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Arriba- XLV -

Uniformidad de léxico


Una casa editora de París está trabajando en firme para posesionarse por completo del comercio de libros españoles en América, y como pudiera tachársele su extranjerismo, despliega cierto celo por el idioma, digno de tenerse en cuenta.

Desde luego pretendo nada menos que esto: uniformar nuestra manera de hablar en América y en España.

Para ello, y en cuanto topa con un vocablo regional, lo suprime sin piedad, a menos que se trate de regionalismos aceptados por la Academia.

Las frases citadas en idioma extranjero no alcanzan tampoco misericordia. Hay que buscarles su equivalente: ¿Que no lo tienen? Pues se les busca a pesar de todo. ¡Deben tenerlo! ¿Qué es eso de que en castellano no haya palabras para traducir las francesas?

-¿Pero y el matiz? -protestan los escritores susceptibles-. ¿No comprende usted que esta palabra española no tiene el mismo matiz que la francesa?

-¡Véngame a mí con matices! Aquí no estamos en una tintorería, sino en una casa editora. El matiz, que se lo lleve el diablo -responde el irascible editor.

En un libro mío decía yo, por ejemplo, burla burlando, que la vaca era un animal demasiado burgués, demasiado pot-au-feu buscando justamente en el calificativo francés el equívoco, necesariamente, cómico, a que da lugar lo pot-au-feu, tratándose de una vaca...

Pero fueron implacables y me tradujeron el pot-au-feu por la palabra... casero. La vaca resultaba por tanto muy casera... ¡la pobre que jamás ha tenido casa!

Sin embargo, no pretendo reír del intento.

Quienes lo abrigan dicen que es preciso que todo lo que en ese caso se publique vaya de acuerdo con el diccionario de la Academia, y esto lo encuentro yo muy razonable, no porque el diccionario de la Academia valga gran cosa, que todos sabemos lo contrario, sino porque, malo como es, constituye de todas suertes algo como el Código oficial del idioma. Si se quiere una pauta, hay que atenerse a él, ya que para huir de la anarquía hemos de acatarlo.

Pero, digo yo, ¿qué va a hacerse con dos clases de palabras: los regionalismos que expresan algo que no tiene expresión adecuada en España y los nombres técnicos de nuevos inventos? Respecto de los regionalismos, nunca ha sido vitando usarlos en el caso indicado arriba, ni a nadie se le ha ocurrido criticárselos a los buenos autores españoles, no obstante que hay algunos tan peculiares, que saliendo de la comarca donde se usan no los entiende ni Dios Padre.

Justamente don Marcelino Menéndez Pelayo, hablando de don José María de Pereda en su discurso leído el 23 de enero pasado, en el acto de la inauguración del monumento al ilustre escritor, dice: «Sus libros son tan locales, que para los españoles mismos necesitan glosario».

¿Es esto loable porque se trata de un Pereda y reprobable cuando se trata de un hispanoamericano?

Ya se ve que esa frondosidad del idioma, pródiga en vocablos, no puede menos que dañar a la limpidez del estilo, pero no es ésta una razón para condenar los giros regionales. Será razón para que el autor no los use sin necesidad.

Cuando es necesario, no sólo por lo que expresa, sino por la fisonomía especial que da a descripciones locales tan bellas y bien logradas como las que se encuentran en las mejores novelas mexicanas (La Parcela, La Calandria, La Bola, etc.), ¿qué se va a hacer sino acatar y aplaudir el regionalismo?

Claro que la tendencia de cada país ha de ser repudiar los vocablos especiales de los otros países; pero si la Academia Española fuere menos perezosa, ya se encargaría eficazmente de ir adoptando los regionalismos que no tienen sus análogos en castellano y de rechazar los demás.

Esto lo hace la Academia con extremada flema y languidez y tan de tarde, que su labor resulta inoportuna.

Pero su lentitud es más censurable todavía cuando se trata de los términos científicos que designan nuevos inventos.

Preguntaba yo al corrector de la casa editora a que he venido refiriéndome:

-Y si se encuentra usted una palabra referente a las nuevas máquinas, a los aeroplanos, por ejemplo, ¿también la suprime usted porque no está en el diccionario?

-No, señor.

-Entonces tiene usted que buscarle una designación castellana.

-Sí, señor.

-¿Y si esa designación no cuadra al vecino de enfrente?

-Que él invente otra.

-¿Y la uniformidad, en qué queda?

-¡Ah! Señor mío, hay que encontrar un verbo adecuado para eso que hacen los aeroplanos cuando... cuando... permítame usted el barbarismo, cuando planean.

-Yo pondría uno: planivolar.

-Planivolar... perfectamente, muy bonito, me gusta la mar... ¡Lástima que no tenga usted ni la autoridad ni la publicidad suficientes para imponerlo!

-¡Qué le vamos a hacer!

-A mí se me ocurriría que la Academia tuviese una comisión activa, destinada a castellanizar, luego de aparecidas, las palabras nuevas que por fuerza tenemos que usar, como estas que se refieren a vehículos, a máquinas, a utensilios indispensables.

-Excelente idea.

-De esta suerte la gente sabría a qué atenerse desde luego, porque se entiende que la tal comisión daría a sus ukases lingüísticos la necesaria publicidad.

Hay muchos bien intencionados, deseosos de vivir en paz con el idioma, los cuales adoptarían inmediatamente todo vocablo castizo o castellanizado que se le diese en lugar de un extranjerismo. Pero los míseros generalmente no saben cómo llamar en cristiano viejo las cosas, y como tienen que decirlas de cualquier modo, las dicen como las oyen, eso sí, santiguándose escandalizados:

-...¿No encuentra usted que una comisión así sería más útil en las Academias que todas las nimiedades filológicas en que se pasan el tiempo los inmortales?

-¡Ya lo creo!

-Pues sugiera usted que se nombre, si se quiere uniformar el idioma, porque de otra suerte, a fuerza de injertos extranjeros, hechos inconsideradamente por escritores y traductores ignorantes, en vez de una lengua y noble como la que tenemos, nos vamos a encontrar un día de éstos con tantos dialectos como países hablaban el castellano.