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La herencia del Quijote y de Cervantes en mi teatro1

Jerónimo López Mozo





Primero le conocí en persona y mucho después leí sus aventuras. Me refiero a don Quijote. El encuentro se produjo en Quintanar de la Orden, un pueblo de la provincia de Toledo. Creo que fue en 1947. Mi padre era el jefe de Telégrafos. Aquel verano, nos quedamos los dos solos durante una semana y solíamos comer en el hotel. La clientela habitual la formaban representantes de comercio y algún que otro funcionario, pero un día se presentaron en el comedor don Quijote y Sancho. Ocuparon una mesa, comieron y se fueron. Regresaron al día siguiente y algunos más. Tardé bastante en saber que a quien había tenido tan cerca de mí no era a don Quijote, sino al actor Rafael Rivelles, y que Sancho tampoco era Sancho, sino otro ilustre cómico llamado Juan Calvo. No había, pues, ningún misterio. Eran los protagonistas de una película titulada Don Quijote de la Mancha, que se estaba rodando en los alrededores de Quintanar. La explicación de que se presentaran en el comedor del hotel vestidos como correspondía a sus personajes era que, para no perder tiempo y regresar cuanto antes al trabajo, no se quitaban ni el vestuario ni el maquillaje. Con el paso del tiempo he ido conociendo, tanto en películas como en representaciones teatrales, a muchos Quijotes y Sanchos como aquellos. Nunca he vuelto a sentir una emoción parecida a la de entonces, sin duda porque, como sucede con los Reyes Magos, conocido el engaño, la magia desaparece. Pero no era sólo eso. Acabé leyendo El Quijote y empecé a percibir que las versiones teatrales que se ofrecían apenas tenían que ver, más allá de lo anecdótico, con lo que escribió Cervantes. Lo esencial de la novela se perdía en el camino al escenario y, a la postre, todo quedaba, y sigue quedando, reducido a una sucesión de escenas que reproducen los episodios más conocidos, incluso por quiénes jamás han leído el libro. En general, las versiones hacen hincapié en lo más externo y llamativo del texto y, con frecuencia, el resultado es decepcionante, pues los dos protagonistas acaban pareciendo tontos, a tenor de lo insulso de sus conversaciones, o payasos en medio de escenarios llenos de aspas de molinos, rebaños de pega y cueros de vino. Peor me parece, sin embargo, que el adaptador pretenda ahondar en el discurso cervantino, pues siempre llegará, en el mejor de los casos, mutilado y, en el peor, deformado. Por mucho que se condense, no cabe en el tiempo normal de una representación teatral. En mi opinión, El Quijote se entiende y disfruta mejor a través de la lectura. No sólo El Quijote, sino cualquier otra novela, aunque, como en todo, haya alguna que otra feliz excepción. Antes de seguir adelante, he de hacer una confesión. A pesar de lo dicho, yo no he predicado con el ejemplo. En dos ocasiones he llevado al teatro obras narrativas. La primera fue hace mucho tiempo. Adapté La Lozana Andaluza, de Francisco Delicado. La segunda es muy reciente: se trata de una obrita inspirada, precisamente, en El Quijote, que he titulado En aquel lugar de la Mancha.

Retomando el hilo, siempre me ha parecido injusto que, siendo Cervantes también dramaturgo, lo que de él se representa habitualmente son adaptaciones de su gran novela y no las obras que concibió para la escena. En 1947, Felipe Pérez Capo publicó en Barcelona un libro titulado El Quijote en el teatro, en el que se registraban 289 versiones teatrales, 63 de las cuales correspondían a los años transcurridos del siglo XX. Hoy, el censo debe ser infinito. Como muestra, un botón. Hace un par de meses, en apenas veinte días, he asistido a las representaciones de ocho Quijotes procedentes de Iberoamérica. Esa preferencia sobre las comedias y dramas de Cervantes se debe, sin duda, al poco aprecio que muchos críticos, estudiosos y profesionales de la escena tienen por el Cervantes dramaturgo, rechazo que no es de hoy, sino que ya padeció en vida el propio escritor. Marginado por la fama de Lope, se le tiene por un autor frustrado, aunque nadie le niegue su enorme pasión por el mundo de la farándula, de la que hay abundantes pruebas en El Quijote. Nunca he compartido ese juicio negativo. Esa es la razón por la que hace ocho años decidiera dedicarle una de mis obras con el doble objetivo de rendirle homenaje como autor y rastrear su influencia en el teatro español, la cual, para mí, es evidente.

