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La naturaleza como vía de conocimiento y de regeneración en la obra de Rosario de Acuña (1850-1923)

Solange Hibbs-Lissorgues



«Y hoy, al recorrer con el pensamiento los lejanos pasados, al recontar todos los dolores y todas las alegrías de la vida, confieso con toda la sinceridad del que nada espera ni nada teme, que le debo a la contemplación de la naturaleza, a la compenetración de sus preceptos y de sus hermosuras, las únicas y positivas felicidades por las cuales el alma se ha encontrado satisfecha de haber nacido»1.







Esta cita resume toda la importancia de la naturaleza en la obra de Rosario de Acuña. Una naturaleza que está omnipresente a lo largo de su vida y en sus escritos no sólo como fondo paisajístico o como referencia estética sino esencialmente como materia de observación, fuente de reflexión y de conocimiento. Se trata de una presencia que cuaja con la propia experiencia y con las especiales condiciones biográficas de la autora y que se impone como una convicción íntima: sólo a través de la profunda fusión entre el hombre y la naturaleza es posible el acercamiento a Dios. El panteísmo espiritualista de Acuña supone, como veremos más adelante, un retorno a la naturaleza y una exploración de todos sus componentes. La comunión del ser humano con la tierra remite además a ciertas influencias filosóficas y espirituales que impregnan su obra.

La referencia a la naturaleza puede valorarse teniendo en cuenta varias perspectivas. La primera implica su ideal humanista y su particular concepción de la religión: una religión vitalista que supone una perfecta armonía con el entorno natural. La inteligencia del hombre sólo puede fertilizarse en medio de las fuerzas vivas de la naturaleza. Allí es donde mejor se expresa la presencia de Dios, entidad suprema, «divinidad desconocida y magnífica que, por decreto inescrutable, [...] da ojos para ver, corazón para amar, conciencia para sentir y mente para analizar»2. El rechazo de los dogmas con todas sus imposiciones y la búsqueda de una racionalidad con «todos sus espiritualismos»3 es la vía que lleva a Rosario de Acuña a escrudiñar la naturaleza como fuente de vida y de equilibrio. Esta segunda perspectiva es la que nos permite valorar la reflexión moderna y regeneracionista de esta autora, reflexión que la lleva a proponer proyectos ambiciosos arraigados en la realidad social y cultural de su época. Por fin, es especialmente notable la dimensión poética y estética de los escritos de Rosario de Acuña en los que las descripciones de los escenarios y paisajes que atraviesa o en los que vive cobran un relieve particular, creando una atractiva iconografía literaria. Nos parece imprescindible empezar este estudio con el itinerario físico y biográfico de la autora por lugares que favorecieron su especial empatía con la naturaleza.




Viajes y periplos: un ritual iniciático

Conviene recalcar que el viaje como fuente de descubrimiento y de conocimiento es una constante en la vida de esta mujer: su apasionada y sensible mirada se fija en los paisajes pero también en los seres humanos que encuentra en su recorrido. Las numerosas referencias a los parajes y lugares que atraviesa brindan una representación topográfica y geográfica realista de España. En varios artículos en los que evoca circunstancias particulares de su existencia, la autora recuerda los periplos físicos e intelectuales que durante años la llevan por todo el territorio español y por países como Francia, Italia y Portugal. El viaje como ritual iniciático pero también como necesidad ineludible por motivos físicos se impone desde la infancia. Los primeros recorridos son los que hace en compañía de su padre en los campos y en las sierras andaluzas para curar una conjuntivitis escrofulosa:

«Y si las garras del mal que me acosaba no se aflojaban en los primeros instantes de mi llegada al campo, no había más que montar a caballo y subir a la sierra, ascender a las umbrías de Madrona, a los llanos de Navalahiguera, a las cumbres del Tamaral, a las mesetas de la Solana [...]»4.



El amor por la naturaleza, infundido desde la infancia, se convierte en ley de vida y fundamento de la posterior evolución religiosa, social e intelectual de esta librepensadora:

«Amante ferviente, desde niña, de la naturaleza, violentada en mis afecciones desde mi tierna edad, por haber sido nacida y educada en Madrid, las horas que cuento de felicidad completa en mi vida se las debo a mi padre, que me llevaba a su lado a las monterías de Sierra Morena, cuando apenas mis piernecillas de ocho años me permitían seguir sus arriesgadas jornadas por aquellas cumbres bravías. Allí, en las soledades majestuosas de Sierra Madre, en las solanas y umbrías de aquellas fertilísimas cañadas [...] mi alma aprendió a comprender las sublimes bellezas de nuestro planeta, aprendió a escuchar la armonía deleitosa de los rumores selváticos, aprendió a ver el tapiz de esmaltes diamantinos que el rocío tiende en las praderías, aprendió a percibir en el fondo del corazón los acres y vigorosos perfumes de las florestas... En aquellas inolvidables horas, mi espíritu se fue desposando con la naturaleza, y desde entonces el culto de mi vida, los afanes de mi voluntad, las energías de mi carácter, mi ambición, mi pasión, mi entendimiento y mis sentidos, todo mi ser entero ha luchado y vivido por y para la naturaleza»5.



El retorno a la naturaleza coincide con la progresiva y parcial recuperación de la vista y el mejoramiento físico. A partir de entonces, el sumergirse en la naturaleza y en el campo aparece como la única opción de vida personal y saludable. Rosario de Acuña evocará varias veces «la potencia de sus pupilas en aquella orgía de colores y destellos que el sol de Andalucía derrama en la tierra»6 así como «las buenas proporciones y la agilidad de un cuerpo casi de joven como cuadra a un cuerpo [...] que trepó y anduvo por riscos y breñas sin asustarse de los ventisqueros, ni estremecerse ante los abismos»7.

La mirada recuperada cobra especial importancia en la obra de Acuña: los ojos son medidores y transmisores del movimiento que late en lo animado. Este mirar refleja claramente como al percibir la tierra como criatura viva, al captar esta energía como algo que fluye como sangre en las venas, se puede estar en armonía con el cosmos. Con una mirada agudizada después de «una larga y dolorosa afección a los ojos», el encuentro con la naturaleza se verifica de manera intensa gracias a la luz, «agente externo, fluido magnético que con sus ondulaciones infinitas pone en comunicación a los astros y establece las atracciones moleculares»8.

En sus artículos «En el campo», publicados en los años 1882 y 1883 y en los que la reflexión ética y la escritura ensayística se acompañan a menudo de incursiones más personales y autobiográficas, Rosario de Acuña evoca la lenta y difícil conquista de una luz a la que aspira desde la sombra y el dolor: «En aquella sombra dolorosa que me envolvía, yo me imaginaba la luz como una cosa más allá de la vida, más allá de lo real, de lo posible»9. Esta luz, presente en casi todas las páginas de su obra, constituye el entramado vital del que brota la contemplación como emoción estética y como conciencia vital: «tan íntimamente uní en mi pensamiento la idea de la luz a todo lo justo, a todo lo bello y lo bueno, que ni un solo instante de mi vida, y esto que ya estoy en las cumbres más altas de su peregrinación terrenal, [...] ni un solo instante, repito, dejé de rendir a la luz el culto más ferviente»10.

La luz acompaña el ritual cíclico de la existencia apenas perceptible en el despertar del día «como hilo blanquecino [...] que oscila entre la sombra con indecisa claridad [...], la aureola rosada de luz del naciente sol, esplendorosa en la mañana en la que la luz del sol estalla como espléndidos fulgores», «destellos abrasadores»11. Fuente de vida, esta luz es también reflejo de una fuerza superior y transcendental, un horizonte infinito en el que se ensanchan el espíritu y el alma.

