visto. Pero el Padre Buendía y sus discípulos no eran poetas, y no contemplaban aquella maravilla por primera vez.

-Ya veis -decía a los discípulos su preceptor, que era más inclinado a la enseñanza que a la poesía- este alcázar, conocido, entre los tres que tuvo Carmona, por el de Arriba. Tenía tres patios; en este segundo donde vamos a entrar, había un estanque cubierto que servía de baño. Mirad el grueso de las paredes: las interiores, que son de ladrillo, tienen dos varas de grueso; las exteriores, así como las torres, son de esa argamasa con la que los moros hacían rocas. Tenía fosos por los costados de Norte y Levante; que existen en parte; por los de Mediodía y Poniente no los necesitaba, por bajar el elevado monte casi perpendicularmente. Para defensa del referido foso, en la esquina que divide los dos costados, se ve una obra llamada el Cubete. Es su construcción redonda, toda de sillería, y se angosta hacia lo alto, aunque no cierra enteramente. Hace, como sobresaliendo a su redondez, cuatro esquinas, y en cada una de ellas hay una garita alta con sus troneras: también tiene troneras en lo bajo; mas todas ellas no pueden servir sino para flechas o mosquetes. En su interior forma un corredor circular, y sobre éste una azotea. Tiene su bocamina, que le servía de pozo; dos puertas, una que mira al foso del Norte, y otra al de Mediodía; tiene veinte pasos de circunferencia, y es obra que ha sido siempre muy celebrada por los inteligentes.

Discurriendo así, habían dado la vuelta a aquella ostentosa ruina, y regresado al primer patio o solar, que aún conserva su puerta de entrada abovedada entre sus murallas de argamasa.

Al frente de la entrada, y cerca de la rápida cuesta o despeñadero, estaban tres niñas. La mayor, que tendría de once a doce años, era altita, y tenía una de esas caras perfectas y como vaciadas en molde, tales cuales con frecuencia se ven en Andalucía, y a las que suele ser aneja una finura de facciones y una expresión de dulzura y de modestia que hace se les denomine caras de VIRGEN. De pie en el paraje más alto y escueto, fijaba sin interrupción sus miradas hacia un mismo punto de la vega. El viento, que se llevaba sus enaguas, su pañuelo y el negro cabello que adornaba su frente, la hacía aparecer como la personificación alegórica de una temprana esperanza, combatida ya por los temores y vendavales de la vida. Si en lugar de bajarlos, hubiese tenido alzados sus hermosos ojos, hubiera aparecido como la Inocencia aislada en el borde del precipicio, empujada a él por el soplo de la maldad, e implorando al cielo en su auxilio.

Las dos más pequeñas estaban sobre la verde alfombra que formaba el menudo césped. Habiéndose en este momento nublado el cielo, decía la más chica a su hermana:

-¡Ya metió el viento al sol en un saco! ¡Va a llover, y pae se va a mojar!

-Pues para que no suceda, -respondió su hermana,- vamos a cantarle al Santo.

Pusiéronse en seguida una al frente de la otra, y posando alternativamente un pie y levantando el otro, se pusieron a repetir en un recitativo que no era canto, ni era habla, esta plegaria:


San Isidro Labrador,
quita el agua y pon el sol.



-Niña, -dijo el Padre Buendía, dirigiéndose a las chicas,- ¿qué hacéis aquí solas en esta tarde tan cruda?

-Estamos aguardando a padre, -respondió la menos chica de las dos.

-En aquella torre -dijo Raimundo, señalando una de las que allí se veían- está el moro Mustafá, que se lleva a las niñas a Berbería para que guarden manadas de leones.

La chiquita corrió a su hermana y se abrazó de ella, volviendo su angustiada carita hacia la torre, cuya negra entrada no prometía nada bueno; pero la más grandecita se echó a reír.

-¿Te ríes? -añadió al notarlo Raimundo.- ¡Pues qué! ¿No tienes miedo?

-¿Yo? No, señorito, ni a moros ni a cristianos. No seas tonta, Mariquilla, -añadió, desprendiendo de sí a su hermanita;- el señorito es guazón9 y ha comido melón, que pone a las gentes pesadas.

