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El movimiento intelectual en Madrid


Opiniones literarias


El año pasado fue elegido -para empezar a funcionar éste- secretario primero de la Sección de Literatura del Ateneo Científico, Artístico y Literario de Madrid, el joven escritor Bernardo G. de Candamo.

El reglamento del Ateneo exige, según parece, que el secretario primero de cada sección lea algún trabajo, y el señor Candamo, sometiéndose a este canon, escribió con el título de «Opiniones literarias» algunas notas bastante nutridas y sugestivas sobre los dos últimos períodos de la mentalidad literaria en España: el período de decadencia absoluta que siguió a los Alarcón, Campoamor, Núñez de Arce, doña Emilia (en algunas de sus obras), Valera, Bécquer, etc., y el período actual en que se nota un renacimiento de originalidad, de entusiasmo, de fuerza y de vida, y en el cual sobresalen, como figuras de cierto considerable relieve, Jacinto Benavente en el teatro, Pío Baroja en la novela, Unamuno y el malogrado Ángel Ganivet en la especulación filosófica, Martínez Ruiz en la ironía (estilo Sterne o Carlyle o Hackevay o algo de cada uno) y Francisco Villaespesa, Manuel Machado (buen instrumentador) y el sereno y robusto Eduardo Marquina, en la lírica.

Es también costumbre, a lo que parece, que el trabajo presentado por el secretario de cada una de las secciones sea discutido por los ateneístas, libremente, sin más requisito que el de pedir la palabra (privilegio que tiene sus inconvenientes cuando se trata de juveniles, turbulentos y exaltados espíritus latinos, que todo es uno), y las «Opiniones literarias» del señor Candamo han sido acaloradamente rebatidas o cálidamente defendidas durante algún tiempo -y lo son aún-, constituyendo esta discusión la actualidad intelectual por excelencia en España durante los meses de Enero y Febrero (continúa el debate en Marzo) y mereciendo, por tanto, que me ocupe en ella al redactar mi informe de este mes de Febrero, pues nada más a propósito para reflejar el estado de la que pudiéramos llamar «cuestión literaria» y que es y seguirá siendo la cuestión palpitante en la capital ibérica.

Voy, pues, a hablar primero de las «Opiniones literarias» del señor Candamo, y después, de la fisonomía del debate que se continúa todos los martes por la noche en el Ateneo, al cual he asistido con cierta asiduidad y en el que se han ejercitado todos o casi todos los muchachos que aprenden a pensar en Madrid.

El señor Candamo empieza por una definición, delicada y bella: «Es el arte la más fuerte, la más honda manifestación de la vida: es como una resultante de la vida misma», dice. Luego nos recuerda las dos clases de hombres destinados a seguir caminos diversos, de que nos habla Musset en sus páginas sobre las maravillosas memorias de Casanova.

Estos hombres que van por diversos caminos son extraños entre sí y se miran con el más absoluto desdén. Marchan unos por cierta y determinada senda rectilínea, con paso lento y metódico, casi maquinal, sometidos a órdenes, reglamentos y liturgias, a la ley inexorable de castas y categorías: son los religiosos, los juristas, algunos militares acaso; todos cuantos a lo largo del tiempo han dado vida a esa cosa muerta que se llama escalafón. Son fríos, apacibles. No hay en sus movimientos brusquedad alguna. Ni un grito, ni un gesto, ni una palabra desentonada.

Cuidan de conservar su energía inútil, y estas fuerzas inejercitadas los vuelven luego gordos y mansos, y ponen en sus rostros esa suave sonrisa beatífica de hombres satisfechos que hemos visto en algunas caricaturas, en algunos retratos, en los rostros de algunos señores amigos nuestros.

