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La mujer del porvenir

Concepción Arenal


[Nota preliminar: edición digital a partir de la de Madrid, Ricardo Fe, 2ª ed. corregida y aumentada, 1884, y cotejada con la edición crítica de Vicente de Santiago Mulas, Madrid, Castalia, 1993, cuya consulta recomendamos.]


ArribaAbajoAl lector

Más bien te preveo hostil que te espero benévolo, lector, a quien por tanto no me atrevo a llamar amigo.

Te presento este librito, y si te propones leerle, me debes agradecer que sea tan breve, porque el asunto es largo, y te aseguro que me ha costado trabajo no decir más sobre él.

He procurado agrupar los argumentos y concentrar las razones para que tengan más fuerza, porque ya se me alcanza que no será poca la resistencia que necesitan vencer.

Los que se dirigen a ti, suelen tener la idea de atraerte a su creencia, a su opinión; mis pretensiones son más modestas: no intento persuadirte ni convencerte; toda mi ambición se limita a que al concluir estas páginas, dudes y digas, primero para ti y después para los otros: «¿Si tendrá razón esta mujer en algo de lo que dice?»






ArribaAbajoCapítulo I

Contradicciones


El error, tarde o temprano, acaba por limitarse a sí mismo, y la primera forma de su impotencia, es la contradicción: si quisiera ser lógico, se haría imposible. La humanidad, que puede ser bastante ciega para dejarle sentar sus premisas, no es nunca bastante perversa o insensata para permitirle que saque todas sus consecuencias: le opone su razón, sus afectos o sus instintos, y él transige; podemos estar seguros de que donde hay contradicción, hay error o impotencia.

Aplicando esta regla al papel que la mujer representa en la sociedad, por la falta de lógica del hombre, vendremos a convencernos de su falta de razón, primero, y de justicia, después.

Una mujer puede llegar a la más alta dignidad que se concibe, puede ser madre de Dios: descendiendo mucho, pero todavía muy alta, puede ser mártir y santa, y el hombre que la venera sobre el altar y la implora, la cree indigna de llenar las funciones del sacerdocio. ¿Qué decimos del sacerdocio? Atrevimiento impío sería que en el templo osara aspirar a la categoría del último sacristán. La lógica aquí sería escándalo, impiedad.

Si del orden religioso pasamos al civil, las contradicciones no son de menor bulto. ¿Cómo una mujer ha de ser empleada en Aduanas o en la Deuda, desempeñar un destino en Fomento o en Gobernación? Sólo pensarlo da risa. Pero una mujer puede ser jefe del Estado. En el mundo oficial se la reconoce aptitud para reina y para estanquera; que pretendiese ocupar los puestos intermedios, sería absurdo. No hay para qué encarecer lo bien parada que aquí sale la lógica1.

En las relaciones de familia, en el trato del mundo, ¿qué lugar ocupa la mujer? Moral y socialmente considerada, ¿cuál es su valor?, ¿cuál su puesto? Nadie es capaz de decirlo. Aquí es mirada con respeto, y con desprecio allá. Unas veces sufre esclava, otras tiraniza; ya no puede hacer valer su razón, ya impone su capricho. Buscad una regla, una ley moral: imposible es que la halléis en el caos que resulta del choque continuo entre las preocupaciones y la ilustración, el error y la verdad, la injusticia y la conciencia. El libertino que escarnece la virtud, cree en la de su madre; el cínico arriesga la vida en un desafío por defender el honor de su hermana; el que ha hecho muchas víctimas y hollado las más santas leyes, recibe como tal un capricho de la que ama; el que tiene teorías y hábitos de tirano, viene a ser el esclavo de su hija o de su nieta. El corazón, los instintos, la conciencia, se oponen de continuo en la práctica a esas teorías que conceden al hombre superioridad moral sobre la mujer. Se ve, pues, arrastrado a ceder de lo que llama su derecho cuando no abusa de él, y al conceder esta gracia, ya no establece reglas de justicia, porque no es fácil poner límites a la generosidad del que da por afecto, ni a la exigencia del que recibe sin reflexión. Así, pues, en las relaciones domésticas y sociales del hombre y la mujer, como lo que se llama justicia no lo es, ni puede por lo tanto convertirse en regla permanente y respetada, todo está a merced de los afectos y de las pasiones, todo es tan ocasionado a mudanzas como ellas, y por punto general, a las mujeres se les da más o menos de lo que merecen y les es debido: son, el niño oprimido a quien se hace siempre guardar silencio, o el niño mimado que impone su voluntad. Con sólo mirar lo que pasa en rededor nuestro, veremos tantas contradicciones como individuos hemos observado.

Si dejando las costumbres pasamos a las leyes, ¿qué es lo que ven nuestros ojos? ¡Ah! Un espectáculo bien triste, porque la ley no tiene la flexibilidad de los afectos, y si el padre, y el esposo, y el hermano son inconsecuentes para ser justos, la ley inflexible no se compadece del dolor ni se detiene ante la injusticia. Las contradicciones de la ley pesan sin lenitivo alguno sobre la mujer desdichada. Exceptuando la ley de gananciales, tributo no sabemos cómo pagado a la justicia, rayo de luz que ha penetrado en obscuridad tan profunda, las leyes civiles consideran a la mujer como menor si está casada, y aun no estándolo, le niegan muchos de los derechos concedidos al hombre.

Si la ley civil, mira a la mujer como un ser inferior al hombre, moral e intelectualmente considerada, ¿por qué la ley criminal le impone iguales penas cuando delinque? ¿Por qué para el derecho es mirada como inferior al hombre, y ante el deber se la tiene por igual a él? ¿Por qué no se la mira como al niño que obra sin discernimiento, o cuando menos como al menor? Porque la conciencia alza su voz poderosa y se subleva ante la idea de que el sexo sea un motivo de impunidad: porque el absurdo de la inferioridad moral de la mujer toma aquí tales proporciones que le ven todos: porque el error llega a uno de esos casos en que necesariamente tiene que limitarse a sí mismo, que transigir con la verdad y optar por la contradicción. Es monstruosa la que resulta entre la ley civil y la ley criminal; la una nos dice: «Eres un ser imperfecto; no puedo concederte derechos.» La otra: «Te considero igual al hombre y te impongo los mismos deberes; si faltas a ellos, incurrirás en idéntica pena.»

La mujer más virtuosa e ilustrada se considera por la ley como inferior al hombre más vicioso e ignorante, y ni el amor de madre, ¡ni el santo amor de madre!, cuando queda viuda, inspira al legislador confianza de que hará por sus hijos tanto como el hombre. ¡Absurdo increíble!2

Es tal la fuerza de la costumbre, que saludamos todas estas injusticias con el nombre de derecho.

Podríamos recorrer la órbita moral y legal de la mujer y hallaríamos en toda ella errores, contradicciones e injusticias. La mitad del género humano, la que más debiera contribuir a la armonía, se ha convertido por el hombre en un elemento de desorden, en un auxiliar del caos, de donde salen antagonismos y luchas sin fin.

Los problemas de la mujer en sus relaciones con el hombre y con la sociedad, están siempre más o menos fuera de la ley lógica. ¿Es esto razonable?, ¿es racional siquiera? No hay más que una razón, una lógica, una verdad. El que quiera introducir la pluralidad donde la unidad es necesaria, introduce la injusticia y con ella la desventura.

Si supiera el hombre que nunca se equivoca impunemente, buscaría el acierto con mayor solicitud. Nosotros, que tenemos esta íntima persuasión, procuraremos desvanecer los errores que existen con respecto a la mujer. Tal es el objeto del presente escrito.




ArribaAbajoCapítulo II

Inferioridad de la mujer


Cuestión fisiológica


Después de haber manifestado que las contradicciones en las leyes y en las costumbres con respecto a la mujer prueban los errores que acerca de ella existen, nos parece lógico investigar si su inferioridad social es consecuencia de su inferioridad orgánica; si así como su sistema muscular es más débil, su sistema nervioso es también más imperfecto; si hay en ella una desigualdad congénita que la rebaja; si su cerebro, en fin, es un instrumento del alma menos apropiado que el del hombre para las profundas meditaciones y los elevados pensamientos.

