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La aristocracia española y el cultivo de las letras


El 26 de abril se verificó en la Real Academia de la Historia la recepción del duque de T'Serelaes, miembro de la más linajuda aristocracia.

A su erudito discurso -que versó sobre los historiadores de la ciudad de Sevilla, no sin hacer antes el elogio de su antecesor, el marqués de la Vega de Armijo- respondió mi distinguido amigo don Francisco Fernández de Béthencourt, en amplia y brillante pieza oratoria, que voy a comentar en mi informe porque, por primera vez que yo sepa en un sitio público, en ceremonia de alta resonancia, en presencia de príncipes, como la infanta doña Paz y su hija la princesa Pilar, que presidían la sesión, y de numerosos miembros de la aristocracia, se ha hecho una crítica de la nobleza española, envuelta si se quiere en todas las fórmulas que demanda la cortesía, pero no por eso menos enérgica y, digámoslo de una vez, menos justa.

Hay que advertir que esta crítica, brotando de los labios del ilustre don Francisco Fernández de Béthencourt, no podría por modo alguno tacharse de parcial. Se trata de un testigo de mayor excepción, de un amigo decidido del patriciado español, autor del Anuario de la nobleza. El mismo, antes de precisar sus cargos, de los que hablaré luego, expresa, discretísimamente por cierto, los títulos que le dan derecho para hacerlos: «Yo me figuro -dice- que no carezco de alguna autoridad para decir en voz alta lo que sobre estos delicados asuntos pienso, y que ni la grandeza de España, ni la nobleza de nuestro país en general, han de enojarse extremadamente conmigo por nada que yo pueda decirles ni observarles, con todos los miramientos y todas las reservas que ellas quieran exigir de mi cariño».

«Yo -sigue diciendo el señor Fernández de Béthencourt- he consagrado mi vida entera a su defensa y a su enaltecimiento; yo las he defendido muchas veces hasta de sí mismas, que es adonde más puede llegar el verdadero afecto; soy, en suma, muy amigo suyo, aunque nadie encuentre extraña mi aspiración constante a que se añada: Sed magis amica veritas. Yo me he dedicado en cuerpo y alma al estudio de su pasado y he procurado en cuanto he podido hacer del dominio general el conocimiento de su verdadera historia, que es el servicio mayor que puede prestarse a institución semejante; yo me he atribuido la misión de dejar consignado todo lo que fue y todo lo que hizo la nobleza española, cómo nació y cómo vivió, y he conceptuado siempre como título honroso el de ser su historiador, soñando en hacer míos, con orgullo injustificado, aquellos nobles conceptos de Salustio, cuando dice que después de realizar los altos hechos, nada hay tan grande como referirlos y perpetuarlos. Yo he asumido, por mi libre y desinteresada voluntad, la ardua tarea de relatar los de la nobleza española: primeramente, para que ella no los olvide; después, para que los pueblos a quienes prestó tamaños servicios no los ignoren, que es el lógico complemento de lo anterior, si es que todo no ha de ser un nombre vano y un mote huero, y ella misma, en tal caso, una cosa perfectamente inútil y una rueda sin aplicación necesaria en la complicada máquina nacional».

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Después de este exordio, ¿cómo va a enojarse la nobleza por lo que le diga mi grande y buen amigo don Francisco Fernández de Béthencourt?

Y lo que le dice es nada menos que esto, envuelto en finuras de lenguaje: -Tú ya no piensas. Lo único que haces es jugar al golf, al polo, al tennis... y correr desaforadamente en automóvil... Ahora bien, si no piensas, ya no eres clase directora, «porque para dirigir es forzoso saber y pensar y no volver sistemáticamente la espalda a estos campos fecundos, agitándose impotente fuera de ellos».

«Yo voy a decir aquí todo mi pensamiento -exclama valiente y noblemente el señor Fernández de Béthencourt- con la honrada franqueza y la diáfana claridad que imponen las severidades de este sitio, del que no me creeríais digno -y yo me lo creyera aún menos que vosotros- si me olvidara un solo instante de lo que debo a la verdad: el amor de las letras, de las ciencias y hasta de las artes, suprema expresión de la cultura humana, parece que muere a mano airada, sacrificado torpemente por la pasión desapoderada de los deportes corporales, como si hubiera entre uno y otra incompatibilidades absurdas y no cupieran juntos y hasta dichosamente se completaran, realizando la aplicación discreta del vulgar aforismo, no por repetido menos exacto «Mens sana in corpore sano».

