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IV. Política religiosa de Rocafuerte

Falsearía los hechos quien dijese que el gran estadista, llevado de sus prejuicios contra el Pontificado -prejuicios hijos del siglo en que vio la luz primera- no procuró apoyar la acción externa de la Sociedad de las almas.

A pesar de esas prevenciones esterilizadoras, a pesar de su odio contra «tantos clérigos fanáticos y avarientos» contra los cuales pedía también la ley del alfanje224, necesaria para contener a leguleyos ignorantes y agiotistas desvergonzados; su genio cristiano le hizo comprender la necesidad de sostener y auxiliar al Poder Espiritual, eminentemente indispensable en todos los tiempos y países.

Su obra administrativa en el orden religioso no fue, pues, la de un racionalista indiferente o menospreciador de las fuerzas sobrenaturales225. Por el contrario, desde el principio de su gobierno constitucional nos place admirarle por el «loable celo» (son palabras del ilustrísimo señor Arteta) con que decidió atender «al ornato de los templos, erección de cementerios, arreglo de derechos y doctrina cristiana». Y el Obispo de Quito, en correspondencia de la excitativa gubernamental, ofreció en nota de 29 de octubre de 1835 dirigir circulares para la consecución de esos desideratums.

Mas ¿qué vale el templo si el sacerdote no trae a él a Cristo y no mantiene su Presencia Real,   —336→   permaneciendo en la parroquia? Por esto, en la célebre Circular a los Provisores de las diócesis fechada el 26 de agosto de 1836, el ministro don Manuel López y Escobar, a nombre del Presidente, pidioles que conminasen el inmediato retorno a todos los párrocos que habían abandonado sus feligresías.

No contento con ello, el 11 de julio de 1838 dispuso que no se admitiese en los concursos a ningún eclesiástico que hubiera faltado al deber de residencia en los anteriores curatos. Tal medida era eficacísima en época en que, sobre los apremios de orden espiritual, prevalecían en la conciencia del clero los estímulos materiales y económicos. El patronato había bastardeado las almas.

Cooperó Rocafuerte con afán a las plausibles medidas que el ilustrísimo señor Arteta había tomado para remediar, siquiera parcialmente, la falta de preparación del clero. Entre esas medidas debemos mencionarlas conferencias morales periódicas en el Colegio de San Buenaventura. Rocafuerte coincidió con el piadoso prelado, en que a los clérigos reprobados en los concursos se les constriñera a asistir por seis meses a dichas conferencias y al estudio personal de las materias correspondientes, antes de admitírseles a nuevas oposiciones.

No se apartó el Presidente de la conducta de sus predecesores en cuanto a la intervención en asuntos disciplinarios regidos por la Ley de Patronato. El ilustrísimo señor Arteta vetase en el caso de consultar con el Poder Público puntos de mero detalle, como la fijación del tiempo en que debían llenarse las vacantes de curatos. El espíritu meticuloso, acostumbrado a deleitarse en minucias   —337→   de José II, parecía trasplantado a nuestra patria: ¡¡el cesarismo tiene la misma fisonomía en todos los climas!!

Cualesquiera que fuesen sus ideas íntimas, Rocafuerte siguió en sus actos exteriores mostrándose gobernante católico; y tuvo su capellán, el presbítero don Esteban Sáenz de Viteri. Asimismo, procuró que el ejército no careciera de sacerdotes que le recordasen la doctrina de Cristo, fuente de abnegación y disciplina. En alguna ocasión en que al Regimiento de Lanceros faltó la acostumbrada misa dominical, lo advirtió seguidamente al Obispo a fin de que pusiera remedio. Las fiestas de tabla eran solemnizadas con su asistencia; y cuando en mayo de 1837, la Corte Superior de Quito olvidó concurrir a uno de esos actos religiosos reglamentarios, el primer Magistrado reprendió severamente tal negligencia.

Hermosísima fue la enseñanza que en el discurso de inauguración del Colegio Militar, el 7 de julio de 1838, dio el ilustre patricio. Después de aconsejar al ejército que no fuese cuerpo deliberante, le dijo:

«No os dejéis nunca seducir por el brillo de la filosofía irreligiosa, que es tan común entre los militares irreflexivos y entregados a los vicios [...] Consultad los anales de la vida de Washington, el héroe de virtud republicana, que os debéis proponer por modelo, y os convenceréis de que el sentimiento religioso se mezclaba en todas sus acciones, y realzaba el esplendor del alma privilegiada que había recibido del Cielo. Turena, Bayard, el Cid, Gonzalo de Córdova, don Juan de Austria y otros tantos héroes, son otras tantas pruebas de que la religión no es incompatible con el verdadero valor; al contrario, ella protege con sus seráficas alas a los varones esforzados, los inflama en amor patrio, exalta su entusiasmo, sublima su valor y los conduce a la inmortalidad».



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Partidario de la tolerancia de las otras religiones cristianas, Rocafuerte no fue precursor del racionalismo o liberalismo irreligioso ecuatoriano.

En la circular ya mencionada de 6 de agosto de 1836, dirigida a los Provisores de Quito y Cuenca, manifestó precisamente el Jefe de la Nación cuán perniciosos efectos podía causar la libertad desenfrenada en el orden de las almas:

«El Poder Ejecutivo, dice, ha llegado a saber con bastante escándalo, que algunos de los libros prohibidos por las leyes vigentes circulan en manos de los ciudadanos; y como semejantes libros no pueden dejar de corromper sus corazones y relajar sus costumbres, porque todos ellos tienden a establecer la impiedad y destruir la moral evangélica, y deseando S. E. evitar por cuantos medios estén a su alcance que se propague el contagio de un mal que ha sido tan funesto en todos los tiempos [...] me manda prevenir a UU. [...] desplegue [...] todo su celo y actividad para descubrir, por los medios legalmente permitidos, donde quieran que existan todos aquellos que están prohibidos, por las leyes actuales de la República, y los recoja dando cuenta al Gobierno».



Aquella saludable medida quedaba, empero, deslustrada con la limitación a los libros prohibidos por las «actuales leyes», en vez de extenderse, para evitar dudas, a todos los comprendidos en el Índice de la Iglesia. La prohibición era, a juicio del cesarismo eclesiástico creado por el patronato, medida de orden civil; y las contiendas entre los dos Poderes, respecto a los libros que debían o no incurrir en ella, hacían a menudo inoficiosa la labor de los prelados para contener la propaganda de ideas socialmente dañinas o lesivas de la religión del Estado.

En otras disposiciones de Rocafuerte encontramos, igualmente, sospechosa vaguedad de espíritu. El artículo 12 de la Ley de Enseñanza Pública   —339→   expedida por el general Flores el 8 de noviembre de 1833, había dicho con deslumbradora precisión: «En ningún acto de la Universidad o de cualquier otra casa de estudios se defenderá proposición ninguna contraria a la religión católica romana». Por contraste, la fórmula del artículo 60 del Decreto Orgánico dictado ejecutivamente el 20 de febrero de 1836, era harto vituperable: «En ningún certamen se defenderán materias ni proposiciones contrarias a las leyes de la República ni a la moral religiosa y decencia pública». Las doctrinas condenadas por la Iglesia, si no se oponían a la moral religiosa, podían ser lícitamente enseñadas a pesar del carácter oficial de la religión católica.

Este mismo decreto (artículo 120) declaró que la Constitución del «San Luis» y del «San Fernando» eran «parte del plan de estudios». Implicaba ese artículo un principio de secularización de ambos planteles; los cuales, no obstante su evidente origen eclesiástico, entraban a componer el organismo docente del Estado226.

En hecho de verdad, el malaventurado Colegio de San Luis no merecía el nombre de seminario, porque en él disponía a su capricho el Poder Civil. Ya antes del Decreto Orgánico, Rocafuerte había confiado al benemérito jurisconsulto doctor José Fernández Salvador, la reorganización del seminario; y este prohombre se limitó a componer «un extracto bien hecho» de la constitución de San Carlos Borromeo, según indicó el ilustrísimo señor Arteta al Ministro de lo Interior el 9 de enero de 1836. Si el Colegio queda   —340→   como seminario, decía el Obispo, debe sujetarse al prelado y éste cuidará de formular el Estatuto en los términos más convenientes.

