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La novela histórica del romanticismo español

Enrique Rubio Cremades






Perfil de un género

El Romanticismo provoca en España la aparición de un género -la novela- que encontrará feliz acogida entre los numerosos lectores de la primera mitad del siglo XIX. Esta querencia por lo novelesco se puede observar desde los múltiples ámbitos que envuelven la propia novela: editores o empresarios, autores y lectores. La proliferación de empresarios y colecciones se debe, entre otras razones, a la meramente mercantil, pues no se escatima ningún esfuerzo con tal de vender rápidamente un producto literario que por regla general adolece de originalidad y calidad. El ya citado empresario Cabrerizo aprovechará un lance luctuoso que conmovió a España -el trágico terremoto de Orihuela en 1829- para encargar a Estanislao de Kotska Vayo una novela -Los terremotos de Orihuela o Enrique y Florentina (1829)- que tendría como asunto la historia de unos amores trágicos situados a escasas jornadas del desastre mencionado. La difusión del terremoto, tanto por la prensa local como por los principales periódicos madrileños, actuaría como el medio propagandístico perfecto. Otro tanto ocurre, a nuestro entender, con Jaime el Barbudo de López Soler, editada por Bergnes en el año 1832. Se trata, al igual que el caso anterior, de un episodio real reflejado y analizado con detenimiento en la prensa del momento. El mismo Mesonero Romanos cita las aventuras y desventuras de este célebre bandolero en Memorias de un setentón, y su historia aparece en el mundo de ficción gracias a la pluma de dramaturgos y novelistas, como Sixto Cámara (1826-1862), Florencio Luis Parreño (1822-1897) y Francisco de Sales Mayo. El relato de López Soler aprovecha así la fama de este personaje histórico a sabiendas de que el público leería con avidez este relato protagonizado por un individuo real que pocos años antes (1824) había sido ejecutado y descuartizado. La novela de López Soler no puede, aun así, considerarse un mero episodio histórico, pues el universo novelesco en nada se asemeja a la estricta realidad.

La novela histórica es un género que ofrece también rápida fama y enriquecimiento a los autores. No debemos olvidar que el empresario Delgado abonó 6.000 reales a Espronceda por su novela Sancho Saldaña, cifra desorbitada si tenemos en cuenta la escasa remuneración que se percibía en aquella época por una obra original, peor pagada, según testimonio de los principales escritores costumbristas, que una adaptación o traducción. El escritor romántico, a diferencia de lo que ocurre en otros movimientos literarios, no se contenta con la sola adscripción a un determinado género. La novela histórica es obra de un heterogéneo grupo de escritores adscritos a muy diversas formas literarias. No debemos olvidar a este respecto que la novela es el género de moda, lo suficientemente atractivo como para permitir las incursiones de numerosos escritores conocidos como poetas, dramaturgos o costumbristas. Al referido caso de Espronceda, poeta lírico por antonomasia, habría que añadir el de Larra o Estébanez Calderón, autores encasillados en un específico género -el Costumbrismo- y que, sin embargo, figuran por derecho propio en los anales de la narrativa romántica gracias a sus relatos El doncel de don Enrique el Doliente y Cristianos y moriscos, respectivamente. Críticos, poetas y dramaturgos -recuérdese el caso de Martínez de la Rosa- prescinden de su habitual trayectoria literaria para ensayar nuevas formas prosísticas encaminadas a la creación de un mundo de ficción de honda raigambre romántica. Sin embargo, ninguno alcanzó difusión y fama por sus relatos novelescos, oscurecidos por la presencia de autores extranjeros que sí tuvieron una fuerte presencia en los círculos literarios españoles. El género novelesco no produjo entre nosotros un Walter Scott, un Manzoni o un Víctor Hugo; de ahí que la novela histórica del Romanticismo esté inspirada en la obra del escritor escocés o bajo la tutela de autores franceses, como Víctor Hugo o Alejandro Dumas. La obra literaria de Walter Scott se relaciona en múltiples aspectos con las novelas de López Soler, Vayo, Larra, Espronceda, Cortada... La huella de Víctor Hugo se evidencia también entre los sectores afines al Romanticismo, pues gracias a la novela Nôtre-Dame de Paris su fama se acrecentó de tal manera que incluso llegó a superar a Scott. El artículo de Mesonero Romanos El Romanticismo y los románticos, publicado en el Semanario Pintoresco Español de 10 de septiembre de 1837, es una festiva sátira contra la escuela hugólatra y la mencionada obra de dicho autor. El testimonio de Mesonero es lo suficientemente revelador como para pensar que la influencia de Víctor Hugo había suplantado a la de otros autores extranjeros, siendo el verdadero ídolo de la sociedad romántica española.

Las tendencias de la novela histórica, así como la posible periodización de la misma, han sido aspectos considerados por la crítica. Felicidad Buendía establece tres etapas claramente diferenciadas. La primera correspondería al período 1827-1833, época en la que «empieza la lectura de autores extranjeros, y como consecuencia de ello la traducción de la novela de aquéllos y la imitación más o menos servil de sus modelos» (1963, pág. 24). Las características principales de este primer período se deben a tres circunstancias. Por un lado, la actividad desarrollada en las empresas editoriales mencionadas con anterioridad; por otro, la publicación en España de novelas extranjeras, y por último, las ediciones de obras originales debidas, principalmente, a escritores españoles en el exilio. En torno a la fecha de 1830 aparecen en España novelas históricas consideradas por la crítica como piezas clásicas del género; tal es el caso de Los bandos de Castilla o el caballero del cisne de López Soler. Dicho autor publica igualmente, por estas fechas, numerosas novelas con el seudónimo Gregorio Pérez de Miranda: Enrique de Lorena (1832), Kar-Osmán o memorias de la casa de Silva (1832), El pirata de Colombia (1832)... Estanislao de Kotska Vayo publica en 1830 Grecia o la doncella de Misolonghi, y un año más tarde La conquista de Valencia por el Cid. Novelas como El conde de Candespina de Patricio de la Escosura, Los árabes en España o Rodrigo de Salvador García Vahamonde, Tancredo en el Asia de Juan Cortada, El primogénito de Alburquerque de López Soler, aparecieron en los años 1832 y 1833, fecha esta última que cierra el primer ciclo de la novela histórica establecido por Buendía. La incidencia de Scott es obvia, pues es en este período cuando se introducen en España sus obras. Recordemos al respecto que en el año 1828 Ignacio Sanponts (1795-1846) y Buenaventura Carlos Aribau (1798-1862) formaron una sociedad para editar unas obras escogidas de Scott, encargándole a López Soler la primera traducción de Ivanhoe. Sin embargo, tal como refiere José F. Montesinos (1966, pág. 61), la censura hizo fracasar dicho propósito. No menos interesante es la traducción por estas fechas de la novela I promessi sposi (1827) de Manzoni, autor que influiría en posteriores novelas españolas como El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco.

