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La mirada interior: espacios en «De sobremesa»

Consuelo Triviño Anzola






El espacio como generador de conflicto

La experiencia urbana del artista ha aportado a la literatura poderosas metáforas espaciales que refieren la búsqueda de un espacio interior proyectado sobre el entorno. El poeta de finales del siglo XIX caminaba por las calles de París, no sólo en busca de gemas raras, de antigüedades, de perfumes, porcelanas chinas y delicados bibelots, también iba recibiendo impresiones que alteraban su imagen del mundo, a la vez que le permitían percibir asociaciones y formas sorprendentes. Pero esa búsqueda del artista también resumía su necesidad de hallar el lugar de la escritura. De modo que, en muchos casos podemos apreciar cómo la relación con el espacio va íntimamente unida al proceso creador.

Silva, como Gómez Carrillo o Blest Gana, se pasearon por un París burgués que les ofrecía una ilusión de modernidad y ávidamente consumían esa cultura que se exponía en teatros, museos y galerías, escaparates, restaurantes, cafés y calles. La ciudad, como puede apreciarse en la novela modernista, por un lado, satisfacía al artista en su búsqueda y por otro, dejaba sensación de vacío, angustia, deseos de huir y necesidad de encontrar un refugio en el interior.

Este recorrido de la conciencia que se proyecta en el espacio exterior y al mismo tiempo se refugia en el interior puede apreciarse en De sobremesa, del colombiano José Asunción Silva. Nos interesa en este sentido abordar espacio entendido no como la copia de una determinada geografía, sino como una variante de ese sistema de relaciones que traza los rasgos de la cartografía urbana configurando la imagen del mundo. Entendemos que el espacio en la obra literaria, como lo plantea Yuri Lotman, no es la copia de un sistema: «se forma a partir de realizaciones significantes y de no realizaciones significantes de sus exigencias»1. Así, la estructura espacial de un texto artístico presenta una variante del sistema general y, en cierto modo, entra en conflicto con esa variante.

En De sobremesa es notable esa proyección del ser que huye de sí mismo, perdiéndose en calles laberínticas y vuelve a los recintos interiores en busca de recogimiento. Así el narrador asimila el espacio en dos sentidos: el adentro y el afuera, ofreciéndonos una gran riqueza de imágenes espaciales para significar su estado de ánimo. La mirada de José Fernández se proyecta hacia el adentro, en salones donde se recogen artistas y bohemios en busca de sensaciones, donde se habla de arte y literatura o se concibe la utopía de un mundo hecho a la medida de unos ideales, donde, además, la escritura encuentra su lugar.

El espacio cerrado, por lo general, suele interpretarse en los textos a través de diversas imágenes cotidianas como casas, ciudades, patrias, etc., y se le asignan determinados atributos: cálido, femenino, natal, seguro. Su opuesto es el exterior, lo abierto, cuyos rasgos pueden ser: hostil, masculino, ajeno, frío, etc. También son posibles las interpretaciones contrarias, como veremos en la novela. En este caso el rasgo topológico fundamental del espacio es el límite que divide el espacio del texto en dos subespacios: adentro y afuera, la casa y la calle, la ciudad natal, las ciudades europeas.

Indepedientemente del lugar en el que se encuentra, Fernández entra en contradicción con el espacio que lo acoge y a la vez lo arroja al vacío, que le permite escribir y soñar, pero también lo aleja de la escritura. En De sobremesa, al decir de Aníbal González, la angustia de Fernández es «su búsqueda de orden de sentido para la historia, [que] lo conduce a refugiarse en el interior, en la intimidad que es donde lo encontramos al principio de la novela, en el relato liminar»2. En la penumbra de las habitaciones vive como un convaleciente. Allí puede analizar las sensaciones que le llegan del exterior, y dialogar con unos pocos amigos escogidos, al estilo de la intelectualidad europea finisecular, que busca en el interior la posibilidad de realizar sus más altas aspiraciones de belleza.

Fernández, al decir de Aníbal González, es la alegoría del intelectual hispanoamericano tras la búsqueda de un principio trascendente que le permita atisbar la dirección del devenir histórico y huir del interior. Así abandona sus planes de transformar la sociedad a la que pertenece y se dedica al culto a la mujer amada, es decir, al ideal estético, al arte, a la escritura.




