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ArribaAbajoCapítulo V

Agricultores, ¡a europeizarse!


La Agricultura es el arte de convertir las piedras en pan, por el intermedio de organismos vivos: éste ha sido el gran descubrimiento del siglo XIX, y de ahí el vuelo inmenso que ha cobrado en Europa el comercio de abonos minerales, duplicando la producción agrícola. En Europa, digo; no en España, porque la Agricultura española es todavía Agricultura del siglo XV: Agricultura del sistema de año y vez, por falta de abonos minerales; de la rogativa, por falta de riego artificial; del transporte a lomo, por falta de caminos vecinales; Agricultura del arado romano, del gañán analfabeto, del dinero al 12 por 100, de la bárbara contribución de Consumos, de la mezquina cosecha de cinco o seis simientes por cada una enterrada, del cosechero hambriento, inmueble, rutinario, siervo de la hipoteca y del cacique...

Ahora bien; con una Agricultura así, del siglo XV si pudo costearse un Estado barato, como eran los del siglo XV, en manera alguna se puede sostener un Estado caro, como son los de nuestro tiempo, así en armamentos terrestres, como en buques de guerra y movilización de ejércitos, en diplomacia, colonias, obras públicas, tribunales, investigación científica, exploraciones geográficas, instrucción primaria, enseñanza técnica y profesional, fomento del arte y de la producción, beneficencia y reformas sociales... Urge, pues, que se europeíce, que se haga Agricultura de su tiempo, dando un salto gigantesco de cuatro siglos, hasta duplicar y triplicar su producción actual por unidad de área o por unidad de trabajo; y para ello, que el Estado ayude, resolviendo sumarísimamente, entre otros, el problema de la primera enseñanza y de las escuelas prácticas de cultivo, el problema de los caminos vecinales, el problema del crédito agrícola y territorial, el problema del aumento de riegos y de los pastos de regadío y de secano, el problema de las economías en los gastos públicos improductivos, el problema de la justicia y de la autonomía local, el problema del servicio militar obligatorio...

El arte de convertir las substancias minerales en substancia orgánica sin el intermedio del vegetal ni del animal; el arte de convertir las piedras en pan por procedimientos puramente químicos: éste ha de ser el gran descubrimiento del siglo XX, anunciado ya por Berthelot. La química sintética, la química creadora, se hará industria y matará a la Agricultura. Ya a la hora de ahora lleva sintetizadas las grasas, los azúcares, diversos aceites y alcoholes, el ácido acético y el cítrico, la teobromina, principio esencial del cacao, la alizarina, principio esencial de la rubia, la vainillina y diversas otras materias orgánicas cuya producción se creía antes privilegio exclusivo de la vida. Más aún: la síntesis o producción química de algunas de ellas ha tomado ya estado industrial, y se fabrican artificialmente a toneladas, y han jubilado a importantes especies vegetales que eran antes objeto de cultivo, y cuyo concurso ha dejado de ser necesario. La fabricación en grande de la vainillina, cuya síntesis descubrieron Tiemann y Hormann, ha hecho cesar el cultivo de la vainilla, una de las bases en otro tiempo de la Agricultura neerlandesa en las colonias de Asia; la fabricación en grande de la alizarina cuya síntesis hallaron Groebe y Libermann, ha desterrado el cultivo de la rubia o granza, de que sólo Inglaterra importaba para sus tintes por valor de seis millones de duros al año, y al que debían una buena parte de su prosperidad comarcas extensas de Holanda, de Francia y de Levante. Recuérdese lo que fue la invención de la sosa artificial para España, donde tanto significaba el beneficio de la barrilla.

Cada nuevo avance de las industrias químicas fundadas en la síntesis orgánica, provocará una crisis, todavía mayor que la padecida ya por la vainilla y por la granza, en el sello de la Agricultura: crisis del olivo, crisis de la viña, crisis de los cereales, crisis de la cañamiel y de la remolacha, crisis del tabaco, crisis de la palma, crisis del corcho, crisis de la almendra, crisis del lúpulo, crisis del arroz, crisis del ganado. El siglo XX está llamado a ser el siglo de las crisis agrícolas; crisis terribles, como no se organice el trabajo, y con el trabajo la propiedad, de un modo muy distinto a como se halla organizado al presente. Un anticipo de lo que tales crisis pueden llegar a ser, lo tenemos a la vista con la no más que incipiente del alcohol, no obstante haber sido promovida en el círculo de la Agricultura tradicional, por unos vegetales contra otros, sin intervención aún de la síntesis orgánica.

Ocioso es decir que padecerán menos de tales crisis los pueblos más flexibles y mejor dispuestos para la adaptación, o dicho de otro modo, los más cultivados, los que hayan adquirido una mayor preparación por el estudio intenso y perseverante de las ciencias físicas y de las ciencias sociológicas.




ArribaAbajoCapítulo VI

El cultivo cereal es antieconómico en España


Lo temible en competencias mercantiles. -España no es patria de Ceres; el cultivo del trigo es en la Península generalmente artificial y ruinoso; necesidad consiguiente de restringirlo. Esta verdad principia a ser reconocida. -Condiciones en que se cultiva el trigo en los Estados Unidos de América y causas de la competencia que hacen a las provincias trigueras de la Península; heterogeneidad de esas dos agriculturas; extensión de los cultivos; fertilidad del suelo; coste de la tierra; tarifas de transporte; crédito; impuestos; empleo de maquinaria. -El cultivo cereal y la mortalidad en España. -La agricultura española y la libertad de comercio.




ArribaAbajoLo temible en competencias mercantiles

Hace algunos años que cunde entre los productores cierto temor de que la concurrencia de la actividad americana, así como el incremento de los cultivos en la India Asiática, alcance tal predominio en la vieja Europa, que llegue a resultar imposible toda explotación agrícola.

Esos temores se robustecen ahora con lo observado en nuestras regiones de Levante, y reclaman, por lo tanto, que el gobierno estudie la cuestión como uno de los principales deberes que la previsión impone, para que los efectos de la concurrencia extranjera no encuentren desprevenidos a los productores.

Para algunos productos, el caso nos parece remoto todavía, mas para otros ya se van sintiendo muy serias consecuencias. La producción del arroz, por ejemplo, va dificultándose en España, dada entre nosotros la lucha que sostiene el trabajo, encerrado entre los valladares de los tributos, de los transportes, de lo caro de los capitales y de la falta de crédito. Y no tan sólo porque el arroz del Indostán va inundando los mercados, sino también porque en Méjico, en la República Argentina y en otras regiones americanas se va acentuando el crecimiento de su cultivo.

La fabricación de féculas y almidones, y como consecuencia de todo esto la destilación de alcoholes industriales, están llamadas a tomar considerable vuelo en unos países donde las tierras baratas y la poca pesadumbre del fisco hacen posible una economía notable de gastos, sin que la distancia sea obstáculo para que aquellos productos vengan a disputar a los nuestros la preferencia en algunos mercados, sobre todo en el litoral, porque cuestan los fletes menos de América a Europa que el transporte de nuestros ferrocarriles.

En carnes, sabido es que junto al tocino de producción nacional figura con ventaja el de los Estados Unidos, y que la importación de productos frescos no es ya cuestión más que de perfeccionamientos en los buques de cala refrigerante para que sean utilizados en Europa.

Lo mismo puede decirse de otros productos, y si en el día aún exportamos vinos a América, dentro de algunos años cambiarán las corrientes por la extensión que van tomando los viñedos en el Nuevo Mundo.

Respecto al azúcar, la producción del Brasil toma proporciones que pueden llegar a absorber gran parte del comercio.

De cereales, ya sabemos que llegan a nuestros puertos trigos y maíz en competencia ya muy pronunciada, y aun cuando a La Industria Harinera le parece distante el peligro, no hay más remedio que reconocer lo difícil de la lucha, aun contando con precios en nuestros principales mercados, que sostienen por lo bajos la concurrencia aun contra las procedencias de la India, quizá las más temibles.

Pero como la producción, sobre todo en los Estados Unidos, es exuberante hasta el punto de exigir vastísimos depósitos en que se almacenen los cereales por millones de hectolitros, acechando el momento en que una cosecha deficiente los lance a la corriente oceánica en demanda de los puertos europeos, será más que probable que, en un plazo más o menos corto, los precios bajen hasta el punto de imposibilitar el cultivo en España, como acontece ya con algunos otros frutos agrícolas.

A fin de prevenir los efectos de las concurrencias que pueden sobrevenir, es necesario preparar el país para tal eventualidad. ¿De qué manera? Transformando gradualmente nuestro modo de ser económico, que hace pesar la mayor parte del gravamen sobre la propiedad territorial; haciendo leyes que regularicen y abaraten las tarifas de ferrocarriles, y sobre todo, facilitando el acceso de los capitales a la producción por medio del crédito agrícola.

Lo que dijimos sobre la necesidad de llevar a la práctica el dictamen de la Comisión de ferrocarriles, es igualmente aplicable a otros trabajos, algunos de los cuales ofrecen ya bastante base de estudio en las informaciones sobre la cuestión social.

Se decretó también especialmente una información sobre los Bancos agrícolas. ¿Qué se ha hecho? Lo que siempre. Aplazar la resolución de muchas cuestiones, encomendando estudios a juntas que responden tardíamente a las misiones que se les concedían.

Hay asuntos tan estudiados ya, tan abundantes en datos y antecedentes, tan ricos en ejemplos tomados de otras naciones, que bien puede el gobierno, sin necesidad de más investigaciones, preparar proyectos de ley que les den vida y ofrezcan a las tareas parlamentarias ocasiones de hacer por el país algo más que cuanto podamos esperar de discursos políticos y reyertas de partidos.