Las excursiones por el monte, por la dilatada geografía de una tierra que recorre palmo a palmo se convierten en un ejercicio ascético, en el sentido sensorial e intelectivo de la palabra a la vez que remiten al excursionismo como actividad destinada a descubrir un territorio, todos los elementos naturales y, a la par, fusionarse con ellos. Es de notar que estos viajes y recorridos adquieren particular relevancia en el contexto del último tercio del siglo XIX propicio a los viajes pedagógicos en la línea de los de la Institución Libre de Enseñanza. El viaje por ásperas rutas como las que describe por las sierras y montañas de Cantabria y de Asturias constituyen una exploración antropológica con finalidad ética y humanista. Pueden rastrearse en la obra de Acuña abundantes referencias a esta sed de conocimiento mediante la observación de la naturaleza:

«Además, yo quise conocer mi patria, palmo a palmo, y la recorrí a caballo y a pie, en varios años de peregrinación. También visité Francia, Italia y Portugal. Desdeñé siempre, por coercitivos, los medios de locomoción que hicieron de estas sociedades presentes, inmensos rebaños trashumantes de muchedumbres ricas o pobres; y acaso con el resabio de mi larga ceguera, no acepto, para conocer y saber, el ruido de las gentes, las bullas sociales; quiero descubrirlo y aprenderlo todo por mí misma, con mi solo esfuerzo y voluntad»12.



Las minuciosas excursiones se hacen durante largas temporadas «al paso de su manso corcel»13. Confiesa que emprende viajes difíciles por todo el territorio español suscitando de este modo la curiosidad y el asombro de los que encuentra en su camino: «Al cruzar en varias ocasiones mi patria, me hallé muchas veces en aldeas escondidas, casi inabordables, lo mismo en las cordilleras que la entrecruzan que en las estepas que la constituyen»14. Se dedica a explorar Galicia y Asturias para captar todos los aspectos del entorno natural y también social: «Aquí me tienen en León, descansando de mis jornadas de trescientas ochenta y nueve leguas recorridas a caballo por Asturias y Galicia, del viaje de cinco meses que he realizado acompañada de mi fiel criado»15. No le importan las dificultades del viaje y se adentra con especial predilección en paisajes recónditos de difícil acceso como los que describe en otra serie de textos titulados «Pequeñas Industrias rurales»: «Recorriendo en una ocasión la costa asturiana desde Vidiago a Tinamayor, me encontré escondida entre aquellos abruptos acantilados que engarzan con asperezas de las rocas praderías y maizales, una casería pequeña y pobre, colgada sobre el mar»16.

Afirma constantemente su voluntad de conocer a través de la observación minuciosa la naturaleza viva. En su entusiasta y casi fervoroso descubrimiento del entorno natural nunca olvida de interesarse por los seres humanos, los habitantes que pretende estudiar17.

En otros momentos más dolorosos de su vida como en el año 1923, al marcharse exiliada a Portugal, se refiere a este modo particular de tomarle el pulso al entorno: «Emigré a Portugal y recorrí aquel hermoso país andando por las carreteras. Donde encontraba un arroyo, me lavaba la camisa y vivía mi vida»18.

La investigadora mirada de Rosario de Acuña acompaña lo que ella llama «la actividad ascendente de mi alma»19, una actividad íntimamente vinculada con el afán de descubrir los resquicios de las costas, el paisaje montañoso, las rocas y a la postre fusionarse con ellos. El recorrido de escabrosas rutas montañosas se asemeja a sucesivas pruebas iniciáticas:

«Y cuando en mi ansia de obedecer y amar a Dios he ido, año tras año, peregrinando por montañas y costas, mil veces me arrodillé extasiada al alzarse ante mi vista sus majestuosos altares en los ventisqueros pirenaicos, en las crestas rocosas de las cimas cántabras o en las escolleras abruptas donde los torbellinos del mar cantan hosannas eternos...»20.



El modo de acercarse al mundo y a Dios es mediante la fusión con el paisaje. El Tellus Mater o tierra madre es la energía fecundadora pero también la disolución mortuoria para volver a rebrotar la vida. Es de notar en la casi totalidad de los artículos que componen esta obra la red léxica de recurrencias y ligaciones que remiten al emparejamiento entre la religión, Dios y la naturaleza. La naturaleza es el entorno en el que se emprende el viaje esforzado hacia la cumbre -connotada físicamente y como camino de perfección y de conocimiento- y donde se produce la intimidad del hombre con Dios a la par que su enraizamiento en la tierra materna:

«Y allí, en presencia de los grandes cuadros de la Naturaleza, donde todos los colores de la divina paleta trazan la armonía del mundo, mi alma, siempre arrodillada, siempre sumisa y piadosa, volvía sus anhelos a la divinidad desconocida y magnífica que, por destino inescrutable, nos da ojos para ver, corazón para amar, conciencia para sentir y mente para analizar»21.



En el complejo proceso de la contemplación que se produce, se trata, según términos de la propia Rosario de Acuña de «soñar y estar despierto». Estos términos cobran especial relieve en el artículo «¿Delirios o intuiciones?», texto inédito publicado el 11 de abril 1898 en La Campana22. El recorrido de la autora por las Brañas de Bastandran, montañas santanderinas, remite al fervoroso ascenso de los montes desde los que se vislumbran la fauna, la flora y el paisaje en su fértil riqueza. Varios planos se superponen hasta llegar a «las cresterías de los Pirineos» y se mezclan todas las sensaciones auditivas (gorjeo de los pájaros), olfativas (olores de florestas y plantas), y visuales (colores y luz en sus diversos matices como un mosaico de pedrería). En las cumbres la visión interior sustituye a la mirada exterior. La osmosis de la autora con el paisaje es total:

«Ni un sonido, ni un rasgo, ni un matiz que acusara la presencia de la humanidad turbaba aquel grandioso despertar de las montañas, y yo inmóvil, sugestionada por una paz tan solemne, llegué a perder la noción de la propia personalidad, y me sumergí en aquella saturación de grandeza»23.



El ensimismamiento suscitado por la contemplación del paisaje se transforma en una visión: visión semejante a la que describe en otro texto posterior, publicado en 1909 y titulado «¡Bienvenido! ¡Los que han de morir, oh, Cometa te saludan!» que refleja este vagar por la conciencia, esta introspección que lleva a la captación de un todo. Porque de lo que se trata como lo expresa Rosario de Acuña es «soñemos que sabemos, que pensamos, que sentimos, y, con el tosco buril de nuestros míseros modos de expresión, tracemos un surco de pensamientos, de sensaciones y de sabidurías que nos guíe erguidos y firmes hasta la postrera etapa de nuestra vida!»24.

En «¿Delirios o intuiciones?», partiendo de la realidad circundante y de la captación sinestésica de los detalles del entorno, la contemplación exterior se convierte en visión mediante el ensanchamiento del paisaje:

«[...] sin saber cómo, aquel pedazo del planeta tomó ante mi inteligencia la forma de un ser racional. Se dilataron los montes, se extendieron las selvas, fueron surgiendo ríos y mares; mi espíritu llegó a los polos, dio vuelta a un meridiano, recorrió el ecuador y cuando contempló el planeta entero, con sus desiertos, praderías, bosques, cordilleras, mares, ríos, volcanes y ventisqueros [...] creí hallarme ante un organismo vivo...»25.



Mediante una prosopopeya en la que la naturaleza interpela a la raza humana, incitándola a desdoblar «las páginas secretas de mis entrañas», Rosario de Acuña vuelve a definir el camino de perfección, engrandecimiento y regeneración posible con el conocimiento de la naturaleza. El desprecio de las leyes naturales que entrañan el equilibrio entre las partes, la inteligencia intuitiva del mundo, la sensibilidad orientada por la razón constituye una rémora para el progreso humano y la germinación de «una especie racional», de una humanidad «capaz de ascender por las cumbres de la racionalidad»26.