Adentro, las casas, los salones, las habitaciones

Las primeras páginas de la novela nos describen el salón de una casa aristocrática donde se encuentran tres jóvenes adormilados por el borgoña. La decoración evoca el ambiente europeo en el que vivió el protagonista: la lámpara de gasa y encajes, la carpeta de terciopelo carmesí, los tonos de la alfombra, los tapices y las colgaduras en púrpura; contra la pared roja, cubierta con un opaco tapiz de lana, las espadas de acero de puños cincelados, cruzadas en panoplia sobre una rodela, la copia de un Rembrandt, el candelabro de bronce, etc., como si Fernández hubiera querido trasladar un trozo de París hasta su lugar de origen.

Y, efectivamente, la aristocracia bogotana, compuesta por comerciantes -clase a la que Silva pertenecía- modifica el gusto de la época en ese fin de siglo, renovando el interior de las modestas viviendas. Según Alberto Saldarriaga Roa, el escenario urbano de Bogotá a finales del siglo XIX era una mezcla de distintas formas de nostalgia y de precariedad que se reflejaba en la imposibilidad de culminar las obras del Capitolio Nacional, llamado entonces «enfermo de piedra». Pero, al mismo tiempo, «la aristocracia y la pequeña burguesía locales iniciaban entonces el reconocimiento de su propia identidad social y, por tanto, iniciaban también el proceso de su ostentación»3. La ruina del negocio de Silva, tras la muerte del padre, se debe en parte a su afición a importar mercancías de lujo que tenían poca salida. El lujo, al decir de Saldarriaga Roa era una manera de desquitarse del aislamiento y de la lejanía del mundo «civilizado», un arma para olvidar un pasado colonial que enarbolaba títulos y abolengos dudosos.

La casa de los Silva que no escapó a esas transformaciones es descrita así por Emilio Cuervo Márquez: «... Aún veo el amplio cuarto de estudio. Discreta luz, mullida alfombra, un diván de seda roja. Contra los muros, anaqueles con libros. Al frente una reproducción de arte de la Primavera de Boticelli. En el centro, el amplio escritorio, sobre el cual se veían algunos bronces, el balde de tafilete rojo con el monograma en oro del poeta, revistas extranjeras»4, un decorado cuyos detalles dan cuenta de la índole de su refinado habitante.

Del mismo modo, en la novela Silva nos ofrece una singular mirada del salón donde el protagonista lee a sus contertulios el diario. García Márquez en su prólogo de la obra destaca la descripción cinematográfica de esa primera escena, que va descubriendo poco a poco una sala en penumbra «donde algo está a punto de ocurrir»: «El método narrativo de Silva, desde las primeras páginas de su libro -y a diferencia de cualquier novela anterior- hace pensar [nos dice] en una influencia imposible: el cine»5. Primero la lámpara y los objetos, luego una mano de hombre que se abalanza sobre el terciopelo de la carpeta, frota una cerilla y enciende seis bujías, aumentando la luz y haciendo visible el grupo de amigos.




El interior y la escritura

Lo que va a ocurrir en esa confortable estancia es una revelación, un hallazgo extraordinario, el producto de la búsqueda espiritual de un artista, el milagro de la creación poética que se materializa en la novela. Como vemos a lo largo del diario, José Fernández teje una urdimbre en la que escritura, vida y arte se confunden, donde la fuerza de una visión es más poderosa que una presencia física.

De sobremesa resume la búsqueda del artista hispanoamericano en dos sentidos, la persecución de la imagen de una ciudad que ha soñado, como Julián del Casal, y que quiere hacer suya a través de los sentidos, y la búsqueda del lugar de la escritura que encarna toda aventura poética. Por eso no es de ninguna manera gratuita la discusión con los amigos que censuran la vida que lleva porque lo aleja de sus deberes de poeta.

Las correspondencias entre A rebours y la novela de Silva, la semejanza entre Des Esseintes y José Fernández, han sido ampliamente estudiadas, por lo que no merece la pena subrayarlas, sólo recordar que la configuración literaria de la ciudad en las últimas décadas del siglo XIX se inspira en modelos tomados de Huysmans que se refieren a un París expansivo en manos de una burguesía ostentosa y frívola.

Al comienzo de la novela, la relación conflictiva con el espacio nos es presentada a través de Oscar Sanz, el médico, que choca con los refinamientos de la casa: el comedor iluminado por treinta bujías diáfanas, perfumado por las flores raras que cubren la mesa y desbordan los jarrones de cristal de murano, las porcelanas, la platería, los manjares delicados, los burdeos, los borgoñas, etc. Este lujo contrasta con la miseria, el desaseo, los olores repugnantes, la descomposición y muerte de los hospitales donde ve agonizar tantos enfermos incurables. Pero lo que le echa en cara a Fernández es haber pasado dos años sin escribir una línea.

