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La expresión del erotismo en la novela naturalista española del siglo XIX: del eufemismo al tremendismo

Yvan Lissorgues


Université de Toulouse-Le Mirail



El reconocimiento del cuerpo como organismo complejo y el descubrimiento de la interdependencia entre el cuerpo y el espíritu se imponen brutalmente en la segunda mitad del siglo XIX a consecuencia de los adelantos de las ciencias biológicas y psicofisiológicas. El movimiento naturalista incorpora, entre otras cosas, la realidad fisiológica a la literatura y el cuerpo y las turbias manifestaciones sexuales se hacen por primera vez temas literarios. A partir de entonces, no basta la literatura realista del sentimiento amoroso a lo Fernán Caballero; lo que prevalece y con fuerza incontrastable es la literatura amorosa del deseo y del instinto. Hasta tal punto que ningún novelista, llámese Pereda o Coloma, puede prescindir del eros cuando quiere que sus personajes sean representaciones reales y totales del ser humano. El mismo Menéndez y Pelayo, nada sospechoso en cuanto a simpatías naturalistas, tuvo que conceder ante el nuevo académico Pérez Galdós que un punto útil de la evolución naturalista «era la loable atención al dato fisiológico y a la relación entre el alma y el cuerpo» (Menéndez y Pelayo, 1897, pág. 82). Pero en el mismo discurso censuraba a Fortunata y Jacinta «por no presentar la realidad bastante depurada de escorias». ¡Y se trata de Galdós que en la expresión del erotismo no se distingue por sus atrevimientos! El doble juicio del crítico católico pone de relieve la delicada situación en que se encuentra el novelista realista que debe pintar al hombre real pero pasando por alto ciertos aspectos de la realidad. ¡Fisiología, sí, pero de cintura arriba y aun con velos! De hecho, a la omnipresencia y aun diremos a la omnipotencia del erotismo en la novela no corresponde igual manera de expresarlo.

Desde los eufemismos y las elipsis de Pérez Galdós, la Pardo Bazán, Pereda, el Padre Coloma, hasta el tremendismo de López Bago, Alejandro Sawa, Sánchez Seña, Vega Armentera y otros naturalistas de segunda fila, pasando por las sugerencias burlonas de Clarín y la moderada naturalidad de Jacinto Octavio Picón o José Zahonero, se encuentran todos los matices. Todo pasa como si cada novelista adoptara una manera de expresarse en función de su propio pudor o, dicho de otra manera, en función de su propio «terror». Pocos se atreven a verse clasificados en la categoría de los «escritores malditos», proclamando como Felipe Trigo que «el pudor es un vicio». Los novelistas de la década de los ochenta se adaptan, consciente o inconscientemente, a la mentalidad socio-cultural del momento. El erotismo en el siglo XIX sigue siendo un tema tabú y la transgresión de un tabú es siempre causa de terror, terror social en la medida en que la transgresión pone en peligro el equilibrio de los valores establecidos y también terror individual más o menos fuerte según el grado de interiorización de dichos valores.

La expresión del erotismo en la literatura decimonónica es pues patente reflejo de un conflicto entre lo que se debería decir y lo que se puede decir.

Parece oportuno estudiar en primer lugar la postura agresiva y militante tomada por un grupo de escritores que se denominan a sí mismos «naturalistas radicales», porque, aunque considerados hoy como secundarios, tuvieron no poco éxito y contribuyeron a agudizar el conflicto con los defensores de las buenas costumbres y a crispar las reacciones contra las «malas lecturas» y contra lo que puede llamarse el sexo escrito.

Será preciso pues examinar las reacciones de los defensores de las buenas costumbres ante la proliferación de una literatura indiscriminadamente calificada de pornográfica. El sexo escrito, cuyas hojas vuelan por todas partes y se depositan en todas las categorías sociales, es causa de terror porque saca a la luz del día, sea so color de ciencia, sea en nombre de la autenticidad natural, lo que es de costumbre ocultar.

Sobre todo habrá que analizar cómo los novelistas que forman parte de lo que hoy llamamos el gran realismo del siglo XIX consiguen adaptar la expresión de un tema tabú a la mentalidad dominante, es decir cómo consiguen sugerir mucho diciendo poco.