No encontramos en la obra de Rosario de Acuña los tópicos románticos y la contemplación de la naturaleza no desemboca en una oposición entre el hombre y una naturaleza indomable ni en la evocación de la soledad genérica del ser humano. En el caso de nuestra autora, el acercamiento al entorno natural se experimenta como acercamiento y fusión, como captación de la unidad en la multiplicidad, como interrelación del todo. El concepto de un mundo orgánico y de la vida como movimiento continuo es el que propicia el descubrimiento intuitivo de la energía cósmica mediante el cuerpo humano. El viaje es, por lo tanto, viaje de revelación de una verdad que no es ni impuesta por una religión oficial o dogmática, ni por una institución humana. En la explícita reivindicación de su filiación espiritual con los evangelios, el cristianismo primitivo y despojado de ritos, Rosario de Acuña evoca a un Dios «plácido, amoroso, tranquilo y alegre»27. Pero también conviene recalcar una posible influencia en Rosario de Acuña de la filosofía oriental, y más precisamente del taoísmo y del budismo a los que alude en sus artículos de 1917, «La verdad inmanente en las religiones positivas»28.




Naturaleza y panteísmo

No es nuestro propósito profundizar la concepción y la vivencia de la religión de Rosario de Acuña pero conviene señalar una de las etapas esenciales de la evolución de su pensamiento ético: el rechazo de los dogmas, posición que aclara en varias ocasiones y más explícitamente en una especie de «confesión», o recorrido autobiográfico en «Nuestro ateísmo», artículo publicado en 1909 y la reivindicación de lo que llama «la religión de la naturaleza y el Dios de la naturaleza»29. Precisamente porque el dogma pretende anular lo relativo con lo absoluto y el movimiento con la inmovilidad de las certidumbres, desvirtúa la armonía universal. Acuña rechaza lo que llama una religión de exterioridad que ha convertido a los hombres en ateos prácticos y sin resortes morales internos. Esta condena de una falsa religión, y precisamente del catolicismo, se da con particular virulencia en algunos de sus textos más reveladores como «¡Ateos!» y «Nuestro ateísmo» (redactados respectivamente en 1885 y 1909). En este momento de su itinerario religioso se percibe la influencia que había ejercido en ella el krausismo. Es de particular interés subrayar la filiación de las ideas defendidas por esta autora con las de Sanz del Río por ejemplo y más particularmente las vertidas en su Compendio razonado de historia general donde se nos dice que «la historia no es otra cosa que la manifestación visible, en hechos de la naturaleza y de la inteligencia de la idea invisible de Dios»30. Rosario de Acuña recoge el fondo panteísta de esta reflexión sobre la evolución de la humanidad. Lejos de la imposición dogmática, de los rituales y conveniencias teológicas, se necesitan otras formas de pensar el mundo para abarcar «la gran síntesis del Universo»: «Salga de este finito cerebro y de esta organización finita, la pretensión sacrílega de definirte, de comprenderte e interpretarte»31. A estos «ministros de todo aniquilamiento», a estos sacerdotes que imponen, como primera condición de creyente en Dios, «la anulación de su ser, es decir, la prohibición de pensar y de sentir de otro modo que piense y sienta el director de conciencia». Acuña responde con «la parte conmovedora y racional que posee el Evangelio»32. La realización y la culminación del ser humano en un mundo espiritual nuevo sólo podrán verificarse mediante una nueva relación entre el hombre y la naturaleza:

«Nada podemos hacer sino realizar en el medio impuesto que nos rodea los destinos a los que estamos sujetos por el lazo omnipotente de la fraternidad universal de la vida [...]. Pues si en todos los órdenes de la vida vemos para nosotras el perfeccionamiento poniéndonos, sumisas y amantes, en contacto inmediato con la Naturaleza, ¿por qué no entregarnos, sin restricciones, a su adoración? ¿Por qué no sumergirnos, con la voluntad llena de la fe, en la comunión de la vida inmortal? La única para la cual se concibe ilustrar la inteligencia, cultivar el corazón, educar la voluntad; la única existencia hacia la cual deben converger las ciencias y las artes, pues es ella la que ofrece al porvenir humano la anchurosa calzada del progreso [...]; la única que podrá llevar las almas de nuestros descendientes al mundo de la ansiada paz, que será la morada donde los hombres consagren todas las civilizaciones con la diadema de la fraternidad»33.



Perfeccionamiento, progreso, engrandecimiento son posibles «cuando la especie humana llegada a la pubertad de la razón, comience a subsistir en armonía con la Naturaleza [...] compenetrándose de todas sus leyes [...]»34. Todos los escritos de Rosario de Acuña proclaman esta fe en el conjunto armónico de la creación, su convicción de que el hombre, capaz de progresiva perfección, puede alcanzar la armonía de la vida universal. La perfección de todos sus atributos le permite acercarse a esta síntesis entre naturaleza y espíritu. A través de la naturaleza puede asomarse el ser humano a esta religión universal de la humanidad. La idea y la experiencia de Dios pueden expresarse a través de todas las religiones positivas y éstas no son más que etapas históricas limitadas de una búsqueda trascendental. En dos artículos titulados «La verdad inmanente en las religiones positivas», su autora afirma que ha estudiado todas las religiones y que todas son respetables35. Vemos fluir y entremezclarse en este balance las influencias espirituales de otras filosofías explícitamente sugeridas. En esta búsqueda universal, religiones como el hinduismo, el taoísmo o el budismo convergen todas hacia el concepto de un mundo orgánico, en el que la vida es movimiento continuo e interrelación de todo. Se trata de un mundo en el que «todo es divino» y donde lo más ínfimo y lo más grande están unidos:

«Es una cadena de vibraciones de amor que enlaza los planetas y las mariposas y todas las almitas que laten en el mundo de los pequeños llevan en sus pliegues un átomo divino de la infinita bondad que anima el mundo [...] Todos nosotros vivimos y morimos en el gran océano de la Naturaleza planetaria»36.



El ímpetu de ascensión hasta los más altos perfeccionamientos está estrechamente vinculado con el paisaje de cumbres, cordilleras y montañas. En estos textos, el ascenso constituye un eje corporal, ético y religioso: las montañas elevan al hombre, lo reafirman, le brindan serenidad. La empatía con el paisaje es requisito para que se verifique esta comunión. En su relato del recorrido de los montes de León a Pajares, Rosario de Acuña recurre a la montaña como imagen de la trascendencia o epifanía de lo divino: «Las cumbres son la casa habitada por Dios y, al llegar a ellas, nuestras almas, cual si presintieran estar más cerca de Dios, [...] recreaban en optimismos multiplicados nuestros pensamientos»37.

En su descripción de los montes de Luarca, reivindica este camino ascendente, el recorrido esforzado como ley de vida: «[la vida] sigue siempre en inacabable subida; para seguirla es menester no detenerse jamás, ni aun volver hacia la tierra la postrimera mirada»38. Esta huida hacia arriba, hacia el azul infinito no está exenta de intertextualidades con el Evangelio, citado muchas veces por la autora. La cadena metafórica cima... subida a la cima... descubrimiento de una dimensión espiritual, de Dios aparece en el Antiguo Testamento, más precisamente en la Profecía de Miqueas (IV, 1-2): «El monte de la casa de Dios será fundado sobre la cima de los montes, y ensalzado sobre los collados...». En este mismo texto «De León a Pajares», la grandeza mineral «de los murales granitos, de montañas inmensas, escalonadas como peldaños de titanes», «el desgarramiento de sus aglomerados de roca, los templos basálticos, los mausoleos de gigantes» afirman la fuerza y la esencia de la tierra traspasada de divinidad. Una tierra y una naturaleza que reflejan el movimiento ascendente de un ideal, de la aspiración del ser humano. Esta aspiración a la superación de sí mismo puede convertirse en «el núcleo regenerador de la decadente patria»39.