El Poder Ejecutivo concedía el pase a los nombramientos de profesores y jefes del Establecimiento; las rentas de éste formaban un solo cuerpo con las de los demás planteles y eran administradas por un colector nombrado por el Estado. ¿Quién podía aceptar la dirección teniendo que servir a dos señores: el Gobierno y el Obispo? Para éste eran, empero, todas las amarguras e inquietudes que suscitaba situación tan anómala como inestable.

La ilegítima intervención del Gobierno causó la ruina económica del seminario. En 1837 varios de los profesores, y principalmente el benemérito doctor Matías Paz, viéronse en la dura necesidad de presentar sus renuncias por estar mal y tardíamente pagados; y el Gobierno las aceptó, en vez de mejorar los emolumentos y de asegurar su pago puntual. El Obispo formuló su protesta ante el Gobierno en severos términos:

«Es verdaderamente sensible, dijo en nota de 25 de setiembre, que cuando el Seminario iba progresando en las ciencias eclesiásticas y en el arreglo de costumbres, se turbe este orden con la supresión de cátedras o variación de profesores. Los actos literarios que ofrecieron al público los estudiantes de teología en todos sus ramos, acreditan la necesidad de que continúen en la misma forma. De lo contrario no tendremos un clero ilustrado y de probidad»227.



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El Reglamento de Instrucción Pública expedido el 9 de agosto de 1838 reconoció que tocaba a los Obispos reformar los estatutos de los Seminarios Conciliares, pero siempre con la aprobación del Poder Ejecutivo. Con todo de que al fin del período constitucional se declaró que aquellos institutos estaban sujetos a los diocesanos, tal reconocimiento fue harto precario y nugatorio. El absolutismo no era capaz de desprenderse definitivamente de aquella «preciosa regalía».

Cosa semejante ocurría con el seminario de Cuenca, aunque en éste la mayor cuantía y el mejor arreglo de las rentas hacían menos difícil la situación. No hubo en él tanto vaivén de maestros y rectores como en Quito. El general Morales, Ministro de Gobierno de Rocafuerte, privó de su Cátedra de gramática latina al presbítero doctor José Ignacio Merchán; privación que, como luego veremos, fue objeto de justo reclamo ante el Congreso de 1837.

Observamos ya que antes de la Asamblea de 1835 había comenzado el proceso de la secularización del Colegio «San Fernando». El segundo   —342→   paso, en la vía dolorosa de la expoliación, fue el decreto orgánico de 20 de febrero de 1836, por el cual -según dijimos también- quedó incorporada la constitución del Convictorio en el plan general de estudios y el Estado asumió la administración de sus rentas por medio de un colector. El prior del Convento Máximo de Santo Domingo, fray Felipe Molina, reclamó contra aquella disposición que violaba el derecho de propiedad de la Orden sobre los bienes del Colegio. Mas, la solicitud misma del Prior dio asidero a Rocafuerte para dictar el decreto de 25 de los citados mes y año, en cuya virtud se consumó la secularización largamente meditada. Livianos son los argumentos con que el Presidente quiso cohonestar la medida indicada, en perjuicio de la Orden que había fundado y mantenido el plantel durante centuria y media228. El poder de modificar el Estatuto que se reservó el Rey en cédula de 21 de diciembre de 1694, poder que según el Decreto, residía también en el Ejecutivo, ¿le daba, por ventura, título para arrebatarlo a los legítimos propietarios?

Pretendió Rocafuerte que los religiosos dominicanos entregasen mansamente las rentas todas del instituto y compelió al padre fray Francisco Martínez, último rector, a que descubriese el paradero de ellas. Como no lo consiguiera, apeló a medios indirectos y hasta indecorosos a fin de lograr ese esclarecimiento; y el 21 de noviembre   —343→   mandó el Gobierno, a petición del Director general de estudios, doctor José Fernández Salvador, que el provincial explicase por qué los 20500 pesos impuestos a censo sobre el Obraje de Peguchi en favor del Colegio229 vinieron a reducirse a 13300; y por qué, diciéndose perdida la diferencia, los dominicanos cobraban para sí los réditos de 4000 pesos de dicha imposición. Ordenó asimismo al provincial que obligase al padre Martínez a presentar sus cuentas e inventarios de recepción y a exigir las de sus predecesores, ya que la comunidad entregó sólo poquísimos muebles.

Adujo el provincial buenas razones para justificar el que hubiesen pasado a constituir crédito directo de la Orden y no del «San Fernando» los indicados cuatro mil pesos de diferencia; y como al Gobierno no le pareciesen convincentes, insistió nuevamente en nota de 18 de diciembre en que el padre Martínez presentara su cuenta. ¿Llegó a formularla?

Hechas las reformas que exigía el Plantel, expedido el nuevo Estatuto, donde se dio más amplia cabida a las prácticas de piedad que a la instrucción religiosa (una sola vez por semana), reabriose solemnemente el 2 de octubre de 1837, después de la invocación de las luces del Espíritu divino.

El Presidente quiso exponer con tal motivo sus ideas sobre educación. En el discurso de estilo, se advierten principios nuevos para nuestro medio. Antes que nadie entre nosotros columbró la necesidad de la cultura corporal, de las ciencias físico-matemáticas y de los idiomas modernos,   —344→   sin perjuicio de las humanidades clásicas, para la formación cabal de la juventud. Al hablar de las bases esenciales de la educación, proclamó sin ambages que debía cimentarse sobre dos grandes amores: Religión y Patria.

Empero, excediendo manifiestamente su papel, el Presidente se propuso trazar nuevos derroteros a la enseñanza de filosofía, harto inconexa a la sazón; y lo hizo de muy mala manera, atestiguando así nuevamente la falta de sistema y enlace lógico de sus propios principios «por la primera vez, dijo, se presentará en nuestras aulas la Filosofía Escocesa, ostentando su mágico influjo en el descubrimiento de la verdad, renunciando a los penosos métodos de raciocinar».

Como en otra obra hemos indicado230, la introducción de la Filosofía de Reid y Smith, presentada en veste española por un gran amigo del propio Rocafuerte, el doctor José Joaquín de Mora, si no bien absoluto, era mal menor en aquellas circunstancias: el espiritualismo imperfecto e impreciso de la Escuela Escocesa significaba reacción contra la filosofía sensualista y materialista que se estudiaba en todas partes, desde fines del siglo anterior.

Mas, -y en esto consiste el error fundamental de Rocafuerte- en el mismo discurso recomendó la más peregrina amalgama filosófica, olvidando lo que acababa de insinuar:

«El mérito de la Filosofía inglesa en nada disminuye el brillo de los títulos qué nos presenta la Francia en las obras de Dumarsais, del Abate Desbrosses, Condillac, Desttut de Tracy y otros ideólogos. De todos nos aprovecharemos   —345→   para lograr el cultivo y progresos de la razón».



¿Qué fruto podía sacar la juventud de aquella abigarrada mezcla de espiritualismo y sensualismo?

Habló luego el insigne Magistrado de la filosofía moral, y aconsejó -¿cómo no había de hacerlo?- el libro de Paley, cuya traducción había obtenido, según recordará el lector, del canónigo Villanueva. ¡El mismo Varón que con tanto afán había ordenado la inquisición de libros prohibidos, se atrevía a recomendar uno de índole claramente protestante!...

Por fortuna, la filosofía no iba a ser enseñada por seglares, sino por religioso docto, el padre maestro fray Manuel Pérez. Secularizado el Colegio, la docencia pasó de unos frailes a otros...231.

Secularizó asimismo Rocafuerte la escuela de niñas llamada del Beaterio. El Obispo de Quito había accedido, como ya indicamos, a la fundación del colegio siempre que de algún modo se mantuviese el primitivo objeto del instituto. Mas, a poco, olvidada la condición, tuvieron que dejar la casa las desventuradas beatas, que allí vivían. El Obispo manifestó que la permanencia de unas cuantas mujeres honestas serviría eficazmente para la buena marcha del colegio; con todo, nada se hizo para complacer al meritísimo prelado. Sus concesiones se recompensaban con atropellos.

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Debió sin duda de haber vacíos y quizás notorios descuidos en la vigilancia de las alumnas, cuando el ilustrísimo señor Arteta en oficio de 14 de junio de 1836, dirigido al Ministro de lo Interior, viose obligado a representar la falta que hacían las mujeres recogidas en el Beaterio, y a pedir que se conservara por lo menos a algunas de ellas para los oficios domésticos, sin perjuicio del internado de niñas. A fin de facilitar este arreglo, ofreció el prelado adjudicar algunas rentas de obras pías.