El mejor medio de asegurar un dilatado reinado de paz consiste en que los pueblos la amen por los frutos que produce. Satisfechas las aspiraciones que sean legítimas en las clases mercantiles y productoras; previstos todos los inconvenientes que puedan resultar de actividades extranjeras más favorecidas que las nuestras; auxiliada la producción, no con protecciones ficticias, sino con alivios que pueden encontrar compensación para la Hacienda pública en el aumento de explotaciones imponibles, y sobre todo y más que todo, facilitados el crédito agrícola y el industrial, las clases laboriosas serían las más interesadas en el mantenimiento del orden público.

No tenemos aún en España ni Bancos populares ni verdaderos Bancos agrícolas. La producción está ahogada, quizá más por el dogal usurario que por otras dificultades, y todo bien combinado constituirá un terreno bien preparado para eventualidades como las que se temen, porque al fin y al cabo los gastos de producción tienen un límite en todas partes que ha de cerrar la posibilidad de la concurrencia extranjera, a lo cual no es posible oponerse sino luchando con ventajas análogas.

Conviene, además, fomentar la asociación cooperativa, difundir la enseñanza, promover la organización de sindicatos; en una palabra, proceder como proceden Italia y Alemania.




ArribaAbajoSi debe limitarse el cultivo de cereales en España: ésta no es patria de Ceres1

Entre las conclusiones que en su informe propone el Sr. Abela, figuran las siguientes: 1.ª «No es posible establecer con seguridad si debe extenderse o limitarse el cultivo de cereales, mientras no se tenga una estadística agrícola exacta, que dé a conocer la naturaleza y los productos de los suelos explotados y explotables. 2.ª Para que la producción de cereales en España resulte suficientemente económica y pueda competir con los granos de importación americana, es indispensable el desarrollo en vasta escala del empleo de máquinas perfeccionadas de cultivo, siembra, recolección, etc., haciendo el posible uso de los abonos fosfatados.» Soy de opinión completamente opuesta a la del Sr. Abela, y voy a razonar la divergencia. Por lo pronto, y ajustándome al sistema dogmático de conclusiones aconsejado por el apremio del tiempo, opongo a las del informe estas otras dos: 1.ª No es indispensable una estadística agrícola numérica para hallar solución al problema que estamos debatiendo; «si debe extenderse o limitarse el cultivo de cereales en España». 2 ª Los cereales españoles no podrán competir con los americanos, aun cuando se desarrollen en vasta escala el empleo de máquinas perfeccionadas de cultivo.

¡Que debemos aguardar a poseer una estadística para aconsejar una regla de conducta a la agricultura española! ¡Pues medrada estaría si adoptáramos ese consejo! Es demasiado desesperada su situación para que consienta treguas semejantes; y por otra parte, posee datos de convencimiento íntimo sobrado elocuentes para resolverse desde luego. ¿Qué mejor estadística quiere el Sr. Abela que esas cifras alarmantes de la emigración española a África, a América y a Francia; esos guarismos aterradores, expresivos del número de fincas embargadas por el fisco, que hacen pensar con amargura en el porvenir de la pequeña propiedad; ese rápido y progresivo decrecimiento en el número de propietarios, efecto inmediato de la usura, que es decir, de la falta de equilibrio entre el crédito hipotecario y la producción agrícola; esa repugnancia en todas las clases a adquirir tierras de labor, y esa depreciación consiguiente por falta de demanda; esa eterna petición de aumento en tarifas aduaneras contra los trigos extranjeros, una de tantas manifestaciones de la lucha por la existencia con que defienden la suya agonizante los cereales españoles; ese constante huir de la vida de los campos, que dio vida al Banco de Doña Baldomera, que da muerte al crédito de la nación, que inunda de estudiantes nuestras Universidades y de cesantes mendigos las antesalas de los ministerios? ¿Qué mejor estadística quiere S. S. que esos cuerpos demacrados, macilentos, cubiertos de harapos y de inmundicia, procesiones de espectros que desfilan tristemente por los encendidos campos de la península, manadas de siervos del fisco y del terruño, que arrastran una vida peor que la de las bestias, amargo contraste de la que pintaban en sus falsos y artificiosos versos los émulos de Virgilio y de Garcilaso? En aquellos rostros de indefinida color, surcados por el hambre; en esa lamentable agonía de treinta años (porque no es vida la que viven nuestros labradores), ¿no lee clarísimamente S. S. los tristes, los funestos, los desastrosísimos efectos de cultivo del trigo? ¿No es aún bastante concluyente la experiencia para que sea necesario todavía esforzarse en razonamientos? ¿No está aún bastante a la vista la enfermedad para que estén por demás las consultas de los médicos? ¡Cómo se obscurece, señores, el entendimiento y se arriesga a poner en tela de juicio las más claras verdades, cuando el hábito de hacer siglos y siglos una misma cosa se emancipa de la reflexión y degenera en rutina! Es lugar común entre nosotros que en España, sea virtud del clima, sea milagro de la caridad, nadie se muere de hambre; y yo creo que mueren de hambre las tres cuartas partes de los españoles, y que esa muerte por hambre es debida al ruinosísimo cultivo del trigo. Es otro lugar común también, que los españoles son muy holgazanes y que duermen mucho; y yo abrigo la convicción de que son tan desdichados porque trabajan con exceso, porque remueven demasiado la tierra, porque consagran sus esfuerzos al cultivo de una planta que no sabe crecer y transformarse sola, que requiere la constante presencia e intervención del hombre: la agricultura española sufre una dolencia que podríamos llamar intemperancia del arado.

Mal que pese a nuestra tradición agrícola, hay que persuadirse de que España no es el país de Ceres. Unas tierras por que las ha desjugado el cultivo de cereales durante siglos; otras que conservan mucho de su nativa fertilidad, y son bien pocas, como los Monegros, la tierra de Barros, etc., porque no les llueve, ello es que el cultivo remunerador del trigo, el cultivo de los 20 hectolitros seguros por hectárea, no es posible sino en zonas reducidísimas, donde por alcanzarle el beneficio del riego entra ya en la categoría de cultivo de huerta. En tesis general, el cultivo del trigo es en España artificial y violento: más que a la acción natural, espontánea, regular y gratuita de la Naturaleza, débese a los desesperados esfuerzos del labrador, cada grano de trigo le cuesta una gota de sudor: cada bocado de pan, una gota de sangre. Y por ese empeño ciego en violentar las leyes de la producción, el colono que labra tierras ajenas no se diferencia de los negros de Cuba sino en el color, y el labrador que beneficia tierras propias, no se diferencia del jornalero sino en los mayores apuros que pasa, por las exigencias sociales que son inherentes a la condición de propietario.




ArribaAbajoEl cultivo del trigo es en la Península generalmente artificial y ruinoso: necesidad consiguiente de restringirlo: verdad que principia a ser reconocida.

Pregúntese uno a uno a aquellos labradores en quienes no es operación exótica el pensar, a quienes preocupa seriamente la crisis porque atraviesa la industria de la tierra: muchos ignorarán de seguro cuál planta les conviene más cultivar; pero todos estarán unánimes en reconocer que no les trae cuenta cultivar el trigo; y el mayor número añadirá que, en vez de obtener ganancias, al cabo de un quinquenio, vienen a saldar con pérdida sus cultivos cereales. Por esto, la Rioja, cuyos esfuerzos por ponerse a la cabeza del movimiento reformador en España son dignos de imitación y de loa, ha ido convirtiendo en viñedo sus campos de trigo; por esto, en algunas provincias levantinas, Alicante, por ejemplo, se está verificando en grande escala la sustitución del trigo por el almendro; por esto, hasta en Castilla, hasta en la tierra de Campos, acaso la región más atrasada de España, andan los labradores preocupados con ese mismo problema de la sustitución de cultivos, persuadidos como están de la necesidad de tal sustitución; por esto, si se somete a votación el tema, para fijar la opinión de los agricultores españoles representados en este Congreso, veréis a la mayoría de los llamados prácticos, pronunciarse resueltamente por la sustitución, según permiten sospecharlo las muestras de asentimiento con que ayer acogían las francas y persuasivas declaraciones del agricultor de Sigüenza. Apenas hace un año que se agitó esta cuestión en la prensa con motivo de la temida crisis de subsistencias y la carestía del trigo; y tanto el diario burgalés Caput Castellæ, órgano y defensor de los cosecheros de trigo de Castilla, como la Revista Mercantil, de Bilbao, que representaba los intereses de los fabricantes de harinas y abogaba por la libre entrada de los trigos americanos, como El Imparcial y La Época, órganos de los economistas y ecos de la opinión en opuestas lindes, como la Gaceta Agrícola del Ministerio de Fomento, órgano de la ciencia oficial, todos se pronunciaron en favor de la sustitución de cultivo, por más que disintieran en cuanto a la planta que debe reemplazar al ruinoso cuanto preciado cereal. Ni una sola voz se ha alzado en favor suyo. ¡Y se duda todavía ante esa unanimidad de pareceres!

Pero ¿qué mucho, señores, que urja, desterrarlo del suelo español, cuando han ido circunscribiendo su área hasta en Inglaterra, donde no falta humedad al suelo, ni templanza a la atmósfera, ni capital al labrador; donde se importa huesos, se aplica la moderna maquinaria en gran escala, se cosecha 20, 30 y hasta 40 hectolitros por hectárea, y la agricultura es una industria lucrativa que enriquece a los que la ejercen, aunque sea en clase de colonos? ¿Qué mucho que sea ruinoso en España este cultivo, cuando en Inglaterra no ven otro camino los colonos, para hacer frente a la crisis en que los ha envuelto la agricultura norteamericana, que rebajar la renta, abaratar los arrendamientos, y hay agrónomos y economistas que no cesan de aconsejarles la sustitución de los cereales por pastos, frutos y legumbres, no obstante las dificultades que ha de oponerles el cielo brumoso y la falta de temperaturas elevadas? ¿Qué mucho que haya perdido tanto terreno el trigo en la opinión de los españoles, cuando aun, dentro mismo de la Unión americana hay Estados al Este, al Norte y en el Centro que, impotentes para resistir la ruda competencia del Far West, se ven obligados a renunciar a ese cultivo, y en Pensylvania, por ejemplo, abrazan ya mayor extensión los prados, las patatas, la remolacha y el maíz que los cereales, y en el Estado de Nueva York, en un radio de 100 kilómetros alrededor de la capital, las antiguas cortijadas cubiertas de mieses se han transformado en huerta, con pequeña propiedad, riegos ordenados, guano y abonos artificiales concentrados, y en suma, con todos los medios y procedimientos del cultivo más intensivo?