Por otra parte, en la medida en que el realismo decimonónico quiere ser imitación de la vida real, las novelas han de reflejar algo de la íntima vivencia del eros en el hombre y la mujer de aquella época. Podemos afirmar, anticipando conclusiones, que algunos novelistas, viviendo la tragedia de sus personajes, es decir, el confuso y tremendo conflicto del deseo imposible, se acercan a la percepción comprensiva de lo que unos años después se llamaría sexualidad.

De todo lo dicho en esta demasiado larga introducción se deduce que el erotismo en la novela realista del siglo XIX es un tema serio, «no provocante a risa»1. Eros y risa no es la característica de la novela del gran realismo, aunque sabemos que existió una paralela corriente, entre boccacciana y naturalista, de «infraliteratura» verde, que no es aquí objeto de estudio.

Examinemos, pues, esta larga serie de novelas que se subtitulan novelas naturalistas o novelas médico-sociales, olvidadas hoy pero que, según varios testimonios, entre los cuales cabe destacar el de Rubén Darío (Darío, 1950, pág. 1119), tuvieron cierto éxito... de escándalo. Los autores de dichas novelas, enarbolando la bandera de un «naturalismo radical», eligen de propósito deliberado enfrentarse directa y violentamente con los defensores de las buenas costumbres y publican novelas y más novelas, cuyo tema central es un erotismo estridente y maloliente. El tono es el de la denuncia abierta del vicio, de la lujuria, de la prostitución, de la corrupción de los aristócratas, de los burgueses, de los curas. Para estos autores, bajo las apariencias del hombre y de la mujer civilizados, del marqués o de la condesa, del ministro o del sacerdote, ruge la bestia, movida por un instinto sexual ciego y brutal. En las novelas de López Bago y también a veces en las de Sawa y Sánchez Seña, Madrid es una ciudad sin cielo, sin resquicio de claridad, es sólo una Pentápolis con sus innumerables burdeles, sus busconas de alto copete o de baja estofa, sus curas priápicos, sus gobernadores y sus ministros viciosos y criminales. Para todos, Madrid es una «charca» (y es de notar que Pereda y el Padre Coloma emplean la misma palabra para calificar a la capital), con sus amores incestuosos, sus vírgenes desgarradas, sus orgías organizadas en las más sucias mancebías o en los lujosos pabellones del Retiro.

Estos temas, hinchados hasta ocupar casi todo el espacio novelesco, se suelen pintar con los colores más crudos para suscitar repulsa y terror. Dos ejemplos pueden bastar para dar idea del tremendismo expresivo manejado por el «naturalismo radical». López Bago evoca en La prostituta a «las veteranas de la pornocracia, cuyas carnes se encontraban cubiertas de cicatrices, como las de los inválidos de Trafalgar» (López Bago, 1884b, pág. 31). El joven Sawa pinta en Noche al priápico cura Gregorio en acción: «De un salto, el chacal, el sacerdote, aquella hiena, se había apoderado de la joven, la había rodeado la cintura con una de las patas delanteras [...]» (Sawa, 1888, pág. 138).

Esta literatura sale por sus exageraciones de los límites del realismo y cae a menudo en una inverosimilitud que nada tiene que ver con lo fantástico-simbólico de Georges Bataille, puesto que yace al nivel de lo folletinesco. Así por ejemplo esas orgías celebradas por los miembros de La Botica, asociación de sifilíticos en la que se encuentran muestras de todas las categorías sociales: curas, gobernadores, ministros, aristócratas, sin olvidar la imprescindible prostituta (López Bago, 1885a, págs. 5-49).

Cual más cual menos todos estos autores sacan a relucir en sus novelas sus conocimientos científicos que manejan como porras: se describen con pelos y señales los síntomas de la sífilis y se dan las recetas en muchas páginas de pócimas, ungüentos y otras medicinas para aplacar los dolores, se encierra a los personajes en el más implacable determinismo biológico, se presenta al hombre entregado a la voluntad ciega de la materia, «cuando la materia impone el ejercicio de una función orgánica» (López Bago, 1884b, pág. 25). El amor, para López Bago, es mera manifestación mecánica de las leyes de la materia. Entre Luis y María, protagonistas de El periodista, «sucedió lo que sucede en el mundo físico cuando se encuentran dos átomos. Hubo atracción mutua y unión por último, pero unión forzosa, inevitable, que siguen los mandatos de las leyes naturales» (López Bago, 1884a, pág. 52).

