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La figura de la amiga traidora en las «novelas contemporáneas» de Pérez Galdós

Carmen Servén


Universidad Autónoma de Madrid



La forma en que los relatos contemplan las amistades femeninas está ligada a los criterios imperantes sobre la mujer, a las coordenadas sociales y a la idiosincrasia del autor. Todo ello constituye un conjunto de factores variables, pero es notorio que en determinados momentos cierto sector de la producción novelesca coincide en mantener al respecto perspectivas comunes: por ejemplo, en los años noventa del presente siglo varias novelistas españolas sitúan en el centro de sus relatos una relación cálida y benéfica habida entre dos mujeres. No me refiero a narraciones que incluyen el motivo de la relación amistosa femenina o que la toman como pretexto para desarrollar conjuntamente historias diversas de personajes; sino a obras como Nubosidad variable (1992), de Carmen Martín Gaite, Recóndita armonía (1994), de Marina Mayoral o Entre amigas (1998), de Laura Freixas, que se dirigen a exaltar la amistad femenina. De modo que nuestras novelistas en ejercicio, aunque pertenecientes a distintas generaciones -Martín Gaite nace en 1925, Marina Mayoral en 1943 y Laura Freixas en 1958- coinciden en su interpretación de la amistad entre mujeres como una relación positiva a la que se atribuye importancia suficiente para constituirla en núcleo del relato.

Si volvemos la vista atrás, hacia el último cuarto del siglo pasado, habremos de anotar que la narrativa de la Restauración aparece atenta a un conjunto de prescripciones que diseñan el rol femenino en la sociedad de la época, prescripciones que informan un determinado punto de vista en lo que concierne a la intimidad entre mujeres. Y es en ese contexto socio-prescriptivo donde se inscribe y se destaca la imagen de la amiga traidora.

La figura de la amiga traidora arraiga en el discurso dominante de la Restauración española y se muestra vinculada a la ideología de la domesticidad. Esa ideología, cuyo apogeo se produce a partir de 1850 y que tiene un carácter concreta y específicamente burgués (Aldaracca, p. 15), circunscribe lo femenino al ámbito de lo doméstico y prescribe que toda la formación, esfuerzo e intereses de la mujer deben remitirse a la vida del hogar. Mientras al varón le corresponde el trabajo productivo y la gestión en el mercado exterior a la célula familiar, la mujer ha de cuidar los afectos y el bienestar domésticos. Como consecuencia, la identificación de la mujer con el ángel del hogar se extiende a lo largo de casi toda la segunda mitad del siglo XIX: todavía en 1896, una sólida profesional de la educación, en un manual dirigido a estudiantes de magisterio y a maestras de primera enseñanza afirma que

«La misión natural de la mujer, por más que otra cosa se pretenda, es la de ser el ángel del hogar, desempeñando en la familia los elevados cargos de esposa y madre»


(Pilar Pascual y Jaime Viñas, p. 23).                


En la configuración y difusión del modelo de mujer virtuosa y doméstica intervienen una serie de manuales de conducta de autoría femenina y que se dirigen a las mujeres de clase media, con la evidente intención de asesorarlas acerca de su deber y posición en el engranaje social1. Según las directrices de estas obras didácticas, la mujer ha de velar por el orden en el ámbito del hogar, lo que implica la obligación de acatar dulcemente los dictados del esposo; por ello se recomienda

«una mujer sumisa, dócil, resignada, y sin estas virtudes la mujer dentro de hogar es símbolo de la discordia


(Balmaseda, p. 10).                


Además, como era opinión extendida en la época que la constitución física femenina restringía las capacidades de la mujer en aspectos morales, mentales y físicos (Scanlon, p. 25), estos tratados manifiestan la necesidad de una superior autoridad masculina:

«Bendita sea la autoridad marital que protege y ampara nuestra débil naturaleza»


(Sáez de Melgar, p. 25).                


y se declaran contrarias a una hipotética emancipación femenina:

«No soy yo de las que abogan por la emancipación de la mujer, ni aun entro en el número de las personas que la creen posible...»


(Sinués: 1878, pp. 7-8)                


Tan tajantes declaraciones de principios han de verse a la luz de la presión que ejercieron al respecto amplios grupos de poder; la prensa católica de la época se refiere al «inmenso perjuicio» que puede producir a la sociedad la emancipación femenina y afirma que «resucitar hoy la emancipación femenina... /.../ ... es volver al paganismo más degradado»2; las mujeres escritoras no podían ignorar que tal era la actitud del potente sector confesional católico.

Así, según mostraba el capítulo final de un popular libro de lectura destinado a las niñas (Pascual: 1881), la joven bien educada parece destinada por la Providencia para vivir retirada en el modesto hogar «perfumándolo con la esencia de su ignorada virtud», a imitación de su madre y abuela. El «sacerdocio» (García Balmaseda, p. 108) de la mujer consiste en cumplir cabalmente sus funciones de madre y esposa, y todo aquello que pueda apartarla de ese camino se considera perjudicial y censurable.

De ahí que la mayoría de esas publicaciones muestren grandes precauciones a la hora de recomendar amistades, relaciones fuera del hogar, a las educandas. Muchas destacan que la mejor amiga de una mujer es su madre, la persona destinada y dedicada a proporcionarle los mejores consejos (García Balmaseda, p. 42), aunque se admite que las jóvenes buscan su igual y que es inevitable que la niña se acerque a otras niñas. Por su parte, la mujer casada debe depositar toda su confianza sola y exclusivamente en el marido para preservar la estabilidad doméstica; un conocido manual de Pilar Sinués aconseja:

«No debes tener intimidad completa más que con tu marido; la amistad, aun entre personas de tu mismo sexo, debe tener sus límites, o te expondrías a serios disgustos»


(Sinués: 1879, p. 192).                