En la nota que redacté para la solapa con motivo de su publicación, resumí cual había sido mi propósito. Decía lo siguiente: «No disfrutó Cervantes, en vida, las mieles del triunfo como autor de teatro. Después, su gloria como novelista, dejó en un segundo plano su obra dramática. Esta pieza [...] pretende reivindicar la condición de dramaturgo de nuestro escritor. Nada mejor, para ello, que resucitarle y [...] mostrarle cómo los personajes que él creó habitan en los escenarios de nuestro país y cómo muchos dramaturgos de este siglo -me refería, claro está, al XX- [...], los han tomado como modelo para dar vida a algunas de sus mejores criaturas».

La obra, que consta de seis escenas, se inicia con el encuentro de un autor español actual llamado Vagal con don Miguel de Cervantes. Vagal trae en el encargo de Talía de conducir al gran escritor hasta el lugar en que va a celebrarse una fiesta en su honor. Rechaza éste la invitación, entendiendo que el homenajeado debiera ser Lope y no él, que dijo adiós al teatro cuando, advirtiendo que ya no gozaba del favor del público, vendió sus obras a un librero. Lamenta que se publicaran y confía en que alguien haya hecho un rimero con ellas y le haya pegado fuego. Vagal le informa de que tal cosa no ha sucedido e intenta convencerle de que su teatro está vivo, es representado y gusta. También, de que sirve de inspiración a muchos dramaturgos. Ante las dudas de Cervantes, su interlocutor le invita a que lo vea con sus propios ojos. Emprenden, pues, un viaje que les llevará por algunos de los escenarios en los que las huellas del teatro cervantino son visibles.

Acuden, en primer lugar, a un pueblo en cuya plaza mayor un grupo de jóvenes y todavía poco sueltos actores representa La cueva de Salamanca. La compañía que actúa es La Barraca, surgida en los años de la República a la sombra de las Misiones Pedagógicas, entre cuyos fundadores y principales animadores figuraba García Lorca. La función rememora la que tuvo lugar en el pueblo soriano de Almazán a mediados de julio del 32, sobre la que hay abundante documentación. Al situar a Cervantes allí, le convertí en espectador de su propia obra, lo que me dio ocasión para imaginarme su asombro al ver sobre el tablado a los personajes que él había creado. Introduje en esta misma escena, también confundido con el público, a otro de nuestros grandes dramaturgos, Valle-Inclán. Fiel a su carácter, y como hiciera en alguna otra ocasión, Valle interrumpe la acción con comentarios sobre lo que está presenciando y hasta se encarama al escenario para sugerir algunos cambios. Los actores aceptan sus propuestas y el texto original deja paso a otro que Cervantes no reconoce como suyo, pues en realidad se trata de diálogos tomados de Los cuernos de don Friolera. Ambos autores discuten acaloradamente y, en respuesta a la petición de explicaciones por el atropello, Valle dice: «Cuando uno busca un lugar para su teatro, anda y desanda muchos caminos. Callejones sin salida, atajos absurdos, vías llenas de obstáculos, senderos sinuosos... Al final, algo te dice que hay que dirigirse a las fuentes del drama. Emprendes el viaje y apenas has dado unos pocos pasos, aparece usted. ¡Trazo fácil y suelto el suyo! ¡Un modelo! [...] Admiro como ha percibido que el hombre guarda sus burlas para los congéneres. Las lágrimas y las risas nacen de la contemplación de las cosas que les pasan a nuestros semejantes. Pero hay algo que me atrae más, si cabe. Su teatro está hecho con retazos de vida contemplados bajo un punto de vista deformado. [...] Al oír sus palabras en boca de esos farsantes, acuden a mi memoria los tabanques de muñecos. ¿Sabe que son más sugestivos que todo el retórico teatro español? [...] Ronda por mi cabeza algo que empieza a tomar forma, pero que carece de nombre. Se llamará esperpento, pero eso, ni usted, ni yo, lo sabemos todavía. Cuando más adelante hable de él es posible que diga que me lo inspiraron los muñecos del compadre Fidel, o los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos del callejón del Gato, o las conversaciones de los muertos al contarse historias de los vivos, o, quizás, que lo inventó Goya. Puede que apenas le cite a usted. Pero ahora que tengo la ocasión, déjeme que le diga que, detrás de todo eso, veo su sombra gigantesca. Y para un cascarrabias como yo, poco dado a los elogios, he dicho demasiado». Pido disculpas por tan larga cita, pero la he traído a colación porque en ella se resume mi convencimiento de que los lazos entre los entremeses cervantinos y el esperpento de Valle son estrechos. La facilidad con la que pude tejer, a partir de textos de los dos autores, la escena representada por los animosos cómicos me hace pensar que no digo ningún disparate.