La montaña como emblema metafísico y símbolo generador de «grandes energías y grandes resistencias» está históricamente asociada a la evolución de la nación española -nación forjada por siglos de lucha y resistencia-. Los textos, y éste en particular, adquieren muchas veces una dimensión épica: más allá de la cotidianidad vital, de la existencia humana, surgen horizontes dilatados que desembocan en las profundidades del espacio, del cosmos pero también en las soterradas capas de la historia. «La grandiosidad de las cordilleras» viene asociada a la dialéctica de una historia cuyos ciclos y sobresaltos remiten al general movimiento de evolución de la humanidad40. El ciclo vital y natural es el que ritma el perfeccionamiento del género humano. Frente a la inmovilidad -petrificada de los dogmas, de las certidumbres, de una naturaleza muerta asemejada al entorno urbano- irrumpen la germinación de la materia, la simbiosis entre hombre y naturaleza, la mutua fertilización. La maduración de la naturaleza y la evolución de la humanidad nacen de la materia anterior: «arrancando de entre las malezas de diecinueve siglos, la raíz preciosa de la planta de la racionalidad, que florecerá sobre los ámbitos del mundo, para llevar en sus corolas la libertad y la justicia a la inteligencia y al sentimiento de las futuras razas»41. En esta visión organicista «la naturaleza es infinita en sus transformaciones y eterna en sus fines»42.

En otro artículo dedicado al campo en el que coexisten las descripciones de un entorno natural revigorizante y la reflexión filosófica sobre el progreso y el conocimiento, vuelven a aparecer lexemas fuertemente dinámicos, sugerentes de un itinerario físico e intelectivo43. La toma de conciencia de la relatividad de las fuerzas naturales que instauran un ciclo regenerador, permite la auténtica vida espiritual:

«Pero de esta misma sumisión y aceptación de lo superior, surgen todas las leyes de la relatividad, y entonces nuestra personalidad, hundida en las profundidades de lo íntimo, asciende y se agiganta, hasta quedar en equilibrio prefijado en medio de las fuerzas vivas de la naturaleza universal; y desde la negociación de nosotros mismos, sombra pasajera que oscurece un instante el horizonte de la eterna felicidad, podemos llegar, si con brío meditamos en el conjunto armónico de la creación, hasta la fe más pura y acrisolada, hasta el amor más sublime e infinito, en una palabra, podemos llegar hasta la adoración más íntima y respetuosa de Dios»44.



El subir, el afán de encontrar las cimas, el movimiento de avance hacia el perfeccionamiento, el engrandecimiento, el mejoramiento se asocian «al horizonte ilimitado», al azul infinito del cielo que se pueden contemplar desde lo alto de las cumbres45. En una profesión de fe recogida en su artículo «Luarca» (1887), Rosario de Acuña define este impulso esencial de su vida, «la ruta ascensional»:

«A medida que pasan los días, siento con más vehemencia la necesidad de subir, y aunque allí arriba no espero otra cosa que la paz de un descanso eterno, todas mis energías parece que tienden a la ascensión En mi ruta he dejado atrás primero a los ambiciosos, después a los ilusos, más tarde a los vanos; mi afán es encontrarme con los convencidos y ¡subo, subo sin cesar!»46.



En su obra lírica, el soneto «Cumbres» de 1901 es una metáfora de su propio itinerario: la lucha por ascender y perfeccionarse. Se establece un explícito paralelismo, hasta en el ritmo y la construcción de los versos, entre el ascenso físico y personal:


«Al fin de penosísimas jornadas
se llega, si el cansancio no ha vencido,
al ventisquero por el sol bruñido
También las almas de pasión henchidas
ascienden en jornadas a las cumbres
del oro, del saber o de la gloria»47.



Como librepensadora reclama la posibilidad del libre examen, la libertad de conciencia y rechaza la imposición por la Institución de «los fanatismos insanos y crueles [...], toda clase de convencionalismos religiosos», los preceptos, el clericalismo de las sectas teológicas, los falsos rituales48. La religión y la fe son compatibles con la razón y la libertad que son los atributos que confieren dignidad al hombre en el conjunto de la creación así como hay que admitir la existencia de un vínculo natural y racional entre Dios y el hombre. Al referirse a una fe incompatible con la idea de Dios, Acuña recuerda como «supo hallar el divino emblema de Dios, amable y sonriente, piadoso y dulce, sereno y sabio, medible o inanalizable, que despliega su manto de soles y de mundos en la infinidad del Universo»49.

En la obra de Acuña, la naturaleza es por definición el lugar del misterio y de los planteamientos metafísicos. Sus textos están saturados de imágenes que expresan esta epifanía de lo divino, la intima relación entre lo espiritual, lo orgánico y lo natural.




Naturaleza y regeneración

Si la naturaleza es fuente de energías fertilizadoras, es mediante su observación y su conocimiento (razón inductiva y razón deductiva) como pueden regenerarse los seres humanos y, por ende, la sociedad entera. La naturaleza es indisociable de la reflexión que desarrolla Rosario de Acuña acerca de esta regeneración física, social y moral. «Liguemos sus inteligencias a la madre tierra» nos dice e insiste sobre el concepto del hombre completo y bueno:

«He aquí el ideal de toda la filosofía humana; el ideal de todo régimen social, de todo propósito científico, de toda voluntad racional, del esfuerzo entero de la Humanidad pasada y presente: la criatura humana en gradación ascendente, desde el equilibrio perfecto en la organización física hasta la suprema actividad moral de la conciencia»50.



Ya se ha señalado que el entorno familiar de Acuña la predispone a asumir las ideas de las corrientes naturalistas e higienistas. El recuerdo de su abuelo materno Juan Villanueva, conocido médico y naturalista que le hace descubrir las plantas, la evocación de un padre con un cargo en el Ministerio de Agricultura y amante de la naturaleza vuelven de manera reiterada en su obra y con su estilo peculiar, que consiste en mezclar datos autobiográficos y anécdotas en sus escritos, alude a su particular afición a las ciencias naturales:

«Confieso humildemente que siempre fue el placer de mi vida el estudio de cuanto se relaciona más o menos con las ciencias naturales y he procurado, con toda mi voluntad, cultivar mi inteligencia por cuantos medios estuvieron a mi alcance; y acaso en esto entre también la ley de herencia, pues nieta de un famosísimo médico y naturalista, el doctor Villanueva, que estudió medicina en Alemania y mereció valiosos premios como horticultor en exposiciones agrícolas en Francia e Inglaterra, a su lado [...] adquirí conocimientos fisiológicos y naturalistas en edad en que apenas la mujer tiene otra pasión que las muñecas»51.