ArribaAbajoCondiciones en que se cultiva el trigo en los Estados Unidos de América y causas de la competencia que hacen a las provincias trigueras de la Península.

La competencia que los trigos americanos hacen a los nuestros no dimana exclusiva, ni principalmente siquiera, del empleo de la maquinaria perfeccionada, y por tanto, no la resistirían victoriosamente, aun cuando fuese posible, que por desgracia no lo es, desarrollar en vasta escala, como el sustentante del tema desea, el empleo de máquinas aratorias, sembradoras, etc.: también los trigos de Rusia hacen la guerra, y no sin éxito, a los trigos castellanos, y sin embargo, se aplican a su producción los aperos más primitivos. Será, si se quiere, una de tantas causas eficientes, pero en manera alguna causa decisiva y única. Para descubrirla, el Sr. Abela debiera haber empezado por analizar las condiciones en que vive y los procedimientos que aplica la agricultura americana, y compararlos con los de la agricultura patria. No se esconde a vuestra penetración, señores, cuán difícil es comparar términos heterogéneos, y habéis de convenir conmigo en que esas dos agriculturas lo son. Dejemos a un lado Nueva York, emporio principalmente del comercio; Connecticut, Massachusetts y demás del Norte, dedicadas con febril actividad a la minería y a la industria, Arkansas, Tejas, Alabama, Georgia, la Florida, las dos Carolinas y demás Estados del Sud, consagradas al cultivo del algodón; la Luisiana, al del azúcar; Maryland y Virginia, al del tabaco: atravesemos la Unión y vengamos al Far West; recorramos aquella inmensa faja de tierra que se extiende desde el Golfo de Méjico hasta la Colombia inglesa, larga de 3.200 kilómetros, ancha de 550, y que comprende California, Nebraska, Illinois, Jowa, Wisconsin, Indiana, Dakota, Minesota, etc.: allí es donde se dirigen de preferencia las corrientes de la emigración; allí donde se levantan como por ensalmo ciudades ricas y populosas, y se fundan Estados nuevos, que son como naciones, renovando los tiempos de Apolo y Orfeo: allí es donde se fijan en estos momentos las miradas atónitas de los economistas europeos: allí está el cultivo del trigo.

¡Qué espectáculo aquél, señores! Si después de haberlo contemplado, si después de haberlo sometido al análisis de la matemática, si después de haberlo sentido, todavía mantiene el Sr. Abela sus conclusiones, le diré que, o yo estoy ciego, o que S. S. es víctima de una alucinación con todos los caracteres de una verdadera manía. Aquí la agricultura es un oficio heredado de celtas y romanos, y hermanado íntimamente con las tradiciones de la familia; allá es una industria sin poesía y sin tradición, hija de la civilización moderna. Aquí los hermanos se separan a la muerte del padre, desgarrando en pedazos el ya exiguo campo de la familia; allí se crean sociedades y compañías en participación para beneficiar la tierra, lo mismo que para explotar minas o construir ferrocarriles. Aquí el trigo se cultiva; allá, más que cultivarlo, se puede decir que lo fabrican. Aquí hay que abonar los campos y dejarlos descansar de cada tres años dos, o de cada dos uno; allí no se compra abonos, ni se recogen estiércoles, ni se guarda barbechos; el suelo produce granos tres años de cada cuatro. Aquí, lo común es transportar a lomo, por caminos de herradura, y en el caso menos desfavorable, con carros y carretas; allí, las explotaciones no se alejan nunca gran trecho de los ferrocarriles o de los canales y ríos navegables, unos y otros tan abundantes como sabéis todos. Aquí, el labrador vive al día, sin saber lo que gasta y lo que gana o pierde; allí, el farmer es medio industrial y medio comerciante, experimentado en negocios de minas y de manufacturas, exporto en achaques de contabilidad, cuyo evangelio es la partida doble, y que sigue con interés en los periódicos la estadística de la producción, el estado de las cosechas en el mundo y las cotizaciones de los mercados. Aquí el tipo de la labor es el par de mulas, de los dos pares, si queréis, y son más los que se quedan por bajo de este límite, que los que lo superan; en la Unión, el gobierno concedió en 1850 a los pobladores del Oregón, 256 hectáreas si eran casados, 136 si célibes; abundan las explotaciones de 400 hectáreas, no son raras las de 1.000 y 2.000; las hay hasta de 24.000 como la del Dr. Glenn en California, que produce anualmente 330.000 hectolitros de grano, con un valor de 15 millones; las hay hasta de 32.000 hectáreas, como la de Dalrymple, en Dakota, que siega con 100 máquinas segadoras, a razón de 500 hectáreas por día; que trilla con 13 máquinas de vapor; que emplea en sus oficinas varios cajeros y varios tenedores de libros; que aloja en sus rancherías, verdadero campamento, un ejército movible de trabajadores organizados y reglamentados militarmente. Aquella gigantesca agricultura, que comienza por construir ferrocarriles, y sembrar de monumentales chimeneas los campos, y dirigir por todas partes una red de correas, árboles y montantes, ruedas dentadas, dedos y brazos de acero que van y vienen calladamente por el suelo, y aran, siembran, siegan, limpian, guadañan, trillan, transportan sin ruido, con precisión matemática, como si fuera aquél un país de monstruos o titanes de hierro: una agricultura que acomete empresas y organiza explotaciones como la de Casseltón, especie de principado feudal, que dejó aterrados no ha mucho a los comisarios del Reino Unido, haciéndoles pensar en el porvenir de la agricultura inglesa; que funda granjas tan grandes como capitales de provincia de la península, alguna de las cuales beneficia hasta 3.500 vacas, que reúnen verdaderos ríos de leche, convertidos de la tarde a la mañana, por máquinas de vapor, en miles de panes de manteca, ¿cómo compararla a la agricultura de nuestro país, agricultura liliputiense, que gira en derredor de un campanario como el heliotropo en torno del sol?

Pero demos de barato la homogeneidad de entrambas agriculturas; no tengo inconveniente en admitir que pueden ser apreciadas con un mismo criterio. Pues aun así, yo sostengo que la competencia de los trigos americanos, que tan justamente nos preocupa, se engendra de una multiplicidad de causas que la favorecen, ninguna de las cuales podemos emular, y que constituyen respecto de nosotros otras tantas desventajas, ninguna de las cuales nos es dado combatir con el apremio que la gravedad del mal y lo vital del problema requieren.




ArribaAbajoHetereogeneidad de esas dos agriculturas: extensión de los cultivos: fertilidad del suelo: coste de la tierra

Ya el señor Casado apuntaba con muy buen sentido, hace poco rato, dos de esas condiciones que colocan a los cereales españoles en una situación desventajosa por muchos conceptos, económicamente hablando, respecto de los cereales americanos: la fertilidad natural del suelo ultramarino y la baratura de la tierra. Los campos de la península (ya lo probó en su día el ilustre Liebig) son campos decrépitos y esquilmados por mi cultivo criminal que ha venido siglos y siglos infringiendo la ley de la restitución: al paso que las tierras americanas son tierras, donde no vírgenes, jóvenes, y atesoran en su seno un caudal de sales vegetalizables que no le cuestan nada al agricultor, y por cuya virtud la semilla depositada en el suelo puede multiplicarse en un año ocho o diez veces. ¿Cómo va a competir la vieja Cibeles española, que ha sufrido el rigor de tantas conquistas, que ha visto pasar tantas civilizaciones, que ha amamantado al ibero, al griego, al cartaginés, al romano, al godo, al suevo, al árabe, al berberisco, al americano, durante tantos siglos, con los fértiles aluviones depositados por el río Rojo del Norte en una zona de 600 kilómetros de longitud por 100 de anchura, donde sin abonos, sin barbechos y sin escardas, se produce el trigo a razón de 17 ó 18 hectolitros por hectárea? ¿Ni hay quien crea que España posee capital bastante para saturar su empobrecido suelo de fósforo, de potasa, de ázoe, y dotarlo así de un grado de fertilidad análogo al de la América del Norte? ¡Cómo ha de sostener nadie semejante locura! El equilibrio vendrá, antes que por un aumento de fertilidad en nuestro suelo, por una disminución de fertilidad en el suelo americano. Dicen que en California eran antes frecuentes las cosechas de 54 a 72 hectolitros de trigo por hectárea, mientras que ahora apenas llega el rendimiento a la tercera parte de esas cifras, y no me cuesta trabajo creerlo. Pero así y todo, y aun cuando el término medio de producción por hectárea en toda la Unión no exceda de 10 u 11 hectolitros, se hallará en condiciones de luchar victoriosamente durante mucho tiempo con la agricultura europea, a pesar de que ésta sobrepuja aquel tipo en una mitad, y aun en otro tanto, aplicando los procedimientos de la fertilización artificial.

Menos mal aún si el capital necesario para adquirir las tierras fuese proporcional a ese grado de fertilidad por el cual principalmente nos es útil y tiene valor la tierra arable; pero precisamente sucede todo lo contrario: comparando España con América, el precio del suelo es inversamente proporcional a su fertilidad: con ser más fértil, esto es, a pesar de contener mayor suma de substancias inorgánicas vegetalizables el suelo americano que el español, se cotiza a un precio más bajo que éste por unidad agraria, porque la densidad de la población es allá menor, y menor relativamente la demanda. Unos tienen el suelo gratuitamente, a virtud de concesiones hechas por el Congreso en proporciones variables entre 25 y 250 hectáreas, otros lo adquieren, a razón de 3 a 10 duros hectárea, de las compañías de ferrocarriles, alguna de las cuales, como la del Pacífico septentrional, puso en venta no menos de un millón de hectáreas que le habían sido concedidas por el Estado. En tales condiciones se comprende el cultivo extensivo, y más que extensivo, nómade que practican los farmers americanos.