Rocafuerte se denegó a escuchar, según barruntamos, los tímidos reparos del Obispo. En el Estatuto dictado el 12 de febrero de 1838, en que se confirió carácter nacional al colegio «Santa María del Socorro», nada hace vislumbrar el mantenimiento, siquiera fuese parcial, del primitivo fin. Cuán difícil y peligroso era, empero, la coordinación de objetos tan diversos, sobre todo si las mujeres recogidas habían sido antes personas de liviano vivir, como puede trasflorarse por el mensaje de Rocafuerte al Congreso de 1837: «La casa del Beaterio, escribió el fogoso estadista, que era el asilo del vicio arrepentido» se ha convertido «en la mansión de la inocencia, de la modestia y de las gracias».

Aquella edad de oro del colegio duró bien poco. A raíz de la terminación del periodo de Rocafuerte, en mayo de 1839, el obispo Arteta pretendió manifestar al Presidente -aunque luego decidió no enviar el oficio- que la instrucción era deficiente. De nada sirve, decía, que aprendan francés, «si no se cuida de la enseñanza religiosa, ni ejercitan a las niñas a leer con sentido los libros del propio idioma, ignoran enteramente la ortografía ni saben poner una carta». El   —347→   incidente con Wheelwright debió de arrebatar gran parte del crédito que tuvo el plantel en los primeros días.

El 19 de agosto de 1836 expidió el Gobierno un decreto por el cual mandó que, en el preciso término de tres meses, se abriesen escuelas en todos los conventos de varones de Quito y en el monasterio de la Concepción. Además, impidió232 que los religiosos dominicanos cerrasen el plantel de primeras letras del portal de «San Fernando», a causa de la privación de las rentas de este último instituto. La orden gubernativa era en buena parte innecesaria, porque casi todas las órdenes habían sostenido siempre con espontaneidad de celo sus planteles propios. Aun las religiosas de Santa Catalina, respecto de las cuales nada se había ordenado, costeaban enseñanza de niñas. La escuela de las Conceptas, en cuyo progreso se empeñó el Obispo de Quito con decisivo interés, llegó a ser una de las mejores de la capital.

Todos los nuevos planteles debían adoptar el sistema lancasteriano, entonces en gran boga, como si no fuese mero arbitrio pedagógico en escuelas de escaso personal docente. Un clérigo, el doctor Juan José Paredes, experto en la materia, fue comisionado por Rocafuerte para difundir el referido método de enseñanza.

La falta de maestros competentes obligó sin duda a Rocafuerte a acudir a un norteamericano protestante, llegado a Quito233 algún tiempo   —348→   antes y con quien el apasionado mandatario estableció estrecha vinculación de afecto. Llamábase Isaac Guillermo Wheelwright. No contento con darle cátedras principalísimas en la Escuela de Niñas del Beaterio (gramática castellana, aritmética y geografía), confiole la supervigilancia de los planteles primarios de Quito y la formación pedagógica de las maestras, especialmente en la metodología lancasteriana.

El cuáquero, que contaba con la benevolencia presidencial, no quiso o no supo guardar los deberes de la hospitalidad y de la política, como expresó acertadamente el doctor Joaquín Miguel de Araujo; y empezó a tomar medidas pedagógicas sospechosas y a dar otros pasos que inquietaron la delicadísima conciencia religiosa del país.

Vínole a Rocafuerte, probablemente inducido por Wheelwright, la manta pedagógica de recomendar la lectura de la Biblia a los niños. El Obispo, que quería coordinar a todo trance la cortesanía de su carácter con el respeto de los derechos de la Iglesia, manifestó el 14 de junio de 1836 al Ministro de lo Interior que el Concilio de Trento desautorizaba el uso de Biblias en Lengua vulgar sin notas, o sin auxilio de algún expositor católico; y pidió que se ocurriese por el Catecismo de Fleury reimpreso en Guayaquil. Sin embargo, consintió en que de las Biblias depositadas en la Tesorería del Estado se desglosaran los Libros Sapienciales y las Epístolas, a fin de que, bajó la dirección de los doctores José Chica y Matías Paz se encuadernasen y se dieran luego a los niños «con la cautela correspondiente». ¿Qué papel podían desempeñar en manos de inexpertos niños esos luminosos focos de difícil sabiduría?

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En los primeros días de 1838 el audaz e inteligente cuáquero publicó un papelucho intitulado Cuatro palabras a los sabios, encaminado a sostener el derecho de interpretación individual de la Biblia; derecho derivado del principio de universal sacerdocio que propugna el protestantismo luterano. Simultáneamente, el profesor del Beaterio hizo circular aun entre las niñas unas historietas que tenían el mismo intento de inducir al subjetivismo religioso.

Justamente alarmado el Obispo, se vio en la dura necesidad de iniciar información sumaria sobre la conducta de Wheelwright; y en fuerza de los datos que ella ofrecía, se dirigió el 8 de febrero al Ministro de lo Interior para exponerle cuán opuesto al principio constitucional de la religión del Estado, era confiar a los enemigos de ella la educación de la niñez, en esa edad que tiene «la flexibilidad de la cera para recibir las impresiones y la solidez del bronce para retenerlas». A modo de prueba, remitió el prelado varias de las publicaciones que habían visto la luz sobre la hoja Cuatro palabras a los sabios.

Algunos sacerdotes y frailes doctos habían, en efecto, refutado las doctrinas de Wheelwright. El doctor Joaquín Miguel de Araujo, cuya dolorosa experiencia era acicate de celo, el doctor José Jesús Clavijo234, el padre fray Manuel Herrera, el doctor Romo, etc., con mayor o menor destreza literaria, pero todos con solidez de ciencia, apedazaron la harto liviana del protestante americano. A estos contendores del norteamericano había abierto camino, con enérgico dictamen, el   —350→   ilustrado Promotor Fiscal del Obispado doctor José Chica. «La disputa con aquel inglés es una nonada, porque sus papeles son fruslerías», escribía el padre Solano al indicado padre Herrera.

«He visto dos escritos contra él y he hecho el juicio de que el autor que se titula individuo del Cabildo de Quito carece de todos los requisitos de un escritor; y sobre todo su estilo es muy lánguido y pesado. Mejor es la contestación al público. En fin es más tolerable que haya quienes digan verdades en mal castellano, que herejías en buen estilo. Aunque es verdad que Wheelwright, como extranjero, no puede manejar con brillantez nuestro idioma»235.



En su respuesta de 14 de febrero el inteligente Ministro González manifestó que, según la misma información remitida, Wheelwright no había dogmatizado, sino que había expuesto en privado sus opiniones religiosas y que, consiguientemente, no se había apartado de los derechos conferidos a los extranjeros por la ley de 22 de agosto de 1821. Añadió, empero, que el Presidente

«así como se halla resuelto a sostener en cumplimiento de sus deberes la religión santa que profesamos, y a no permitir que ella sufra la menor mengua, no encuentra tampoco por ahora un motivo plausible para que esta causa pueda llevarse adelante, debiendo por tanto cortarse en el estado en que se halla».



Mandó, además, que Wheelwright se abstuviese de difundir impresos de las Sociedades Bíblicas y cuidara de recogerlos; y que la Dirección General de Estudios ejerciera asidua vigilancia a fin de «que de ninguna manera se alteren ni perviertan los principios de la religión del Estado». Por último, pidió al Obispo que «corrigiera»   —351→   al Promotor Fiscal, quien con «falso celo» había formulado «irreflexivo parecer» sobre aquel asunto, previniéndole que no publicara, sin licencia de su prelado, ningún documento oficial. Las prensas de Quito recibieron orden ejecutiva de no editar cosa alguna sobre el incidente. La polémica quedó terminada manu militari.

Olvidemos ya este penoso incidente, en que Rocafuerte navegó entre las olas turbias de la indecisión y del compromiso, para recordar glorias más auténticas suyas.

El 20 de diciembre de 1836, nombró el Presidente para Encargado de Negocios en Francia y España y ante la Santa Sede al meritísimo repúblico y ex vicepresidente doctor José Modesto Larrea236. Es verdad que se le dieron instrucciones excesivamente circunscritas, pues Larrea no pensaba trasladarse en persona a Roma; mas, de todos modos el solo nombramiento era testimonio fehaciente de respeto a la Silla Apostólica y confesión de la necesidad de entrar en relaciones con ella.

Las instrucciones se limitaban a encargarle que solicitara reducción de días de fiesta y otorgamiento de «facultades omnímodas» a los obispos en punto a matrimonios, secularizaciones y dispensas de todas clases.

