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La modernidad empieza con la aguja

Margo Glantz





En la cosmogonía prehispánica hay un instante inocente perfecto, redondo: Coatlicue, la diosa, barría. Y entre la cotidiana acción del barrer y la acción del mito se interpone una ligera pluma, un vellón que penetra y deja una huella en su cuerpo, huella nada menos que del dios terrible, del dios guerrero, de Huitzilopochtli: antes de engendrar al sol, Coatlicue barre, simplemente. Es decir, la diosa es, primero que nada, un ama de casa. Si el vellón no se hubiera interpuesto entre el sencillo acto de barrer y el cosmos, Coatlicue seguiría siendo una mujer que antes de cocinar o de zurcir ordena su domesticidad. Sí, Coatlicue nos demuestra que el hilo se rompe por lo más delgado y que el fino hilado de las parcas es un trabajo cotidiano y constreñido, tan constreñido como el de los bordados que se inscriben entre los límites perfectos de un bastidor que restira la tela y permite el pausado ir y venir del hilo que traza corazones, flores y palomas amorosas. En la escritura femenina hay siempre esa cadencia, ese ritmo de lanzadera, el ritmo mítico que sube a los tejados para volverse terrible como el grito de las erinias cuando vaticinan el destino de Agamenón bajo el cuchillo de Clitemnestra, o las voces duras de Casandra, uncida al carro de Apolo, recordando el futuro incierto de las reinas, esclavas dentro de la casa, condenadas al dolor del parto al sudor de la frente.

Pero me estoy poniendo trágica. Y no es esa mi intención. Quiero revisar ciertas zonas de nuestro acontecer que tradicionalmente han liberado y constreñido a las mujeres y que pueden expresarse muchas veces con proverbios tradicionales que hacen saltar de su espacio a las actividades femeninas: el hilo con que bordaban pacientemente las monjas se corta delgado como cualquier hilo, pero en la combinación de sus colores y en la paciencia de su ritmo se va inscribiendo un tramado perfecto que lo mismo sirve para bordar túnicas de vírgenes, ornamentos eclesiásticos, niños dioses exhibidos por los siglos de los siglos amén en las vitrinas de los museos coloniales o en las iglesias. Reliquias sagradas que no tienen cuenta de la paciente labor maravillada con que esa actividad se produjo, ni las ansias de novilleras con que las novicias bordaron cuadros minuciosos con el hilo de sus cabellos cortados cuando tomaron los hábitos. Toda una imagen de santidad se nos ofrece a la vista pero también una íntima y preciosa laboriosidad de artesanía perfecta y cotidiana, persistente y oculta, que ahora se descubre y se ofrece a la mirada cuando en las esquinas vemos a las marías vendiendo chicles, muéganos. cacahuates y fayuca al tiempo que bordan incesantemente las pecharas de sus blusas y las de sus hijas o confeccionan muñecas de trapo tan minuciosamente bordadas como sus pecheras.

Antes de ser plato nacional el mole tuvo que confeccionarse en el proceso infinito de la molienda y de la mezcla, combinación sabia y paciente que se puso de manifiesto en la exclamación maravillada con que el obispo homenajeado expresó su placer. Antes de que el obispo se comiera su mole las monjas pusieron las manos en la masa: antes de inventar los chiles en nogada las cocineras descubrieron leyes de cocina y de bodega tan formidables como las que informan el período rosa de Picasso o el que preside a las mademoiselles de Avignon. La actividad culinaria o la actividad de la rueca son tan importantes en la historia como el descubrimiento del bronce o del hierro: tejer o bordar son actos definitivos, mucho más definitivos que producir una atómica.

Si la historia la hiciesen las mujeres se registraría el descubrimiento de la aguja y del hilo como el inicio de la era moderna. Los editores de Vogue piensan que la modernidad se inició con el descubrimiento de los patrones de costura que empezaron a confeccionarse gracias a la mujer de Ebenezer Butterick, que industrializó el producto inventado por su mujer conservando como debe de ser su propio nombre y dejando en el olvido el de su cónyuge, para colmo, Butterick empezó haciendo sólo patrones para ropa de hombre. Sólo algunos años después y también por consejo de su mujer, empezó a producir los patrones que ahora se venden en todas partes y se dedican exclusivamente a las mujeres. Coser, bordar, cocinar fueron actividades tradicionalmente femeninas. Ahora siguen siéndolo, pero la femineidad salió del gineceo... aquí me detengo y recuerdo a Choderlos de Laclos cuando en vísperas de la revolución francesa invocaba a las mujeres y las incitaba a la libertad. Y claro las mujeres se dedicaron a tejer mientras veían caer las cabezas de la guillotina. Ahora las mujeres tejen viendo caer a James Bond en el cuarto de la televisión. Pero las mujeres también pueden recuperar su actividad y hacerla una actividad liberadora, no en el intento de sacralización que haría del artista un ser aparte, tan apartado como las mujeres en el gineceo, sino en una revisión cotidiana y lúdica de su propia realidad, empezando por la actividad doméstica que muchas veces la recluyó para siempre en la casa de muñecas como a Nora antes que decidiera junto con Ibsen irse de la casa.

Ahora no queremos irnos de la casa, queremos vivir en ella y salir de ella y ejecutar en ese movimiento de lanzadera una nueva tela en la que se descubren los textiles y sobre todo los textuales.

Trabajemos juntos pues, exploremos, juguemos, revisemos, y claro, también intentemos pronunciar otras palabras que quizá inicien otra historia, la de nuestra obscuridad secular, la de nuestro íntimo narcisismo, la de nuestras pequeñas diferencias para quebrantar los actos solemnes custodiados por el simbolismo milenario que nos condenó a ser perpetuamente un mito a caballo entre la rueca y el fogón.





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