Es decir, que a la aristocracia española se le ha olvidado el mens para no acordarse más que del corpore.

Y se le ha olvidado, asimismo, el dístico aquel de Bernabé Moreno de Vargas:


    Las letras y las armas dan nobleza:
consérvanla el valor y la riqueza.



Yo creo que nuestros jóvenes mexicanos de buenas familias deben ponerse el saco de esta crítica, porque les viene tan bien como a los españoles, y pensar que nuestra clase media, con su inteligencia, con su saber, con su tenacidad en la labor, es la única que en realidad está en México haciendo patria. Esta reflexión habrá de serles saludable, como espero que le serán a la aristocracia española las de don Francisco Fernández de Béthencourt... si es que las lee, cosa un poco difícil, porque el golf, el tennis y el polo le roban mucho tiempo.

Debo advertir, Sin embargo, como un elogio a los criticados, que de los muchos que asistieron a la Academia de la Historia -porque aquí, a pesar de todo, la nobleza suele acudir a los banquetes espirituales- ninguno se molestó por la crítica. ¿Y cómo molestarse si la infanta doña Paz, que todos sabemos tiene acendrado amor por las letras y por las artes, era la primera en felicitar al señor Fernández de Béthencourt? Y advertiré, en segundo lugar, que éste ni por asomos pretende deprimir los deportes. Dios lo libre a él de esto y a mí también que gloso su discurso. Lo único que desearíamos los dos -y perdóneseme la inmodestia del plural- es que los que tanto se acuerdan del corpore de marras se acordaran un poquitín del mens.

Lejos de desdeñar los deportes, el sabio académico los estima en alto grado.

Leed si no: «Siempre hubo deportes físicos para los caballeros españoles -dice- y ya estáis oyendo que los designo con su bello nombre, casi olvidado, sin apelar a los calificativos bárbaros, como bárbaros son los que más privan; bárbaros en el sentido clásico de la palabra, que no hay que decir, y no se alarme nadie, que significa extranjero. Bien sabéis todos que es del siglo XV, el famoso Códice del Vergel de los príncipes, en que un prelado insigne trata a la perfección de cómo ha de procederse a la educación adecuada de los que ocupaban los primeros lugares en la jerarquía social, ensalzando como es debido las innegables ventajas de entregarse, en los ocios que dejan los arduos y graves asuntos, a vigorizar el cuerpo con la esgrima y con la caza, todo ello con magnífica disertación, no por original y nueva menos filosófica y levantada. Siempre hubo felizmente deportes para el viril recreo de la nobleza española, formada por la guerra y para la guerra, hija legítima de tantos siglos de luchas y batallas, cuyos primeros blasones se habían trazado con la propia sangre en los brumosos días de sus ignorados comienzos».

«La nobleza peninsular amó siempre apasionadamente cuanto representaba fuerza, destreza, vigor, ligereza y gallardía: lució estas cualidades constantemente en los torneos y en las justas; ofreció con Suero de Quiñones y sus compañeros en el Paso Honroso de la Puente de Órbigo, singular ejemplo de desusada fortaleza; acreditóla a cada instante en los rieptos y desafíos, y cuando la mayor suavidad de las costumbres comenzó, después de consumada gloriosamente la unidad nacional, obra de siete centurias, en el campo, sobre Granada, todavía pensó que había de conservar la marcialidad de su espíritu, para el luchar continuo contra los moros mal sometidos, contra los africanos insolentes, contra los ingleses codiciosos, contra los franceses vecinos y enemigos, contra los turcos ensoberbecidos, contra los portugueses recelosos, y creó para conservarse maestra en los ejercicios de la jineta y de la brida, en los juegos de cabezas, de caña y alcancías, complemento natural de la educación de un caballero español, en todas las distintas esferas de la hidalguía tradicional, esos nobilísimos cuerpos que se llamaron y se llaman Reales Maestranzas de Caballería».

