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El léxico Cervantes


Hay muchos señores que se enfurruñan y molestan porque diz que en todos los empeños que se ponen para que España y sus antiguas colonias, hoy casi todas florecientes, se ayuden y entiendan mejor, hay mucho de lírico.

Esta palabra lírico los saca de sus casillas: «Los intereses son los que ligan!», afirman estos señores. Y creen con ello haber dicho todo.

Si se les pregunta qué clase de intereses, enójanse más aún.

En el fondo ellos creen que no hay en el mundo más que una clase de interés: el comercial.

Comprar y vender: he ahí el Universo; he ahí la ley y los profetas...

Yo soy tan condescendiente y conciliador, que quiero conceder por un momento a los expresados señores que no hay, en efecto, bajo el sol que nos alumbra (y si me apuran mucho en todos los mundos posibles) más que una ley, que es la de la oferta y la demanda, superior a las enunciadas por Newton (y las cuales hoy, por cierto, andan en tela de juicio). Según esta ley, lo que a nosotros los de raza española nos interesa, no son los lazos afectivos con la madre patria, sino que ella nos compre cada día más sacas de garbanzo, y nos venda, lo más barato, sus mejores vinos.

Perfectamente; pero aun considerando las relaciones hispanoamericanas desde este único e importante punto de vista, habremos de convenir en que la primera condición para comprar y vender es entendernos, y para entendernos hacemos falta los que escribimos, los poetas, los literatos, los que procuramos contribuir a que el castellano se hable de la misma manera en México que en Buenos Aires, en Madrid que en Santiago de Chile, salvo, naturalmente, los pequeños matices que no dañan a la totalidad de la lengua.

Si convienen ustedes conmigo, señores míos, en esta manera de razonar, tendrán la máxima amabilidad de otorgarnos a los antedichos poetas y escritores que trabajamos por este ideal, siquiera una modesta patente de hombres prácticos, que buena falta nos hace para trajinar por el mundo.

Y si se trata de otorgarnos esta patente pido que se le dé, de toda preferencia, a don Francisco Pleguezuelo, cuyo discurso relativo al léxico de Cervantes, pronunciado muy recientemente en la fiesta dada por la Unión Ibero Americana, en honor de las Repúblicas nuestras, con motivo de su Centenario, será el objeto de este informe.

Piensa el señor Pleguezuelo (y ya había antes hablado extensamente de ello en una conferencia) que no se debe consentir jamás, bajo ningún pretexto, que el castellano deje de ser la lengua oficial en el territorio español, y su idea es tan natural que está y ha estado siempre en los espíritus, menos, quizá, en los espíritus catalanes.

Piensa asimismo que, aunque ello parezca utopía, debiera haber, así como hay misioneros religiosos y misioneros comerciales, una especie de apostolado lingüístico. «Lo cual -dice-, después de todo, no es tan utópico, si se considera que casi siempre que se cumplen los fines más idealistas, resultan también cumplidos otros más positivos y más prácticos. Y si se tiene en cuenta, sobre todo, que quizás algo pudiera irse haciendo en este sentido con la intervención de nuestros cónsules, mediante la concesión de honores, franquicias y derechos, ya que no fueran posibles subvenciones, a todos los españoles que acreditaran hallarse consagrados en el extranjero a la enseñanza de nuestro idioma».

Piensa que podría también hacerse lo conducente a que las jóvenes españolas, fortificando el ánimo al par que la inteligencia, inundaran otros países en calidad de institutrices o profesoras, como vienen a inundar a España, y es bueno que lo hagan, las extranjeras.

Piensa otras muchas cosas; pero especialmente lo siguiente, que, es a lo que deseo referirme: que tomando España, como pueblo de origen, la iniciativa, aprovechándose como base los organismos académicos existentes y contribuyendo con exiguo sacrificio cada uno de los pueblos hermanos, se constituyera aquí, donde están el viejo solar, los viejos archivos, las raíces de la lengua, una comisión permanente, compuesta de autorizados representantes de todos los pueblos (y de España por supuesto), encargada de formar un diccionario español hispanoamericano, donde con amplio y fraternal criterio se diera entrada y sanción a cuanto pudiera merecerlo de lo antiguo y de lo nuevo, de lo de aquí y de lo de allí, sin exclusivismos ni prevenciones, sin arrogancias ni desdenes, de modo que resultara una obra tan imparcial, tan elevada y tan completa, que inspirando amor y respeto a escritores y no escritores de ambos mundos, llegara a ejercer sobre todos ellos la presión necesaria y suficiente para que el vocablo castellano saliera de todos los labios con el mismo cuño y con el brillo y consistencia y duración del oro.