-¡Padre! ¡Ahí viene padre! -exclamó la mayor de las tres, echando a correr hacia la puerta de entrada, para ir a buscar la subida más accesible que debía tomar el que llegaba.

-¡Padre! ¡padre! -repitieron con júbilo sus hermanas menores, echando también a correr, aunque no tan rápidamente como pudo hacerlo la mayor.

El Padre Buendía y sus discípulos siguieron su paseo en la misma dirección que habían tomado las niñas, mientras decía éste a los distraídos muchachos:

-Dice el Eclesiástico: «Aquel que teme al Señor, honra a sus padres, y sirve como a sus dueños a los que le han engendrado. Honrad a vuestro padre en obras, en palabras y con vuestra sumisión, a fin de que os bendiga. El que enoja a su padre o a su madre, es maldecido de Dios.»

¡Qué de textos de Escritura sabe el Padre! -dijo Mauricio a Raimundo.

-Yo creo que los inventa, -respondió éste.

Vieron entonces a un hombre subir denodadamente y con paso firme por la áspera pendiente, mientras las tres niñas la bajaban, haciendo a cada paso hincapié, ya en una piedra saliente, ya en una mata recia.

Reuniéronse al fin aquellos seres, que ya unía el más puro, el más profundo, el más tierno, el más santo de los amores; amor el más semejante al augusto amor de Dios; amor a la vez instintivo y razonado, para el que no existe la inconstancia, pues con él nacemos y con él morimos; amor que es a la vez un precepto, una virtud, un lauro y una felicidad: el dulce amor a los padres, que sublimó el Dios HOMBRE en la Cruz.

Detuviéronse el padre y las hijas sobre una roca saliente, que en aquel despeñadero se presentaba como lugar de descanso. Entonces sacó el hombre de una espuerta tres ramos de flores silvestres primorosamente hechos, los que repartió a las tres niñas10.

Nada podían oír los paseantes de las palabras que en aquella escena mediaron. Pero sí vieron que la mayor de las niñas cogió la mano de su padre y la besó repetidas veces sin querer soltarla, y que las dos chicas se pusieron a saltar de alegría. Volvieron en seguida a emprender su ascensión, llevando el padre a la menor en brazos, la que alzaba triunfalmente su ramo como un estandarte. Seguía en pos la segunda casi gateando, pero sólo con una mano, porque en la otra llevaba su regalo. Y detrás de todas iba la mayor, que arrimaba las flores a sus labios, besándolas, y respirando su perfume.

No tardaron el Padre Buendía y los niños en emparejar con ellos; y el Padre dijo, sonriendo y dirigiéndose al jornalero:

-Vaya, José Flores, que no te cuadra mal el apellido, pues cargado vienes de ellas para tus niñas. ¡Bien hecho, hombre! Dar gusto a las criaturas en lo que es regular, es de buen padre.

-Señor Padre Buendía, -contestó José Flores,- ¡si parecen las chiquillas éstas abejas o mariposas, por lo que se despepitan por una flor!...

En este momento, Raimundo, que pasaba cerca de la mayor de las niñas, dio con una varita que llevaba, al ramo que ésta tenía en la mano, un golpe de lado tan bien asestado, que las tronchó todas.

La niña prorumpió en amargo llanto.

-Gracia, hija de mi alma, -le dijo su padre,- no llores; que mañana, si Dios nos da vida, te traeré otro.

-Otro mejor le llevará Raimundo mañana, -añadió el Padre Buendía,- como es su deber. Lo que acaba de hacer es contra el amor al prójimo y contra la caridad, y dice San Pablo: «Si charitatem nou habuero, nihil sum.» (Nada tengo, si no tengo caridad.) Y San. Agustín: «Qui diligit proximum, legem implevit.» (El que ama al prójimo, cumplió la ley.) ¿No es verdad que se las llevarás, hijo?

-¡Por supuesto! -contestó Raimundo.- Le enviaré todas las que están en el jardín de casa. ¿Para qué las quiero yo?

La niña, no obstante, no cesaba de llorar sus flores, cuyos destrozados pensiles conservaba en sus manos; y su corazón, encogido por la primera, grosera e inmotivada hostilidad que lo rozaba, permanecía oprimido.

-¡No parece sino que te he dado en los dedos!- dijo impaciente Raimundo.

