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Nueva escuela literaria


¿Una nueva escuela?

-Sí, señor, nada menos que eso. La Revista Internacional Poesía, que se publica en Italia, acaba de fundar una nueva escuela literaria bajo el nombre de «Futurismo».

He aquí el manifiesto de los «Futuristas» traducido a buen romance:

1.º Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad.

2.º Los elementos esenciales de nuestra poesía serán el valor, la audacia y la rebelión.

3.º La literatura no ha magnificado hasta ahora más que la pensativa inmovilidad, el éxtasis y el sueño. Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso gimnástico, el salto peligroso, la bofetada y el puñetazo (sic).

4.º Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una hermosura nueva: la hermosura de la velocidad. Un automóvil de carrera con su caja guarnecida de gruesos tubos, como serpientes de aliento explosivo un automóvil enrojecido que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.

5.º Queremos cantar al hombre que mantiene la rueda cuyo eje ideal atraviesa la tierra, lanzada ella a su vez sobre el circuito de su órbita.

6.º Es preciso que el poeta se gaste con calor, brillo y prodigalidad para aumentar el fervor entusiasta de los elementos primordiales.

7.º Ya no hay belleza más que en la lucha. No hay obra maestra sin un carácter agresivo. La poesía debe ser un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para obligarlas a que se pongan a los pies del hombre.

8.º ¡Nosotros estamos en el promontorio extremo de los siglos!... ¡Para qué mirar hacia atrás, pues que no podemos demoler los batientes misterios de lo imposible! El tiempo y el espacio murieron ayer. Vivimos ya en lo absoluto, puesto que hemos creado la eterna velocidad omnipresente.

9.º Queremos glorificar la guerra -sola higiene del mundo-; el militarismo, el patriotismo, el movimiento destructor de los anarquistas, las bellas ideas que matan y el desprecio de la mujer.

10.º Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas y utilitarias.

11.º Cantaremos a las grandes multitudes agitadas por el trabajo, el placer o la rebelión; las resacas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas; la vibración nocturna de los arsenales y de las canteras, a la luz de las violentas lunas eléctricas; las estaciones de ferrocarril glotonas, que tragan serpientes que humean; las usinas suspendidas de las nubes por los hilos de sus humaredas; los puentes de saltos gimnásticos lanzados sobre la cuchillería diabólica de los ríos asoleados; los buques de vapor aventureros que van olfateando el horizonte; las locomotoras de vasto pecho que piafan sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados por largos tubos, y el vuelo resbaladizo de los aeroplanos, cuya hélice tiene crepitar de banderas y de aplausos de multitud entusiasta».

*  *  *

Como ven ustedes, he traducido sin pestañear los doce párrafos esos, incendiarios.

Y es que a mí, viejo lobo, no me asustan ya los incendios, ni los gritos, ni los denuestos, ni los canibalismos adolescentes. Todo eso acaba en los sillones de las academias, en las plataformas de las cátedras, en las sillas giratorias de las oficinas y en las ilustraciones burguesas, a tanto la línea...

Los verdaderos revolucionarios, los que mueven, sacuden, cambian la tierra, son silenciosos, sonrientes, apacibles en apariencia, amigos discretos de la acción y enemigos resueltos de la logomaquia...

Estos niños que desprecian a la mujer desde su futurismo ingenuo, probablemente tienen novia o amante... que los domina por completo.

Estos incendiarios, ácratas y otras yerbas, no sabrán de fijo fabricarse más explosivos que los bombos.

Italia, sin tanto alarde, sin futuristas, ha avanzado maravillosamente en estos últimos veinte años, quizá porque ha gritado poco y ha trabajado mucho.

*  *  *

Pero lo más peregrino de los once artículos que he traducido, es lo que los jóvenes creadores de la nueva escuela se proponen cantar.

Cantarán las locomotoras (no hagáis caso de las enmarañadas imágenes con que las nombran). Pero, ¿y no las han cantado ya, señores futuristas más de cien poetas modernos? Hasta Salvador Rueda, que no pretende, ni mucho menos, ser futurista, nos dijo hace la mar de tiempo:


    Atrevido las montañas
el resuelto tren perfora,
al redoble acompasado
de su marcha monofónica... etc.