Su autora continúa desarrollando el problema: si la amiga es antipática al marido, malo, pero si le es simpática, peor:

«los daños pueden ser mucho mayores: un marido ve siempre a la amiga íntima de su esposa bajo un prisma mucho más favorable que a ésta, porque a no ser una mujer muy cuidadosa de su persona y de su casa, a no tener gran fuerza de voluntad, la prosa doméstica asoma a cada instante la cabeza, como para avisar que está allí pronta a contrarrestar todo encanto y toda seducción... /.../ ... la amiga íntima es la enemiga mortal de la esposa»


(Sinués: 1879, pp. 193 y 195).                


Estos avisos y consejos de Pilar Sinués (1835-1893) son especialmente relevantes puesto que ella encabeza una interesante promoción de escritoras cuya cooperación con el discurso dominante les permitió eludir las interdicciones que rodeaban el escribir de la mujer (Alda Blanco, pp. 15 y 34). Las publicaciones de este grupo de autoras contribuyeron a sacar adelante un proyecto ético y estético cuyo período álgido pudiera situarse entre los años 1850-1870 (Alda Blanco, pp. 12-13). Sus manuales de conducta, novelas y revistas lograron amplia difusión entre el público femenino al que se dirigían3. Su producción narrativa, de índole sentimental y moralizante, está directamente ligada a su programa general de formación de la mujer, y es de examen obligado a la hora de establecer las coordenadas en que aflora, a partir de 1870, la producción de grandes autores canónicos como Benito Pérez Galdós.

En lo que respecta concretamente al tema de las amistades femeninas, la renuencia, ya mencionada, con que los manuales de conducta contemplan la cuestión, se acompaña de idéntica prevención en la literatura narrativa de las mismas escritoras4. Pilar Sinués no sólo aborda en sus tratados el tema de la amiga íntima que se convierte en antagonista de la interesada y le roba el amor del marido, sino que ya entrada la época de la Restauración y consolidada su fama literaria, le dedica además toda una novela: La amiga íntima [1878]5, en que se desarrolla el asunto por extenso6.

El argumento de La amiga íntima, se puede resumir en lo siguiente: la joven y recién casada Margarita encuentra en un balneario a una atractiva mujer, la condesa de Louviers, que se gana en seguida su amistad pero que la embarca en una vida de fiestas y gastos. Al cabo, la heroína se encuentra con que su propio y antes rendido cónyuge huye de su lado para seguir a su amiga hasta París; allí el joven es esquilmado por la bella y abandonado después. Con dulce iniciativa y con el amparo de su suegra, Margarita acude a Francia y allí recupera a su esposo a fuerza de cariño. La amiga traidora, perdida la belleza y el favor social, se entrega a la oración y el sacrificio mientras la protagonista recobra su feliz vida conyugal.

El relato está en boca de una baronesa, que conoció a Margarita y la ayudó a superar su desgracia. Esta narradora describe a la heroína como una joven inexperta, «vivaz e impresionable» (Sinués: La amiga..., p. 9), que queda «arrobada» al conocer a Blanca de Louviers, puesto que es su primer contacto con el «gran mundo» (Sinués: La amiga..., p. 21). A la narradora, más avisada que la cándida joven, la condesa le hace el efecto de una «serpiente» (Sinués: La amiga..., p. 19). Y como tentadora serpiente bíblica, que seduce e incita a Margarita a la transgresión, se comporta en páginas sucesivas: insta a la joven casada hacia la rebelión frente a su respetable y anciana suegra (Sinués: La amiga..., pp. 28-29), hasta el punto de que la baronesa se pregunta:

«¿Qué fatales semillas sembraba la mujer de mundo en aquella alma virgen y cándida?»


(Sinués: La amiga..., p. 29).                


Se trata evidentemente de semillas que darán al traste con la paz y el bienestar domésticos:

«Ya se descubrían los aprestos de la guerra doméstica, del menosprecio y rebelión de Margarita hacia la madre de su esposo, de su despego e ingratitud para el mismo esposo que la amaba con tanta ternura, la loca ambición de brillar...»


(Sinués: La amiga..., p. 30).                


En dos aspectos se hace notar la nociva intervención de Blanca de Louviers: arrastra a Margarita a gastos desmesurados y le roba el marido. En lo que respecta al gasto, Pilar Sinués ha sido clara en sus libros doctrinales sobre la conducta femenina: «No gastes jamás lo que no está en armonía con tu persona, y con la posición de tu familia» (Sinués: 1879, p. 107). La propia Margarita, una vez que recobre su inicial punto de vista, confesará que se dejó guiar por el deseo de emular a la amiga, de «imitarla», y así inició una serie de «locos gastos» que «empezaron a disgustar a mi marido» (Sinués: La amiga..., p. 57). Pero además, la malvada condesa la instaba de palabra a la insurrección doméstica y a la reclamación pecuniaria:

«Es muy injusto y ridículo que, habiendo usted llevado un gran dote, querida Margarita, se la trate con esa mezquindad. Dígaselo así a su marido, y quizá se ruborizará de su modo de obrar»


(Sinués: La amiga..., p. 58).                


Cuando Margarita al fin se lo diga, dará pie al alejamiento dolido del esposo, que acabará fugándose tras Blanca de Louviers. Las palabras de la joven esposa terminarán con la cordialidad antes habida entre los dos cónyuges, y el atractivo de la amiga se encargará del resto.

Así, la historia de Margarita es la de una joven casada a quien la amiga íntima lleva hasta la «perdición» (Sinués: La amiga..., p. 57). Su ejemplar historia es aprovechada por la narradora para adoctrinar a las lectoras:

«¡Ah, hijas mías, y vosotras, jóvenes todas que leéis esta triste narración! ¡No os dejéis llevar de las primeras impresiones, y elegid con cuidado vuestras amistades! Sobre todo, no hagáis vuestra amiga íntima a ninguna otra mujer hasta saber si lo merece; y aun así, poned a esa intimidad ciertos límites, porque la mujer casada debe hallar en su esposo su mejor amigo y el único confidente íntimo de sus pensamientos»


(Sinués: La amiga..., p. 30).                


