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La Infanta doña Teresa.

Manuel Torrijos






ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajoCapítulo I

-¿Aparejaste ya el corcel?

-Está aparejado, señor.

-Paréceme que te encuentro pensativo:

-Y ¿cómo no, cuando veo que os empeñáis en lograr un imposible?

-Nuño, nada hay imposible para el hombre. Teresa será mía, nunca de ese pícaro alcaide de Écija.

-Tened en cuenta, señor, que el rey Alonso se la ha prometido por esposa.

-Todo lo sé, Nuño: sé que se están haciendo ya todos los preparativos para su viaje; sé que todos los gobernadores han aplaudido el pensamiento del rey; sé que el arcediano de Toledo, instruido por el arzobispo, es el único que por bajo cuerda ha trabajado en contra de este casamiento; todo lo sé, Nuño; a don Alonso le conviene tener guardadas las espaldas, para de este modo verse libre de las acometidas del rey de Córdoba; pero ante la resuelta negativa de la Infanta se estrellarán todos sus planes.

-Mal conocéis la corte, amado señor: estáis demasiado enamorado de doña Teresa, para ver y tocar los mil obstáculos que se oponen a la realización de vuestros deseos.

-¡A la realización de mis deseos! ¿qué dices, Nuño?¿Crees por ventura que el corazón de Teresa ha perdido ya toda su energía? Muy engañado vives: la hermana del rey Alonso me ama, e inútiles serán todas las tentativas para unirla con el rey moro de Toledo.

-Me alegraría, señor, de que eso sucediese; pero Geroncio y Mustafá Morabito han entregado los seguros a su rey de que se llevará a cabo su casamiento.

-¿Y qué me importa a mi de esos embajadores, si a las formales promesas de un rey se opone la sagrada resolución de una doncella?¿qué me importa a mí de esos seguros, si una sola palabra de Teresa bastará para echar por tierra su validez? ¿qué me importa a mí ese bárbaro proceder de los nobles todos, si nada resiste en el mundo al formal empeño de dos corazones que se aman? ¿Habrá jamás en la corte de León brazos robustos que me separen de Teresa? No, Nuño; amo a Teresa; Teresa, me corresponde, y o muerta o mía:

-¡De Dios o tuya! -estas han sido las últimas palabras que he escuchado de sus labios. El rey Abdalla es valiente; pero en el corazón de D. Gonzalo no ha penetrado jamás el acero del enemigo.

-Arrojado sois, señor mío; nunca he dudado de vuestro valor, y mucho menos en este instante, sé muy bien de todo lo que es capaz el corazón de un noble como vos; pero mirad mi cabeza, don Gonzalo; medio siglo de esperiencia llevo impreso en las arrugas de mi frente; mi larga cabellera ha encanecido antes de tiempo: los desengaños han obrado en mí este cambio prematuro. Vos sois joven; vos contáis apenas veintidós años: los trastornos del tiempo no han marchitado aun el color de vuestras mejillas. Teresa os ama, es cierto; ¡pero han amado ya tantas mujeres, y han visto tan de continuo burlados sus amores!

-¿Es decir que tú opinas...?

-Yo nada opino, señor; os preparo únicamente el terreno para en caso de que veáis defraudadas vuestras mas lisonjeras esperanzas, que no os encontréis desprevenido.

-Gracias por el aviso Nuño; pero o Gonzalo morirá o Teresa será suya.

Y esto diciendo, el apuesto mancebo se levantó del sillón en que hasta entonces había permanecido sentado, y asomándose a una ventana de la cámara;

-¡Por las calzas de don Favila! -esclamó- que nunca he visto noche tan oscura.

-Mala es, don Gonzalo, para caminar solo hasta León.

-Cuatro leguas pronto se andan -añadió el joven ciñéndose un cinturón de cuero del cual pendía una brillante espada; además de que con esta hermosa toledana no es temible ningún encuentro.

-Sin embargo..., os acompañaré, don Gonzalo.

-De ninguna manera, Nuño: solo he caminado otras noches y esta caminaré solo también.

-Pero mi compañía..., hasta la entrada de la ciudad siquiera...,

-Me conviene ir solo, Nuño.

-Señor..., como queráis.

-Saca de la cuadra a Raab, y avísame en seguida.

El viejo escudero desapareció, y don Gonzalo quedó pensativo.

-Imposible imposible -murmuró después de unos instantes de silencio-. ¿Abdalla esposo de Teresa? de manera alguna: ¡Teresa será mía! mía sí, hasta la muerte. Ni don Alonso el rey, ni todos los nobles reunidos, serán bastantes a hacer cejar a don Gonzalo: ¡ánimo y constancia! La hermana del rey te ama y de ningún modo debes consentir en su enlace con un moro.

Nuño se presentó en la cámara.

-Cuando gustéis, señor; -dijo con voz entrecortada.

-Hasta mañana, Nuño; -añadió el caballero saliendo de la cámara.

A los pocos instantes el rápido y confuso traqueteo de las herraduras de un caballo que partía al galope, anuncié a los vecinos de Vegas del Condado que algún señor salía de la villa.




ArribaAbajoCapítulo II

Tres horas después entraba don Gonzalo en León, preocupada su mente con la marcha de Teresa hacia Toledo.

-No, no es posible; -murmuraba entre dientes el caballero;

-Teresa será mía: inútil será el empeño de su hermano; inútiles los esfuerzos de los nobles; inútiles los esfuerzos del Moro Abdalla. ¡Oh! si me equivocase, si saliesen fallidas mis esperanzas... pero no, no; es imposible.

En este momento el brioso corcel, que ya debía estar acostumbrado a estas escursiones, hizo alto en la destartalada puerta de una casuca sita en la calle de los Mandobles, correspondiente a la que hoy se llama del Cristo de la Victoria, y levantando su mano derecha, dio tres golpes con el casco en una de las hojas.

Nadie respondió.

El caballero tiró de la brida a su hermosa cabalgadura, y otros tres golpes más fuertes que los primeros resonaron en la puerta.

¿Quién va? -gritó un hombre desde adentro con voz atronadora.

-Abre, Ferrus -contestóle el caballero.

-¡Ah! ¿sois vos, don Gonzalo?

-El mismo, pero despacha.

Las dos hojas de la puerta se habrieron de par en par, y caballo y caballero pasaron sus humbrales.

La puerta volvió a cerrarse.

Un bulto negro dobló en este instante la esquina de una oscura callejuela inmediata a la casuca. Acercóse con paso lento hasta la puerta, y se puso a observar por la cerradura.

Don Gonzalo se había apeado, y Ferrus conducía a la cuadra al animal; aquel entró por una puertecilla practicada a la derecha de un patio, y Ferrus se introdujo por otra más espaciosa que había en el mismo. El interior de la casa se quedó completamente a oscuras, y el embozado nada pudo observar.

-¡Dios de Dios! -esclamó después de unos instantes: -es don Gonzalo; el mismo con quien esta noche tendré que habermelas de seguro; no es mal mozo ¡voto al diablo! Casi, casi, infunde miedo su presencia; pero Rodrigo nunca ha temblado ante ningún valiente. Esperemos; la noche está muy fría, pero envuelto en mi ropón, tampoco temo al frío.

Y el misterioso personaje se acurrucó en la puerta, aplicando el oído a la cerradura.

Ferrus volvió de la cuadra y entró en la habitación en que se hallaba don Gonzalo. Esta era un espaciosa cocina, cuyas paredes ennegrecidas por el humo lo daban todas las apariencias del interior de un horno. En la pared del fondo, y debajo de una especie de chimenea, ardía un montón de astillas, a merced de cuyo fuego se calentaba don Gonzalo.

-Temprano llegáis esta noche, señor -dijo Ferrus al apuesto caballero.

-Tengo que aprovechar el poco tiempo que me resta. ¿Qué noticias corren por la ciudad?

-Pocas y malas, señor; -contestó Ferrus con timidez.

-Habla, habla, -repuso don Gonzalo con ansiedad.

-¿Que hable decís?...

-Sí, sí, refiéremelas al punto.

-Señor me falta el aliento para comunicaros la triste nueva...

-No te detengas: ya sé que trata el rey de mandar mañana a Toledo a su desgraciada hermana.

-¿Sabéis ya...

-Sí.

-Pues bien; hoy han emplumado a una mujer...

-¡Emplumado a una muger!

-Sí, don Gonzalo, a una pobre mujer a quien en medio de la plaza se le ha escapado la lengua...

-¡Como! esplicate, Ferrus.

-Se ha atrevido a decir delante de algunas gentes que es una iniquidad lo que trata de hacer el rey con doña Teresa.

-¡Infeliz!

-Sí, don Gonzalo; y esa pobre mujer madre de cuatro hijos, acaba de volverse loca.

-¿Y sabes quien es, cómo se llama?...

-Juana es su nombre, la esposa de un zapatero...

-Toma esas monedas; repártelas con ella.

Y don Gonzalo sacó unas cuantas monedas de oro de su limosnera y se las entregó a Ferrus.

-¡Siempre lo mismo don Gonzalo! -esclamó con cierta veneración el huésped.

-Nada esta demás cuando se trata de socorrer a los pobres -añadió este; -pero ¿y nada más dicen las gentes de León? ¿los ánimos están tranquilos?

-Señor, ningún vasallo se atreve a oponerse a la voluntad del rey.

-Bien, bien; adiós Ferrus Saldré por la puerta falsa; aquel callejón es más estrecho, y corro menos peligro. Acompáñame pero sin luz.

Don Gonzalo y Ferrus salieron de la cocina y entraron en la cuadra débilmente iluminada por un candilón de hierro; el corcel conoció que su dueño se acercaba y se puso en movimiento.

-¡Quieto, Raab! -murmuró el caballero, dando a su caballo el nombre de un árabe a quien en batalla singular había vencido.

Raab siguió masticando en su pesebre y Ferrus abrió un pequeño postigo practicado en uno de los estremos de la cuadra.

-¿Queréis que os acompañe? -le interrogó a don Gonzalo

-No -contestó este saliendo de la casa.

-Que Dios os guíe; -añadió Ferrus cerrando el postiguillo.

-Él te guarde; -repuso el caballero.

El embozado permaneció en la puerta y sin apercibirse de la marcha de don Gonzalo: este siguió por el callejón del Búho, torció luego la esquina, y después de atravesar seis o siete callejuelas, fue a dar a la plaza de la Catedral, donde don Alfonso V tenía el alcázar. Sacó una llave de su limosnera, dió vuelta a la cerradura de un pequeño postigo secretamente practicado en una de las fachadas del edificio, y entró en él sin que nadie le observase.

Rodrigo continuaba en tanto acurrucado en la puerta de la casa de Ferrus.




ArribaAbajoCapítulo III

Preciso será antes de entrar en el curso de nuestra historia, dar alguna ligera idea del estado en que tanto la España árabe como la cristiana se hallaban en la época en que Alfonso V, negociaba el casamiento de su hermana Teresa con el rey moro de Toledo.

Muerto Almanzor el victorioso en la famosa batalla de Calatañazor y ocupado el trono de Córdoba por su hijo Abimelek el imperio musulmán estaba herido de muerte, aunque por el pronto pareciese que en él no se había verificado mudanza alguna. Abimelek había heredado el valor y prudencia de su padre, y le imitó en efecto, derramándose varias veces con su formidable ejército por el territorio de los cristianos; pero bien pronto la envidia comenzó a minar el trono del califa, y lo que con su padre nunca hubieran intentado, con el hijo se atrevieron a ponerlo en práctica. Abimelek murió envenenado en Córdoba en 1008, y el solio mahometano se vio ocupado por Hixen. Este fue un golpe terrible para ya el desmembrado califato desde la muerte de Almanzor. Avezado Hixen desde muy niño a que lo manejara y dirigiese un favorito, inútil de por sí solo para tomar ninguna resolución, imposibilitado por la inercia de dar una disposición, siquiera fuese desacertada, condenado por su ineptitud a la más miserable condición a que príncipe alguno se había visto reducido; acostumbrado, por decirlo así, a la privanza de sus favoritos anteriores, Almanzor y Abimelek; Hixen tuvo por necesidad que echarse en brazos del jefe de su guarda. Abderramán, hombre que siempre había vivido en medio de la crápula, y el juego, e inhábil por lo tanto para llevar sobre sus hombros el peso que se echaba. Abusando de la debilidad del príncipe que no tenía hijos, hizo que lo eligiera para sucederle; llegó esto, aunque tratado con sigilo, a oídos de Mahomad, hombre de valor y pariente del califa que con razón esperaba subir al trono, y trabóse una lucha encarnizada entre ambos enemigos, de la que salió por fin victorioso Mahomad, y proclamado califa despues de crucificado el favorito de Hixen, Abderramán. Como era muy natural alguno había de saber aprovechar estas revueltas; y Abdalla que había sido nombrado por Hixen alcaide de Écija, aprovechóse de las contiendas de los de Córdoba, y alzándose con la cortesía, se hizo proclamar rey de Toledo. Entretenidos como estaban los de Córdoba con sus discordias intestinas, y sin saber todavía a que califa obedecer, apenas tuvieron tiempo para ocuparse de la rebelión de Abdalla y este continuó entretanto ocupando el trono de Toledo.

En el ínterin nada de notable ocurría en el territorio de los cristianos; y Alfonso V de León, paralizadas de todo punto las guerras con los árabes desde la derrota de Almanzor, ocupose en restaurar su corte; demolida en gran parte por el furor de los muslimes; el clero de esta época empieza a volverse interesado; Alfonso V atendiendo con demasiada escrupulosidad a sus inmoderadas exigencias se singuluriza por las cuantiosas donaciones que para edificar iglesias y monasterios les confiere; los magnates todos le enriquecen a porfía: el clero se enorgullece y se corrompe, y la Iglesia hasta entonces moralmente poderosa, comienza a acumular privilegio sobre privilegio, y donación sobre donación, hasta llegar a ser con el tiempo la primera propietaria de España: los eclesiásticos todos, vivían en el más escandaloso libertinaje; y esta, y no otra fue la causa de que después se escribiese tanto en contra de sus vicios, y de que en la Historia compostelana se diga, hablando de los canónigos de Santiago, que «vivían como animales, y se presentaban en coro sin cortarse jamás las barbas, con capas rotas y cada una de su color; habiendo tal desorden, que mientras unos canónigos comían con la mayor esplendidez, otros se morían de hambre». Esta y no otra fue la causa de que el bienaventurado Andrés, abad de Vallombrosa, esclamase en uno de sus escritos: «El ministerio eclesiástico estaba seducido por tantos errores que apenas se hallaba un sacerdote en su Iglesia; corriendo los eclesiásticos por aquellas comarcas con gabilanes y perros perdían su tiempo en la caza; unos tenían tabernas, otros eran usureros; todos pasaban escandalosamente su vida con meretrices; todos estaban gangrenados de simonía hasta tal estremo, que ninguna categoría, ningún puesto desde el más íntimo hasta el más elevado podía ser obtenido si no se compraba del mismo modo que se compra el ganado. Los pastores a quienes hubiera correspondido poner remedio a esta corrupción, eran hambrientos lobos.»