Esta literatura que en su temática es imitación de la parte baja, por decirlo así, del naturalismo francés, busca ante todo en el tremendismo un efectismo moral para desenmascarar, según proclama, a los hipócritas y a la hipocresía. Estas novelas son producto de un activismo moral que proclama altamente su desprecio al arte y su finalidad inmediata: denunciar el vicio y la corrupción para sanear las costumbres. Las intervenciones del autor-narrador son frecuentes, sea para desarrollar un discurso moralizador sobre el amor o la prostitución, etc., o para enjuiciar lo que se muestra, y casi siempre para recargar los tintes negros con calificativos como «asqueroso», «repugnante», «feo», «luctuoso»... que se repiten hasta la saciedad.

Hay sin embargo, en Sawa y también en López Bago, algunas pinturas más naturales del amor, en las que el autor se acerca algún tanto a la interioridad de los personajes (pensamos en La Buscona, La Querida, La desposada de López Bago o en Declaración de un vencido de Sawa), pero resultan ocultadas por las exageraciones del conjunto y rezagadas por la gesticulación militante.

Por todo eso y sobre todo por su tremendismo expresivo el «naturalismo radical» es más «literatura negra» que literatura erótica. Es un aspecto literario del sexo escrito, eso sí, ya que el sexo y el dinero son los dos temas centrales, pero es más una dramatización mecanicista de las causas y de las consecuencias de la lujuria que el estudio comprensivo de la sexualidad humana. Lo cierto es que es una literatura hecha para infundir terror, terror ante el vicio, terror a la enfermedad, etc., con medios algo parecidos a los que esgrimen los censores y moralistas tradicionalistas.

Al lado del volumen sonoro de los «naturalistas radicales», que hoy sólo existen para quienes se preocupan por tener una visión total de la cultura y de la mentalidad de la época, se desarrolla la corriente literaria del gran realismo. Pérez Galdós, Leopoldo Alas, Emilia Pardo Bazán, Pereda, Alarcón, el Padre Coloma y otros, todos observadores lúcidos de la vida y más o menos influidos por el naturalismo, más o menos conocedores de la psicofisiología, no pueden prescindir en sus novelas del papel que desempeña el eros en el individuo y en la sociedad. Cada cual, según su temperamento y su código ideológico, pero sin renunciar a lo que considera la verdad de lo real, intenta adaptar su decir a lo que Cejador llama «la ética social comúnmente admitida».

Antes de analizar cómo los novelistas del gran realismo se las arreglan para adaptar su manera de decir el erotismo a la capacidad receptora del público, parece oportuno dar idea de la moral social dominante. Así se comprenderá mejor el porqué del estilo eufemístico y de la práctica de la lítote por lo que se refiere a la expresión del erotismo.

La proliferación del sexo escrito a partir de 1880 provoca la inmediata protesta de todos los defensores de las buenas costumbres y de todos aquellos que consideran amenazado el orden de los valores sociales, familiares e individuales2. La novela y más aún el folletín del diario, por su gran difusión, llevan al alcance de un número cada vez mayor de lectores, un sinnúmero de representaciones que pueden desequilibrar las cabezas más débiles y más aún cuando se trata de temas relacionados con el amor o el sexo. Todos los periodistas y no sólo los periodistas católicos, denuncian «la pornografía puesta al alcance de todas las fortunas y de todas las inteligencias» (La Hormiga de Oro, 20 de julio de 1889). En el sector tradicionalista, es un verdadero terror a la subversión pornográfica (y se llama pornográfica a cualquier representación del cuerpo, incluso unos tobillos de mujer) el que se expresa en un nutrido fuego de folletos, artículos, libros. El vocabulario empleado, el mismo que utiliza el «naturalismo radical», es otra muestra de tremendismo, sólo que asestado éste desde la trinchera de enfrente, desde donde se denuncia la prensa pornográfica «arrastrándose por la inmundicia de las pasiones como venenoso reptil que no vive sino en la oscuridad y la podredumbre» (La Semana Católica, 19 de junio de 1889) o a esos escritores, «a esos granujas y pillastres [que] levantan sus cátedras de pornografía realista y asquerosa, por métodos froebelianos de un género eminentemente presidiable» (La Hormiga de Oro, 16 de noviembre de 1889). Sí, es un verdadero terror el que se difunde en el sector católico: terror ante lo que le aparece como una agresión al dogma, al sexto mandamiento, tan sagrado como los demás y en aquellos momentos más sagrado aún que los demás y como una agresión a la institución encargada de hacerlo respetar. Es lo que dice de una manera más ponderada el obispo de Jaca, Antolín López Peláez:

No habrá culpa en denunciar la maldad humana [...] tratándose de otros vicios que no sean de la carne: pero en la descripción de las faltas contra el sexto precepto de la ley de Dios es obvio que no cabe igual libertad que las restantes: no se puede escribir lo que no se puede hablar ni tampoco pensar.


