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La imagen de la mujer en los libros de pastores1

Cristina Castillo Martínez


Universidad de Jaén



Muy poco se ha dicho acerca del tratamiento que los autores de los libros de pastores dieron a sus personajes femeninos. Tal vez porque, en la mayor parte de las ocasiones, responden a esquemas muy encorsetados que les hacen quedar ocultos bajo la sombra de lo masculino, mucho más protagónico. Sin embargo, y a pesar de que, al igual que los hombres, aman sin ser amados, no expresarán su sentir en los mismos términos que éstos, ni serán perfiladas de igual manera.

Buena parte de los títulos que conforman el corpus de novelas pastoriles van encabezados por un nombre de mujer (Diana, Fílida, Elisea, Amarilis, Clenarda o Cintia), a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con sus contemporáneos los libros de caballerías (Amadís, Lisuarte, Palmerín, Florando...). Y no es de extrañar por cuanto las aventuras bélicas estaban reservadas al hombre. En los libros de pastores no hay héroes, sólo potenciales amantes, imposibilitados por el destino para ver satisfechos sus deseos amorosos.

La novela pastoril, más que ninguna de las formas de ficción del momento, hay que considerarla si no paradigma del amor, sí un mosaico de variopintas escenas amorosas, en que los deseos y los sentimientos nunca se encuentran: bien por la tradicional oposición de los padres a su unión, por la ausencia de uno de ellos o por la falta de correspondencia, entre otros aspectos. Circunstancias en las que la mujer ocupa un lugar tan importante como el hombre, aunque a aquélla se la describa de acuerdo a unos parámetros determinados, generalmente a través del prisma del neoplatonismo, que la idealiza, sublimándola en su descripción física; pero concediendo una mayor preeminencia y poder al hombre, que es quien determina y juzga la belleza de ésta2. Sin embargo, los pastores, en más de una ocasión, no tendrán empacho en lanzar sus dardos contra las pastoras cuando éstas no se acomoden a su voluntad; más en concreto, cuando no respondan a sus requiebros amorosos. Es entonces cuando de la imagen idealizada se pasa a la crítica -a veces mordaz-, que hace tachar a las pastoras de inhumanas, insensibles, frías, inconstantes o crueles.

No es la visión idealizada de la mujer la que me interesa analizar aquí, puesto que responde, en líneas generales, al canon de belleza renacentista y no aporta un interés especial para el tema que estudiamos. Me quiero centrar, por una lado, en el modo en que se manifiestan las actitudes misóginas (las opiniones que los pastores vierten cuando ellas no se acomodan a su voluntad), así como en las posturas que podríamos calificar de feministas (en referencia a las reacciones de algunas de éstas en defensa de su libertad frente al amor); y, por otro lado, en la manera en que se discute acerca de la mujer. No podemos olvidar que estos pastores, completamente idealizados -muy alejados de la ocupación del pastor real, músicos y poetas por naturaleza-, los encontramos, a veces, convertidos en pensadores, en particulares filósofos que reflexionan sobre cuestiones como el amor o como la naturaleza y el comportamiento de la mujer.

Hemos de partir del hecho de que la novela pastoril (por muchas de las afirmaciones que en ella se vierten) se inscribe en la corriente literaria antifeminista que arranca en la Edad Media, con obras como El Corbacho del Arcipreste de Talavera, El libro de las virtuosas y claras mujeres de D. Álvaro de Luna o el Triunfo de las donas de Rodríguez del Padrón, por citar un puñado de títulos; y que continúa haciéndose patente en el Siglo de Oro de muy distintas formas y a través de diversos cauces. Quizá uno de los ejemplos más conocidos sea La perfecta casada fray Luis de León o De institutione Feminae Christianae de Juan Luis Vives; pero más allá de lo que atañe a textos destinados a la educación de la mujer -siempre desde una óptica masculina-, hay que atender también a las citas desperdigadas por distintas obras de ficción, en las que ésta no sale bien parada. La novela picaresca ofrece ejemplos abundantes. Sirva como muestra la breve digresión que Mateo Alemán inserta en la Segunda parte del Guzmán de Alfarache a propósito de la vida marital del protagonista, lo que da pie a hablar de los diferentes motivos que llevan a las mujeres a contraer matrimonio (Ed. Mico: 2001, págs. 384-388). Bien es verdad, que las novelas picarescas responden a un esquema mucho más realista que el de los libros de pastores, a pesar de que éstos puedan llegar a convertirse en novelas en clave que, tras el disfraz pastoril, escondan anécdotas amorosas reales, algunas de las cuales son de difícil identificación hoy, pero que no lo debieron de ser tanto para el lector de aquella época.