A lo largo de su obra, abundan observaciones sobre animales y plantas que aprende a descubrir en sus múltiples recorridos por los pueblos y lugares de España. La mayoría de los escritos recogidos en la espléndida edición de José Bolado está dedicada a la naturaleza, al campo, a la agricultura, a las pequeñas industrias rurales. En 1882, inicia su serie de artículos titulada «En el campo», serie de textos que se publican hasta 1884. A partir de los años 1901 y 1902, cuando su reflexión sobre la preservación y el amor de la naturaleza, la salud, la higiene y el fomento de la agricultura ha alcanzado plena madurez, brinda a sus lectores una larga serie de artículos sobre la avicultura y en sus «Conversaciones femeninas» publicadas hasta 1909, vuelve a desarrollar sus temas predilectos: el campo, la aldea, las pequeñas industrias del ámbito rural. En 1902, Rosario de Acuña gana la medalla de plata de la primera exposición internacional de avicultura por sus escritos divulgadores. En el año 1887, había montado una finca agrícola en Cueto, cerca de Santander, llegando a vender su producción de huevos y de aves. También reflejan estos escritos sus modernas preocupaciones acerca de la higiene, la enfermedad (dedica varios artículos a la tuberculosis del pueblo montañés) y la profilaxis. Es una pionera capaz de anudar todos los hilos de una reflexión compleja y sintética que integra sus conocimientos sobre la medicina, la fisiología, las ciencias en general, y su análisis político-social. Todos los planteamientos de Acuña sobre la naturaleza en sus diversas manifestaciones revelan su profunda sensibilidad literaria pero también su sensibilidad social y humana ante la miseria humana. Como observa José Bolado:

«En sus artículos sobre la vida en el campo, no se idealizaba la vida social de los pueblos que tan bien conocía desde niña. Su visión de la vida en el campo era mucho más ambivalente que la de la mayoría de los escritores de su tiempo. Nada tenía que ver, en su mirada de lo social, con el ingenuismo costumbrista de Palacio Valdés o el tradicionalismo de Pereda»52.



La situación infrahumana del campesinado está plasmada en descripciones de un naturalismo estremecedor y sus escritos muy influidos por lo que podría llamarse la dimensión ecológica de la antropología revelan una nueva sensibilidad social en la literatura. Pueden considerarse un ensayo a medio camino entre la antropología y la sociología (piénsese en Azorín, Los pueblos, Antonio Machado, Campos de Castilla, Miguel de Unamuno, Andanzas y visiones españolas). En todo momento Acuña reivindica «la autoridad de la experiencia y de la observación»53. No se trata de pintar una arcadia inasequible sino de partir de una realidad por desagradable que sea para proponer mejorías y nuevos equilibrios:

«Ya habéis visto, pues, que no os he mentido, fantaseando en los campos de lo imaginado, al pintaros la vida en el campo; como os dije al principio, he tomado del natural mi dibujo, y para tomarlo no he necesitado salir fuera de mi albergue; en mi alrededor he encontrado la línea, he medido la distancia, he hallado las perspectivas, he delineado los contornos, he esbozado las sombras y terminado los detalles [...] el dibujo está calcado sobre la realidad»54.



Estos cuadros que se erigen como un rico y complejo entramado sociológico, literario y filosófico remiten a varios autores cuya concepción y filosofía de la naturaleza tuvo muchas resonancias en la obra de Acuña: mencionemos al poeta Virgilio y sus Geórgicas, la obra de Rousseau así como Ceferino González55.

Sus propuestas para reactivar la agricultura, esencial a sus ojos para el desarrollo económico de España, se basan en la cuidadosa observación de las realidades de su tiempo. Nota que el proceso de desarrollo industrial provoca el éxodo rural hacia las grandes ciudades, agravando el problema del paro y dejando inermes a muchos emigrantes que no pueden acceder a la cultura y al bienestar brindados por el entorno urbano: «Y esta inmensa corriente de inteligencia que emigra de los campos no sirve tampoco para fecundar la ciudad porque, al ir a ella, no llevan los vigores, las robusteces, las energías de una vida entregada al trabajo en plena naturaleza»56. Según ella los campos «se hallan huérfanos de toda inteligencia, de toda cultura»57. El abandono de la cultura y del campo en general se debe a la fascinación del pueblo por las clases medias y también, por el mimetismo empobrecedor de la burguesía con respecto a la aristocracia. Los hijos y las hijas de los campesinos quieren marcharse atraídos por el seudolujo de estas clases -lo que llama «ringorrangos de los monigotes parisienses, inutilidades del piano, chapurramiento del francés»- y este éxodo es en gran parte responsable de la sangría de la que sufren los campos y la agricultura58. Recalca que «hasta en las casitas de los peones camineros, escuché la misma cantata de que la educación de los hijos obliga a dejar el campo por la ciudad»59.

Rosario de Acuña hace propuestas para regenerar el campo; en este aspecto conviene recalcar su admiración por Joaquín Costa al que califica de «sabio y bueno»60. Considera que Joaquín Costa supo ser a la vez «historiador, geógrafo, legislador, biólogo, filósofo, sabio» y reflejar en su vida los principios del auténtico humanismo61.

Estas preocupaciones por la regeneración tanto física como intelectual se dirigen más especialmente a las mujeres, víctimas de la postergación cultural de su época y de las ilusiones propias de la clase media y aburguesada. Si describe con interés y verdadero entusiasmo las labores sencillas y productivas de las mujeres en ciertos ámbitos rurales, lamenta el ocio, la frivolidad que han alejado las mujeres de la naturaleza. Retoma Acuña algunas de las críticas expresadas en su época por escritoras como Concepción Jimeno de Flaquer, Gertrudis Gómez de Avellanada acerca de la manipulación del cuerpo femenino, entre otras cosas por la industria de la moda. A partir de los años 40, la moda se había hecho más accesible gracias a la prensa que refleja el afán de consumismo de determinados estamentos sociales62. Para ella no cabe duda de que el incipiente desarrollo industrial de España y la dificultosa identidad de una clase burguesa fascinada por modelos aristocráticos y esencialmente urbanos explican en parte el vacío de muchas mujeres que no conciben «género de existencia más que aquel rutinario, infecto y vanidoso propio de las grandes urbes»63.

El abandono de los campos y de pequeñas industrias rurales tan esenciales para lo que llama «la regeneración de la patria», es uno de los temas que Rosario de Acuña desarrolla en una serie de artículos como «Conversaciones femeninas» (1902) y otros textos como «Avicultura popular y Avicultura femenina» (1901). En todos ellos deplora el alejamiento de las mujeres españolas del campo, de la naturaleza y el desprecio por estas industrias rurales en las que el género femenino podría aprovechar su inteligencia y su sensibilidad:

«¿Dónde está en España esa masa de mujeres de escasa fortuna, pero de correcta educación e ilustrada inteligencia, que no se avergüenzan de ser granjeras de sus pequeños predios y que, mientras crían a sus hijos, útiles a la patria y a la humanidad, ayudan al trabajo del hombre, siendo la providencia en el establo, en la porqueriza, en la huerta o en el corral?»64.



Alejadas de la naturaleza que es una fuente de observación privilegiada y, por ende, de enseñanza, las mujeres viven petrificadas entre la rutina y la superstición. En su legítima aspiración a una emancipación intelectual y social, la mujer ha llegado a ser «mujer erudita, mujer elegante, mujer artista, mujer literaria, mujer científica [...] pero jamás se ve a la agrícola»65.