Cantarán las fábricas, las multitudes que trabajan, gozan y se rebelan. ¡Bonita novedad! ¡Pues qué otra cosa he hecho yo!, diría al leer esto un Emilio Zola, por ejemplo...

Cantarán las fábricas, los puentes, los buques de vapor... ¡Novísimo!

Y cantarán por último los aeroplanos.

Bueno, ya los cantaremos todos, a su tiempo, futuristas o presentistas...

Por la exaltación de la prosa truculenta que os he traducido, comprenderéis que los futuristas son meridionales. En efecto, el futurismo nos viene de Italia, a la cual los nuevos poetas quieren redimir.

«En Italia, dicen, es donde lanzamos este manifiesto de violencia derrocadora e incendiaria, por el cual fundamos ahora el futurismo, porque queremos librar a Italia de su gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios».

«Italia ha sido largo tiempo el mercado de los cambalacheros; queremos desembarazarla de los museos innumerables que la cubren de innumerables cementerios».

«Museos, cementerios... Idénticos verdaderamente en su siniestra promiscuidad de cuerpos que no se conocen. Dormitorios públicos en que duerme uno para siempre, al lado de seres odiados o desconocidos, ferocidad recíproca de los pintores y de los escultores, matándose los unos a los otros a golpes de líneas y de colores, en el mismo museo». «Que se les haga una visita cada año como va uno a ver a sus muertos!... ¡Esto sí podemos admitirlo!... Que se dejen flores una vez por año a los pies de la Gioconda; esto lo concebimos!... Pero que vayamos a pasear diariamente a los museos nuestras tristezas, nuestros ánimos frágiles y nuestra inquietud, eso no lo admitimos! ¿Queréis por ventura envenenarnos? ¿Queréis podriros? ¿Qué puede encontrarse en un viejo cuadro si no es la contorsión penosa del artista que se esfuerza en quebrantar las barreras infranqueables para su deseo de expresar enteramente su sueño?».

«Admirar un viejo cuadro es verter nuestra sensibilidad en una urna funeraria, en lugar de lanzarla hacia adelante como en chorros violentos de creación y de acción. ¿Queréis, pues, desperdiciar así vuestras mejores fuerzas en una admiración inútil del pasado, de la cual saldréis por fuerza agotados, empequeñecidos, atropellados?

»En verdad, la frecuentación cotidiana de los museos, de las bibliotecas y de las academias (esos cementerios de esfuerzos perdidos, esos calvarios de ensueños crucificados, esos registros de ímpetus rotos...), es para los artistas lo que es la tutela prolongada de los padres para los jóvenes inteligentes, embriagados por su talento y por su voluntad ambiciosa.

»Para los moribundos, los inválidos y los prisioneros, pase. Es quizá un bálsamo de sus heridas el pasado admirable, ya que el porvenir les está vedado... Pero nosotros no queremos esto, nosotros los jóvenes, los fuertes, los vivientes futuristas».

No hay ideas, por rabiosas que sean, en las cuales no exista algo bueno, y mis amigos los futuristas, dentro de su inocente palabrería, suelen repetir dos cosas que vale la pena de que retengamos.

Primera. Los poetas deben cantar el espectáculo de la vida moderna. Todo es digno de la lira, todo es poesía, el automóvil y el aeroplano, el trasatlántico y el acorazado, la fábrica y la tienda...

Segunda. No veamos de sobra el pasado. El pasado está ya bien muerto. Utilicemos sus enseñanzas y una vez hecho esto, dirijámonos en línea recta al porvenir.

Si los futuristas se limitaran a decir esto, no dirían nada nuevo, pero sí dirían algo inteligente, a lo cual habría quizá que objetar solamente que eso del pasado y del porvenir no son más que palabras; que el porvenir no existe sino por el pasado; que ambos forman una línea indivisible, un todo perfecto, perennemente inmóvil, alrededor del cual los hombres ambulamos como sombras...

Lo malo es que estos jóvenes, en cuanto dicen una cosa razonable se arrepienten, y después de su tirada sobre el peligro de mirar hacia el ayer, lanzan su verba fogosa a ciento a la hora y exclaman como a modo de escollo de lo que he traducido:

«Venga, pues, los bellos incendiarios de manos carbonizadas... ¡Vedles aquí! ¡Vedles aquí!» (¡Pronto vinieron!) «¡Prended fuego a los estantes de las bibliotecas! Desviad el curso de los canales para inundar los subterráneos de los museos» (nada más para eso...) «¡Oh! que naden a favor de la corriente las telas gloriosas...». «¡A vosotros los zapapicos y los martillos!... ¡Minad los cimientos de las ciudades venerables!».