El año 1834 representa el cénit de la novela histórica española gracias a la aparición de los ya clásicos relatos del género: Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar de Espronceda y El doncel de don Enrique el Doliente de Larra. Los expatriados o Zulema y Gazul de Estanislao de Kotska Vayo y Los amigos enemigos o Guerras civiles de Rafael de Húmara y Salamanca serán igualmente novelas que figuran por derecho propio en este período histórico. Con la publicación de Ni rey ni Roque (1834) de Patricio de la Escosura se puede decir que la novela histórica queda relativamente consolidada en España, aunque la primacía del género sólo se alcanzaría una década más tarde gracias a la aparición de El señor de Bembibre (1844). A partir de esta fecha se puede establecer un tercer período en el que tendrían cabida las novelas históricas de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) y Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) (Buendía, 1963, pág. 31), autores cuya producción literaria queda enmarcada entre los años 1847 y 1879, fechas en las que Navarro Villoslada publica Doña Blanca de Navarra y Amaya o los vascos en el siglo VIII. En lo relativo a Cánovas del Castillo, sus novelas son fruto de una paciente y laboriosa investigación histórica, fruto tardío que dará como resultado un tipo de relato de gran erudición y perfectamente ambientado, sin anacronismos ni ausencias notorias de los personajes reales que configuran el contexto histórico novelado, pero ni aun así rebasa el autor la línea de lo discreto al publicar La campana de Huesca, relato que refleja con extremado detallismo el reinado de Ramiro II el Monje.

En torno a la novela histórica deben hacerse varias precisiones en cuanto a referencias cronológicas se refiere, siendo necesario para ello el análisis de las distintas tendencias de la misma. Para Ferreras la llamada novela histórica de origen romántico aparece entre 1823 y 1830, y se desarrolla hasta la década 1840-1850 (1976, pág. 99). Dicha periodización nos remite a la obra de Húmara -Ramiro, conde de Lucena (1823)- y finaliza con la publicación de las grandes obras del género, entre ellas El señor de Bembibre. En todas estas novelas predomina el corpus literario de Walter Scott, y más tarde las obras de Víctor Hugo y novelistas franceses de menor relevancia. Se podría decir que la mayoría de los escritores pertenecientes a esta primera época eran simples remedadores del escritor escocés, y sólo en función de sus escritos los autores españoles pudieron crear su mundo de ficción. El mismo Larra, tal vez el más original de todos ellos, no puede evitar esta fuerte presencia de Scott, pues su novela Ivanhoe influyó en El doncel de don Enrique el Doliente. Analizado en su conjunto todo este material novelesco, el lector tiene la sensación de encontrarse ante un grupo de escritores de escasa originalidad y nula innovación. Sin embargo, analizadas por separado las novelas históricas del Romanticismo, la valoración de las mismas no es tan negativa, pues se incluyen en ellas motivos o episodios netamente españoles que nada tienen que ver con los desarrollados por Scott o Hugo. Esta valoración queda corroborada a través del análisis de las novelas El golpe en vago de José García de Villalta (1801-1846) y El auto de fe de Eugenio de Ochoa (1815-1872), relatos que, si bien están ambientados en épocas pretéritas e incluidos en el grupo de novelas históricas, por su asunto o idea central nos remiten a una problemática muy concreta y de indudable incidencia en el contexto social contemporáneo: la desamortización de Mendizábal. García de Villalta escribe su novela a dos años de distancia de la mencionada desamortización, y su visión crítica de los jesuitas o los alquimistas le permite desarrollar una sátira enraizada a los sucesos acaecidos en el primer tercio del siglo XIX. En idéntico caso estaría El auto de fe, novela histórica que narra los infortunios del príncipe Carlos y su muerte a manos de su padre, Felipe II, tema tratado y explotado por Schiller en su Don Carlos. Sin embargo, analizada la obra en relación con los episodios reales y coetáneos al autor, se puede ver con claridad que la novela representa una sátira contra la figura del monarca absolutista y tirano, y la Iglesia. No se debe olvidar que en el año 1837 se aprueba la Constitución, ensayo de un nuevo régimen, gracias al apoyo de la burguesía liberal, moderada y progresista, pero con la oposición de la Iglesia y los carlistas. Es obvio, pues, que a partir de estas interpretaciones enraizadas con los cambios sociopolíticos ocurridos en España se pueda admitir un tipo de novela que conjuga la ficción con la realidad.

El análisis individual de una determinada novela alcanza así nuevas y enriquecedoras perspectivas. La peculiar ideología o talante del autor subyace, igualmente, en el mundo de ficción creado, pues enjuicia o valora con dispar criterio un mismo motivo histórico. El caso de Gil y Carrasco es significativo, ya que analizar El señor de Bembibre desde la exclusiva visión o influencia de Scott o Manzoni no parece acertado. El autor podrá utilizar los recursos propios de la novela histórica, sin embargo la raíz del hecho novelado nos remite con precisión a la ya referida desamortización de Mendizábal. La desaparición de la Orden del Temple, así como las persecuciones e injusticias cometidas contra sus componentes, guardan estrecha relación con los sucesos acaecidos escasos años antes de su publicación. Las diatribas o censuras vertidas en la novela demuestran con claridad la posición ideológica de un autor que no pudo sustraerse a la realidad histórica de su tiempo. Otro tanto ocurre, a nuestro juicio, con un importante número de novelas. Sirva como colofón Doña Blanca de Navarra. Navarro Villoslada, militante en las filas carlistas, conoció una España fragmentada en guerras civiles entre hermanos. La aplicación de la ley sálica enemistó a Fernando VII y a su hermano Carlos, episodio que se repetirá en dicha novela, aunque en esta ocasión sean dos hermanas -doña Leonor y doña Blanca- quienes protagonicen estas rivalidades. La España carlista e isabelina se convierte, en el mundo de ficción, en beamonteses y agramonteses. La novela histórica del Romanticismo podrá definirse como un relato que desarrolla una acción basada en el pasado; sus protagonistas serán imaginarios, en tanto que los hechos reales y los personajes históricos constituirán el elemento secundario del relato. La perfecta ambientación de la novela se deberá en gran medida al estudio realizado por el autor, documentación histórica que servirá de base a un universo novelesco que trata de captar con la mayor verosimilitud posible los comportamientos sociales de la época histórica descrita. Estos rasgos podrían constituir los elementos básicos de cualquier novela histórica del Romanticismo, pero a ellos cabría añadir el análisis de la relación de novelas concretas con determinados acontecimientos históricos contemporáneos. Sólo así obtendremos la verdadera dimensión y alcance de los numerosos relatos históricos publicados en el Romanticismo.