Más allá de una reflexión sobre el estado de la agricultura en general, se trata de una preocupación con respecto a la supuesta inferioridad fisiológica y orgánica de la mujer debida al entorno social. Rosario de Acuña se sitúa en las corrientes de su época, de las que es pionera en cierta medida: su análisis sobre la higiene, favorecida según ella por el ejercicio físico, la vida al aire libre, el contacto con la naturaleza, su interés por las funciones fisiológicas de la mujer y por enfermedades como el raquitismo, la inapetencia anémica o lo que hoy se considerarían como enfermedades sicosomáticas, reflejan la modernidad de su reflexión. Algunos de los textos que escribe como «En el campo. La tuberculosis del pueblo montañés» (1900) constituyen un verdadero estudio epidemiológico66. En este aspecto, es de particular relevancia su análisis sobre las dolencias de la niñez y de la juventud y las líneas que dedica a los enfermos. A raíz de sus viajes, observa patologías como la escrófula, la anemia, la sífilis y la tuberculosis para las que hace recomendaciones profilácticas67. En esta línea resultan de particular interés sus comentarios sobre la indumentaria femenina y el ejercicio físico. Cualquiera que sea su categoría social, la mujer tiene que abandonar «la tiranía de las puerilidades vanidosas, del coquetismo irrisorio», «los moldes estrambóticos que trituran los huesos, tuercen el centro de gravedad provocando enfermedades» y «el camarín donde el raso, el bronce, la china, el brocado, y las maderas preciosas alejan la luz natural» y elegir «el sencillo y limpio vestido» que no ciñe el cuerpo, «el rostro sin afeites, ni aliños, el talle libre para que no se entorpezca la respiración» y vigorizar «los miembros con un ejercicio verdaderamente sano y soberanamente higiénico»68.

La compenetración con la naturaleza, en todas sus facetas, supone observar, sentir y meditar... Por lo tanto el acercamiento a la naturaleza es, para las mujeres, una vía privilegiada.

A través de todos los sentidos abiertos al entorno, se establece una relación especial que convierte el mundo en teofanía, en revelación de esencias. Este trasvase entre el mundo exterior e interior tiene mucho que ver con el arte, con la poesía. En su obra, Rosario de Acuña destaca el particular poder de la observación, unido a la emoción estética para captar las armonías, las notas del arte. Abundantes referencias al arte pictórico salpican sus textos y recuerdan que es, a la vez que ensayista, mirada sensible y poética.




«Mundos de la materia y mundos del espíritu»

«En mis cuadros hay más de realidad que de ficción» declara Acuña que considera la naturaleza como una inagotable fuente de inspiración69. En la mayoría de sus textos ensayísticos se manifiesta la inteligencia observadora tan encomiada por la autora y su especial habilidad para captar la dimensión pictórica de lo que la rodea. Las prolíficas sinestesias que afloran en las descripciones del entorno natural reflejan el vitalismo sensorial de una escritora para la que la belleza y la razón no son incompatibles. Las claves para descifrar el universo no se reducen a reflexiones abstractas, meramente teóricas pero implican una total inmersión en sensaciones, colores y armonías70. En todos los casos, se trata de ver el mundo con una inteligencia sensible descartando el sentimentalismo intelectual. En muchos momentos de su escritura confiesa todo el culto que profesa por las bellas artes, la poesía y la pintura. La emoción de la armonía es la que «abre nueva ruta para el estudio de la actitud en la figura y de la expresión en el semblante»71. Esta aguda sensibilidad ante la naturaleza cuya representación supone «un constante batallar entre lo sublime de la realidad y las dificultades de la imitación» se plasma en descripciones que son, como lo reivindica la propia autora, «cuadros», «acuarelas» en los que se expresan todos los colores y matices de la «divina paleta»72. Retoma varias veces el término acuarela para expresar el esplendor de una naturaleza variopinta y deslumbradora y reivindica el estrecho hermanamiento entre el pincel y la pluma. En su «Correspondencia de Andalucía», esta osmosis se expresa de manera explícita: «Consecuente con mi promesa, cojo la pluma para pintar con ella algunos de los hermosos matices que embellecen estas soledades. Ajena de creerme artista, ofrezco en mi descriptiva pintura un ligero boceto [...]»73.

En el estudio de la luz y del aire tan presente en su obra, priman la primera impresión y la captación del momento. Rosario de Acuña se sitúa en un periodo en que se había planteado la justificación intelectual y literaria del paisaje74. Por esta razón, está en sintonía con pintores finiseculares que, como Carlos de Haes (1826-1898), contribuyeron a popularizar el género paisajístico en España. Cuando Haes ingresa en 1860 en la Academia de San Fernando, encomia la pintura de paisaje y hace una defensa de la imitación fiel de «la naturaleza en su hermosura y variedades infinitas»75. En su apreciación y cultivo de este género, revela Rosario de Acuña su especial atención a los colores y la minuciosidad descriptiva de los paisajes siempre captados al aire libre.

Múltiples fragmentos de sus escritos son cuadros que plasman sensaciones visuales y auditivas, la riqueza de los colores y la abundancia de los matices originados por los juegos de luz. En varias ocasiones Rosario de Acuña destaca su interés por pintores de sombras y luces como Rembrandt, Van Dyck, Fortuny y Sorolla; también se refiere a otros pintores como Murillo Rafael y Miguel Ángel que supieron compaginar en su arte pictórico sensibilidad, realismo y color76. El poema publicado en 1899 con el título «Acuarela» recoge de manera paradigmática la particular habilidad de la autora para reflejar el detallismo y la riqueza de entornos naturales. Como en muchos de sus textos, elabora sus cuadros desde varias perspectivas visuales que propician una «mise en abîme»: el paisaje se ensancha progresivamente como si la mirada abarcara todos los distintos planos desde el más cercano al más lejano. La gradación de los colores, las percepciones de la luz se amoldan a este movimiento ascensional tanto físico como espiritual. Se accede al horizonte ilimitado plasmado en el poema «Acuarela» después de una larga y a veces penosa ascensión, horizonte desde el que se perciben, una vez en las alturas, las distintas facetas de la naturaleza y de la existencia humana: espuma de olas, playas, puertos, colinas, chozas. Recurre a la misma técnica en «De León a Pajares», texto revelador de su propensión a recrear plásticamente los elementos arquitectónicos de la naturaleza: después de brindar al lector una descripción del paisaje leonés en el que los colores adquieren un especial relieve gracias a la luz y a los contrastes -«las hermosas vistas de la vega leonesa, que mezclan los verdores de sus alamedas con el rojo gris de sus terrenos llenando el ambiente de tonos agudos con su colorido opuesto y brillante»-, se complace en detallar montañas que son «peldaños de titanes», «templo basáltico», «mausoleos de gigantes»77. El procedimiento de «mise en abîme» se repite con la referencia pictórica a un paisaje, auténtica acuarela que se enmarca en un cuadro: «En resquicio entre dos helechos y una roca, dejaba al descubierto, como acuarela que se encerrase en orla bordada, toda la planicie pintoresca del valle de Gordón»78.

Las numerosas referencias en sus textos al arte pictórico subrayan su constante afán por transmitir el complejo y denso entramado de las sensaciones. En su texto titulado «Invierno», aclara mediante el subtítulo, «(dibujos a pluma)», la simbiosis entre escritura y pintura. «Invierno» es un texto poético en el que se destacan momentos de vida, auténticos bocetos constituidos por «escenas de brillante conjunto» que se engarzan de manera casi impresionista. El paisaje va cambiando con las variaciones de la luz y alternan las escenas exteriores e interiores, con todos los matices de los colores, de las sombras y de las iluminaciones. A «los amarillentos resplandores del gas» se mezclan «los destellos deslumbradores de falsos o verdaderos diamantes»79. Los contrastes de luces y sonidos se desprenden de mundos diferentes e incluso antagónicos, captados en la inmediatez de las sensaciones y las escenas que alternan se asemejan a pequeños cuadros que pueden contemplarse separadamente o en su conjunto.

En su comunicación con la naturaleza, Rosario de Acuña traslada directamente las impresiones de unos paisajes alejados de las formulas convencionales. La exploración de lo exterior sintoniza con los paisajes interiores y la fascinación por la naturaleza no puede disociarse de su escrupulosa e incluso compasiva mirada por los seres humanos. Como otros escritores de su generación, Pereda, Clarín, la Pardo Bazán, Valera y Alarcón, se adentra en la visión del paisaje regional.