En los tiempos en que la fuerza material lo era todo, se comprende que la mujer no fuese nada. La inferioridad de sus músculos debía hacer imposible la sanción de sus derechos, y en sociedades formadas por los combates y para los combates, ¿qué consideración había de merecer en la paz la que era inútil en la guerra?

Las sociedades modernas están lejos de haberse limpiado de la lepra de sus preocupaciones. Hijas de la conquista, no han renunciado del todo a la desdichada herencia de su madre, y aun hay leyes que parecen escritas con una lanza, costumbres formadas en el campamento romano, y opiniones salidas del castillo feudal. No obstante, el progreso es visible, la fuerza es cada vez menos fuerte, y en casi todas sus manifestaciones paga tributo a la inteligencia. Aflige, es cierto, ver la profanación de la ciencia aplicada a la guerra y convertida en elemento de destrucción; pero la gran ley providencial no se infringe: la sociedad, como el hombre, se mejora ilustrándose; en su cólera, es menos feroz, y cuanta más ciencia se emplea en la guerra, hay en ella menos crueldad: aun en el campo de la fuerza la victoria corresponde en adelante a los que saben más.

Si mucho en el presente, si más en el porvenir depende de la inteligencia, preciso será discutir si la de la mujer es realmente inferior a la del hombre, y siesta inferioridad es orgánica, o lo que es lo mismo, si es obra de la Naturaleza. Consultemos para esta discusión a un gran maestro de la anatomía y de la fisiología del cerebro, a Gall, y como su opinión está conforme con la de otros muchos, veamos si se halla fundada en hechos y razones, o si el gran observador, tan circunspecto casi siempre, resolvió esta cuestión sin meditarla bastante.

«Sólo por la diferente organización de los dos sexos, dice el Dr. Gall, puede explicarse cómo ciertas facultades son más enérgicas en el hombre y otras en la mujer.

«El cerebro de la mujer está generalmente menos desarrollado en su parte anterior-superior, y por eso, por lo común, las mujeres tienen la frente más estrecha y menos elevada que los hombres.

»Las mujeres, en cuanto a sus facultades intelectuales, son generalmente inferiores a los hombres.

»Si tales debilidades (la superstición y la fe en oráculos, sueños, presagios, etc.) son más bien propios de las mujeres, aunque sean muy instruidas y de talento, la razón es que, generalmente, la parte cerebral anterior-superior adquiere un desarrollo mucho menor en las mujeres que en los hombres, y que, por consiguiente, apenas les ocurre que no puede haber ningún suceso, ningún efecto sin causa.»

Por lo que dejamos copiado, y por otras citas que podríamos hacer de la misma obra, se ve que, en opinión de Gall, la inferioridad intelectual de la mujer es orgánica. Veamos ahora si al afirmarlo así, apoyándose en el menor volumen de la parte anterior-superior de la cabeza de la mujer, no está en contradicción consigo mismo y con los hechos.

«La energía de las funciones (del cerebro) no depende solamente del tamaño de los órganos, sino también de su irritabilidad.

»Las mujeres están dotadas de una irritabilidad más pronta y de una sensibilidad más exquisita.

»La perfección, con la cual los sistemas nerviosos diferentes del encéfalo llenan sus funciones, no depende de ningún modo de la masa mayor o menor del cerebro, sino de su propia organización más o menos perfecta. ¿No vemos ciertos insectos dotados de un tacto, de un oído, de un gusto sumamente delicados, aunque su cerebro es muy sencillo y muy pequeño?

»Vemos, además, que la naturaleza con masas cerebrales extraordinariamente pequeñas, llega a producir los efectos más admirables; ¿quién no recuerda aquí la hormiga, la abeja etc., etc.?

»Por más que el hombre esté organizado de la manera más perfecta, el ejercicio es indispensable para aprender a combinar muchas ideas relativamente a ciertos objetos».

Resulta, pues, que el mismo autor que da como cosa cierta la inferioridad intelectual de la mujer, apoyándose en el volumen menor de su frente, afirma que la energía de las funciones del cerebro no depende solamente de su tamaño; que con masas cerebrales muy pequeñas, la naturaleza produce los efectos más admirables; que la IRRITABILIDAD de los órganos influye en la energía de las funciones, con todo lo demás que acabamos de ver. Fijémonos bien en esta última circunstancia: la irritabilidad. Gall dice, y todo el mundo sabe, que el sistema nervioso de la mujer es más irritable; el vulgo dice que es más nerviosa, y está fuera de duda que su sistema nervioso tiene más actividad. Siendo, pues, más activo, ¿no podrá hacer el mismo trabajo intelectual con menor volumen? ¿No vemos esto mismo en muchos hombres más inteligentes que otros, cuya frente es mucho mayor? Cualquiera que haya observado cabezas y comparado inteligencias, ¿puede dudar de que en muchos casos la calidad de la masa cerebral suple la cantidad?

Además, según la experiencia lo aconseja, y el autor que vamos refutando lo hace, no se han de apreciar las masas cerebrales teniendo en cuenta su volumen absoluto, sino el relativo; de otro modo, el elefante y muchos cetáceos serían más inteligentes que el hombre. Apreciando, pues, como se debe, el volumen de la cabeza de la mujer, no de una manera absoluta, sino relativa, ¿resultará menor que la del hombre? Si su cuerpo es menor, ¿no ha de serlo la masa cerebral?

No siendo el diámetro del occipital al frontal, que es mayor en la mujer, lo cual atribuye Gall al mayor desarrollo del órgano del amor a los hijos; no siendo este diámetro, decimos, todos los demás de la cabeza de la mujer son menores que los de la del hombre, o lo que es lo mismo, la cabeza de la mujer es más pequeña. Si fuera necesaria la igualdad de volumen para que la energía en las funciones fuese la misma, la inferioridad de la mujer sería para todo. Sus sentidos serían más torpes, y siguiendo a Gall en su clasificación de facultades, sería menor su circunspección, su instinto de localidad, su amor a la propiedad, su sentimiento de la justicia, su disposición para las artes, etcétera, etc. Nada de esto sucede: en la mayor parte de las facultades la mujer es igual al hombre; la diferencia intelectual sólo empieza donde empieza la de la educación. Los maestros de primeras letras no hallan diferencia en las facultades de los niños y de las niñas, y si la hay, es en favor de éstas, más dóciles por lo común y más precoces.

En la gente del pueblo, entre los labradores rudos y siempre que los dos sexos están igualmente sin educar, ¿qué observador competente puede decir con verdad que nota en el hombre superioridad intelectual? En los matrimonios de esta clase, la autoridad del marido se apoya en su fuerza muscular; de ningún modo en la de su inteligencia.

Dice el doctor Gall que el órgano del cálculo está generalmente menos desarrollado en las mujeres que en los hombres; pero nunca hemos visto que los niños cuenten mejor que las niñas antes de aprender aritmética, ni que los hombres del pueblo que no la saben manifiesten mayores disposiciones para el cálculo que las mujeres.

Bien podría suceder también, que como la forma del cráneo depende de la del cerebro, y todo órgano aumenta con el ejercicio y disminuye en la inacción, bien podría suceder, decimos, que no cultivando las mujeres ciertas facultades, los órganos del cerebro correspondientes menguasen por falta de ejercicio; que esto contribuyese algo a su menor volumen, siendo efecto lo que se considera como causa.

Ya hemos dicho que, según el doctor Gall: «Por más que el hombre esté organizado de la manera más perfecta, el ejercicio es indispensable para aprender a combinar muchas ideas, relativamente a ciertos objetos.» ¿Tienen las mujeres este ejercicio indispensable? ¿Pueden tenerle? Y si no lo tienen, ni por regla general es posible que lo tengan, ¿cómo combinarán muchas ideas, relativamente a ciertos objetos, tarea que en efecto necesita una gran gimnasia intelectual?

