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ArribaAbajoLa isla inútil

Teodosio Fernández



Universidad Autónoma de Madrid

Horacio Vázquez Rial publicó La isla inútil en 1991. Narraba los días de Walter Bardelli en la isla del Caribe a la que había ido a refugiarse «por afán de ausencia, para salirse de la vida de los demás como quien muere, y para lamerse las heridas sin representar una carga sentimental para nadie»267. Allí, sin entusiasmo y quizá sin interés, pudo atar los cabos inconexos que le permitieron reconstruir los últimos episodios de la vida del vasco Roldán Beláustegui, quien había llegado hasta allí para hartarse de soledad y de sueños inútiles, y emprender una revolución grotesca buscó entre los mendigos a sus cómplices y a sus víctimas, tratando de interrumpir el proceso productivo que representaban como paso previo para la expropiación de la nada, sin justificación ideológica -«porque sí. Porque estaba borracho. Por lucidez. Por joder...»268, hasta encontrar en el alcohol una muerte sin heroísmo.

No he leído todas las novelas de Vázquez Rial, ese narrador argentino que ha escrito su obra en Barcelona. Puedo recordar sobre todo Frontera Sur (1994), donde recuperó la vida de su Buenos Aires natal entre 1880 y 1935 desde la perspectiva preferente de la emigración gallega un ejercicio de la memoria relacionable con otros muchos de la novela reciente, tan atenta a la recuperación del pasado como a sus dimensiones íntimas, y para esta ocasión Los últimos tiempos (1991), donde se continuaba la elaboración de un universo personal en que las referencias políticas y literarias enriquecían la indagación en los secretos oscuros y con frecuencia sórdidos de los personajes, esa vez los del escritor Vero Reyles, quizás uruguayo. Por medio de cintas magnetofónicas, cartas, cuadernos de apuntes y otras fuentes de información se reconstruía una complicada historia concluida en Barcelona con un asesinato, y en esa peculiar novela negra se dejaba sentir con intensidad la pérdida de las causas excelsas que alentaron el espíritu revolucionario   —190→   de antaño, sustituidas por causas menores que apenas permiten salvaciones y derrotas de alcance individual: la amistad, las devociones personales, la vida privada.

Por Los últimos tiempos sabemos que Bardelli procedía de una localidad uruguaya llamada Ventura, que en su juventud se había trasladado a Buenos Aires, que se había afiliado al partido comunista. También que terminó sus días en Madrid, y que reposa en el cementerio de la Almudena269. Son datos suficientes para integrar La isla inútil en esta otra historia, como parte de una saga del desencanto que guarda estrecha relación con las circunstancias históricas del presente y con las soluciones que la narrativa hispanoamericana ha encontrado para abordarlas, incluido ese retorno a la intimidad antes señalado. En efecto, Los últimos tiempos hablaba de la pérdida de unos ideales que la caída del muro de Berlín acababa de volver irreparablemente anacrónicos, y lo hacía recurriendo a una de las fórmulas más socorridas en la actualidad: el interés por la novela policial con preferencia ahora por la novela dura y su visión ácida del orden social y los poderes dominantes, pero también atenta a los logros del thriller y los relatos de espías en la consecución de tramas eficaces y atractivas para el lector ha ayudado a encontrar procedimientos adecuados para adentrarse en una realidad que revela paulatinamente su degradación, a la que no son ajenos los encargados de descubrirla, generalmente personajes endurecidos por la vida, escépticos y a menudo sin escrúpulos, aunque hacen de sus indagaciones una manifestación de individualismo que los sitúa frente a la corrupción del sistema y de algún modo también los redime. Vázquez Rial aprovechaba la ocasión para hacer una reflexión sobre las soluciones narrativas que empleaba -«el recurso a documentos, sean reales o ficticios, para la composición de novelas, es ya ridículo. El manuscrito encontrado y heredado, las colecciones de cartas, los textos de personajes dentro del texto [...]. Son trucos que sólo hacen que poner en evidencia las limitaciones de un narrador»270, comentará Vero Reyles como para cuestionar las mismas opciones elegidas para Los últimos tiempos, lo que puede entenderse como una manifestación más de esa necesidad inagotable y quizás inútil de dotar a los relatos de una condición metanovelesca que demuestre la lucidez del escritor, y más aventuradamente como una declaración a favor de relatos liberados de ese lastre, del que la narrativa hispanoamericana reciente ha conseguido desembarazarse con frecuencia.