El clero sin embargo, era el que, por decirlo así, encerraba en su seno los pocos rayos de ciencia que iluminaban aquella atmósfera oscurecida siempre por el polvo de las peleas. Reducida la España a la condición triste y miserable de un país conquistado, asediada siempre por los enemigos, rodeada por todas partes de guerras intestinas, relegados al olvido los restos de la cultura goda, embargada de continuo por las sangrientas guerras civiles, sin descanso para dedicarse al cultivo de las artes y de las ciencias; éstas permanecían ignoradas de la mayoría, y gracias si del retirado fondo de algún claustro, como dice un historiador moderno o debajo de la bóveda de alguna catedral salía un cronicón descarnado y seco, escrito en mal latín, o alguna leyenda piadosa, conque se entretenía y fomentaba el espíritu religioso en aquellos malhadados tiempos. Reconcentrado todo el saber humano de aquellos siglos en los obispos y sacerdotes, raro era el lego que sabía leer un manuscrito y mucho menos estender o redactar una eseritura, teniendo los clérigos por consiguiente que ejercer el oficio de notarios.

En esta época, pues, era en la que vivía don Alfonso V, y este era el estado político, civil e intelectual en que sus reinos se encontraban en el momento en que empezamos nuestra relación.

Don Gonzalo, que era hijo natural de Sancho Garcés, conde de Castilla, había visto a doña Teresa asomada a un ajimez, y desde aquel momento quedó enamorado de ella. No lo quedó menos la hermosísima infanta, del descendiente de Fernán González; su apostura era tan gallarda, su cuerpo tan airoso y tan espresivas sus miradas; que la hermana de don Alonso quedó prendada del mancebo.

Este, que por casualidad había tropezado con la faz hechicera de la infanta, hizo sus escursiones con mas frecuencia por León, y las entrevistas de los jóvenes fueron menudeando hasta el punto de verse todas las noches en el retrete de la dama.

Pero don Alfonso que, como ya hemos dicho, atendía mas a su conveniencia propia que a los sentimientos que pudieran caber en el corazón de una doncella, trató de librarse por el pronto de cualquier ataque inesperado que pudiera sobrevenirle por parte del rey de Córdoba, y negoció al efecto el casamiento de su hermana con el rey moro de Toledo. Instábanle a llevar a cabo su pensamiento los nobles de León por una parte, y la familia de los Velas por otra, que como enemigos que eran del conde de Castilla, tenían también muy poco afecto a su hijo don Gonzalo.

Trataron, pues, de realizar un horrible pensamiento que en la cámara del rey habían concebido, y que si bien este en la apariencia figuraba no haber descubierto, en su interior estaba deseando que lo pusiesen en práctica.

En efecto el menor de los tres Velas, Rodrigo, se encargó de asesinar a don Gonzalo y no con otro objeto le espiaba en nuestro capítulo anterior.




ArribaAbajoCapítulo IV

-No lloréis más, señora;-decía Lambra en tono suplicante a la infanta doña Teresa.

-¿Que no llore? ¡Ay! Lambra, no me resta otro consuelo; las lágrimas son el mejor bálsamo para las que, como yo, viven padeciendo.

-Tened confianza, señora; aun no es tarde y quizá...

-No, no; en vano tratas de hacerme concebir la más leve esperanza. Abdalla me espera en Olías, y desde allí partiré a Toledo, donde a las dos semanas seré un cadáver.

-¡Señora! tales presentimientos...

-Sí, Lambra, moriré.

-¿Algún filtro por ventura...?

-No, Lambra; no necesitaré de filtros para acortar los días de mi vida: los padecimientos acabarán con mi existencia. ¡Oh! por ti lo siento, Gonzalo; por ti no mas siento mi salida de León; si no vinieses esta noche... al menos no padecerías.

Dos gruesas lágrimas se deslizaron por las mejillas de la infanta: apoyó instintivamente su cabeza sobre el seno de su querida doncella, y ambas jóvenes prorrumpieron en amargo llanto.

Triste era el cuadro que presentaba el retrete de la amada de Gonzalo; triste era la situación de doña Teresa y muy triste el porvenir que a sus ojos se ofrecía. Defraudadas sus más lisonjeras esperanzas, imposible de todo punto la realización de sus deseos, atrancada de los brazos de su amante por la orden imperiosa de su hermano, convertidos en humo sus más gratos ensueños de placer y de ventura; a la joven infeliz ya no le restaban mas que días de horror y de padecimientos. ¿Qué felicidad podía esperar esta cándida muger de los halagos de un rey moro? ¿Qué placer no sería dolor ante los ojos de la infeliz Teresa, alejada para siempre de su amante? La joven confiaba en Dios, porque su madre Elvira la había enseñado desde niña a ser cristiana: creía por lo tanto que serían inútiles todos los esfuerzos del rey su hermano, para unirla con un moro; pero cuando meditaba en la enérgica decisión de Alfonso; cuando tornaba su vista hacia los nobles empeñados también en llevar adelante el pensamiento de su hermano; cuando reflexionaba un poco sobre su aislada posición; un rayo de desconfianza aparecia en sus ojos, y Teresa entonces no dudaba de su desgracia.

-Seré de Abdalla, -decía sollozando; -en vano será que llore, en vano será que suplique; los nobles y el rey se empeñan, y a mí nadie me defiende.

-Yo te defiendo, Teresa: -esclamó don Gonzalo penetrando en el retrete por una puerta secreta practicada en uno de sus ángulos.

La infanta lanzó un grito de sorpresa, y levantándose como arrebatada, cayó en los brazos de su amante.

-¡Oh! bella Teresa; ¿y cómo no amarte? -dijo este con voz entrecortada.

La joven quiso hablar; pero los sollozos ahogaron sus palabras.

-Habla, habla, hermosa mía; refiéreme esos secretos padecimientos que hacen tan amarga tu existencia.

-Amarga, sí, Gonzalo; imposible es que yo pueda existir al lado de ese rey que mi hermano me señala por esposo; no, no, Gonzalo; antes muerta que de un moro.

Y un rayo de tristeza brilló en los ojos de la infanta.

-Imposible, sí, -repitió después de unos instantes: -¿por qué separarme de ti, Gonzalo querido? ¿es delito el amarte por ventura? ¿es delito que tú ames a la infanta de León?

-¡No es delito, Teresa! pero tu hermano lo quiere; tu hermano y los nobles creen muy conveniente para sus planes tu enlace con Abdalla, y te unirán con él, Teresa mía -añadió Gonzalo después de unos instantes con desconsolado acento.

-¡Oh! me unirán con él ¿no es cierto? ¿me casarán con el rey moro de Toledo? ¡Oh! suerte cruel; ¡oh! estrella fatal de mis desdichas. ¿Pero no habrá remedio? ¿serán inútiles todos nuestros esfuerzos?

-Inútiles por desgracia: sólo un recurso nos queda; pero un recurso terrible, un recurso violento, un recurso contra el que tal vez se estrellarán todas nuestras tentativas.

-¡Un recurso! y ¿cuál es, Gonzalo? dímelo, dímelo, y pongámoslo en práctica al momento.

-Teresa, nos esponemos...

-¿Y a qué no me espongo yo una vez puesta en camino?

-Es cierto, hermosa mía; también tú te espones; espones tu corazón a los más crueles padecimientos, espones tu vida a los

más terribles desengaños, te espones a ser jugete de las pasiones de un musulmán.

-¡Oh! esto es horrible, Gonzalo; ese recurso, ese recurso: agotemos nuestras fuerzas, sucumbamos en la lucha, pero pongamos en práctica nuestra última tentativa.

-Teresa, ese recurso es la huida: huir conmigo a Castilla; este es el único medio de arrancarte de los brazos de ese moro.

-¡Huyamos, pues! -esclamó la dama entusiasmada; -pero pronto; no perdamos tiempo; un minuto desperdiciado, tal vez echará por tierra nuestros más hermosos planes. ¡Huyamos!

Gonzalo, en medio de su delirio, posó sus labios sobre la frente alabastrina de Teresa, y un ósculo de amor resonó en los ángulos del retrete.

-Huiremos, sí: -dijo después de unos instantes de meditación -huiremos; y si alguno se opone, mi espada allanará todos los obstáculos. Prepárate, Teresa; dentro de media hora volveré por ti.

-Adiós, Gonzalo, -dijo la dama sollozando; -vuelve pronto.

Gonzalo estrechó a la infanta entre sus brazos, y dirigiéndola una mirada amorosa, salió del retrete por la puerta falsa.




ArribaAbajoCapítulo V

Haría ya mucho tiempo que el genio del mal se mecía sobre la cabeza de ambos amantes, e inútiles eran por lo tanto todas sus tentativas.

Gonzalo amaba a Teresa con delirio, y nunca meditaba en las consecuencias fatales de un arrebato de su pasión. Creía que sacándola del alcázar, haría su felicidad al par que la de su doncella; y creía que el mejor medio de librarla del compromiso adquirido por su hermano, era el de sacarla a media noche de León, conducirla hasta Vegas del Condado a la grupa de Raab, y huir desde allí a Castilla con su amado tesoro, donde indudablemente el conde Sancho Garcés, su padre, favorecería su casamiento. Pero Gonzalo se engañaba, como se engaña todo joven en cuya mente no obra la reflexión sino el fuego de una imaginación ardiente. La familia de los Velas tenía resentimientos, hasta cierto punto infundados, con el conde de Castilla, y por las venas de Gonzalo corría la misma sangre del conde; el menor de los Velas partidario decidido del rey Alonso, ínterin este modo de proceder le convenía, estaba interesado en favor del casamiento de la infanta y dispuesto, como era natural, a combatir resueltamente en contra de todos aquellos que al enlace de Teresa se opusiesen. Los Velas además eran traidores, y sus ataques, por consecuencia eran más temibles que los de cualquier esforzado caballero, que embrazando su escudo y empuñando una pesada lanza de roble se presentase a acometer de frente. Los Velas daban el golpe, los Velas asesinaban; pero su huella jamás se descubría: Gonzalo tenía que luchar por lo tanto, con enemigos de mala ley y su situación podía en adelante ser embarazosa. Don Gonzalo, no obstante, ignoraba la trama que contra él se meditaba en la cámara del rey.

Salió muy descuidado del retrete de su dama, bajó una estrechísima y pendiente escalera de caracol, atravesó una larga y helada galería, y sacando de su limosnera una llave que momentos antes le había facilitado la entrada en el alcázar, abrió un pequeño postigo, secretamente practicado en una de las columnas de piedra, y se encontró en la plaza de la Catedral a la desembocadura de la calle de los Arneses.

No bien había dado cuatro pasos, cuando un brazo robusto y fuerte le asió por el cuello, arrinconándole en el quicio de una puerta.

Don Gonzalo sorprendido, levantó la vista para reconocer a su adversario; pero este llevaba cubierto el rostro con un antifaz verde, y fueron inútiles por lo tanto sus esfuerzos.

-¿Me conoces? -dijo el menor de los Velas con sarcasmo, sujetando con su otra mano la diestra del doncel.

-Ni me holgara mucho en trabar conocimiento con tal bribón. -le contestó Gonzalo con resuelto tono.

-¿Bribón, eh?

-No sino un villano intentará hacer lo que tú has hecho.

-¿Villano también?

-Y cobarde en demasía.

-¡Don Gonzalo!

-En vano son todas tus escusas: ¡villano y cobarde! vuelvo a repetir.

-Tengo en mis manos vuestra vida, y fuera temeridad lo que vos acaso juzgáis valor.

-Nunca tendría palabras bastantes para denostarte por acción tan vil.

-D. Gonzalo, vos amáis a Teresa; Teresa va a contraer matrimonio con Abdalla; la palabra de un rey tiene que cumplirse; o renunciáis a su amor o morís en este instante. Yo abrigo resentimientos personales con vuestro padre y en cualquiera de su familia tiene que recaer el peso de mi venganza. Si vos queréis ser la víctima...

-¡Ira de Dios! ¿Eres tú de los Velas?

-Me has conocido.

-¡Cobarde!

Y don Gonzalo hizo un poderoso esfuerzo, merced al cual consiguió desasirse de la mano de hierro que le oprimía. Rodrigo Vela sacó en este momento un acerado puñal que pendía de su cintura, y lo alzó sobre el pecho del doncel; este, que aún no había tenido tiempo de desenvainar su acero; hubiera perecido indudablemente bajo el hierro homicida de Rodrigo, a no haber aparecido Nuño en este instante y defendido a su señor del inminente riesgo en que se hallaba.

El buen viejo apareció tan a tiempo por la calle de los Arneses con su espada desnuda, que su sola presencia bastó para que Rodrigo Vela tocase a retirada y huyese a pasos acelerados por las espaldas del alcázar; mas no tan a prisa que el buen viejo no tuviese lugar de hacerle un pequeño rasguño en el costado.

-¡Cuernos de Luzbel! -dijo el escudero tan luego como el agresor de su dueño hubo desaparecido: -por algo os decía yo, señor Gonzalo, que no estaba demás mi compañía. Vos sois jóven, vos amáis a Teresa, y sois además hijo de Sancho Garcés; estos son motivos bastantes para que os veáis en León rodeado de enemigos; pero ¡ira de Dios! ¿os ha herido ese villano?

-No, buen Nuño; mas partamos a casa de Ferrus; aquí estamos espuestos...

-Sí, sí, partamos; que los Velas son muy traidores.

Y Gonzalo y su escudero se encaminaron hacia la calle de los Mandobles a pasos acelerados.

La puerta de la casa de Ferrus se hallaba entornada, y ambos pasaron sus umbrales sin hacer caso de este incidente. Mas entrando en la cocina, y no hallándole en ella, recorrieron todas las dependencias de la casa, y el buen viejo no parecía.