Igualmente se le cuestiona su participación en guerras en las que no cree, su afición a cultivar flores raras y a seducir mujeres frívolas, sus excursiones por apartadas zonas del país, su pasión por la antropología y la prehistoria, actividades que según los amigos matan lo mejor de su ser, su vocación y alma de poeta. Fernández se defiende alegando que necesita día a día sensaciones más intensas y delicadas, por lo que no puede ocuparse de hacer versos. Pero Sanz insiste en que todo esto se debe a la casa, a ese ambiente que lo aísla de «la vida real»: «¿Quieres saber qué es lo que no te deja escribir? El lujo enervante, el confort refinado de esta casa con sus enormes jardines llenos de flores y poblados de estatuas, su parque centenario, su invernáculo donde crecen, como en la atmósfera envenenada de los bosques nativos las más singulares especies de la flora tropical»6. Todo ello, a juicio del médico, corrompe la sensibilidad del artista. En definitiva, la vida que encierra esa casa, los vicios a los que se entrega su extravagante propietario, al que compara con una cortesana histérica, son un obstáculo para la creación.




El interior y la enfermedad

Pero el interior también puede ser un confortable refugio cuando acecha la muerte, como puede ocurrir en la habitación de un enfermo, una noche de invierno en París, mucho más si ese enfermo es un artista decadente. Y es que después de pasear con el horror por las calles hostiles que le recuerdan la imposibilidad de alcanzar su sueño, José Fernández se encuentra en el lecho agonizante. Silva, amante de los tonos grises, de los contrastes entre el blanco y el negro, nos muestra una escena digna de Poe: «Sobre la mesa cercana a mi lecho ardía un cirio al pie de un Cristo. La luz tétrica de la madrugada se filtraba por los calados de los balcones»7. Entre la vida y la muerte, el enfermo, más complacido que apesadumbrado por la estética del lugar, vislumbra en el hospital el vestido blanco y negro de una hermana de la caridad cuya nívea corneta le recuerda a una garza con las alas abiertas, imagen que a su vez evoca el recuerdo de los pantanos de su tierra natal.

La enfermedad del artista suele estar relacionada con el proceso creador y el personaje de Silva se encuentra atrapado entre dos impulsos: sentir o escribir. Tiritando, calado de frío y tendido en el diván de su despacho, Fernández trata de escribir, subrayando el esfuerzo que debe hacer: «Espesa bruma envuelve mi horizonte intelectual; mortal decaimiento me postra, y si por mí fuera no haría un solo movimiento para no gastar las escasas fuerzas que me quedan. Es como si por una herida invisible se me estuvieran yendo al tiempo la sangre y el alma»8. Tal y como presenta las cosas, él huye de la escritura, pero vuelve a ella. Es un hábito convertir sus impresiones en obra literaria, pese al malestar que le produce ese acto, que sólo puede realizarse en soledad y en la intimidad del espacio interior. Esta enfermedad es algo que ningún médico puede comprender, por eso se burla de sus consejos, de su manía clasificatoria y de su jerga seudocientífica.




El interior, el erotismo y la muerte

El interior es del mismo modo el lugar donde cómodamente se proyecta el deseo, como en el salón de Lelia Orloff, la cortesana cincelada de acuerdo a los gustos de un duque ruso, de un perverso italiano y de un dandy como Fernández. En su casa se juntan los detalles que satisfacen los gustos del poeta: «La salita con paredes tendidas de una sedería japonesa, amarilla como una naranja madura, y con bordados de oro y de plata hechos a mano, amoblada sobriamente con muebles que habrían satisfecho las exquisiteces del esteta más exigente»9. Cada elemento invita a la sensualidad y al abandono: la tina de cristal opalescente, las sábanas de raso negro que inspiran mórbidos deseos. Los refinados gustos de la amante coinciden con la sensibilidad del poeta que se admira al verse reflejado en ese cuarto, pero que, espantado de su vacío, huye hacia las montañas suizas en busca de la rusticidad del medio rural.