La otra senda no es una senda trazada y recorrida: es la tierra. En carrera loca, desenfrenada, pasan unos hombres valientes. Es el suyo andar ilógico y descompasado. Hombres capaces de vivir con intensidad, se dejan arrastar por la vida misma y van y vienen y tornan a ir, irreflexivos, incomprensibles, como una pluma arrebatada por el viento y que se entrega a su merced.

Y aquí, entre estos hombres, sonríe maquiavélico Casanova y yerguen en el aire diáfano el esplendor acerino de las espadas nuestros viejos conquistadores, nuestros guerreros de antaño. Y Rodrigo de Vivar blande su tizona en una actitud gallarda y grandiosamente épica. Pasan así el Aretino, que muere de risa, y el socarrón de Rabelais y Benvenuto Cellini, el perverso, y Miguel de Cervantes, y el fuerte, el intensísimo vividor que fue Lope de Vega. Son los creadores, los artistas. Son así los hombres capaces de todas las heroicidades, de todas las locuras, de todas las noblezas.

En la complejidad de sus espíritus laten anhelos místicos y ansias amorosas, y afanes de posesión e instintos de generosidad, y como el «hidalgo de un tiempo indefinido» retratado en un firme grabado lírico por ese forjador de bellos versos, Rubén Darío, tienen:

Sangrientos labios dignos florecidos de anécdotas en cien Decamerones.

El lema de su escudo ideal se cifra en esta fórmula: ¡Vivir!

Estos hombres inadaptables son como los «sabios mal educados» de que nos habla el infatigable creador Pío Cid «que no siguen las reglas usuales, sino que piensan o manipulan a su antojo y así revelan su originalidad, sacan a la luz nuevos hechos ocultos, inventan».

¿Hay en España artistas de éstos que, si vale la frase, no caben en los moldes simétricos de la mediocridad habitual? Muy pocos, según el señor Candamo, aun cuando la actual decadencia de la literatura española «tiene unos vagos vislumbres de renacimiento».

Los viejos de España no entienden ni gustan de la obra de los jóvenes. Ellos no comprenden, según el señor Candamo (quien sorprende un diálogo entre dos), más que «los nobles endecasílabos sonoros, heroicos de antaño, el suave octosílabo, la quintilla de las largas tiradas dramáticas, único rival posible de la décima, cuando se intentaba hacer venir a abajo los teatros de provincia, llenos de ese buen público que invade los coliseos de Vetusta o Lancia en las novelas de Leopoldo Alas y de Armando Palacio Valdés».

Como se ve, el señor Candamo (joven habría de ser) siente un reflejo de esas indignaciones líricas formidables que hará quince años sentían en Francia las nuevas escuelas contra «las momias», muy especialmente académicas, y ¡ay! nosotros creímos también de buen tono sentir en México, hace algún tiempo, indignaciones que sugerían a un poeta francés de los nuevos que se hiciese con los viejos lo que con ellos hacen algunos indígenas del archipiélago malayo: subirlos a un árbol y sacudirlos fuertemente. Los que tuviesen bastante fuerza en los músculos para mantenerse entre las ramas serían dignos de vivir, los otros serían devorados.

Quién sabe si acá para inter nos esto nos pasará a los que ahora escribimos, a los que ahora son jóvenes o todavía somos jóvenes, inclusive al señor Candamo, dentro de algunos años. ¡Se envejece tan pronto! ¡Y los que vienen detrás solicitan con tal impaciencia su puesto en la vida!

Los viejos no son más que ex jóvenes que hicieron su revolución y crearon y pensaron y amaron. Tenían una porción de camino que recorrer y lo recorrieron. ¿Por qué habían de aventurarse por el camino nuestro? ¿Por qué habrían de gustar de lo que nosotros hacemos? Hicieron su obra, cumplieron su misión, empujaron al universo hacia adelante el paso que les correspondía, y ahora confinan en el castillo de sus viejos ideales su espíritu aterido... como haremos nosotros, como hará el señor Candamo dentro de algún tiempo.