-¡Cuernos del diablo! -esclamó don Gonzalo; -esta noche es noche de aventuras; ¿si al pobre Ferrus le habrá ocurrido también algún percance? Lo sentiría; Ferrus era un servidor leal y un viejo muy cumplido.

En tanto que el señor y su escudero se devanaban los sesos pensando en la desaparición de Ferrus, en la calle de los Arneses tenía lugar otro lance parecido al que acabamos de referir.

El pobre posadero se hallaba rodeado de unos veinte hombres de armas, entre los cuales y espada desenvainada, se distinguía el menor de los Velas, que momentos antes acababa de huir de la presencia de Nuño.

-¡Preso el traidor! -esclamó Rodrigo Vela amenazando con su espada al posadero.

-Pero, señor...

-Calle el mandria, o daremos cuenta de su vida en este instante.

El pobre Ferrus cerró sus labios y se dejó conducir por los hombres de armas hasta la cámara del rey.

Mas ¿cuál era la causa de que el posadero se encontrase en aquel sitio? ¿no quedó en su casa a la salida de don Gonzalo hacia el alcázar? ¿qué idea, pues, le había inducido a abandonar su zaquizamí por seguir los pasos del noble castellano? El deseo de compartir con la pobre Juana el repleto bolsillo de don Gonzalo; el deseo de ser útil a este caballero por si algún percance lo sucedía.

El hijo del conde de Castilla se había entretenido demasiado con la infanta, y augurando muy mal Ferrus de esta no acostumbrada detención, salió de su casa con el objeto antes indicado. Tenía muchas ganas el posadero de sacar de un apuro a don Gonzalo; pero del lance apurado salió bien el amante de Teresa, y el pobre Ferrus no tuvo después quien lo sacase de sus apuros.

-¡Oh! -murmuraba para sus adentros- ¡y si viniese en este instante el noble caballero! con su espada solamente era capaz de ahuyentar a toda esta gavilla; pero yo... yo, ¡pobre de mí! ¿qué he de hacer? Resignarme, aguantar y sufrir las consecuencias, fatales quizá, de mi imprudencia.

El retrete de doña Teresa era teatro en este momento de otra escena no menos interesante.

Pero pasemos a la cámara del rey, a donde Rodrigo Vela y los hombres de armas habían conducido al pobre posadero.

-¿Quién es este hombre? -dijo don Alfonso dando a su semblante toda la espresión de ferocidad que le era característica.

Este hombre es un traidor: -contestó Rodrigo Vela adelantándose respetuosamente hasta su soberano e incando la rodilla en la primera grada del estrado real.

-¿Un traidor dices?

-Y de los más traidores, vuelvo a repetir.

-Esplícate.

-Me esplicaré, señor. Rodrigo Vela siempre se ha esforzado en servir a su señoría; Rodrigo Vela no olvida nunca los beneficios que recibe de su rey; Rodrigo Vela espone su vida siempre que se le presenta ocasión de defender los derechos de su soberano; Rodrigo Vela ha descubierto los amores que Gonzalo Garcés, hijo del conde de Castilla, Sancho, mantiene con vuestra hermana, y Rodrigo Vela os presenta hoy a uno de los más acérrimos defensores del rebelde castellano.

-¡Villano! -esclamó Alfonso dejándose llevar de uno de sus frecuentes accesos de furor.-¿Y te atreves a oponerte de ese modo a la suprema voluntad del que has reconocido como rey y a quien debes guardar siempre el más profundo respeto, la mas ciega obediencia?

El pobre Ferrus que no estaba acostumbrado a oír tales sermones, y mucho menos de boca de su rey, lejos de inmutarse, irguió cuanto pudo su cabeza, y contestó con vos hueca y varonil:

-Me opongo, sí, porque se opone todo el reino; me opongo, porque es una iniquidad lo que trata de hacerse con vuestra hermana. La infanta doña Teresa no debe unirse nunca con un moro.

-¡Silencio, villano! que estás hablando con tu rey.

-Nunca debe guardarse silencio cuando se presenta la ocasión de decir una verdad.

Los hombres de armas de la servidumbre real se iban a arrojar sobre el pobre y altivo posadero; pero Alfonso los contuvo con solo una mirada.

-Este hombre -prosiguió el menor de los Velas- ha tratado de asesinarme.

-¡Mentira! -esclamó Ferrus lleno de cólera.

-Aún están manchados de sangre mis vestidos.

-¡Mentira!

-¡A las pruebas! ¡a las pruebas! -esclamó el rey enfurecido e inyectadas de sangre sus pupilas.-¡Al torreón del moro! ¡Encerradle!

Los hombres de armas hicieron salir a Ferrus de la cámara y le condujeron a la prisión designada por el rey.

Éste quedó solo con Rodrigo Vela, escuchando la relación de lo que momentos antes acababa de ocurrir en la calle de los Arneses.

Doña Lambra, oculta tras un tapiz, estaba presenciando esta escena, ínterin en el retrete de su señora tenía lugar la que vamos a referir.




ArribaAbajoCapítulo VI

La misma puerta secreta por donde momentos antes acababa de salir Gonzalo, se abrió de nuevo silenciosamente dando paso a un hermoso y gallardo doncel, en cuyo risueño semblante no se podían adivinar arriba de diez y ocho años.

La bella Teresa lanzó un grito de asombro y de terror incapaz de describir; sus mejillas se tornaron lívidas, el vivísimo carmín huyó por un momento de sus labios, y sus miembros todos se ajitaron convulsivos.

-No tenías nada, rosa de Hiram; las trenzas de oro sientan muy bien sobre tus sienes, y es necesario que Abdalla las admire. Muy hermosa decían que parecíais encerrada en vuestro retrete; pero aún resaltarán más vuestras gracias en el alcázar de Toledo.

Teresa escuchó estas palabras llena de temor y miró sobrecojida al hermoso joven que tenía ante sus ojos.

-Te asombras, sí, ya lo veo: también yo vengo asombrada a tu palacio; también yo tiemblo ante tu vista. Mujer soy como tú; mujer desdichada como tú; mujer hermosa como tú, y rival además de tu hermosura; no soy tu enemiga: vengo a buscar consuelo en tus pesares, y a proporcionar alivio a tus padeceres. De Abdalla serás dentro de pocas horas, y a su lado vas a ser la reina más querida. Yo tambien he sido el encanto del rey moro; también yo he gozado de sus caricias; Abdalla cuando ama, ama con delirio, y tú vas a ser el encanto de Abdalla: no tienes porque llorar, cristiana hermosa, un mundo de delicias te espera allá en Toledo; los árabes no aman como los cristianos: su amor es más espiritual, más embriagador, más lleno de deleite. Hay en el alcázar jardines donde puedes solozarte; sus fuentes te servirán de espejos; te hablarán de rodillas las esclavas; órdenes imperiosas serán desde mañana tus caprichos; no llores, no, cristiana, que un mundo de deleites te espera en el alcázar de Toledo.

Teresa escuchaba al doncel llena de asombro y envuelto el rostro entro los menudos pliegues de su brial regado con sus lágrimas. Cuando aquel acabó de hablar, levantó la cabeza y volvió a mirarle de nuevo; pero el joven continuó:

-Te estrañas, sí; también yo vengo llena de estrañeza, pero óyeme, cristiana; escucha mis palabras; escucha las palabras de tu amiga.

-¡Mi amiga! -dijo por fin la infanta enjugando dos gruesas lágrimas que surcaban sus mejillas; -yo no te conozco.

-No me conoces, ya lo sé; yo tampoco te conocía, y sin embargo he venido a León por conocerte; y he venido de Toledo disfrazada, y para venir he tenido que fugarme del alcázar.

-¿Te has fugado del alcázar? ¿vienes de Toledo disfrazada? ¿has entrado en León por conocerme? no te comprendo, mujer; nada puedo adivinar en tus palabras.

-¡Ah! por tu desgracia y por la desgracia mía me comprenderás dentro de poco. Yo pensé volverme loca; yo creí que en el mundo nada me restaba; todo lo veía negro en torno mío, todo me horrorizaba, todo me causaba hastío. Cuando postradas de rodillas se apresuraban a servirme mis esclavas; ¡huid, huid! las decía llena de coraje. Y las esclavas huían de mi vista. El perfume de las flores me envenenaba; las corrientes de las aguas donde tantas veces vi retratado mi semblante, parece como que se deslizaban más a prisa apenas escuchaban mis pasos por las orillas de los arroyos; cuando bajaba al jardín por gozar de los encantos de la noche, la noche se tornaba fría; los pájaros huían de mí, como huyen los cervatillos de la jauría que los persigue; la luna se ocultaba apenas me veía paseando por las estrechas calles de mis jardines; hasta mi antes dulce y embalsamado álito debía parecerse al del leproso, porque el hermoso Abdalla huía de mí presencia y esquivaba mis palabras. ¡Oh! he sufrido mucho, virgen de los amores; oculta entre los plegados cortinajes de mi lecho, he pasado seis noches en vela; las fuentes de mis ojos se han agotado ya; no tengo que llorar, como no llore mi sangre; y esto me sería mucho más dulce que verme apartada del que me ha prodigado sus amores. Cansada ya de regar con mis lágrimas los ricos terciopelos de mis cojines he concluido por maldecirme, pero la maldición no me ha alcanzado, porque aún vivo para los sufrimientos.

-¡Arrójate al estanque! -me dije un día:-tu cadáver será envuelto entre finas gasas y espuesto a las miradas de tu rey; él se desesperará a presencia de tu belleza sin aliento; llorará de furor y correrá por todo los retretes de su alcázar; correrá en busca de tu asesino, pero tu asesino no será encontrado y al día siguiente serán colgados de las almenas del alcázar todos los hombres de armas y eselavos de su servidumbre; la venganza de Abdalla será horrible: sus vasallos sufrirán el primer ímpetu de su cólera; mas la calma tornará a iluminar su mente; sus tinieblas serán disipadas por la luz de su conciencia; ésta le gritará sin cesar por donde quiera que vaya. -¡Tu eres el asesino!- Sus remordimientos serán atroces y tu muerte será lavada con sangre: con sangre, sí; con sangre de las inocentes víctimas de Abdalla, y con sangre de Abdalla mismo, porque no faltará un esclavo libre que vengue la muerte de su hermano.

Y mi vista se nublaba después de decir estas palabras; sentía un estremecimiento horrible en todos los miembros de mi cuerpo; quería clavar un puñal hasta el fondo de mi corazón y el puñal se me caía de las manos; me faltaban las fuerzas para llevar a cabo mi pensamiento: pero era porque la voz de mi conciencia me gritaba y me gritaba instigada por los celos; porque yo tengo celos hasta del aire que respira Abdalla, de las flores que se acercan a sus labios, del suave cefirillo que mueve sus blandos rizos; tengo celos hasta del agua en que se baña, porque temo que en ella se oculte alguna sirena encantadora. ¡Oh! esto es horrible, bella cristiana; hoy tengo celos de ti porque tú eres hermosa y me has robado mi amor; siento deseos de ahogarte entre mis brazos, para que no llegues a gozar del bien que por tanto tiempo he poseído. Abdalla ama con delirio, y tú vas a ser de Abdalla, pero no; tú no le amarás, tú no le fingirás amor, porque tu corazón no es tuyo, y si le fingieses amor, le engañarías; tú amas a Gonzalo, Gonzalo te ama a tí, y los dos seríais felices si el bárbaro proceder de don Alfonso no se opusiese tan abiertamente a vuestros designios. ¡Oh! no le ames, no; cristiana mía; no le ames, porque tu corazón no es tuyo, porque tu religión no es la suya, porque el corazón de Abdalla no es suyo, porque un abismo sin fondo os separa a entrambos. Y no lo amarás nunca, porque estoy yo, aquí para observaros, y hundiría mi puñal en vuestro seno. Pero no, no -dijo la mora disfrazada después de unos instantes y como variando de resolución;- no le odies, no le desprecies, no le abandones; ámale Teresa, ámale, porque mi corazón es suyo; ámale, porque yo no quiero verle desgraciado. Huiré de su alcázar, huiré de mi retrete, me despojaré de todas mis ricas joyas, le dejaré en su alcázar mi último suspiro y la última flor cogida por mis manos de los cuadros de sus jardines. Mi suspiro volará sin cesar al rededor de vuestro lecho; la flor cojida por mis manos embalsamará a la vez aquel recinto, y Abdalla al menos me consagrará un recuerdo cuando se entregue al amor de la cristiana. Yo me alejaré de los muros de Toledo, miraré por última vez los calados ajimeces de mi retrete azul, y huiré de aquel sitio funesto, dejando en él mi último suspiro de amor. En el primer almarestan que encuentre en el camino, acabaré mis días acordándome de Abdalla.

La joven Teresa quedó asombrada al oir la larga relación que acababa de hacer la mora.

Esta, joven y hermosa como la infanta de León, era celosa como todas las de su raza y estaba dotada de una imaginación ardiente, que en más de una ocasión le hacía ver cosas que no existían.

El esceso de imaginación es una enfermedad muy semejante a la locura; esta no es otra cosa que el desbordamiento de la imaginación producido por un ataque de mal humor o por un acceso de alegría inesperada.

Fátima (este era el nombre de la hermosa mujer que hablaba con Teresa) estaba loca por consiguiente; pero loca de coraje, loca de desesperación. Hablaba sin saber lo que decía; cincuenta pensamientos diferentes acudían a su mente en un instante, y los cincuenta eran olvidados por la impresión de otros nuevos. Fátima no era suya; Fátima no se pertenecía, Fátima estaba sujeta al imperio de su loca imaginación. Tan pronto amaba a Abdalla como le aborrecía; tan pronto ansiaba la muerte como arrojaba el puñal con que iba a cortar el hilo de su vida: tan pronto corría en busca del bullicio y los placeres del alcázar del rey moro, como se encerraba en su retrete y no permitía la entrada en él ni aún al mismo Abdalla. Este la amaba con delirio; iba a contraer un matrimonio de conveniencia; iba a unirse con una mujer para asegurar su reino; Abdalla solo, no podría defenderse nunca contra la justa guerra que pudiera hacerle el rey de Córdoba; Abdalla en realidad no era más que un usurpador afortunado, un usurpador que había sabido aprovecharse de las revueltas del califato para levantarse con la cortesía y proclamarse rey de Toledo. Alfonso de León, por otra parte, no era bastante por sí solo para defenderse contra el de Córdoba, y a ambos reyes les reportaba ventajas este parentesco, pues no era otra cosa el proyectado enlace que un casamiento de conveniencia. Por lo demás Abdalla amaba a Fátima como nunca, y la amaba con más razón cuanto que dentro de breves días iba a entrar en su palacio la usurpadora de todos los placeres que hasta entonces la habían pertenecido.