(López Peláez, 1905, pág. 223)                


Es crimen de lesa institución mostrar a los sacerdotes capaces de pasiones humanas y pecaminosas: y sin embargo aquí está el Magistral de La Regenta, Pedro Polo de Tormento y las provocadoras pinturas de El Cura de López Bago y la bestia ensotanada de Sawa y las múltiples declaraciones sacrílegas, como esta, espigada al azar, según la cual «ni uno de los que asistieron al Concilio de Trento [...] guardaba castidad» (López Bago, El Cura, pág. 103).

El sexo escrito es tan peligroso como el pecado real, pues pone a la luz del día lo que debe quedar en la sombra. Esta es la idea que se repite, pese a que diciendo las cosas así se confiesa que no se niega la realidad del «vicio». «La pornografía del matrimonio, caso de que exista, es todavía un misterio que no debe caer bajo la jurisdicción del novelista» (y esto se escribe a propósito de Su único hijo de Clarín en La Hormiga de Oro, 20 de julio de 1889).

Si los católicos se sienten agredidos en sus entrañas dogmáticas por la literatura erótica, gran parte del sector liberal se alza también contra las exageraciones naturalistas. Conocido es el violento artículo de Mariano de Cavia sobre Pot-Bouille de Zola y titulado «Cochon et compagnie» (El Liberal, 15 de mayo de 1882). El mismo Clarín, ante el escándalo levantado por la publicación de Pot-Bouille, tiene que confesar que pintar las cosas de amor al desnudo tiene el inconveniente de que «los que saborean la lascivia en letra de molde acudan al cebo» y sobre todo que «este vicio ['el de la concupiscencia, refinado con el arte del disimulo'] es el más poderoso y destructor en las sociedades y en las clases» (El Día, 2 de octubre de 1882; Lissorgues, 1989, II, pág. 197). Para Clarín, hay que denunciar el vicio esté donde esté pero... con arte. Otros liberales parecen pensar que el sexo escrito puede contribuir a poner en peligro el equilibrio entre las clases, a debilitar el pudor necesario en la vida colectiva, a rebajar las costumbres por la «banalización» del sexo. Cuando, en 1886, la República francesa proclama que la democracia no puede progresar sin un alto nivel de moralidad y toma en consecuencia una serie de medidas represivas contra las malas lecturas, el periódico liberal El Imparcial publica un fondo titulado «Los libros inmorales» en el que se lee:

Conviene tener presente que en Francia, donde impera la República, se reprime la inmoralidad /escandalosa y la literatura inmunda que sólo se propone explotar las más bajas pasiones [...]. No hacemos esta cita fuera de toda oportunidad, aquí se ha desarrollado en los últimos años esa odiosa explotación de los libros indecentes, unos con pretexto de naturalismo al que envilecen y otros sencillamente con el único propósito de revolver el cieno más asqueroso de la prostitución, todos en daño de la moral pública y de las buenas costumbres.


(El Imparcial, 18 de marzo de 1886)                


Y el periodista se cree autorizado a afirmar que tiene a su lado «a la opinión y a los liberales verdaderos».

Se podría explayar y profundizar la reacción del ambiente socio-cultural frente al sexo escrito pero lo dicho basta para mostrar que la cuestión, en la década de los ochenta, se pone candente y para comprender que los novelistas del llamado gran realismo tienen que adaptar, consciente o inconscientemente, su modo de expresar la gran realidad humana del eros.

Cada novelista tiene su manera particular de sentir, expresar o sugerir lo que llamamos erotismo. No cabe duda de que el análisis de la peculiar manera de cada uno revelaría al respecto no poco de su propia idiosincrasia. No es aquí nuestro propósito diferenciar a los autores sino sólo estudiar los comunes procedimientos eufemísticos empleados para sugerir mucho diciendo poco.

