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La húmeda identidad: «María» de Jorge Isaacs

Margo Glantz





«¿Quién hará la historia de las lágrimas?», pregunta Barthes en sus Fragmentos del discurso amoroso. Y en efecto una de las maneras de enfrentar el problema de la identidad podría ser definiendo la capacidad o incapacidad que tenemos de verter lágrimas. ¿No empieza acaso Eduardo López Morales su artículo sobre la María de Jorge Isaac diciendo tajante y definitivamente que: «En general, cierto sector de la crítica, y aún del público, recrimina a María un doble carácter detestable: el ser lacrimógena, por los abundantes torrentes que arrancó a una adolescencia preferentemente femenina, y lacrimosa, por la frecuencia de lágrimas, sollozos, y demás variedades de la pluviosidad ocular que afloran en la novela? ¿Y no podemos acompañar a este texto algunos otros que sirvan de contraste, aunque su claridad quede empañada por la abundancia de "esa pluviosidad ocular"?»

Exhibo algunos ejemplos, en México. Guillermo Prieto afirma: «El libro de MARÍA no se lee, ni es posible que se analice, se siente, se llora [...] He llorado y abandoné mi asiento para escribir estas líneas y bendecir a quien así sabe comprender [...] el amor [...]» Por su parte, Ignacio Manuel Altamirano, autor de un proyecto político que pretende integrar una identidad nacional a través de la literatura, avisa: «Esta pequeña historia de amor ha llenado de lágrimas hasta rebosar la copa de los corazones sensibles, porque en México MARÍA será la dulce y preferida lectura de los que saben amar [...]»

Y sin tomar en cuenta el dicho que hemos creído eterno: Los hombres no lloran, Isaac empieza su novela con estas sentidas palabras: «¡Páginas queridas, demasiado queridas quizás! Mis ojos han vuelto a llorar sobre ellas».

¿En qué quedamos entonces? El siglo XIX llora al trazar su identidad y el siglo XX se lo reprocha. Lo que es virtud se vuelve defecto, es más, se vuelve regla. ¿Más cómo no reprochar si las lágrimas borronean los escritos y confunden las miradas? ¿Cómo no criticar a los lacrimosos si advertimos que pierden su objetividad? ¿Cómo aceptar que las críticas -es claro que en este preciso tiempo- no recaigan fundamentalmente sobre esa clase privilegiada que ejerce sus violencias contra los esclavos y aparceros de la sociedad campesina y patriarcal colombiana?

Pero quizá las lágrimas oculten en su humor acuoso y cristalino (y por tanto paradójico, por su capacidad de empañar) una gran verdad, no en balde quien bien te quiere te hará llorar: pero veamos: Cada siglo ha manifestado su relación con el mundo a través de los distintos humores que su cuerpo exhala: alguna vez existió la melancolía, más tarde el spleen, luego, el sentimiento y éste se advierte sobre todo en la huella que deja en los pañuelos. Llorar es una forma de gastar energía y sobre todo en una sociedad que no debe gastarla en los placeres visibles del sexo. Toda la concupiscencia y toda la voluptuosidad se instalan en el corazón y el corazón oculta la sangre aunque ésta se revela en los ojos, el espejo del alma, sobre todo si el espejo se desborda. El corazón conduce la sangre por el cuerpo y la sangre puede ser caliente y apasionada aunque sólo la veamos cuando se derrama, la sangre apasionada en cambio se licua y aparece transformada en lágrimas, a veces hasta en perlas, porque los labios son corales y la sangre es como el rubí. Las manifestaciones fisiológicas nunca son las mismas, tampoco lo han sido las enfermedades que han corrompido los cuerpos de los diferentes siglos: apenas oímos ahora de la peste bubónica, tampoco de la lepra, menos aún de la tradicional tuberculosis, oímos sobre el cáncer; en María las enfermedades se producen desde el alma y la epilepsia, la máxima convulsión de los sentidos, la máxima alteración de la razón, acaba con la apasionada pero callada joven, cuya pasión se contiene en un recipiente constreñido por las flores que dentro de él se disponen -jarrón, baño oriental, vaso de altar- en obsequio de Efraín y de la Virgen, y en ese otro recipiente que contiene la humedad de su persona, metonímicamente desviada hacia sus ojos y, en conjunción con ellos, a su pelo: María llora y Efraín llora, el padre y la madre lloran, lloran los hermanos, y la tragedia de las despedidas humedece al mundo: «Entró en mi cuarto una de mis hermanas [...] los sollozos le embargaban la voz y cortó de mi cabeza unos cabellos. Cuando salió habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas [...]» La voz se emite desde la boca, es en la humedad de la lengua que podemos producirla, el sollozo acalla la voz y organiza con la «pluviosidad ocular» otros lenguajes. Subrayo: «A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre». El padre, culpable de toda la humedad, por su autoritarismo, sufre a pesar de sí mismo y cuando se despide «oculta(ba) el rostro a mis miradas», Efraín cabalga y «las pisadas del caballo ahogan (sus) mis últimos sollozos». Ocultar el rostro a la mirada es negarse a mostrar los ojos «inundados» y Efraín responde, «ocultando» también su voz más sentimental e íntima en los pasos de la bestia. El lenguaje articulado no basta, es necesario remitirse a otro lenguaje que en el romanticismo permea las imágenes narrativas. Se habla de las «manifestaciones fenoménicas» del período, los sollozos, los rubores, los desmayos, pero sólo se los condensa en una enumeración o en una descripción y casi nunca se aclara su sentido: forman el verdadero tramado de la época, definen la identidad, administran una historicidad, enclavan un pasado muy cercano que se ha vuelto obsceno, vergonzoso, abstruso. Creo que hay que recuperarlo y deletrearlo, rehacer ese lenguaje y recodificarlo.