El trabajo de la inteligencia está lejos de ser una cosa espontánea en el hombre. El temor, la necesidad, el cálculo, el amor a la gloria, vencen la natural repugnancia que por lo común inspiran las fatigas del entendimiento. El profesor y el discípulo necesitan un esfuerzo, grande por regla general, para habituarse a los estudios graves y a las meditaciones profundas. ¿Cómo las mujeres vencerán esta resistencia natural, cuando para vencerla no ven objeto; cuando se les dice que no la pueden ni la deben vencer, y cuando tienen para ello hasta imposibilidad material? Si ciertas facultades sólo se revelan con el ejercicio continuado, cuando este ejercicio falta, de que no se manifiestan ¿debe concluirse que no existen? ¡Extraña lógica! Tanto valdría afirmar que un hombre no tiene brazos, porque habiéndolos tenido toda la vida ligados y en la inacción, no puede levantar un gran peso. Y decimos grande, porque la mujer no aparece privada de ninguna de las facultades del hombre: como él, reflexiona, compara, calcula, medita, prevé, recuerda, observa, etc. La diferencia está en la intensidad de estas funciones del alma y en los objetos a que se aplican. Su esfera de acción es más limitada, pero no vemos que en ella revele inferioridad. La inferioridad, dicen, aparecería si la esfera se ensanchase. Esto es lo que no hemos visto demostrado con razones, esto es lo que nadie puede probar con hechos; esto es lo que importa mucho que se averigüe, y esto es lo que con el tiempo se averiguará. Palabras sonoras, pero vacías: autoridades, costumbres, leyes, rutinas, y el ridículo y el tiempo; esto es lo que suele traerse al debate en vez de razones. En tratándose de las mujeres, los mayores absurdos se sientan como axiomas que no necesitan demostración.

Ni el estudio de la fisiología del cerebro ni la observación de lo que pasa en el mundo, autorizan para afirmar resueltamente que la inferioridad intelectual de la mujer sea orgánica, porque no existe donde los dos sexos están igualmente sin educar, ni empiezan en las clases educadas, sino donde empieza la diferencia de la educación.




ArribaAbajoCapítulo III

Inferioridad moral de la mujer


Hay autores (les haremos el favor de no citarlos) que afirman la inferioridad moral de la mujer; hay leyes que no se comprenden si no son consecuencia de la misma opinión, y la suponen también algunas costumbres, aunque pocas, y próximas a desaparecer. En las costumbres, este error puede decirse que acaba, que está agonizando.

¿Qué es la superioridad moral? Comparando dos seres libres y responsables, es moralmente superior al otro aquel que tenga más bondad y más virtud, aquel que sienta menos impulsos malos o los enfrene con mayor energía, aquel que haga más bien y menos mal a sus semejantes, y para decirlo brevemente: aquel que sea mejor. ¿El hombre es mejor que la mujer? Investiguémoslo.

La bondad es sensibilidad, compasión y paciencia. ¿El hombre es tan sensible, tan compasivo y tan paciente como la mujer? Suponemos que no habrá ninguno bastante obcecado para responder afirmativamente; mas por si lo hubiere, que al cabo existen en el mundo seres inverosímiles, nos haremos cargo de algunos hechos de tanto bulto, que quien no los vea podrá palparlos.

La paciencia de la mujer, facultad que tiene bien ejercitada, se echa de ver en todas las situaciones de la vida. Niña, empieza a auxiliar a su madre, a cuidar a sus hermanos pequeñuelos, a ocuparse en faenas minuciosas y en labores de un trabajo prolijo, que acepta sin murmurar, y a que sería difícil, si no imposible, sujetar a ningún niño. Madre, tiene con sus hijos una paciencia verdaderamente infinita, de que ni remotamente es capaz el hombre. Sin que creamos que todos los maridos son unos tiranos, sabiendo, por el contrario, que hay muchos, muchísimos muy buenos, y que casi todos son mejores de lo que debería esperarse dadas las leyes, las opiniones y el estado de inferioridad intelectual de la mujer, no obstante, no nos parece dudoso que, generalmente hablando, la paz de los matrimonios exige mayor paciencia de la esposa, que, con pocas excepciones, es la más paciente.

Teniendo menos fuerza, es providencial que la mujer tenga más paciencia; si no, sucumbiría en una lucha fácil de provocar e imposible de sostener.

Que la sensibilidad de la mujer es mayor se ve harto claro, aun sin observarla; todo la conmueve, todo la impresiona más que al hombre. Se asusta, se exalta, se entusiasma, adivina antes que él. Su ¡ay! es el primero que se escucha, su lágrima la primera que brilla; los dolores le duelen más, y cuando el hombre se estremece, ella tiene una convulsión. El fisiólogo dice que es más irritable, el vulgo que es más débil; pero todos convienen, porque es evidente para todos, en que es más sensible.

¿Quién cuida del niño abandonado, del enfermo desvalido y del anciano decrépito? ¿Quién halla disculpa para todos los extravíos del triste? ¿Quién tiene lágrimas para todos los afligidos? ¿Quién no puede ver llanto sin llorar? ¿Quién padece con los que sufren y es compasiva como la mujer? No suele el hombre afligirse al par de ella de los ajenos dolores, ni afanarse tanto por buscarles alivio.

Siendo más paciente, más sensible y más compasiva, ¿no podremos concluir que es mejor?

Y si cuando se trata de consolar a los tristes la mujer se presenta la primera, ¿lo es también para hacer desgraciados, para causar mal? ¿Infringe los preceptos de Dios y las leyes humanas, ataca la honra, la vida y la propiedad con tanta frecuencia como el hombre? Aquí responden los números.

La mujer, más impresionable, menos educada, puesta a veces por la opinión en circunstancias terribles, oprimida otras por la fuerza brutal; reducidas muchas a la miseria por la sociedad que le cierra la mayor parte de los caminos para ganar su subsistencia, escuchando el grito horrible de sus hijos hambrientos cuando no tiene pan que darles, recibiendo el bofetón ignominioso del desprecio público cuando ha sido débil, expuesta al tedio por falta de ocupación racional y útil, la mujer debía abandonarse a la desesperación con más frecuencia que el hombre y recurrir más veces al suicidio. Y, sin embargo, no es así; el ser débil soporta con mayor fortaleza una vida de dolores; lucha hasta caer herida por la mano de Dios omnipotente, y no por la suya culpable. La proporción varía de unos países a otros, pero en todos es menor el número de mujeres que se suicidan que el de hombres.

No falta quien diga que esto es cobardía; ¡como si el suicidio fuera un acto de valor, y como si las mujeres no supieran arrostrar la muerte cuando el deber o la caridad lo mandan, como si retrocedieran ante el peligro en los cataclismos y las epidemias!

Las mismas causas que debieran impulsar al suicidio más mujeres que hombres, debían llevar mayor número a las cárceles. Más pobres, más despreciadas y con peor educación, están en las circunstancias más propias para ceder a las tentaciones del crimen y pagar mayor tributo a la prisión y al patíbulo. No sucede así. En ningún pueblo del mundo puede compararse la criminalidad de la mujer con la del hombre, ni por el número ni por la gravedad de los delitos. En los Estados Unidos, donde están mejor educadas y tienen mayor facilidad de ganar el sustento honradamente, el número de mujeres criminales es tan corto, que al establecer el sistema penitenciario creyeron los reformadores que podían prescindir de ellas. En España la proporción de criminalidad entre los dos sexos es de siete hombres por una mujer, y mientras en los hombres la cuarta parte de los delitos son contra las personas, entre las mujeres, uno de trece.

Cuando la mujer, en las malas condiciones en que esté, hallando tantas dificultades para proveer a su subsistencia, careciendo de educación y siendo poco considerada, en general, se ve más en las casas de beneficencia y menos en las prisiones que el hombre; es decir, que hace a la sociedad más bien y menos mal, ¿no podremos afirmar que es mejor? Observando con atención e imparcialidad no es posible desconocer la superioridad moral de la mujer. Sus pasiones son menos agresivas, y menos fuertes en ellas esos instintos cuya preponderancia conduce al crimen. El deseo de agradar, que torcido por una educación absurda la lleva con frecuencia a ridículas frivolidades, la hace muy sensible a la reprobación, y en muchos casos le sirve de freno. Tienen sus pasiones otro eficaz, el sentimiento religioso, mucho más fuerte en ella que en el hombre. El temor de Dios la contiene, su amor la eleva y purifica, y la esperanza en Él le da fortaleza y resignación; el sexo piadoso tiene en la piedad un elemento más para marchar con firmeza por el camino de la virtud y para levantarse cuando una vez ha caído.