En casi todos los novelistas realistas, más o menos influidos por el naturalismo, se nota una gran reticencia por lo que hace al eros. Si consideramos Lo prohibido, una de las novelas más eróticas de Pérez Galdós, vemos que lo que se narra al respecto es muy poca cosa con relación a lo sugerido. Las relaciones sexuales entre el erotómano protagonista y su sobrina Eloísa se apuntan desde tan lejos que a veces el lector se interroga sobre si ha pasado algo o no. Bien es verdad que aquí el narrador es el mismo protagonista y las reticencias aparecen como consecuencia del recelo del personaje, ya escarmentado, al evocar sus culpas. En Lo prohibido el eufemismo es obligado recurso para dar coherencia artística a la ficción y contribuye así al efecto de realidad. Pero si lo miramos bien, el pudor de José María de Guzmán no es fundamentalmente diferente del que revelan los narradores omniscientes de otras novelas de Pérez Galdós, de Doña Emilia e incluso cuando viene al caso de Pereda o del Padre Coloma (aunque estos dos últimos autores se las arreglan a menudo para que no se presente el caso).

El procedimiento más empleado, y el menos original, para evocar una situación delicada, es resumirla en pocas palabras, como desde lejos, en un sumario que si se desarrollara podría llenar un capítulo entero. Buen ejemplo de tal concentración narrativa es la frase en la que se dice de una vez lo que pasó entre Tristana y su viejo tutor: «Ella [Tristana] tuvo momentos de corta y pálida felicidad con sospechas de lo que las venturas de amor pueden ser» (Pérez Galdós, [1892], 1972, pág. 68).

La característica fundamental de la expresión del erotismo en la novela realista e incluso en las novelas del «naturalismo radical» es que el amor físico casi nunca accede a la escena. Una de las pocas representaciones directas, aunque parcial y puesta en una perspectiva algo grotesca, nos la ofrece Alejandro Sawa en La mujer de todo el mundo, cuando describe las posturas que toma la condesa del Zarzal para «calentar» a su viejo y decrépito marido3. En todas las escenas en que se muestra el acercamiento de los amantes, se suele correr la cortina antes de la unión de los cuerpos, o mejor dicho, en el momento oportuno el narrador suspende la narración. Es el famoso «¡Tente pluma!» que Picón justifica y explica mientras el lector puede imaginar lo que hacen Cristeta y Juan. El discurso interpolado del autor es una denuncia del falso pudor que impide pintar el amor («¿Por qué ha de considerarse vituperable y deshonesta la pintura del amor material en lo que tiene de artístico y poético?»). Y sigue un largo y pormenorizado alegato, argumentado en citas de las Santas Escrituras y en ejemplos tomados de la naturaleza, por la plena libertad tanto del gozo amoroso como de su expresión. Después de la elipsis narrativa, aparece de nuevo Cristeta, satisfecha «por el pleno disfrute del amor» (Picón, [1885], 1976, págs. 163-169).

El ejemplo proporcionado por Picón presenta dos modalidades eufemísticas (no siempre conjugadas en las novelas de la época): la elipsis, o sea la suspensión del relato en el momento crucial y el discurso del autor que sustituye la pintura a la que conducía la lógica del relato. El discurso, en tal caso, funciona como un velo que tapa pudorosamente lo que no debe verse y es al mismo tiempo una disculpa del autor ante la imposibilidad de aventurarse en un terreno escabroso. El mismo Alejandro Sawa, a pesar de su probada audacia, confiesa llanamente que tiene miedo a describir enteramente una repugnante escena erótica y acude al pudor y al respeto al arte para justificar su renuncia pues se trata, dice, «de una escena que la novela, si ha de ser honrada, no podrá describir nunca porque esas escenas son con relación al arte lo que ciertos cuadros al vivo con respecto al pudor: la negación del arte» (Sawa, [1885], 1988, pág. 82). La sustitución de la narración o de la descripción, en los momentos «álgidos», por un discurso del autor es bastante frecuente en las novelas de los «naturalistas radicales», lo cual revela un interés secundario por la coherencia artística y muestra que estos autores son más moralistas que artistas.