En mayor o menor medida, de una manera o de otra, gran parte de los más de veinte títulos que componen el corpus de los libros de pastores (Castillo Martínez, 2005a: XV-XVI) dedican algunas palabras, generalmente negativas, a la mujer; siempre, eso sí, en el contexto amoroso.

Pero, ¿en qué se centran esas críticas? ¿Hacia dónde dirigen sus dardos los autores? Lo más habitual es que los personajes masculinos basen los ataques a la mujer en su inferioridad natural frente al hombre, con el que, recurrentemente, se la compara. Así lo vemos en La Arcadia (1598), de Lope de Vega: «¿Grande te parece una mujer?, dijo el Rústico; la mayor no tiene la mediana estatura de un hombre» (Ed. Morby: 1975: 113). Y aunque quien dice tal cosa es Cardenio, apodado el Rústico (personaje caracterizado con muchos de los rasgos del gracioso de las comedias), sus palabras resultan igualmente contundentes.

A la mujer le acompañará casi siempre el calificativo de ingrata, y no faltarán ocasiones en las que se aluda a su condición mudable. Pero en la mayoría de los casos, las opiniones contrarias proceden de pastores no correspondidos, cuyas palabras son fruto de la humillación y el resentimiento, tal y como podemos advertir en la conversación de algunos personajes de la obra de Gonzalo de Saavedra, Los pastores del Betis (1633):

¿Abrá más áspero animal (dixo Liseo) que una muger ingrata? No, por cierto, (respondió Basileo), ni yo entiendo que hay más indómita fiereza en las que abitan los desiertos de África que la que se ve en la que es mudable rogada del que ella (por hazer nueva eleción) dexa celoso y mal pagado, ni domestiquez en cosa humana que iguala a la de un hombre aficionado, y assí me espanto de que teniendo los cursos que tienes tú de amante desdeñado, dudes una cosa que es tan llana y sabida .


(pág. 319)3                


En varias obras la consideración sobre la mujer se somete a juicio, pero abordándolo desde dos perspectivas contrapuestas, de forma que quien la vitupera encuentra un oponente en quien la defiende. De una manera muy pormenorizada lo resume Juan Arce Solórceno en las Tragedias de amor (1607). El pastor Marcelo considera a la mujer «animal imperfectísimo», «defecto de naturaleza», entre otras muchas lindezas semejantes:

Y creo que la naturaleza, que siempre procura hazer las cosas perfetas, si pudiesse produciría continuamente hombres y no mugeres, porque ellas son defeto de naturaleza y cosa acidental, como cuando nace un mudo o ciego, y assí dessean universalmente ser hombres, porque el instinto natural les mueve a dessear su perfeción [...]. Y aunque essa es la razón (dixo Marcelo) que me mueve a aborrecer a las mugeres, no porque dexen de merecer algunas mucho, sino porque temo y conozco sus inconstancias, desdenes, liviandades, traiciones, engaños, embustes, importunidades, y enfados, que son malicias del ánimo.


(ff. 170v-171)                


Mientras que el pastor Eusebio se pone del lado de las mujeres afirmando que son más hermosas que el hombre y que, en consecuencia, se asemejan más a Dios.