Padres amantes que veis con tristeza el nacimiento de una hija porque prevéis para ella más penalidades que si fuera varón, calmaos, porque esta criatura, físicamente débil y sujeta a tantos dolores, tendrá la fortaleza de la resignación y el consuelo de la esperanza. Su mayor sensibilidad, origen de muchas tristezas, lo será también de muchas alegrías; las malas pasiones la arrastrarán menos veces, y en medio de la lucha recia con el mundo, le será más fácil hallar la paz del alma. Ni siempre que aparezca como víctima lo será en efecto, porque halla más goces en la abnegación que en el egoísmo. Si va mucho por los caminos de la tristeza, no frecuentará los de la culpa. Sus ojos derramarán lágrimas, pero casi nunca sus manos verterán sangre. No recibáis a la pobre niña recién nacida con desdén o con temor; dadle el ósculo de bienvenida, diciendo: ¡Hija del alma! Si acaso eres menos afortunada por ser mujer, también serás probablemente mejor.




ArribaAbajoCapítulo IV

La historia


Lo que se llama historia en la vida intelectual de la mujer es una patraña, porque no se puede hacer la historia de lo que no existe. Las mujeres no han tenido hasta aquí vida intelectual: algunas, venciendo todo género de obstáculos, se elevaron muy altas en las regiones del pensamiento, como otras tantas protestas que decían al hombre: «Calumnias a la mitad del género humano.» Pero a estos rayos de luz se les llamó unarara excepción, sin dudar ni un momento que pueda haber error ni daño en pensarlo así. Es de notar que en todos sus juicios acerca de las mujeres los hombres se creen infalibles: su opinión es una especie de dogma; sus ideas, artículos de fe. Aun los que están dispuestos a discutirlo todo admiten mal la discusión en este terreno; parece que en él no se puede encender una luz sin incurrir en la nota de incendiario; que todo llamamiento es somatén, y que el orden ha de establecerse necesariamente en silencio y a tientas. Esta observación, de cuya exactitud puede cerciorarse cualquiera, debería dar a todos que pensar.

En los pueblos salvajes, la mujer, instrumento pasajero de placeres brutales, es horriblemente desdichada. Su feroz tirano la sacrifica y la abruma de trabajo y de dolor. Sin más ley que la fuerza ni más necesidades que groseros apetitos, oprime a la pobre esclava, que no halla misericordia, porque su verdugo no sabe lo que es amor, compasión ni justicia; tampoco sabe lo que es felicidad.

La vida del bárbaro ya no es tan dura ni tan rudo su entendimiento. Empieza a pensar, a sentir, a guarecerse de la intemperie; su mujer le parece hermosa y, aunque con un amor grosero, la ama.

El hombre se civiliza, se hace más sensible, más humano, más justo; se mejora. Entonces, hasta sus necesidades materiales deben satisfacerse de un modo menos material; quiere adornar su casa y su persona; quiere que la mujer sea bella, y para esto necesita pensar en que, al menos materialmente, no sufra, y cuida, en efecto, de que sus sufrimientos no disminuyan sus atractivos: este egoísmo está ya muy lejos del egoísmo salvaje, y prueba bien que el hombre es mejor a medida que es menos grosero. Cuando da un paso más; cuando su corazón empieza a tener necesidades; cuando observa que en aquel ser, donde al principio no había visto más que belleza material, hay tesoros de amor que pueden serlo de dicha para él, entonces el instinto se hace sentimiento, se purifica, se espiritualiza y el placer se convierte en felicidad. Pero, veleidoso, busca el bien en uniones pasajeras o, grosero todavía, se deja arrastrar muchas veces por sus instintos brutales. Entonces aparece una religión que diviniza la castidad, santifica el amor, bendice la unión de los dos sexos y hace del matrimonio un sacramento. La mujer pudo creerse doblemente redimida por el que murió en la cruz.

Elevada a compañera del hombre, quedó moralmente rehabilitada. El guerrero del Norte rompió lanzas por su belleza y por su virtud; su amor formó el caballero, hermosa creación que puso un freno a la fuerza, dio amparo a la debilidad y apoyó a la justicia. La virtud de la mujer fue una necesidad para la familia, y con su honra se identificó el honor del esposo y del padre.

Así ha vivido mucho tiempo elevada hasta el hombre por el corazón, considerada inferior a él porque era físicamente más débil, y la fuerza lo era todo en la sociedad. Pero la manera de ser de los pueblos cambia; empiezan a cultivarse las artes y las ciencias; al ejercicio de los músculos sucede el de las facultades intelectuales, y el mundo recibe leyes, no del que maneja con más bríos una lanza, sino del que discurre mejor. El hombre estudia, medita, sabe; y así como al principio de la civilización quiso adornar materialmente a la mujer para gozarse más en su hermosura física, ahora empieza a sentir un vacío, viendo que no puede asociarla a los altos goces de la inteligencia, y se ha preguntado: «¿La mujer podrá ser verdaderamente mi compañera? ¿Sus facultades intelectuales cultivadas podrán levantarse hasta las altas regiones del pensamiento? ¿Su razón podrá comprender la mía y auxiliarla?» A estas preguntas el hombre no ha respondido todavía; pero el problema se ha planteado y el tiempo despejará la incógnita.

En todas las cuestiones de sentimiento, de honra, de delicadeza y de conciencia, la mujer ha mostrado que llega a donde puede llegarse apenas se la ha sacado del envilecimiento en que yacía. Tratándose de las facultades intelectuales, no ha podido hacer esta demostración por estarle vedado el terreno en que se cultivan. Alguna vez se ha entrado por él con gran trabajo y no pequeño peligro, recogiendo óptimos frutos y siendo calificada, como hemos dicho, de excepción rara, que no se admite como argumento en pro de su inteligencia. Algunos hechos hay, sin embargo, que hablan muy alto en favor de ella.

El hombre, padre cariñoso, no ha querido privar a su hija, porque no era varón, de la herencia paterna, y cuando las naciones se consideraban como el patrimonio de los reyes, a falta de varón, las mujeres han subido al trono. ¿Han dado a esa altura muestras de incapacidad intelectual? Cuéntese el número de reyes y de reinas en los países en que las hembras pueden ceñir la corona y véase si no están en mayor proporción las reinas notables por sus talentos y aptitud para el mando. Isabel I, doña María de Molina, Isabel de Inglaterra, Cristina de Suecia, las Catalinas de Rusia forman un grupo de mujeres inteligentes que, si se compara al corto número de las que han reinado, debe hacer pararse al más resuelto campeón de la inferioridad intelectual de la mujer.

En las artes se distinguen las mujeres a pesar de la desventaja con que las cultivan. Aunque, por regla general, con menos instrucción que el hombre, no se muestran inferiores en la escena, y son cómicas, trágicas y cantatrices eminentes. ¿Para esto no se necesita inteligencia, y mucha inteligencia?

En el trono y en el teatro, que es donde han podido brillar los talentos de la mujer, brillan, cuando menos, al par de los del hombre. ¿Qué razón hay para afirmar tan resueltamente que en otros terrenos, si no fuesen vedados para ella, no manifestaría análoga aptitud?

Y si de los hechos públicos que pueden consignarse en la historia pasamos a los privados y observamos en el hogar doméstico, ¿quién no recuerda haber oído en su casa o en las ajenas que muchas veces, comparando a los hermanos de diferente sexo, se dice: «Aquí están cambiados; la fulanita debía ser hombre, porque aprende incomparablemente mejor que su hermano, etc.» Al cabo de algunos años las aventajadas facultades de la niña estarán, por falta de ejercicio, embotadas en la mujer, que parecerá vulgar, y el hermano habrá recibido un título académico, y será muy superior a ella, y su superioridad será un hecho, y un argumento poderoso en favor de la de su sexo.

En los adultos sin educar no se advierte diferencia en las facultades intelectuales de los dos sexos. Tampoco se nota entre los niños y niñas de las clases educadas.

PROBLEMA. -¿A qué edad empieza la superioridad intelectual del hombre? Si coincide con la de la instrucción, ¿no hay motivo para sospechar que depende de ella? La historia no puede aún ofrecer datos para resolver el problema, inspira dudas, pero no autoriza afirmaciones contra la aptitud intelectual de la mujer.