En cuanto a la elipsis, es, según los autores y según como se mira, sea la pudorosa cortina de silencio que disimula lo que no debe enseñarse, sea el malicioso agujero donde pegar el ojo de la imaginación. La manera de utilizar la elipsis es reveladora de la idiosincrasia del novelista. Por ejemplo, Pereda, en La Montálvez, «pasa por alto -escribe Clarín- lo escabroso, deja entre líneas lo característico de ciertos actos de la flaca humanidad, porque tiene miedo de manchar su libro con descripciones y narraciones escandalosas» (Alas, [1888], 1987, pág. 134). Por estas elipsis -y ahora citamos a Laureano Bonet- «se filtran los miedos ideológicos del santanderino, sus obsesiones, sus tabúes» o, dicho de otro modo, sus terrores a «adentrarse en la terra incognita de eros» (Bonet, 1988, pág. 544).

Las elipsis de Galdós son a veces tan abiertas, es decir de tan borrosos encuadres, como las de Pereda. En Lo prohibido, cuenta José María de Guzmán que fue a la cita que le había dado Eloísa y resume lo que pasó diciendo: «Toda aquella moral mía se la llevó la trampa»; lo cual da idea de lo que pasó pero sin ninguna posibilidad de representación. En otras ocasiones, Galdós se acerca mucho más al borde de lo que sería, si se contara, una escena erótica. En la misma novela, dice el protagonista-narrador: «Acerquéme a ella de puntillas; mas aún no estaba a dos pasos de su hermosura, cuando sin volverse dijo esto: 'Sí, ya te siento, no creas que me asustas'...», y sobre estas palabras se cierra púdicamente el capítulo (Pérez Galdós, [1884-1885], 1970, pág. 266).

Clarín es indudablemente quien maneja con mayor maestría y con mayor desparpajo el arte de sugerir, en La Regenta por lo menos, ya que en Su único hijo abundan las crudezas, lo que prueba que, andando los años, se ha agriado la percepción del erotismo. Muy conocida es la escena en que la criada Petra y el canónigo de Pas están solos en el bosque del Vivero, cuando ya las miradas han expresado el profundo lenguaje del deseo que quiere pasar al acto. Como contestando a la metafórica invitación de Petra a entrar en la casa del leñador, donde, dice, «hablaremos más a gusto», el narrador deja caer la última palabra de la escena: «Hablaron». El eufemismo burlesco es al mismo tiempo un guiño al lector para que éste imagine con buen humor y sin reticencias lo que el lenguaje narrativo no puede expresar.

En La Regenta es constante, al entreabrir las escenas de amor, esta manera de sugerir mucho diciendo poco, aunque algo, y en ese algo reside precisamente la burlona implicación de Clarín. (Es inútil, por supuesto, evocar aquí la tan conocida y tan glosada exclamación de Ana Ozores: «Jesús!», que termina el capítulo XXVIII.)

Con La Regenta alcanzamos un clímax expresivo pues, esta novela es un tejido de sugerencias eróticas y por si sola merecería un estudio para mostrar hasta dónde puede llegar el lenguaje eufemístico en la expresión de un tema tabú. El obispo de Oviedo tenía razón al decir que La Regenta era «una novela saturada de erotismo». Pero es un erotismo siempre sugerido, un erotismo que se dice con silencios, con miradas, con rubores, con el lenguaje de todo el cuerpo y además con el lenguaje oblicuo de un complejo de imágenes, comparaciones, representaciones de objetos cargados de significaciones eróticas como, por ejemplo, la rosa que se come el Magistral, el azúcar y las golosinas de Visita, las sábanas y la piel de tigre de Ana, etc. Pero esta manera oblicua de expresar el deseo amoroso, por la distancia que introduce y por las sugerencias de significaciones que abre, es la redención artística de profundas y turbias realidades humanas que, expresadas directamente, resultarían recortadas en obscenidades y punto final. Tampoco se equivocaba el obispo de Jaca, según su punto de vista, cuando escribía que «son mucho más venenosas las palabras deshonestas cuando se dicen encubiertas con arte y agudeza; pues [...] la palabra mala cuanto más aguda, tanto más penetra nuestros corazones» (López Peláez, 1905, pág. 158). Sólo que la expresión eufemística del erotismo es mucho más que unas cuantas palabras: es todo un lenguaje y un lenguaje obligado, porque es la expresión de una profunda realidad humana4.