En las cercanías de las estaciones de ferrocarril, la tierra se arrienda por una renta equivalente a la cuarta parte del producto bruto: recordad que en España rige aún el sistema de mediería, así en tierras como en ganado. Es cierto que estas condiciones no son duraderas; aumentará el censo, se acortarán las distancias de ciudad a ciudad y de granja a granja, se equilibrará el pedido con la oferta, menguará en la misma proporción la fertilidad así como se vaya transformando en substancia orgánica, y la vayan consumiendo o exportando los americanos, esa gran reserva de substancias minerales asimilables que el lento trabajo de la naturaleza había ido acumulando durante miles de años en los dilatados valles del Nuevo Mundo, y entonces se habrán aproximado y podrán luchar en este terreno la agricultura de los yanquis y la de los españoles. Son leyes fatales a que ningún país puede sustraerse, y que se cumplirán en todos los Estados Unidos del mismo modo que se han cumplido ya en el de Virginia, por ejemplo; pero de aquí a entonces tenemos tiempo para convertir nuestros panes en selvas y descuajarlas y repoblarlas más de una vez. Hay ya Estados en la Unión, que sólo producen granos para su consumo interior; los hay que tienen que recurrir a la importación: el número de los que se encuentran en este caso irá creciendo, así como se vaya condensando la población, y entonces valdrá la tierra lo que ahora no vale; pero, ¡cuán lejos se vislumbra por aquí el remedio! Todavía se extienden, delante del hacha y del arado americanos, desiertos y praderas dilatadas que guardan virgen e intacto el tesoro de su nativa fertilidad como en el día de la creación: el Estado de Nebraska, uno de los distritos trigueros más ricos de América, cultiva poco más de un millón de hectáreas, pero todavía le quedan 18 millones por descuajar; el Kansas, otro de los graneros de la Unión, beneficia de tres a cuatro millones de hectáreas, pero todavía posee yermos 17 millones los fertilísimos Estados de Indiana, Iowa, Illinois y Wisconsin tienen aún por labrar, cuál es la tercera parte de su superficie arable, cual es la mitad. No crece tan de prisa la población como progresa el cultivo cereal: California produjo en 1876, 25 millones de kilogramos de lana: en 1878 ya había descendido esta cifra a 19 millones: esto es, el régimen pastoral retirándose delante del arado invasor: así, en 1877, pudo ofrecer al comercio un excedente de cereales que no llegaba a tres millones de hectolitros; en 1878 ya se acercaba a cinco, en 1879 ha pasado de siete. Como veis, señores, los americanos tienen asegurado el porvenir para mucho tiempo, y la agricultura europea debe contar con este nuevo factor, que tan a deshora ha venido a conmoverla y a desbaratar todos sus planes, como si fuese normal y permanente.




ArribaAbajoTarifa de trasportes

Otra ventaja de que disfrutan los cereales americanos, y que contribuye muy eficazmente a colocarlos en condiciones de superioridad respecto de los nuestros, es la baratura de los trasportes: merced a ella, pueden atravesar de parte a parte la América y el Atlántico, desde San Francisco de California a Nueva York, y desde Nueva York a Bilbao o a Barcelona, por una cantidad menor de la que tienen que pagar los trigos de Campos desde Palencia o Arévalo a la zona marítima de Cataluña. Hay ferrocarriles que en 1879 han transportado hasta a 17 milésimas de peseta por tonelada y kilómetro: los hubo que bajaron sus tarifas hasta a 13 y aun a 11 milésimas: los canales se contentan con menos, de la mitad de este tipo, 5 milésimas. Así es cómo los cosecheros de granos que tienen próxima una vía férrea o fluvial, pueden colocar el trigo en los puertos de embarque a poco más de 11 pesetas el hectolitro -hace catorce años costaba 28 pesetas-, y como el transporte marítimo no excede de 3 a 5 pesetas, tomando como tipo la distancia de Nueva York a Liverpool, resulta un precio para Europa que oscila entre 16 y 17 pesetas. Ciertamente exageran aquellos que calculan que los americanos pueden expender su trigo en Liverpool a 14 pesetas; pero no así los economistas precavidos que advierten a los colonos que se preparen a ver descender los precios a un máximo normal de 17. No negaré yo que en la fabulosa baratura de los transportes ha tenido mucha parte la competencia desenfrenada que se han hecho unas a otras las compañías de ferrocarriles; es verdad que han llegado éstas al extremo de establecer tarifas diferenciales entre el E. y el O. de la Unión, con la mira de fomentar la emigración a los Estados del Pacífico y desarrollar las roturaciones, que se traducen inmediatamente en transportes de granos, carnes y maderas exportadas, y de maquinaria y otros mil productos importados; con toda seguridad puede afirmarse que tales tarifas no podrán sostenerse durante mucho tiempo. Pero es tan enorme la diferencia respecto de las nuestras, que sería iluso quien juzgara posible un cambio tan radical en éstas o en aquéllas, como sería menester para equilibrar en este respecto las condiciones de unos y otros trigos, españoles y americanos.




ArribaAbajoImpuestos

Añadid a esto, señores, la modicidad de los impuestos. Las contribuciones directas no representan en los Estados Unidos arriba del 2 por 100 de los valores que constituyen el capital flotante del labrador, excepción hecha de las cosechas pendientes. Vosotros sabéis que uno de los países de Europa donde la agricultura está menos recargada de contribuciones e impuestos, es Inglaterra: pues bien, se ha calculado que en los Estados Unidos no llegan estas cargas a la quinta parte de las que gravitan sobre el cosechero inglés. No olvidemos, señores, que los cereales norteamericanos están libres de alimentar ejército y de pagar deuda. El Sr. Abela supone en su bien meditado informe que el impuesto en España no excede de una peseta por hectolitro de trigo. Yo pienso que se ha quedado por bajo de la realidad en un 50 por 100 cuando menos, porque si su conjetura fuese exacta, resultaría que el cultivo más importante de la península contribuiría a la Hacienda nacional, provincial y municipal con unos 250 millones de reales solamente, cuatro pesetas por hectárea, supuesto el sistema de año y vez, el 5 por 100 del producto bruto, podríamos decir un medio diezmo; y yo invoco la experiencia de los cosecheros aquí presentes, experiencia bien amarga por cierto y a que renunciarían seguramente de buen grado, para que me digan si admiten estas cifras proporcionales como expresión fiel de la realidad. Pero aun admitiéndolas como verdaderas, todavía resulta que el hectolitro de trigo satisface por razón de impuestos en los Estados Unidos una cantidad insignificante, casi nula, comparada con la que en España se le exige, y no hay español tan cándido e iluso que tenga como posible una reducción tal de los presupuestos españoles, que coloque a nuestros trigos en la misma ventajosa situación de los americanos.




ArribaAbajoCrédito territorial y agrícola

¿He de refrescaros la memoria desplegando a vuestra vista el cuadro desgarrador de nuestra agricultura en sus relaciones con el crédito? Sería tarea de todo punto ociosa: en una u otra forma, en mayor o menor proporción, a todos nos afectan las consecuencias del sistema imperante, que consiste en no existir ninguno, para que podamos haberlo relegado al olvido. En los Estados Unidos encuentra capital sin dificultad todo hombre emprendedor, en cantidades muy crecidas y a un interés casi fabuloso por lo bajo: en España no se encuentra sino en cantidades relativamente mezquinas, y en condiciones tales, que bien puede decirse que acudir al crédito es entregarse en cuerpo y alma al acreedor, y convertirse en una especie de obnoxiado, a estilo de la Edad Media. En España no hay crédito para cultivar, sino para arruinarse.