Continúa el viaje de Cervantes y Vagal por las catacumbas del teatro español, en las que habitan teatreros empeñados en alumbrar un nuevo y extraño género. Allí se preparan para romper, cuando llegue la hora, la costra mesetaria de nuestro sempiterno designio histórico. Entre los inquilinos de aquellos subterráneos, está Francisco Nieva, al que sorprenden explicando a un sinfín de maniquíes que le rodean su concepto del teatro: vida alucinada e intensa, ceremonia ilegal, crimen gustoso e impune, alteración y disfraz, cántico, lloro, arrepentimiento, complacencia y martirio, el más allá de nuestra conciencia, medicina secreta, hechicería, alquimia del espíritu, jubiloso furor sin tregua... A los maniquíes, que él ha creado con sus propias manos, sólo les falta hablar. Ha llegado la hora de que aprendan a hacerlo. Nieva quiere que las palabras les salgan sueltas, como titiriteras desnudas que blasfeman en un columpio. Su propósito es que su lenguaje sea entre lírico y escatológico, capaz de liquidar irónicamente la España negra y sustituirla por otra embrujada por un alegre instinto dionisiaco, germen de todas las fiestas. En aquel taller de teatro, se topa Cervantes con algunas de sus criaturas, a las que Nieva califica de monarcas del entremés satírico. Del encuentro de los muñecos y del lenguaje cervantino surge una inmensa y rica nómina de personajes. Personajes que encontraron su sitio en obras como Pelo de tormenta, La carroza de plomo candente, El combate de Ópalos y Tasia y Coronada y el toro. Por ellas transitan sacristanes con sotana y rabo, abadesas, criadas que gruñen de forma natural como los cerdos, mujeres grandonas que parecen un circo de carne, alcaldes analfabetos, monjas locas, verduleras, espumadoras de basura, putas frías y putas calientes... En fin, una baraja popular completa.

En otras estaciones del itinerario encuentran los viajeros a otros autores. Entre ellos a Miguel Romero Esteo, empeñado en alejarse del teatro de defunción y sepultura; a Luis Riaza; a José María Rodríguez Méndez; a Bergamín, que se presenta diciendo que él es él, su sombra y su esqueleto; a Alfonso Sastre, que puso a dos de sus personajes los nombres de Rincón y Cortado; y a Alfonso Zurro, el más joven de todos ellos y escritor de bufonerías.