«Porque bien lo sabéis -añade el señor Pleguezuelo (poniendo el dedo en la llaga)-: a pesar de tantas corrientes de mutuo amor y de recíproca admiración (en esta casa sinceras, como en pocas partes); a pesar de muchas públicas protestas, es lo cierto que todavía, en voz baja, muchos de aquí suelen desdeñar el estilo americano y muchos de allí suelen decir con gesto despectivo: «Escribe muy español».

*  *  *

Yo no sé si esto último se dice en América. Yo, en todo caso, no lo he oído decir jamás. Sé, en cambio, en cuánto se ha apreciado y tenido siempre a los grandes escritores españoles, cómo, con qué devoción se les lee; cómo, con qué devoción se les guarda.

Pero en cuanto a lo primero que afirma el señor Pleguezuelo, a saber, el desdén de algunos por el estilo americano, desgraciadamente es cierto todavía, aunque el número de los desdeñosos sea cada vez menor.

Por un desconocimiento total de nosotros, hay escritores españoles, y no de los viejos, sino de los jóvenes, como Andrés González Blanco, que piensan que en América nadie sabe escribir el castellano... que lo pensaban, rectificaré, porque estoy seguro de que él ha rectificado también su decir.

¿Pues no afirmaba, por ventura, en días pasados uno de los noveles autores, con ignorancia deliciosa, que yo era el único que en América sabía escribir el castellano? Aun cuando se trataba de tan desmesurado elogio, lo taché a las volandas en el artículo en que figuraba, destinado por cierto a la Revista Moderna, de México; llamé al autor, y gracias a innumerables revistas y libros de América que poseo, lo convencí sin esfuerzo de que hay en el nuevo Continente centenares de hombres que manejan admirablemente el castellano, con una soltura y una agilidad poco comunes; que América fue la patria de Bello, es la de Cuervo y que en ella escriben y piensan y versifican un Justo Sierra, un Federico Gamboa, un Manuel Díaz Rodríguez, un José Enrique Rodó, un Rafael Delgado, un Salvador Díaz Mirón, un Leopoldo Lugones, un Rubén Darío, un Luis G. Urbina, un Enrique Larreta (léase su admirable libro La gloria de don Ramiro, verdadero monumento de la lengua), un Jesús Urueta y tantos y tantos conocedores de la totalidad del idioma, como lo fue don Rafael Ángel de la Peña, como lo son Casasús, Salado Álvarez, Balbino Dávalos, Pedro Emilio Coll, Eduardo Wilde, ministro de la Argentina en Madrid; Juan B. Terán, argentino también; el cubano Jesús Castellanos; el peruano y clásico Ricardo Palma, etcétera, etc., etc., porque citaría cien más!

Y debo confesar, sin que ello sea modestia, porque no sólo no la tengo, sino que detesto esta antipática virtud, que yo, a pesar del generoso juicio del escritor citado, no soy de los que escriben mejor el castellano en América. Ya quisiera poseerlo como Salado, como Gamboa, como Rafael Delgado, como don Justo, como Díaz Mirón.

Yo escribo un castellano mío, que no es ni malo ni bueno; es simplemente mío, con mucho de instintivo, poco de leído y algo de estratificaciones, acaso nobles y bellas, de otros tiempos, que están en mi espíritu y duermen en mi tierra tranquila y solitaria.