En contraste con sus sentimientos hacia Lelia, su amor por Helena necesita una atmósfera que le permita concebir los más elevados propósitos. En el cuarto vecino a su escritorio colocará el retrato de la abuela y el cuadro del pintor prerrafaelita J. F. Sidal, que invade su casa y su vida de «dulcísimos ensueños». La imagen de la abuela que viene del pasado trae los más tiernos recuerdos de la infancia y obligatoriamente nos remite al poema Los maderos de San Juan, donde un vago presentimiento por el futuro de angustia del nieto anticipa su trágico destino.

El arte y el amor íntimamente unidos obran una transformación en el espíritu de Fernández, que cambia el decorado buscando el espacio adecuado para su estado de ánimo: al pie del retrato de Helena coloca una pesada mesa de bronce cincelado, sosteniendo las jardineras llenas de flores, rosas rojas, amarillentas y blancas, ramos de violetas de Parma que languidecen en altas copas de cristal opalescente, montones de claveles blancos, áureos, sonrosados, purpúreos, confundidos con las suaves emanaciones de las rosas y de los lirios. En el centro coloca sólo un sillón donde se propone leer a Shelley y a Longfellow y, satisfecho de su obra, dice: «¡Ese ambiente de espiritualidad es el que requieres, amor del alma, para que vivas con intensa vida...»10. El médico Charvet le hace ver que aquella es la más espesa atmósfera de misticismo que ha conocido, algo insólito en un poeta ateo como él.

Abatido, enfermo y arrepentido de sus excesos, Fernández cree que esa atmósfera pudo haberlo protegido de sus deseos «... y pienso a veces que, si sobre la oscura tapicería que cubre las paredes hubieran estado siempre los dos lienzos [los de la abuela y Helena], ni Nelly, ni la de Rivas, ni la Musellaro, ni Olga habrían entrado en mi vida, ni a mi alcoba»11. Y ante esas dos imágenes que significan la inocencia, él espera ser redimido. Es evidente que el arte en Silva es una vía para la purificación, una religión que reemplaza a Dios, de modo que dejarse tentar por los placeres mundanos es correr el riesgo de la disolución.

En su artículo En el impuro amor de las ciudades, una noche... Iris Zavala ha puesto en evidencia las secretas correspondencias entre el paisaje urbano y el erotismo en Silva: «Ese impuro amor del verso de José Asunción Silva se esconde en el diseño de ese espacio nuevo de la ciudad cosmopolita»12. Cuerpo y escritura se entremezclan con el paisaje, afectándose mutuamente y es tan importante el cuerpo como lugar del placer y tema de reflexión, que siempre hay un médico aconsejando al artista, presentándole la disciplina y la mesura como alternativas al desorden de los sentidos, consejos que por otro lado el artista ignora.

El mismo cuarto, las mismas flores, el mismo cuadro angelical, encierran el olor de la muerte cuando su guardián lo abandona para entregarse a los placeres de la carne. A su regreso Fernández sufre una fuerte impresión al ver las flores descompuestas, el polvo y las moscas muertas sobre los veladores de malaquita verde:

«Olía aquello a sepulcro, y los montones de hojas y de pétalos secos, de ramillos negros, de cálices duros los unos y acartonados como momias, podridos los otros por la humedad, yacían en los floreros de murano y en las jardineras sobre el mármol cubierto de polvo de la mesa; las rosas desprendidas del tallo y negras casi, sugerían la idea de un cementerio de flores»13.



La metáfora del interior, para decirlo con las palabras de Aníbal González: «Fue la forma que tomó el repliegue finisecular de la institución de la literatura sobre sí misma, ante el desafío de los discursos de las ciencias naturales. El interior, ya fuese biblioteca, alcoba o despacho, era el último refugio del arte, del eros y del juego; era el lugar donde el antes poderoso "yo" de los románticos, convertido en "yo íntimo", abandonaba definitivamente su ambición de fundir al hombre y a la Naturaleza en un todo armónico, y se contentaba con crear a su alrededor una "segunda Naturaleza" de objetos manufacturados con los cuales podía entretener el tiempo de su exilio»14. Silva nos presenta al artista finisecular dividido entre su búsqueda de un absoluto y su terror frente a lo inexorable. Su cuerpo enfermo y en el umbral de la muerte presagia el encuentro con lo más temido y lo más deseado.