-Más quería a mis flores que a mis dedos, -contestó la niña.

-¡Pues mire usted la zancona, con vara y cuarta de enaguas, llorar por flores! -repuso Raimundo.- ¿No te he dicho que mañana te llevaré un esportón?

-Pero no serán las que me ha cogido mi padre, -respondió en queda voz y meneando la cabeza la niña;- no serán mi ramo!

-¿Y qué particularidad tenía tu ramo?

-Tenía una estrella blanca.

-Sería -repuso Raimundo con una carcajada- esa famosa estrella de Vandalia, que no es más que una. En el jardín de casa hay un camino de Santiago11 de todos colores; así, consuélate, comadre llorona.

-Toma el mío, -dijo la chiquitita, que ya estaba cansada de llevar el suyo, y lo quiso echar de potencia medianera.

-Con Dios, José Flores, -dijo el Padre Banda;- niñas, adiós, hasta mañana.

-Adiós, llorosa estrella de Vandalia, -añadió Raimundo con burla.- Guarda tus lágrimas para llorar tus pecados, y así las emplearás mejor.

-Lo que has hecho es una mala acción, -dijo a Raimundo su preceptor cuando se hubieron alejado.

-¿El deshojar las flores? -repuso con burla el reconvenido.

-No: el hacer llorar a tu semejante sin motivo ni razón.

-Pues seré como la cebolla, que hace llorar sin querer.

-Si queriendo prueba esto crueldad, el hacerlo sin querer prueba grosería y dureza. Ve de evitar ambas cosas, pues ambas son odiosas, hijo mío.




ArribaAbajoCapítulo V

-¿Por qué cultiváis semejante género? -preguntó el comprador.

-Por ser el que más me place, y en el que creo copiar mejor a la naturaleza, -respondió Théniers.



En una de las calles que avecinan el molino de aceite, que se dice ocupa el punto culminante del picacho sobre el que está labrado Carmona, se veía por su abierta puerta el interior de una casa pobre y humilde, pero blanca y florida como la mente de sus moradores

Alzábase en medio de su alegre patio un olivo, modesto símbolo de paz y abundancia, que extendía sus ramas sobre las cabezas de los habitantes de la casa, como un padre sus manos, para bendecirlos. Hallábase a la sazón tan cubierto de esquilmo, como si la Providencia con un hisopo le hubiese salpicado de menudas flores que tornarán los meses y el sol en esa oliva, de poca apariencia, pero de más valor que las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, cuyo zumo nos alumbra, contribuye al culto religioso, y es el Ave María del Pan nuestro de cada día del pobre.

Por su tronco culebreaban, envolviéndolo en sus vueltas, algunas matas de campanillas; las que, lejos de atormentar a este Laocoonte, al llegar a sus ramas le sonreían con sus ojos azules y con sus bocas de color de rosa.

Veíase en un rincón una parra tan vieja, tan arrugada y tan corcovada, que inducía a creer que, así como Túbal era nieto de Noé, fuese ella nieta de la parra que plantó dicho patriarca. No tenía, en verdad, documentos con que probar su antigua nobleza, puesto que todas sus fes de bautismo y demás pergaminos de su propiedad, apenas amarilleaban, se los llevaba el viento revolucionario del otoño, al que nada resiste sino los pinos, que son los militares de la vegetación, derechos, bien guiados, uniformes, inmutables y serenos.

No obstante, la anciana no se daba por jubilada, ni era momia, como parecía a primera vista. Cuando llegaba Febrerillo el loco con sus días veintiocho, asomaban a la calla-callarido en sus extremidades unas hojitas pálidas y tiernas, y detrás de ellas sacaban la cabeza unos racimitos microscópicos. Entonces el sol los acariciaba para animarlos, el viento los sacudía para fortalecerlos, y poco después las lozanas hijas rodeaban a su anciana madre, abrazaban su cuello, colgaban de sus brazos, y le presentaban sus nietos, los bellos racimos de que se gloriaban. La familia de la casa se encontraba su patio entoldado, sin trabajo, ruido ni costo, y la parra decía a su vecino el romero, al que prendía cariñosamente con sus sarmientos: «Yo también cumplo la misión de nuestro Criador», el romero respondía con su grave, suave y perfumada voz: «Gloria a Dios en las alturas y paz al hombre en la tierra», las hojas susurraban, y los pájaros cantaban amén.

