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ArribaAbajo- XXVI -

Del género trágico


¿Debe acentuarse la tendencia trágica en el arte?

A juzgar por los conceptos del nuevo académico de la Lengua don Valentín Gómez, sí.

Protesta este señor contra el desdén que muestra el público hacia la literatura y el arte trágico y hacia el género trágico en general. «Se huye de él en busca de goces que amortigüen las angustias del alma enferma -dice-; pero lo trágico se impone en la vida y se impondrá al fin en el arte como la manifestación más grande, más verdadera y más profunda de nuestra naturaleza decaída y oprimida».

«Si pudiésemos -añade- penetrar con el entendimiento en el fondo de esta tristeza universal, veríamos seguramente una tragedia espantosa del espíritu humano en las luchas de nuestro tiempo. Se ha vertido la sangre a torrentes para derrumbar el mundo de ayer y reconstruir sobre sus escombros el mundo moderno, y cuando se creía que ya la sociedad nueva se había constituido definitivamente, iluminada por el astro bienhechor de la libertad y regida por el augusto y severo genio de la justicia igual para todos, se alza en explosión formidable el alma irritada de muchedumbres hambrientas, pidiendo a lo menos una parte alícuota del botín conquistado en las batallas de lo nuevo con lo viejo y pidiéndolo a gritos, a puñaladas y a bombas... El terror se apodera de los vencedores de ayer, el desaliento cunde entre los más esperanzados y más enamorados de las grandezas indudables de nuestra civilización, y una pregunta brota de todos los labios, estremecidos de angustia: ¿Pero realmente ya no son posibles los paraísos terrenales? No lo son ni lo serán nunca. Somos los hijos del dolor. La comedia del hombre tiene siempre un desenlace trágico. «La historia entera de la humanidad es una gran tragedia».

«En épocas decadentes y corrompidas-continúa el señor Gómez-el arte suele ser un entretenimiento agradable. Toma de la realidad lo risueño, lo accidental, lo cómico, y eludiendo sistemáticamente el desenlace definitivo, nos distrae de la seriedad fundamental de nuestro ser y de nuestro fin, y nos hace soñar durante algunos momentos con una especie de inmortalidad fútil, cuyo objeto se reduce a pasar eternamente el rato. Mas cuando los pueblos conservan su naturaleza viril y llevan animosamente el sello siniestro en los blasones de su raza, no vuelven el rostro al infortunio, sino antes bien se gozan en su contemplación y aplauden y aclaman a los grandes artistas y a los poetas esclarecidos que inmortalizan el dolor en las obras de su genio. He ahí el origen de lo trágico en el arte y particularmente de la tragedia escénica».

He subrayado en el segundo de los párrafos que copio una palabra: se trata de una simple palabra, la palabra «indudables». Y la he subrayado porque allí se halla la clave de toda la doctrina «trágica» del señor Gómez. Casi afirmaría que este indudables no estaba escrito al principio, y que en las pruebas, el flamante académico tuvo buen cuidado de ponerlo. ¿Para qué? Para que no se pensase que él no creía en el progreso moderno.

Claro que esto es una simple suposición mía, pero no sé por qué la hallo más razonable que la generalidad de mis suposiciones. El párrafo en que, según yo, se ha puesto la palabra indudables, debió decir en un principio:

«El terror se apodera de los vencedores de ayer; el desaliento cunde entre los más esperanzados y más enamorados de las grandezas de nuestra civilización, etcétera».

Pero después de escrito esto -sigo figurándomelo-, el ilustre don Valentín Gómez debió pensar: «No parece sino que aquí dudo yo de nuestra civilización (como es la verdad). Pongamos, pues, indudable después de grandezas».

Y allí está, como decía yo, la clave de todas las teorías del señor Gómez.

El señor Gómez no cree en la civilización. El señor Gómez piensa, no que la humanidad, procedente de un estado inferior, a través de mil evoluciones, va hacia un estado superior, sino que procedemos de un estado de gracia primitivo del cual caímos.

En suma, el señor Gómez, como dijo muy bien Pidal y Mon al darle la bienvenida, es un tradicionalista a la española, y su clasificación doctrinal obliga a encasillarle en la lista de los escritores históricos que nutrieron sus conceptos con Balmes.