En otros pasajes de la novela, la lección se pone en boca de la respetable suegra, que asesora a Margarita cuando su marido ya se ha prendado de Blanca:

«-¿Sabes lo peligrosa que puede ser una amiga íntima... /.../... una amiga íntima nunca conviene a una mujer casada; el matrimonio es un convenio santo que no admite tercero. A la esposa le basta con la intimidad de su marido, y debe procurar, por su parte, ser su mejor amiga».

«-...huye de esa amiga íntima; no desees jamás otra intimidad en la vida que la de tu marido».

«La amiga íntima de una casada se deja en casa todos los defectos, y en la de ésta solo hace alarde de buenas cualidades; así el esposo compara...»


(Sinués: La amiga..., pp. 61, 63 y 64 respectivamente).                


De modo que toda esta novela de Pilar Sinués viene a ilustrar los criterios que sobre las amistades femeninas mantiene la autora en sus manuales de conducta. Por otra parte, el lema que encabeza el relato no deja lugar a dudas: «Ya lo ves, hija mía: nada es más peligroso que una amiga íntima7 para una mujer casada» (Condesa de Basanville).

Así, los manuales de conducta y las novelas femeninas mostraron su prevención frente a la amiga íntima; la novela por entregas, caudal paraliterario extraordinariamente exitoso y difundido en la época, también manifiesta una muy mala disposición hacia las amistades femeninas. Según explica Ángeles Carmona,

«La ideología conservadora de la novela por entregas ve un grave peligro en las relaciones amistosas entre mujeres, de ahí que las buenas solteras sólo sean amigas de sus madres, y las buenas casadas de sus esposos»


(Carmona, p. 195).                


En el curso de la novela por entregas, no es raro que la amiga se convierta en rival amorosa, lo que vendría a ilustrar lo inconvenientes que llegan a ser las relaciones entre mujeres:

«Algunas veces el marido se enamora de la amiga de su esposa sin que ella haga nada por favorecerlo, otras veces la amiga se convierte en la rival sólo por hacerla sufrir... Tales ejemplos intentan convencer de las fatales consecuencias que acarrean las amigas»


(Carmona, p. 196).                


Por tanto, la amiga traidora es un tópico presente en los tratados didácticos destinados a la mujer, en la novela femenina de la época y en la novela por entregas; la novelística de Pérez Galdós (1843-1920) también lo recoge, y desarrolla separadamente sus dos vertientes: en La de Bringas [1884] aborda la figura de la falsa amiga que hunde a su víctima en gastos desmesurados, y en Fortunata y Jacinta [1887] incluye a la mujer que roba el amor de su amiga íntima. Pero Galdós enriquece y complica la cuestión progresivamente hasta hacerle cobrar un nuevo sesgo.

La de Bringas gira en torno a Rosalía, mujer de la baja clase media casada con un hombre avaro y cicatero, don Francisco de Bringas, que permanece atento y riguroso ante los menores incidentes de la economía doméstica. Rosalía, amiga de los trapos y de la representación social, traba estrecha amistad con una marquesa tronada, Milagros de Tellería, que acaba por arrastrarla a gastos insensatos en atavío, gastos que la de Bringas intenta ocultar a su marido por todos los medios. La posterior enfermedad de don Francisco, y su consiguiente cesión del control doméstico, contribuyen a que Rosalía acabe por enredarse en maniobras pecuniarias que la empujan finalmente hasta el ejercicio de la prostitución a cencerros tapados. La novela concluye cuando, definitivamente ciego el marido y ya corrida la mujer, es ésta quien se propone sacar adelante a la familia con una sabia venta de sus encantos. La novela es, por tanto, la historia de una mudanza moral, y la amiga funciona como un catalizador en el deslizamiento de Rosalía hacia la prostitución.

Rosalía de Bringas es una figura cuya personalidad ya había comenzado a fraguar Galdós en otra novela inmediatamente anterior: Tormento [1884]. En este relato, la señora presentaba las mismas inclinaciones y figura con que se abre la obra que nos ocupa. Decía entonces el narrador:

«A Rosalía le gustaba, sobre todas las cosas, figurar, verse entre personas tituladas o notables por su posición política y riqueza aparente o real; ir a donde hubiese animación, bulla, trato falaz y cortesano, alardes de bienestar, aunque como en el caso suyo estos alardes fueran esforzados disimulos de la vergonzante miseria de nuestras clases burocráticas. Era hermosa, y le gustaba ser admirada. Era honrada, y le gustaba que eso también se supiera»


(Pérez Galdós: Tormento, p. 30).                


Esos deseos de codearse con gentes notables que desde siempre caracterizaron a Rosalía reaparecen en La de Bringas8. Está desde un principio «gozosa de tratarse con doña Tula, con los Tellería, con los Lantigua» (LB, 82). Pero entre todas estas gentes de viso, se destaca enseguida una amiga: Milagros, marquesa de Tellería.

Si los compendios de educación femenina de la época aconsejaban rigor y cuidado en la selección de las amigas, siempre a la vista de la calidad moral de las mismas, Rosalía se deja guiar por muy otros criterios: en Milagros le interesa su título, puesto que la llena de alegría poder alternar con gentes de apellido conocido, y también otras cualidades mundanas entre las que destaca la elegancia. Dice el narrador hablando de la marquesa y de la relación que traban entrambas:

«[a Milagros] La defendían del tiempo su ingenio, su elegancia, su refinado gusto en artes de vestimenta y la simpatía que sabía inspirar a cuantos no la trataban de cerca.

Todas esas cualidades subyugaban por igual el espíritu de Rosalía de Bringas; pero la que descollaba entre ellas como la más tiránica era el exquisito gusto en materia de trapos y modas»


(LB, 91).                