El verdadero novelista realista no podía en la década de los ochenta expresar el erotismo sino en su realidad social y humana, es decir prisionero, deformado, hipertrofiado, hasta la frustración o la desviación por una impuesta contención (como prueba de ello aquí está el infeliz Saturnino Bermúdez de La Regenta o el castigado José María de Guzmán de Lo prohibido). Del mismo modo que el hombre del siglo XIX es prisionero del tabú, por lo menos en las apariencias que tiene que guardar, la expresión novelesca no puede sino resultar también limitada por las mismas prohibiciones socio-culturales. El realismo, por ser imitación de la vida, debe encontrar un modo de decir adecuado a tal situación, a tal «objeto» y así el estilo, con sus reticencias, sus eufemismos, sus modos oblicuos, es también, hasta cierto punto, reflejo ya en sí mismo de la realidad no literaria.

Pero esta manera eufemística no es sólo mimética adaptación al medio, es sobre todo, en los novelistas más abiertos a la profundas realidades humanas, la búsqueda de un nuevo lenguaje artístico para expresar algo que nunca fue objeto de estudio en el arte, o sea el cuerpo y sus misterios, esos interiores muy ahumados desde donde brota el desconocido deseo, aspiración a plenitud y fuente de angustias y terrores.

Lo que revelan o dejan adivinar, en última instancia, las mejores novelas del siglo XIX, además de otras varias inhibiciones impuestas, es el miedo del hombre ante su propio deseo, un deseo que enturbia la conciencia del personaje hasta tal punto que éste no sabe si lo que le pasa nace del cuerpo o si es cosa del alma. José María de Guzmán es prisionero de su neurosis que le hace desear lo que está prohibido: la pasión que le mueve permanece viva cuando es alimentada por la ilegalidad y se debilita cuando la ilegalidad desaparece. El deseo y la pasión transforman en fiera al cura Pedro Polo de Tormento. Fermín de Pas nota con placer y terror la revolución que en su ser profundo provoca esa cosa nueva que no tiene nombre, esa cosa que es sentimiento y algo más, que es pasión ideal con ramificaciones carnales (véase Sobejano, 1984). La vida de Ana Ozores es un combate, no sólo con la exterior Vetusta sino un terrorífico combate interior entre la aspiración a lo puro, a lo ideal y un deseo que es del cuerpo pero que ella no acepta como del cuerpo, y que se esfuerza incesantemente por disfrazar, por desviar en diversas sublimaciones. La galería de personajes, así torturados, deformados por un eros no dominado, ni siquiera entendido, es inmensa.

En cierta manera, la novela decimonónica, por lo que hace al erotismo, nos aparece como un combate por la liberación, no sólo del hombre prisionero de contingencias históricas, sino del ser humano. De pasada, surgen algunos fugaces cuadros de total felicidad amorosa. Ana Ozores, aunque engañada y al borde del abismo, es feliz, por un tiempo, porque con amor de cuerpo y alma «se podía vivir donde quiera». Tristana también es feliz con su pintor, por un momento, y Cristeta también, por un momento. En ese extenso tejido de vencidos del eros que es la novela realista del siglo XIX, algunos desgarrones dejan entrever, como ventanas abiertas a un posible porvenir, lo que podría ser el amor humano completo, el que no tuviera otros límites que los de la existencia.

Así podemos ver que las armas esgrimidas por los «naturalistas radicales» no eran las buenas, a lo mejor contribuyeron a «banalizar» el sexo, espantando mucho pero hoy su tremendismo nos aparece como una gesticulación, como un grito sin eco. El tremendismo naturalista, por ser ante todo un reto a lo más contingente, a lo más superficial, no pasa el terreno de la contingencia y de la superficialidad. El terror que ante el vicio intentaba infundir era, si lo miramos bien, algo parecido al terror que bajaba del púlpito.

En cambio, el realismo del eufemismo, del «posibilismo» literario, si se quiere, el realismo artístico, supo, en algunos casos, acercarse a las más hondas aguas turbias de la naturaleza humana, fuente del más vital deseo y del más oscuro terror. Y eso fue así porque la búsqueda del mejor lenguaje del eros se originaba en la intuición (abierta, por supuesto, por la ciencia) de que la verdad profunda del erotismo se había de buscar más allá de los aplastantes códigos morales, que también era preciso denunciar. El estilo del eufemismo, de la contención expresiva puede ser resultado del terror al escándalo, pero es en todo caso artístico reflejo de la realidad y sobre todo traduce la búsqueda de un nuevo lenguaje que deje entrever las profundas realidades. El gran realismo decimonónico que quería ser un espejo para el hombre y la mujer de aquel entonces, sigue siendo espejo para el ser humano.






Bibliografía de obras citadas

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