Entre las plantas, que tan confortable como sosegadamente vivían en su arriate solariego, sin más incomodidad que la del fastidioso zumbido de tal cuál moscón inoportuno, se distinguía por su serena y perenne hermosura el ya mencionado romero, que es tan simpático y amigo del pobre, que jamás logra el pudiente verlo en sus cultivados y costosos jardines tan lozano como le tiene el pobre en su humilde morada. Nada allí le hace enfermar ni alejarse; ni las bestias que a su paso le rozan, ni los chiquillos que le tiran, le jalan y lo estropean; ni las excesivas contribuciones que se le sacan, ya para remedio en las dolencias, ya para purificar el ambiente quemándolo, ya para confeccionar ramos de flores, hechos o con objeto divino o con objeto profano.

¿Será esta predilección que demuestra el romero por las casas de los pobres, a causa de que en ellas se le considera como planta santa, por haber la Virgen tendido sobre sus ramas, para secarse, las ropas del Niño Dios, y porque agradece más este culto del corazón que el cultivo material del jardinero? ¿O será que, considerándose propiedad de los pobres, le sucede lo que a la yerbabuena, de la que se dice que si su dueño o su encargado no coge sus vástagos, se seca?

Al estampar esta encantadora creencia de nuestro pueblo, así como otras muchas que con tanto amor recolectamos, se nos ocurre que no faltará doctor sabijondo que las califique de superticiones, de supina ignorancia; y hasta profesor de matemáticas que las declare irreverentes dislates.

¡Equivocados estarían los graves y doctos! Y quien se lo asegura con todo el aplomo de la convicción, es el no grave y no docto escritor de estas hojas. No engendraron estas suaves creencias ni la ignorancia ni la superstición; pero sí las engendraron en sus primeros amores la imaginación casta, pura y florida, y el sentir rico y santo! Pues de este pueblo meridional, criado por el catolicismo, se puede decir qne tiene una imaginación que siente.

Entre estas creencias las hay que se toman la libertad de ser ciertas, sin la autorización de la ciencia. Y si se nos pregunta si creemos en ellas, dejaremos a Carlos Nodier contestar, que lo hará mejor que nosotros:

«Me permitiréis -contesta a igual pregunta ese sabio e ilustrado escritor- no pronunciarme tan a la ligera sobre creencias apoyadas por el testimonio del pueblo, que se funda él mismo sobre la experiencia.»

Y en otra parte añade:

«El examen en estas materias es una operación del entendimiento, que demuestra ingratitud y desconfianza.»

Pero volvamos a la casa del pobre; ¡allí donde aún se cree, ama y espera con tan sano corazón! ¡Qué bien se respira allí! ¡Qué paz siente el alma, que está en armonía con cuanto allí la rodea!

Escuchemos a las golondrinas, que son tan queridas que cuando llegan, brotan las flores, y cuando se van, mueren las hojas. Escuchémoslas; pues aunque trabajan mucho, cantan aún más, porque también son pobres! Debajo de cada teja se veía una de sus chozas, labrando así una aldea en una casa. El gato, subido en la escalera del sobrado, con las manos guardadas en los bolsillos y las piernas encogidas, cerraba los ojos, y meditaba sobre los más o menos grados de calor que tenía el sol en tal o cuál paraje, sin dejar por eso de vigilar como buen guardia civil la puerta del sobrado en que había trigo, por si veía algún Caco ratonil echársele encima desenvainando sus aceros.

En el arriate, frente al Mediodía, se notaba un modesto cactus que levantaba en alto como dedos verdes sus penquitas, señalando a sus flores frías y yertas ese sol que tanto ama su dilatada familia, que mira a los trópicos como su tierra de promisión.