Los últimos tiempos ofrece otros aspectos merecedores de atención para quien trate de adentrarse en las peculiaridades que ofrece la narrativa hispanoamericana actual. Entre estos se puede constatar el desprestigio creciente de las visiones del mundo hispanoamericano que se habían elaborado con la complicidad de la antropología su manifestación más aclamada fue sin duda el realismo mágico, y que habían afectado profundamente a la interpretación de las culturas indígenas. No está de más recordar El hablador (1987), donde Mario Vargas Llosa dejó en evidencia la utopía arcaica y antihistórica de Mascarita, o Cien pájaros volando (1995), donde Jaime Collyer imaginó a un antropólogo inmerso en un ámbito rural bien ajeno a sus previsiones antes de convertirse en involuntario cerebro teórico de un grotesco ejército guerrillero. «Ustedes piensan individualmente. Nosotros no. Nosotros pensamos colectivamente», asegura en Los últimos tiempos el indígena peruano Maywa, asesorado sin duda por los antropólogos jesuitas que le han   —191→   invitado, antes de justificar su rechazo del marxismo europeo y colonialista que atenta contra su identidad, ligada al pasado271. «Estamos por debajo del lugar común», puede concluir al respecto Vero Reyles, escéptico ante las posibles alternativas al saber europeo que ha aportado la anestesia, los antibióticos, el psicoanálisis y el marxismo, y probablemente decepcionado ante el papel jugado por la izquierda en esa rebelión de la barbarie frente a la civilización que en buena medida constituye la cultura hispanoamericana del siglo XX, y no sólo ella.

Así se va perfilando la crisis de un mundo, su hundimiento inevitable hasta su liquidación definitiva con la ya mencionada caída del muro de Berlín, convertido de pronto en monumento a una obcecación que se ha vuelto incomprensible. Ya antes la izquierda había dado la impresión de llegar a su fin con la crisis de los partidos comunistas, la disolución de la Unión Soviética, el debilitamiento de los movimientos de liberación nacional. En su conjunto, los personajes de Vázquez Rial viven esos procesos como una renuncia, quizá no tan dolorosa: es también el fin de los grandes nombres que como Marx se invocaron como justificación y que ahora también descubren sobre todo sus miserias secretas. También las mostraron sus adeptos, y los regímenes que impulsaron: se pudrieron antes o después, y la lealtad a ellos no a los principios que los habían inspirado perdió su justificación. Ahora se descubre la libertad, o se exige la voluntad para dejar no sin dificultades de juzgar, sentenciar, condenar, ejecutar, lo que equivale sin duda a abandonar la historia para ingresar en la vida privada, pero también a sustituir las actitudes intolerantes de antaño por la tolerancia de ahora y las renuncias que implica.