Esto solo era motivo suficiente para que la infeliz Fátima se creyese abandonada y reducida a la mísera condición de esclava de una reina que dentro de pocos días debía traspasar los umbrales del alcázar, esto solo era motivo suficiente para que las fuerzas la abandonasen, las lágrimas asomasen a sus ojos, y sufriese las consecuencias de los arrebatos de su imaginación.

En este momento dirigía a Teresa una de esas miradas vivas, pero penetrantes y entremezcladas de cólera y compasión, al mismo tiempo, y le dijo después de un corto intervalo.

-¿Te esperará en valde Abdalla?

-No sucederá así por desgracia mía.

-¿Es decir que te pondrás en marcha para Toledo?

-Mi hermano es el rey y mi hermano impone la ley a sus vasallos.

-Pero al corazón nadie le ha puesto cadenas; el corazón es libre; libre como el pájaro que vuela, como el pez que nada por el agua, como la tierna golondrina que emigra a los países cuyo clima le conviene.

-Pero cuando ese pez se ve encerrado en una redoma, cuando ese pájaro está en la jaula, y cuando esa golondrina es presa del capricho de un muchacho...

-Teresa no es esclava de su hermano; su alcázar es el de Alfonso, y los hombres de armas de Alfonso vasallos de Teresa.

-Pero Teresa, como mujer, está sometida a Alfonso.

-Los corazones nunca se someten: ni aún los de los vasallos a su rey.

-Vasallo soy yo de mi hermano, y vasallo poco fuerte. Iré puesto que Dios lo quiere; pero nunca seré de Abdalla. Seré su esposa ante los ojos de los hombres, y su hermana ante los de Dios.

-¿Nunca serás suya?

-Jamás.

-¿Y con ruegos...?

-No adelantará mas que con amenazas.

-Adiós, cristiana; seré tu amiga, el genio del mal ha tiempo que se mece sobre nuestras cabezas; pero el genio del mal caerá humillado a los pies de una mora instigada por los celos. Le suplicaré, lloraré, regaré con lágrimas el rostro de mi querido Abdalla, me incaré de rodillas, le colmaré de amores, y si no...

La hermosa Fátima desapareció por la puerta secreta que le había servido de entrada y Teresa se quedó muda y pensativa.

En medio de este silencio se oyeron resonar a lo largo de la escalera de caracol las siguientes palabras cuyo eco se perdió a lo lejos después de unos instantes:

-¡Venganza! ¡venganza!




ArribaAbajoCapítulo VII

Las calles de León estaban intransitables; multitud de hombres y mujeres, formando corrillos a las puertas de sus casas conversaban por lo bajo y en diferentes tonos, dirigiendo de cuando en cuando sus miradas alrededor.

-Estos pícaros Velas, -murmuraba una vieja con voz gangosa,- se encuentran como Dios en todas partes.

-Mas no por eso dejan de ser demonios; -murmuraba otra aproximándose lentamente al corro de mujeres del cual habían salido aquellas frases.

-¿En qué tiempo se han visto las cosas que estamos viendo en el presente?

-En ninguno: yo he vivido en los tiempos del rey Monje, Alfonso IV, yo he visto el trono de León ocupado sucesivamente por Ramiro II, Ordoño III, Sancho el gordo, Ramiro III y Bermudo el gotoso, y a fe, a fe, que lo que pasa en los tiempos de Alfonso V, no ha pasado nunca.

-Y le llaman el noble, sin embargo, -añadió la que se había aproximado al corro tomando parte en la conversación.

-¡El noble, y manda emplumar a la mujer de un zapatero!...

-Y a la mujer de un zapatero que nunca ha tenido parte en brujerías.

-Pero a la pobre se le marchó la lengua...

-Es verdad, dijo lo que sentía...

-Y como en estos tiempos no puede decirse todo lo que se siente...

-Ya, ya; buenos tiempos alcanzamos.

Y de este modo proseguían hablando las mujeres en sus corrillos, ínterin los hombres reunidos en las tabernas y paseando las callejuelas próximas a la plaza, mantenían otros diálogos semejantes, aunque algún tanto más razonados que los de aquellas.

El sol calentaba demasiado y los cultivadores de las campiñas se habían retirado a la ciudad con el santo fin de tomar el fresco bajo las parras de sus patios; en León se juzgaba además un reo aquella misma mañana, y esta era la causa de que las calles de la ciudad se viesen tan concurridas. Discutíase largamente en los corros acerca de la justicia o injusticia con que había obrado el rey poniendo preso a Ferrus; unos creían que la prisión estaba bien dispuesta, otros que era inmotivada; quienes afirmaban que Ferrus no debía someterse a las pruebas; quienes por el contrario, creían que si Ferrus era inocente, debía someterse a ellas echándose en brazos de Dios; varios opinaban que el rey había andado poco cuerdo en lo de fiarse de unos traidores como los Velas; y los mas en fin, juzgaban de todo punto inútiles las pruebas judiciarias, puesto que no existían datos positivos acerca de la rebeldía de Ferrus. Pero pensase cada cual como quisiese, lo cierto es que aquella misma mañana Ferrus había sido sometido a la prueba del juramento, y aún cuando nada en contra suya habia resultado, ahora se le iba a someter a la calderia, que era una de las mas bárbaras de aquellos tiempos.

La Plaza se hallaba llena de un inmenso gentío, que acudía presuroso a presenciar la tremenda prueba porque iba a pasar Ferrus.

-¿Si sucumbirá? -decían unos.

-¿Si sobrevivirá? -esclamaban otros.

Todas estas preguntas que salían de aquella confusa multitud, bastaban ya por sí solas para dar a entender que la prueba caldaria era una prueba terrible.

Y en efecto; no indicaba otra cosa el imponente y magestuoso aparato que había en la plaza de la catedral. En medio de ella y como a unos cuatro pies de elevación, veíase un estenso tablado cubierto todo de paño negro: encima de este tablado y junto a una fuerte columna de madera, había colocado un hornillo de piedra, a merced de cuyo fuego hervía el agua de una caldera que descansaba sobre él. Al lado de la caldera un hombre de siniestra mirada, de barba crecida y melena descompuesta, atizaba continuamente el fuego y parecía como que se impacientaba cansado de esperar.

-¡Ira de Dios! -esclamaba por lo bajo;- un poco mas de fuego y muere de seguro; ya me va cansando su dilación; pero ¡por el beso de Judas! que me las ha de pagar todas juntas. Ferrus era un tunante a quien yo tenía ganas de cojer por mi cuenta..., pero un poco de paciencia; que dentro de media hora ya le tendré en mis manos.

Y el ejecutor de la justicia, que este cargo ejercía el que atizando el fuego y murmurando de Ferrus, sudaba una gota por cada pelo, y lanzaba tantos juramentos cuantas eran las gotas de sudor que caían sobre las ascuas.

-Ya viene, ya viene; -murmuró por lo bajo dirigiendo sus miradas hacia una de las callejuelas que desembocaban en la plaza.

Un rumor sordo y confuso vino a interrumpir en este instante el silencio sepulcral en que hasta entonces habían permanecido las gentes que llenaban aquellos alrededores.

Las ventanas de los primeros pisos se veían coronadas de curiosos; alguna que otra dama se colocó detrás de los cristales de su ajimez para ver lo que pasaba; tampoco faltó algun viejo que se hiciese conducir en hombros de sus criados hasta la plaza misma con objeto de presenciar la prueba. Hombres y mujeres, niños y ancianos, todos acudían a la plaza y todos llegaban a ella en distintas direcciones.

En este momento cuatro hombres de a caballo abriéndose paso por entre aquella confusa multitud, entraron en la plaza por una de las callejas. Detrás de ellos, escoltado por seis infantes y seguido de otras tantas lanzas atravesó Ferrus la plaza con la cabeza erguida, si bien pálido y demacrado a consecuencia de los malos tratamientos de que había sido víctima durante su prisión, por encargo de los Velas.

Para subir al tablado había una escalerilla: uno de los ayudantes del ejecutor quiso tenderle la mano para ayudarle a subir, pero Ferrus la despreció; y después de dirigir una mirada de dolor en torno suyo, subió por su propio pie aunque despacio y con la cabeza baja, como hombre que llevaba sobre sus hombros las tres cuartas partes del siglo en que había nacido.

-¡Menos calma! -esclamó el ejecutor atrayéndole hacia sí de una manera bastante brusca.

-¡Villano! -esclamó un hombre del pueblo dándole al ejecutor una pedrada.

El pueblo entonces se alborotó; las mujeres, que siempre han sido las mismas, lo compusieron todo con dar gritos; los hombres de armas de D. Alfonso sacaron sus espadas; las gentes de a caballo se dispusieron a calmar aquella funesta agitación arremetiendo lanza en ristre a los alborotadores; el pueblo, en cuyo seno germinaba el odio contra los Velas, se inclinó como siempre a defender a la parte más débil; algunos de los menos temerosos se subieron al tablado con intención de meter al ejecutor en la caldera, e indudablemente Ferrus hubiese quedado en libertad, si un refuerzo de hombres de armas que llegó a la plaza en aquel instante, no hubiese tomado la defensa de los que escoltaban el tablado.

La opinión pública estaba, no obstante, declarada; aquel pueblo que se oponía abiertamente al casamiento de Teresa con el moro de Toledo, se oponía también a que continuasen las actuaciones en contra de Ferrus; pero el rey de León era Alfonso; y los caprichos de Alfonso eran órdenes imperiosas para todos sus vasallos. Calló, pues, el pueblo tan luego como le vio aparecer en la plaza montado en su corcel.

-¡Ira de Dios! -dijeron unos.

-¡Uñas del diablo! -esclamaron otros.

-¡A qué ocasión ha llegado!

-Y si no viene, Ferrus es nuestro.

-Pero por ahora quedos, que D. Alfonso es muy capaz de enterrarlos vivos a todos debajo de ese tablado.

-Silencio, sí -repetían a coro aún los más temerarios y decididos.

Los ginetes y hombres de armas, se felicitaban por otra parte de la oportuna llegada del rey Alfonso; conocían demasiado al pueblo leonés, le habían visto irritado algunas veces, y más que en sus lanzas confiaban en el rígido carácter de su rey.

Tornaron, pues, a la calma los alborotadores. Alfonso ocupó el estrado real que eslaba rodeado de una balaustrada dorada, cubierto de ricos tapices y protegido además de los rayos del sol por un magnífico dosel; los hombres de su guardia y servidumbre ocuparon a su vez las graderías que se elevaban detrás del estrado real, y a una señal de Alfonso y después de haberse leído la sentencia a voz en grito con el fin de que la oyese el pueblo, se dio principio a la ejecución de la prueba en medio de un silencio sepulcral.

Ferrus, a escepción de un sayo verde que le caía desde los hombros hasta la mitad escasa de los muslos, iba completamente en cueros; el sayo no tenía mangas; y sus brazos tostados y enjutos iban también al aire como el resto de su cuerpo. Aproximóse a él el ejecutor y valido de que la presencia del rey había bastado por sí sola para calmar a los alborotadores, desahogó de nuevo su furia, dando un fuerte empujón al pobre Ferrus y haciéndole caer al pie de la columna.

Un nuevo murmullo de desaprobación salido de aquel tumulto de gentes irritadas, hizo comprender a Alfonso que su pueblo era muy afecto a los motines; y más bien por acallar aquellos significativos rumores que por castigar la acción villana del ejecutor, mandó a uno de sus ayudantes que le diese cuatro azotes con las correas que iban a servir para atar al reo.

El ayudante, que tenia motivos más que suficientes para mirar de reojo a su maestro, las agarró lleno de júbilo, y descargó sobre las espaldas del ejecutor cuatro tan soberbios latigazos, que resonaron por unos instantes en los rincones de la plaza.

Otro nuevo murmullo de aprobación salió de aquel inmenso gentío, y el pueblo entonces, deponiendo algun tanto su ceño, preparóse resignado a presenciar la prueba.

El ejecutor, más furioso que antes por haber sido azotado a presencia de todo un pueblo, y azotado además por uno de sus criados, tomó la determinación de desahogar su pecho mordiéndose los labios de coraje, y condujo al pobre Ferrus a la columna, donde tuvo ocasión de desahogarse nuevamente atándole de una manera tal a aquel madero, que todos creían ver reventar al pobre sentenciado. Una vez sujato Ferrus por la cintura con las mismas correas que habían servido para azotar a su verdugo, este le cogió el brazo derecho, púsole en la muñeca una gruesa argolla de hierro, de la cual pendía a la vez una cadena corta con una pesa de dos arrobas en su estremo, y metiéndole en la caldera el brazo con todo aquel enorme peso, que pendía de la argolla, el pobre Ferrus se vio rudamente aprisionado, e inútiles hubieran sido todas sus tentativas por librarse de los hierros y ligaduras.

El agua de la caldera estaba hirviendo, los rayos del sol caían además de plano sobre la plaza, y tanto Ferrus como los ejecutores de la justicia sudaban a más no poder por todos los poros de su cuerpo.

En vano el sentenciado trataba de librarse de aquel horrendo martirio al que las perfidias de los Velas, le habían conducido; en vano trataba de sacar su brazo metido hasta el codo en aquella caldera de agua hirviendo; el peso que tenía a su estremo la cadena, era demasiado para que el viejo Ferrus sin la ayuda de su brazo izquierdo, pudiera conseguirlo; pero su brazo izquierdo estaba como su cuerpo atado a la columna y era imposible por lo tanto, que se pudiese librar de aquel martirio.

-¡Fuego! ¡fuego! -esclamaba por lo bajo el ejecutor, haciendo que sus ayudantes le obedeciesen.

-¡Fuego! ¡fuego! -dijo también Alfonso, viendo que Ferrus se mantenía firme, y que aquella agua hirviendo, donde indudablemente se le debía cocer el brazo, no le causaba impresión alguna.

-¡Fuego! -repetía el ejecutor atizando él mismo las ascuas del hornillo, y metiendo nuevos troncos a fin de promover la llama.

-¡Rayos del cielo! -esclamó furioso el pobre Ferrus dirigiendo una colérica mirada a los tres Velas que estaban en el estrado real, detrás de don Alfonso.