Sólo que, la propia nobleza, que tan ahincadamente se dedicaba a tales ejercicios, «la misma fuerte mano que luchaba con el oso feroz en la abrupta montaña, que daba cuenta del fiero jabalí en las espesuras profundas, que perseguía certera al azor rapaz en su región del aire, que sostenía briosamente la lanza en el torneo, que airosamente blandía la espada en el duelo de cada día y de cada hora, en aquella vida de galanteos y aventuras, que ganaba las cintas con los colores de la dama gentil, solicitada del justador, dueña y señora de sus pensamientos, que acosaba al toro bravo en las dilatadas planicies andaluzas esa misma mano escribía la Historia a la manera de Melo, disipaba las más espesas nieblas del pasado con la pluma luminosa del marqués de Mondéjar, esculpía tiernas endechas al modo de Garci Lasso y Jorge Manrique, trazaba con don Diego de Hurtado de Mendoza la típica figura de El Lazarillo de Tormes, bordaba madrigales y letrillas con el príncipe de Esquilache, disparaba acerados epigramas y sátiras implacables, a las de Juvenal no inferiores, con el conde de Villamediana; dejaba, en suma, páginas admirables, que durarán de fijo mientras millones de seres tengan en dos mundos por suya, sonora y rica, el habla majestuosa castellana».

Para probar su aserto, el señor Fernández de Béthencourt cita nombres, no sólo de las viejas centurias, sino de recientísimos tiempos. España asistió a mediados del siglo XIX, por ejemplo, a un poderosísimo renacimiento literario, que se realizó alrededor del Trono. Bastaría mencionar los nombres del conde de Toreno, historiador; del duque de Frías, poeta; del duque de Rivas, autor dramático con Don Álvaro de Luna, poeta épico con El moro expósito, romancero admirable con los romances históricos; del marqués de Molins, autor de Doña María de Molina, de La espada de un caballero, periodista, orador, poeta, del barón de Bïozal, autor del poema clásico intitulado El cerco de Zamora; del duque de Villahermosa, traductor de las Geórgicas de Virgilio; del conde de Cheste, traductor de la Jerusalén libertada... de tan tos y tantos que buscaron en las letras más lustre para sus títulos.

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¿De dónde proviene, pues, el actual despego de buena parte de la aristocracia española por las fiestas y labores del espíritu? Yo entiendo que de una mala imitación de los ingleses. La anglomanía mal entendida destierra a las musas de los salones. Y digo mal entendida, porque bien sabido es que, junto a los deportes, privan entre las más nobles familias inglesas las letras, las ciencias y las artes. Nadie ha olvidado aún la gracia, la corrección y el encanto con que la gran Victoria manejaba el idioma, y no son pocos aquellos de sus descendientes, entre ellos su nieta, la actual soberana de España, que cultivan las letras. Inglaterra es el país en que se ennoblece a los poetas a los artistas y a los sabios. Si se la imita, cuerdo será imitarla también en esto.

En cuanto a Francia, ¿quién no conoce los ilustres nombres de la duquesa de Rohan, que tiene como mote de su escudo aquel orgullo:


Roy ne pruis.
Prince ne daigne:
Rohan suis!



de la condesa de Haussonville, de la condesa Aimery de la Rochefoucauld, de la princesa de Jarante, las cuales en sus magníficos salones reciben y agasajan a los poetas? ¿Quién podría olvidar los versos encantadores de la condesa de Noailles? ¿Quién no ha leído a la traviesa y picaresca Gyp, condesa de Mirabeau? ¿Quién, por último, no ha oído mencionar, con respecto a la Academia, al ya clásico partido de los duques?

¡Imítese, pues, en buena hora en España a los ingleses y franceses cuando, con nobles deportes, intentan vigorizar el corpore asendereado; pero imíteseles asimismo cuando cultivan el mens, pensando que no hay aristocracia posible sin alteza de pensamiento, como podían afirmarlo un duque d'Aumale, hijo de reyes, un Broglie, un Mun, un Haussonville, un Segur, un Vogó o un Costa de Beauregard!

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¿Oirá por ese oído la aristocracia española? ¿El sermón de don Francisco Fernández de Béthencourt, que he glosado y comentado, dará frutos?

¡Ay! si lo leyesen todos... Pero el trajín de las fiestas y de los deportes no da tiempo más que para ver los fotograbados de las revistas, y me temo que las palabras de mi amigo se hayan perdido en los ámbitos de la noble Academia de la Historia sin despertar eco ninguno...

¡El automóvil va demasiado de prisa, y más de prisa la vanidad deportiva, para que los alcancen las nueve hermanas, que calzan coturno, pero ya no tienen alas!