ArribaAbajoEmpleo de maquinaria

Queda todavía el capítulo de la maquinaria. Si he de decir la verdad, no le concedo gran importancia, al revés del Sr. Abela, que se la atribuye decisiva; y no le doy gran importancia, entre otras razones, porque equilibran y contrapesan en buena parte la ventaja que de su empleo resulta para los cereales americanos, la baratura de los jornales en España, que descienden a veces por bajo de una peseta, y su carestía en América, donde en ocasiones se elevan hasta a dos duros y medio diarios. Pero el no darle gran importancia, no es quitársela del todo; alguna tiene, con efecto, pero no encuentro en ella el nervio del problema, ni tampoco veo con ella resuelta y desatada la dificultad: l.º, porque no es hacedera hoy, ni lo será en mucho tiempo, la aplicación de esa decantada maquinaria al cultivo de la tierra en España; y 2.º, porque aun cuando lo fuese, el efecto producido por ella no sería tan poderoso y de tal virtud y eficacia que alcanzara a contrarrestar las desventajas nacidas de las condiciones anteriores. Nuestra agricultura carece de capital para la primera adquisición de esa maquinaria, de carbón barato para surtirla, de talleres para recomponerla, y hasta de caminos para transportarla; y, señores, todo ha de tenerlo presente el hombre previsor que huye de fantasear y de trazar planes económicos sobre el papel. ¡Pues es un grano de anís los millones de reales que representan los arados de vapor, escarificadores, sembradoras, segadoras, etc., que serían necesarias para cultivar 14 millones de hectáreas de cereales! Es cierto que existe en los Estados Unidos una industria auxiliar de la agricultura, merced a la cual, disfrutan los beneficios de la maquinaria aun los colonos principiantes que carecen de capital para adquirirla. Así como aquí, en la temporada de la siega, salen de su país, armadas de machete, cuadrillas de murcianos que recorren la banda oriental de la península, y llegan hasta las primeras estribaciones del Pirineo, recogiendo las mieses a destajo, hay allí empresarios que recorren la California, acompañados de segadoras y de trilladoras, y que toman a su cargo la siega y trilla por un tanto alzado, inferior siempre a cinco duros por hectárea, que es decir, a unos cinco reales y medio por hectolitro, supuesta una producción de 18 hectolitros por hectárea, de tal modo, que el cultivador no tiene que hacer más sino suministrar los sacos y recibir el trigo limpio en el granero. Pero esta industria no se introducirá ni echará raíces en España, por diversas razones que saltan a la vista y que no hace falta enumerar. Todavía no es esto lo más grave. El pueblo español carece de tradiciones mecánicas, mientras que el americano ha nacido con ellas; la maquinaria ha brotado de su cerebro, le es ingénita y connatural, al paso que aquí es un producto exótico, y para aclimatarse, ha menester un período de tiempo mucho más largo del que consienten como tregua y espera el grave problema que estamos discutiendo: sería contrario a las más rudimentarias reglas de la lógica pretender que una nación pueda pasar repentinamente desde la mula y el arado y el trillo egipcios, a la locomóvil de vapor, al arado de Howar y a la trilladora de Ransomes. En los Estados Unidos de América, las industrias del hierro y del carbón viven íntimamente hermanadas con la agricultura; pero en España no podemos aguardar nada semejante en mucho tiempo. Pero, señores, yo quiero conceder todas las ventajas a mi adversario: yo quiero ponerme una venda en los ojos para no ver esas dificultades: pues todavía, y a pesar de eso, tengo que deciros que el uso de la ponderada maquinaria de ingleses y americanos no producirá todo el fruto que aguarda el optimismo del Sr. Abela: l.º, porque se opone a ello la configuración orográfica de la Península, serie alternada de barreras altísimas y estrechas cuencas, cauces profundos, ríos torrenciales, mesas elevadas y relieves accidentadísimos, especie de encajonamiento caprichoso, muy apto para la defensa del territorio, pero impropio para el cultivo, que hace de nuestro país el más montuoso de Europa después de Suiza, y que circunscribe el área de la maquinaria mucho más, relativamente, que en los Estados Unidos; 2.º, porque en las planicies de cierta extensión, donde las grandes máquinas podrían correr sin embarazo, entorpece su acción esa gran traba, funesto legado de la tradición, ese «obstáculo príncipe» (así le llama Caballero), la subdivisión, el desmenuzamiento de la propiedad territorial, traba y obstáculo con que no tiene que luchar la agricultura norteamericana, y cuya extirpación aquí es obra muy lenta, porque supone la desaparición del estado social que la produjo. En aquellos valles inmensos de América, que son como desiertos, por los cuales discurren ríos como brazos de mar, pueden circular desembarazadamente el arado de vapor, la segadora y demás aparatos de gran potencia; pero en nuestra accidentadísima península tendrían que ir tropezando y deteniéndose a cada paso ante el cerro, la montaña o el canto desprendido o errático, el valle, la rambla, la cañada o la torrentera. En aquellos caseríos y cotos gigantescos, que realizan en grande el ideal que en escala menor ambicionaba Caballero para nuestra patria, las máquinas están en su región propia; pero en un país como éste, que donde no está erizado de setos parece una selva de hitos, en áreas tan circunscritas como las que miden nuestros campos, el empleo de la maquinaria en vasta escala es sencillamente una utopía. Nuestro suelo y nuestra agricultura son al suelo y a la agricultura de la Unión, lo que la topografía y la epopeya de Grecia son a la topografía y a la epopeya de la India; y esta condición, mitad obra de la Naturaleza, mitad obra de la Historia, no debieran darla tanto al olvido los llamados por su saber a asumir la representación de los intereses agrícolas del país. -Luego, hay máquinas cuyo éxito depende de que se obre sobre grandes masas: sin ir más lejos en busca de ejemplos, nosotros cargamos y descargamos el grano saco a saco, llevándolo a la espalda; en los puertos de América, cargan en una hora un buque de 200 toneladas, y en otra hora descargan 200 hectolitros de trigo, valiéndose de aparatos que se instalan en obra de minutos, y que un solo hombre dirige. ¿Estamos en el caso de emular estos procedimientos? -Todavía hay que añadir que, aun en aquellas localidades donde por sus condiciones especiales sea posible aplicar esos grandes inventos de la mecánica moderna, no es tan grande la diferencia entre los gastos de cultivo por máquinas y los del cultivo por braceros y con los aperos primitivos -máxime aquí, donde los jornales son tan baratos que, de seguro, no sale tan barato el trabajo por negros en Cuba-, que pueda compensar y contrarrestar la superioridad que resulta para los trigos americanos de la mayor fertilidad natural del suelo, del menor coste de la tierra o del arrendamiento y del capital flotante, de la mayor baratura de los transportes y de la modicidad de los impuestos.

Considerando el conjunto de todas estas condiciones, se comprende muy bien que los Estados Unidos puedan producir trigo por 6 a 11 pesetas el hectolitro, al paso que en España le cuesta al labrador, por término medio, de 18 a 20; se comprende que los americanos puedan poner sus trigos en Bilbao a 44 reales fanega castellana, es decir, al mismo precio que tienen los trigos nacionales en los mercados del interior; se comprende que para que estos trigos puedan ser transportados desde el interior a la zona marítima del Norte, sea preciso imponer a los extranjeros un derecho protector de 22 a 23 por 100, torpeza insigne que obliga a los españoles a comer el pan más caro de lo que la Naturaleza lo da y la industria lo produce, o mejor dicho, a trabajar más de lo que su organismo consiente y a comer menos de lo que su organismo necesita; se comprende que los trigos americanos, aun teniendo contra sí el transporte desde el Far-West a Bilbao o a Barcelona, fletes, carga y descarga, derechos de comisión, seguros marítimos y diez reales por derechos de Aduanas en cada hectolitro, puedan sostener la competencia con los nuestros en los puertos del Cantábrico, y no dejen llegar a los de Cataluña, en los cuales no encuentran mercado los trigos de Castilla, porque, a causa de la mayor distancia, excederían el límite de los 54 reales fanega que los granos extranjeros les imponen; se comprende, en fin, hasta lo que parece incomprensible: que en España se haga contrabando de trigo, y que cargamentos enteros salten por encima de los respetables Cuerpos de carabineros y oficiales de Aduanas, a pesar de que por el peso y el volumen de la materia relativamente a su valor, parece que no estaba en condiciones de tentar la codicia de los contrabandistas.

Si hay remedio contra esto, yo dejo a vuestra discreción el contestarlo. El Sr. Abela piensa que con la aplicación de la maquinaria moderna, ídolo de quien se muestra más que adorador devoto, fanático creyente, puede producirse trigo en España en 12 y 16 pesetas el hectolitro. No desvanezcamos su ilusión, que sería cruel en demasía; pero guardémonos de dejarnos adormecer por esta utopía. En cambio, no perdamos de vista lo que al principio dije, haciéndome lengua de la agricultura española: el cultivo del trigo es en España, económicamente hablando, un cultivo artificial; y porque es un cultivo artificial, sólo se sostiene por virtud de un artificio: la protección aduanera. Esta ley protectora que con razón ha sido apellidada ley del hambre, estuvo no ha mucho a punto de desaparecer: por honra de la civilización, por exigencias de humanidad, tiene que desaparecer, para que cumplan en un todo las leyes naturales de la producción, y principien a lucir mejores días para las clases más necesitadas, sobre quienes vienen a recaer en última instancia las consecuencias de estas protecciones artificiales, en apariencia útiles a unos pocos, en realidad dañosas a todos. Y no sería prudente aguardar a que sobrevenga la ruina para buscarle atropelladamente remedios que pueden ser tardíos, cuando se está a tiempo de prevenir sus efectos haciendo de manera que no se sientan.

Conclusión de todo esto; la diré en un refrán: Si el labrador cuentas hechara, no sembrara, sobrentendiéndose «trigo». Hace mucho tiempo que venía repitiendo esta sentencia la agricultura española; ahora se apresta a practicarla. Sea enhorabuena, y felicitémonos de tan buenos propósitos, y hagamos votos por que sean pronto una realidad. ¿En qué forma y en qué condiciones ha de efectuarse la sustitución?... Por desgracia no puedo decirlo ya, porque no me lo consiente la campanilla presidencial, intérprete y ejecutora fiel del Reglamento: pero como el problema es de tan vital importancia que, a mi juicio, de él depende, no tan sólo la suerte presente de la agricultura, sino el porvenir entero de la nación -el que España sea o no sea-, he de consagrar a él un dictamen, si la sección correspondiente, a cuya benevolencia la recomiendo, tiene a bien tomar en consideración la conclusión siguiente, que me propongo sustentar si por ventura halla contradictores: «La condición fundamental del progreso agrícola y social en España, en su estado presente, estriba en los alumbramientos y depósitos de aguas corrientes y fluviátiles. Esos alumbramientos deben ser obra de la nación, y el Congreso Agrícola debe dirigirse a las Cortes y al Gobierno reclamándolos con urgencia, como supremo desideratum de la Agricultura española.»

La realización de este programa, supone que la agricultura española se emancipa de la cruel servidumbre del arado; que constituye el ganado estante el redentor de su presente caída y abatimiento; que la Naturaleza se humaniza, y de ruda madrastra que ahora es, se convierte en próvida y cariñosa. Leucothea: que el sol abrasador de nuestro clima, hoy enemigo mortal de los secanos peninsulares, se metamorfosea por arte del agua en máquina gratuita y potentísima, en inagotable venero de riqueza, de bienestar y de progreso, y en instrumento mucho más poderoso de libertad que las constituciones políticas con que tan a menudo nos regalan las Cortes; que la trágica y tormentosa odisea del trabajo de nuestros campos sí, transforma en idilio, si es que en la vida real caben idilios; y que el labrador, este obscuro héroe para quien nunca llega la hora del triunfo y del descanso en las rudas batallas del trabajo, reivindica su soberanía sobre la Naturaleza, a la cual rinde hoy ignominioso vasallaje.




ArribaAbajoEl cultivo cereal y la mortalidad en España.