La ciudad y el tiempo

El interior, como se ha dicho, también se puede convertir en una cárcel y Fernández necesita escapar del tiempo que pasa, de su melancolía: «La perspectiva de una noche insomne, aquel lento sonar de las horas en el reloj del viejo vestíbulo, aquella melancolía sin nombre que me había invadido el alma desde por la mañana, me hacían inaceptable la idea de la reclusión. Quería oír el ruido de la multitud, perderme por unos minutos en el tumulto humano, olvidarme de mí mismo»15. Desesperado, sale de su alcoba, se confunde con el río de gente, observa sus calles y fachadas, las barracas de año nuevo, negras sobre la nieve, las ventanas de los restaurantes rojizas por la luz que se filtra a través de los cristales opacos, los esqueletos descarnados de los árboles. La multitud ruidosa y alegre aumenta la pesadilla en la que se deshace su ser. En ese ambiente urbano crecen sus temores, el horror de sentir su cuerpo expuesto a los rigores del tiempo y la amenaza de la masa.

Fernández, en contradicción con el espacio, cree que la ciudad es la causa de su malestar y esto se debe, sin duda, a una percepción diferente del tiempo:

«Le ha sucedido a usted, doctor, correr, ya en retardo, a una cita urgente, contar los minutos, los segundos, abrir el reloj, no ver la hora, volverlo a abrir, ver que en el instantáneo se mueve, rectificar si el cronómetro funciona aplicándole el oído, creer que se ha parado, buscar la hora en los relojes de la calle, sentir que el tren o el coche no caminan, y no descansar de la horrible impresión que le hace correr frío por las sienes y le aprieta el epigastrio sino después de estar en el lugar convenido?»16.



El estrés que sufre lo empuja a correr, a acelerar su ritmo y abarcar el espacio, para gastar sus fuerzas y fatigar el cuerpo. En cambio, Nelly, su amante norteamericana odia el tiempo que para ella es a stupid thing, que sólo existe para el cuerpo, algo que arrastra y que quiere eliminar. La ciudad moderna, como ella dice, suprime el tiempo con electricidad y con vapor.

La noche del 31 de diciembre, cuando muere Helena, Fernández mira el reloj y comprende su angustia, el terror por el año que va a comenzar. No ocurre lo mismo en Londres donde lo acompaña la imagen de la mujer idealizada, la poesía de Shelley y de Rossetti. Allí, retirado, en una casa cuyos balcones dan a Hyde Park, se dedica a los negocios y al estudio. En las tardes va como un flanêur por los barrios silenciosos, constatando la monotonía de las mansiones de la burguesía acomodada, disfrutando el verde de los jardines que rodea las viviendas. Sin embargo, su paz se ve alterada por la visión de los barrios pobres donde transitan los mendigos. Y así pasa el tiempo en aquella ciudad cuya tranquilidad consiste en cumplir con el diario ritual: «Horas de infinito recogimiento en que medito el plan que ha de inmortalizar mi memoria, lecturas de Shakespeare y de Milton en el silencio de las madrugadas insomnes, ¡cuan lejos estáis del brutalismo gozador de mis noches parisienses...»17. Lo cierto es que las consecuencias de esa vida se aprecian en su cuerpo: «Eres otro hombre del que vi en Suiza; estás rosado y fresco como una miss»18, le dice el amigo que lo visita.

La velocidad que impone la ciudad moderna intensifica aún más la conciencia del tiempo y, en consecuencia, el temor a la muerte. Pero la escritura tiene un ritmo propio al que el artista debe someterse para poder ser. La búsqueda del lugar de la escritura en De sobremesa sugiere del algún modo que sólo el arte es capaz de detener el tiempo, de alcanzar la inmortalidad a la que aspira todo artista. Asimismo el escepticismo del dandy no es más que una máscara para ocultar el temor que le produce el paso del tiempo, cuyas huellas se aprecian irremediablemente en el cuerpo, un cuerpo al que le dedica todos los cuidados y cuyo envejecimiento no puede evitar ni esconder.




La ciudad, la mujer

Las ciudades que alejan y acercan la escritura son la extensión del yo del artista y lo acompañan en su búsqueda de un ideal. Entre París y Londres, es decir, entre el amor mundano y la pureza representada en la fugaz sombra de una mujer cuya belleza puede compararse a una virgen de Fra Angélico, José Fernández busca la salvación de su ser dividido. Londres le permite el recogimiento místico, la lectura de los clásicos, la concepción de sus sueños de inmortalidad. Calles infinitas, fachadas, ventanas y cortinas ocultan el misterio y le sugieren al flanêur la monotonía de las horas muertas alrededor de una mesa. También le ofrecen la visión de la mujer intangible cuya sombra desaparece tras las gasas.