-¡Más fuego! ¡más fuego! -repitió de nuevo el rey, creyendo que aquella mirada se había fijado en él.

Animado el ejecutor con la espresión colérica del rey y seguro ya de que no le volvería a azotar de nuevo, creyó llegada la ocasión oportuna de saciar su furia en el pobre sentenciado, y ya no se contentaba con atizar el hornillo a fin de que hirviese el agua, sino que hacía de modo que las ascuas que caían de él fuesen a parar a los pies de Ferrus y le abrasasen a veces hasta las piernas.

El pobre viejo no pudo dominar por más tiempo su emoción, y una espresión de angustia apareció en su rostro. Sus ojos inyectados de sangre querían saltarsele de las órbitas; su cuerpo todo estaba bañado de sudor; una congoja mortal le dominaba; el corazón le latía con violencia; sus pies estaban hinchados, llenos de ampollas y brotando sangre a consecuencia de las quemaduras; el brazo derecho encarnado como la grana, hinchado también como sus pies, y más agitado y tembloroso a medida que hervía más el agua de la caldera, había perdido su forma y parecía que le habían desollado: Ferrus, en fin, estaba hecho una lástima, y muchas de las personas que presenciaban aquella horrible prueba, se retiraban asustadas tapándose los ojos.

-¿Quién ha intentado de asesinar a Rodrigo Vela? -preguntó Alfonso con voz atronadora tratando de imponer al sentenciado.

-No he sido yo -contestó este.

-¿No estuviste anteanoche en la calle de los Arneses?

-Estuve.

-¿No fuiste tú el que heriste a Rodrigo Vela?

-Yo no he herido a nadie.

-Le herirías sin conocerle.

-Le conozco demasiado, pero no le herí.

-¡Más fuego! ¡más fuego! -esclamó el rey lleno de furor viendo que Ferrus no declaraba a medida de sus deseos.

-Morirás abrasado -añadió- si no confiesas tu crimen.

-Yo no puedo confesar crímenes que no he cometido.

-¿Cómo pues, está manchado de sangre el sayo de D. Rodrigo?

-Don Rodrigo podrá contestar mejor que yo.

-Don Rodrigo Vela contesta que has tratado de asesinarle.

-¡Pues miente como villano! -esclamó furioso el pobre viejo haciendo un gran esfuerzo por sobreponerse a sus dolores.

-¡Más fuego! ¡más fuego! -repitió Alfonso.

Y el ejecutor aprovechó esta ocasión para abrasar de nuevo los pies del sentenciado. Este lanzó un gemido espantoso y los murmullos del pueblo anunciaron a Alfonso que los ánimos aún estaban agitados.

-¡Mis lanzas! -dijo poniéndose de pie sobre su estrado-. Mis lanzas contra esa chusma alborotadora.

Las lanzas de D. Alfonso arremetieron a los revoltosos metiendo sus caballos por entre aquel inmenso gentío; las mujeres todas huyeron a sus casas, los niños y los ancianos siguieron el ejemplo de las mujeres; la plaza y sus alrededores quedaron un tanto despejados, y la calma volvió a reinar de nuevo en torno de aquel tablado.

-Este hombre -continuó Alfonso de pie sobre su estrado- ha tratado de asesinar a Rodrigo Vela, porque a fuer de vasallo leal y muy cumplido me ayuda en mis empresas; este hombre ha faltado al respeto que deben todos los vasallos a su rey; este hombre como pechero ha insultado al noble D. Rodrigo que tiene asiento en mi real cámara; este hombre desobedece a su rey puesto que se opone al casamiento de la infanta de León con el rey de Toledo; este hombre es un mal vasallo; este hombre es un asesino, y este hombre debe someterse a las pruebas judiciarias. Niega villanamente que ha tratado de asesinar a D. Rodrigo, pero la prueba caldaria le obligará a confesar su crimen, y en todo caso aún falta otra prueba, aún falta la del combate personal.

El rey se sentó y a sus palabras siguió un silencio sepulcral interrumpido únicamente por los lúgubres gemidos del sentenciado.

-¿Trataste de asesinar a D. Rodrigo? -volvió a interrogarle el rey lleno de despecho.

-No, -contestó Ferrus con más energía aún que la vez primera.

-¡Siga el fuego! -dijo entonces Alfonso volviendo a levantarse: -y en caso de que se arrepienta y quiera confesar su crimen, que vaya a noticiármelo al alcázar el jefe de la guardia.

Alfonso bajó del estrado, montó en su caballo y escoltado por sus lanzas y seguido de sus jinetes se dirigió al alcázar.

Gran parte del pueblo siguió los pasos del rey, y repartiéndose después por las calles de León, unos entraron en sus casas, otros formaron corrillos en las calles, algunos se fueron a la plaza a hacer compañía al sentenciado, y los más se retiraron de la ciudad con objeto de olvidar tantos horrores.

Ferrus, según las leyes de aquellos tiempos, debía permanecer veinticuatro horas sometido a aquella prueba.

El ejecutor, a pesar de la escolta que rodeaba el tablado, continuó haciendo heregías con el pobre viejo, y este a la caida de la tarde estaba sin sentido.




ArribaAbajoCapítulo VIII

En el alcázar de D. Alfonso se notaba grande animación. Las cámaras yacían en el más profundo silencio; pero en los patios y galerías notábase en cambio mucho movimiento. Las damas de doña Teresa subían y bajaban las escaleras de caracol, entraban y salían de sus retretes, cruzaban y volvían a cruzar las galerías, andaban como locas por las salas, hablabanse al oído con misterio, asomabanse de cuando en cuando a las ventanas y corrían después llenas de sobresalto al camarín de su señora.

Los escuderos y hombres de armas hallabánse también bastante ocupados por los patios, y todos al parecer se disponían para emprender una jornada. El ojo menos esperto hubiese comprendido que en el alcázar de D. Alfonso se trataba de llevar a cabo algún negocio importante.

Y en efecto, tratábase de emprender una jornada hasta Toledo; tratábase de conducir a Teresa al lado del rey moro.

D. Alfonso, encerrado en su cámara de honor con los obispos, abades, mesnaderos, hidalgos y capitanes, todos en traje de corte, discutía largamente acerca de las grandes ventajas que el matrimonio de su hermana había de reportar al reino, y de los grandes inconvenientes con que había tenido que luchar para llevarla a cabo.

-D. Gonzalo -decía- está furiosamente enamorado de Teresa, y es necesario encerrarle en un calabozo si queremos evitar algún percance. D. Gonzalo es muy valiente y decidido y estoy seguro de que pondrá en juego todos sus recursos a fin de impedir el casamiento.

-Es cierto: -murmuraron a coro todos aquellos nobles.

-Pero D. Gonzalo, al parecer, se ha fugado de León; proseguía el rey fijando sus miradas en los Velas.

-Así nos lo han asegurado; repuso el menor de los tres hermanos en cuyo semblante se leía una espresión de disgusto muy marcada.

-¿Y no se sabe dónde está?

-A Vegas del Condado parece que se ha dirigido.

-¡Pues a Vegas del Condado con cincuenta de mis mejores, lanzas! D. Gonzalo no habrá marchado solo, y es muy conveniente el llevar algunas fuerzas. Tú, Rodrigo, -añadió el rey dirigiéndose al menor de los Velas- te encargas de esta empresa. Al cerrar la noche saldrás de León al mando de cincuenta lanzas.

En tanto que en la cámara de Alfonso se trataba de este asunto, en el retrete de doña Teresa tenía lugar otra escena no menos interesante.

Sentada la infanta en un sillón blasonado, apoyados los codos en una mesa y la cabeza entre sus manos, la joven infeliz lloraba amargamente sin hacer caso de las palabras de consuelo que sus damas la dirigían.

-¡Imposible! ¡imposible! -murmuraba por lo bajo enjugando las gruesas lágrimas que surcaban sus mejillas; -imposible es el consuelo; mi marcha es mi muerte.

Y aquellas hermosas damas antes tan alegres, aquellas hermosas damas que al lado de la infanta habían sido tan felices, lloraban también como ella y lloraban llenas de despecho; pero en sus lágrimas iba mezclado el egoísmo. Lloraban, sí, por la desgracia de su señora, pero lloraban también por las desgracias de que ellas mismas iban a ser víctimas. Sólo en el llanto de Lambra se notaba desde luego la honda impresión que le causaba el triste porvenir de su desventurada amiga; sólo en el llanto de Lambra no tenía parte alguna el egoísmo; educada al lado de Teresa, nacida para Teresa, y depositaria fiel de todos sus secretos, Lambra más que amiga era una hermana de la infanta. En su pecho no cabía más amor que el amor que profesaba a su amiga; sus deseos no eran otros que hacer la felicidad de Teresa.

Las otras meninas amaban a la infanta, porque la infanta había venido al mundo para que todas las criaturas la adorasen; pero ausente Teresa de León ¿qué iba a ser de sus doncellas? Esta amarga reflexión, surcaba por la mente de todas aquellas jóvenes que llorando en torno de su señora y prodigándola sus consuelos, necesitaban a su vez quien a ellas las consolase: Teresa se las iba a llevar consigo a todas, pero Teresa iba a hospedarse en el alcázar de un rey que la adoraba, en tanto que ellas se alejaban de otro alcázar, en el que se dejaban quizá la mitad más preciosa de su corazón. Las damas de la infanta tenían un adorador en cada jefe de la guardia, y les era muy doloroso separarse de aquellos a quienes amaban. ¡Es tan sensible una partida cuando se tiene que abandonar aquello que se quiere!

El camarín de la infanta presentaba, pues, un aspecto desgarrador; el corazón más duro se hubiese conmovido a presencia de aquel cuadro.

-Dejadme, dejadme -murmuraba la pobre joven sollozando-, -dejadme sola, necesito descansar.

Y aquellas hermosas jóvenes se retiraban de la estancia silenciosas: ellas también necesitaban descanso como su señora.

Lambra fue la única que permaneció inmóvil al lado de Teresa.

Las lágrimas de ambas se confundían; sus suspiros se encontraban en la perfumada atmósfera de aquel retrete; las dos padecían a la vez, las dos lloraban a la par.

-¡Oh! ¡cuán desgraciada soy, Lambra mía! -esclamó por fin la infanta después de unos cortos instantes de silencio.

-Muy desgraciada, señora; la resignación es el único consuelo que nos resta; porque también yo padezco, señora; también yo lloro como vos.

-También tú lloras, ya lo veo; somos muy desgraciadas.

-Pero Gonzalo está en salvo; nada temáis.

-¿Está en salvo?

-Me lo acaba de afirmar el buen Galober.

-¡Oh! ese es un escudero muy leal: ¿le habrás pagado la nueva...?

-Le he dejado contento, señora; pero ahora es preciso que os resignéis, que no demostréis vuestro dolor, que finjáis si es posible con vuestro hermano, que no demostréis vuestro disgusto en el semblante. De otro modo...

-Sí, sí, Lambra; de otro modo espondría la vida de mi Gonzalo, de mi querido Gonzalo, de Gonzalo, que es el único ser a quien profeso amor sobre la tierra. Pero no me reconvengas, Lambra, no me mires con enojo; también te amo a ti, también así te profeso amor.

-Señora...

-He sido ingrata contigo algunas veces, pero perdóname, perdóname, Lambra mía.

-Me avergonzáis señora...

-No, no; ¿vendrás comigo? ¿me seguirás hasta Toledo? ¿serás mi amiga? ¡Oh! sí, Lambra, sí; sígueme a Toledo.

-¿Podéis dudar, señora? No a Toledo, a donde quiera que vayáis os seguiré como sigue la ciervecilla a la madre que la alimenta. Yo sin vos, me moriría.

-Dame un abrazo, Lambra; no me abandones, no te separes de mí; eres mi única amiga; la que gozas en mi alegría y me consuelas en mis padeceres. ¡Oh! ven conmigo, mas acá, mas acá, junto a mí.

Y ambas amigas se estrecharon mutuamente, prorrumpiendo después en amargo llanto. ¡Iba mezclado tanto cariño en aquellas espresiones!

Teresa y Lambra pasaron la noche en vela, y el día las sorprendió llorando.




ArribaAbajoCapítulo IX

-¡Adiós, Teresa!

-¡Adiós, Alfonso!

Y el rey y su hermana se abrazaron.

-Con Abdalla serás feliz: Abdalla te adora.

-Seré feliz, Alfonso; ¡adiós!

-¡Adiós!

Y el rey se retiró, a uno de los rincones de su cámara, en tanto que Teresa, montando en un brioso corcel, partía de León seguida de una escogida y numerosa escolta.

Lambra, montada también en un caballo de hermosa planta marchaba al lado de Teresa.

Ambas amigas partían, al parecer, llenas de contento.

Las demás meninas, unas a caballo y otras en litera, seguían a la infanta, escoltadas por varios hombres de armas, que de cuando en cuando las dirigían miradas espresivas.

Rodrigo Vela, entretanto, volvía ya de Vegas del Condado al frente de sus cincuenta lanzas, sin haber podido encontrar en sitio alguno a don Gonzalo.

Un caballero, en cuyo brillante arnés se quebraban los rayos del sol, que por cierto calentaba demasiado, marchaba campo atraviesa ginete en su alazán con dirección sin duda hacia Toledo; a su lado, y no detrás y a una distancia respetuosa como era costumbre en aquellos tiempos, marchaba ginete también en su caballo un escudero, que por lo cargado de espaldas y alguno que otro pelo cano que asomaba por debajo de su visera, parecía imposible que pudiese llevar sobre su cuerpo la pesada armadura de que iba revestido.

Silenciosos proseguían su camino, y silenciosos hubiesen continuado por largo rato ambos personages, si la vista de un gran casarón pintado de amarillo, no hubiese obligado al mas joven a desplegar sus labios.

-¿Es aquel el mesón del Conejo? -interrogó a su compañero.

-El mismo señor.

-¿Y pasará por aquí Teresa?

-Indudablemente entrará a descansar en él.

Por estas solas palabras habrán comprendido ya nuestros lectores quienes eran los dos viajeros.

Gonzalo y su escudero Nuño hubieran permanecido en León hasta poner en salvo a la desconsolada infanta; pero el encuentro de Rodrigo vino a desbaratar todos sus planes, y se vieron precisados a tornar grupas poniéndose en camino hacia Toledo.