Las pruebas condensadas en este breve discurso no fueron rebatidas en lo esencial, y únicamente debo hacerme aquí cargo de un reparo que se opuso a una afirmación incidental. Se me objetó que en España nadie muere por falta o por insuficiencia de alimentación; que entre las muertes desgraciadas que registra la prensa, nunca se lee de ninguna que haya sido causada por el hambre. Prescindiendo de que esto último no es del todo exacto, la gente no se muere tan sólo cuando le dan la Extremaunción y la entierran; y es verdad ésta de bien fácil demostración.

La eficacia de los alimentos no está en la materia que los constituye, sino en la fuerza viva que hicieron latente al incorporarse en el vegetal o en el animal y adoptar aquella forma, y que queda viva otra vez al perder esa misma forma por efecto de la digestión. Nosotros no consumimos de los alimentos la materia, que ésta la restituimos íntegra, y lo mismo pesamos un día que el anterior; sino la fuerza que en forma de luz y de calor principalmente han recibido del sol y aprisionado en las mallas de sus tejidos, y que sirve para reparar las pérdidas que constantemente sufre nuestro cuerpo por efecto de las infinitas acciones, combustiones, vibraciones y movimientos voluntarios de que depende su vida orgánica o que constituyen su trabajo social. Funciona nuestro cuerpo del mismo modo que una chimenea o que un generador de vapor: así como en ella nos brindan el carbón o los tizones el calor solar que almacenó el árbol durante el verano, de igual modo nosotros, cuando andamos, cuando respiramos, cuando trabajamos, no hacemos sino transformar en este género de movimientos la fuerza dinámica del sol, que se concrecionó por virtud de ciertas reacciones químicas, en el trigo, en la legumbre, en el azúcar, en la carne, y no sería metáfora decir, si dijéramos que cada vez que comemos nos comemos un pedazo de sol. El organismo corporal del hombre no es un centro de creación de fuerzas, sino de transformación tan sólo; la sangre es el conductor que las distribuye, todavía latentes a los tejidos, y en ellos, en la fibra muscular, en el tubo nervioso, en la célula aplastada de la epidermis, en el corpúsculo estrellado del hueso, es donde salen de su estado de tensión y se transforman en calor, en electricidad, en vibraciones, en presión, y, por decirlo de una vez, en movimiento, dejando en el mismo punto inerte y otra vez inorgánica la substancia del alimento, verdadera ceniza producto de una combustión que el organismo expulsa y entrega al vegetal, a fin de que le sirva otra vez de vehículo para nuevas fructificaciones, esto es: para nuevas concreciones de energía solar. Ahora bien: si el organismo recibe una alimentación excesiva, esto es: si el hombre introduce en su cuerpo una suma de energía superior a la que consume, constituye con el exceso una reserva en forma principalmente de grasa, de la cual echará mano el organismo en el caso de que sobrevenga un consumo extraordinario de fuerzas, por trabajos también extraordinarios, o de que se entorpezca la reparación del exterior -por enfermedad o por otra causa, como le sirve al camello la grasa almacenada en la joroba cuando en sus viajes no encuentra alimento. Pero si por el contrario, la alimentación es pobre e insuficiente con relación a la cantidad de trabajo exigida del organismo, si la suma de fuerza ingerida en el estómago con los alimentos es menor que la suma de fuerza consumida por las acciones interiores de cuya trama resulta la vida orgánica del individuo, y por el trabajo exterior inherente al oficio o función social, o más claro: si los gastos de fuerza aventajan a los ingresos, la ecuación se establece a expensas del organismo mismo, el cuerpo vive de su propia substancia, se devora materialmente a sí mismo, la grasa intercelular desaparece, la sangre se decolora, el jugo protoplásmico del tejido celular mengua y pierde su energía, el músculo se ablanda, debilítanse las fuerzas, muchas células se atrofian y aquel cuerpo, aunque no sienta ningún dolor, está enfermo; aunque le lata el pulso está difunto; es un cadáver que anda, un vivo muerto, un vivo que lleva sobre sí millones de células cadavéricas; verdadero cementerio donde prende con pasmosa facilidad y se atrinchera cualquier enfermedad, para expugnar desde allí el alcázar del organismo, extenuado y ruinoso, falto de víveres, indiferente a la gloria de luchar, y hasta sin amor por la vida, que no le ofrece ningún encanto. Si el desequilibrio es poco notado, si la diferencia entre las fuerzas consumidas y las ingeridas no es muy grande, esa vida, o mejor dicho, esa mezcla informe de vida y de muerte, podrá prolongarse muchos años; pero llevando estampado en el rostro el testimonio vivo de esta doctrina: aquel hombre habrá muerto por dosis, habrá tenido muerta constantemente una parte de su ser, y su vida habrá revestido, en mayor o menor grado, todos los caracteres de una agonía. Y como yo pienso, y conmigo cuantos conocen por su mal las interioridades de la vida individual en nuestra patria, que las tres cuartas partes de los españoles, por lo menos, se nutren de un modo insuficiente, ¿se comprende por qué decía yo -en frase cruda, lo confieso- que el 75 por 100 de los españoles mueren de hambre, que el pan que comen cuatro millones de españoles se halla empapado en la sangre de los doce millones restantes?




ArribaAbajoLa Agricultura española y la libertad de comercio2

Cuando yo oía decir al Sr. Castañeda que la agricultura española paga a los fabricantes de tejidos finos de lana un impuesto indirecto de 600 a 700 millones de reales en forma de sobreprecio, por efecto de la carestía artificial que trae consigo la protección arancelaria; cuando oía al Sr. Casabona dirigir graves cargos, en nombre de la agricultura, a los librecambistas de esta banda, como pudiera dirigirlos a una nuera para que lo entendiese la suegra, que es aquí la industria proteccionista catalana, me decía yo, a mí mismo por lo bajo: «es triste sino el sino de la agricultura española; desde los primeros siglos de la Edad Media hasta la centuria presente, ha sido víctima de la ganadería: por favorecer a los ganados mesteños, el legislador oprimía cruelmente a los labradores. La emancipación estaba a punto de ser un hecho, cuando he aquí que surge de pronto enfrente de ella un nuevo enemigo, la industria de tejidos, que como cosa de lana, naturalmente ha heredado las tradiciones de privilegio y los instintos belicosos de los antiguos ganaderos; y la agricultura obligada a combatir esta nueva Mesta industrial, no menos temible, porque no es menos desleal, ni menos egoísta, ni más escrupulosa que la antigua, descuelga las armas con que triunfó del Honrado Concejo, armas, aunque antiguas, no viejas ni mohosas, sino dotadas de una juventud eterna, porque esas armas son la igualdad y la justicia enfrente del egoísmo, de la expoliación y del privilegio».

Se está discutiendo la influencia que el comercio exterior ejerce y puede ejercer en el desarrollo de nuestra agricultura, y voy al tema sin preámbulos.

Vosotros sabéis que nuestro comercio exterior es mezquino, que no excede de cuatro mil millones de reales al año, sumadas la importación y la exportación; o en términos más claros y tangibles: que nuestro comercio con el extranjero se reduce a unos 12 duros por cada español, cuando llega a 30 por individuo en Francia, a 100 en Inglaterra y a 180 o 190 en Bélgica; Bélgica, señores, que cuenta sólo cinco millones de habitantes y hace cinco veces más comercio exterior que nosotros. Esto significa que producimos poco y como esto poco que producimos no nos excusa de gastar mucho, resalta la vida del español una de las más difíciles y premiosas de Europa. Fuera de Austria, somos el pueblo más recargado de tributos, al extremo de que los labradores abandonan sus fincas por centenares de miles al Tesoro público en equivalencia de la contribución de sólo un año; como decían hace una semana las Ligas de contribuyentes al Presidente del Consejo de ministros: «son tan enormes los tributos, que hacen más que agobiar, aniquilan las fuentes de la riqueza pública», añadiendo que es absolutamente preciso reducir el tipo de los impuestos vigentes. Con efecto, en cuarenta años ha crecido nuestro presupuesto de gastos desde 300 millones de pesetas a 800: desde el año de 1868 -y ya veis que la fecha no es remota- ha aumentado la contribución territorial en un 50 por 100, y en más de un 70 la industria: igual casi nuestro presupuesto de gastos a la cifra del comercio exterior, cuando en Francia no excede del 40 por 100, en Inglaterra del 15, y en Bélgica del 10. Y es lo más doloroso del caso que todavía eso no basta; que de tan enormes sacrificios no alcanza al Ministerio de Fomento sino el 8 por 100, con tendencia a bajar de año en año; que los contribuyentes aseguran en la instancia que antes he citado, que no es posible continuar tributando lo que se tributa, y lo repetía en este sitio anteayer, con aplauso general porque está en la conciencia de todos, el distinguido economista Sr. Bona; y sin embargo de estar pagando más de lo posible y viviendo sobre el capital, todavía no tenemos para canales, ni para escuelas, ni para buques de guerra. Cuán vital sea este problema, no he de ponderároslo yo: es tan contado el número de minutos disponibles, que no he de intentar ponerlo de relieve: me limitaré a citar un hecho que vale por un libro. Hace pocos meses, un periódico inglés que, a pesar de ser conservador, es uno de los periódicos más sesudos del Reino Unido -me refiero a The Saturday Review- se burlaba muy discretamente de nuestras pretensiones a ser reconocidos como potencia de primer orden, fundándonos en que lo es Italia, y entre las varias razones, casi todas de peso, en que apoyaba su sátira verdaderamente sanchesca, que me hizo tragar mucha saliva, pero que me hizo pensar, ponía en primer término la exigüidad de nuestro comercio exterior.