Tenemos a la vista una noticia de M. Trippeau sobre la instrucción superior en los Estados Unidos. Copiaremos algunos párrafos de ella para que los observadores imparciales vayan tomando nota de hechos que en ciertos casos, como sucede en éste, son argumentos.

«No fueron los pobres maestros de escuela los que menor tributo pagaron a la muerte en esta guerra (la de los Estados del Norte con los del Sur). Del Estado de Connecticut solamente se alistaron 2.500 en el ejército del Norte y han sido contados los que han vuelto a su hogar. Fue necesario, pues, que las maestras se multiplicaran para sustituirlos, y así se verificó, de tal modo, que de cada 100 escuelas de los Estados Unidos, 70 están dirigidas por mujeres.

»Las consecuencias de la guerra han sometido el talento de éstas a una nueva prueba. El triunfo del Norte sobre el Sur ha rescatado una población de negros calculada en 4.000.000 de almas, que gemían sujetas a la ominosa esclavitud. La religión y la humanidad, como era consiguiente, se ocupan de aliviar la suerte de los infelices, que al día siguiente de ser manumitidos se veían arrojados por sus señores y obligados a buscar el sustento y el de sus hijos en el trabajo. Pero en los Estados Unidos no podían faltar numerosas asociaciones para la fundación de escuelas, y, en efecto, en los del Norte se fundaron más de 6.000 para los niños negros de ambos sexos. Con este motivo se hizo un llamamiento entusiasta a las personas bien acomodadas, de esas que allí se asocian siempre, y ya como por costumbre, a todos los actos de beneficencia, y desde el año de 1863 se han establecido 4.000 escuelas para la juventud de color en los Estados del Sur.

»La enseñanza en estos nuevos centros de caridad y de instrucción se ha encomendado a las mujeres, a estas generosas misioneras de la ciencia, que no han vacilado en abandonar su país y sus familias para consagrarse a un trabajo penoso de suyo, y más todavía por la acogida poco benévola que de ordinario encontraban en las poblaciones donde se establecían. Yo he tenido ocasión de verlas en el ejercicio de sus funciones, y no sé qué admirar más, si su celo e inteligencia, o los sorprendentes resultados de su enseñanza. Así se explica que en las memorias anuales de los inspectores de las escuelas públicas se consigne siempre por estos funcionarios que las mujeres demuestran en el magisterio, una inteligencia, una habilidad y un tacto que difícilmente se encontraría en los hombres, hasta el punto de que si de algo se las puede motejar, es del excesivo ardor con que se entregan al trabajo, a veces con perjuicio de su salud.

»La enseñanza en las escuelas públicas de los Estados Unidos dista mucho de hallarse encerrada en los límites de la que nosotros llamamos instrucción primaria; puesto que comprende las materias de la escuela elemental, las de los colegios de enseñanza especial y la mayor parte de las que son propias de los Liceos (Institutos en España); y con ser así, se dispensa gratuitamente a los alumnos de ambos sexos, desde cinco hasta dieciocho años. Latín, Griego, Alemán, Francés, Historia (en particular de los Estados Unidos), Geografía, Literatura, Aritmética, Álgebra, Geometría, Astronomía, Física, Química, Historia Natural, Anatomía; todas estas lenguas y ciencias se enseñan así a las niñas como a los niños, reunidos en las mismas escuelas, en las mismas salas y generalmente sentados en los mismos bancos.

»Ahora bien: como hay muchos Estados que para la enseñanza prefieren decididamente a las maestras, calcúlense los conocimientos que deberán atesorar para obtener su título de capacidad. Así es que nada asombraría tanto a un habitante de Nueva York, de Boston o de Filadelfia como el que se tratase de convencerle de que, entre las diferentes ramas de los conocimientos humanos, hay algunas que deben reservarse a los hombres, con entera exclusión de las mujeres.

»Mr. Vassar, enriquecido por el comercio, concibió la idea de consagrar su pingüe fortuna a la creación de un gran establecimiento de enseñanza, en donde las jóvenes pudieran recibirla tan vasta como la que se da a los varones en los mejores colegios de los Estados Unidos. Para realizar semejante proyecto se puso en relación con los hombres más entendidos, de los que en diferentes países se dedicaban a elevar por medio de la enseñanza el nivel intelectual de las mujeres, y en 1861 puso por obra su plan, que había meditado mucho, y fundó el colegio que de su nombre se llama Vassar.

»El día en que la Legislatura de Nueva York, aceptando el ofrecimiento hecho por el señor Vassar, decretó la incorporación de este colegio a la Universidad, es una fecha importante en la historia de la instrucción pública de los Estados Unidos, porque en ella quedó solemnemente reconocido el derecho de la mujer a recibir la enseñanza superior, hasta entonces reservada a los hombres, proclamándose con no menos solemnidad el principio de igualdad de inteligencia en ambos sexos.

»La edad de catorce años es la fijada para que las alumnas sean admitidas en el colegio, en donde los estudios duran cuatro años. Para cursar el primero de éstos se requiere que las aspirantes sepan traducir y comentar de César (4 libros), de Cicerón (4 discursos), de Virgilio (6 libros), y que hayan estudiado álgebra hasta las ecuaciones de segundo grado, retórica y un compendio de historia general.

»La enseñanza de los cuatro años comprende: la de las lenguas latina, griega, francesa, alemana e italiana; la de las matemáticas, física, química, geología, botánica, zoología, anatomía, fisiología, retórica, literatura inglesa, literatura extranjera, lógica y economía política.

»La consideración más importante que nos inspira el colegio Vassar es que las alumnas no resultan inferiores bajo ningún concepto, y sean cualesquiera los estudios a que se dediquen, a los jóvenes de los demás colegios que tienen la misma edad y circunstancias. De ello he podido convencerme plenamente asistiendo, como lo he hecho, a todas las clases, y viendo a las alumnas siempre dispuestas a contestar con el mayor lucimiento a cuantas preguntas se les dirigían. Iguales resultados he tenido ocasión de observar en los demás establecimientos de enseñanza superior destinados a las mujeres»3.

Estos hechos, ¿no son de bastante bulto para hacer dudar siquiera a los que temen más comprometer su infalibilidad que su justicia, y llaman bueno al camino trillado, sueño a todo lo que no se ha realizado, peligro a cualquiera innovación, trastorno al movimiento y creen atentatorio a la dignidad del género humano que se eleve el nivel intelectual de la mitad de él?

Todavía queda por algún tiempo el recurso de negar hechos que no son muy conocidos; pero día vendrá en que sean evidentes y abrumadores para los que miran con desdén las teorías. Día vendrá en que los hombres eminentes que hoy sostienen la incapacidad intelectual de la mujer serán citados como prueba del tributo que a veces pagan a su época las grandes inteligencias, y se leerán sus escritos con el asombro y el desconsuelo que causa ver en los de Platón y Aristóteles la defensa de la esclavitud.




ArribaAbajoCapítulo V

Consecuencias para la mujer de su falta de educación


El error de que las facultades intelectuales de la mujer no pueden compararse a las del hombre tiene fatales consecuencias, como todos los errores, y más que muchos. Los hay que se podrían llamar simples y otros compuestos; el que tratamos de combatir hoy es de los últimos, y sus resultados se extienden y ramifican al infinito. Aunque la injusticia y el error son malos para todos, aunque cuanto perjudica a la mujer es en perjuicio del hombre, y no puede haber cosa mala para entrambos que sea buena para la sociedad, a fin de fijarnos mejor, veamos algunas consecuencias de la supuesta inferioridad de la mujer.

Primero. Para ella.

Segundo. Para el hombre.

Tercero. Para la sociedad.