De forma que se establece entre Rosalía y Milagros una relación asimétrica, en que el gusto y el título de la segunda subyugan a la pequeño-burguesa:

«Todas las dudas sobre un color o forma de vestido quedaban cortadas con una palabra de Milagros... /.../ ... elevó a Milagros en su alma un verdadero altar... /.../ ... a Milagros la tenía en el predicamento de los dogmas vivos y de los dioses en ejercicio»


(LB, 92).                


Las dos mujeres suelen encerrarse en el Camón donde celebran consejo sin testigos sobre la forma en que Rosalía arreglará sus vestidos (LB, cap. X). Las dos damas se enfrascan así en secretas conversaciones en medio de un caótico revoltillo de prendas y retales:

«Tiraba Rosalía de los cajones de la cómoda suavemente para no hacer ruido; sacaba faldas, cuerpos pendientes de reforma, pedazos de tela cortada o por cortar, tiras de terciopelo y seda; y poniéndolo todo sobre un sofá, sobre sillas, baúles o en el suelo si era necesario, empezaba un febril consejo sobre lo que se debía hacer para lograr el efecto mejor y más llamativo dentro de la distinción»


(LB, 94).                


Las charlas y actividades de ambas damas en torno a la moda traerán conflictivos efectos a partir de un incidente relativo a la adquisición de cierta prenda: en su visita a la tienda de Sobrino, la de Bringas queda enamorada de una linda manteleta; decide no comprarla porque «la enormidad del coste la aterraba casi tanto como la seducía lo espléndido de la pieza» (LB, 98). Esta inicial y prudente decisión de Rosalía es revocada al día siguiente, cuando interviene Milagros de modo «insinuante» y «catequizando» a su amiga («-No se prive usted de comprarla si le gusta... y en verdad es muy barata... /.../ ... No le pasarán a usted la cuenta hasta dentro de algunos meses...”, LB, 99); la insistencia de la marquesa acaba por convencer a Rosalía, que se lleva por fin la manteleta y se compromete así a pagar una cantidad para ella prohibitiva, con conciencia de que

«Bringas no autorizaría aquel lujo que, sin duda, le había de parecer asiático, y para que la cosa pasara era necesario engañarle... /.../ ... aquel despilfarro rompería de un modo harto brusco las tradiciones de la familia...»


(LB, 99).                


De esta manera, Rosalía ha infringido la norma familiar, cimentada en los principios de orden y ahorro que, de acuerdo con la tipología establecida por Werner Sombart, caracterizarían a la mentalidad burguesa tradicional9; de esa doctrina se hacían eco los manuales de conducta destinados a las mujeres y escritos por la promoción de autoras españolas del medio siglo:

«Atiéndase lo necesario, deséchese lo supérfluo y nivélense los gastos con los ingresos, arrojando de la mente la ridícula vanidad que hace querer siempre igualarnos con nuestros superiores.

Ese afán de sobrepujar al que vemos delante es la ruina de las fortunas más altas; entra en lucha el amor propio; llega tras él la vanidad mezquina, que ciega la razón y aparece en su consecuencia el escandaloso lujo, que arrastra á las criaturas, á las familias y á las naciones á un tenebroso abismo.

El trabajo, la economía y el orden, he aquí tres agentes preciosos para la prosperidad de las familias; tres virtudes domésticas que entronizadas en el hogar por la mujer laboriosa, no tardan en demostrar sus admirables efectos, produciendo óptimos y riquísimos frutos: son tres elementos que pueden sacar una casa a seguro puerto.

Trabajo, economía, éste debe ser el lema de la familia, el lema del hogar, la bandera sacrosanta que debiera ser enarbolada por todas las madres. Atiéndase á lo necesario, deséchese lo supérfluo y nivélense los gastos con los ingresos, arrojando de la mente la ridícula vanidad que hace querer siempre igualarnos a nuestros superiores


(Sáez de Melgar, pp. 84-85).                


Rosalía, que compra más de lo que puede pagar y que lo hace sustrayéndose a la autoridad del esposo, ha emprendido una forma de conducta que se aparta de la normativa. Y tan trascendente será su maniobra pecuniaria que la novela ha sido interpretada como conflicto entre dos sistemas o principios económicos10 (Alda Blanco y Carlos Blanco Aguinaga, p. 32) que vienen representados por cada uno de los cónyuges: por una parte la costumbre de Bringas, acorde con los principios burgueses tradicionales, de guardar y pagar a tocateja; y por otra parte esta manera de manejar el dinero que emprende Rosalía por su cuenta y que se basa en el crédito (ídem, p. 29). El marido encarnaría la vieja mentalidad mientras que la mujer se aproximaría a la «nueva manera de circulación de las mercancías y del dinero» propia de la expansión industrial; la novela trataría entonces de la crisis y liquidación de todo un modo de vida representado por Francisco de Bringas (ídem, p. 29).

El episodio de la manteleta en La de Bringas es paralelo al lance relativo a un costoso vestido de baile en la mencionada novela de Sinués: en ambos casos se dibuja a las protagonistas encaprichadas por una lujosa prenda al inicio del conflicto, prenda que logran contra viento y marea; pero la función narrativa de estas prendas es distinta: mientras que su obtención por parte de Margarita es analizada como una infracción de la norma en la obra de Sinués, Galdós estudia la adquisición de Rosalía como apertura irreversible hacia conductas contrarias a la norma. Ambos autores han planteado la relación muy próxima y asimétrica entre una aristócrata y una burguesa; han mostrado la intervención de la primera como una instancia hacia la transgresión de la segunda; han concretado esa transgresión en torno al apetito despertado por una suntuosa prenda... pero sólo Galdós, en un ejercicio de coherencia narrativa, se aplica a extraer las consecuencias morales extremas comúnmente achacadas al apetito de lujos. Faustina Sáez de Melgar explicaba sobre la sed de lujo:

«Y esta sed es hidrópica; esta sed no se calma jamás, crece cada día y se hace de minuto en minuto más exigente, más imperiosa, estendiéndose (sic) en derredor como si fuera un contagio pernicioso. Y en efecto es así; devora caudales, devora el pan del inocente, destruye el reposo de la anciana y mancilla la honra de las familias»


(Sáez de Melgar, p. 86).                