En febrero de 1838, comunicó Larrea al Gobierno que había gestionado y obtenido desde París la gracia pontificia de la disminución de días festivos, numerosos antaño. Rocafuerte escribió directamente al Papa para apremiarle a la dispensación de aquel favor, el 9 de enero de   —352→   aquel mismo año; pero la reducción estaba ya concedida por bula de 15 de diciembre del anterior, que sólo hace mención de la solicitud del ilustrísimo señor Arteta, transmitida por monseñor Baluffi.

Las fiestas de precepto quedaron reducidas, aparte de los domingos, a la Circuncisión, Epifanía, Ascensión, Corpus Christi y Navidad del Señor; a la Purificación, Anunciación, Asunción y Natividad y Concepción de la Santísima Virgen, a la de San Pedro y San Pablo y conmemoración de todos los Santos. De su parte, el ilustrísimo señor Arteta, en virtud de privilegio singular del Pontificado, dispensó por diez años a los campesinos de la misa y obligación de no ocuparse en trabajos serviles, en las fiestas de la Ascensión del Señor, Purificación y Concepción de la Madre de Dios y de Todos los Santos. Rocafuerte vio así fácil y plenamente realizado uno de los puntos del programa de reforma religiosa enunciado en 1835. Había contado con la autoridad legítima; y ésta, en justa correspondencia, no vaciló en atender las súplicas del Ecuador.

Otra felicísima gestión del doctor Larrea fue la del reconocimiento del Ecuador por la Santa Sede. Al llegar a Guayaquil, de regreso de Francia, el 13 de febrero de 1839, dio nuestro Enviado al Ministerio de Relaciones Exteriores «la plausible noticia de la decidida disposición de la Santa Sede a reconocer explícitamente la independencia y soberanía del Gobierno del Ecuador», disposición -decía- garantizada por el Cardenal secretario. Larrea felicitó al Ejecutivo por ese acto no sólo honroso sino necesario, «para que la milicia papal que existe en el Ecuador   —353→   vea con más respeto el Gobierno de quien depende». El reconocimiento llegó, en efecto, a la vuelta de poco tiempo, con general júbilo de los ecuatorianos todos de los unos, por móviles religiosos; de los otros, por motivos de orden político e intereses gubernamentales.

Como se ve, paulatinamente la Cancillería ecuatoriana dio mayor extensión al encargo diplomático del señor Larrea. Éste se ocupó también en las primeras gestiones conducentes a la división de la diócesis de Cuenca, erección de la de Guayaquil y nombramiento de los respectivos prelados. Para estos pasos valiose como apoderado del que había de ser muy luego nuestro encargado oficial de negocios, don Fernando de Lorenzana, quien a la sazón servía a Nueva Granada. Hombre bienquisto en Roma, Lorenzana hizo cuanto pudo, durante largos años, en beneficio de los intereses religiosos del Ecuador, obteniendo apenas irrisorias recompensas por sus útiles labores.

Por algún tiempo, todo parecía favorecer los planes político religiosos de Rocafuerte. Al mejor éxito de sus anhelos, vino a contribuir el envío de la primera Internunciatura a Nueva Granada, con jurisdicción sobre nuestra patria. Monseñor Cayetano Baluffi, Obispo de Bañorea, futuro Cardenal, varón inteligente, culto y hábil, recibido con ceremoniosa frialdad en Nueva Granada, se dirigió el 21 de abril de 1837 a Rocafuerte, comunicándole el carácter de que estaba investido y pidiéndole que «se dignase de emplear sus valiosísimos oficios en beneficio de la religión católica, que fue siempre el mejor apoyo de todo gobierno».

Apresurose nuestro Presidente a contestar (23   —354→   de mayo) a Baluffi en términos lisonjeros, felicitándose por la nueva prueba de paternal benevolencia dada por Gregorio XVI a estas Repúblicas con la designación del Delegado, y ofreciendo su concurso para «la difusión de la moral evangélica».

«Intérprete, dijo al terminar, de los sentimientos que animan al pueblo que tengo el honor de presidir, y de su fiel adhesión a la Santa Sede, me congratulo de tener esta ocasión de transmitirlos a V. S. I. para que elevados al conocimiento de su Santidad, colmen de alegría su alma piadosa y merezcan su bendición apostólica».



Monseñor Baluffi gestionó, con celeridad muy del gusto del magistrado ecuatoriano, la reducción de los días festivos; aprobó la Confraternidad de Beneficencia de San Juan de Dios; concedió benévolamente numerosas secularizaciones, ciñéndose empero de modo irrestricto a las exigencias canónicas; y atendió, como veremos luego, no sólo con ejemplar cortesanía sino con verdadera simpatía para el Ecuador y su gobierno, las diversas solicitudes que se le hicieron durante el período en que nos ocupamos.

Anhelo antiguo del pueblo y de los Poderes públicos, desde la iniciación de la era republicana, había sido la erección del obispado de Guayaquil, desprendiéndolo de la vasta diócesis de Cuenca. En 1836 volvió a preocupar el problema a la Nación. Con todo, Rocafuerte no mostró prisa alguna, según se deduce de la carta al general Flores fechada el 19 de octubre de ese año, que merece transcribirse por muchas razones:

«Yo estoy también muy deseoso de complacer al Canónigo Torres, es hombre de luces, de conocimientos, y eclesiástico despreocupado; mi intención es nombrarle, es decir proponerle para Obispo de Cuenca, en el caso de   —355→   que Garaicoa renunciase la mitra, pero como éste insiste en que se reclame del Gobierno de Bogotá los dos mil pesos que mandó a Roma para sus bulas, las que quizás vendrán de un momento a otro, por los reclamos que hemos hecho de esa cantidad, y de la que se apropió el señor Vargas encargado de Negocios en Roma de la Nueva Granada, será casi imposible proponer en este Congreso a nuestro amigo Torres para el Obispado de Cuenca.

»En cuanto al de Guayaquil es preciso erigirlo primero, y esto pide tiempo; este negocio requiere mucha circunspección, primeramente porque hemos de tratar de preparar el país a una abolición de diezmos, sin la cual no podrá nunca adelantar nuestra agricultura. ¿Creería U. que por los datos que hemos recogido, los diezmos han extraído de la agricultura diez millones de pesos aproximadamente en el término de 36 años? A la reforma de los diezmos sigue la disminución de las rentas de los Obispos, que son excesivas, comparadas al estado de pobreza y miseria del país.

»Nunca tendríamos paz ni progresos de civilización si tuviéramos tres Obispos con 12 a 15000 pesos anuales. La imprevisión del Gobierno de México que en el año 31 nombró a seis obispos con rentas más cuantiosas que el Ejecutivo, ha sido causa de la guerra de religión que se suscitó en el año 34 y demás calamidades que hemos presenciado. El único clérigo que está al alcance de las ideas del siglo y puede ser útil al país y a la religión es el Canónigo Torres, y me alegraré que sea Obispo cuanto antes, pero después de haber arreglado el importante asunto de los diezmos, y de las rentas episcopales»237.



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A poco, empero, cambió el Presidente de parecer; y sin exigir el previo arreglo del problema de los diezmos, fantásticamente exagerado por él, nombró, una vez acordada la erección de la diócesis de Guayaquil por el Congreso de 1837 a las señores Francisco Javier de Garaicoa y Pedro Antonio. Torres para Obispos de aquella ciudad y de Cuenca, respectivamente.

De seguida, Rocafuerte ordenó a los electos que prestasen el juramento requerido por la Ley de Patronato. Como Garaicoa no quisiese emitirlo mientras el Papa no hiciese la erección canónica, el Gobierno, que miraba el patronato, cómo «una de sus más preciosas prerrogativas», dispuso que el benemérito sacerdote guayaquileño, lo prestara sin réplica.

Obtenida la aquiescencia del Senado el 25 de abril, el ministro González suplico al cardenal Lambruschini, Secretario de Estado, que accediera a la división de la diócesis y a la presentación simultánea de los obispos para ambas secciones. Además, el mismo día encareció al Ministerio de Relaciones Exteriores de Nueva Granada que recomendara a su ministro, en Roma (éralo aun el señor Tejada) la interposición, de   —357→   sus buenos oficios, a fin de que fuesen instituidos ambos candidatos.