Sucede de manera similar en el Desengaño de celos (1586), de Bartolomé López de Enciso. Allí Flamio aporta nuevas definiciones uniéndose a las retahilas de los amantes no correspondidos descritos en otras novelas pastoriles:

¡Oh falsa hembra! Al fin al fin muger. ¡Oh, quán bien dizen que muger y mudança es todo uno! Ninguna diferencia entre aquestos dos nombres ay, por entrambos pueden muy bien llamaros y dezir quién sois: gallo de campanario, bela de todos bientos, enemigas de quietud, amigas de guerras, aficionadas a novedades, frágiles, inconsideradas, faltas de entendimiento, y sobradas en liviandades, imperfetas, jamás constantes ni firmes.


(f. 228)                


Y, por si fuera poco, este mismo personaje entona, más adelante, unos versos procedentes de un conocido cantar popular -recogido por Correas en su Vocabulario de Refranes y frases proverbiales, así como por varios escritores del Siglo de Oro-, que constituye una clara muestra de la misógina presente en la lírica tradicional (Frenk 2003: n° 1748): «La mejor muger, muger, / y la más cuerda de lana, / la más constante liviana, / y la de más ser, sin ser [...]» (ff. 228v-229)4. Sin embargo, una vez más, estas opiniones encontrarán su contrapartida. Será el pastor Criseo el llamado a defender a la mujer, y lo hará en los siguientes términos:

si nosotros tuviésemos discreción, no abriríamos las bocas sino es para loallas, y ninguna cosa tan justamente merece loor en el suelo como la muger. Ellas son dignas de ser servidas, tenidas y loadas, y paréceme que si la naturaleza ordenara que los hombres naciéramos de otra suerte, y que no huviéra mugeres, sin dubda fuera el mundo árbol sin hoja, prado sin yerva, fuente sin agua, ciudad sin gente, y al fin fuera todo a mi parecer desventura....


(f. 234)                


El vallisoletano Cristóbal Suárez de Figueroa, en La constante Amarilis. Prosas y versos (publicada en Valencia, en 1609, cuando ya el género hacía medio siglo que había echado a andar), dedica buena parte del discurso tercero a referir una discusión entre pastores sobre la manera en la que se puede pasar del amor al aborrecimiento. Y, en alusión a un caso concreto, Felicio dirá: «Mujer avía de ser ella en lo fácil y mal sufrida; no cabe en los pechos varoniles tal impiedad, y calidad tan impaciente» (f. 226). La defensa la realiza Clorida, pero no negando esas cualidades que se les atribuye, sino explicando que son fruto de la entrada de la malicia en el mundo, que acabó con la mítica Edad de Oro:

Sentávanse entonces lo pastores y las ninfas en alfombras de floridos prados, o en margenes de risueñas fuentes, entretexiendo mil caricias con el hablar, y uno y otro abrazo con las caricias. Jamás la pastorcilla puso velo ni embaraço sobre sus encarnadas rosas ni jamás negó su apacible conversiación. Mas después que se inventó la malicia, se halla mezclado el tormento con la suavidad de los amores, y en todo pervertido su orden sincero [...]. La malicia puso el esquivo ademán contra el proceder libre y, en fin, la malicia enfrenó la lengua y dio arte y compostura al movimiento. Nacen, pues, de aquí las asperezas, desdenes y rebeldías de las más discretas zagals, que sólo tienen por objeto el de la divina honestidad.


(ff. 228-229)                


Quienes defienden a la mujer no lo hacen en voz muy alta, ni tampoco se les concede mucho espacio ni protagonismo para ello. Además, ni siquiera tenemos la contrapartida de unas críticas dirigidas por las mujeres a los hombres. Sí que es cierto que, a la vez que los comentarios misóginos se multiplican y recrudecen, se empieza a conceder voz a la mujer para expresar su voluntad y sus opiniones; eso sí, exclusivamente en lo que al amor se refiere.

Tanto en las Tragedias de amor, como en la Constante Amarilis o en el Desengaño de celos se ofrecen discursos en contra y a favor de la mujer, que han de inscribirse en un contexto social en que se habla sobre la mujer perfecta, como los ya citados textos de fray Luis de León o de Juan Luis Vives.