Felizmente para esta España, que tan noblemente pugna por reconquistar su antiguo puesto intelectual en el mundo, hay muchos maestros jóvenes que creen en la ciencia y en la civilización modernas, que no vuelven jamás los ojos hacia las infantiles y absurdas teorías de nuestro origen edénico; que sí esperan, en nombre de esa ciencia, de esa civilización, en cuyas promesas confían porque las ven realizarse una a una; que sí esperan, digo, en paraísos futuros, no colocados sobre la movilidad de las nubes resplandecientes, no fincados en el cielo, sino en un estado social muy más alto y perfecto que los actuales ensayos en que nos ejercitamos; en un estado tan afinado y purificado por los siglos, que habrá de merecer el nombre de angélico. Y estos hombres, estos jóvenes profesores españoles, sin duda que estarán de acuerdo conmigo en una cosa: en que ya no es lícito predicar el dolor y el retorcimiento perenne como fin educativo, y en que toda la labor de los que forman espíritus debe sintetizarse así: renovar las almas, volviéndolas serenas.

La serenidad: he aquí la pedagogía de las pedagogías, la ciencia de las ciencias, el arte de las artes, la joya de las joyas.

Es fuerza que nos serenemos. La escuela, desde la más elemental hasta la más alta, debe proclamar a todas horas este ideal de serenidad, debe trabajar por él a todas horas.

El espíritu de la humanidad lleva la huella de un tormento teológico de siglos, y los grandes pedagogos modernos no tienden, en suma, más que a borrar esta huella, diafanizando el alma infantil.

Ved lo que se hace ahora con los párvulos. Los deleitables lugares en que sus almitas crisálidas, surgen al pensamiento, se llaman, bella y exactamente, Jardines, jardines de niños.

En ellos todo está estudiado para no alterar la divina ecuanimidad de las almas vírgenes. Allí se aprende sin esfuerzo, encauzando todas las curiosidades nacientes de las almitas a quienes están dedicados.

Los muros cubiertos de estampas cautivan las puras miradas del pequeñuelo, y deleitando su instinto de observación lo familiarizan con innumerables aspectos de la vida. Hay grandes mesas, y sobre las mesas infinidad de arquitecturas, de juguetes, de utensilios, de objetos que amplían con insinuaciones mudas y apacibles la visión interior y la exterior perspectiva del infante.

Las labores están alternadas con suaves recreos. La casa llena de sol, con árboles, con flores, pintada de colores claros, infunde una santa alegría.

Y de esos jardines arrancan todas las escuelas modernas, en una cristalina escala de ciencia y de amor.

Y a medida que se va estudiando y comprendiendo, el alma se ensancha y se llena de dignidad y de luz.

Sabemos que la humanidad es muy grande, que, como decía Marco Aurelio, cada uno de nosotros lleva dentro un dios escondido. Sabemos que el hombre no cayó jamás, que de la animalidad ha pasado al estado admirable que es hoy su conquista, y presintiendo el alcance de los progresos que vemos florecer por dondequiera, nuestro corazón se hincha de optimismo sano, glorifica nuestra alma al Señor y nuestro espíritu se llena de gozo como el de la virgen como nazarena.

*  *  *

Esto supuesto, ¿no es verdaderamente lamentable que hombres cultos y que pueden aún ejercer cierta influencia en sus contemporáneos, vengan a resucitarnos rancios ideales de retorcimiento y de amargura?

¿No deberían, por el contrario, contribuir a esa labor, que los maestros modernos españoles, como todos los maestros que se respeten en el mundo, deben proseguir sin descanso: la de destruir en las almas hasta el último resabio enfermizo de las edades bárbaras y volver al ideal griego del mens sana in corpore sano, que fue la gloria, la excelencia y la paz de la humanidad en la época más grande por que ha atravesado?

¿Cómo hay bocas capaces de decir: Estemos tristes. La vida es trágica; el arte debe ser trágico, ahora en que, con sangre y alma, con incontables desvelos, se va logrando arrebatar el corazón de la niñez a esa absurda garra negra que desde el nacer la oprimía en la sombra?

«Serenémonos».

He aquí la augusta palabra que debería estar escrita en todas las aulas; que debería radiar en placas de mármol en todas las avenidas de las metrópolis.

Serenemos la escuela, serenemos el arte, serenemos la ciencia, que nuestra alma se torne clara y alegre. La alegría no es baja ni vil. La alegría es santa.

Estemos serenamente alegres:

Porque vivimos, porque pensamos; porque la humanidad marcha gloriosamente a una gran conquista cercana; porque todo en el universo está henchido de esperanza; porque somos la flor del mundo y es clara y bellamente visible nuestra predestinación, estemos serenamente alegres. Trabajemos con júbilo. Creemos con alegría, siguiendo el consejo del poeta.

¡Crear con alegría! He aquí la finalidad mejor de toda escuela y de toda enseñanza. Quien crea con alegría y paz, grandes cosas, duraderas cosas habrá de crear.

Apoderémonos del alma del niño y enseñémosle que nada es triste; que la humanidad en su camino hacia la verdad y hacia el bien, atraviesa momentáneamente por regiones de sombra; pero que si en esas regiones se tiene cuidado de alzar los ojos, se advierte que hay muchas estrellas.