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Balance literario del año. -Los jóvenes escritores españoles. -Orientaciones dominantes


Hubiera querido que este informe llevase por título: «Los jóvenes maestros de la literatura española». Aun había estampado ya este titulo, que me parecía de perlas para mi compte rendue de fin de año, en la cual me proponía sintetizar el alcance del esfuerzo y de la producción literarios, durante la temporada que en la Península he permanecido; pero al tender la vista en rededor, no encontré, no digo ya maestros jóvenes: ni jóvenes siquiera, ni casi literatura moderna.

No encontré jóvenes, porque la juventud no está constituida esencialmente por los pocos años, sino por el entusiasmo, por la agilidad, por el florecimiento, y aquí no hay ya entusiasmo ni agilidad: no hay más que escepticismo, displicencia, tristeza en el terreno literario, que es el que toca analizar. Los que ahora escriben, apenas si se reúnen en pequeños grupos, en un café. Ahí se habla un poco de toros, un poco de política y otro poco de literatura. Se aguza, con trabajo, con mucho trabajo, con pereza, con mucha pereza, un chiste, una frase más o menos ingeniosa, y ya está.

Como la labor literaria sigue siendo muy poco productiva, como la que se exige en los periódicos es de baja calidad, no se lee en los rostros de los que dicen algo al público desde las columnas de un diario la alegría del trabajo. Están tristes todos o fastidiados, por lo que han escrito o por lo que van a escribir, y es tal su falta de entusiasmo que a los más desganados y displicentes americanos, quizá al que esto escribe, por ejemplo, nos encuentran ardorosos, creyentes, entonados.

Nunca había comprendido yo tanto como en España el peso de ese grillete de la labor intelectual diaria, de ese grillete que yo he llevado tantos años, en tan favorables condiciones y sintiéndolo apenas, sin embargo, merced al calor de mi entusiasmo por el trabajo.

El creare con giria de D'Annunzio no podría ser comprendido aquí, donde a pesar de las apariencias, del bullicio callejero, el pueblo es triste, quizá más triste que el nuestro, que es uno de los más tristes de la tierra.

Cierto, todo el mundo sale a la calle, pero la mayor parte lo hace porque su tugurio nada tiene de amable, porque ahí se tuesta en verano y se hiela en invierno, porque el ir y venir callejero distrae la cesantía, o las, penas del mucho bregar con duras labores y magra pitanza.

Hay músicas en todas las encrucijadas, pero músicas de ciegos músicas que tocan para implorar la caridad pública, músicas que no pueden ser alegres... que son infinitamente melancólicas.

El literato no tiene, pues, fe en la literatura, y como la obra do arte es sobre, todo una obra de fe, cada día es más escasa y menos substanciosa, sobre todo en Castilla.

El ensueño, más o menos turbulento quizá, más o menos áspero, pero ensueño al fin, generoso y cálido, la pasión por todas las más nobles formas del arte, va a refugiarse a Cataluña, donde hay ideales, donde el influjo del sol provenzal y del viejo y sonoro mar azul, autor de todos los grandes poemas, parecen ejercer vigorosamente.

Y así laboran, allí hombres como Juan Maragall, como Alejandro de Piquer, como Santiago Rusiñol, como Puig y Ferrater, como Alomar, Oliver, Eugenio D'Ors, y cerca de ellos, en la fructífera y dorada Valencia, eso moro ardiente, vivaz, incorrecto, pero lleno de color, de alegría, de luz, que se llama Blasco Ibáñez. Y así viven en Barcelona periódicos como Forma, que honrarían no sólo a España, sino a Alemania misma.