Recepción de la novela gótica y sentimental europea

En la primera mitad del siglo XIX convergen distintas manifestaciones prosísticas que ya habían obtenido con anterioridad un notable éxito. Tanto la novela gótica como la sentimental europea encuentran perfecto acomodo gracias a las sucesivas traducciones publicadas por los principales editores de la época. A finales del siglo XVIII son frecuentes las traducciones de novelas sentimentales francesas, como las de Florian o Madame de Genlis. Con la influencia de las traducciones se produce un cambio en la forma de concebir la novela. La profusión de autores extranjeros es evidente en los albores del siglo XIX: se lee Corina de Madame Staël, y Matilde o las Cruzadas, Malvina y Amalia de Mansfield de María Risteau, más conocida con el nombre de Madame Cottin. Obras en las que se reafirma el sentimiento, el exotismo, el concepto deísta de la providencia, la moral asustadiza y el tono lacrimoso. El mundo de ficción creado por estos novelistas remite al lector a un universo idealista, alejado de la realidad y absorto o ensimismado en situaciones tremendamente complicadas. Los selváticos paisajes escandinavos o americanos nos trasladan a un mundo lejano, a un contexto geográfico completamente nuevo en el que lo emotivo adquiere nuevas interpretaciones. No menos interesantes al respecto son las traducciones de obras inglesas. Por estas fechas son leídos en España Swift o Richardson, autores que junto a otros de procedencia italiana o alemana (recuérdese el Robinsón de Campe y el Wérther) configuran el panorama literario de la España de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. El éxito de estos autores no alcanzó entre nosotros la misma magnitud que en otros países, pues la rígida censura impuso fuertes trabas a su difusión.

La novela sentimental suele ir con frecuencia destinada a un público femenino, aunque a diferencia de la llamada novela moral y educativa no busca únicamente moralizar. La relación amorosa difiere mucho del amor-pasión propio del Romanticismo. De los autores españoles que con mayor insistencia prodigaron los recursos propios del género cabría citar a Martínez Colomer, autor, según Guillermo Carnero, que utiliza toda la parafernalia sentimental: «Sus personajes padecen abundantes lágrimas y suspiros, les invaden temblores convulsivos y fríos sudores; caen desmayados, se arrancan el cabello, rasgan sus vestidos, gritan, corren enajenados o quedan petrificados y mudos; hablan entrecortadamente, pronunciando frases incompletas y sin sentido y abundantes exclamaciones o angustiosas preguntas» (1985, pág. 34). De no menos importancia al respecto sería la novela La Eumenia de Gaspar Zavala y Zamora, cuyo argumento gira en torno a los sentimientos amorosos de sus protagonistas, al igual que el relato en verso La Luciana de Antonio Farígola y Domínguez, mundo de ficción en el que el amor se erige como el principal protagonista de todos los lances referidos por el autor. Francisco Brotons es, al igual que los anteriores, uno de los autores más representativos de la novela sentimental gracias a la publicación del relato La seducción y la virtud, o Rodrigo y Paulina (1822). La novela, escrita en forma epistolar, establece dos puntos o polos contrapuestos: la virtud, representada por Paulina, y la seducción o el vicio personificado en la figura de Rodrigo. Por estas fechas aparecen novelas redactadas por mujeres, cuya carga emotiva y sentimental configura y da vida al mundo de ficción creado, como en el caso de Segunda Martínez de Robles, autora de la novela Las españolas náufragas, o correspondencia de dos amigas (Madrid, 1831). En idéntica trayectoria podría considerarse la novela Sofía y Enrique de Vicenta Maturana Rodríguez (Madrid, 1829). Ambas autoras fueron también traductoras de obras francesas. José F. Montesinos (1966, págs. 157, 165) señala que Segunda Martínez tradujo en 1834 El pequeño Grandisson de A. Berguin, y Vicenta Maturana realizó la versión al castellano de la obra Ida y Natalia de D'Arlincourt, en 1841. De gran importancia son también las novelas La mujer sensible (1831) y Gerardo y Eufrosina (1831) de Manuel Benito Aguirre y José López Escobar, respectivamente, obras que, al igual que las anteriores, se debaten entre un tipo de relato con fuerte carga moral y no pocas dosis de sensiblería al uso. En líneas generales se trata de relatos que hoy día pueden considerarse como auténticas rarezas bibliográficas, de nula calidad literaria y concebidas para un público con escasa preparación intelectual.

La novela gótica o de terror es otra de las manifestaciones novelísticas de amplia recepción en la Europa de mediados del siglo XVIII y de gran incidencia en la literatura española de comienzos del siglo XIX. La novela gótica se inicia en Inglaterra con la obra Fernando, conde Fathom (1753) de Tobías Smollett. Sin embargo, la consagración del género se deberá a la obra El castillo de Otranto de Horace Walpole. Guillermo Carnero destaca los recursos propios del género: muertes misteriosas, estatuas que cobran vida, esqueletos y fantasmas que recorren el castillo haciendo rechinar oxidadas armaduras... Walpole, a juicio de Carnero, «ha sentado las bases del género: un protagonista impío, orientado fatalmente al mal; el castillo repleto de misterios terroríficos; la acción situada en la Edad Media; y la afirmación de que existen acontecimientos que escapan a las leyes habituales de la Naturaleza, y que tienen idéntico grado de realidad» (1983, pág. 109; véase una catalogación de las características del género en Carnero, 1993, págs. 524-528). La querencia del lector por la fantasía macabra y por lo gótico en los años que preceden al triunfo del Romanticismo español es un hecho que no sólo se puede constatar entre los novelistas españoles, sino también en los extranjeros. En las primeras décadas del siglo XIX la literatura europea experimenta un creciente interés por lo terrorífico, popularidad que llega a formar una especie de sustrato sobre el que se construye toda la literatura romántica (Gies, 1988, pág. 61). Salvo en contadas ocasiones, la novela de terror española sólo es capaz de recoger los elementos o motivos aportados por autores extranjeros. Incidencia tardía y de escasa productividad, tal como se puede constatar a través de los repertorios bibliográficos referidos a la periodicidad de dichas traducciones, y de las catalogaciones realizadas por José F. Montesinos (1966) y Ferreras (1979).