En el orden moral la mujer se encuentra rebajada, porque no se puede separar la moralidad de la inteligencia. De aquí el que la legislación la haya tratado como menor en muchos casos, dado poco valor a su testimonio, y que sólo por las necesidades de la justicia, a impulsos de la conciencia e incurriendo en grave contradicción, se la iguale al hombre. Esta desigualdad ante la ley la perjudica, no sólo por los derechos de que la priva, sino por lo que disminuye su prestigio. Rebajada la mujer en el concepto de todos y en el suyo propio, no reclama, no puede reclamar ni aun los derechos que tiene. Todo lo ignora, todo lo teme, todos se atreven a vejar a una mujer sola, y la letra de la ley es muerta cuando la favorece, si no hay una persona del otro sexo que haga valer su justicia. Estos valedores son rara vez desinteresados, y por regla general la engañan y la explotan, sin que pueda evitarlo, sin que lo intente siquiera, porque ella es la primera convencida de su inferioridad.

Las desdichas que esto le acarrea no tienen cuento; soltera, ve disminuirse y tal vez desaparecer el fruto de los sudores de su padre; viuda, mira acaso sumidos en la miseria a sus hijos, que podrían vivir holgadamente sin su incapacidad para los negocios; soltera, casada o viuda, es tenida y se tiene por incapaz de ninguna profesión que exija inteligencia, y esto es lo más grave de todo.

La ley prohíbe a la mujer el ejercicio de todas las profesiones: sólo en estos últimos tiempos se la ha creído apta para enseñar a las niñas las primeras letras.

La opinión ha sacado las últimas consecuencias de estas premisas y ha ido mucho más allá que la ley. En cuanto un trabajo, aunque sea mecánico, exige alguna inteligencia, no se permite a la mujer que en él tome parte, ni ella lo intenta. Cosa bien material es copiar; pero como es preciso, o por lo menos conveniente, tener ortografía, no hay escribientas. Bien propios para las delicadas manos de una mujer son los trabajos de relojería; pero como conviene saber un poco de mecánica, aunque sea rutinaria, ya no hay relojeras. Así podríamos continuar haciendo una larga lista de oficios lucrativos que no exigen fuerza muscular y a que no pueden dedicarse las mujeres. En cambio llevan grandes pesos, sobre todo en algunos países: son lavanderas, etc.

Hay muchos oficios que no exigen mayor inteligencia que otros a que se dedican las mujeres, monopolizados, no obstante, por los hombres, nada más que porque así es costumbre. Esto consiste en que la vida toda de la mujer está encadenada a la rutina; en que el uso, bueno o malo, es para ella ley, y en que el ridículo la amenaza apenas quiere salir del carril trazado. ¿Cómo con su falta de iniciativa, con su debilidad y la idea que tiene de su incompetencia, podrá superar tantos obstáculos? No lo intenta. Su trabajo queda reducido a ocupaciones cada día menos retribuidas, porque las máquinas le hacen una competencia imposible de sostener, y si resta alguna tarea a que pueda dedicarse, acuden tantas operarias, que precisamente les ha de dar la ley, y una ley dura, el que les dé trabajo.

Si se exceptúa alguna artista, alguna maestra y alguna estanquera, en ninguna clase de la sociedad la mujer puede proveer a su subsistencia y la de su familia. Hija, no puede auxiliar a sus padres ancianos; esposa, no puede ayudar al esposo; madre, se ve en el mayor desamparo, si la muerte la deja viuda o la perversidad de su marido la abandona. De aquí la miseria y la desdicha bajo tantas formas; de aquí la prostitución y los matrimonios prematuros o hijos del miserable cálculo y triste necesidad, porque el matrimonio es la única carrera de la mujer.

El concienzudo autor que ha estudiado la prostitución en París observa que la mayor parte de las mujeres que figuran en los afrentosos registros habían sido lanzadas por la miseria al abismo de la prostitución. ¡Cuántas víctimas se le arrancarían si se dejaran a la mujer expeditos todos los caminos para ganar honradamente su subsistencia; si la ley y la opinión no le creasen obstáculos por todas partes; si no tuviera que sostener una lucha en que es a veces tan difícil que triunfe su virtud!

La prostitución es para la mujer el más horrible de los males, y repetiremos con este motivo lo que decíamos hace años en un libro impreso, pero no leído4.

«Nunca se conmueve tan tristemente mi ánimo como al entrar en un hospital de mujeres donde se curan las enfermedades consecuencia de la prostitución. Allí las enfermas no suelen quejarse; saben que a nadie inspiran lástima, y procuran sofocar el dolor físico lo mismo que el dolor moral con chanzas obscenas y con blasfemias y con carcajadas que, como las de un loco, hacen llorar. Quieren embriagarse con el vicio: no les queda otro recurso; quieren escupir sobre las cosas santas parte del desprecio que inspiran; quieren negar lo que para ellas está vedado; quieren reírse del mundo para vengarse del dolor que les causa. ¡Pobres mujeres! Son y se sienten desdichadas, y lo confiesan cuando llega a su lado alguna de esas almas que tienen bastantes lágrimas de compasión para sofocar el fuego siniestro que brilla en la pupila de la prostituta. ¿Quién puede mirar sin profunda lástima aquel ser tan infeliz y tan degradado, que lleva su extravío hasta hacer gala de lo que debía causarle vergüenza? ¿Quién no se aflige al ver a aquella mujer, que fue inocente y fue pura, que pudo ser respetada, querida, y hoy para ganar pan arroja su cuerpo al muladar del vicio que le envenena, vende por algunos reales a un hombre repugnante el derecho de transmitirle una enfermedad asquerosa, y pasa continuamente de los brazos de la lujuria a la cama del hospital, donde a nadie inspira compasión, donde a todos causa desprecio y asco, donde se la cura para que vuelva a servir, como a un animal que enferma y curado puede ser útil? Digo mal; esta comparación no da todavía la idea de lo que inspira en el hospital la mujer deshonesta, cuando sus mismas compañeras se burlan de sus dolores, y cuando el practicante, al cortar o quemar sus carnes, le dirige por vía de consuelo alguna obscena chanza. Si no muere joven, ¡qué cosa más digna de compasión que su vejez anticipada y su muerte, que nadie llora!

»La mujer criminal es sin duda más odiosa, pero no hay nada tan despreciable como la mujer deshonesta; no hay hombre tan vil que no se juzgue superior a ella y la desdeñe. Como la primera necesidad de su ser moral es inspirar amor y sentirlo; como, por más que haga la mujer, no puede ser feliz, sino queriendo y siendo querida, la mujer deshonesta es profundamente desgraciada; cuando dice otra cosa, miente, y mentiras son su gozo cuando parece alegre, su contento cuando canta y su satisfacción cuando ríe. Si pudiera verse el corazón de las mujeres impúdicas que por algún tiempo parecen dichosas, se vería su desgracia como una llaga incurable, cubierta con paño lujoso: y digo algún tiempo porque si la felicidad fuera posible, no duraría más que su hermosura, que dura bien poco.»

A esta inmensa desdicha de la mujer contribuyen eficazmente la falta de educación y la imposibilidad en que muchas veces se halla de ganar honradamente su subsistencia, por no poder ejercer ninguna profesión ni oficio lucrativo.

Es preciso ver cómo viven las mujeres que no tienen más recursos que su trabajo; es preciso seguirlas paso a paso por aquel vía crucistan largo, luchando de día y de noche con la miseria, dando un adiós eterno a todo goce, a toda satisfacción; encerrándose con su destino como con una fiera que quiere su vida y que la tiene al fin, porque la enfermedad acude y la muerte prematura llega. ¿Cómo no ha de llegar, llamada por la pestilente atmósfera de la reducida habitación, por la humedad y el frío intenso y el excesivo calor, y la comida mala y escasa, y el trabajo continuo, que no basta para libertar de la miseria a los seres queridos, y tantas penas del alma, y tantas lágrimas de los tristes ojos a los que no trae alegría el sol al salir, ni promete descanso la campana que toca la oración de la tarde? Quien ve estas existencias y las comprende y las siente, se admira de que no sea mayor el número de las prostitutas, de las suicidas, de las criminales, y cree en Dios y en su conciencia que debe pedir educación para la mujer, que debe reclamar para ella el derecho al trabajo, no en el sentido absurdo de que el Estado esté obligado a darle, sino partiendo del principio equitativo de que la sociedad no puede en justicia prohibir el ejercicio honrado de sus facultades a la mitad del género humano.

Y aunque no giman luchando con los horrores de la miseria, y aunque no se vean unidas a un hombre que no aman o que les es antipático, y aunque no se atropelle su derecho y no se menoscabe su hacienda, ¡cuántos sinsabores y cuánto tedio acibaran la vida de la mujer por su mala educación!