Si la literatura castellana joven está enferma, y no de modernismo, que ya se ha visto que éste, desbastado de sus malezas, resulta sano, vigoroso, cristalino, en un Rubén Darío, en un Eduardo Marquina, en un Eugenio de Castro; sino enferma de desilusión, de escepticismo, como cansada, no del esfuerzo propio que acaso no ha intentado o que acaso no ha sido estéril, sino del esfuerzo ajeno, del esfuerzo de las generaciones que preceden a estos muchachos que, por un aparente contrasentido, están ya viejos, que empiezan por no creer en el futuro de su país, que exclaman como Unamuno, el más alto y más hondo de los intelectuales de la España de hoy:

«...Y en tanto, España se despuebla; sus hijos...corren a América, a la España grande y del porvenir, a la tierra de promisión. ¿Y nuestras ideas? Éstas no emigran, no pueden emigrar, son fósiles y las tenemos encastradas en el espíritu. Parecíamos tener un papel cultural en la América latina, nosotros, los de España, la primogénita de las naciones de lengua castellana. Hemos vendido la primogenitura por una olla de garbanzos. Hubo un tiempo en que Bolívar, el Libertador, el Quijote de América, soñó quijotescamente con venir a conquistarnos. Acaso sea este nuestro porvenir: que nos conquiste la América española. ¿Quién sabe si un día la vieja madre tendrá que vivir de sus hijas emancipadas?».

¡Ojalá que estas palabras de Unamuno fueran proféticas; ojalá que los hispanoamericanos conquistásemos a la madre bien amada, no por la fuerza de las armas, que esto sería irrisorio y ridículo, sino por la fuerza de nuestro entusiasmo; que la conquistáramos para la alegría, para el júbilo de la vida, para el optimismo!

Es claro que el señor Unamuno cree en su patria, en el porvenir de su patria. Cree tanto como el que esto escribe, que tiene una gran fe en el mañana de España: «La nación -dice- cambia por debajo de su piel, y los parásitos de ésta no lo observan. Un día u otro caerá en jirones esa piel vieja, cuando la nueva esté formada, fresca y tersa, por debajo. Y muchos de nuestros prohombres envejecerán en un día más que han envejecido en veinte años. ¿Será esto así? ¿No será un sueño de mis esperanzas?-se pregunta a renglón seguido el pensador, con cierta inquietud».

No, no es un sueño. España avanza; este es un hecho. Basta ver cómo redime sus finanzas, cómo prestigia su moneda, cómo inicia valientemente leyes que, cual la de Asociaciones, habrán de revolucionar noble y útilmente el país. Pero estos progresos, quizá un poco lentos, y la transformación harto pausada que se va efectuando en los medios de vida, no alcanzan a estimular a los intelectuales, no alcanzan a sacudirlos de su indolencia, de su melancolía, de su pesimismo. Algunos de ellos, no pudiendo hacer otra cosa, se lanzan valientemente al trabajo normal, como Martínez Ruiz, como Luis Bello: otros, aún solicitados de vez en cuando por empresas editoriales, prefieren la estrechez diaria, los recursos aleatorios, la crítica al estado actual de cosas y el ojalá, en la humosa mesita del café, adonde no llevan ni siquiera a pacer a la bestia de la intemperancia, porque los españoles, felizmente, no beben como nosotros los americanos.

Quizá de este estado de ánimo, de esta falta de fe en su país, nace la única literatura que parece irse cristalizando ahora: la humorística a la manera inglesa, la que cultiva con tanto acierto, casi diríamos con tanta maestría Pío Baroja, y a la cual se va consagrando también un escritor viejo, después de andanzas muy diversas: Palacio Valdés.

Sí, los jóvenes literatos españoles, expoliados vilmente por los editores, enfrentados con el problema de la vida material todavía a una edad en que generalmente, en los jóvenes países de América (aun en el mismo Méjico, donde la lucha es brava) ya se ha resuelto, ni creen en su metier, ni gran cosa que digamos en su arte ni en su medio. Están vencidos de antemano, sobre todo por una razón capital: porque no esperan vencer.

Si yo quisiera citar las palabras amargas, desesperanzadas de muchos escritores que empiezan apenas, que no se han dado, que no han podido darse cuenta todavía de las verdaderas asperezas del camino, llenaría muchas páginas de este informe.