Sin duda a crear esa nueva atmósfera en que habitan los personajes de Vázquez Rial como tantos otros ofrecidos por la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas contribuyó también poderosamente la represión sangrienta que en los años setenta se dio sobre todo en los países del cono sur, a la que no faltan referencias en Los últimos tiempos. La literatura ha dejado testimonios abundantes de la situación anímica determinada por las dictaduras y por el fin de las ilusiones revolucionarias brutalmente aplastadas. También permite comprobar reiteradamente que las actitudes de los escritores ante los hechos ocurridos podían ser muy variadas, y que no todos recordaron con nostalgia la antigua militancia revolucionaria, no todos afrontaron con melancolía la mediocridad democrática que sucedió a los regímenes militares o a prolongados períodos de exilio. Los personajes de Vázquez Rial también son sobrevivientes, pero no añoran el tiempo perdido ni aspiran a perpetuar las inquietudes de antaño. Prefieren entender que carecía de sentido la lealtad a un proyecto político traicionado en todas partes por los responsables de llevarlo adelante. Esa actitud, que las novelas hispanoamericanas de los últimos años también comparten con frecuencia, guarda estrecha relación con los avatares sufridos por la revolución cubana, que a pesar de algunas disidencias sobre todo a partir de 1968, cuando Fidel Castro apoyó la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia contó durante los años setenta con el apoyo mayoritario de los escritores, fortalecido incluso por el rechazo a las dictaduras militares que se hacían con el poder en otros países: «la indignación unilateral: moral hemipléjica, paralizada del costado izquierdo», según denunció Jorge Edwards272. Esa situación pareció variar en los ochenta, cuando   —192→   empezaron a aparecer visiones desmitificadoras de los procesos revolucionarios latinoamericanos y de sus consecuencias, a medida que se calmaban también los aires de revolución que habían soplado insistentemente en Europa y en Estados Unidos, siempre y cuando como precisaría algún personaje de Alfredo Bryce Echenique «ésta la llevara a cabo, en América Latina, por supuesto, el ya difunto comandante Che Guevara, porque hasta en las mejores familias se aprendió a quererlo, a cantarlo y a bailarlo»273. Desde luego, tras el debilitamiento de las esperanzas en el futuro estaba también el fracaso de la revolución castrista, evidente sobre todo a partir 1980 con la salida masiva por la embajada de Perú y el puerto del Mariel. La misma narrativa cubana ofreció en los años siguientes relatos significativos a ese respecto, aunque fuesen tan diferentes como Oficio de ángel (1991), donde Miguel Barnet y su narrador recordaban la Cuba republicana de su adolescencia y luego la primera época revolucionaria, enredados en los recuerdos y en la escritura, entristecidos sobre todo por el tiempo perdido otra novela encuadrable en esa tendencia reciente que prefiere lo autobiográfico, lo testimonial, la rememoración del pasado, o El color del verano (1991), donde Reynaldo Arenas se ocupó de la evolución del régimen de Fidel Castro hasta la ocupación de la embajada del Perú por quienes pretendían abandonar aquella isla a la deriva, y la ya mencionada huida por el puerto del Mariel de miles de cubanos, el autor entre ellos.

En ese contexto adquiere toda su significación La isla inútil, con las reflexiones escépticas de ese Bardelli que ata los cabos de la historia narrada sin entusiasmo y quizá sin interés, para dibujar finalmente un universo habitado por héroes degradados, destinados a la sordidez, el fracaso, la locura y la muerte. El desmoronamiento físico y espiritual guarda evidente relación con el desencanto ante las experiencias revolucionarias, abocadas finalmente a imponer un orden aunque sea distinto, destinadas a corromperse a medida que la realidad de cada día disuelve el idealismo inicial. No es extraño que la reconstrucción de los hechos quede a cargo de alguien que está de vuelta de sus ilusiones y empresas inútiles, más necesitado de soledad que expuesto a ella: otro hombre «cansado de llevarse puesto» que diría Osvaldo Soriano274, otro de esos personajes sin rumbo en que tanto ha abundado la narrativa reciente de Hispanoamérica. Quizá sea aún más sugerente la necesidad de reconocer «el nulo valor del gesto insular»275 que había llevado a Walter Bardelli hasta Port-au-Sang, donde tal vez en un guiño a Juan Carlos Onetti, aun cuando ya no importe le sobrevino la lucidez: «cuando comprendió el sentido del misterioso ingreso de Beláustegui en el mundo de la caridad, y recordó con dolor que los hechos que componen la historia de los hombres se reiteran obstinadamente, cogió el vapor hacia el continente para no regresar jamás»276. En la elección de la isla confluían los recuerdos de utopías antiguas, sueños de sociedades perfectas, nostalgia de paraísos perdidos en los que poder recuperar la paz. La experiencia remite a una realidad mediocre y una revolución absurda. El diálogo final, durante el viaje hacia tierra firme, resulta particularmente significativo:

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No pienso volver. Haré lo mismo que usted: compraré un billete... Sólo que a Nueva York. A propósito, su marcha... ¿no ha sido demasiado precipitada? ¿No buscaba una isla?

Ya no hay islas, Felsom... Fue usted quien me lo enseñó dijo Bardelli, incorporándose.

¿Lo lamenta?

No, creo que no. Al contrario: sospecho que es mejor así, que no haya islas. La ilusión es enemiga del progreso.

Bardelli abrió la puerta.

¿Me acompaña a cubierta? dijo.

El cielo estaba claro y sereno. Se encontraban ya fuera de la zona de nubes.277



Y bueno, siempre nos quedará Tabarca.