Cierto que hay ancianos que en bella comunión y en conciliatorio consorcio de ideales juntas sus cabellos blancos con nuestros cabellos negros. Pero éstos son seres excepcionales que sobreviven a su época, amando y comprendiendo la época nueva. No pretendáis encontrarlos en cada recodo de la vida. Son como las perlas negras, raros y preciosos.

El señor Candamo analiza en seguida la asenderada cuestión del arte aristocrático y del arte popular. No hay más que dos públicos: la aristocracia del pensamiento y el pueblo. «Los espíritus cultos tienen sus poetas de Homero a Rubén Darío (el señor Candamo olvida que Homero [o el conjunto de los cantos homéricos] fue esencialmente popular); sus dramaturgos de Aristófanes a Jacinto Benavente (hay, sin embargo, entre los dos una ligera diferencia)». «El pueblo, sigue diciendo, tiene sus coplas, sus romances y sus cuentos: son los cantares de amor, de sangre y de muerte en Andalucía; las jotas rudas en Aragón, y en Asturias y en Galicia dulces melopeyas, nostálgicas y misteriosas, como sus paisajes y como su cielo. En cambio, la burguesía lee a... Jorge Ohnet, López Bago, Pérez Escrich...».

Una y otra literatura son indispensables.

«Es necesario que los pobres de espíritu tengan también su ideal», ha dicho un escritor francés.

Convenido. Pero entonces, ¿por qué indignarse contra quienes no cultivan el arte aristocrático? ¿Por qué indignarse contra los que ensanchan su copa, a fin de que en ella beban muchas bocas?

Yo escribo para los menos: el señor Guerra Junqueiro, de Portugal, a quien Candamo con justicia llama alto poeta, escribe para los más; ¿quién es más artista, quién crea más belleza, quién produce más emoción de los dos?

¡Ah! señor de Candamo, debo confesar humildemente que el señor Guerra Junqueiro, el cual se acerca a ese ideal a que ha solido llegar el inmenso Maeterlinck, a ese ideal que pudiéramos llamar evangélico: reunir en la misma página tuétano de león para los fuertes y tuétano de lechón para los débiles, néctar para los olímpicos y miel virgen para los simplemente humanos. ¿Cómo se consigue esto? Pues muy sencillamente. El señor Candamo mismo ha encontrado, con su claro talento, el secreto, y este secreto es admirable por su sencillez:

«El secreto está en la humildad, en la humildad que crea religiones, en la humildad que hace al seráfico Francisco de Asís escribir por vez primera en idioma italiano para que el pueblo comprenda su fragante himno de bien aventuranzas por el hermano sol, por la hermana agua, por los hermanos pájaros y por nuestra hermana la muerte. A la amorosa humildad se debe esa plegaria de color y de luz, que es la anunciación de Fra Angélico. Ella dio vida a los versos de Francis Jammes1 e inspiró la dulcedumbre de unos cantos compuestos en portugués por Guerra Junqueiro. Y la humildad de los antiguos maestros castellanos ostenta en el tesoro de la mística todo el orgullo de su lujuriante florecer». Estamos, íntimamente, absolutamente, de acuerdo el señor Candamo y yo en estas bellas apreciaciones, en estas nobles y clarividentes palabras que constituyen el meollo de su trabajo.

Ese es el secreto, el divino secreto: la humildad y, añado yo, la alegría en la producción, esa santa alegría que nos identifica con todas las modalidades del Universo, ya sean hostiles, ya sean amables, esa serena alegría de Marco Aurelio y de San Francisco.

Al precepto de D'Annunzio: Creare con goia, deberíamos añadir: y con humildad!