*  *  *

Pero sigamos a nuestro amigo Pleguezuelo. «Es necesario -dice él- que estos apartes de si «habla muy americano o habla muy español» desaparezcan, y para ello urge que aceptemos los españoles, por nuestro lado, americanismos y que los americanos, por el suyo, acepten los que podríamos llamar hispanismos; transigiendo unos y otros en cuanto fuere necesario, seguros todos de que los puntos de transacción marcarán siempre el ancho cauce del más genuino castellano; porque órganos tan autorizados para seguir formando el lenguaje, son los hijos de los que allá fueron a conquistar y poblar el suelo americano (pensemos no más que en Andrés Bello), como los hijos y descendientes de los que aquí quedamos; y si hemos de ensanchar más la contextura política y social, preparándonos para una vida de raza superior aún a la de la nación, necesario es ensanchar también los moldes del idioma, para que todo vaya tomando proporciones atlánticas en vez de mediterráneas. Hay que aceptar giros, vocablos, acepciones, nombres de cosas que nosotros no tenemos, para que siquiera en la esfera del lenguaje lleguen a unificarse hasta la fauna, la flora y la gea de aquellos territorios y del nuestro. Con este criterio por una parte y con el de aceptar y respetar por otra raíces y modelos de la tierra hispana, habrá de formarse ese gran diccionario, proscribiendo de él todo barbarismo, todo lo superfluo y lo vicioso; aleccionando y corrigiendo de este modo a los malos escritores, que no son planta exclusiva ni del viejo ni del nuevo continente. Creando, en fin, una autoridad, una norma, una guía para todos, y un elemento poderosamente conservador de la unidad del idioma!

»Porque también me figuro -sigue diciendo el señor Pleguezuelo- que se convendrá conmigo en que los elementos que pueden integrar o representar la llamada, fuerza centrípeta, los diccionarios, son incomparablemente valiosos y eficaces, dejando siempre, a salvo, por supuesto, lo que por abreviar hemos llamado el nuevo milagro griego. No sólo sirven para depurar los idiomas, sino también para guardarlos, conservarlos, tenerlos como en estuche, protegerlos y defenderlos contra toda clase de agentes exteriores y enemigos; y a ellos acuden los que ignoran, los que dudan, los que disputan; y de ellos se saca siempre algo que sirve para evitar deformidades y extravíos. No sólo constituyen un freno para el común de las gentes, sino que también refrenan a los escritores más altivos. No son sólo un inventario: son una fuerza moral, vienen a ser un código. Y en este caso, el libro que yo imagino, hecho por autoridad sin semejante hasta ahora, con el corazón y el pensamiento puestos en el interés de una raza, podría ser para ésta no ya un código, sino una arca santa, merecedora de religioso respeto.

»Y habéis de considerar, además, que este medio en que yo insisto (de la formación internacional de un léxico), es fácil y, viable, no sólo por lo poco gravoso que económicamente habría de resultar, sino también por la especial esfera a que se refiere. ¡Cuán difícil sería hoy por hoy, cuán imposible, mejor dicho, la acción de veinte naciones en el terreno económico, político, religioso, jurídico, industrial! ¡Pero qué exenta de dificultades y qué llena, por el contrario, de atractivos en los dominios ideales del lenguaje! ¡Y habéis de considerar, por último, que esa acción común, por hoy únicamente posible en el idioma, será ejemplo y enseñanza y sugestión y costumbre y acicate para otras acciones simultáneas, conjuntas, paralelas, correspondientes al interés solidario de la raza y a ese vago ideal que todos acariciamos, de formas superiores de asociación humana.

»Aunque para concluir no lo dijera, bien se comprende que son dos las ideas principales que yo me he propuesto llevar a vuestro ánimo: la de que la formación internacional de un léxico sería el medio más adecuado para procurar el bien y prosperidad de nuestro idioma y la de que procurar esto constituye un alto deber, atendiendo al todo a que pertenecemos, de manera que nuestro natural egoísmo resulta económico y conforme con el interés general humano; punto de vista que centuplica la energía para el cumplimiento del deber, y punto de vista que no es exagerado, como bien claramente lo demuestra el hecho (ya que mis argumentos no hubieran tenido tal virtud) de que en importantes publicaciones y sociedades de los Estados Unidos, de un pueblo que habla inglés, abóguese, como abogan, férvida y elocuentemente, por el establecimiento del español como lengua internacional. Hecho al que puede añadirse el de su enseñanza oficial en Francia y hasta en el apartado Japón... ¡Como si los extranjeros quisieran consolarnos de domésticos extravíos!».

*  *  *

Es claro que la idea del señor Pleguezuelo vibró simpáticamente en el corazón del auditorio. Todos sentimos en estos momentos la necesidad de defender el común patrimonio de la lengua. Los argentinos mismos, cuyo desvío por ella era conocido hasta hace poco, ahora, llenos de entusiasmo, con motivo de la visita de la infanta Isabel, convienen en hacer todo lo posible por purificar y guardar el precioso depósito.

En España uno de los comentarios favorables al señor Pleguezuelo ha sido el del conocido poeta y periodista Cristóbal de Castro.