En autógrafa para el propio Pontífice Gregorio XVI, fechada también el 25 de abril, explicó Rocafuerte las razones que le movían a impetrar la partición del obispado de Cuenca, ya reclamada por Bolívar muchos años antes. Así lo exigían, en su concepto, las dificultades que tenía el obispo para administrar la parte costanera de su diócesis, la diversidad de climas, lo intransitable de los caminos, etc. Las afirmaciones del Presidente iban robustecidas con documentos fehacientes, inclusive la carta geográfica del territorio diocesano. Como bien decía el Presidente, ninguno de los cinco obispos conquenses había podido practicar la visita sino en pequeña parte de su jurisdicción.

Para estimular a la Santa Sede al pronto despacho de tan apremiante como justo reclamo, Rocafuerte manifestó que la benevolencia con que Ella había atendido las peticiones de Nueva Granada, suscitaban «en el pueblo del Ecuador la más grande confianza de que sus necesidades espirituales hallarán igualmente en la paternal solicitud de V. B. una tan benigna acogida que no puede menos sino acelerarles el remedio». Y el estadista liberal, que rompía en ocasiones en agrias declamaciones contra Roma, no vaciló en suscribir «vuestro muy humilde y obsecuente hijo».

El 3 del siguiente mayo, el mismo ministro coronel González escribió directamente a Tejada para empeñarle en la división de la diócesis;

«El Presidente, le decía, considera de vital importancia que las mitras se den a personas que, como Torres y Garaicoa, gozan de una reputación sin tacha y que por   —358→   sus acreditados talentos y anhelo por la conservación de la religión le inspiran la confianza de corresponder a sus patrióticos y piadosos deseos».



El 15 de febrero de 1838, Gregorio XVI premió las gestiones de Rocafuerte con la erección canónica de la diócesis de Guayaquil y comisionó al Obispo de Quito para la ejecución de la bula. A poco fue preconizado el ilustrísimo señor Garaicoa, digno de honrar su frente con la mitra.

El 10 de abril anterior, Larrea comunicó de París que Lorenzana decía haber dificultades, relativas a la persona, para la institución del deán doctor Torres. A fin de vencerlas, el 4 de septiembre volvió Rocafuerte a escribir al Papa, enalteciendo la personalidad del candidato, «representante del patriotismo y gloria» de la época bolivariana. Me fijé en él, añadía, por ser

«el eclesiástico más capaz por su ilustrada prudencia y espíritu conciliador de gobernar la santa Iglesia de Cuenca, y de hacer desaparecer el estado deplorable de cisma y de relajación en que se halla después de haber permanecido 20 años en la más lamentable orfandad».



Encomió, por último, los servicios que Torres había prestado a las iglesias de Cuzco y Quito, como Deán, Rector de seminarios y Vicario General; y se permitió insinuar que la envidia de otros aspirantes era la causa retardadora de la institución.

En noviembre fueron nuevas insistencias a Lorenzana y al Cardenal Secretario. En carta a este último tornó el general Daste a encarecer los merecimientos de Torres; y expuso la extrañeza del Gobierno porque no se tomase en debida cuenta, así la larga viudez de la Iglesia cuencana, como el anhelo del Poder Público en pro de ella.

No pudo lograr Rocafuerte, en su período, el   —359→   término de aquel episodio. La carta del mismo magistrado a Flores que hemos trasladado poco ha, deja vislumbrar el porqué de las dificultades y temores de Roma. Torres pasaba por eclesiástico despreocupado...

La postergación del nombramiento de éste no fue parte a retraer a Rocafuerte del envío de la solicitud para la erección de la Iglesia quiteña en metropolitana, solicitud datada el 10 de diciembre de 1838. Aquella carta lleva esta terminación: «Con sentimientos de la más profunda veneración, tengo la honra de suscribirme de V. B. el más fiel y obediente hijo». ¿Era dicha fórmula mero rito protocolario, desnudo de sinceridad?

En agosto llegaron las bulas y comenzó el Obispo electo de Guayaquil238 a ejercer su autoridad; y, a mediados de octubre, el ilustrísimo señor Garaicoa, «varón verdaderamente apostólico»239, según decía el ministro González en admirable nota de enhorabuena, recibió la unción episcopal de manos del ilustrísimo señor Arteta. En carta   —360→   de 17 de ese mismo mes, Rocafuerte escribió a Flores:

«El domingo se consagró Garaicoa, la función de iglesia estuvo magnífica, concurrió un gentío inmenso; como fui su padrino, le di ese día un convite, al que asistieron los Obispos, los Canónigos, los provinciales de los Conventos y algunos clérigos; de modo que el palacio se convirtió en la imagen de un Concilio».



Deseoso de complacer al primer pastor de la diócesis de Guayaquil, Rocafuerte le prometió que solicitaría de la Legislatura el restablecimiento del seminario fundado por el ilustrísimo señor Cortázar; y así lo hizo. Por decreto de 18 de febrero, de 1839, aquella mandó entregar al señor Garaicoa la casa del plantel y todas sus pertenencias y reconoció que el «San Ignacio» debía estar bajo la inspección del diocesano.

La benevolencia y prontitud con que la Santa Sedé atendió a la división de la diócesis de Cuenca, no fue parte para evitar que el regalismo de Rocafuerte interviniese sin título alguno en asuntos relativos a la vida económica de los dos obispados. Por decreto de 15 de noviembre de 1838, el Presidente, ejecutando y en parte excediendo lo dispuesto por la ley de 17 de abril del año anterior, determinó que sólo hubiese seis canónigos, en cada uno de los cabildos; y dictó gravísimas disposiciones sobre diezmos, las cuales, por ser de notoria incumbencia legislativa, acordó someter al conocimiento del próximo Congreso. Según el artículo 3.º de dicho decreto, el ramo de diezmos se convertía en impuesto fiscal; los remates debían verificarse en las Tesorerías de Hacienda, cómo cualquier otro gravamen del Estaco. Los sueldos de los obispos se pagarían en adelante por el Tesoro Público.

Retrato de Francisco Javier de Garaicoa

Ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don Francisco Javier de Garaicoa, Primer Obispo de Guayaquil y segundo Arzobispo de Quito

  —361→  

El cabildo de Cuenca, aceptando con humildad regalista la parte fundamental del decretó ejecutivo, hizo en nota de 12 de diciembre siguiente, observaciones de detalle sobre tales o cuales vacíos. En efecto, se había atendido en el decreto los cargos de importancia; pero el patrono nada decía acerca del personal secundario de las iglesias catedrales, necesario para el buen servicio del culto, como los capellanes de coro, acólitos, etc. Rocafuerte, accedió en parte a los deseos de la mencionada Corporación conquense, asignó cuatro mil pesos para los objetos indicados y destinó cinco mil más a la fábrica de la Catedral de Guayaquil.

Dijimos ya que Rocafuerte no vislumbró cuáles eran los medios conducentes a la reforma radical de la situación monástica. La misma apelación al Poder Legislativo para que conjurase ese humillante estado de los claustros, revela que no llegó a entender la verdadera faz de tan espinoso problema. Mas, la Historia sería parcial si no aplaudiese un acto suyo, eficacísimo, no para extirpar definitivamente el mal, sino para mitigarlo.

Referímonos a la nota de 1.° de mayo de 1838, en que pidió al ilustrísimo internuncio señor Baluffi, que confiriese al Obispo de Quito la facultad de nombrar visitadores de todas las órdenes y aun del Monasterio de Santa Catalina, respecto del cual juzgaba que debía cerrarse o pasar a la jurisdicción del Ordinario. Propuso, además, el Gobierno que la duración del cargo de los Visitadores fuese prolongada; porque de lo contrario, decía, «miran su autoridad como efímera y prevalecen las intrigas» de las facciones monásticas dominantes.

  —362→  

Monseñor Baluffi encomió en su respuesta, de 5 de junio el celo del Gobierno y accedió en principio a la medida; pero manifestó que, si bien estaba autorizado para delegar sus facultades, el delegado no podía transferirlos a su vez. En tal virtud pidió al ilustrísimo señor Arteta, le indicase las personas merecedoras de ese alto cargo, a fin de enviarles directamente los nombramientos.

Cumplió el Obispo de Quito con la rapidez requerida el encargo del Internuncio; y este en breve de 7 de agosto del mismo año, designó para Visitadores, por un trienio, del monasterio de Santa Catalina y de las Órdenes Dominicana, Franciscana, Agustiniana, Mercedaria y Betlemita, respectivamente, al doctor Manuel Orejuela, a las padres fray José Joaquín Becerra Ordo Praedicatorum, fray Narciso Segura Ordo Minimorum, fray Antonio Pastor O. A. y fray Mariano Bravo de Borja y al doctor Pedro Bou.