Pero he aquí, señor Candamo, el verdadero escollo. No hay casi poeta que no se encarame a la trípode para escribir, o que no comience por desempeñar para continuar por producir, o que no pretenda saberlo todo, o que no llame filisteos a quienes no gustan de sus versos... o que, en fin, no esté henchido, empapado, compenetrado, saturado de su yo... convirtiéndose, más que en el sencillo y blanco sacerdote de la naturaleza, en el engreído y solícito administrador de su pequeño renombre. Yo conozco a muchos poetas así de América: ¿qué, el señor Candamo no conoce a muchos poetas así en España?

Cierto, sin humildad no se puede ser gran poeta, porque el alma íntima y radiante de las cosas no se comunica más que a los humildes.

Sin humildad no se puede hacer arte moderno. Porque como dice muy bien el señor Candamo, «el arte moderno no quiere ser elocuente ni oratorio. No va en pos de las muchedumbres para hacerlas estremecerse a sus gritos épicos. Sólo anhela llegar al corazón de los hombres sencillos e inteligentes de una manera humilde y natural, con la magnífica naturalidad de una puesta de sol o de un amanecer riente. A esos hombres va el arte en toda su pureza, alegra su espíritu y arranca destellos de ideas y de su tesoro interior».

Esto de la humildad en el arte lo admito y lo apadrina también, con convicción, Manuel Urbano, cuya épica, o más bien escolio y comento al trabajo del señor Candamo, ha sido hasta ahora de lo poco apreciable y digno de tomarse en cuenta entre lo muchísimo que se ha dicho y sigue diciéndose en el Ateneo durante las noches de los martes, bajo la presidencia de Carlos Fernández Shaw, espíritu noble, ponderado y fino, y con asistencia de toda la juventud literaria española, que campa por sus respetos en Madrid.

Porque, como siempre ocurre en estos casos, se ha dicho mucho, pero se ha aprovechado poco. Aquella bandada de muchachos agitados y nerviosos, ha asido por los cabellos la oportunidad de hablar y cada uno ha dicho del arte lo mucho que siente... y lo poco que entiende.

Desgraciadamente, la discusión no se ha mantenido en el terreno ideológico y frecuentemente el debate, vuelto personal, ha llegado a la acritud y aun al insulto. Hay ateneístas de veinte años que querrían comerse crudo a Grilo, por ejemplo.

¿Por qué Grilo ha de llegar a ser hasta académico, cuando España olvida a Ganivet y apenas lee al maestro Unamuno, a ese maestro Unamuno que ha probado que «todo es nuevo bajo el sol», que halla que la vida es plenitudo plenitudinis et omnia plenitudo y que saca el oro de la originalidad de la escoria de las ideas ambientes, quizá porque -volveré a citar a Candamo- «en arte, cuando un hombre habla, poniendo el espíritu en cada palabra, realiza siempre una obra incomparable, que no repite jamás ninguna anteriormente realizada?».

La Academia es el coco de estos muchachos agitados.

-¡Vengo -decía uno de ellos la otra noche, cierto jovencito que promete mucho por cierto, y que se apellida como yo me llamo: Amado- vengo a denigrar y a vilipendiar a algunos académicos!

-¡Mientras yo sea presidente de esta sección -ha replicado inmediatamente el señor Fernández Shaw con mucha oportunidad y tino- aquí no se vilipendiará, no se denigrará a nadie!

Cierto, de esta prolongada discusión de las «Opiniones literarias» del señor Candamo -¡ay! como de otras muchas discusiones- no surgirá la luz. Pero es consolador y vivificante ver el entusiasmo de la nueva pollada literaria, para discutir o apologizar a sus maestros y antecesores.

Hay en esos discursos, incorrectos y a veces incendiarios, súbitas revelaciones de talentos futuros y pruebas alentadoras de que la juventud literaria de España -al revés de muchos de los de la pelea pasada- lee, lee bastante, aun cuando a veces se lo indigesten las lecturas, y tiene arrestos, vigor y savia.

Yo no puedo menos que regocijarme de esto porque adoro al sol hasta cuando me quema, al viento hasta cuando me derriba, y a la juventud hasta cuando me ataca.