Las comentarios negativos resultan más contundentes cuando son efectuados por el propio narrador, sin intermediarios de ningún tipo, como sucede en las Ninfas y pastores de Henares (1587), de Bernardo González de Bobadilla, con motivo de la visita que Juno e Himeneo realizan a la ninfa Lidia y al rabadán Epidauro en su noche de bodas (López Estrada: 1991: 35), y en referencia a la dificultad de conservar la armonía en los matrimonios:

Que al fin la más excelente muger no dexa de tener alguna tacha, de la qual primero la naturaleza pervertirá su orden, que ella se pueda enmendar. No ay animal en un mal siniestro envejecido que no se enmiende más fácilmente, mas para sojuzgar a una muger ni los ardides, astucias, rethoricas de Pyrro, Aníbal y Tulio son suficientes, ni quantos con sutiles mañas andan domando las fieras campesinas.


(ff. 48v-49)                


Sin embargo son más sutiles en obras como El prado de Valencia (1600), de Gaspar Mercader, puestos en forma de verso o de canción, como muestra de la habilidad versificadora del autor y de algunos compañeros de academia. Así, los pastores, tras perder en el juego de las iniciales, intentan recobrar su prenda, contando un cuento contra las mujeres en forma de redondillas, asumiendo un tono humorístico, según se puede comprobar por medio del relato de Lisardo acerca de un galán que se quedó plantado esperando a su dama porque a ésta se le rompieron los chapines.

Son muchos, por tanto, los ejemplos en los que se pone en evidencia la inconstancia de la mujer, pero siempre vista desde la atalaya masculina. Sólo Cervantes se atrevió a darles la palabra a ellas para justificar su comportamiento, en ese deseo constante de buscar el perspectivismo literario que otorgara una mayor verosimilitud a lo narrado. Lo hizo en la primera de sus novelas, La Galatea (1585), por medio del personaje de Gelasia, pastora desamorada que conduce a su amante Galercio al suicidio. Ésta aparece ante los ojos de los pastores y, en última instancia, de los lectores como una mujer cruel. Su misma indumentaria (vestida como ninfa cazadora con su aljaba) así lo muestra. Y más aún se subraya cuando vemos a Galercio postrado ante ella con un cordel en la garganta y un cuchillo en la mano en actitud de suicidarse, clamando de la siguiente manera:

[...] in razón enemiga mía, dura cual levantado risco, airada cual ofendida sierpe, sorda cual muda selva, esquiva como rústica, rústica como fiera, fiera como tigre, tigre que en mis entrañas se ceba! ¿Será posible que mis lágrimas no te ablanden, que mis sospiros no te apiaden y que mis servicios no te muevan? Sí que será posible, pues ansí lo quiere mi corta y desdichada suerte, y aun será también posible que tú no quieras apretar este lazo que a la garganta tengo, ni atravesar este cuchillo por medio deste corazón que te adora. Vuelve, pastora, vuelve, y acaba la tragedia de mi miserable vida, pues con tanta facilidad puedes añudar este cordel a mi garganta o ensangrentar este cuchillo en mi pecho.


(pág. 174)                


Todo lo dicho por los personajes hasta el momento va subrayando, más si cabe, la insensibilidad de la pastora, hasta que ésta haga su aparición «encima de una pendiente roca que sobre el río caía» (Ed. Sevilla-Rey, 1994: 400), defendiendo su libertad frente al amor, su derecho a no amar, aunque por ella más de un pastor deambule lastimoso por el campo. Recuérdese el último terceto del soneto en el que Gelasia expone su postura: «Del campo son y han sido mis amores; / rosas son y jazmines mis cadenas; / libre nascí, y en libertad me fundo» (Ed. Sevilla-Rey, 1994: 401). Es una de las más altas valoraciones de la libertad femenina que realiza Cervantes.