El texto apunta varias veces en esta dirección. Isaac plantea la existencia de diferentes lenguajes y articula con precisión el que sirve para comunicar el amor: Cualquier palabra, cualquier gesto que se integre a la relación amorosa pertenece a otra esfera, «otro idioma, del cual hace algunos años no viene a mi memoria ni una frase». Y ese idioma se alimenta no sólo de palabras sino de gestos y de signos, es más, las palabras cotidianas, las expresiones normales no sirven, porque en amor no «se habla de eso» y Efraín se «complace en la dificultad que ella encontraba para preguntarme si había hablado de nuestro amor a Carlos [...]». Es evidente que el lenguaje fundamental es desplazado a un lenguaje simbólico y que las flores ocupan el lugar esencial como elementos de simbolización. Esto no es nada nuevo, parecería casi que la utilización simbólica del lenguaje de las flores para expresar el amor fuese eterna. Sin embargo, como en el caso de las lágrimas, cada flor utilizada y cada lágrima derramada reenvían a una convención, a un discurso historizado porque aunque las flores sean amorosas, cada forma de amor se liga a otros discursos, a otros lenguajes, a aquellos que, obsoletos, se han vuelto «discursos inactuales» como lo expresa Barthes. Las flores representan en su perfección, es decir, cuando están en la flor de la edad, como las doncellas, el momento ideal de la belleza, su arquetipo, y las distintas flores pueden ser alegorías de las virtudes. En María la gama floral es muy estrecha, queda reducida, con algunas excepciones significativas, a las flores que se cultivan en el jardín de la casa, flores que pasan a adornar los floreros del cuarto de Efraín, los de los altares de la Virgen y los de «los baños orientales» que disfruta Efraín cada mañana, cuando se sumerge en las cálidas aguas aromatizadas por las flores que en ellas ha puesto María. Y es aquí donde se reúnen los dos discursos: el de las flores y el de las lágrimas: ambos discursos son placenteros porque se relacionan con la humedad, con lo que envuelve, con lo que se desliza por el cuerpo: el agua que me rodea doblemente acentuada por su carácter de agua y su carácter perfumado y el agua salada que me cae por la cara y me sala los labios. Además, aunque sean de agua y tengan flores los baños pueden ser distintos, tanto como puedan diferenciarlos los lenguajes que determinan a las clases: María usa rosas, azucenas, lirios, claveles, azahares, violetas. Y Salomé, la mulata, echa flores en el río: guabitas, flores de carbonero y venturosas, porque ha oído que en «la hacienda le echan rosas a la pila cuando usted va a bañarse, yo eché al agua lo mejor que en el monte había». El lenguaje de las rosas es diferente al lenguaje de las guabitas y sobre todo al de las flores de carbonero. La pureza angelical y lírica a la que se liga la belleza de María (y ésta a su vez a las rosas y a las lágrimas cayendo por sus mejillas que son rosas) forma un círculo vicioso y subraya la circulación de los lenguajes. María habla con las flores: se coloca un clavel en la cabeza y lo lleva allí hasta que Efraín regresa de un viaje: por supuesto el clavel ya está marchito cuando él regresa y en la marchitez se encuentra el signo esperado, la confesión de amor que una mujer decimonónica nunca dice con palabras sino con flores. Las azucenas que trae del monte Efraín son arrojadas por la ventana de su cuarto porque al regresar de su paseo no encuentra flores en el florero y su ausencia significa desamor. María recoge el desafío cuando aparece con una de las flores desechadas en el cabello. La declaración de amor es compartida y no sólo por los enamorados sino por la familia entera que descubre los signos que flotan en el aire, como las corolas de las flores cuando aún permanecen en su tallo. La marchitez se asocia simplemente con la muerte ya sea del amor o de los cuerpos, pero esa marchitez se perfila simplemente como una oposición a la vida lacrimosa, nunca como una condición de podredumbre o descomposición.