La escasa producción nacional es en lo sentimental y lo gótico un hecho que se puede apreciar igualmente gracias a los ya citados repertorios bibliográficos. A finales del siglo XVIII y comienzos de la siguiente centuria la situación presenta escasas variantes, pues la relación de títulos existentes es harto elocuente: La Leandra de Valladares de Sotomayor, La Serafina de Mor de Fuentes, La filósofa por amor de Francisco de Tójar, La Eumenia de Gaspar Zavala, El viajador sensible de Bernardo María de Calzada, los relatos de Pedro Montengón, El Valdemaro de Vicente Martínez Colomer, Voyleano o la exaltación de las pasiones de Vayo... No existió tampoco en España una auténtica producción de novelas de terror, salvo la Galería fúnebre de historias trágicas, espectros y sombras ensangrentadas, o sea, el historiador trágico de las catástrofes del linaje humano de Agustín Pérez Zaragoza Godínez, obra editada en 1831, algunos de cuyos relatos llevan un título muy ajustado a los propósitos de la obra, como Bristol o el carnicero asesino y Los dos crímenes. La Galería alcanzó un gran éxito pese a los juicios severos emitidos por Larra y Mesonero Romanos. En el artículo ¿Quién es el público y dónde se le encuentra?, publicado en El Pobrecito Hablador, el 17 de agosto de 1832, Larra refiere al respecto lo siguiente: «¿Será el público el que compra la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas y las poesías de Salas, o el que deja en la librería las Vidas de los españoles célebres y la traducción de la Ilíada? ¿El que se da de cachetes por coger billetes para oír una cantatriz pinturera, o el que los revende? ¿El que en las épocas tumultuosas quema, asesina y arrastra, o el que en tiempos pacíficos sufre y adula?» No menos mordaz se muestra Mesonero Romanos con dicha obra, parodiándola, al igual que otros relatos al uso, en El Romanticismo y los románticos, o calificándola con epítetos harto negativos en Memorias de un setentón (1880, II, pág. 22). La finalidad de esta «interesante, amena e instructiva colección de horrorosos y verídicos sucesos» -tal como se indica al principio de la obra- es producir intensas emociones de terror y así infundir un odio irreconciliable al crimen. Pérez Zaragoza concibe su obra como un proyecto hermoso a lo Young, invocando las sombras ensangrentadas «relativamente honorables de Shakespeare» y «rehusando hacer la exhumación de las pesadillas de "la sepulcral Radcliffe"», pues éstas parecen no infundir «ese terror saludable que produzca la continencia y el arrepentimiento». Según Zaragoza, su obra iba destinada a un público femenino, lectoras sensibles en palabras del autor, capaces de sentir las vivas emociones experimentadas por los personajes de ficción. Los recursos utilizados no difieren de los ya apuntados con anterioridad: mansiones solitarias, gritos de lechuzas y mochuelos en noche cerrada, duendes, apariciones fantásticas, cabezas ensangrentadas, puñales, venenos, ajusticiamientos... Como señala Russell P. Sebold, «lo que era escándalo de los neoclásicos iba a ser la delicia de los románticos, y sin este completo viraje moral ni aún se había llegado a concebir la Galería fúnebre [...] En la primera de estas obras el autor resumiría en la forma más concisa posible la nueva moralidad: El crimen tiene su heroísmo» (1983, pág. 153).

En la novela gótica o de terror el lector se enfrenta a un mundo de ficción en el que las escenas truculentas y macabras están descritas con gran crudeza y precisión. El autor mostrará gran interés por el detalle macabro, por la sangre; sin embargo, nunca logrará sugerir la clásica irracionalidad que caracterizaba a los ingleses. La novela gótica influirá parcialmente en otros modelos narrativos, como en la novela histórica. Una lectura atenta de las novelas históricas más representativas del Romanticismo español nos remitiría a no pocos episodios propios de las novelas de terror: pasadizos ocultos, puertas secretas, palacios o castillos aislados, sepulcros, lóbregas celdas, cadáveres mutilados, apariciones fantásticas. Pero la auténtica novela de terror está basada, precisamente, en la irracionalidad del universo y la sinrazón de los actos del ser humano; de ahí que la novela romántica española -tal como apunta Carnero- adolezca en este sentido de una gravísima limitación: «la poca audacia que demuestra al dar siempre una explicación racional a lo extraordinario, y la tosquedad con que plantea las explicaciones de carácter psicológico. Es sintomático el procedimiento por el cual se destruye el rico entramado de la ficción sobrenatural» (Carnero, 1973, pág. 15). Palabras que encuentran confirmación en numerosos relatos del género. Recuérdese la novela El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco: cuando el fiel criado Millán encuentra el cuerpo de su señor, don Álvaro, «inanimado y frío, apartados los vendajes, desgarradas las heridas y toda la cama inundada en sangre» (Gil y Carrasco, 1844, pág. 139), la aparente muerte tendrá su explicación en páginas posteriores, al señalar el autor que todo se debió a la ingestión por parte de don Álvaro de un bebedizo preparado por Ben Simuel. A partir de este preciso momento la muerte de don Álvaro complicará la trama argumentad doña Beatriz, al estar convencida de su muerte y a instancias de su madre, se casará con el conde de Lemos, y don Álvaro, por despecho amoroso, decidirá ingresar en la Orden del Temple. La aparición de un personaje misterioso se realiza en Gil y Carrasco como si de un espectro se tratara: «Si el sepulcro rompiese alguna vez sus cadenas, sin duda creería que la sombra de don Álvaro era lo que así se le aparecía. El caballero se alzó lentamente la celada y dijo con una voz sepulcral: ¡Soy yo, doña Beatriz (Ibíd., págs. 165-166). No menos interesante es el caso de la novela Sancho Saldaña, al describir su autor, Espronceda, duelos que tienen toda la apariencia de un desenlace fatal, pues los contendientes reciben terribles y mortales heridas, como Saldaña, con el yelmo partido en dos y «echando un río de sangre por ojos, orejas y narices»; o Hernando, cubierto de sangre y emitiendo suspiros muy parecidos a los estertores de un moribundo. Ambos curarán de sus heridas, no por causas sobrenaturales sino por la ciencia de un personaje, el judío. Muertes aparentes, cadáveres mutilados, regueros de sangre los encuentra el lector en la novela de Espronceda en la figura de Usdróbal, dado por muerto en un principio y resucitado al final de la novela para defender a Zoraida de las acusaciones formuladas en el Juicio de Dios. La nueva aparición se explica no como un hecho sobrenatural, sino simplemente porque Usdróbal cambió sus ropas con las de un cadáver terriblemente mutilado y ensangrentado.

Recursos no menos insistentes que los anteriores aparecen en las descripciones de ambientes: pasadizos ocultos, subterráneos, puertas secretas. En la citada novela de Espronceda la bella Zoraida, conocedora de los complejos laberintos del castillo, aparece y desaparece ante el estupor de la soldadesca. Tales apariciones harán posible que a Zoraida se la considere como un ser demoníaco o sobrenatural, con poderes mágicos. Algo parecido en lo que atañe a pasadizos ocultos sucede en El doncel de don Enrique el Doliente de Larra, cuando don Enrique de Villena, sonriendo con expresión sardónica, pulsa un resorte oculto que le hace desaparecer de la habitación, como un espectro que se hunde en la pared o que se borra y desvanece al mirarlo detenidamente. No menos interesantes son los recursos utilizados por López Soler en Los bandos de Castilla, novela pródiga en episodios de idéntico matiz. Incluso su autor engarza las descripciones propias de la novela gótica con relatos no menos terribles y espeluznantes, acrecentándose así toda esta atmósfera que, aunque parezca irreal, tendrá una explicación lógica y coherente, como el episodio que dos damas protagonizan en una noche cerrada y con gran aparato eléctrico. Refugiadas en un panteón, Beatriz relata a Blanca una historia acorde con lo que sucede en su entorno, en donde se conjugan todos los elementos característicos de los relatos de terror: crujir de ramas, silbar del viento, panteones, aves nocturnas que irrumpen violentamente, espectros... Recursos narrativos que incidirán de igual forma en otras novelas de la época y en los productos llamados subliterarios o infraliterarios, como las novelas de folletín. Otro tanto ocurrirá en un determinado número de melodramas románticos, impregnados hasta la saciedad de todos estos elementos de fácil adaptación. Examinar los relatos históricos del Romanticismo sin tener en cuenta estos recursos estilísticos sería pecar de parcialidad. Analizarlos desde la exclusiva óptica ideológica o histórica sería, igualmente impreciso. Todos estos rasgos confluyen en la novela y sólo la calidad literaria del autor será capaz de desbrozar lo innecesario y superfluo para poder así dignificar un género literario que, aun con sus defectos, alcanza cotas de máxima popularidad.