Gonzalo, como ya saben nuestros lectores, había quedado en volver por la infanta al poco rato; mas como Rodrigo Vela lo había visto salir del alcázar por el postigo, como era de esperar que todos los hombres de armas del rey se pusiesen en movimiento, y como hubiera sido obrar con poca cordura el esponer su vida volviendo a pasar por aquel sitio, Gonzalo tomó el partido de esperar, que es el único partido que pueden tomar los desgraciados.

Esperó, pues, con su escudero en la posada de Ferrus; pero como este no viniese, y hubiesen oído por otra parte que había sido apresado en las inmediaciones del alcázar, Nuño y Gonzalo se vieron precisados a salir de la posada y al poco rato de León, donde no se creían muy seguros.

Después había llegado a su noticia el motín a que la crueldad del ejecutor para con Ferrus había dado lugar en medio de la plaza. Estos y otros acontecimientos eran, pues, motivos suficientes para que Gonzalo se alejase de León y emprendiese su marcha, no hacia Vegas del Condado, donde indudablemente no se hubiese encontrado muy a salvo, sino hacia Toledo donde al cabo y al fin podría hallarse más seguro puesto que allí nadie le conocía.

-Estamos en el mesón -dijo el buen Nuño echando pie a tierra y cogiendo de las bridas el caballo de su señor.

-Entremos -repuso don Gonzalo apeándose también.

En este instante un hombre rechoncho, de nariz larga y mirada picaresca, se adelantó caperuza en mano hacia sus nuevos huéspedes, y tomando de las bridas a los caballos;

-Pasad, pasad, noble caballero, -dijo dirigiéndose a don Gonzalo.

-A la cuadra esos caballos, y vuelve por aquí; -repuso este algún tanto mal humorado.

-Vuelvo en seguida; pensad entretanto lo que queréis que os disponga para acallar vuestro apetito.

Y el posadero se retiró a la cuadra con los caballos.

-¿Dices -prosiguió Gonzalo- que Teresa tendrá que descansar aquí?

Indudablemente, señor; aquí tiene que hacer parada: de aquí a Olías median cinco leguas, y caballos y ginetes, necesitarán descanso.

-Mejor, mejor, -murmuró entre dientes D. Gonzalo.

-Aquí me tenéis, señor, a vuestras órdenes; -dijo el posadero presentándose nuevamente delante de sus huéspedes.

-¿Qué habitación tienes?

-Señor, la cámara de honor es muy bonita; pero hoy, según tengo entendido, debe pasar por aquí nuestra querida infanta acompañada de su correspondiente escolta, y si vos no os oponéis la tenía dispuesta para ella; pero tengo además la cámara de los caballeros, la cámara del conde, la cámara de los retratos y el camarín azul; podéis disponer de la que mejor os plazca.

-Bien, la última; -contestó con indiferencia don Gonzalo-. Pero has dicho, nuestra querida infanta, ¿cómo me esplicas esa palabra?

-¿Cómo esplicárosla, señor, sino diciéndoos que la infanta de León es querida de todo el mundo? ¡Pobre doña Teresa! ahora la llevan a Toledo...

-A Toledo, sí; ¿y tú qué opinas?...

-Yo, Señor, opino mal de su marcha: no sé con quien estoy hablando; pero de todos modos, aún cuando fuese con el rey, hablaría de la misma manera. ¡Casar a la infanta con un moro...!

-Toma, -repuso don Gonzalo sacando unas monedas de su limosnera y entregándoselas al posadero.

-¡Oh! señor, gracias, gracias; -murmuró éste dando vueltas a su caperuza e inclinándose respetuosamente en señal de agradecimiento.

-Guía, guía hasta el camarín azul, que estoy molido y necesito algún descanso.

-Seguidme, señor, seguidme. El camarín azul os agradará mucho: lo mandé adornar hace unos días y está precioso: parece un retrete de señora; tiene ventana a un lindísimo jardín, por el que probablemente se paseará la Infanta. ¡Oh! ¡qué dichoso vais a ser mirándola al través de los cristales!

A don Gonzalo ya le chocaba el interés que el posadero mostraba por la infanta, y hasta llegó a dudar de él, pensando en si sería algún enemigo confabulado con los Velas para tenderle un lazo. Así es que le preguntó con cierta curiosidad mezclada de recelo;

-¿Tú conoces a la infanta?

-¡Oh! no señor; pero a varios de los viajeros que vienen de León y se hospedan en mi casa, les he oído hablar de ella con mucho elogio: ¡Me la han pintado tan hermosa!

Las dudas de D. Gonzalo desaparecieron del mismo modo que habían aparecido al oír la contestación del posadero.

-Ahora bien, -dijo- vamos a otra cosa; supongo que no en valde se llamará tu mesón el del Conejo: ¿tienes conejos?

-Y frescos, señor; cazados hoy mismo en uno de esos barrancos que divisáis desde la ventana.

-Traenos, pues, conejo, que nos acosa un hambre devorador. ¿No es verdad, amigo Nuño?

-Así es, señor; hemos andado mucho. Supongo, -añadió dirigiéndose al posadero-, que no te habrás olvidado de echar un buen pienso a los corceles.

-¡Oh! ¡buena cebada! cada grano... como no la hay en toda Castilla.

-Pues, listo, -dijo D. Gonzalo asomándose a una de las ventanas del retrete azul: -no te olvides de las botellas.

-¡Oh! buen vino señor; como el que os voy a traer jamás lo ha bebido el obispo.

Y el posadero salió de su retrete azul haciendo reverencias.

A los pocos momentos Nuño y D. Gonzalo se hallaban sentados a una mesa cubierta de blanquísimos manteles y sobre la cual había colocado el posadero dos platos de conejo tan bien guisados, que eran capaces de escitar el apetito del hombre más desganado, tan solo con su olor.

-¡Bien por tu alma! -esclamó D. Gonzalo saboreando una pierna del gazapo;- si el vino es como el conejo, prometo pagarte doble.

-Señor, en mi casa se sirve bien. Vamos lista, Berta de los demonios; -añadió el posadero algo irritado al ver la calma con que la rolliza montañesa que le servía de criada subía las escaleras.

-¡Buen vino! -repuso D. Gonzalo trasegándolo de una copa a su estómago.- ¡Buen vino por mi vida! toma adelantado.

Y le dio otra moneda al posadero.

Este volvió de nuevo a sus cumplimientos: pero don Gonzalo le interrumpió diciendo:

-Es necesario que a nadie digas que estoy aquí.

-¿Oyes, Berta? Si a oídos de alguno llega, te despido sin soldada, y después de molerte a palos.

-Toma para un jubón, -añadió don Gonzalo alargándole otra moneda a la montañesa.

Los ojos del posadero se fueron tras aquella nueva prueba de generosidad del joven y parecía como decir; -¡Qué lástima de moneda! ¡cuanto mejor hubiese estado en mi bolsillo!

-Por lo tanto es indispensable -continuó D. Gonzalo- que pongas nuestros caballos en cuadra aparte a fin de que no los vean.

-Todo se hará, amado señor; quedaréis servido y muy contento.

-No lo quedarás tú menos, si cumples con mi encargo.

-Descuidad.

-Vete.

Y el posadero salió del camarín azul dando vueltas entre sus manos a la caperuza.

Nuño y Gonzalo prosiguieron su almuerzo con bastante apetito.




ArribaAbajoCapítulo X

Aún no hacía dos horas que don Gonzalo y su escudero se encontraban en el mesón, criando una espesa nube de polvo que se divisaba allá a lo lejos y que parecía ir avanzando poco a poco, anunció al posadero que se acercaba ya la regia comitiva.

Atusóse con un mal peine de madera los largos y enmarañados pelos que caían sobre su frente, sacudióse el polvo que tenía su jubón con una carda vieja, pasóse la manga por el rostro para limpiarse el sudor que le cubría, estiróse después todo lo que pudo como para convencerse de que su figura no era tan despreciable que pudiese escitar la risa de los individuos de la escolta, y despues de dar cuatro paseos por el patio, se decidió a subir al camarín azul, con objeto de noticiar la nueva a su generoso huésped.

-Señor, señor, -esclamó a voces desde un pasillo y sin atreverse a llegar hasta la puerta: -¡la infanta, la infanta viene!

Don Gonzalo, que en este instante acababa de tomar el últinio bocado de su almuerzo, salió de la cárnara lleno de agitación, y olvídandose al pronto del lugar donde se hallaba y de los egrayes perjuicios que pudiera ocasionarle su indiscreción.

-¿Dónde, dónde está? -gritó como fuera de sí y lleno de sobresalto.

-Ahí, ahí viene, -le contestó el dueño del mesón.

Dos fuertes golpes de lanza dados en este momento sobre la puerta del piso bajo, pusieron en conmoción al mesonero, que bajando presuroso las pendientes escaleras:

-¡Ahí está, ahí está! -balbuceó lleno de contento al paso que saltaba de dos en dos los escalones.

Don Gonzalo también iba a seguir al posadero; pero la cascada voz de su escudero Nuño, vino a sacarle de la especie de letargo en que yacía.

-Señor, señor, -murmuró por lo bajo el pobre viejo tirándole suavemente de una de las piezas de su brillante arnés;- que estáis en el mesón del Conejo, que no estáis en Vegas del condado; y la más pequeña indiscreción nos perdería.

-Tienes razón; gracias por el aviso, Nuño pero mi mente...

-Vuestra mente está loca como la de todo enamorado. Imposible me parece que algún perro mahometano no os aya dado a probar sus endiablados bebedizos.

-No, Nuño, no; es un amor puro el que siento, un amor que me abrasa las entrañas, un amor que confunde y amortigua hasta mis instintos de guerrero.

El dueño del mesón se presentó de nuevo en la cámara después de solicitar tres veces el permiso, y adelantándose caperuza en mano con la cara compungida y como hombre, en fin que viene a hacer una petición, balbuceó tres o cuatro palabras de una manera inteligible, prosiguió dando vueltas a la caperuza entre sus manos, y concluyó en último resultado por no saber como espresarse.

-Pero, ¿qué quiere,? ¡voto al diablo! -esclamó el amante de Teresa a voz en grito.

-Señor, -prosiguió entonces el dueño del mesón comiéndose la mitad de las palabras, -quisiera... quisiera que me iciéseis un favor... la infanta aún no ha llegado... pero... pero un hermoso caballero...

-¿Acabarás por vida mía?

-Ha llegado un caballero, joven..., muy hermoso, y como no habrá habitaciones bastantes, según la gente que se divisa ya muy cerca...

-Vamos, quieres que comparta con él mi camarín, ¿no es eso? dile que suba.

-¡Oh! gracias, gracias...

El mesonero se retiró y a los pocos momentos un gallardo mancebo armado a la ligera, y en cuyo semblante sonrosado, aunque moreno, no se adivinaban arriba de 18 años, se presentó en la cámara de don Gonzalo, y después de cambiar con él un respetuoso saludo se sentó a su lado con cierta timidez que sentaba muy bien en un joven de quince abriles pero que no se acertaba a comprender en un gallardo mancebo que ya empuñaba una pesada lanza de roble, que calzaba espuelas de oro y que adornaba su bizarro cuerpo con un precioso túnico de mallas.

-¿Vendréis cansado? -le interrogó Gonzalo rompiendo aquel silencio como para infundir más ánimo en el corazón del recién venido.

-Las jornadas de un día no cansan a nadie.

-¿Según eso habéis caminado un día?

-Vengo de León.

-De León venimos ambos.

-También estuvisteis ayer...

El receloso Nuño daba con el codo a D. Gonzalo como indicándole que midiera sus palabras con aquel mancebo que podía muy bien ser un espía de los Velas o un hombre de armas al servicio de D. Alfonso. Pero notábase en el rostro del recién venido una espresión tan cándida y tan dulce al mismo tiempo, que D. Gonzalo guiándose únicamente por sus propios sentimientos, cuidábase muy poco de los codazos y simulados avisos que ya pisándolo como inadvertidamente, o ya cambiando con él una mirada de inteligencia, le dirigía su escudero.

-En León estuve -prosiguió Gonzalo contestando a la comenzada pregunta del mancebo.

-¿Presenciasteis el alto juicio de Dios a que fue sometido aquel viejo infeliz?...

-No, no asistí; sé que salió bien de dos pruebas...

-De la del juramento y la caldaria; pero no de la del combate personal.

-¿Sucumbió en ella?

-Quedó por muerto en el campo.

-¿Su, contrario...?

Fue un escudero de Rodrigo Vela, hombre membrudo y de puños fuertes, que daba lástima emplearse sus fuerzas en combatir con aquel cadáver. Al primer encuentro le mató el caballo de intento haciéndolo rodar por el palenque; y rompiéndole en el segundo la visera, le sacó un ojo dejándole por muerto. Un médico árabe compró su cuerpo, y se lo llevó consigo para hacer estudios sobre la vida.

La voz de aquel mancebo tenía un eco tan dulce, un eco tan especial, que o bien fuese por que su edad era muy corta, o bien por la triste entonación que había dado al suceso que acababa de referir, es lo cierto que don Gonzalo no pudo creer que aquella voz fuese de hombre y llegó a dudar en aquel instante y hasta se tornó apesadumbrado por no haber seguido los consejos del buen Nuño.

Un ruido infernal se notaba en los patios del mesón. El crujir de los arneses, el chocar de las armaduras, la espesa nube de polvo que se elevaba por los patios introduciéndose en las cámaras del mesón, el relinchar de los caballos, y más que todo aquel murmullo confuso y continuado que llegaba hasta el camarín azul, indicaron a don Gonzalo que Teresa había llegado.

El mesonero corría de un lado para otro sin objeto. Estaba aturdido; quería acudir a todas partes y a ninguna se acercaba; quería aliviar a los ginetes de las armaduras de las cabezas, y dejaba que unos a otros se desarmasen; llamábale un oficial y no le hacía caso por atender a las palabras de un simple escudero. El dueño del mesón estaba, en fin, vuelto el juicio y no sabía donde se encontraba: todo creía arreglarlo con llamar a Berta; pero Berta no se acordaba en aquel instante de su dueño porque oía con más placer los tiernos requiebros de los soldados que las serias reprimendas de su señor.

-¡Berta! ¡Berta de los demonios! -gritaba éste enfurecido y lleno de coraje buscándola en vano por patios y pasillos.

El mesonero estaba loco; Berta tenía ya la cabeza trastornada: los soldados, escuderos y demás gente menuda tenían, no obstante, más gana de dormir que de meter ruido, y ya tumbándose a la sombra en el portal, o ya en los patios, es lo cierto que a la media hora de su llegada reinaba en el mesón el más profundo silencio.