Otro rasgo de la sensibilidad finisecular que comparte con los escritores y pintores de su época es la vinculación del paisaje a los tipos humanos y el sentimiento de nación Este sentimiento de nación está basado en la constatación de una realidad nacional muchas veces desoladora y en la aspiración a la posible regeneración80. Una ilustración de esta complementariedad entre itinerario vital, ético y experiencia estética se encuentra en los textos dedicados a Asturias, tanto en su soneto «¡Asturias! (soneto póstumo)» como en el ya citado texto dedicado al paisaje «De León a Pajares» en los que se evocan los rasgos específicos del paisaje asturiano y de la nación española:

«Desde el anchuroso y soberbio balcón de Pajares se desarrollaba aquel rincón de España tan bravamente defendido por las estribaciones pirenaicas, que ni cien y cien siglos de lucha le pudieron arrancar su característico temperamento [...] Asturias, un paisaje que se ofrece a la contemplación del espíritu como cimiento de nuestras pasadas grandezas y esperanzas de nuestras futuras regeneraciones»81.



Para Acuña como otros escritores de la España finisecular -por ejemplo Unamuno-, el paisaje con sus características más relevantes y el hombre, modelado por este paisaje y por la Historia representan valores sobre los que es posible regenerar el presente y edificar el futuro.

En este camino de perfección que es la naturaleza, escuchemos las palabras de una mujer y escritora audaz, pionera en muchos de sus planteamientos, librepensadora, creyente y poetisa:

«Me levanto mucho antes que la aurora; siempre la vi prendida de rosados nácares a los luceros de la mañana. Desde la cama salgo directamente al campo, a que me bauticen de salud y alegría las últimas gotas del rocío de la noche. Cuando se acuesta el sol, en sus ocasos de oro, mis aves y yo vamos a dormir. Como poco: fruta y legumbres, leche y huevos son mi cotidiana alimentación; bebo sólo agua... y soy tan española que no uso sombrero. Los que me rodean dicen que tengo muy mal genio... será verdad... pero yo no me lo noto... siempre creí que era casi imposible conocerse a sí mismo»82.








Bibliografía

  • ACUÑA, Rosario de, Obras Reunidas, I, Artículos (1881-1884), José Bolado Editor, Oviedo, KRK Ediciones, 2007.
  • ——, Obras Reunidas, II, Artículos (1885-1923), José Bolado Editor, Oviedo, KRK Ediciones, 2007.
  • ——, Obras Reunidas, III, Prosa, José Bolado Editor, Oviedo, KRK Ediciones, 2008.
  • ——, Obras Reunidas, V, Lírica y otras prosas, José Bolado Editor, Oviedo, KRK, Editores, 2009.
  • BOLADO, José, «Introducción, Rosario de Acuña Escritora y vida aventurada», Obras Reunidas, I, Artículos (1881-1884), Oviedo, KRK Ediciones, 2007, pp. 23-463.
  • HIBBS, Solange, «Itinerario de una filósofa y creadora del siglo XIX: Concepción Jimeno de Flaquer», Regards sur les Espagnoles créatrices, XVIII.e-XIX.e siècles, Françoise Etienvre (éd.), Paris, Presses Sorbonne Nouvelle, 2006, pp. 119-135.
  • ——, «El pensamiento utópico de Rosario de Acuña (1851-1923)», Le temps des possibles (Regards sur l'utopie en Espagne au XIX.e siècle), Jacques Ballesté et Solange Hibbs (éds.), Lansman Éditeur, 2009, pp. 147-163.
  • MARTÍNEZ-NOVILLO, Álvaro, «Paisaje para un cambio de siglo», Paisaje y figura del 98, Madrid, Fundación Central Hispano, pp. 75-90.
  • SÁNCHEZ LLAMA, Íñigo, Galería de escritoras isabelinas. La prensa periódica entre 1833 y 1895, Madrid, Ediciones Cátedra, 2000.
  • TUSELL, Javier, «La estética de fin de siglo», Paisaje y figura del 98, Madrid, Fundación Central Hispano, pp. 19-74.



Rosario de Acuña

Este texto inédito de Rosario de Acuña es de especial interés ya que refleja su particular vinculación con el paisaje y la naturaleza así como su visión humanista. Se publica por primera vez en este volumen La Naturaleza en la Literatura española.


¿Delirios o Intuiciones?

Después de subir por una canal del Monte-Saja, y vencida por la fatiga de aquella marcha a través del bravío bosque, encontré, bajo el copudo ramaje de un haya secular, descanso y frescura. Delante de mí saltaba, sobre peñascos, espumoso torrente: a mis espaldas la selva se ceñía con sus tejidos de robles y acebos, a las monstruosas estribaciones del puerto de Sejos; al otro lado de la cascada una lomera, cubierta de aliagas y brezos, ascendía en vertiginosa pendiente a buscar las más altas cumbres de Palombera: en el último término del norte el escudo de Cabuerniga, con sus despeñaderos y sus invernales escalonados, se coronaba de girones de niebla, teñida con matices de oro por los destellos del sol naciente: sobre las cresterías de los Picos de Europa, que asomaban al ocaso como gigantes de granito imponiendo su soberanía a la comarca, brillaban plateando sus neveros perpetuos, y un cielo azul, purísimo, se descubría sobre el cénit, semejante a dosel de terciopelo que las ligeras nieblas festoneaban de encaje. El rocío, que siempre moja el monte en aquellas alturas, iba formando mosaicos de pedrería sobre hojas y yerbas, y una fulguración de rubíes, esmeraldas, zafiros, topacios y diamantes, cruzaba de rama a rama, saturando el ambiente con las radiaciones del iris. La brisa acre y fresca de la madrugada sacudía las florestas, llenando de sonidos indescifrables las umbrías del bosque: el malvís gorjeaba suaves arpegios en lo más intrincado de la selva, y, a las notas agudas del cantar del gallo silvestre, respondía el melancólico quejido del cárabo: dos alcotanes volaban sobre las cumbres, trazando círculos, y una lagartija, desperezándose entre las hojas caídas, asomaba su aplastada cabeza buscando las primicias del sol. Ni un sonido, ni un rasgo, ni un matiz que acusara la presencia de la humanidad turbaba aquel grandioso despertar de las montañas, y yo inmóvil, sugestionada por una paz tan solemne, llegué a perder la noción de la propia personalidad, y me sumergí en aquella saturación de grandezas: el cerebro percibió entonces, en todo lo que me rodeaba algo consciente, voluntario y, sin saber cómo, aquel pedazo del planeta tomó ante mi inteligencia la forma de un ser racional. Se dilataron los montes, se extendieron las selvas, fueron surgiendo ríos y mares; mi espíritu llegó a los polos, dio vuelta a un meridiano, recorrió el ecuador, y cuando contempló el planeta entero, con sus desiertos, praderías, bosques, cordilleras, mares, ríos, volcanes y ventisqueros, ceñido todo con los gigantescos cendales de su atmósfera, creí hallarme ante un organismo vivo, palpitante, capaz de pensar y de sentir, y aun creí escuchar, con modulaciones de idioma comprensible, una voz armoniosa, serena, acompasada, que tenía cadencias de himno, y que iba relatándome algo que lo mismo podría ser lamento que enseñanza, profecía que revelación.