Rocafuerte no alcanzó a ver en su período la iniciación de la visita. A pesar de las observaciones del ilustrísimo señor Arteta, sometió el breve al exequátur del Congreso. El meticuloso regalismo de los gobiernos ponía treguas a los mejores proyectos de reacción religiosa.

Comenzó en tiempo de Rocafuerte la presión gubernamental sobre Obispos y Delegados Apostólicos, para la secularización de regulares, medio fácil de extinguir, paulatinamente los claustros a pretexto de relajación, sin hacer nada o casi nada para curarla. Se solicitaban por tan livianos motivos y era tanta la versatilidad de los religiosos, que muchos después de haber alcanzado él breve permanecieron en la Orden, como los padres mercedarios José Dávalos, Mariano Auz, Benigno Larrea y Vicente Ruiz. Todos ellos   —363→   prestaron después servicios a su instituto; los dos primeros abrazaron dócil y santamente la reforma en 1870.

Rocafuerte ejerció, al hilo de su predecesor, el derecho de veto de los nombramientos conventuales, a título de pase. Empero, la objeción fue siempre por motivos elevados, no por simples prejuicios o intereses políticos.

La concesión del exequátur o pase fue reputada por los cesaristas como una de las primeras y más esenciales facultades del patrono. Rocafuerte obró como todos en este punto240; y, como todos también, trató de impedir la comunicación directa de la Iglesia con Roma. El Estado se convertía en intermediario obligado entre los fieles y la Santa Sede y sus representantes.

Aun en las postrimerías de su azarosa y brillante administración, vemos al Presidente suspender el pase a un rescripto de monseñor Baluffi, por el cual erigía, a petición del doctor Miguel Valdivieso, cura de la Matriz de Loja, la cofradía del Sagrado Corazón de Jesús en esa ciudad: ¡¡Valdivieso no había solicitado la gracia por medio del Gobierno Pontífice!!...

Si Rocafuerte prestó apoyo a la acción externa de la Iglesia, exigió también el auxilio de ella para la defensa de la paz y el refrenamiento de la anarquía, como lo hizo especialmente en nota de 14 de marzo de 1838, ante una de las perversas sublevaciones militares. La Iglesia rodeó a Rocafuerte y empleó toda la eficacia de su cooperación para el retorno de la pública tranquilidad. Las órdenes religiosas, no obstante las   —364→   dictatoriales providencias con que a veces ofendió a algunos de sus miembros, guardaron admirable compostura política, como lo reconoció en el mensaje de 1839.

Luces y sombras: tal debió ser el título de este parágrafo. La intervención de Rocafuerte en el orden eclesiástico no sigue la línea recta, ni ofrece orientación segura. Sus grandes ideas quedaron estériles, por falta de conocimiento de los recursos que la Iglesia posee para el reflorecimiento de las sociedades, cuando se respeta su divina libertad. Política de vacilaciones la suya: un día le vemos llamarse hijo fidelísimo de la Iglesia; y, al siguiente, apoyar a los perturbadores de la fe. ¡Lástima grande encontrar aquella femenil voltariedad en el varón más ilustre de cuantos gobernaron el país hasta 1859!241




V. Legislatura de 1837

Abriose el Congreso extraordinario de 1837 el 3 de enero, y el 15 la Legislatura ordinaria. Dos sacerdotes, los arcedianos de los Coros de Quito   —365→   y de Cuenca honraban el Senado, como representantes de las provincias de Pichincha y Azuay: los doctores José Miguel de Carrión y Valdivieso y Miguel Rodríguez. Manabí envió como diputado suyo, al doctor Evaristo Nieto, benemérito individuo del Coro de Cuenca. A la Legislatura de 1839 concurrió, además, el doctor Manuel Orejuela, canónigo de la Catedral de Quito.

Muy parco estuvo Rocafuerte, en lo tocante a asuntos eclesiásticos, en sus mensajes a la Legislatura del 37. Previó agria oposición y no quiso encenderla más hiriendo los sentimientos religiosos del país. Aquellas piezas son los mejores monumentos de su gloria como estadista.

Sin embargo de la mesura del Ejecutivo en sus mensajes, la Legislatura ocupose largamente en negocios de orden eclesiástico, algunos beneficiosos para la abatida condición de la Sociedad Espiritual, como la división del obispado de Cuenca. Esta división y la consiguiente erección de la diócesis de Guayaquil eran problemas que, en países donde ambas Potestades se reconocen mutuamente su soberanía, los resuelve de modo libre e independiente la iglesia. Mas, el patronato hacía imprescindible que la erección civil precediese a la canónica, so pena de dar origen a insanables conflictos.

Sin grave oposición pasó en ambas Cámaras la ley respectiva, que lleva fecha de 17 de marzo. El doctor Pedro José de Arteta, pidió en el Senado la adición de un artículo, que salvaba en gran parte el principio del respeto a la Silla Apostólica.

«El Poder Ejecutivo dirigirá a su Santidad las preces convenientes para que acceda a la erección del nuevo Obispado de Guayaquil, acompañándole los documentos   —366→   respectivos que acrediten la necesidad de esta medida, y el que cada una de las diócesis quedará con rentas bastantes para sostener sus gastos con el decoro correspondiente».



Sancionada la ley, el Gobierno consultó para la aprobación del Senado los nombramientos de obispos de Guayaquil y Cuenca conferidos en favor de los doctores Francisco Javier de Garaicoa y Pedro Antonio Torres, Deán de Quito. El doctor José Miguel de Carrión, intrépido defensor de los fueros de la Sociedad Espiritual, sostuvo con insistencia que no debían hacerse los nombramientos ni las presentaciones respectivas a la Santa Sede, mientras ésta no confirmara la erección del nuevo obispado. Manifestó, además, que parecía anómalo proponer al ilustrísimo señor Garaicoa para obispo de Guayaquil, estando pendiente la presentación del mismo para el obispado de Cuenca, hecha por el Libertador.

Replicáronle el Presidente del Senado general Flores y el Ministro de lo Interior: sostuvo el primero que los derechos de la Santa Sede quedaban intactos con la presentación simultánea de la solicitud de división y nombramiento de obispos; y el segundo, que no habiendo Garaicoa prestado el juramento prevenido por la Ley de Patronato, ni entrado al gobierno de la diócesis de Cuenca, durante ocho años, la antigua proposición del Libertador no era óbice para la nueva. Otros senadores, defendieron igualmente la doctrina del general Flores, fundada en el mero tenor de la Ley de Patronato; mas, tan graves parecieron las nuevas razones del doctor Carrión que el Vicepresidente del Cuerpo, doctor Marcos, propuso con unánime beneplácito que se comunicasen al Ejecutivo las reflexiones emitidas, a fin de que,   —367→   si lo juzgare conveniente, presentara a Torres para Guayaquil y a Garaicoa para Cuenca.

El Ejecutivo mantuvo su criterio. Afirmose en éste con la rotunda negativa del señor Garaicoa a aceptar otra diócesis que la de su lugar natal, donde residía y cuidaba a su familia. El Congreso no insistió en su parecer; y, creyendo conciliar la urgencia de la erección con los principios canónicos, aprobó una moción de don Diego Noboa, por la cual se insinuó al Poder Ejecutivo que no obligase a los Obispos electos a posesionarse de las respectivas diócesis, mientras no se recibiera la ratificación de la Silla Apostólica. Opusiéronse los senadores Roca y Arteta, porque la Ley de Patronato, génesis de todo atropello de la disciplina eclesiástica, disponía lo contrario; y el Senado tuvo que contradecirse y renunciar a aquella medida conciliatoria. Aprobáronse, en consecuencia, los nombramientos de los Obispos, con la sola oposición de los senadores Carrión y Pallares. El doctor Carrión presentó luego luminoso voto razonado, en que reveló una vez más la entereza de su adhesión a la Silla Apostólica, y el anhelo de que no se festinaran los negocios eclesiásticos. La Historia, empero, no podrá aprobar la resistencia del ilustre Arcediano de Quito a la división misma: si bien la inopia del Tesoro, y la constante inclinación del Estado a apropiarse de las rentas eclesiásticas, desatendiendo intereses vitales de la Iglesia, hacían difícil e inseguro el mantenimiento económico de la diócesis de Guayaquil, no era menos evidente la impostergable necesidad de la erección, por las razones sintéticamente expuestas en la parte motiva del decreto respectivo. El obispado debía existir, aunque no tuviese   —368→   rentas suficientes para sostener numeroso y selecto senado episcopal. La honrosa miseria de la diócesis sería parte para más meritorio apostolado...