El mesonero que aunque nada de esto le había dicho a don Gonzalo, había recibido dinero y órdenes espresas de parte de su rey para alhajar y disponer sus cámaras del modo que convenía a la estancia que en ellas temía que hacer la infanta, tomó las disposiciones necesarias y dos días antes de llegar la escolta ya lo tenía todo preparado.

Como la infanta llevaba consigo a sus meninas, la falta de una montañesa como Berta, no se echó de ver en la cámara de honor ni en los cuartos de las doncellas.

Llegada la noche, Gonzalo, Nuño y su nuevo compañero de habitación se acostaron; la infanta, sus doncellas, los jefes y soldados imitaron su conducta, y únicamente Berta y el mesonero eran los que velaban acurrucados en el último rincón de la cocina.

-¡Qué lastima de moneda! -murmuraba éste acordándose de la que Gonzalo había dado a Berta:- ¡cuanto mejor hubiese estado en mi bolsillo!

-Y en verdad, en verdad-decía Berta por lo bajo- que la infanta es muy hermosa; pero ¡ay! Algunos escuderos..., ¡son tan buenos mozos! ¡Qué cosas me han dicho!... Si no fuera por...

Y Berta murmuraba del mesonero pensando en los soldados, en tanto que el mesonero murmuraba de Berta acordándose

de la generosidad del amante de la infanta.




ArribaAbajoCapítulo XI

La noche estaba serena, el cielo estrellado y el mesón del Conejo envuelto en un silencio sepulcral. Sin embargo, a la tercera vijilia o como si dijéramos, al dar las doce de la noche, no todos los individuos hospedados en el mesón dormían tranquilamente.

Teresa que no había podido reconciliar su sueño, estaba asomada a la ventana que daba al jardín, y entregada como de costumbre a tristes reflexiones; Lambra entretanto rendida del viaje y abrumada por la cruel desgracia de que tanto ella como la infanta acababan de ser víctimas, se había dormido profundamente pensando en los desventurados amores de don Gonzalo.

Éste a quien preocupaba demasiado el recuerdo de su última entrevista con la infanta, permanecía sentado en un sillón forrado de baqueta, y entregado como aquella a lúgubres meditaciones.

Nuño, por el contrario, roncaba panza arriba soñando quizá en la muerte de los Velas, pero profundamente dormido sobre unas mantas, ni más ni menos que si estuviese acostado sobre un colchón de pluma.

El hermoso mancebo también roncaba; pero debemos decir en obsequio de la verdad que no dormía.

Gonzalo se levantó del sillón y se puso a la ventana. Miró primero al jardín, débilmente iluminado por la pálida claridad de la luna, y su vista tropezó con árboles y plantas diferentes, con calles tortuosas y con el pilón de uno que parecía estanque y que sin duda estaba seco, porque en su fondo no se reflejaba ninguna estrella. Vio también alguno que otro taburete enclavado en tierra, y a los alrededores de una fuente oyó asimismo el monótono aleteo del pobre pajarillo a quien el más pequeño ruido despertaba; pero no vio ni oyó a la que ver y oir ansiaba desde su salida de la corte, no vio ni oyó a Teresa, que era su único pensamiento, su única esperanza.

Dirigió después su vista hacia las tapias del jardín, y vio tres ventanas en ellas, pero dos estaban cerradas y en la otra no se divisaba luz. ¿Cuál era la del retrete de Teresa? El mesonero no le había llevado a la cámara de honor, e ignoraba por lo tanto a qué lado del jardín correspondía.

Gonzalo se decidió a dar un salto por la ventana con intención de escalar el retrete de Teresa; pero ¿y si Teresa no estaba sola? Las consecuencias entonces iban a ser fatales; pero ¿y si lo estaba? Reflexionando estuvo don Gonzalo unos cortos instantes sobre este asunto; pero colocado en la triste alternativa de ver o no ver a la infanta, por más que viéndola se espusiese a ser apresado por cualquier individuo de la escolta; Gonzalo se decidió a esto último, y de un salto se puso en el jardín. Afortunadamente la ventana no estaba alta y debajo de ella había mucha yerba; el amante de Teresa acostumbrado a dar saltos mucho más peligrosos que aquel, cayó de pie sin recibir la menor lesión.

Dio unos cuantos paseos por el jardín, aunque siempre arrimado a las tapias o protejido por la sombra de los árboles; pero ninguna luz pudo recibir, sin embargo, acerca del asunto. En las habitaciones correspondientes a las ventanas que permanecían cerradas no se escuchaba el menor ruido: por la ventana abierta no se divisaba a nadie.

Don Gonzalo se sentó en el borde del estanque quedando medio oculto entre unos árboles que crecían a su alrededor; y allí se decidió a permanecer unos instantes hasta ver si se escuchaba ruido en alguna de las cámaras. En vano esperó un pequeño rato: el jardín continuaba sumido en un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el suave rumor que producía el agua de la fuente al caer desde el caño al pilón.

Gonzalo entonces se levantó, y después de mirar en torno suyo por si alguna persona le observaba, encaminó sus pasos hacia la ventana que estaba abierta, aunque siempre arrimado a las tapias u ocultándose entre los copudos árboles que se levantaban de trecho en trecho. Aquella ventana estaba baja, pero no tanto que sin el auxilio de una escala pudiese subir a ella.

En este instante una cabeza rubia que más que de mujer parecía de ángel, se asomó radiante de hermosura a aquella ventana, dirigiendo al cielo sus espresivos ojos. Aquellas trenzas de oro que caían por encima de sus hombros, aquella dulce y melancólica espresión de su semblante, aquel abandono tan natural, y aquella languidez que se advertía en sus miradas; todo indicaba que la hermosa joven padecía horriblemente.

Aquella joven era Teresa.

Gonzalo la reconoció, y saliendo de aquellas sombras;

-¡Teresa! -la dijo con un acento tan dolorido que penetró hasta lo íntimo del corazón de la doncella.

-¡Gonzalo! -esclamó ésta llena de júbilo y sin acertar a comprender lo que veía.

-¿Te asombras?...

-¿Y cómo no cuando eres mi ángel protector, cuando te encuentras siempre a mi lado, cuando estás velando por mí a todas horas? ¡Oh! Gonzalo... pero te espones... vete, márchate, huye de este sitio donde no puedes estar seguro.

-No, de ninguna manera; una escala, un cordón, cualquier cosa... quiero subir, quiero hablarte, quiero despedirme de tí, quiero tenerte a mi lado.

Y el desgraciado joven dio a correr como un loco por el jardín, y desapareció de la vista de Teresa; pero a los pocos instantes volvió a aparecer con una escalera de mano que el mesonero tenía en el jardín para alcanzar la fruta y podar los árboles.

Teresa y Gonzalo se encontraron solos en la cámara de honor.

Lambra dormía profundamente.

-Está durmiendo, Gonzalo, -dijo la joven dirigiendo una mirada cariñosa a su buena amiga.

Durmiendo, sí; ¡pobre Lambra! no la abandones nunca.

-¡Abandonarla! ¿qué dices, Gonzalo? Ella, mi amiga, mi única amiga... ¡Oh! si ella no me hubiese acompañado, hubiera sucumbido al dolor: pero sus consuelos..., sus consuelos me han salvado.

Lambra dormía; pero su sueño, más que sueño, era una continua pesadilla, un malestar, un reposo interrumpido y lleno de sobresalto. Si Teresa hubiese podido levantar el velo que cubría los pensamientos de su amiga, si Teresa hubiese podido adivinar lo que pasaba en el corazón de aquella joven, hubiera notado que Lambra padecía horriblemente, que su sueño no era sueño, sino una especie de letargo, una especie de postración.

-¿Con que es imposible, Teresa mía? -dijo Gonzalo con un acento de dolor inesplicable y dirigiendo a la infanta una mirada abrasadora: -¿con que es imposible de todo punto la realización de nuestro amor, la realización de nuestro deseo?...

-¿Imposible? -replicó la dama como asombrada, y pretendiendo infundir nuevos ánimos en el corazón del joven;- no, Gonzalo, que Dios es justo y nos protejerá: inútil es nuestro llanto en este instante; aún no lo hemos perdido todo, aún nos resta una esperanza.

-¡Una esperanza!

-Una esperanza, sí; la esperanza de los buenos, que siempre se realiza: no te anonades, Gonzalo, no temas por mí, no temas por tu amor, que Abdalla acabará por desengañarse y renunciará a su casamiento.

-¿Qué dices, Teresa? ¿deliras por ventura?

-No, no deliro; son presentimientos que de seguro se cumplirán.

-¡Presentimientos!... ¡ay! ¡Teresa y cuán inútil es nuestra esperanza! Pero dime si Abdalla se postra ante tus plantas, si te ruega, si te suplica, si ansiando complacerte, sólo atiende a satisfacer tus más mínimos caprichos, si solo vive por ti y sólo puede vivir en tu presencia, si poniéndote en las manos un puñal -¡Mátame, (te dice) o concédeme tu amor! -¿serás lo bastante fuerte, tendrás la suficiente sangre fría, tu resolución será tan firme y tan duras las fibras de tu corazón?, que le digas -huye de mí, en vano son todas tus súplicas, ¿me pides un imposible?

-¡Gonzalo! -esclamó Teresa dirigiéndole una mirada cariñosa y de reconvención al mismo tiempo.

-¡Oh! perdóname, perdóname, Teresa mía. -Tú no puedes amar a Abdalla; Abdalla no puede amarte a ti.

-No puede amarla, no; -esclamó el joven guerrero, compañero de habitación de don Gonzalo, presentándose en la cámara de Teresa.- No podrá amarla nunca, porque su corazón me pertenece, su corazón es mío; Abdalla me adora a mí; yo soy de Abdalla, yo amo a Abdalla, yo soy la sierva de Abdalla; yo le amo porque él es mi sueño adorado, mi único pensamiento, mi felicidad; sin el amor de Abdalla yo me moriría.

-¡Traidor! -dijo don Gonzalo desenvainando su espada y preparándose para acometer al nuevo personaje de aquella escena.

-¿Qué vas a hacer, Gonzalo? -esclamó Teresa colocándose, entre el recién venido y el acero de su amante:-envaina tu acero; esta es mi amiga, la que me prestará su apoyo en medio de mis adversidades, la que me ayudará a salir de las paredes del alcázar.

-Sí, soy su amiga; -dijo entonces el disfrazado mancebo aproximándose a Gonzalo: -he venido a León instigada por los celos, he venido a impedir la marcha de Teresa, he venido a conquistar mi amor de las manos de aquella a quien obligan a arrebatármelo.

-¿Eres mujer? -interrogó con estrañeza el amante de la infanta envainando su espada y preparándose a escuchar al mancebo.

-Soy mujer, sí; soy Fátima, la mujer más querida del rey Abdalla.

-¿Y entonces?..

-He sabido que Teresa tenía un amante, he sabido que ese amante eras tú, y me he fugado de Toledo con objeto de proteger vuestros amores; pero he llegado tarde por mi desgracia, he llegado tarde, y ya nada me resta que hacer.

-¡Llegaste tarde, sí! -esclamó con voz de trueno el jefe de la escolta, penetrando en la cámara de Teresa, seguido de unos cuantos escuderos, y preparándose a acometer.

A todo esto la desventurada Lambra se había levantado de su lecho, y pálido y desencajado su semblante, descompuesta y echada a la espalda su negra cabellera, se había colocado al lado de su señora, dispuesta como siempre a no abandonarla nunca, y a sucumbir con ella, si fuese necesario, en cualquier trance.

Fátima y Gonzalo desenvainaron sus aceros, y colocados delante de aquellas jóvenes tan hermosas y desgraciadas, se pusieron en defensa dispuestos a salvar sus vidas a costa de la de sus acometedores, e instigados cada cual por los distintos sentimientos de que eran presa sus corazones.

Fátima no parecía mujer; Fátima era un guerrero valiente y denodado que arrostraba su vida, su amor, todo, por salvar a don Gonzalo. Éste luchaba también con un arrojo sin igual contra aquella turba de escuderos que, a pesar de su mayoría, se veían precisados a emplear toda su destreza para no sucumbir a los tajos de sus acometedores. Pero el combate debía ser muy corto en atención a las desiguales fuerzas de los que luchaban.

-¡En salvo, Gonzalo! -esclamó Fátima saltando por la ventana.

El jefe de la escolta se apoderó entonces de don Gonzalo, y dio orden de que le sacasen de la cámara a cuatro de los escuderos.

Teresa y Lambra estaban desmayadas; aquélla sobre un sillón y ésta a los pies de su señora.

El de la escolta saltó también por la ventana; los escuderos temerosos sin duda de salto tan peligroso, lucharon con la duda durante unos instantes; pero al ver la escalera que Gonzalo había colocado al pie de la ventana, bajaron por ella con mucho aplomo, siguiendo después los pasos de su jefe.

Fátima no fue hallada.

Saltando las tapias del jardín, que tenían poca elevación, había huido de aquellos alrededores, ocultándose entre los peñascos y maleza de un barranco inmediato al mesón del Conejo. Al romper el alba del siguiente día, la infanta y su escolta se encaminaron hacia Toledo.

Gonzalo marchaba también hacia la imperial ciudad escoltado a la vez por ocho lanzas.




ArribaAbajoCapítulo XII

Un solo día había bastado para cambiar por completo la situación de todos los personajes de nuestra historia.

La infanta después de haberse detenido a descansar en Olías donde ya la esperaba el moro, se encaminó hacia Toledo con el alma desgarrada y al lado de aquel que dentro de breves horas iba a tener la dicha de ser su esposo.

-No te aflijas, Teresa; -la decía por lo bajo el arcediano de Toledo que iba su derecha montado en una mula: -no temas, Teresa mía; que Abdalla se tornará cristiano, Abdalla abjurará de su falsa religión, y a su lado serás feliz.

-¡Imposible! ¡imposible! -contestaba también por lo bajo la doncella: -yo tengo un amante, señor arcediano: mi amante es ese que llevan preso y escoltado por ocho lanzas; yo no podré amar al moro: Gonzalo morirá en una prisión y yo le seguiré a la tumba. Allí nos uniremos, allí nos echareis la bendición, allí nos bendicirá el eterno.

-Si no abjura, -continuaba el arcediano- si no se separa del culto que rinde a su profeta, entonces no se unirá contigo; yo velaré por ti, y Dios nos prestará su ayuda.

