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La exposición de Arte Sacro

Juan Ramón Masoliver

Coincidiendo con el aniversario de los Pactos de Letrán -que pusieron término a la voluntaria prisión del Sumo Pontífice- se ha inaugurado en Roma, en el Museo Nacional de Valle Giulia la Exposición Internacional de Arte Sacro bajo los auspicios del Vaticano y del gobierno italiano.

Cuestión es esta del arte sacro que ha levantado más de una protesta, ha enzarzado polémicas, y estaría aún por resolver si -con el reciente recrudecimiento de la misma- SS Pío XI no hubiera denunciado los excesos de los presuntos artistas sagrados de nuestros días, exigiéndoles un mínimo de decoro y la completa adaptación al culto de cuanto, en el seno del credo católico, se refiera a temas sagrados. El arte sacro, en otras palabras, debe someterse ante todo a la liturgia.

La exposición de hoy aparece por lo mismo como una tentativa, como un ensayo racional y bastante completo de aplicar los deseos de la Iglesia en el campo artístico; una delimitación de lo que cabe en las normas pontificias y de lo que los fieles del mundo entero deben rechazar, cuando de arte religioso se trate. Consecuente con ello la comisión organizadora, ha cernido rigurosamente las obras presentadas a la misma, hasta el punto que -según manifestaciones del Cuadrunviro De Vecchi, iniciador de la exposición- sólo ha sido admitida la décima parte. Y ni qué decir tiene que el criterio de exclusión, más que de carácter estético, ha sido de índole religiosa: la totalidad de los ejemplares presentados en la Exposición de Valle Giulia son ortodoxos y perfectamente litúrgicos.

La repetición de estas exposiciones internacionales de arte sacro, que tendrá efecto en Roma un año sin otro, terminará con un período verdaderamente ominoso para el arte cristiano. El arte sacro, que en otro tiempo diera vida y pauta al arte entero, había quedado reducido a determinados objetos del culto que todavía encontraban magníficos donantes que los encargasen a los artistas. El aislamiento en que se sumió la Iglesia en el pasado siglo (a consecuencia de la avalancha positivista y del empobrecimiento de la Iglesia a renglón seguido de las expoliaciones sufridas en diversos estados europeos) dio al traste con el mecenaje de antaño. Pobre la Iglesia y en crisis las ideas religiosas escasearon los encargos a los artistas, truncándose la tradición, y florecieron las imágenes en serie, menos costosas. Contra el mal gusto reinante en las iglesias construidas en las últimas décadas, contra esas imágenes «comerciales» y las extravagantes -por no decir irrespetuosas- que nuevas escuelas, de origen germánico, trataban de imponer, ha arremetido la Iglesia al volver al palenque de la actualidad artística.

Mas la actitud adoptada hoy por la Iglesia, en lo que al arte se refiere, tropieza -como alguien justamente ha observado- con un estado de cosas preexistente, con el arte moderno que, anterior al interés de la Iglesia, se muestra en su mayor parte ajeno al espíritu religioso. Una vez más en la historia (como al cristianizar los símbolos gentiles y adoptar las representaciones funerarias romanas para simbolizar los misterios de la religión naciente; como al aprovechar elementos arquitectónicos antiguos para erigir los nuevos templos creando nuevos estilos) la Iglesia está llamada, si mantiene hasta el fin su campaña renovadora, a iniciar un renacimiento artístico sobre una base extraña a ella. El arte moderno, a su vez, para servir a un credo positivo, a la religión católica, ha de sufrir profundas transformaciones, abandonando un desarrollo propio y unos ideales per se que había tenido hasta la fecha.

Al anuncio de la exposición de Valle Giulia muchos artistas se creyeron en condiciones de participar a la misma: y donde antes se representaban modelos, paisajes y manzanas han brotado, luego, escenas religiosas. No hablemos ya de quien ha querido representar al Crucificado con un tubo luminoso ni de aquel que nos presenta un Cristo entre los clientes de un café, o de otros semejantes, que ni siquiera han sido tomados en cuenta al cursar las invitaciones a esta exposición; más sí de quienes muy ingenuamente han creído que bastase dar a un rostro femenino un tinte melancólico, bondadoso y sosegado para representar a la Virgen, o una madre con un mozo exánime entre sus brazos para figurar una Piedad. Por milésima vez se repiten unos u otros motivos religiosos como si el arte sacro fuese arte de atributos externos, mientras otros pretenden alcanzarlo con ademanes místicos. De lo que resulta muchachas en actitud de orar (como de leer o de coser, apenas se les cambie la posición de las manos), y, en el mejor de los casos, esas mozas garridas que pretendía Goya hacer pasar por santas o las curiosas cortesanas que Rafael disfrazaba de ángeles.