Esa sed de lujo, comúnmente percibida en la época como camino de perdición, será felizmente descartada por la protagonista de Sinués, que jamás emprenderá una verdadera mudanza moral por esos derroteros. No así en el caso de Rosalía: en la novela de Galdós, ya en seguida la dama se ve reducida a meter una «gran bola» a don Francisco, que no aprobaría tamaño dispendio; más adelante se verá obligada a seguir maniobrando al margen de la autoridad marital. Cuando el comerciante le pase la cuenta, la dama caerá en «verdadero terror»; en su zozobra, Rosalía recurrirá infructuosamente a la amiga, y sólo conseguirá aplazar la cuestión mediante la solicitud de un préstamo a un tercero.

A todo esto, la marquesa tronada aparece una y otra vez cerca de la amiga combinando falacias y mentiras. Cuando Rosalía tiene por fin dinero sobrado en la mano para pagar sus deudas, Milagros, que permaneció «sorda» a sus peticiones de socorro, reaparece y, siempre charlando de modelitos y tiendas, arrastra a la otra hasta su coche; la marquesa,

«Repentinamente acordóse de que debía pagar la compostura y reforma de un alfiler en casa del diamantista... ¡Qué diablura! Se le había olvidado el portamonedas, y en aquella casa ni daban crédito ni quería solicitarlo... /.../ ... No había que apurarse por tan poca cosa. Rosalía llevaba dinero»


(LB, 104).                


Esta narración indirecta del diálogo entre las dos amigas basta para traslucir los movimientos de ambas: la marquesa muestra sorpresa y despiste; la otra, antes de darse cuenta, ha prestado a su amiga una buena parte del dinero de que dispone.

Todas estas maniobras pecuniarias de Rosalía -la compra de la carísima manteleta, la petición de un préstamo, la concesión de otro préstamo a la amiga...- se hacen de espaldas al marido, ante el que no sabrían justificarse tales gestiones administrativas. Así que Rosalía se ve obligada a mantener un engaño, una perenne hipocresía; Rosalía se ha apartado ya, no momentánea sino permanentemente, del modelo de esposa leal, sumisa y dócil que predicaba la educación de la época.

Al cabo, prescribe el plazo del préstamo solicitado. Milagros no ha devuelto lo que debe y, «haciendo propósitos de energía», Rosalía decide reclamarlo. Milagros se descuelga entonces con una sarta de lamentaciones y una nueva petición, esta vez de diez mil reales, porque no puede atender cierta cena de compromiso; se le ocurre que Rosalía debe obtener para ella un cuantioso préstamo de los ahorros que guarda Bringas. Sus palabras y «zalamerías», a la vista de las normas de comportamiento predicadas a la esposa de la época, son ponzoñosas:

«-Y duro, duro, para que aprenda. ¿O es que no tenemos carácter? Yo creí que él le consultaba a usted todo, y se dejaba dominar por quien le gana en inteligencia y gobierno... A ver, decídase a proponérselo”...


(LB, 138).                


Así, Milagros revisa el papel de la mujer en la unidad familiar desde una óptica que da al traste con la organización habitual, según la cual la mujer, la parte más débil, debe obediencia al varón: en este caso, señala la de Tellería, ella es más capaz que él y debe someterlo. Sin embargo, al igual que cuando glosa la necesidad de que el dinero circule (LB, 138), la actitud subversiva de la marquesa es más que dudosa: la marquesa no pretende ninguna renovación social, sino superar sus propios apuros económicos. Por otra parte, nótese que sus consejos a la amiga son similares a los que vierte la condesa de Louviers en los inocentes oídos de Margarita a lo largo del relato de Pilar Sinués: ambas aristócratas conminan a la agresividad, a la rebelión conyugal y a la reclamación económica.

A todo esto, Bringas queda ciego, lo que permite a Rosalía escapar de su fiscalización por el momento. Si bien el pobre hombre intenta seguir controlando los gastos domésticos (LB, 157), acaba por dar a su mujer las llaves de la gaveta conyugal. A partir de ese momento, Rosalía se ve empujada hacia la transgresión económica y doméstica desde dos frentes distintos: por una parte, la voraz Milagros la invita a mirar el tema de la economía doméstica desde un nuevo ángulo; por otra parte, el descubrimiento del monto real de los ahorros familiares la sorprende de forma inesperada y le provoca un dolido «rencorcillo» (LB, 206).

Milagros, que ha salido del aprieto momentáneo relativo a la cena, se muestra atenta con Rosalía, a la que regala sombreros o vestidos que no ha de ponerse; la marquesa confiesa sus penas y ahogos permanentes a la amiga y, aunque el narrador no hace un resumen valorativo, el lector avisado se percata de las hechuras de la imprudente: habla con desprecio de su cónyuge («mi mariducho») al que atribuye todos sus aprietos -aunque a ella la hemos visto continuamente embarcada en gastos y tiendas para su propio arreglo personal- y se precia de «heroísmo» en su empeño de sostener la dignidad de la casa (LB, 165). Su charla incluye «una congoja y unas convulsioncillas» pese a las cuales consigue pedir nueva ayuda monetaria a Rosalía, a la que insta a pedir a Bringas un cuantioso préstamo. La larga conversación entre las dos damas, que abarca los capítulos XXIII y XXIV casi completos, muestra a Rosalía pertinaz en su negativa mientras Milagros recurre a los pequeños regalitos, a las efusiones amistosas («A ver cómo nos arreglamos para ir juntas a baños») y a la adulación:

«Si es usted elegantísima... si cuando usted se pone resulta maravillosa. La verdad, nos es porque sea usted mi amiga... A todo el mundo lo digo: si usted quisiera, no tendría rival. ¡Qué cuerpo!, ¡qué caída de hombros! Francamente, usted, siempre que se quiere vestir, oscurece cuanto se le pone al lado.»