La novela-crónica: Francisco Martínez de la Rosa

En las primeras páginas de este capítulo hacíamos alusión a los diversos géneros literarios ensayados por un mismo escritor. Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), autor que figura por derecho propio en un lugar señero de la dramaturgia romántica gracias a La conjuración de Venecia, publica una serie de obras de dispar estilo y contenido. A su producción teatral -incluida en las tendencias neoclásica y romántica- habría que añadir sus obras crítico-didácticas, poéticas e históricas. Polifacética labor en la que no podía faltar la incursión en un género que gozaba de un gran éxito editorial en la década de los años treinta. De esta forma, siguiendo la moda de la época, intentó una novela histórica, Doña Isabel de Solís, obra que a juicio de Menéndez Pelayo supone «una de las más lánguidas imitaciones que aquí se hicieron de Walter Scott, con haberlas tan lánguidas como El doncel de don Enrique el Doliente de Larra, y el Sancho Saldaña de Espronceda» (1942, IV, pág. 288). Las concisas y precisas observaciones negativas de Menéndez Pelayo vienen a corroborar la escasa atención que la crítica ha prestado a este relato, excesivamente monótono y recargado con numerosas anotaciones eruditas.

Doña Isabel de Solís, reina de Granada (1837) fue concebida por el autor en París, impresionado por la gran incidencia que Scott tenía por estos años en Europa. La Advertencia que figura al frente de la obra es harto elocuente, pues tras afirmar que se propuso escribir una novela histórica y tantear así las varias y difíciles sendas en la carrera de la literatura, señala que «por aquel tiempo había subido al más alto punto en Europa la fama de Walter Scott [...] El célebre Manzoni daba a luz una obra de esta clase, bastante por sí sola para mantener en la nueva palestra al antiguo nombre y la gloria de Italia». El plan de la obra aparece también trazado por el propio Martínez de la Rosa en la Advertencia: «Debo solamente añadir que la primera parte de esta novela (que al cabo sale a luz después de haber dormido algunos años entre mis borradores) comprende sólo hasta el momento en que el rey de Granada se desposó con doña Isabel de Solís [...] pero si Dios me concede salud y sosiego, proseguiré a ratos perdidos mi obra hasta llevarla a debido término, que será, naturalmente, después de la toma de Granada, al referir los últimos acontecimientos concernientes a aquella mujer singular».

Martínez de la Rosa no sólo se propuso imitar a Walter Scott, sino que también quiso emular el mundo de ficción que con anterioridad había dado vida a la conquista de Granada. Las notas que figuran en la Advertencia del primer libro de Doña Isabel de Solís apuntan a las obras de autores extranjeros que ya habían dado vida e interpretado con acierto el tema por él escogido: «Mediaba también la circunstancia de haberme propuesto desde un principio que el asunto de la novela fuese peculiar de Granada, pues había notado, no sin satisfacción y complacencia, que tales argumentos encontraban favorable acogida [...] habiendo proporcionado no escasa gloria a los que los habían manejado con más o menos acierto, empezando a contar por el Gonzalo de Córdoba de Florian, continuando por El último Abencerraje de Chateaubriand, y concluyendo por las obras de Washington Irving». La documentación utilizada, el acopio de material noticioso sobre la época y el exceso de datos referidos a los personajes que pueblan estas páginas convierten al relato en una especie de crónica novelada. El material científico es tan abrumador que merma la propia agilidad del relato. Es obvio que el autor de novelas históricas se documenta sobre el contexto social en el que se desarrolla la acción para ofrecer así una cierta verosimilitud. El justo equilibrio entre el mundo de ficción y el hecho histórico debe reinar en la novela. Martínez de la Rosa, definido tantas veces como hombre de justo medio, no pudo, sin embargo, lograr ese equilibrio en su relato, pues las numerosísimas notas eruditas que aparecen en la novela -un total de 333- demuestran hasta qué punto el autor no supo fantasear sobre el tema escogido. Isabel de Solís no será una buena novela, pero sí una excelente crónica novelada en la que el autor analiza con especial detenimiento los múltiples aspectos que configuran la realidad histórica escogida, desde los usos y costumbres de la época hasta los más mínimos movimientos o hechos de los personajes históricos, en detrimento de la propia acción novelesca.




El pastiche estilístico: Serafín Estébanez Calderón

El éxito alcanzado por la novela histórica en España motivó que Serafín Estébanez Calderón (1799-1867), reputado y festivo escritor costumbrista, aportara, al igual que los escritores anteriores, un relato novelesco -Cristianos y moriscos. Novela lastimosa- en el que se teje una muy breve relación de los infelices amores entre un caballero cristiano y una morisca en la época de Carlos V. La novela, editada en 1838, figuraba como el primer relato de una serie, «Colección de novelas originales españolas», destinada a la publicación de diversas novelas de corte romántico; sin embargo, esta colección, planeada conjuntamente con Luis Usoz y Río, no se llevó a la práctica. El modelo de esta fracasada «Colección» habría tal vez que buscarlo en las que se habían publicado con anterioridad a Cristianos y moriscos, como las de Cabrerizo o Repullés.