Estas flores, llamadas del lagarto son tan idénticas al animalito cuyo nombre llevan, hasta en la frialdad y aspereza de su contacto, que dejan al que las mira en la duda de si en una inobservada metempsícosis se unen las hojas de la flor, y sacando de su cáliz unos ojitos y unas patitas que guardan escondidas, se echan a correr por las paredes como flores calaveras; o bien de si los lagartos, cansados y contritos de su vida vagabunda, curiosa y entremetida, escalando tapias, haciendo lupanares y garitos de las venerables rajas de los muros vetustos, profanando con sus locas carreras las augustas ruinas, forzando a la honrada yedra y al pulcro jazmín a ser encubridores de sus cuitas amorosas, entran al fin en sí, se desprenden de sus ligeras patas, cierran sus curiosos ojos, se encapuchan en su piel, y se vuelven flores frías e inodoras, flores trapenses en su convento de las Pencas. El que las mira, se pregunta, abstraída la mente en las reflexiones investigadoras que engendran: ¿qué será lo que contiene aquel oculto y encerrado cáliz? ¿Será acaso un corazón de lagarto arrepentido, o unas patas de flor de emancipadas y libres ideas, que desean ponerse en rápido movimiento, siguiendo la marcha y doctrinas del siglo?

Por una parte, hay en favor de esta última versión, el que para morir no se deshoja la flor como sus compañeras, sino que envejece, se encoge y se seca lenta, tranquila y paulatinamente, como la vida en el claustro. Pero en favor de la primera versión, esto es, la de que sean lagartos exclaustrados, hay que los lagartos salen de tierra cuando el sol los llama, y desaparecen cuando las escarchas los echan, lo mismo que las flores. Además, en pro de esta aserción es la notoria buena propensión del lagarto a la santidad; pues sabido es que, aún en la fuerza de su vida disipada, nunca se recoge sin bajar antes a besar humildemente la tierra.

Poseemos una maceta de esta planta esfinge, la que nos preocupa como un enigma inacertable. Por más que hemos observado la misteriosa flor al sol y a la luna, que es el astro de los duendes, por si eran flores de su naturaleza, ellas, metidas entre sus pencas, observan su regla, y callan como hijas de San Bruno; y ha sucedido que este arcano ha llegado a ser la constante preocupación de nuestra mente. Si alguien descubre la solución de este problema, agradeceremos que nos la participe.

Mas nos perdimos en un laberinto de flores. Pedimos perdón a los enemigos de nuestras digresiones y adversarios de los laberintos, conio si en cada uno hubiese un Minotauro! Dice Lamennais: «L'esprit revient sans cesse sur ce que le cæur aime». (Siempre recae el pensamiento sobre aquello que ama el corazón.)

Al frente tenía el patio la cocina, por la que se pasaba para ir al corral. Al lado de la puerta de entrada había una salita con su ventana a la calle, y su alcoba interior; al lado de ésta otro cuartito con puerta al patio.

Desde la calle se veía cerca de la cocina una escalera de ladrillo sin baranda y sin techar, labrada sobre un arco de material, que llevaba a un sobrado, en la que hemos visto ya al gato en el desempeño de sus funciones.

Estas escaleras rústicas que aparecen entre matas y flores dan a las casas en que se hallan un aire tan pintoresco, tan genuino, de viviendas pobres, campestres y sencillas, que causa el mirarlas el mismo dulce y simpático efecto que causan las construcciones de los Nacimientos.

Ansía uno por embutirse en aquella linda y candorosa pobreza; le parece a uno que así como el romero halla allí su adecuado y preferente lugar, lo hallaría uno igualmente. ¡Ah, feliz romero! superior en tu noble independencia al imponente Minos social, su alteza el Qué dirán, que con su multitud de ladradores canes, hijos del primitivo Cerbero, preside y dirige nuestras acciones, y juzga por su propia virtud al que quiere y al que no quiere ser juzgado en su tribunal, que por cierto, a pesar, o quizás a causa, de todos los gases modernos, suele estar muy mal alumbrado.

En la aseadísima salita se veían unas toscas sillas; de la pared colgaban unos malos cuadros de Santos, más admirados por ojos fervientes, que los de Murillo y Velázquez por ojos artísticos, y ved por los Santos, como el romero, prefieren las casas de sus amigos los pobres.

Sobre una mesa había una imagen de bulto de la SEÑORA, bastante buena, cuyos flotantes vestidos, que eran también de talla, estaban primorosamente pintados y dorados, y de una manera tan sólida y permanente, que una incalculable serie de años sólo habían logrado amortiguar algún tanto su brillo. ¡Qué artistas, qué artífices, qué menestrales, los de la época del oscurantismo!



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