«¡Cuán desdichada raza la tuya, la raza humana!, decía el planeta. ¡Hija de mi propio ser, nutrida por mí, a mí sujeta, desde el albor hasta el ocaso de su vida, y ¡cuán soberbia!, viviendo siempre fuera de mí o contra mí! ¡Raza de parásitos a quienes he criado, y que sólo se afanan en violentar mis leyes, en negar mi poder! ¡Necia raza humana! ¿Para qué la necesito? ¿A dónde ha llegado su vanidad que imagina ser lo esencial del Universo, y no es siquiera lo esencial de mi ser, morada humilde entre las innumerables moradas del Universo? ¿Mis auroras, mis ocasos, mis primaveras y mis inviernos, los frutos de mis continentes y de mis mares, los millones de organismos que pueblan mis superficies y mis abismos; toda yo y conmigo las preseas todas con que me dotó la Naturaleza, subsistirían en la sucesión de los siglos sin necesitar que el hombre existiera? y ¿qué sería del hombre sin mí? Engendrado en mi seno, de mí nacido, sujeto a mí, pese a su voluntad extraviada, cuanta más pujanza demuestra en desconocerme, cuanta más bravura emplea para avasallarme, más se hunde en el piélago de mis inviolables leyes...; ¡y él llora! ¡Hora con acongojada desesperación, y su corazón sangrando amargura tiembla de impotencia, y su frágil cuerpo, fatigado por el trabajo, atribulado por las necesidades no satisfechas de sus ambiciosas pasiones se encorva dolorido en sus músculos y en su espíritu, y muere al fin lleno de padecer, y ahíto de sufrimiento...! ¡Imbécil y pobre mártir de sí mismo! ¡Aun en la agonía no vuelve los ojos a mí, los vuelve al cielo; aun entonces no se siente contrito de sus culpas contra mi majestad, contra la Majestad de la Tierra, de su madre, de quien lo creó, lo nutre y lo sostiene!

¿Cuándo volverás humilde a mi regazo? ¡Oh raza humana! ¿Cuándo palpitará tu cerebro con las realidades de la verdad, y lleno tu corazón con las ternuras del amor Universal comprenderás tu destino sobre estas superficies mías, hoy ensangrentadas por el luchar continuo a que te entregas, no por la vida, que te la di asegurada sino por satisfacer las groseras pasiones de tu extraviada razón? ¡Cuándo caminarás sin ese fardo de irrisorias leyes que a ti misma te diste, al soñar delirante con la libertad de tu albedrío, leyes que apenas las promulgas ya estás violándolas, porque es inútil! ¡Ilusa raza humana! ¡Qué amontones legislaciones para tu felicidad, sino buscas la base de todas en los cánones eternos que me rigen!

¡Cuándo volverás a mí y con exacta conciencia de tu destino terrenal (único que debe preocuparte) irás desdoblando las páginas secretas que te guardo en los santuarios de mis entrañas, henchidos de misterios, hoy indescifrables; donde existen maravillosos preceptos, hoy desconocidos; tesoros valiosísimos, cada uno de los cuales encierra un pétalo de la inmarcesible flor de la verdad, cuyo aroma es el único que puede impregnar tu alma de inefables dichas! ¡Cuándo arrojarás tu agobiadora carga de concupiscencias únicas por las cuales te entregas a vertiginosa actividad, y asqueada de la insensatez de tus ambiciones, repugnándote el ruin empleo de las horas de tu existir, fuerte y sobria, piadosa y casta; reduciendo a necesidades racionales las viciosas necesidades que hoy te entorpecen, confiada en la vida, creyente en la felicidad, irás poniendo acorde tu existencia con mis leyes, tus artes con mi destino! ¡Cuándo llegará la hora en que, orgullosa de ti, pueda llamarte mi alma al sentirte ascender por las cumbres de la racionalidad sin otro fin que unir la augusta voz de tu inteligencia al hosanna eterno que canta el Universo en loor de su Alma!

¡Labra, mísera humanidad, tu sepultura; entierra en ella generaciones y razas; llora, un siglo tras otro siglo, los errores de tu imaginación ebria de orgullo; retuércete degenerada por el dolor que tus devastadoras pasiones te impusieron; disgrega entre el polvo del olvido la innumerable serie de tus civilizaciones...! ¡Lo espero en tanto! ¡Espero, vestida con las galas de mi juventud, el instante de tu arrepentimiento; espero que despiertes del sueño delirante que hoy perturba tus facultades racionales; espero que amanezca para ti el día de tu redención!, y digna heredera de las demás especies animales sumisas todas a mis mandatos ¡te levantes sobre ellas, no acumulando en ti sus brutales ferocidades ni sus egoístas instintos, sino sumando en tu corazón y en tu cerebro todas sus ternuras y todas sus sinceridades! ¡Entonces serás coronada por soberana del planeta! ¡Entonces, cuando goces de mis riquezas sin esquilmarme, y cruces mis continentes y atravieses mis mares para llevar de polo a polo la felicidad de comprenderme! ¡Cuándo al encanto de tu palabra, saturada de piedades, todos los organismos que sustento se estremezcan de alegría y no de espanto! ¡Cuándo sostengas mi juventud con tu fecundo trabajo, y me revistas de bosques nuevos, de corrientes puras, de frutos sanos! ¡Cuándo por donde quiera que pases no lleves la desolación, el odio, la esterilidad, el terror, la desconfianza y el sufrimiento, y en pos de ti surja por todas partes la felicidad y el amor! ¡Cuándo cese el estruendo de tus bárbaras luchas y a las maldiciones de los vencidos sucedan los cantos de la paz fraternal...! Entonces, orgullosa de ti, segura de llevar en mi seno una nota de amor al amoroso concierto del mundo, pondré sobre tu frente la diadema de la racionalidad, que tiene hoy sus dos florones, más hermosos, la bondad y la sabiduría, enfangados en el lodo de tus pasiones, oscurecidos entre la podrida atmósfera de su leyendas».


El sol disipaba los últimos celajes de la niebla: los ventisqueros de Peña Vieja se circundaban con limbos de luz deslumbradora; la espuma del torrente, como sarta de perlas desengarzada, corría por el despeñadero vistiéndolo de nácares y los resplandores del día, triunfando sobre todos los abismos, tejían cendales de oro en el fondo de las selvas, coronando con fulgores de incendio las rocas de las cumbres. Un ambiente de gloria se extendía por todo el paisaje, como si la Tierra, trémula de placer al considerar posible que la habitase una especie racional, se vistiera sus más hermosas preseas de hija del sol... Entonces volví en mí; el gruñido de un perro que me señalaba al odio de su amo me hizo entrar en la realidad de la vida. Enfrente de mí un pastor de la montaña me miraba con la socarronería propia de la imbécil malicia humana: era un amigo; un viejo pastor vaquero, que cambiaba todos los días un cuartillo de tibia leche por un cuartillo de aguardiente, única moneda que juzgaba buena para pagar su obsequio. Era el tipo completo del hijo del pueblo, abatido por todas las miserias que le degradan; el alcoholismo en primer término; luego la superstición; el odio sistemático hacia todo lo que razona y enseña; la envidia de placeres que aun teniéndolos a su alcance les hacen bostezar; la ignorancia, imposible de desarraigar de su cerebro ocupado todo por los vicios y el rencor... Todas las miserias de las últimas clases sociales que no son otra cosa que la corrompida espuma del hervidero que pudre las clases elevadas; escoria que cae de los de arriba sobre los de abajo, impregnándose al llegar al fondo de un matiz más sucio, más infecto. ¡El círculo cerrado por sus extremos donde se revuelve la humanidad extraviada de sus destinos!


Misteriosos acentos del planeta que llegasteis a mi cerebro en aquellas horas de amanecer espléndido, ¿fuisteis los ecos de un delirio o las evidencias de una intuición? ¿Me descubristeis un aspecto de la verdad, o el extravío de la inteligencia...? ¡Oh ensueños del alma, cuan amargo hacéis de despertar!

(La Campana, 15, 11 de abril de 1898, p. 1)                






 
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