Estébanez Calderón, hombre culto, refinado, docto en lengua arábiga y numismática, bibliófilo empedernido y escritor castizo, no supo, sin embargo, tejer una historia a la manera de los grandes maestros del género. Sus aciertos radican en la espléndida evocación de un pasado descrito con gran exactitud. Su formación libresca y su especial vocación por la descripción y análisis de tipos y escenas dan vida a un relato en el que se plasma con gran acierto el desarraigo del pueblo musulmán y el choque de dos civilizaciones distintas: cristianos y moriscos. Tal vez lo menos afortunado sea la historia de don Lope y Zaida, relación amorosa un tanto desvaída que acaba de forma trágica e inverosímil. La novela pasó prácticamente inadvertida en su época. Tan sólo breves reseñas en la prensa, que destacaban la perfecta ambientación y riqueza del lenguaje. El periódico Nosotros (1839, número 216) y El Correo Nacional (1839, número 501) destacaron la singular belleza del lenguaje y la calidad de las descripciones. Sin embargo, en lo concerniente a las diversas situaciones que configuran la trama novelesca los juicios fueron negativos. Sin lugar a dudas lo más acertado de la novela es la cuidada ambientación, documentación que nunca traspasará el umbral literario, como si Estébanez tuviera sumo cuidado en no convertir su relato en una historia novelada. Sus conocimientos relativos a la época, así como su bien ganada y merecida fama de bibliófilo, no se perciben en Cristianos y moriscos. El estilo, aunque cuidado, peca de cierta afectación a causa de los numerosos arcaísmos. Una novela, en definitiva, que si bien puede figurar en los anales de la novela histórica romántica, no por ello deja de ser un producto de mediano valor. El lugar señero de Estébanez está en su obra costumbrista, en sus Escenas andaluzas.




El modelo de Walter Scott

La novela histórica de origen romántico aparece entre 1823 y 1830, fechas que nos remiten a novelas clásicas del género y de clara imitación del estilo de Walter Scott; sin embargo, la crítica literaria sostiene con argumentaciones válidas que El Rodrigo. Romance épico (1793) de Pedro Montengón es la primera novela romántica española. La trama amorosa, el trasfondo pintoresco, la aparición de lo fantástico y maravilloso, así como las intrigas cortesanas que aparecen en el relato de Montengón, constituyen la prueba evidente de que estamos ante un relato de honda raigambre histórica (Carnero, 1990a). El Rodrigo es también para Sebold el primer ejemplo de este tipo de novelas, pues Montengón, al utilizar la voz romance en el título, es consciente de su propósito: novelar una historia. Como afirma Sebold, «antes de 1760 novela se había convertido en término para narraciones extensas. Mas Montengón daba su beneplácito a romance, voz que en la Edad Media había denominado la relación extensa, inverosímil, fantástica, en prosa o verso, del cronista romancista, que sólo sabía la lengua vulgar, en oposición a la historia más fiel de cronista sciente, que sabía latín. Romance [...] lejos de ser un extranjerismo introducido en los últimos decenios del Setecientos [...] es un vocablo castellano rehabilitado por estudiosos tan serios como Tomás Antonio Sánchez» (1992, pág. 104).


Rafael Húmara y Salamanca

La imitación de la novela scottiana puede iniciarse cronológicamente en 1823 con Rafael Húmara y Salamanca o en 1828 con Telesforo de Trueba y Cossío. La novela de Húmara -Ramiro, conde de Lucena- se publicó en Madrid en 1823, fecha muy temprana y que coincide con la de novelas de corte sentimental y moralizante. Al igual que la mayoría de los relatos históricos posteriores, Ramiro, conde de Lucena pertenece, según Donald L. Shaw, «a esa ala del Romanticismo cuyos representantes miraban hacia atrás con nostalgia los valores cristianos y caballerescos incontaminados de la Edad Media» (1988, pág. 121). La novela de Húmara es un relato netamente histórico, redactado con pulso seguro e inmerso en un universo novelesco de indudable filiación romántica gracias al perfecto engarce entre lo puramente aventurero y lo amoroso.

El relato, que empieza in medias res, se muestra no sólo sumamente respetuoso con la Iglesia y con la fe cristiana, sino que también aparece como portador de los más altos valores tradicionales. En Ramiro, conde de Lucena todo es hermosura, belleza, sensibilidad. Tanto en el bando cristiano como en el musulmán se aprecian las nobles virtudes: caballerosidad, patriotismo y honor. Un relato que glorifica las hazañas del pasado y armoniza con acierto el tema del amor y la muerte. Ensayo juvenil, como diría Húmara, basado en las noticias «que nos transmiten los Anales de Sevilla y la Crónica del rey San Fernando» (1828, pág. XX), y considerado por la crítica como novela precursora del género. Vicente Llorens sitúa Ramiro, conde de Lucena dentro de la época prerromántica, afiliándola a la corriente francesa iniciada por Madame Cottin (1968, pág. 298), autora elogiada por Húmara en el breve Discurso preliminar que figura al frente de Ramiro. La novela de Madame Cottin -Matilde- es todo un ejemplo a seguir, pues el espíritu caballeresco que envuelve las Cruzadas y la conversión de Saladino al cristianismo fueron páginas modélicas que no pasaron inadvertidas entre los maestros del género. Recordemos la conversión al cristianismo de Zaida momentos antes de expirar, o el tono moral que subyace a lo largo del relato. Aun así la novela podría pasar, según Ferreras, por scottiana (1976, pág. 108).

En Ramiro, conde de Lucena puede apreciarse la huella de Scott, especialmente en aquellas páginas dedicadas a la descripción de personajes y ambientes. Influencia tímida a la que se uniría también la de otros novelistas adscritos a un género pródigo en situaciones cruentas; de ahí que pueda interpretarse el relato de Húmara como «una novela melodramática truculenta» (Shaw, 1988, pág. 123), hilvanada con episodios de pasión, de traición y de celos funestos que culminan con la muerte de los protagonistas. Para el citado crítico las referencias al amor, a la fatalidad y a la pasión desenfrenada serán rasgos constitutivos del Romanticismo. Sin embargo, la formación intelectual de Húmara, al estar en perfecta armonía con los valores del siglo de la Ilustración, impidió que adoptara la visión trágica del Romanticismo más genuino. Visión latente no contrapesada por la intervención de la Providencia, sino por el heroísmo físico y moral. Precisamente será este heroísmo el que evite el adulterio de Ramiro y permita el perdón de su esposa y el arrepentimiento de Zaida. Aun así Húmara tropezará con el problema de presentar al protagonista desde una doble perspectiva, como un delincuente y un héroe moral al mismo tiempo, condicionamientos que son causa de la debilidad de la obra, pero que ilustran el conflicto interno de la sensibilidad romántica.




Telesforo de Trueba y Cossío

Telesforo de Trueba y Cossío (1799-1835) fue, al igual que Húmara, difusor e imitador del género iniciado por Scott. Su obra literaria no sólo se limita al género novelesco, sino también a otros campos de la literatura, desde comedias, melodramas o tragedias publicadas en castellano -Anteojos para cortos de vista o Casa del marqués de España, El precipicio o las fraguas de Noruega, La muerte de Catón, Elvira y Miraldo, Los caballeros de industria o el novio de repente, El seductor moralista, El veleta, Casarse por cincuenta mil duros, Los amores de novela, Dios nos libre de gallegos o el loco por fuerza- hasta juguetes cómicos o zarzuelas de escaso valor, como El capricho peligroso. Corpus literario en castellano al que habría que añadir sus composiciones poéticas, sus discursos parlamentarios y artículos políticos publicados en la prensa de la época. La revista El Artista difundiría otra faceta de Trueba y Cossío: la de traductor de la obra de Byron, pues publicó en sus páginas El sitio de Corinto.