Otros andan en busca de un estilo sacro, de un conjunto de elementos que den la impresión de lo religioso -que no se desprende de las amaneradas representaciones del siglo pasado-. A un amaneramiento sucede otro, y mientras años atrás se inspiraban en los maestros de los siglos XVII y XVIII, paganos en el fondo, vuelven los de hoy a la simplicidad de los Primitivos, a los pintores del XIV y del XV. Verdad es que, mientras de arte sacro se trate, hay que respetar las normas católicas y romanas, hay que aceptar las jerarquías que las mismas han establecido y cometería un despropósito quien intentase representar ex-novo (e igual sucede con todo arte que persiga una tesis, que tenga una intención); mas ello no lleva consigo la fosilización en un determinado estilo, en pugna con la tradición católica que precisamente se distingue por la copia de estilos que ha hecho surgir.

Ante las obras expuestas en esta manifestación, surge la duda de si el calificativo de litúrgico sea suficiente para juzgar el arte sacro. Porque aunque los objetos en cuestión sean -como más arriba se ha dicho- plenamente litúrgicos, poco tienen de arte sacro, de arte religioso. Tan poco religiosos como las decantadas imágenes de pacotilla -para decirlo con el adjetivo usado por el promotor de esta manifestación- que, con inmejorable intención pero triste resultado, han sido entronizadas en los altares en los últimos cuarenta años. Cualquiera que sea el procedimiento seguido por los modernos artistas sacros, la triste verdad es que no han conseguido lo que se proponían; y no por falta de técnica, desconocimiento de las jerarquías o de la tradición litúrgica, sino por carencia de lo único que cuenta: la conciencia íntima de la religión, el misticismo.

Mucho se ha hablado del determinismo geográfico que da a unas tierras poetas, mientras que a otras se los quita, permitiendo que nazcan en ellas músicos o arquitectos insignes; y es evidente que lo mismo sucede con las edades. Épocas ha habido en que el pintor -para referirnos al artista típico- sintiéndose llevado de la mano de Dios, renunciando a sus experiencias técnicas, ha plasmado su fe en obras de arte definitivas (de sobra conocía el Greco las leyes de la perspectiva, ¡pero qué oportunamente prescinde de ella y cuán certeramente rompe las leyes físicas en sus arranques místicos!). Así hicieron los Primitivos -que la pintura religiosa la sentían en el menor detalle, en la menor parte integrante de la obra de arte-, y por eso sus obras aparecen impregnadas de la religiosidad que en vano buscan los imitadores actuales. Otras épocas, en cambio, se han distinguido por el culto desmedido a lo positivo y tangible, a la ciencia; épocas en que los artistas se han creído en posesión de lo divino y lo humano, porque merced a la experiencia han llegado a igualar a la Naturaleza. Los mejores de ellos son los grandes maestros de la Pintura, cuyos nombres corren de boca en boca; los genios que juegan con los escorzos, la luz, la perspectiva, los pliegues: con todo lo que es vana imitación del mundo físico. Y es natural que cuando se exalte lo finito no sea posible adorar lo divino, no sea posible revestirse de la humildad necesaria para producir arte sacro.

Nuestra época lleva el lastre de la educación científica y materialista del siglo de las luces, del realismo artístico. El arte moderno tiene echados sus cimientos en Cézanne y demás maestros franceses de la segunda mitad del XIX, técnicos preocupados por masas o luces, por elementos sometidos a regla y medida, del mundo físico. Las raíces de ese arte lo incapacitan, en general, para poder expresar el sentimiento religioso.

La Exposición Internacional de Arte Sacro está llamada, con su periodicidad, a reunir a los contadísimos artistas que puedan seguir la vía de los Primitivos. Y si el arte contemporáneo logra hacer brotar los nuevos Giotto, Lorenzetti o Piero della Francesca, podrá considerar superado su cometido.