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El V congreso del Esperanto en Barcelona


En los primeros días del mes de septiembre se celebró en Barcelona el V Congreso Esperantista, bajo la presidencia del mismísimo doctor Zamenhof.

Acudieron esperantistas de todos los rincones y esquinas del mundo -¿no dice por ventura el abate Moreux que el planeta que habitamos es poliédrico?- y después de algunas sesiones en que habló, naturalmente, de los avances y progresos de la lengua universal, el celebérrimo doctor y sus numerosos adeptos se trasladaron a Valencia, donde en la actualidad la exposición regional congrega mucha gente, y llenaron uno de los números del programa de septiembre de dicha exposición.

Ya en un informe reciente hablé yo del Esperanto y de si había probabilidades de que el castellano lo sustituyese en sus pretensiones de Lengua Universal. Por cierto que este mi informe fue muy reproducido, especialmente en Estados Unidos, y el ilustre Altamira me escribió una carta pidiéndomelo, pues comulga conmigo en idea tan halagadora y se propone desarrollarla, como él sabe hacerlo -y aun dice haberlo hecho ya- en amplio trabajo que pronto habrá de publicarse.

En cambio, a ciertos esperantistas hispanoamericanos no les agrada mi idea. Eso de que el idioma que hablan se les vaya volviendo universal; eso de que de la noche a la mañana los entienda todo el mundo, no les hace maldita la gracia. Lo que ellos quieren, sobre todas las cosas, es un idioma nuevecito, que no sepan más que unos cuantos. Aunque esto parezca paradójico, tal es su psicología. Si toda la gente medianamente instruida y llegada a los treinta años supiese el Esperanto, los hispanoamericanos de que hablo lo detestarían.

Se trata de un juguete nuevo y de una nueva forma de vanidad pedagógica, que es la más indigesta de todas las vanidades.

*  *  *

No, señores míos, no soy amigo del Esperanto. Soy Amicus esperanto, sed magis amica lingua mea... (¿Está bien este latín, mi querido Balbino?)

Yo deseo que la gente se entienda... sin dejar de confesar que aun con el Esperanto y todo -¡ay!- ¡los hombres seguiremos no entendiéndonos! Proclamo que el «idioma universal» ha hecho ciertos progresos. Son esperantistas, y no me duele decirlo: Appel, Boirac, D'Arsonval (el mago aquel que con corrientes alternas cura la arterioesclerosis... o dice que la cura); Bouchard, el Patriarca del Instituto, árbitro de los estómagos de la humanidad; el notorio, smart y sabedor príncipe Rolando Bonaparte; el muy sabio Painlevé, y Grautier, Haller y el nobilísimo doctor Doux, y el general Lebert y Deslanores... es decir, la mitad del Instituto de Francia... y el popular Monsieur Bienvenu Martin, y Godart y Cornet Deloude... y la mar.

Ya veis mi imparcialidad, pues que no me duelen prendas y cito a los esperantistas conspicuos, y aun diré más: diré que todo un Tolstoi y todo un Max Muller y todo un Henry Philipps han manifestado su superior aprobación con respecto al Esperanto.

Hay todavía un hecho significativo, a saber: que el Esperanto ha alcanzado los actuales progresos de que se ufana «sin más estímulo que la satisfacción personal que procura el estudio», como dice muy bien un adepto; esto es, que el vil metal no ha intervenido para nada.

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Pero...

Sí, ustedes me van a permitir un solo y modestísimo pero.

Pero El Esperanto, lengua llena de cualidades, es feo... sí, señores filólogos, ya solté la palabra, ¡es feo! Es como esas señoritas muy honestas, muy virtuosas, que son sacos de cualidades... pero no se casan nunca, a pesar de sus reiteradas súplicas a San Antonio... por falta de una sola cosa: de simpatía, de gancho, si me dan ustedes su venia para usar esta palabra.

Es un idioma lleno de probidad (dejaría de ser suizo), pero que carece... ¿cómo diré aún de lo que carece?... Pues carece de ondulación, como el pueblo suizo, como el pueblo vasco, como otros pueblos que hay en la tierra y cuyos idiomas son rígidos, angulares...

Hay otro inconveniente aún; pero éste no vamos a achacarlo al Esperanto en particular, sino a cualquier idioma internacional; y es que dos personas de distintas nacionalidades se entenderán por medio de él con bastante dificultad. ¿Por qué? Por el acento.

Por simple cuestión de oído. Imaginad que un ruso, un alemán y un francés recitan en latín el Paternoster. Ya veréis qué tres Paternoster tan distintos. No parecerán ni siquiera primos hermanos. Todos habéis oído, sin duda, la peculiar prosodia con que los franceses pronuncian el latín. Aun se cuenta, que, consultada en cierta coyuntura la Sagrada Congregación de Ritos sobre la manera más idónea de pronunciar el latín, diz que dijo: «De todos modos, menos a la francesa...».

En honor de la verdad, ello no pasa de ser un chiste, y para convencerse, basta oír a los tudescos o eslavos latinizar, ¿Cómo pronunciaban el latín los romanos del siglo de Augusto? Vaya usted a averiguarlo, tratándose de una lengua que ha pasado por tantas corrupciones, por tantas razas. Pronunciar el latín como los italianos es acaso lo más prudente, porque se trata de un indicio... Pero sólo de un indicio.