Hay muchos noveles poetas y escritores que ya no creen en nada, ni en sí mismos y esto, de verdad, no por una pose análoga a la que hacía que los poetas románticos de principios y mediados de la última centuria, a los veinte, a 50s se creyesen los seres más infortunados de la tierra.

He aquí por qué es tan difícil encontrar a los maestros jóvenes de la literatura española, he aquí por qué nadie es ya capaz de pensar y trabajar con el entusiasmo, con la noble alegría, con el sabroso ingenio de los viejos maestros, de un don Pedro Antonio de Alarcón, de un don Juan Valera, de un Pereda, de un Pérez Galdós (para no citar a los clásicos, sobre todo al divino Cervantes, que siendo, como le llamó Benot, el rigor de las desdichas, supo saturar su gran libro de tanto optimismo, de tan sana alegría).

Pero que no haya jóvenes maestros no quiero decir que no haya jóvenes que culminarán, a pesar de todo, del pesimismo ambiente, de la venalidad y rutina de los editores... Y éstos se llaman Ramón del Valle Inclán, Azorín, Pío Baroja, Ciges Aparicio, Luis Bello (aunque su labor no se ha condensado en libros), entre los prosistas; Antonio de Zayas, Eduardo Marquina, los Machado, Villaespesa y Diez Canedo, entre los poetas, y en la literatura dramática, claro está: Benavente, y los Quintero, los Quintero y Benavente.

Ramón del Valle Inclán es, en mi concepto, el más consciente de los jóvenes escritores de España. El que mejor conoce y cultiva los secretos del estilo, el que mejor sabe lo que se propone y adónde va.

Bastaría para hacer célebre y respetable en un país más lector que nuestros países hispano o hispanoamericanos, a un escritor, una obra tan diáfana, tan llena de pericia, de fuerza, de aspiración justa y noble, como la Historia Milenaria de Valle Inclán. Yo no creo que en muchos años se haya escrito en España algo superior a ese pequeño libro admirable, que desdeñando cultivar las viejas, las inexpresivas formas del idioma, que son como bagazos del léxico, posee un lenguaje tan puro y a la vez tan nuevo, tan vigoroso y elegante. Un cuento malpocado que el autor sustrajo del libro, redondeándolo y haciendo de él un pequeño todo, bastaría asimismo para crear una reputación y en cuanto a las diversas Sonatas y al Jardín Nocelesco, son de una nitidez y de una música d'annunziana, lograda absolutamente dentro del castellano, pero con un conocimiento difícilmente superable de las excelencias de nuestro idioma.

Para Azorín yo no puedo tener más que elogios; entiendo que dentro de la labor diaria, de esa labor efímera, a la que dan lo mejor de su cerebro hombres tan valiosos como José Nogales, Alfredo Vicenti y Luis Bello, Azorín hace verdaderos prodigios. En Francia, sus humorismos admirables, sus crónicas parlamentarias por ejemplo, serían saboreadas al par de aquellas actualidades de Capús que fueron la delicia de cierto público.

Hay además en Azorín una cultura, un fondo, que no encontraríamos sino en poquísimos de los actualistas franceses. Azorín cala mucho, sin dejar por eso de ser uno de los más ágiles, de los poquísimos ágiles que hay en el periodismo español, generalmente hueco, afectado, doctrinario, sonoro, oratorio, ¡qué sé yo!

Pío Baroja es también de los que se han creado un estilo. Sabe además desmigajar en sus libros cierta filosofía afable y de buen tono. En cuanto a Ciges Aparicio, se asemeja extraordinariamente a esos terribles rusos que han hecho libros como La Casa de los Muertos.