Abdalla se retiraba algún tanto de la Infanta tan luego como el arcediano se dirigía a ella.

El corazón de Abdalla como el de su futura esposa también estaba desgarrado: Abdalla sufría horriblemente al ver sufrir a aquella joven; sufría horriblemente al ver el desdén con que le miraba; sufría horriblemente al ver conducido entre lanzas al amante de Teresa. Conocía demasiado que aquella unión no podía ser tan venturosa como antes se imaginaba; leía claramente en el porvenir y comprendía desde luego que Teresa iba a ser muy desgraciada; que Teresa iba a Toledo obedeciendo a las órdenes de Alfonso; que Teresa amaba con delirio a don Gonzalo; que la prisión de este iba a ser un obstáculo más para la realización de sus deseos; en una palabra, que iba a ser muy desgraciado al par que iba a sumir en la desgracia a aquella desventurada joven.

Si no hubiese sido por romper el ventajoso trato que había hecho con el rey Alfonso, si no hubiese sido por faltar a una palabra tan formalmente dada y que con tanta solemnidad se trataba de llevar a cabo; si no hubiese sido por promover un escándalo en su pueblo que adoraba a la Infanta sin conocerla; Abdalla quizá se hubiese decidido a romper con su cuñado y a no pensar nunca en semejante casamiento: pero los pasos estaban dados, su palabra y su firma formalmente empeñadas, y no era cosa de volverse atrás, cuando se hallaban ya muy cerca de Toledo.

Por otra parte, ¿quién le decía a él que la infanta no cambiaría de resolución? Abdalla tenía esperanza, como la tienen todos los desgraciados, y más que otros los desgraciados por amores.

Gonzalo, por otra parte, al verse encarcelado quizá pidiera libertad para alejarse de Toledo. Y una vez alejado del alcázar, ¿quién le afirmaba a él que Teresa no cambiaría de modo de pensar?

La ausencia apaga los mas íntimos sentimientos; con la ausencia se olvidan todos los afectos; hasta el amor, que es uno de los más arraigados en el corazón del hombre.

-Gonzalo se alejará y Teresa será mía.

Así reflexionaba en sus adentros el desgraciado rey de Toledo, alimentando en su pecho el único rayo de esperanza que le quedaba en el corazón.

Pero Gonzalo a su vez pensaba de un modo muy distinto.

-Me encarcelarán, -decía para sí;- pero no importa. Mi buen Nuño ha quedado libre y esto solo me basta para conservar mi única esperanza, mi único pensamiento, mi deseado enlace con Teresa. Por otra parte, Teresa me prestará su apoyo, y aún cuando me cargasen de cadenas, su amor sería bastante para sacarme de mi prisión.

-Fátima me prestará su apoyo; -pensaba también Teresa en sus adentros:- Fátima delira por Abdalla y sus celos me abrirán las puertas del alcázar.

Todos nuestros personages tenían, en fin, una esperanza, todos por medios diferentes creían poder lograr lo que tanto deseaban.

La relación que venimos sosteniendo desde el principio de nuestra historia, nos dirá hasta qué punto eran fundadas estas esperanzas.

A la mañana siguiente Abdalla, Gonzalo, Teresa y toda la regia comitiva entraban en Toledo en medio de los hurras y gritos de entusiasmo de aquel pueblo que había salido a recibirlos hasta las mismas puertas de Toledo.

Abdalla y Teresa se dirigieron al alcázar, y Gonzalo, el pobre Gonzalo, aquel galán tan noble como infeliz, fue conducido a un calabozo y cargado de cadenas.

Veamos entre tanto lo que era de Fátima y del buen escudero Nuño.

Oculta aquella en el barranco esperó allí hasta la mañana del día siguiente en que la escolta se puso en marcha hacia Toledo; y convencida ya de que nadie la observaba, se encaminó al mesón del Conejo, donde encontró a Nuño dispuesto también para marchar.

-¡Señor! -esclamó este tan luego como vio a Fátima:- ¿Sabéis lo que ha sido de D. Gonzalo?

-La misma pregunta pensaba hacerte -contestó Fátima con acento desconsolador.

-¡Ah! ¿no sabéis nada...?

-No.

-¿Ni si le han llevado hacia Toledo?

-Tampoco.

-¿Y cómo os librasteis...?

-¿Supisteis el lance por ventura?

-¿Y cómo si lo supe, si vino el mesonero a decirme que os prestase auxilio? Pero cuando quise acudir ya era muy tarde; don Gonzalo había sido apresado por el jefe de la escolta, y este en compañía de sus hombres de armas corrió en vuestra persecución.

-En mi percusecución, ¿eh?

-Saltando al jardín por la ventana.

-¡Ah! y cuan torpes anduvieron; pero tú ¿qué piensas hacer?

-Ir a Toledo, porque a Toledo supongo que habrá ido don Gonzalo.

-Iremos, pues.

-¿Me acompañáis?

-Y te prestaré mi auxilio: una vez dentro de la ciudad te verías apurado si no tuvieras quien te tendiese una mano protectora...

-¡Oh! gracias, gracias.

-Los cristianos en Toledo encuentran muy poca acogida; ven, conmigo; es necesario salvar a tu señor; es necesario que él y la infanta logren sus deseos. Con que en marcha.

-En marcha.

Y llamaron al mesonero.

-¿Qué me queréis señores? -dijo este presentándose caperuza en mano y murmurando cumplimientos como de costumbre.

-Queremos -contestó Fátima- que dispongas los caballos.

-¿Tratáis de poneros en marcha?

-Lo que tratamos o dejamos de tratar nada te importa. Dispon los caballos y vuelve a recibir nuevas instrucciones.

El mesonero desapareció de la presencia de ambos personajes. Fátima aprovechó la ocasión para descubrirse a Nuño; Nuño se tornó asombrado como era natural, y en tanto el mesonero ya se había presentado a recibir nuevas órdenes.

-El corcel del caballero a quien conduce aprisionado la escolta de la infanta, permanecerá en tus cuadras hasta que recibas orden terminante mía de entregárselo a uno de mis escuderos.

-¿Nada más? -repuso el dueño del mesón.

-Sí; respondes con tu cabeza del caballo, que sano y salvo deberá serme devuelto.

-Así lo haré.

-Ahora, toma.

Y Fátima entregó al mesonero una bolsa a través de cuyas mallas se veían brillar algunas monedas de oro mezcladas con otras de plata.

A los pocos instantes Nuño y Fátima se alejaron del mesón caminando hacia Toledo.




ArribaAbajoCapítulo XIII

A los dos días de estar Teresa en Toledo, se efectuaron funciones reales, en las que se lidiaron toros, corrieron justas y hubo bailes, juegos de cintas y otras mil clases de diversiones.

Ínterin en la plaza de Zocodover un caballero cristiano llamaba la atención del numeroso concurso que asistía a la plaza con la lidia de un toro que le había muerto ya tres caballos, en el alcázar de Abdalla, sito en las casas llamadas hoy del conde de Cedillo, tenía lugar otra escena no menos interesante.

Fátima y Nuño encerrados en el retrete azul, mantenían un animado diálogo: aquella estaba sentada sobre un cojín de damasco, y Nuño respetuosamente colocado a sus pies sobre otro cojín de grana.

-Es necesario, Nuño -decía Fátima con voz entrecortada y casi sin aliento.

-Se hará, señora, se hará -contestaba el escudero de Gonzalo-; pero cuidad de vuestra salud, cuidaos, señora, que estáis, enferma, teneis calentura.

-¡Oh! nada importa, nada importa; lo necesario es que tú te encargues de robar a Teresa: yo me encargo de acallar el furor de Abdalla. ¡Le amo tanto, Nuño!

-No necesito que me lo digáis, señora; vuestras acciones, vuestro viage a León, vuestros secretos padecimientos, todo, todo me está diciendo que deliráis por él.

-Por él, sí, y él, sin embargo, me desprecia, me mira con horror, me mata con sus desdenes. Mi camarín azul ha permanecido cerrado por espacio de seis lunas, y Abdalla no se ha acercado a llamar a sus puertas. Le embargaba la mente el recuerdo de Teresa, de Teresa que será su segunda víctima. Nadie ha notado mi falta en el alcázar; todos me creían llorando en el fondo de mi retrete: pero Fátima nunca llora; su corazón es fuerte y si el amor que en él guarda tanto tiempo llega a ser desatendido, ese amor se convertirá en odio, en odio que arrastrará consigo la venganza. Pero ahora...

-Ahora, señora, es necesario que llevemos a cabo nuestros planes; es necesario que Gonzalo salga de su calabozo, que Teresa marche con él hacia León y que vos volváis a ocupar el corazón de Abdalla.

-Sí, Nuño, y los llevaremos a cabo; Teresa se irá contigo, Gonzalo os seguirá, y yo... yo volveré a ser feliz.

-Y bien; ¿para poder conseguir lo que tanto deseamos...?

-Sólo tienes que guardar prudencia y seguir en todo mis consejos.

-¡Podéis dudar un solo instante...!

-La menor indiscreción nos perdería.

-Os obedeceré, señora.

-Pues bien; es necesario que nadie sepa que estás aquí.

-Por mí, os aseguro que no lo sabrá nadie.

-Entra, pues; -dijo Fátima abriendo una puerta secreta practicada en uno de los ángulos de su camarín- este retrete es misterioso; nadie sino yo sabe que existe; en él permanecerás hasta esta noche; el plazo es corto; yo te haré compañía algunos ratos. Adiós.

Y Fátima cerró la puerta dejando encerrado a Nuño.

Gonzalo entretanto gemía en un oscuro calabozo, y triste, enfermo y cargado de cadenas, apenas se acordaba de su desgracia, pensando solamente en los horribles padecimientos que sufriría Teresa al lado de aquel que le estaba destinado para esposo.

Llegó la noche.

Abdalla y Teresa, sentados en magníficos cojines, se hallaban en un elegante retrete por cuya atmósfera vagaban mil delicados perfumes que hacían de él una mansión encantadora. Búcaros preciosos y de caprichosas formas,brindaban con flores de diferentes matices a la doncella desdichada. Pero aquella atmósfera le era a Teresa insoportable; respiraba con dificultad: todo cuanto miraba en torno estaba dispuesto para su placer; pero todo le causaba hastío.

Abdalla, sentado a sus pies y contemplándola de hito en hito, la adoraba como a un ángel. Pero Teresa se mostraba indiferente a las miradas del moro. Éste padecía, y Teresa lloraba.

Aquel era un cuadro desgarrador.

-¿Es posible, bella cristiana? -le decía Abdalla con entrecortado acento: -¿Es posible que mi presencia te sea tan indiferente?

Teresa seguía llorando.

¿Porqué lloras rosa de Hiram? ¿crees por ventura que aquí no encontrarás placeres, que serás infeliz al lado de este rey tan poderoso que daría en este instante su corona por una mirada tuya? No; bella cristiana; aquí serás feliz; todo lo que ves en torno es tuyo: mira ¿ves esos jardines? (y Abdalla abrió los cristales de dos ajimeces) pues esos jardines son tuyos, son cuidados para tí, todo lo que ves en ellos es tuyo; todo está dispuesto para tu deleite. Aquí nada te faltará, cristiana hermosa; todos tus caprichos serán satisfechos, tus esclavas desearán que desplegues los labios para servirte de rodillas; nada de lo que pidas te será negado.

-¿Nada de lo que pida me será negado? -dijo entonces la infanta enjugando dos gruesas lágrimas que surcaban sus mejillas.

-Tus caprichos serán órdenes imperiosas, no sólo para tus esclavas, sino hasta para mí. Pide; ¿qué quieres?

-¡Oh! -repuso Teresa con desconsolado acento- será un imposible lo que yo pida; por esta vez no veré satisfechos mis deseos.

-Los montes que me mandases allanar serían allanados.

-No pido tanto, Abdalla; una palabra vuestra bastaría para satisfacerme.

-¡Oh? ¿cuál es, cuál? que yo la sepa.

-Libertad.

-¿Libertad?

-Sí, para Gonzalo.

-¡Desgraciada! pídeme lo que quieras, pídeme un palacio de oro, pídeme un caballo que corra mas que el viento, un imposible sea el que quiera, que yo sabré satisfacerte; pero la libertad de Gonzalo... ¡ay! Teresa, espero las órdenes de Alfonso.

Teresa rompió a llorar de nuevo y lanzando un profundo suspiro cayó al suelo desmayada.

-¡Oh! bella cristiana -dijo entonces el moro cogiéndola en sus brazos e imprimiendo un beso en la frente de la doncella. Serás mía por un instante.

Y Abdalla se preparaba a satisfacer su brutal capricho cuando un trueno espantoso resonó en los ángulos del retrete; dos o tres relámpagos iluminaron la estancia durante unos segundos y turbaron la vista de Abdalla. Su mente se hallaba trastornada por el vértigo, y en las próximas galerías se sentían pasos.

Abdalla, no obstante, estaba decidido y el honor de la doncella peligraba.

-¡Vas a ser mía! -esclamó lanzando una sonora carcajada y preparándose a abrazar a la infanta.

Pero una culebra de fuego que se abrió paso a lo largo de una de las paredes del camarín haciendo estallar el techo e impregnando aquella atmósfera de azufre, vino a caer sobre la cabeza del moro dejándole inmóvil enfrente de Teresa y en una actitud liviana.

Abdalla había sido herido por el rayo.

Teresa fuertemente impresionada por aquel olor insoportable volvió en sí a los muy cortos instantes, y en el momento en que Nuño y Fátima entraban en el camarín.

Teresa huyó despavorida y Nuño cayó al suelo herido por un trozo de cornisa que se desprendió sobre su cabeza.

Fátima se aproximó a Abdalla, y le dirigió una mirada rencorosa y de amor al mismo tiempo; pero Abdalla permaneció inmóvil; dirigióle la palabra, y un silencio sepulcral fue la respuesta de aquel moro. Tocóle entonces en el hombro y el cuerpo de Abdalla cayó a sus pies convertido todo en cenizas.

Una inmensa nube de polvo rodeó a Fátima y cubrió el cuerpo del buen Nuño.

La mora lanzó una horrible carcajada, y corriendo como loca hacia uno de los ajímeces, se arrojó al jardín.

Un grito de horror resonó en este instante en el fondo de las galerías.

Era Teresa a cuyos pies había caido el cuerpo de Fátima.





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