Como ven ustedes, esto ya es más grave, y habrá que llamar a la policía... Pero no, no pasará de allí. A las almas de ahora les faltan bríos hasta para repetir la triste hazaña del Califa Omar, y todos sus discursos incendiarios pueden reducirse a los términos del viejo diálogo inmortal:

-¿Qué es lo que habláis, señor?

-¡Palabras, palabras, palabras! (¡words, words!)

Por lo demás, nuestros iracundos amigos se encargan de darnos la razón de sus desmanes líricos, tranquilizándonos al mismo tiempo, en párrafo subsecuente:

-«¡Los más viejos de entre nosotros -dicen- tienen treinta años!».

¿Ven ustedes cómo se explica todo?

La embriaguez de la juventud, afirman los árabes, es más fuerte que la del vino...

«Diez años nos quedan aún, añaden, para cumplir nuestra misión».

¿La de inundar los museos y quemar las bibliotecas?

«Que cuando hayamos cumplido cuarenta años, otros más jóvenes y valientes tengan a bien echarnos al cesto como a papeles inútiles».

¡Arrea, y qué poca vitalidad se prometen los futuristas!

Volvámoslos a disculpar empero. Ya veréis cómo a los cuarenta piensan de otra manera. Ya veréis también cómo para entonces no han quemado nada, no han destruido nada... Y lo que es mucho peor: ¡no han creado nada!

*  *  *

Pero, en suma, no censuremos esta vanidad iconoclasta, por poco sincera, si viene acompañada de dos cosas preciosas: de juventud y de entusiasmo.

La juventud es lo de menos. Veinticinco años los tiene cualquiera, como dijo el otro. Ser joven no es ninguna cualidad, ninguna gracia. Muy más difícil es ser viejo, y sobre todo, saber serlo.

Pero el entusiasmo sí es de tenerse en cuenta, ahora que hasta los niños están blasés, que ni se cree ni se espera en nada, fuera del dinero.

¡Qué importa que ese entusiasmo, como el de los jóvenes redactores de la bella revista milanesa Poesía, se cifre en destruir! ¡La cuestión es tenerlo y alimentarlo: ya mañana se empleará acaso en edificar!

El disgusto del pasado no viene, en el fondo, más que de un poquito de celo y de despecho porque no podemos igualarlo. Nos vuelve rabiosos la perfección de la obra antigua. No queremos admitir que nuestra época sea incapaz de producir un Homero, un Hesíodo, un Platón, un Sócrates, o viniendo a tiempos más cercanos, un Leonardo, un Miguel Ángel, un Shakespeare o un Cervantes. Y como no podemos igualar el pasado, como está allí severo, límpido, perfecto, aplastándonos como la catedral maravillosa en el villorrio incapaz de labrar una nueva, deseamos destruirlo, aniquilarlo... crear algo que no haya que comparar con él, a fin de que no resulte pequeño...

Nuestra época industrial, pero sin quilates espirituales, esta época en que andamos más aprisa y más aprisa hacemos todo, pero en que somos mucho menos hombres que los abuelos, porque tenemos miedo de la vida, suele proporcionarnos un pretexto para ultrajar al pasado: aquellas gentes no conocieron ciertamente el aeroplano... decimos, sin pensar que en cambio su pensamiento era águila que se cernía tranquila en el espacio, en tanto que el nuestro se arrastra entre el cocido, la concupiscencia, el billete de Banco.

Afortunadamente, aún somos capaces de una nobleza, la de indignarnos contra el pasado, es decir, contra nosotros mismos; no podemos igualarlo y pretendemos destruirlo (porque nos molesta su perfección).

De tal sentimiento salen los propósitos y gritos rebeldes e incendiarios, tales como los de los portaliras italianos, propósitos que felizmente no se realizan, gritos que felizmente se pierden sin eco, pero que ayudan al entusiasmo de la labor nueva y a mantener la vibración artística que tiende a extinguirse para desgracia y condenación del mundo.