Lo que Ciges Aparicio cuenta tiene quizá más verdad, más horrible verdad que lo que nos han contado esos hombres ingenuos y bárbaros del Norte, quienes han tenido la fortuna de que Francia, al traducirlos y popularizarlos, les dé todas las supremas galas de su estilo, las viejas y elegantes gracias de su idioma pulido, aristocrático y perfecto, y también otra fortuna no menos grande: la de que casi nadie fuera de su tierra, conozca su lengua todavía en formación y de que tenga cierto tinte de exotismo su brusca y desmadejada existencia de tártaros, y sus tendencias de evangelizadores y exégetas enrevesados.

¡Si Ciges Aparicio perfeccionara su estilo!

Felipe Trigo es otro escritor digno de notarse. Es novelista hasta la médula de los huesos; pero le estorba el idioma. Nació para novelar con un instrumento más dócil, más moderno, más rápido de vulgarización y de difusión que cualquiera de las lenguas modernas, harto abundosas, nutridas, mazacotudas para la época de fiebre que vivimos.

-Yo quisiera, me decía él la otra noche, escribir con ciertos signos taquigráficos, o más aún, hallar la manera de no escribir, sino de transmitir a los otros mis novelas sin estos intermedios forzosos y lentos y difusos del lenguaje.

Y tiene muchísima razón Felipe Trigo, porque en suma esto del estilo, esto de la sintaxis, de los refinamientos léxicos, esto de escribir frases lapidarias va a acabar prontísimo, prontísimo va a ser inútil. Ya no hay tiempo de aprender literariamente los idiomas, ni va sirviendo ello de gran cosa. Los idiomas se condensan, se vuelven manejables, breves, concisos, y peor para los que no se vuelvan así.

Serán la heredad de quince o veinte académicos apergaminados, que inconscientes de la vertiginosa marcha del mundo, leerán discursos y escribirán libros benditos para un público compuesto de ellos mismos!

El libro se está muriendo. Dentro de cincuenta años no existirá un solo libro fuera de los pergaminos, no sólo porque el papel que se fabrica actualmente, hecho de fibra de madera, se vuelve polvo en seguida, sino porque los cilindros del fonógrafo habrán sustituido a nuestras bibliotecas.


Pero digamos, antes de concluir este capítulo de los novelistas, que alrededor de las figuras que hemos evocado, gravitan otras, en formación, algunas bastantes apreciables, ésta o aquélla novísimas, las de más allá pasadas de tueste, y que se llaman Miguel A. Ródenas, autor de un libro muy estimable, Tierras de Paz; Gutiérrez Gamero, autor de El Conde Perico; Suárez de Puga, autor de Pan de Centeno, ensayo muy bien logrado; Antonio de Hoyos, joven y aristócrata, autor de Frivolidad; López de Haro, que lo es de En un lugar de la Mancha ; Martínez Kleiser, de El Vil Metal; A. Larrubiera, de Fuera de combate; Federico Pita, de Derrotado, etc., etc.

Otra de las características de la moderna literatura española, es la de mirar al pasado.

Claro que siempre ha habido en España una decidida tendencia al estudio histórico, al trabajo de erudición, a la labor benedictina; pero este género, que parecía no deber tentar más que a los viejos, tienta asimismo a los jóvenes.

«Los libros de este género, dice el escritor Luis Bello, cuyo nombre he citado ya; los libros de este género: monografías sobre sucesos o escritores antiguos, exhumación de documentos, ediciones de autores olvidados, son más, mucho más que los libros originales. ¿A qué obedecerá el fenómeno? ¿Será que la erudición encuentra más amparo entre los editores o que en España arderá el fuego sagrado de la tradición clásica, y los que cuidan de él, hombres solitarios, tenaces, laboriosos, encuentran en su aislamiento la energía necesaria para imponerse? Acaso ocurra también que aquí no hay una protección oficial efectiva sino para el arte que fue; para la historia, para las viejas letras, y no se ha encontrado todavía la forma de que el Estado coadyuve a un movimiento de la cultura actual».