Esta figura, tan bien perfilada y de una tremenda modernidad para la época, la repitió el escritor alcalaíno veinte años después en el primero de los relatos intercalados de El Quijote, el de Grisóstomo y Marcela, subrayando, una vez más, la independencia femenina en la toma de decisiones. La estrategia es la misma: la aportación de diversos narradores conducen a don Quijote y a Sancho -convertidos ahora en protagonistas pasivos- a pensar que la causa de la muerte de Grisóstomo se debe única y exclusivamente a la frialdad de Marcela, hasta que al final, también ésta aparezca «por cima de la peña donde se cavaba la sepultura» (Ed. Sevilla-Rey, 1994: 134) como prolongación de la frialdad de esa roca, ejerciendo su derecho a hablar, a no amar y a no ser juzgada por ello: «Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos [...] A los que he enamorado con la vista, he desengañado con las palabras» (Ed. Sevilla-Rey, 1994: 135). No extraña que este modo de pensar y de actuar suscitara un enorme atractivo en el ingenioso hidalgo.

Ni Gelasia ni Marcela son crueles ni ingratas por sí mismas, sino que es su actitud la que resulta ingrata y desagradecida a los pastores porque el comportamiento de éstas no se ciñe a su voluntad ni a sus deseos. Gelasia puede causar mal, pero de antemano ha dejado clara cuál es su opción ante el amor; los que sufren por ella sólo pueden achacárselo a ellos mismos, a su empeño en algo imposible. Su actitud, aunque enojosa, no es objetivamente reprochable. Estos dos personajes cervantinos, por tanto, hacen uso de su libre albedrío para grandeza suya, aunque para desgracia de quienes las aman, condenados a sufrir por alguien que no les ama. Y es que, tal y como se entiende en el ideario pastoril renacentista, el amor se considera una condena de la que los amantes no pueden escapar5.

En definitiva, dos son las observaciones generales que se podrían hacer en relación a los modelos de femineidad en la novela pastoril. Por una parte, la crítica cada vez más mordaz hacia la mujer, considerada inferior al hombre.

Se plantean en este sentido cuestiones relacionadas con quién ha de amar y quién ha de ser amado. Y, por otro lado, al mismo tiempo que estas críticas se manifiestan de manera más libre, también es cierto que la mujer comienza a alzar su voz. A propósito de La Diana nos dice Begoña Souviron López(1997: 108-109):

Aparecen ya desde esta novela inauguradora del ciclo en España todos los tópicos que habían sido esgrimidos en defensa de la igualdad femenina. Las protagonistas defienden su derecho a participar como el hombre en el discurso del amor.


Todos los libros de pastores que conocemos, salvo la pastoril espiritualiza de Ana Francisca Abarca de Bolea, fueron escritos por hombres, aunque parece ser que, entre el escaso número de lectores de la época, se contaban muchas mujeres. No podemos pasar por alto que se consideraban manuales de refinados sentimientos, donde cortesanos, y sobre todo cortesanas, podían mirarse en esas aventuras para aprender modos de comportamiento en sociedad.

La duda que se plantea es cuál pudo ser la reacción de esas mujeres al verse vituperadas en la ficción. Puede que fuera una manifestación más de un hecho real perfectamente asumible en aquel momento. Y que, en el caso de los libros de pastores, los comentarios negativos se compensaran con las alabanzas recibidas en las descripciones físicas. Lo que parece estar claro es que debieron de contar con un importante número de lectoras, a tenor de las críticas que vertieron algunos moralistas (Castillo Martínez, 2005b), como Pedro Malón de Chaide: «¿Qué ha de hacer la doncellita que apenas sabe andar, y ya trae una Diana en la faldriquera?» (1959: 25); o como el monje benedictino Leandro de Granada, quien al traducir la Insinuación y demonstración de la divina piedad de Gertrudis la Magna, subrayó la importancia de estos provechosos como éste, frente a los vacuos libros de caballerías o de pastores:

Espantóme también cómo padres cuerdos, zelosos de la honra de su casa, cierran las ventanas a sus hijas y criadas, donde es tan raro el daño, y les dexan una Diana o un Orlando en las manos, que de día y de noche al acostarse y al levantarse les enseñan mil torpezas, y tanto con mayor eficacia quanto con mayor dulçura.


Dentro y fuera de la ficción pastoril, como personaje femenino que alimenta esas historias o como lectora que las embebe, la mujer continúa siendo objeto de admiración, pero sobre todo centro de críticas y reiterado tema de debate.






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