Así la flor denota que el amor está ligado a la muerte y las lágrimas que asoman a los ojos permanentemente son los signos definitivos de esa constatación. El agua riega las flores y las lágrimas las mejillas. El cuerpo se hunde, voluptuoso, en la floralidad acuática de los baños orientales, anticipando la voluptuosidad carnal de los pétalos derramados y de los fragmentos corpóreos de la amada que de repente se entrevén entre los descuidos de la ropa. Efraín y María se tocan en las flores y en el agua. No es extraño entonces que se haga una trasmutación: «Las mejillas de María se tiñeron al oír esto, del más suave encarnado; así, salpicadas de lágrimas, eran idénticas a aquellas rosas frescas, humedecidas de rocío, que ella recogía para mí por las mañanas». El deseo se amplifica, se traslada a la sedosidad lasciva de una floración, pero los presentimientos que la «naturaleza sollozante» y las despedidas «con sollozos» intensifican sólo adquieren sentido cuando se constata que el amor tiene olor a muerte y su concreción se organiza en torno a la flor que se deshoja: «Las últimas flores que puse en tu mesa han ido cayendo marchitas ya en el fondo del florero [...]» y esa descripción es el aviso -dentro del código amoroso- de la muerte. Las lágrimas se vuelven la evidencia de una pérdida absoluta, el signo de la caída, el abandono definitivo del jardín paradisíaco que representa la casa paterna y el amor idílico de la juventud. El deseo sólo se expresa totalmente ante un cuerpo esclavo o un cuerpo manumiso, como el de la joven Salomé que sueña con su amo y convierte en mayordomo al mulato que la quiere porque ella es blanca dentro de las entretelas de su sueño. Efraín la mira, la requiebra, describe «su cuadriles» en tanto que emboza cuidadosamente el cuerpo de María con un pañolón o una falda. La pérdida del amor idílico y aparejada a él, la pérdida del lenguaje amoroso que empalidece porque ya no lo hablan las mismas flores ni las mismas lágrimas, coloca a Efraín del lado de la realidad, es decir, del lado donde ya se advierte que la antigua sociedad se ha terminado: se marchitan las flores y se agotan los sollozos porque el amor ideal está amancebado con la muerte como las flores que son, y valga la expresión, la flor de un día. La humedad que enturbia la mirada se rescata sin embargo en la bruma espesa con que la naturaleza «lujuriosa» duplica su percepción, y, sobre todo, en la nostalgia edulcorada con que los decimonónicos contemplan el delicioso tiempo pasado en que los ojos podían llorar y hablar al unísono, deletreando los signos del amor ideal, amor sólo posible en un ambiente pastoril. Las lágrimas son al amor lo que la lluvia es a la tierra: su fertilizante más perfecto: María no se desangra, se desagua: Por eso los amores de María y de Efraín están inmersos en la pluviosidad ocular, bautismo primordial que acerca al hombre a Dios antes que el verdadero bautismo cristiano. María, a quien su padre Salomón entrega al padre de Efraín, es convertida al cristianismo; su padre al despedirse para siempre de ella, llora: «Aquella criatura, cuya cabeza preciosa acababa de bañar con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que el de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado [...]» y de esta forma, como lo confirman muchas otras instancias en la novela -en el enlace de las flores en el cuarto de Efraín y en el altar de la Virgen, el rosal que María planta alimenta por igual su amor y su devoción -el amor es sacrílego porque sustituye a Dios. Esta soberbia desvanecida, este pecado capital causan la caída y del Edén se precipitan al valle de lágrimas que es la Tierra. Las lágrimas vertidas dentro del Paraíso, la hacienda patriarcal, están hechas de una doble sustancia: son sagradas porque simulan el Jordán y son profanas porque desplazan el amor tanto del cielo como de la tierra. María es adorada y su belleza no es de este mundo, por eso, al desaparecer ella, desaparece también el espacio sagrado que ella habita y que ella crea. Poco antes de morir vuelven a unirse en una carta dos de los componentes esenciales del discurso romántico y amoroso: «Había una carta de María. Antes de desdoblarla busqué en ella aquel perfume demasiado conocido para mí de la mano que la había escrito; aún lo conservaba. En sus pliegues iba un pedacito de cáliz de azucena. Mis ojos nublados quisieron inútilmente leer las primeras líneas». Y es que la nublazón impide la lectura y la impide sobre todo porque lo que antes era lenguaje hablado aunque se hubiese desplazado para integrarse en los signos amorosos, es ahora apenas escritura, recuerdo del pasado. Y de ese pasado sólo permanecen los cabellos que hablan desde el relicario de los guardapelos y que como las trenzas entreveran lo vivo con lo muerto.





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