Aunque la erección del obispado de Guayaquil se hizo previniendo el juicio de la Silla Apostólica, fue en todo caso testimonio de celo por los intereses espirituales de aquella considerable sección del territorio patrio. Mas, los legisladores, excediendo notoriamente su competencia, discutieron un proyecto por el cual se fijó, en seis el número de prebendas de los Coros de Cuenca y Guayaquil. Con tal ley se privó, de la necesaria libertad al Pontificado para disponer acerca de punto esencial en la vida de una diócesis. Sólo los senadores Carrión y Arteta salvaron su voto acerca de esa medida que invadía, inescrupulosamente, el campo del legislador eclesiástico. También en el Coro de Quito se pretendió suprimir algunos cargos, con mengua de la eficacia del servicio de esta Iglesia, y a pesar de que se quería honrarla con el brillante título de metropolitana. El Ejecutivo, haciendo, pie en aquella ley, nombró el 26 de diciembre de 1838 los seis canónigos que debía haber en las diócesis de Cuenca y Guayaquil242.

La ley de 17 de abril de 1837, en que se efectuaron los arreglos relativos a Coros de Guayaquil y Cuenca y se erigió en metropolitana la Iglesia de Quito, tuvo otras disposiciones trascendentales que no podemos callar. De acuerdo   —369→   con las ideas del propio Presidente de la República, expresadas en la famosa carta de 19 de octubre de 1836 dirigida al general Flores, el Legislador secularizó el diezmo de la diócesis de Guayaquil, mandó que se recaudara por las tesorerías de Hacienda y que los emolumentos de obispos y canónigos se determinaran en el presupuesto fiscal. El Estado, pues, no contento con retener el tercio del diezmo, echó mano de la renta íntegra, convirtiéndola en, impuesto civil, con gravísimo perjuicio para la autonomía de la Iglesia y evidente expoliación de sus rentas. No habríamos vacilado en calificar de sacrílega dicha expoliación, si en ella no hubiese sido parte la deplorable confusión de los dos Órdenes, peculiar de esa época.

El Legislador del 37 pretendió asimismo eximir del diezmo a muchas plantaciones. ¿Por qué el Estado no negociaba un acuerdo con la Iglesia sobre tan delicados puntos, si quería aliviar la agricultura patria, en vez de intervenir en el ámbito privativo del Poder Espiritual? El Obispo de Quito y su cabildo dirigieron con este motivo larga y discreta solicitud a la Legislatura, ponderándole el menoscabo que habría causado a la diócesis de Quito aquella medida. El diezmo, según dicho documento, quedaba reducido a cuarenta mil pesos; y deducidos el tercio que se reservaba el gobierno y las demás rebajas acostumbradas, apenas sobraba alrededor de ocho mil para el sostenimiento de diez y ocho individuos del cabildo. Los legisladores que a todo trance anhelaban llevar adelante la exención del diezmo en favor de determinados productos, debieron de trabajar, a no dudarlo, para que se   —370→   redujera el número de individuos del Coro fijado por la bula de erección de la diócesis.

Al mismo tiempo que la Legislatura de 1837 privaba al clero del galardón de los ascensos con la disminución de las sillas de canónigos, dio a éstos beneficio trascendental: el de la jubilación con la mitad de la renta, los dos tercios de ella, o con la totalidad, según hubiesen servido treinta, treinta y cinco o cuarenta años, respectivamente. Este derecho fue concedido a petición de los arcedianos de Quito y Cuenca.

En otros asuntos relacionados con la Iglesia, anduvo el Congreso más escrupuloso: repuso en su cátedra de latinidad del seminario de Cuenca al doctor Merchán, indebidamente privado de ella por el Ministro Morales; resolvió de modo definitivo que, a costa del fisco, se satisficiese el valor de los bienes confiscados al célebre Magistral Rodríguez Soto, y donados al Mariscal de Ayacucho; y, en fin, aunque por razones de mera solidaridad entre los Estados americanos, dictaminó que los eclesiásticos pertenecientes a otros países podían conservar en el nuestro el goce de las capellanías durante su vida. En este punto, el Congreso se manifestó aun más severo que el Obispo de Quito, quien había pedido que las capellanías fundadas en su diócesis perteneciesen exclusivamente a sacerdotes de ella, con lo cual quedaban privados, de sus derechos los clérigos que, en virtud de la separación del obispado de Pasto, no integraban, ya el Clero quitense.

A solicitud del padre Elorza, el Congreso declaró fiesta de Tabla la de la Santísima Trinidad, que anualmente, se celebraba en la iglesia de los padres Camilos (la actual Compañía); y, por insinuación   —371→   de don Tomás de Carcelén, síndico de la Cofradía del Viático establecida en la Iglesia Matriz de Quito, dio igual carácter a la festividad de Cuasimodo.

La secularización del Colegio de San Fernando fue objeto de largos debates en ambas Cámaras. La de Diputados pidió dictamen a la Comisión de Instrucción Pública, compuesta por el presbítero doctor Evaristo Nieto y los señores Ramón Aguirre y Atanasio Carrión; y ésta informó que dicha providencia era legal, por haberla autorizado previamente la Constituyente de 1835. Sin embargo, la Comisión sostuvo que los padres dominicanos conservaban derecho para servir como catedráticos del plantel, siempre que su enseñanza estuviera de acuerdo con el reglamento general de la materia. Pretendió, pues, aquel dictamen conciliar intereses incompatibles y servir a dos señores: el Gobierno y la Orden atropellada.

Como reclamase contra el decreto de secularización el provincial de los dominicanos, la Comisión de Instrucción Pública volvió a opinar en el sentido de que se estuviese a lo resuelto por la misma Constituyente; o sea, que se sacasen a concurso las cátedras, admitiéndose en él toda clase de personas. Este informe, en que evidentemente se eludía toda afirmación categórica, fue rechazado por la Cámara.

El diputado Pareja defendió desenfadadamente el decreto ejecutivo; y tuvo la osadía de aseverar que, obligados con voto los dominicanos a defender las doctrinas del Angélico, opuestas a las luces del siglo, especialmente en lo atañedero a física y astronomía, carecían de competencia para educar a la juventud. El doctor Nieto, al impugnar esas temerarias afirmaciones, precisó su   —372→   informe sobre el derecho de la Orden Dominicana, y sostuvo gallardamente la perdurabilidad de las doctrinas filosóficas esenciales del gran Doctor de Aquino, las únicas a que se refería el voto de aquella religión eximia. «Sólo la ignorancia, añadió sagaz y oportunamente, ha podido sujetar a los Padres de Santo Domingo a las doctrinas de Santo Tomás en cuanto a la Física general y a la Astronomía»243.

Nada valieron las juiciosas reflexiones del sacerdote azuayo. A pesar de que, respetando el derecho de la Orden, se le podía constreñir a enseñar con mayor eficacia y criterio moderno las ciencias físico-matemáticas, la Cámara de Diputados aprobó la secularización; y como observara que el Senado tardaba en seguir sus pasos, le instó para que cuanto antes acogiera también la dictatorial medida de Rocafuerte.

La Comisión de lo Interior reconoció en el Senado que los dominicanos eran «acreedores en todos tiempos a la gratitud pública, porque desprendiéndose de una parte considerable de sus rentas abrieron un nuevo canal a la educación de la juventud». Pero, agregó: «la civilización del siglo demanda hoy un nuevo plan para el expresado colegio; plan que no estará de acuerdo con la enseñanza que allí ha existido». En consecuencia, opinó que debía aceptarse el decreto ejecutivo. Sólo el doctor José Miguel de Carrión, siempre valeroso en la defensa de los derechos de la Iglesia, tuvo la entereza de emitir   —373→   opuesto parecer244. ¿No se podían adoptar nuevos programas y métodos, conservando la Orden la propiedad del instituto por ella fundado y sostenido?

Dijimos alguna vez que el Legislador se había disfrazado de monacillo para dictar la célebre Ley de Funerales de 1837, cuyos autores fueron Martínez Pallares y Tola245. Pero debemos reformar nuestro criterio; porque fueron, sin duda, los monacillos, diestros en minucias de iglesia, los que se vistieron del ropaje del Legislador. Evidentísimo que éste debe intervenir a veces, para reprimir excesivas manifestaciones suntuarias en la pompa fúnebre, propicias a las rivalidades de vanidad. Sin embargo, disponer sobre el número de ceras en los templos, dobles de campanas, etc. era muy propio del genio de José II, el Rey Sacristán.