Frente a este corpus literario realizado en castellano, Trueba publicó en inglés una serie de novelas históricas y biografías relacionadas con la conquista española -The life of Hernán Cortés y The conquest of Perú- en íntima conexión con su experiencia como emigrado en Inglaterra, engrosando así la lista de afamados hombres de letras españoles (como José Joaquín de Mora, Antonio Alcalá Galiano, Pablo Mendíbil, Valentín Llanos) que se dieron a conocer gracias a sus producciones literarias escritas en inglés (García Castañeda, 1978, 1991; Llorens, 1967). Trueba y Cossío publicó en 1828 la novela histórica Gómez Arias or the moors of the Alpujarras, de clara influencia scottiana. El tema no era nuevo en los anales de la literatura española, pues ya había sido tratado por Luis Vélez de Guevara en su comedia La niña de Gómez Arias y refundido más tarde con pleno acierto por Calderón en su obra de idéntico título. Trueba utilizó igualmente las Guerras de Granada de Ginés Pérez de Hita como cantera de material histórico para su relato: rivalidades entre cristianos y musulmanes, episodios históricos relacionados con los Reyes Católicos o personajes de la época. La fuente literaria más significativa sería la de Calderón, aunque Trueba varió ciertos episodios que no agradaron ni convencieron a Menéndez Pelayo: «De Calderón tomó la historia entera de Gómez Arias y de Dorotea, a quien él llamó Teodora; motivó la fuga de su heroína no bien justificada en el drama; extremó su pasión y sus celos hasta el punto de hacerla atentar contra la vida de su amante; puso un grado más de maldad en el carácter de Gómez Arias, que vende a sangre fría, y con intención trazada muy de antemano, a Teodora, y varió erradamente según pienso el desenlace» (1942, VI, pág. 115). Modificaciones que a juicio de Llorens no son tan desafortunadas, puesto que se adecuaban a la sensibilidad romántica de la época (1968, pág. 268).

Un año más tarde, 1829, publicó su segunda novela histórica, The castilian, en la que el influjo de Walter Scott es, una vez más, evidente. Trueba reconstruye la España de don Pedro el Cruel, personaje histórico tratado desde múltiples perspectivas por novelistas y dramaturgos. Para la elaboración de su novela se atuvo a la Crónica de Pero López de Ayala, aunque el don Pedro de Trueba no es precisamente el que figura en los anales históricos. Al igual que muchos novelistas españoles, Trueba siguió fielmente el modelo de Scott, pues situó en un segundo término al personaje histórico. De ésta forma el fiel vasallo don Hernando de Castro, el don Ferrando de la Crónica de Ayala, ocupa un lugar privilegiado en la narración, siendo por derecho propio el verdadero protagonista. Trueba se complace en adornarlo con todas las dotes de valor, de generosidad y de adhesión al monarca. Si bien es verdad que The castilian es un relato en el que las aventuras se suceden vertiginosamente, no menos cierto es también que bajo la textura de la propia peripecia argumental se encuentra un tema de grato sabor para los exiliados románticos: la identificación del contexto histórico medieval con el contemporáneo. Este propósito no será exclusivo de quienes vivan en condición de exiliados; se da también entre aquellos escritores que, aun viviendo en España, censuraron comportamientos y decisiones políticas de su época fácilmente identificables con los que aparecen en el mundo de ficción de sus novelas, como en el conocido caso de El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco, en el que el lector identifica con claridad la expoliación de la Orden del Temple con la desamortización de Mendizábal. Con razón señala Llorens que «The castilian, como El moro expósito de Rivas o el Don Opas de Mora, constituye un buen ejemplo de la evasión romántica de los emigrados. Se huye hacia el pasado, pero proyectando sobre éste el agitado mundo contemporáneo. Al trazar el cuadro de Castilla dominada por un tirano como don Pedro y envuelta en una guerra civil, con su secuela de intervenciones extranjeras, el patriota liberal de 1823 tema ante sus ojos la España de su tiempo» (1968, pág. 269). Es evidente que el asunto de su novela atraería no sólo a un público extranjero sino también al español, pues Trueba llevó a su mundo de ficción un episodio histórico que tendría años más tarde feliz acogida entre los escritores españoles. Recordemos los romances históricos que dedicó el duque de Rivas a las escenas de Montiel o los no menos conocidos dramas de Zorrilla El zapatero y el rey y El molino de Guadalajara.

Tras publicar en 1830 The Romance of History: Spain, conjunto de 24 narraciones de carácter histórico legendario, aunque sin forma ni unidad novelesca. Trueba puso punto final a su labor como narrador de temas históricos, aunque no por ello olvidó el género novelesco, pues publicó The incognito, novela de costumbres españolas, y Salvador the guerrilla, relato en el que se percibe la influencia de Fenimore Cooper y cuyo asunto está tomado de la Guerra de la Independencia. The Romance of History: Spain es un conjunto de leyendas ordenadas cronológicamente, precedidas de un resumen sobre los acontecimientos históricos del período en que se sitúan los hechos. A través de este corpus literario, Trueba se propone recorrer por entero todo nuestro entramado histórico, desde la caída del imperio visigodo (Don Rodrigo es la primera leyenda que figura al frente de la colección) hasta los últimos reyes de la Casa de Austria.




Ramón López Soler

Al igual que el anterior escritor y otros menos afamados que figuran en páginas posteriores, las referencias bibliográficas en torno a sus obras son escasas. Por ejemplo, la célebre Galería de la Literatura Española de Antonio Ferrer del Río (Madrid, 1846) prescinde de López Soler (1806-1836). Ni siquiera en la extensa y copiosísima relación de autores que figura en el Complemento de la Galería se incluye su nombre. En lo concerniente a su labor periodística -recordemos sus artículos publicados en El Europeo, El Constitucional, El Vapor, etc.- la crítica de la centuria pasada y comienzos del siglo XX lo ha silenciado: sirva como botón de muestra la obra de Manuel Ossorio y Bernard, Ensayo de un catálogo de periodistas españoles del siglo XIX. De igual forma, sus trabajos dados a la prensa madrileña brillan por su ausencia en los catálogos publicados en el siglo XIX, como el realizado por Hartzenbusch -Apuntes para un catálogo de periódicos madrileños desde el año 1661 al 1870 (1894)-, que ignora las colaboraciones de López Soler en la Revista Española y en El Español. No menos escasas son las noticias sobre determinadas composiciones poéticas o novelas publicadas bajo distintos seudónimos.