Falta de autoridad en las cosas que no son de su competencia, es decir, en todo lo que no se refiere a los cuidados domésticos, ve extraviarse el esposo o el hijo, lo siente con su instinto o lo percibe con su natural razón, y se esfuerza para apartarlos del mal camino; pero se esfuerza en vano, porque le imponen silencio con un «¿Qué entendéis las mujeres de esto?» y es preciso callar hasta que llore los males que había previsto y que su falta de prestigio no pudo evitar. Harto frecuente es ver que los hombres cometen los desaciertos y las mujeres sufren sus consecuencias; que la que el día del consejo no fue escuchada, el día de la desventura tenga la primera voz para la resignación, y el consuelo y el sacrificio.

El tedio es otra consecuencia de la falta de educación en las mujeres; muchas temen los días de fiesta.Y no se crea que el tedio es un mal de poca importancia y que no puede influir poderosamente en la felicidad doméstica y poner en riesgo la virtud: tal vez es un enemigo más terrible que el dolor. El dolor es activo, se gasta con el tiempo, se alivia; el tedio es una cosa pasiva, es un vacío que se siente siempre lo mismo, si no se siente más. El dolor ocupa, no deja a la imaginación que se extravíe más que en una dirección; si alguna vez da oídos a la tentación del crimen, rechaza las sugestiones del vicio; el tedio puede escuchar todas las voces tentadoras, tiene caminos para todos los extravíos, y no hay aberración que en un momento dado no pueda servirle de espectáculo. El dolor es motivado, impone respeto; el fastidio vago, sin causa determinada, halla poca tolerancia; el dolor hiere, el fastidio corroe.

En la vida íntima, una mujer muy fastidiada es difícil que no sea muy fastidiosa, a menos que tenga grandes tesoros de cariño y de bondad; y más difícil aún que el hombre tolere paciente un malestar a su parecer inmotivado. Su esposa tiene que comer y que vestir, y la casa bien amueblada; ni sus hijos le dan disgustos, ni él tampoco; todos disfrutan salud; ¿qué le falta a aquella criatura, y por qué se le ha de tolerar su mal humor, a ella que, más joven, tenía tan buen carácter? No se lo tolera, y se impacienta, y la paz se turba, y le es desagradable su casa, y tal vez busca otras satisfacciones culpables.

El hombre que no halla razón para tolerar el mal humor de su compañera, no repara que su amor se ha convertido en amistad, acaso tibia; que sus hijos no la ocupan ya incesantemente como en la infancia; que se van de casa a sus ocupaciones y a distraerse con él, y que su mujer pasa la vida casi sola. Los cuidados domésticos la ocupan, pero no lo bastante; no pueden satisfacer las necesidades de su ser moral e intelectual, y cuanto más activa sea y más inteligente, estará peor.

Si es devota, corre riesgo de hacerse beata; si no lo es, está en peligro de disiparse, arruinando a su marido con lujo y diversiones; suponiendo que no le deshonre con excesos, cuando no le sucede ninguna de estas dos cosas, se fastidia en el hogar doméstico, siendo realmente desgraciada. El tedio es una enfermedad del entendimiento que no acomete sino a los ociosos. Las ocupaciones de la mujer no le ocupan más que las manos; llega un tiempo en que a fuerza de abusar de ella en trabajos minuciosos, casi microscópicos, la vista le falta, y hasta la ocupación manual queda reducida a muy poca cosa.

Si las mujeres no tuvieran facultades intelectuales, debían estar satisfechas cuando no sienten grandes penas en el corazón ni les falta lo necesario para la vida material; no obstante, no es así. Tal vez se nos arguya diciendo que incurrimos en un error de hecho; que las mujeres a que aludimos, cuando no se quejan, prueba es de que se encuentran bien, y que su desdicha es obra de nuestra imaginación o del deseo de hallar argumentos en confirmación de nuestras opiniones.

No son los hechos una cosa tan fácil de ver como se cree. ¡Cuántos hombres tocan los desdichados efectos del tedio de su mujer sin sospechar la causa! ¡Cuántas mujeres se hallan mal, o tal vez son desgraciadas sin que acierten por qué, y miran como inevitable su malestar, atribuyendo a sus nervios, a su desdicha o a su culpa, lo que es consecuencia de la inacción de sus facultades más nobles!

El tedio de la mujer hace grandes estragos en la paz doméstica; enemigo invisible y poderoso, parece como que se identifica con las existencias que envenena, y se presenta con el poder de la fatalidad. Es probable, es casi seguro, que muchos lectores creerán que exageramos sus consecuencias; pero todo el que le observe con atención se convencerá del daño que hace, de que produce un malestar en la mujer que se comunica a la familia, y es como ciertas enfermedades que revisten mil formas, pero cuyo origen es el mismo. Fuera de los casos excepcionales de virtud heroica o bondad sublime, cierto grado de malestar es un obstáculo insuperable para derramar el bien en derredor de sí, y cuando se derrama, hay siempre en él una acritud o una melancolía que revelan su triste procedencia.

Todos estos inconvenientes y otros muchos se remediaban con que las mujeres tuvieran ocupaciones útiles y racionales, ocupaciones que las ocupasen, y en que entrase en mayor o menor escala el ejercicio de las facultades más nobles. Las personas que empleen todas las que han recibido de la naturaleza, serán desgraciadas cuando Dios les mande alguna terrible prueba, pero no se fastidian nunca: el tedio es hijo de la ociosidad.

Otro inconveniente de no levantar el espíritu de la mujer a las cosas grandes es hacerla esclava de las pequeñas. Las minuciosidades inútiles y enojosas, los caprichos, la idolatría por la moda, la vanidad pueril, todo esto viene de que su actividad, su amor propio, tiene que colocarse donde puede, y hallando cerrados los caminos que conducen a altos fines, desciende por senderos tortuosos a perderse en un intrincado laberinto. Las necesidades verdaderas, según la clase de cada uno, tienen límites; no los hay para las del capricho y la imaginación, que pide al lujo goces acaso incompatibles con la honra. La mujer se hace esclava del figurín y de la modista, cifrando su bienestar en la elegancia y la riqueza de su traje, y en que la casa esté lujosamente amueblada. Hay pocas disposiciones de nuestro espíritu con tendencias tan invasoras como la vanidad: se desborda si no se le pone coto. ¿Y cómo podrá contrarrestarla con sólidos diques el entendimiento de la mujer sin educación y sin ejercicio? Lejos de hallar grandes obstáculos, la vanidad encuentra poderosos auxiliares en las ocupaciones, en los hábitos, en los devaneos intelectuales de la mujer, y así hace en ella tantos estragos; al verlos, se llaman inclinaciones innatas a las monstruosidades engendradas por el error, e imperfecciones naturales a la ignorancia de la naturaleza o a la impiedad de querer desfigurar con mano sacrílega la obra de Dios.

Es una inmensa desdicha para la mujer el dar mucha importancia a lo que tiene poca, poniéndose bajo el yugo de las cosas pequeñas. Como son tantas, la desgracia puede venirle de muchas partes, y a veces sin voluntad o sin remordimiento del que la envía. En estas penas desproporcionadas al mal que las causa se sustituye el ridículo a la gravedad; la prueba no proporciona triunfos a la virtud, ni da la resignación ejemplo, ni purifica el dolor. La existencia de la mujer se ve muchas veces como acribillada por un enjambre de insectos, que llegan uno a uno, fáciles de aniquilar aislados, irresistibles reunidos, y no los pisa, no los aniquila, porque ha aprendido en mal hora que es para ella imposible. ¡Cuántas veces se parece su abatimiento al de aquel loco inmóvil en su asiento porque creía que era una gruesa cadena el hilo con que estaba atado!

¿Hay para la mujer más desdichas creadas o agravadas por la inactividad de sus facultades intelectuales? Sí, hay otro mal que estremece: la pasión; fiero enemigo ante el cual se halla sin defensa; ¿qué decimos defensa?, le presta auxilio poderoso todo su modo de ser tal como la sociedad le ha forjado en el terrible yunque de su voluntad ciega.