La analogía entre la ciudad y la mujer se refuerza con dos imágenes que contrastan: París es Lelia Orloff, la cocotte frívola y Londres es Helena de Scilly Dancourt, la virgen de Fra Angélico. París es deseo y muerte. Allí su cuerpo goza hasta el cansancio con sus amantes y también se sobrecoge ante la tumba de la mujer amada, una tarde de otoño. La ciudad se llena entonces de melancolía y el paisaje se cubre de sombras. Entre la penumbra distingue la cúpula de los Inválidos y las torres de Nôtre Dame como dos masas negras que se alzan hacia el cielo rojizo.




La ciudad y la muerte

La ciudad muerta, otro de los símbolos modernistas, nos es presentada por Silva en poemas como «Día de difuntos: La luz vaga... opaco el día/ la llovizna cae y moja/ con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría/». Hans Hinterhausen asocia la imagen de las ciudades muertas a la conciencia de la decadencia y a la fascinación ejercida por la idea de la muerte19. En efecto, existe una relación entre la enfermedad de Fernández, el paisaje de París esa noche de invierno en que agoniza el año y la muerte de Helena.

La sombra de la muerte, que parece perseguir al poeta, se cierne sobre él desde su infancia: el asesinato de su abuelo, el suicidio del tío, la muerte de tres de sus hermanos, la muerte del tío abuelo en París, y la de su hermana Elvira a su regreso a Bogotá. Esta última pérdida lo sume en una depresión, que unida a sus fracasos económicos, precipitará su suicidio.

Los biógrafos de Silva subrayan su destino trágico: Fernando Vallejo titula su biografía novelada Chapolas negras -como esas mariposas que anuncian la muerte-, Ricardo Cano Gaviria señala su relación con la muerte, la fuerte impresión que debió sufrir el poeta al llegar a París y encontrarse con la noticia de la muerte de su tío, tragedias que de algún modo articulan su obra poética y narrativa. En cambio Enrique Santos Molano descarta estas teorías especulando sobre el supuesto asesinato del poeta20.

Para Mauro Torres, el suicidio de Silva es una forma de negar la realidad y de rebelarse contra una madre dominante y dura: «Silva pretende anular la realidad con su suicidio, y entonces comprendemos que sólo ha conseguido negársela a sí mismo, en tanto que aquella sigue allí presente, inconmovible. Madre y realidad continúan existiendo después del auto aniquilamiento»21. Desde el psicoanálisis se han buscado las respuestas a este suicidio que conmovió a aquella ciudad provinciana de la altiplanicie. Ejercicio inútil interrogar a los muertos. Más que especular sobre las razones del poeta, conviene volver sobre su obra, detenernos en algunos poemas como Resurrecciones cuyos versos constatan el misterio de toda existencia humana: «Como Naturaleza,/ cuna y sepulcro eterno de las cosas,/ el alma humana tiene ocultas fuerzas,/ silencios, luces, músicas y sombras./»

De sobremesa nos muestra a través de José Fernández, la angustiosa búsqueda de un artista cuya sensibilidad le impide asumir «la vida real». A los reproches de los amigos, el protagonista responde con una pregunta cargada de ironía: «Pero ¿qué es la vida real, dime, la vida burguesa sin emociones ni curiosidades?...»22. Silva, que asimiló tempranamente las corrientes francesas de finales de siglo, que quería abarcarlo todo, conocerlo todo, como María Bashkirtseff, no pudo soportar la vida real que le esperaba en Bogotá, como tampoco pudo parar el inexorable paso del tiempo, tan sólo detener el instante en él y en su obra. Su novela, perdida en el naufragio de L'Amerique, fue reconstruida en los momentos más difíciles, cuando todos sus proyectos habían fracasado y quizás ya había decidido su suicidio. Según García Márquez, esta fue su venganza contra la sociedad bogotana que nunca lo aceptó.

Lo cierto es que detrás del lujo y de las frívolas aficiones del richissime americaine José Fernández se oculta un poeta capaz, a través del arte, de convertir su miseria en boato. La mañana que lo encontraron muerto había en su mesa de noche un ejemplar en francés de El triunfo de la muerte, de D'Annunzio, otro de la revista Cosmópolis y un cenicero lleno de colillas. Después de despedir a sus amigos, Silva debió quedarse, como Fernández al finalizar la lectura del diario, solo, soportando en absoluta soledad y silencio el ir y venir de la péndola del viejo reloj del vestíbulo, mientras ondeaba en sutiles espirales el humo de sus cigarrillos de oriente, antes de precipitarse hacia su último refugio.





 
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