(LB, 169).                


Finalmente, Rosalía accede a los ruegos de Milagros sin contar con el esposo ciego: le presta la cuantiosa suma a cambio de un pagaré y de un interés del dos por ciento. El narrador explica el doble motivo que movió a Rosalía a conceder el préstamo:

«Primero, el deseo de complacer a su amiga la estimulaba grandemente. En segundo lugar, la idea, tantas veces expresada por Bringas, de que ella podía disponer de todo se había posesionado de su entendimiento, engendrando en él otras ideas de dominio y autoridad. Era preciso mostrar con hechos, aunque traspasara algo los límites de la prudencia, que había dejado de ser esclava y que asumía su parte de soberanía en la distribución de la fortuna conyugal»


(LB, 210).                


A continuación, los acontecimientos se suceden inexorablemente. El tiempo pasa. Milagros no salda su deuda. Rosalía, para conseguir ayuda económica, se entrega en adulterio a Manuel de Pez, al que sin embargo no logrará sacar un real. Al cabo, se aventura a dar un paso que, en su opinión, «la degradaba»: pedir dinero a Refugio, una pariente de mala conducta. La joven, en los capítulos XLV, XLVI, XLVII y XLVIII, se complace en burlarla: le enseña el dinero, se resiste a prestárselo, duda ostensiblemente... En medio de su sofoco y humillación, Rosalía comprende que se ha portado como una incauta; se propone ser más avisada en el futuro; pero no piensa en precaverse contra la mala amiga, sino en emprender maniobras financieras más seguras; no en dejar de venderse, sino en hacerlo con mayor habilidad comercial.

Así, la mala amiga ha perturbado a Rosalía sin lugar a dudas: la embarcó en gastos suntuarios inoportunos, evadió su responsabilidad financiera y dio al traste con la conformidad doméstica de la mujer. El texto ha venido mostrando largamente la doblez de la marquesa: cubre a Rosalía de regalos cuando está necesitada de peculio, pero recupera lo entregado en cuanto se hace con el dinero; parte hacia su veraneo tras envolver a Rosalía en mimos y arrumacos, pero no reaparece para saldar su deuda. La perfidia de la marquesa llega aún más lejos: al parecer, ha descalificado socialmente a Rosalía ante terceros, la ha llamado «cursi» a decir de Refugio. Rosalía, terca en su adhesión a esta amiga frívola, falsa y aprovechada, se niega a creerlo. El narrador no avalará en modo alguno la veracidad de Refugio respecto a su acusación; pero esa deslealtad de Milagros es perfectamente plausible de acuerdo con los datos de que dispone el lector.

De forma que, como en La amiga íntima, la intervención de la amiga traidora ha socavado la convivencia doméstica de los Bringas; pero Galdós ha superado el maniqueísmo plano con que se dibujaba el conflicto en la novela de Pilar Sinués y lo ha inscrito en una situación social general percibida como problemática: la vulnerabilidad de la familia Bringas frente a las incitaciones socio-económicas es anterior a la intervención de Milagros y está directamente ligada al carácter de cada uno de los cónyuges y a la estrecha forma de vida de la pequeño-burguesía española de la época. Rosalía aparece como mujer que se goza en la representación social, mientras que su marido es un individuo cominero y tacaño; ambos están presos en las redes de una economía asfixiante propia de su clase. El divorcio psicológico entre estos dos esposos es por tanto una eventualidad verosímil en todo caso. En las reflexiones de la protagonista, la imagen de la vida conyugal llega a presentarse con tintes que jamás se ofrecieron en la mente de Margarita, la protagonista de Sinués; la de Bringas evoca el pasado familiar como

«Aquella vida matrimonial reglamentada, oprimida, compuesta de estrecheces y fingimientos, una comedia doméstica de día y de noche, entre el metódico y rutinario correr de los ochavos y las horas»


(LB, 196).                


La vida cotidiana de la mujer de baja clase media, su atonía y su falta de horizontes, el estrecho control al que se ve sometida por el padre de familia, se han ofrecido en toda su crudeza ante el lector y ante Rosalía, que hace planes de «emancipación gradual» (LB, 215). Si bien el narrador se cuida de mostrar que esta señora ha caído en falta puesto que aplaca su conciencia a base de «sofisterías» (LB, 236), ha quedado también en entredicho el agobiante don Francisco de Bringas, que en aras de la economía dispone incluso lo que se ha de poner en el puchero11:

«-¿Qué principio has puesto hoy?

-¡Para qué te ocupas...?

-Me ha olido a estofado de vaca... No me lo niegues... Ahora más que nunca, hay que apelar a las tortillas de patatas, a las alcachofas rellenas, a la longaniza y, si me apuras, a la asadura de carnero, sin olvidar las carrilladas...»


(LB, 157).                


La amiga traidora ha trastornado la paz doméstica, sí; pero se trata de una paz muy frágil en todo caso. Lejos de ofrecer la historia como pretexto para propinarnos una lección simple y acorde con el discurso dominante, Galdós exhibe temperamentos individuales y condicionantes sociales en toda su complejidad y en interacción. De ahí la muy distinta fortuna de las novelas de Galdós y Sinués: mientras que la lúcida radiografía psicológica, ética y social12 del primero sigue interesando cien años después, la lección de la segunda ha envejecido irremediablemente. Pero lo cierto es que ambos diseñan a la amiga traidora como antipática incitadora a la transgresión.

Si en La de Bringas Galdós retrata a la mala amiga que induce a gastos excesivos y da al traste con la economía familiar, en Fortunata y Jacinta13 incluye a la amiga traidora que se convierte en rival amoroso de la heroína. Como es sabido, esta última novela es un largo y apretado relato de las vicisitudes de dos mujeres casadas: Fortunata, una mujer de extracción popular, y Jacinta, modelo de mujer burguesa acomodada; ambas están enamoradas del mismo hombre, Juanito Santa Cruz, que es marido de la segunda.