No hace falta decir más para que se comprenda la urgente, la apremiante necesidad de acrecentar nuestro comercio exterior, y no así como se quiera, poco a poco y en proporción aritmética, sino rápidamente y por masas, si no hemos de quedarnos tan atrás de los demás países, que nos sea ya después de todo punto imposible el alcanzarlos. Esto supuesto, no es menester que yo os diga que el comercio exterior principia por la exportación, porque sin ella no hay importación; y hemos de acrecentar la exportación, y, por consiguiente, la producción de objetos exportables, abriendo mercados que hoy tenemos cerrados, o poco menos, ofreciendo ventajas a cambio de ventajas, con reciprocidad arancelaria. ¿Y qué es de lo que las extranjeras necesitan y solicitan de nosotros, lo que nosotros podemos producir en grandes cantidades y en poco tiempo? ¿Quién tiene la posibilidad y sobre quién pesa, por tanto, la responsabilidad y el compromiso de acrecentar rápidamente el comercio de exportación y de sentar sólidamente las bases de nuestra regeneración y de nuestro porvenir? ¿Será la industria fabril y manufacturera? Ya lo habéis contestado vosotros, no: es la agricultura; a ella se debe que nuestro comercio exterior haya crecido, en sólo diez años, desde 3.000 a 4.000 millones, a pesar de haberse suspendido los efectos de la reforma arancelaria de 1869, y de no haberse celebrado tratados de comercio: a ella hemos de deber que en otros diez años ascienda desde 4.000 a 10.000, y después en una progresión mayor: a ella, que no a protecciones fundadas en privilegios odiosos, ha de deber también la industria nacional su prosperidad y florecimiento, porque, si es verdad que todo producto se compra con producto, si el comercio se reduce en último análisis a una simple permuta de géneros, -no siendo el dinero sino un medio de hacer más fáciles y rápidos esos cambios de productos-, constituyendo como constituimos mayoría en España los labradores y minoría los industriales, es claro como la luz del día que el modo más eficaz de fomentar la industria es hacer que los labradores tengan muchos productos agrícolas que ofrecer a cambio de productos industriales -no siendo la verdadera, la recíproca, porque, sobre ser minoría los industriales, todavía lo que producen, lo producen a expensas de la protección forzosa que les dispensan los más, o sea los labradores; ni tampoco la protección de unos y de otros porque en el fondo viene a traducirse en una expoliación mutua, antes rémora que incentivo y estímulo para el trabajador.

Esto supuesto, ¿qué es lo primero que hay que hacer para aumentar nuestro comercio exterior, y por tanto, la producción nacional? Pues lo primero que hay que hacer, con toda evidencia, es abrir mercados amplios fuera de las fronteras a los productos de nuestra agricultura, señaladamente al vino, que representa ya el 40 por 100 de nuestro comercio de exportación, y más en concreto aún, al vino común o de pasto, cuyo comercio sólo en el transcurso de un año ha doblado casi su exportación, desde 110 a 200 millones de pesetas, es decir, casi toda la diferencia en más que registra la estadística de exportación total entre 1879 y 1880. Urge, pues, abrir el mercado de los Estados Unidos a nuestros vinos jerezanos y generosos a cambio de los cuales podrán surtir de trigo barato a nuestras provincias del Norte, abrir salida fácil a nuestros azúcares antillanos y asegurarles el porvenir, hoy tan gravemente comprometido, y prestar animación a la decaída industria naviera. Urge asimismo consolidar el convenio celebrado con Francia en 1865 y modificado en 1877, que tan a tiempo vino a reanimar nuestra abatida agricultura, y urge tanto más, cuanto que mientras no cambien nuestras relaciones mercantiles con Inglaterra, Francia es el mercado forzoso del artículo que representa nuestra primera fuente de riqueza; y urge tanto más, cuanto que en virtud de la nueva ley arancelaria francesa, dicho tratado ha quedado denunciado, que no carece de enemigos poderosos en el seno del Parlamento francés, que Italia y Portugal se agitan con febril actividad en la capital de la vecina República, a fin de preparar la renovación de los tratados denunciados, y que si Italia obtuviese de Francia y Francia de Inglaterra condiciones más ventajosas que España para el comercio de vinos, la agricultura española volvería fatalmente a caer en aquel estado de postración en que estaba antes de 1878, y de que ha principiado a sacarla el comercio exterior de caldos. No urge menos abrir de par en par las puertas del mercado inglés, negociando la reducción o la supresión de la escala alcohólica, a fin de que nuestros vinos comunes, superiores como vinos baratos, como vinos de pueblo, a los franceses, y en busca de los cuales han empezado ya a venir a España comisionados de Inglaterra, puedan expender al mismo precio que los de Francia, y dejemos de depender, como casi exclusivamente dependemos del mercado intermediario francés, de suyo poco seguro, porque tiene una base inestable y transitoria, la filoxera, que no ha de ser una plaga eterna. Con esto aumentará rápidamente el consumo, y por tanto, el pedido, y se precipitará la transformación de las tierras cereales en viñedos, hasta tanto que exportemos más vino del que hoy producimos.

No falta quien opina -el «Instituto Agrícola Catalán de San Isidro», por ejemplo, en su petición de Marzo último- que no es la escala alcohólica la causa de que nuestros vinos comunes no tenían salida en Inglaterra, sino el no tener costumbre de beberlo el pueblo inglés, y el carecer nuestros cosecheros de arte y habilidad para adaptarlos a su gusto. Tanto valdría decir que nuestros jornaleros no visten de seda ni habitan palacios porque no se ha infiltrado en sus costumbres la necesidad de los palacios y de las sedas. Pues los tripulantes de los buques ingleses, ingleses son, y deben estar adaptados a sus gustos nuestros vinos, a juzgar por los primeros establecimientos que visitan cuando desembarcan en un puerto de la península. Ni debe ser tan inútil y tan ineficaz la reducción de la escala alcohólica inglesa, cuando tanto preocupa a las revistas francesas de vinicultura, por ejemplo, al Moniteur Vinicole, la eventualidad de un tratado de comercio entre España y el Reino Unido, que tienen por seguro que habría de quebrantar la industria vinatera francesa. No entraré a discutir las razones que aduce el «Instituto» en su representación del mes de Marzo, por que no es esta mi misión: allá se las entienda el «Instituto» barcelonés con la Asociación de Agricultores de Manresa, con los librecambistas de «El Ampurdanés», y con muchísimos agricultores de Lérida y de Tarragona, cuyas peticiones obran en poder de la Asociación para reforma liberal de los Aranceles de Aduanas, y fuera de Cataluña, con esta misma Asociación que acabo de nombrar, con la de ingenieros agrónomos, con los diputados andaluces, con el Círculo de la Unión Mercantil, con el señor marqués de Monistrol y la mayoría de la grandeza madrileña, y con los miles de cosecheros que suscriben 200 peticiones procedentes de todas las regiones de España; -todos los cuales opinan de modo distinto a como opina el citado Instituto Agrícola.

Como es natural, para que las demás naciones se presten a abrir sus mercados a nuestros productos agrícolas, reclamarán en justa reciprocidad que abramos a sus productos industriales y agrícolas nuestras fronteras. Y en esto, los cosecheros de granos y los fabricantes de tejidos creen ver su ruina. Tenemos, pues, frente a frente, ostentando intereses opuestos, del lado de la libertad de comercio, los vinos y la ganadería; del lado de la protección arancelaria, los cereales y los tejidos de lana. Este es el problema que se está ventilando, y ya me tenéis en materia. Voy a examinar el problema desde el punto de vista de los cereales, y después desde el punto de vista de los tejidos.

Y ante todo la resistencia que los cereales castellanos (no quiero llamarlos españoles) oponen a la reforma de los aranceles ¿es racional, o es infundada? Y segundo: ¿es real, o más que real es aparente?

Ya recordaréis, señores, que en el Congreso del año pasado hemos convenido, por una especie de tácito acuerdo, en que el cultivo de cereales, en las condiciones en que actualmente se practica, es ruinoso para España, y que hay que sustituirlo por el cultivo arbustivo y la cría de ganados. El Sr. Casabona nos decía hace un instante que posee datos para demostrar que son frecuentes los casos en que ni siquiera hay equilibrio entre los gastos y la producción, en que el cultivo cereal se salda con pérdidas. De suerte que proteger el trigo sería fomentar un cultivo que está condenado necesariamente a desaparecer, a expensas de otros dos o tres que están llamados a enseñorearse de nuestra agricultura; sería fomentar lo que representa la ruina y la miseria de España, a expensas de lo que representa su riqueza y su porvenir. -Como hay que condensar mucho el pensamiento y expresarlo por medias palabras, aquí tenéis mi fórmula respecto a cereales. Nuestro presente agrícola se traduce en esto: un millón y medio de hectáreas plantadas de viña, que producen 36 millones de hectolitros de vino, de los cuales exportamos 6; y 15 millones de hectáreas sembradas de cereales, que arrojan un producto anual de 100 ó 120 millones de hectolitros de grano: el ideal a que debemos encaminar todos nuestros esfuerzos se resume en las siguientes cifras: 4 ó 5 millones de hectáreas, en vez de 15, sembradas de cereales, que rindan, sin embargo, los mismos 100 hectolitros de grano o poco menos, y 4 millones de hectáreas, en vez de uno y medio, plantadas de viña, que produzcan 90 millones de hectolitros de vino, de los cuales exportemos 50 con un valor de 5 a 6.000 millones de reales: yo no me atrevo a aceptar las cifras propuestas por el Sr. Alvarado, porque es poco sólida y firme la suerte de un país cuando se fía entera a una sola planta, y un micrófito o un zoófito, hoy el oidium, mañana la filoxera, pueden poner en grave riesgo su existencia. Hablando en términos generales, la agricultura castellana debe, a juicio mío, considerar divididas las tierras que actualmente destina al cultivo de granos en cuatro partes: sembrar la una de trigo y cebada, alternando con veza o algarroba; ir plantando de viña otra cuarta parte, y adehesar las dos restantes a fin de obtener pastos naturales, si no se atreve a convertirlas desde luego y de una vez en prados artificiales, de secano o de regadío, según las circunstancias. De este modo, donde ahora obtiene una cosecha de trigo, cogerá tres con menos gastos: una de trigo, otra de vino y otra de carne y lana, superiores cada una a la actual, y dándose todas tres la mano por el vínculo de los abonos que la dehesa suministrará a los cereales, y del capital que encontrará en la viña. Entonces no tendrán ya que temer los trigos de Castilla la competencia de los americanos, aun cuando se reduzcan los tipos de adeudo en las Aduanas, no digo a un derecho fiscal de 15 por 100, sino a un simple derecho de balanza como debe ser, y disminuyan considerablemente los gastos de transporte desde California por efecto de la ruptura del istmo de Panamá; y no tendrán que temerla, porque si Castilla, convencida como se van convenciendo las demás regiones de la península, de que España no es ni puede ser el granero de Europa, pero que debe aspirar a ser su bodega, se limita a producir trigo para el consumo interior, no tendrá que enviar granos a las costas del Cantábrico; y como en los mercados castellanos alcanza el trigo, aun con el imperfecto sistema de cultivo que ahora practican, el precio natural a que los de América pueden expenderse en Bilbao sin el derecho arancelario protector, para llegar éstos a Castilla tendrían que gravarse en 10 reales por hectolitro por gastos de transporte, y nadie los compraría, resultando más baratos los castellanos. Así, España comería el pan a un mismo precio: Castilla, con sus propios trigos, las provincias del Norte con los americanos, las de Levante con los rusos. Pero supongamos que todavía, encerrada en los límites de mi fórmula, la agricultura castellana produzca granos para la exportación, y entiendo portal la que actualmente se hace de Castilla para surtir las fábricas harineras del Norte; pues aun en ese caso, afirmo que podrá competir ventajosamente con los trigos procedentes de California o del Askansas. Y la razón es obvia: como habrá estrechado el cultivo y concentrado los elementos activos de la producción, tendrá abonos en abundancia, y, a los pocos años, hasta capital para embalsar arroyos o derivar acequias de los ríos; con el mismo trabajo de ahora obtendrá mayor número de hectolitros por hectárea, o de otro modo, producirá más barato: si el extraer del suelo una fanega de grano le cuesta ahora 35 ó 40 reales, entonces le costará tan sólo 25, y tendrá sobrado con la diferencia para pagar el transporte por ferrocarril a Bilbao o a Santander aun con las tarifas vigentes, que no han de ser eternas.