Helo aquí, ya que mi informe debe tender a ilustrar cuanto sea posible la cuestión, con dictámenes avisados:

«En el local de la Unión Iberoamericana, donde tanto orador meloso y tanto poeta cursi contribuyeron a que el tópico de «estrechar los lazos» haya dado la forma del ridículo, sonó por fin la voz discreta.

»El señor Pleguezuelo pide la formación de un diccionario hispanoamericano, bajo la advocación gloriosa de Cervantes.

»Veinte naciones hablan hoy el idioma del Quijote, el idioma es el vínculo espiritual más puro, y, por lo tanto, más duradero; las fronteras se ensanchan o se acortan; los ejércitos vencen o son vencidos; tal río, que hace años era del Paraguay, hoy pertenece a la Argentina; tal pabellón, que ayer tenía escudo real, tiene hoy el simbolismo republicano de un águila o de un sol. Las naciones geográficas dependen de una guerra o de un tratado; las naciones espirituales tienen la permanencia secular de su habla. El idioma, como el espíritu, goza soberanías sobrehumanas.

»En la floresta de homenajes nacida al centenario, de la Argentina, destácase el proyecto del diccionario, con la robusta sencillez de un roble. Todo el talco de las poesías y de los discursos caerá ante el paso de las horas; todas las recepciones y asambleas perecerán, efímeras y gárrulas; pero si el diccionario se hace, quedará patriarcal y santo, túmulo secular de varias razas, arca de la alianza de veinte pueblos.

»El lenguaje, como el espíritu, necesita comercio y renovación. Incorporando al casticismo hispano las voces juveniles de pueblos jóvenes, se ensanchará el idioma, como el mar con la ofrenda de los ríos, y quedará inmutable en sus esencias, como el padre océano, patriarca que, acogiendo de tantos manantiales aguas tan variadas y diferentes, las santifica en su unidad potente, infundiéndolas el respiro de su alma.

»Además, este diccionario tendrá como un nuevo conquistador, el avance de ejércitos invasores. Italia, Francia e Inglaterra son voraces en la irrupción americana, y no contentas con arrebatarnos la geografía comercial y diplomática, avanzan, con facundia rastaquoère, por las fronteras del idioma con sus ejércitos de libros, de teatros y de periódicos. En México, y en la Argentina sobre todo, los emigrantes italianos y franceses, juntamente con los autores y los cómicos de sus países respectivos, destacan ya insolentes avanzadas; argentinos y mexicanos mezclan a la pureza de Cervantes voces extranjerizas y modismos anárquicos. La jerga emigratoria mancha con sus canturrias de aluvión el ritmo de Quevedo y de Solís.

»El diccionario, pues, debe aprestarse en plazo corto y lanzarse a los mares tras de las carabelas de los Pinzones. La sombra de Cervantes le será propicia, y las veinte naciones que han de anidar en él, las veinte palomas de sus almas sentirán el calor del nido, arrullándose con el mismo arrullo hispano. Y Andrés Bello surgirá, filólogo y poeta, y Palma, con sus Tradiciones peruanas, y Argüello, con su Ojo y alma, y Peza, ingenuo y creyente, y Díaz Mirón, frondoso y exaltado, y Acuña, y Mármol, y Tablada, y Pimentel, y Altamirano, y el duque «Job», aplaudirán en la «región luciente» el desfile de estos modernos capitanes que se llaman Leopoldo Lugones y Rubén Darío, Amado Nervo y César Dominici, Icaza y Ocantos, Gómez Carrillo y Manuel Ugarte, a los cuales habrá que señalar la avanzada de honor en este diccionario-mausoleo.-Cristóbal de Castro».

*  *  *

Otros se dicen en cambio: si existe el Diccionario de la Academia, que periódicamente adopta los americanismos oportunos, ¿a qué un nuevo diccionario?

El Diccionario de la Academia, podríamos contestar, es una autoridad puramente española, y se trata de una autoridad, así como de una colaboración y una amplitud hispanoamericanas.

Se trata de una contribución unánime de la raza, que ahora no existe; se trata de que presida a la fijación del léxico un criterio más liberal y más amplio que el de ahora; se trata de utilizar la autoridad de los grandes filólogos americanos, que no están todos en las academias correspondientes.

Se trata... pero como yo no soy el autor del proyecto, no me compete defenderlo. Era simplemente mi misión informar acerca de él, como lo hago.

Al señor Pleguezuelo toca responder a las objeciones. Yo he cumplido mi misión.