A lo largo de la novela, Fortunata mantiene amistad con dos mujeres: Mauricia la Dura y Aurora, de diferente clase social. Cada una de ellas encarna una vertiente distinta de las relaciones íntimas femeninas analizadas por Sinués: la primera representa la transgresión, mientras que en la última se personifica la traición, disociadas en este relato. Mauricia, como Fortunata, es una mujer perteneciente a los estratos más bajos, que permitían a las mujeres «desarrollar fácilmente lazos de solidaridad y de sociabilidad» (Folguera, p. 496). Ambas trabaron relación en el reformatorio de las Micaelas y, desde entonces, se profesaron sincero afecto, hasta el punto de que, mucho más adelante y ya muerta la Dura, la heroína echará mucho de menos a su «amiga del alma» (FJ, II-254). Esta amiga cariñosa y sin doblez es una mujer marginada, alcohólica y llena de desgarro; ajena a todo convencionalismo social, es ella la que funciona como «tentadora» (Montesinos, II-216-17) de Fortunata, quien la alienta en su amor adúltero hacia Juanito y quien la asesora al margen de todo criterio moral. Así, la principal invitación hacia la transgresión de Fortunata procede de Mauricia, la amiga cariñosa y desaforada.

Por su parte, la amiga traidora, se ofrece en la cuarta y última parte de la novela. Mauricia ha muerto y Fortunata está ensayando por segunda vez su propia inserción en las clases medias, hasta las que ha sido aupada por su matrimonio con un joven perteneciente a la pequeño-burguesía empobrecida (Blanco Aguinaga, pp. 60-61), Maxi Rubín. En su actual círculo, entabla una íntima amistad con Aurora, la viuda de Fenelon (FyJ, II, 292). Ésta, que le muestra gran simpatía y confianza, hace un verdadero «derroche de indulgencia» respecto a las anteriores faltas de la protagonista y se apodera «poco a poco de todos sus secretos» (FyJ, II, 292).

Aurora se revela enseguida como burguesa dada al cotilleo y la difamación. Durante una de sus charlas, sugiere que Jacinta es infiel a su marido; Fortunata, a quien Jacinta le parece modelo de mujer virtuosa y afortunada, se resiste a creerlo (FyJ, II, 310). Pero Aurora insiste en otra velada; asegura que Moreno Isla la rindió primera a ella misma y que ahora ha caído en sus brazos Jacinta. Fortunata, para quien la esposa de su amante ha sido una antagonista inatacable y un inaccesible modelo de conducta, queda sobrecogida:

«Fortunata no chistó. Aquella revelación la había dejado tan atontada cual si le descargaran un fuerte golpe en la cabeza»


(F y J, II, 330).                


De repente, su confianza de que existen valores capaces de marcar la diferencia entre Jacinta y ella misma, se rompe violentamente:

«Jacinta... ¡Jesús!... El modelito, el ángel, la mona de Dios... ¿Qué diría Guillermina, la obispa, empeñada en convertir a la gente y en ver la que peca y la que no peca? ¿Qué diría?... Ja, ja, ja... ¡Ya no había virtud! ¡Ya no había más ley que el amor! ¡Ya podía ella alzar su frente! ¡Ya no le sacarían ningún ejemplo que la confundiera y abrumara! Ya Dios las había hecho a todas iguales... para poderlas perdonar a todas»


(F y J, II, 330).                


Es decir: las palabras de Aurora conmocionan a la heroína y alteran su punto de vista; resultan tan subversivas como las de la condesa de Louviers frente a Margarita en el relato de Pilar Sinués, o las de la marquesa de Tellería frente a Rosalía en La de Bringas: un modelo femenino se rompe.

Ni corta ni perezosa, Fortunata transmite la novedad a Juanito Santacruz, ahora amante fijo suyo pero marido de Jacinta. El caballero la humilla sin contemplaciones, asegurando que Jacinta es «sagrada», que no hace tales cosas, que es muy distinta de Fortunata (FyJ, II, 368); además, aprovecha el lance para abandonar a la linda señora de Rubín. Ése ha sido el doloroso efecto inmediato de las afirmaciones de Aurora.

En una conversación posterior de Fortunata con su amiga de confianza, el esquema mental de Fortunata se altera de nuevo y Fortunata recobra su respeto hacia Jacinta: la viuda de Fenelon, «la astuta mujer» en palabras del narrador, reprende a Fortunata por su ligereza al ir con el cuento a Juanito, y se desdice sin reparos. Fortunata queda en la mayor confusión pero, en su ingenuidad, no se revuelve contra Aurora, sino que se limita a sentirse congraciada con Jacinta. Expresa entonces su sospecha de que Juanito las está engañando a ambas con una tercera mujer, y proyecta:

«-...Yo vengaré a la mona del cielo [Jacinta] y me vengaré a mí. No quisiera morirme sin ese gusto»


(F y J, II, 374).                


Aurora, tras asegurarse de que Fortunata no emprenderá nada por sí misma, promete hacer averiguaciones al respecto. Cuando la señora de Rubín se retira, los despectivos pensamientos de Aurora («Estas tontas son terribles cuando las entra la rabia. Pero ya se aplacará. Pues ¡no faltaría más!... ¡Estaría bueno!», FyJ, II, 375) muestran el fondo de desprecio e hipocresía con que brindó su ayuda a la amiga, así como sus verdaderas intenciones de ocultación al exigir que ella no emprendiese gestiones por su cuenta.