No es ya la mujer la hembra del bárbaro o del salvaje, embrutecida y mártir, que apenas tiene fuerza ni tiempo más que para resistir el dolor y la opresión; no es tampoco la mujer de Oriente, cuya belleza física se precia escarneciendo la hermosura de su alma; el hombre ha comprendido que su corazón es un tesoro, y la mujer del mundo civilizado y cristiano, moralmente rescatada de su largo cautiverio, es amada, puede amar, ama: sus facultades afectivas se han reconocido antes que sus facultades intelectuales, y su corazón no se halla dentro de un círculo de hierro como su inteligencia. Así era necesario; el hombre siente antes que piensa. El cariño, si no es mutuo, no puede ser dichoso, y el hombre no podía prohibir a la mujer el sentimiento sin vedarse a sí propio la felicidad. En el mundo de los afectos, la mujer tiene ya personalidad, nadie le niega su competencia y su derecho.

Tal es la situación de la mujer; abiertos todos los caminos de sentimiento, cerrados todos los de la inteligencia. Impresionable y amante por naturaleza, toda su actividad se lanza por el único camino que no le está vedado.

Amar para ella es la vida, toda la vida; el amor es a la vez un recurso, una ocupación, un sentimiento, y ama sin medida, ciegamente, con locura, con delirio, porque sin el amor, sin algún amor, su existencia es la negación, es la nada. Así se la ve recorrer apasionadamente la escala de todos los amores, los sublimes como los ridículos, desde el santo amor de Dios, al que le inspira su perro o su gato. Más impresionable, más amante que el hombre, para no verse arrastrada por la pasión, necesitaba mayor contrapeso que él, y no tiene ninguno. El hombre cultiva sus facultades intelectuales, preparando así el equilibrio, ya por la actividad que se reparte, ya por el adversario que el día de la lucha hallarán los afectos en la razón ilustrada. El hombre tiene una vida activa y necesidad de prestar atención a las cosas exteriores y de concentrarla en los trabajos del espíritu; así puede prestar menos al sentimiento, preparando contra sus extravíos armas poderosas para defenderse. Su existencia es compleja, el bien y el mal tienen muchos caminos, pero lleva en sí medios variados para buscar el uno y huir del otro.

La vida de la mujer es sedentaria y monótona: no tiene ni actividad ni variedad. Si es vulgar, admite el amor, cualquier amor, como pasatiempo; si no lo es, ama con vehemencia, con pasión. Toda la febril actividad de su alma se concentra en un solo punto; ninguna cosa la distrae de su peligroso éxtasis, y el día que se extravía, nada la contiene, y el día que se aflige, nada la consuela; porque un ser era la luz de sus ojos, y cuando la pierde, queda en la oscuridad y ve extrañas visiones. El mundo con sus trabajos, con sus ruidos, con sus hechos, no turbó sus sueños de felicidad, ni consolará las realidades de su desgracia. En sí no halla recursos para combatir la pasión, que es la única forma en que concibe la vida. Su dicha no tiene más que un molde; roto éste, es imposible. Hará oír el gemido de la mujer piadosa o la carcajada de la prostituta, y según el camino que elija, será digna de desprecio o de respeto, pero nunca será feliz. La pasión para el hombre es un torrente; para la mujer, un abismo.

Tal es la situación de la mujer en el mundo civilizado y cristiano, en que tiene grande actividad la parte afectiva de su alma, mientras permanece en letargo su inteligencia. Más impresionable y más amante por naturaleza, todos los amores de la mujer serán siempre más vehementes; pero con otra educación, más y mejor ocupada, atrayendo una parte de su actividad a sus facultades intelectuales, que pudieran en el día de la lucha hacer de contrapeso, servir de faro y llenar un vacío, la mujer no se vería indefensa contra la pasión que clava en ella la garra, destrozando sus entrañas. De todas sus grandes desdichas ésta es acaso la mayor. Para la mujer vehemente y apasionada, inevitables son las borrascas de la vida, lo sabemos; pero si ha de lanzarse al mar tempestuoso, no privarla siquiera de brújula y de timón.

La inteligencia que ha profundizado más en el estudio de las pasiones, Mad. Staël, dice: «...las leyes mismas de la moralidad, según la opinión de un modo injusto, parecen suspendidas en las relaciones entre las mujeres y los hombres; pueden ser buenos y haberlas causado el más horrible dolor que a un mortal le es dado producir en el alma de otro; pueden engañarlas y pasar por veraces; en fin, pueden recibir de una mujer servicios, pruebas de abnegación que unirían a dos amigos, a dos compañeros de armas, deshonrando al que fuese capaz de olvidarlas; pero si estas mismas pruebas las recibió de una mujer, a nada queda obligado, atribuyéndolo todo al amor, como si un sentimiento, un don más, disminuyera el precio de los otros».

Esto es evidente. Que hay una moral para las relaciones de los hombres entre sí, y otra para su trato con las mujeres; que con ellas los compromisos, la palabra empeñada, el honor, la gratitud, tienen una significación distinta, no es cosa que puede ponerse en duda. Un hombre puede ser mil veces infame, y con tal que lo sea con mujeres, pasará por caballero; puede ser vil, y gozar fama de digno; puede ser cruel, sin que le tengan por malo.

¿Cuál será la causa de este increíble absurdo que apenas se nota? ¡Tal es la desdichada facilidad con que nos acostumbramos a respirar la atmósfera del error! ¿Cómo hay dos criterios, uno aplicable al mal que hacen a las mujeres y otro al que pueden hacerse los hombres entre sí? La razón de esto es la supuesta inferioridad de la mujer; nada puede ser mutuo entre los que no se creen iguales. ¿A qué se juzga obligado, moralmente hablando, un orgulloso aristócrata con el último de sus criados? A muy poca cosa. Y si le habla y le considera, y le compadece, y no le falta en nada, dígalo o no, cree hacerle un favor, y llama a su deber caridad. A medida que sus inferiores se aproximan a él les concede más derechos, es decir, cree que tiene más deberes, y no le parecería decentemirar a su mayordomo o a su contador como a su mozo de cuadra.

Si recorremos la escala de las relaciones que los hombres tienen entre sí, veremos que para con el esclavo, ser inferior, vil y despreciado, apenas hay más que derechos: a medida que el hombre se levanta en la ley y en la opinión, y le creemos más semejante, el número de nuestros deberes se va aproximando al de nuestros derechos, hasta la perfecta igualdad, en que no hay derecho que no imponga un deber.

Si el hombre no se cree obligado con la mujer como con otro hombre, es porque la juzga inferior, y tan cierto es esto, que la opinión le permite perjudicar a una criada mucho más que a una señora, y a medida que su víctima desciende en la escala social, puede subir él en la de la maldad, sin que le llamen malvado.

Hay mujeres que se quejan del matrimonio, atribuyendo a la institución que más las favorece los males que vienen de otra parte. No hay contrato que establezca igualdad ni deberes mutuos entre dos seres, uno de los cuales se cree más perfecto que el otro. El mal no está, pues, en el matrimonio, que favorece mucho a la mujer, dadas sus condiciones, sino en la desventaja con que va a él, siendo inferior en la opinión y en la realidad, porque inferior es su inteligencia no cultivada.

Bajo cualquier aspecto que se considere la vida de la mujer, se ve la necesidad de educarla y las tristes consecuencias de que no se eduque. Físicamente más débil, necesita suplir con la inteligencia la falta de fuerza muscular; más impresionable, más vehemente, ha menester educar sus facultades intelectuales para que sirvan de contrapeso a los extravíos de su imaginación y a los ímpetus de su vehemencia. El hombre, no obstante, le cierra los libros del saber, y, ¡cosa increíble!, le permite que abra los que pueden hacerle un daño incalculable, y no lleva a mal que se envenene con novelas inmorales y que resabie su entendimiento con lecturas frívolas: más lógico y más racional era no enseñarla a leer. Combate el tedio con las novelas; y las novelas, ¿con qué las combatirá? Bebidas hay que aumentan la sed, y distracciones que, buscadas para llenar el vacío, le hacen mayor.

La falta de educación, tan fatal para la mujer, ¿es ventajosa para el hombre? Investiguémoslo.

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