Entremos ya a hablar de otras medidas más discutibles y delicadas: las referentes a regulares.

El coronel Antonio España, Senador por Imbabura, apoyado por el de Chimborazo, don Ambrosio Dávalos, presentó un proyecto conducente al restablecimiento de la ley de 28 de julio de 1821 sobre supresión de conventos menores. No tuvo tiempo la Legislatura para terminar la discusión de aquella medida con que se iniciaba la reacción en favor de las leyes antirreligiosas de la Gran Colombia; mas, sí alcanzó a expedir un decreto por el cual restableció el de 4 de marzo   —374→   de 1826, relativo a la edad para la profesión de regulares.

Promotor de esa restauración de ley odiosa en extremo, abolida por el Libertador a causa de los perjuicios que irrogó a los institutos religiosos, fue el diputado por Cuenca don Atanasio Carrión. Cohonestola con el especioso pretexto de conservar en su vigor la moral y disciplina monásticas, e impedir que estos «benéficos establecimientos» fuesen nocivos a la República. Mas, la postergación del ingreso a las órdenes hasta los 26 años, no tenía otro fin que extinguirlas paulatinamente; porque las vocaciones religiosas difícilmente pueden conservarse, sin asiduo cultivo en los mismos institutos, hasta la edad tardía fijada en la ley. Desde José II, los legisladores de muchos países no establecieron esa reforma sino con el oculto designio de destruir las instituciones monásticas, a pretexto o no de relajación. «La ortiga que ha de escocer mucho ha de escocer presto; y el que ha de ser buen religioso lo ha de comenzar a ser de joven», dice Juan Bautista Weiss en su magna Historia Universal246.

Ninguna observación se hizo en la Cámara de Diputados sobre el proyecto, y no consta tampoco que alguien votase negativamente. En la Cámara del Senado, sólo los ilustres representantes de Quito, doctores José Miguel de Carrión y Pedro José de Arteta se opusieron a aquella medida hipócrita y artera, que trataba de aprovechar la relajación247 para suprimir las órdenes religiosas.

  —375→  

El Vicepresidente del Senado, doctor Francisco Marcos, siempre atento a desplegar las velas de su regalismo, pretendió que se añadiera al proyecto un artículo por el cual fuese indispensable para la admisión de regulares y aun para abrazar el estado eclesiástico en el clero secular, el consentimiento de los gobernadores de provincia; aquiescencia que no debía negarse en el caso de constar el allanamiento de los padres y la capacidad literaria del postulante. Aprobose fácilmente esa temeraria intrusión en el orden espiritual; mas, luego se la omitió, sin duda para ahogar la excitación pública que iba creciendo con tales medidas, no exentas de segundas intenciones sectarias.

La Legislatura conoció del decreto ejecutivo de 28 de mayo de 1836, dictado por Rocafuerte con el fin de aliviar gravámenes que pesaban sobre la agricultura nacional. Estableció el decreto que los censos podían redimirse trasladando los capitales al Tesoro Público, el que se obligaba a pagar a los censualistas el interés anual del 3% en dinero. Esta medida, muy ventajosa para los grandes propietarios del país y aun para la Hacienda Nacional, que convertía su antigua deuda interna en obligaciones de menor interés, perjudicaba en gran manera a muchas obras pías, a las iglesias y a los conventos poseedores de capitales a censo. Por esta causa, la medida fue muy mal recibida por el clero. Oigamos lo que el   —376→   mismo Rocafuerte escribía al general Flores el primero de junio de aquel año:

«Por el adjunto decreto que acompaño a usted, verá que todos los documentos de acreencia directa e indirecta se considerarán en lo sucesivo como dinero para la redención de capitales. Como esta medida es de vital importancia para la agricultura, antes de tomarla he consultado la opinión de los hombres más influyentes del país [...] todos [...] aprobaron el decreto en la forma que tiene. Todos los propietarios están contentísimos con esta resolución, sólo los frailes y clérigos están algo disgustados, pero se consuelan con el establecimiento de un montepío que voy a establecer y que ellos podrán manejar».



La oposición continuó efectivamente hasta la Legislatura; y en ella el doctor Carrión se hizo eco del disfavor con que el clero había mirado la iniciativa gubernamental relativa a la redención de censos, iniciativa ciertamente necesaria para dar al dominio territorial, régimen compatible con la índole de la sociedad contemporánea. Las trabas a la propiedad, la inenajenabilidad de las tierras, los gravámenes irredimibles y perpetuos eran residuo de otros tiempos, quizá más felices, pero menos urgidos por el factor económico.

Carrión consideraba la redención de los censos como medida adecuada para favorecer a los potentados, estéril respecto de las clases desvalidas de la sociedad, perjudicial a las instituciones eclesiásticas, quienes sacaban de los censos sus únicas fuentes de ingreso, en país falto de asociaciones bancarias y de empleos beneficiosos para los pequeños capitales. «[...] Yo no cerraré las iglesias, no introduciré el hambre en las vírgenes, huérfanos y enfermos, no disminuiré el culto público, no desalentaré al sacerdocio, ni aumentaré los gravámenes de la Hacienda sin la más pequeña utilidad», dijo el ilustre arcediano de   —377→   Quito con su inflamada, aunque incorrecta elocuencia.

La Legislatura, compuesta de grandes terratenientes desaprobó casi todos los decretos fiscales de Rocafuerte, pero no el de la redención de censos. La Iglesia quedó económicamente, malparada con la reducción de sus entradas; e intranquilos los mismos censatarios, por haberse hecho la redención sin anuencia de la Santa Sede. Veinticinco años más tarde vino el Concordato a sosegar las conciencias y a regularizar las consecuencias del decreto de Rocafuerte.

No obstante haber sido Carrión el diputado que combatió con mayor energía y desenfado los decretos fiscales de 10 de febrero y 28 de mayo de 1836 expedidos por Rocafuerte y su célebre Ministro de Hacienda, coronel don Francisco Eugenio Tamariz, no quiso hacerse cómplice de la desapiadada campaña de odio con que se abrumó y vilipendió a este ilustre hacendista. Carrión, Fernández Salvador y Martínez Pallares fueron los únicos que se negaron a castigar a Tamariz con la privación de los derechos cívicos por haber intentado salvar al país de la bancarrota económica. La Iglesia, por medio del arcediano de Quito, demostró que, si bien combatía franca y decididamente las medidas que le perjudicaban, sabía apreciar el mérito de sus adversarios y mantener la serenidad de su magisterio en medio de las tormentas políticas.

La Legislatura de 1837, que había dado testimonios brillantes de respeto al culto católico quedó, empero, en la memoria de los ecuatorianos marcada con el sello de una especie de irreligiosidad. El 17 de mayo de aquel mismo año, el   —378→   general Flores escribía al general Santander, mentor de nuestros políticos:

«Por aquí todo sigue regularmente, aunque no falten quejas contra el Congreso, que lo suponen irreligioso, en razón de haber restablecido el decreto de Colombia que fija la edad de 25 años para ser religiosos [...] Lo peor que aquí tenemos es que el fanatismo cuenta con las masas, y hay poca gente que oponerle. Sin embargo no le temo, porque a todo estoy resuelto, menos a contradecir en mis principios»248.



La mayor parte, decimos mal, la totalidad de los senadores y diputados habría rechazado, no obstante, la tacha de irreligiosidad como injusta y deshonrosa. Tan adentro había penetrado el regalismo en el espíritu de nuestros estadistas, que no advertían que sus ideas partían límites con la heterodoxia, y que sus medidas podían juzgarse como reveladoras de jacobinismo, tanto más dañino cuanto más embozado y artero. A la par de Rocafuerte, los legisladores de su tiempo no alcanzaron a columbrar los verdaderos caminos de la reforma religiosa; y desconocedores de los sabios arbitrios con que la Iglesia levanta y transforma las almas, se limitaron a atacar los síntomas del mal, o a destruir las instituciones que la lepra de la relajación había deformado. Y como el pueblo, a pesar de los errores y miserias de esas instituciones, les mantenía su adhesión y afecto; y como ellas mismas prestaban evidentes servicios, cuanto se hacía en contra suya, lo tomaba como, signo de irreligión.