Al cabo, Maxi se encarga de comunicar a su mujer la identidad de la nueva amante de Juanito: es Aurora, la viuda de Fenelon. Pero Fortunata, que acaba de alumbrar un hijo de Juanito Santa Cruz, no responde a los valores burgueses que inspiran la conducta de una joven bien educada (Blanco Aguinaga); y su reacción, cuando sepa la traición de la amiga íntima, no estará regida por el convencional decoro ni por la resignación callada. Según es habitual en ella, opta por la acción directa: se viste, encierra al bebé con llave y se lanza a la calle (FyJ, II, 477). Débil y mareada, acude a la tienda de Aurora dispuesta a vengarse de la mala amiga. Se aproxima a ella con «la cruel suavidad con que algunas fieras lamen a la víctima antes de devorarla» (FyJ, II, 479).

Pese a su alarma, Aurora no sabe cómo escapar y acaba por recibir un violento bofetón a la par que es insultada:

-«¡Toma, indecente, púa, ladrona!»


(F y J, II, 480).                


Fortunata organiza un escándalo, y castiga física y verbalmente a la tramposa. La amiga íntima ha resultado nuevamente una traidora, pero la traicionada no es ahora una esposa convencional a la que se haya arrancado de la paz doméstica; es una mal casada que defiende violentamente su pasión adúltera. Aquí ya no puede hablarse de que la amiga traidora haya perturbado afecto doméstico alguno, como no sean los de Jacinta, que ya habían sido muy dañados precisamente por Fortunata. Así que el tema de la amiga traidora en Fortunata y Jacinta se independiza ya de la cuestión de la domesticidad. En Aurora, Galdós ha estudiado a la mujer falsa y despegada, que no es franca en sus relaciones con otra mujer, no a la perturbadora de la unidad familiar convencional.

Es más: la bronca que arma Fortunata pudiera interpretarse como extemporáneo desahogo violento, puesto que a la agresora no la asiste derecho alguno en lo que a la relación con el hombre en litigio respecta; pero la benevolente admiración que la noticia de tal altercado provoca en Guillermina y en la propia Jacinta, muestra bien a las claras el fondo de justicia que hay en la acción vengativa de Fortunata.

Nótese que en este caso la amiga traidora no es una aristócrata que arrastra a una incauta burguesa, sino una burguesa hipócrita. La crítica marxista ha considerado Fortunata y Jacinta como un punto de inflexión en la evolución ideológica de su autor: según señalaba Rodríguez Puértolas (pp. 59 y 92), Galdós en este momento empieza a novelar la crítica de la burguesía desde presupuestos más radicales y situándose ya contra ella. La víctima de la traición, por su parte, no es tampoco una burguesa convencional, sino una mujer procedente de las filas del pueblo, que en ningún modo se ve tentada por el lujo y que viene configurada según pautas distintas a las que concurren en el ángel del hogar.

Y adviértase, por fin, que Fortunata y Jacinta es la novela contemporánea Galdosiana en que más dilatado espacio ocupa la solidaridad femenina: Guillermina y Jacinta mantienen una cordial relación, y aún más cariñoso es el apego que Fortunata y Mauricia desarrollan mutuamente14; Marie Claire Petit (p. 203), que ya destacaba la misteriosa simpatía que liga a estas dos últimas, señalaba a la par que las amistades femeninas son muy raras en las novelas de Galdós. Estaríamos pues ante una novela que hace un estudio insólito de la intimidad amistosa entre mujeres, tanto si la consideramos en relación con el resto de la narrativa galdosiana como si la analizamos a la luz de los criterios dominantes en la época. Desde esta perspectiva, se llena de sugerente significado la simpatía postrera con que Jacinta evoca la figura de su inveterada rival15.

En resumen: la amiga traidora forma parte de los tópicos manejados por la novela de la segunda mitad del siglo XIX, que analiza como peligrosas las amistades femeninas. En esa perspectiva interviene la difusión de la ideología de la domesticidad burguesa, que prefiere situar a la mujer lejos de toda influencia exterior al círculo familiar. La narrativa de Pilar Sinués, en su cooperación con el discurso dominante, interpreta a la amiga íntima y traidora como perturbadora del orden doméstico; es una malvada que arrastra a la protagonista hasta la infracción de normas que la autora se guarda de cuestionar. En el desenlace, la heroína volverá al redil y la amiga traidora expiará su culpa.

Galdós hace una descripción menos convencional de la situación de partida y matiza el proceso que desencadena la intervención de la amiga: la traidora es una mala mujer, sí, pero la forma de vida de su víctima la hace particularmente vulnerable a las asechanzas de la arpía; de modo que la amiga traidora no aparece como un agente del mal que trastorna la felicidad doméstica, sino como encarnación de elementos perturbadores a los que es especialmente sensible la heroína. Tanto en La de Bringas como en Fortunata y Jacinta se proponen al lector esquemas relacionales iniciales que escapan a la idílica imagen de la convivencia conyugal dibujada por los panegiristas de la ideología de la domesticidad burguesa. En el caso de Rosalía de Bringas, la índole opresiva de los factores de género y de clase es exhibida para explicar el que se vea atrapada en las garras de una amiga traidora; de forma que los graves resultados de la relación con ésta resultan atribuibles tanto a la rapacidad de la arpía como a las estrechas condiciones sociales en que se mueve la protagonista. En Fortunata y Jacinta, Galdós analiza a la amiga traidora como personaje despegado e hipócrita, pero no la retrata como perturbadora social, sino que destaca su odiosa catadura moral. En esta ocasión, la subversión social, la domesticidad burguesa y el modelo femenino son analizados desde un nuevo ángulo gracias a la irrupción de Fortunata, una mujer del pueblo que ansía una vida respetable pero abriga un amor pertinaz por el marido de otra.

Galdós toma el testigo de la narrativa de su época. Pero articula los temas heredados en un tejido de incomparable coherencia hasta hacerles cobrar un sesgo insólito: quedan a la vista las instancias contradictorias a que han de responder los personajes. En lo que respecta al tema de la amiga traidora, sus novelas contemporáneas suponen una propuesta crítica cada vez más radical e independiente del discurso burgués de la domesticidad.






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