Al cabo, Cervantes acepta asistir a la fiesta que ha organizado Talía en su honor. El lugar escogido es el teatro Español de Madrid, el que se levanta sobre los cimientos del corral del Príncipe. Pero cuando Cervantes llega a sus puertas, le cierran el paso tres individuos siniestros que se presentan como celadores que velan por la salud de la escena española. Le consideran un autor torpe en tiempos de autores diestros. Cuando Cervantes, cansado de sus ofensas, decide irse, ellos se lo impiden. Antes ha de hincarse de rodillas y pedir perdón a Lope por las ofensas que le ha dedicado y prometer que, en lo sucesivo, no pondrá los pies a menos de dos leguas de cualquier escenario. No soporta Cervantes semejante humillación y arremete contra el trío. Le reducen enseguida y cuando se disponen a rendirle, o mejor dicho, propinarle su particular homenaje, acude en su auxilio don Quijote, acompañado de Sancho y de otros personajes de la novela. Entre ellos está el ventero, que ya no lo es, pues ejerce de director de escena. El cambio de oficio se produjo tras el notable éxito de la ceremonia en la que nombró caballero a Alonso Quijano, en la que convirtió en patio de armas un corral, a falta de luces iluminó la escena con la claridad de la luna y consiguió que unos arrieros y unas criadas hicieran de caballeros y damas. También comparecen la hueste de Angulo el Malo y Maese Pedro con los muñecos de su retablo. Como no podía ser de otro modo, todo acaba bien.

Dos cosas todavía en relación con esta obra. Su título, El engaño a los ojos, nada tiene que ver con lo que en ella sucede. Es el que Cervantes menciona al final del prólogo a Ocho comedias, y ocho entremeses nuevos en relación a una comedia que dice estar componiendo. No llegó a hacerlo y yo me he tomado la libertad de tomarlo prestado. La otra cosa que quiero señalar es que la pieza carece de acotaciones. La acción tiene lugar en el gran escenario del Teatro y quise que fuera el director de escena el que, cuando se represente, recree los espacios que están sugeridos en los diálogos y haga transitar por ellos a los personajes según su criterio.

No quiero concluir mi intervención sin dedicar unas líneas a esa obrita de la que hablado más arriba: En aquel lugar de la Mancha. Hace algunos meses, Juan Antonio Hormigón, Secretario General de la Asociación de Directores de Escena, me habló de hacer algo basado en El Quijote. A pesar de mi rechazo a las adaptaciones de novelas, le escuche por no parecer descortés. Sin embargo, de lo que dijo, hubo algo que llamó mi atención. En la pieza no debían figurar ni don Quijote ni Sancho. Había que buscar los protagonistas entre el numeroso censo de personajes secundarios que aparecen en la novela. No me comprometí formalmente a cumplir el encargo, pero las ideas sobre lo que podía hacer se iban acumulando y casi sin darme cuenta fui asumiendo, poco al poco, el proyecto. Traté, en primera instancia, de elaborar un censo de personajes, pero empezó a ser tan voluminoso que desistí. Aunque había encontrado algunos fascinantes, no encontraba la forma de encajarlos en ninguno de los esquemas que iba trazando. Llegue a la conclusión de que los elegidos debían tener algo en común. Decidí que todos fueran vecinos de don Quijote, es decir, habitantes de aquel lugar de la Mancha en el que vivía. Así, la nómina más que centenaria de personajes, se redujo a unos cuantos y, de estos, me quedé con el ama, la sobrina, el cura, el barbero, el bachiller Sansón Carrasco, Teresa Panza y un par de vecinos del pueblo. Completado el reparto, el paso siguiente era establecer la relación entre ellos y no encontré mejor nexo que el personaje ausente, el hidalgo caballero. ¿El hidalgo llamado Alonso Quijano o el caballero andante don Quijote? ¿El hombre o el mito? Me decanté por el hombre. No tanto porque sea la vertiente menos tratada por los que se han acercado al personaje, como porque atraía su condición de perdedor. Perdedor, porque, como sugiere Milan Kundera, Alonso Quijano quiso erigirse en un personaje legendario de caballero andante, pero Cervantes consiguió todo lo contrario: situarle a ras del suelo. Asegura Kundera que el personaje es un claro ejemplo de que la vida humana, como tal, es una derrota y que lo único que podemos hacer es intentar comprenderla. El don Quijote del que hablan los personajes de mi obra es el que siempre vuelve a casa apaleado. En torno a los tres regresos del hidalgo a su aldea gira el argumento.





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