Así, pues, cada pueblo -que no sólo los franceses- imprime a una lengua extraña su sello. Si el parisiense dice Oldanglan en vez de Old England, no os alarméis: oíd más bien cómo pronuncian los ingleses... cómo solemos pronunciar nosotros ciertas palabras, admirables de matiz y de expresión, de la maravillosa lengua de Chateaubriand, de Víctor Hugo y de Paul Verlaine.

Pero, volviendo al Esperanto, he aquí que acontece con él lo mismo que con el latín.

¡Oíd hablar la futura lengua internacional a un alemán y a un español, y veréis el resultado!

¡Si en Madrid suelen no entendernos a los hispanoamericanos, sobre todo la gente poco cultivada, hablando y todo como hablamos un castellano regularcito, imaginad lo que acontecerá cuando gentes de acentos, diametralmente opuestos, como un japonés y un francés, quieran entenderse en Esperanto!

El acento está en la médula de nuestra fisiología. Se aprende un idioma, pero no se aprende su acento. Sólo la práctica, no de años, sino de lustros, suele conquistarlo. Conozco mexicanos que residen hace veinte años en París y que hablan el francés como auvergnats; ¡qué más! Conozco marselleses a quienes en París difícilmente entienden diez palabras.

*  *  *

Pero, en fin, no alambiquemos la cuestión. El español que pide sampán por champagne acaba por ser servido (sobre todo si tiene un luis en la mano), y ningún joyero de la rue de la Paix deja de vender una joya porque le llamemos a ésta bisú, como he oído llamarle a muchas apreciables personas de mi raza.

El Esperanto es un intento serio de inteligencia mundial (¡qué horror de palabra!) y hay que estimularlo; no le hagamos la guerra con la acritud de Monsieur Remy de Gourmont. Más bien pongamos nuestro buen deseo en la balanza en que le ha colocado la sana voluntad de algunos hombres.

Desinteresada e imparcialmente, pues, apuntemos aquí algunos párrafos de cierto bien intencionado filólogo a propósito del V Congreso celebrado en Barcelona, y que sirve de tópico a mi informe:

«Quien haya consagrado algún tiempo al estudio del Esperanto -dice Monsieur Emile Fallek- sentirá por él gran admiración. Su principio, al menos, interesará a toda persona sensata lo bastante para que no sea hostil, o para acabar con lo que es peor que la hostilidad misma, con ese indiferentismo acerbo que así embaraza las grandes obras de progreso, como trata de obscurecer los más bellos ideales, impidiendo se desarrollen con la rapidez deseada.

»Pregúntese -añade-, por curiosidad, a los jóvenes que han aprendido una lengua extranjera, después de algunos años, si sienten cariño hacia ella; si creen que la dominan lo suficiente para sostener una conversación; hágase una estadística, y ella será tan edificante, que el lector podría predecir, sin vacilar, de qué lado caerá la balanza. Sentad después la misma cuestión a los numerosos estudiantes del Esperanto, y ya se verá la respuesta afirmativa que sale de sus bocas».

Yo creo que esta prueba a que somete el Esperanto el señor Fallek, es harto ingenua. Yo conozco gentes que han llegado a dominar el inglés o el alemán, y abundan quienes, sin dominarlos, se dan a entender en ellos. Todos éstos sienten un gran cariño por tales lenguas, lo cual se explica porque el efecto natural de un esfuerzo logrado es el entusiasmo. No veo por qué solo el Esperanto ha de producir placer e inspirar afecto a quien lo entiende. Trátase más bien de un privilegio común a las lenguas vivas.

No necesita, por cierto, la nueva lengua internacional, de argumentos -tan débiles como el anterior- para su defensa. Mostrémosla más bien como la necesidad por excelencia de la época, y acertaremos.

«La rapidez de comunicaciones (de las aéreas), acortando en cierto modo las distancias -dice también Monsieur Fallek- y atravesando las fronteras, dará ocasión a una mezcla tal de nacionalidades o idiomas, que para evitar probables confusiones será preciso hablar una lengua auxiliar que esté al alcance de todas las inteligencias».

Este sí es argumento -aunque viejo como el mundo.

En efecto, hay que aprender el Esperanto en provisión, especialmente, de que todo ser racional acabe por tener aeroplano o automóvil. Se trata de una necesidad futura, no de una necesidad actual, porque sépalo el señor Fallek: hoy por hoy la gente que usa el automóvil y que empieza a usar el aeroplano, se entiende perfectamente en francés. En Europa no hay una sola gente bien educada que no hable francés. Los hispanoamericanos, que somos viajeros por excelencia y que estamos en todas partes, nos damos a entender en francés con suma facilidad.

El problema del Esperanto es un problema para mañana y no necesita la lengua internacional que la defiendan o es necesaria o no. Si es necesaria triunfará. Si no, irá al cesto adonde fue el Volapuk y adonde van todos los bizantinismos y modas de los hombres.