«Pero, sigue diciendo, la explicación más lógica está en la impasibilidad inalterable del bibliófilo, del erudito de vocación. En los momentos de crisis más profunda, aunque los espíritus inquietos anden vagando alrededor de todas las tendencias, veréis que él labra día por día su pequeño sillar, y al cabo de un año, de diez, de veinte, aparece con un grueso volumen. España es tierra donde se da muy bien esta clase de hombres enamorados de la historia; unos que empiezan por el amor de su casa, de su villa, de su región o de su raza, otros que se inspiran en el desamor a lo presente. Y cuando los demás vacilan, callan o se preparan al trabajo, los únicos golpes que se oyen son los de sus batanes».

Recordará usted que uno de los últimos informes que he tenido la honra de dirigir a esa superioridad, se refería justamente al abundante cultivo de la literatura de erudición histórica en España. En ese informe citaba a usted muchas obras recién aparecidas. Ahora podría aumentar mi lista considerablemente; pero a fin de no extenderme demasiado, sólo citaré los siguientes títulos:

  • Predicadores de los siglos XVI y XVII . Sermones de Cabrera. Teatro de Tirso de Molina. Menéndez Pidal: Leyendas del Último rey godo.
  • Eloy Bullón: Orígenes de la Filosofía moderna: Precursores españoles de Bacon y Descartes.
  • Cortés: Noticias de una corte literaria. Valladolid. Isidro Gil Fortuny: El castillo de Loarre y el alcalde de Segovia.
  • Colección de libros y documentos de Núñez Cabeza de Vaca.
  • Salcedo Ruiz: Estado social que refleja el Quijote.
  • Aicardo. Palabras y acepciones castellanas omitidas en el Diccionario de la Academia.
  • Correas: Vocabulario de refranes y voces proverbiales.
  • Padre Alboraya: Historia del Monasterio de Yuste.
  • Apraiz: Juicio de La tía fingida.
  • Rivadeneyra: Meditaciones y soliloquios de San Agustín.
  • Rodríguez Villa: Correspondencia de la Infanta Isabel Clara Eugenia de Austria con el duque de Lerma.
  • Palencia: Crónica de Enrique IV.
  • Actas de las Cortes castellanas do 1609 a 1611.
  • Horozco: Relaciones y noticias toledanas del siglo XVI. Reunidas por el conde de Cedillo.
  • Edición crítica de fray Luis de Granada, por fray Justo Cuervo.
  • Edición crítica del Quijote, por Cortejón.
  • Castro Alonso: La moralidad del Quijote.
  • Castillo y Solórzano: La niña de los embustes. Teresa de Manzanares. Con epílogo de Cotarelo.
  • Casanova y Patrón: Anales gaditanos.
  • Omeca y Siles: Bodas regias y festejos.
  • Gracián: Peregrinación de Anastasio.
  • Dávila y Collado: Estudio de las Cortes y Parlamentos valencianos.

Y conste que no he enumerado ni la mitad de los libros aparecidos recientemente.

Como se ve, la producción original se ahoga por completo dentro del alud formidable de publicaciones históricas.

¿Es esto un mal?

No lo sería, sino, por el contrario, debería reputarse como una gran muestra de actividad intelectual, si estuviera compensada, como en Alemania, Francia o Inglaterra, por una literatura de orientaciones modernas, de miras novísimas, vigorosa, fresca, lozana; pero acaso esta pertinaz mirada de ayer detiene los ímpetus de una raza y paraliza sus esfuerzos.

Afortunadamente, junto a los escritores contemplativos va surgiendo cada día más nutrido un grupo de hombres de acción.

De ellos hay que esperarlo todo.

Por lo que ve a los poetas, una buena parte, estimulada, debemos confesarlo, por el ejemplo de los hispanoamericanos, sigue orientaciones más modernas.

De ellas hablaría hoy sí no alargara así indefinidamente mi informe, por lo que prefiero que sean el asunto de uno de mis próximos trabajos.