Acaso se dirá que esto que propongo es retroceder en el camino andado por consecuencia de la desamortización. Cabalmente, sólo que como el camino andado ha sido vicioso, retroceder aquí es adelantar: hay que dar al trigo únicamente lo que es del trigo, y restituir al monte y a los pastos lo suyo que les tienen injustamente usurpado los cereales; hay que retirar a éstos la inmensa superficie de dehesas y montes roturados que en estos últimos quince o veinte años se ha arrebatado imprudentemente a la ganadería y al arbolado. La venta de bienes nacionales provocó un desarrollo anormal y extraordinario del cultivo cereal, estrechó la zona de pastos, perturbó el curso regular de los hidro-meteoros, enflaqueció a la ganadería, dobló los impuestos, y quitó a la agricultura casi todo el capital flotante de que disponía. Antes de que los labradores acabaran de pagar los plazos, el suelo ha sido arrastrado por los aguaceros al mar o al fondo de los valles, o se ha esterilizado por falta de abonos, a causa del repentino desequilibrio establecido entre la superficie labrada y la de pastos, y el labrador, empobrecido y sin recursos, ha tenido que abandonar sus fincas a los logreros o al fisco, y cuando no, ha quedado como los antiguos hidalgos de la decadencia, figurando con centenares de hectáreas en los amillaramientos, y sin embargo, sumido en la miseria. Lo repito: no hay más remedio que retroceder. ¿De qué ha servido, proteccionistas, para evitar este desenlace, la protección del 22 por 100 que al presente rige? Más aún: ¿de qué ha servido la prohibición que rigió hasta poco antes de 1868? Mal que os pese, tenéis que confesarlo: no ha aliviado en lo más mínimo la suerte de la agricultura, ha sido impotente para contener la emigración, y en cambio, ha matado de hambre miles de soldados nuestros en Cuba y ha traído crisis alimenticias desastrosísimas sobre nuestra península. ¡Y se nos habla todavía de protección! No está, no, en la protección el remedio a los males que padece nuestra agricultura: tienen éstos raíces más hondas que las que puede extirpar la protección; aunque la protección, en vez de ser veneno como es, fuera medicina, produciría el efecto de una gota de bálsamo vertida en el estanque del Retiro.

Quede, pues, sentado: l.º, que Castilla puede cultivar cereales dentro de ciertos límites, aun después de la reforma arancelaria; y 2.º, que aun antes de que ésta sobrevenga, Castilla ha principiado a restringir el cultivo cereal y a introducir otro en lugar suyo, a fin de encerrarse en aquellos justos límites dentro de los cuales puede ser remunerador. Pero yo quiero tener por inexactos y fantásticos todos mis cálculos; yo quiero suponer que es insostenible la competencia desde el momento en que se rebaje el arancel y desciendan a fiscales los actuales derechos protectores. Pues, señores, aun dentro de este supuesto, yo afirmo que la reforma arancelaria es un acto de justicia y de conveniencia para la inmensa mayoría de los españoles. Y la razón es obvia. A las provincias del interior, que sólo producen cereales para su consumo, la cuestión de protección o de libre cambio les es indiferente (en cuanto productoras, entiéndase bien, no en cuanto consumidoras), porque, aun cuando dejáramos enteramente francos los puertos de la península a los trigos del Far-West, es seguro que no habrían de penetrar en el corazón de la Mancha por ferrocarril y caminos de herradura para hacer la guerra a los trigos indígenas en su propia casa. Las provincias a quienes puede interesar la cuestión de la libertad de los cambios, son aquéllas que tienen sobrantes. Y las provincias que tienen sobrantes son sólo cuatro o cinco. Ahora yo pregunto: porque cuatro o cinco provincias se obstinen en conservar un régimen agrícola que ellas mismas confiesan que es ruinoso, ¿es justo hacer pagar las consecuencias a las 15 ó 20 provincias del litoral que producen menos de la mitad del trigo que necesitan, y a las islas de Cuba y Puerto Rico, que no producen una sola espiga? ¿Es justo con sentir que aquellas cuatro o cinco provincias, con el mismo error con que a sí mismas se arruinan y empobrecen, expulsen del litoral a la población trabajadora, arrojándola sobre las playas de África y América? ¿No ha de considerarse más bien la reforma arancelaria como un medio coercitivo, pero educador y legítimo, que apresure la transformación tan deseada y tan necesaria de la agricultura castellana?

Pues todavía no es esto todo. Todavía en aquellas cuatro o cinco provincias que producen sobrantes de granos para la exportación, hay una masa de gentes a quienes interesa la reforma; las cuatro quintas partes de su población viven del trabajo mercenario, carecen de propiedad, ganan su sustento labrando los campos de la quinta parte restante, o bien son menestrales que sirven al labrador en sus diferentes oficios: como productores, no afectan al salario que reciben las oscilaciones del mercado, porque el mismo jornal cobran cuando el trigo va a 40 reales la fanega que cuando se cotiza a 60; pero como consumidores, interésanles los precios bajos, porque entre 40 y 60 reales va la diferencia de poder dar a sus hijos tres panes cada día en lugar de dos; esto sin contar con que el cultivo de viñas y arbolado, añadido al de cereales, acrecienta la demanda de trabajo y contribuye a que el jornalero tenga ocupación segura todo el año. ¿Y sería justo sacrificar las cuatro quintas partes de la población de Castilla la Vieja por consideración a la quinta parte restante?

Hay más: todavía de esa quinta parte hemos de descontar un gran número de propietarios, la mayoría, seguramente, a quienes la protección arancelaria no sirve absolutamente de nada. De igual suerte que los beneficios de la protección que se dispensa a los azúcares peninsulares no alcanzan directa ni indirectamente a los cosecheros de caña de Andalucía, sino que, van a parar íntegros al bolsillo de una docena de capitalistas, dueños de ingenios, así la protección de los trigos castellanos no llegan a sentirla los labradores: la reciben los acaparadores de granos, que casi nunca proceden por vía de compraventa, sino por anticipos de dinero a pagar en especie, para gastos de recolección o atrasos de malas cosechas; reciben esa protección los especuladores extranjeros que, en el momento de la cosecha, compran las existencias en grandes masas y a precios ínfimos, pudiera decirse que al precio que ellos quieren ponerle, exhaustos como están de recursos los labradores a raíz ya de la recolección, para vendérselo a ellos mismos pocos meses después, en pequeñas partidas, para comer y para sembrar, con un alza de 30 ó 40 por 100, alza artificial, nacida exclusivamente del arancel, que concede gratuitamente el monopolio de la venta a los especuladores, en el hecho de hacer imposible la afluencia de cereales extranjeros que sostendría cierto equilibrio entre los precios de verano y los de invierno. De manera, señores, que el legislador se ha propuesto, con la mejor buena fe del mundo, prestar un servicio a los labradores, y ha logrado lo que era natural, pues sucede lo mismo siempre que se emprenden caminos tortuosos y contrarios a la justicia, efectos contraproducentes: encarecerles los medios de subsistencia, hacerles más difícil la vida, y constituir el arancel en una especie de sequía permanente, contra la cual no queda ni siquiera el recurso de las rogativas, porque hemos visto no ha mucho al Reverendo Obispo de Barcelona bendiciendo al proteccionismo desde la cabecera de una mesa. Y yo pregunto: para proteger el interés egoísta de unos cuantos logreros, fabricantes de hambres artificiales y ministros de la muerte, acaparadores de campanario, negociantes extranjeros y fabricantes de harina, ¿es justo que matemos de hambre a los cubanos, a los obreros catalanes, a los menestrales españoles, y que a los mismos que han producido a fuerza de sudores y angustias el trigo, les obliguemos a comerlo a doblado precio, y a pagar de este modo indirecto una contribución que es la más inicua de las contribuciones, más inicua todavía que la misma contribución de sangre?...