En el año 1830 publica López Soler Los bandos de Castilla o el caballero del cisne en la imprenta valenciana de Cabrerizo, relato que inicia un tipo de aventuras de clara imitación scottiana que tendría feliz continuación a lo largo del siglo XIX. López Soler señala en el prólogo de su novela que su intención no es otra que la de «dar a conocer el estilo de Walter Scott y manifestar que la historia de España ofrece pasajes tan bellos y propios para despertar la atención de los lectores como los de Escocia y de Inglaterra». En este mismo prólogo, López Soler advierte a los lectores que se trata del ensayo de un tipo de novela desconocida en España, y señala igualmente que es necesario fundir la verdad histórica con la verdad moral, justificando los anacronismos en aras de la amenidad y exactitud del relato. Tal confesión de intenciones, especialmente la referida a la imitación de Scott, mereció una serie de críticas negativas, excesivamente duras, que tachaban a López Soler de plagiario. Esto, creemos, fue el motivo de que se silenciara su nombre en años posteriores, como en la ya citada Galería de la Literatura de Ferrer del Río. Sin embargo, fue necesario llegar hasta el siglo XX para demostrar que López Soler no fue simplemente un fiel remedador o servil traductor, sino un autor que aportó también destellos originales, tal como señala Peers (1926, págs. 12-39).

En este sentido se puede afirmar que López Soler fue el primero en ensayar un tipo de novela que se adecuaba perfectamente al sentir de la época. Varios son los relatos, a nuestro juicio, que lo corroboran. Por una parte, su novela Jaime el Barbudo, basada en las correrías y hazañas de un bandido que asoló las tierras del sureste español. El subjetivismo y la peculiar visión individualizada de los hechos hacen posible que López Soler novele una biografía apenas sujeta a la realidad. La deformación de los hechos y la presentación del protagonista desde la peculiar óptica del autor convierten al relato en una historia de amor, en la que Jaime el Barbudo sólo es un eslabón en esta cadena rocambolesca. Lo importante es la relación amorosa entre dos jóvenes, injustamente perseguidos por quienes detentan el poder. Tal serie de despropósitos sólo la puede solucionar un bandido noble y generoso, que pondrá toda su astucia en la empresa. Al final él será quien solucione tal desaguisado, quien imponga su ley, la justa, la verdadera; la otra, la que emana del poder o de quienes dicen estar al lado de la justicia oficial, quedará en tela de juicio, malparada. No es un episodio histórico, lo único real es el nombre del bandolero; ni siquiera la ambientación remite al lector al contexto geográfico mencionado por el autor. Aun así, se trata de la primera novela de bandidos, tipo de relatos que más tarde tendría notable descendencia, como en Fernández y González.

López Soler fue también el introductor en España de una modalidad de relato en la que se ensalzan las aventuras y desventuras de otro ser marginado por la ley: el pirata. Su novela El pirata de Colombia es un auténtico canto a la libertad, un relato en el que su protagonista, Roberto Gibbs, reivindica con orgullo su independencia, libertad y rebelión contra un mundo cuyos intereses y preocupaciones éticas le parecen irrisorias y absurdas; un canto a la piratería prácticamente idéntico al posterior de Espronceda en Canción del pirata. López Soler se adscribe así a un tipo de literatura en el que aparece un singular número de tipos marginados por la sociedad, desde rebeldes, bandoleros, piratas, proscritos, hasta expósitos, huérfanos, mendigos, cautivos o suicidas. Frente al patetismo, melancolía y sentimentalismo del segundo grupo aparecerán los rebeldes y célebres bandoleros o piratas que cautivarán al lector por su alto concepto del honor, gallardía y audacia, héroes románticos inmortalizados por autores extranjeros como Goethe, Schiller, Byron, Hugo, Manzoni. La novela de López Soler es la primera muestra en la literatura romántica española de un tipo de aventuras en las que el navío, símbolo de la libertad, se adecua con total perfección al estado anímico del protagonista, satisfecho y orgulloso de su condición por creer que él «es el verdadero rey de los mares, el único ser que puede jactarse en el mundo de ilimitada independencia, sin reconocer ley ni predominio alguno, tan insensible a las pompas de la vanidad como al orgullo de la insolente medianía» (1832, págs. 44-45). Si López Soler puede considerarse el introductor de este tipo de obras en España, no menos interesante es el resto de su producción novelística, como Las señoritas de hogaño y las doncellas de antaño, relato en el que se cotejan dos formas muy distintas de entender la vida. Por un lado, la joven de buen tono, afrancesada, inmersa en lecturas de «tumba y hachero»; por otro, el ejemplo modélico, la mujer aferrada a los valores tradicionales. López Soler se propuso imitar al conocido y popular Scribe, confesando con inusual modestia, al igual que en Los bandos de Castilla, sus fuentes literarias. El resto de su producción novelística puede adscribirse al género primordial de la época, la novela histórica. En Enrique de Lorena se describe la desgraciada historia de los amores de Enrique III de Francia. Kar-Osmán está basada en los avatares amorosos de un capitán griego con una joven noble española. Un relato que no puede considerarse genuinamente histórico, tal como afirma el propio López Soler en el prólogo, aunque la peripecia argumental transcurra en el siglo XVI. De la influencia de Scott pasó a la de Víctor Hugo, cuya conocidísima obra Nuestra Señora de París imitó en La catedral de Sevilla (1835).

Lo verdaderamente relevante en López Soler es que Los bandos de Castilla tuvo una inmediata resonancia en los ámbitos literarios contemporáneos, erigiéndose con toda propiedad en el modelo a seguir entre los escritores españoles. De ahí que sea ocioso discutir sobre el valor estilístico y la originalidad de la novela, pues lo que importa es subrayar que fundó una tendencia novelesca nueva que perduraría durante casi un siglo.

Los hechos que se narran en Los bandos de Castilla nos remiten casi literalmente a Ivanhoe, como la detallada descripción del torneo y las acciones que culminan al final del relato en la batalla de Aivar entre aragoneses y castellanos. No faltan en esta novela las historias fantásticas ni los lances caballerescos, en los que se combinan con habilidad las rivalidades cortesanas. Un relato histórico con panteones, castillos, bosques, noches cerradas, tempestades, recursos a los que se unen abundantes notas de lirismo y un léxico arcaizante perfectamente engarzado con la acción, y que sirve para adecuar la historia narrada con el contexto social de la época.




Estanislao de Kotska Vayo y Lamarca

Con anterioridad ya nos habíamos referido a un tipo de novela en el Romanticismo en el que se aprecia una fuerte relación entre lo narrado y un suceso ocurrido en los años inmediatos, conocido por los contemporáneos. Los terremotos de Orihuela o Enrique y Florentina. Historia trágica, de Estanislao de Kotska Vayo y Lamarca (1804-1864), publicada por Cabrerizo en 1829, se ajusta a este modelo. Sin embargo, Vayo introduce una amplísima gama de recursos de ilustre tradición romántica, como bandidos, cuevas o grutas, raptos, misterios... Elementos que envuelven una historia amorosa que finaliza trágicamente a causa del ya mencionado terremoto ocurrido en la Vega Baja del Segura.

De mayor importancia en el novelar de Vayo es su relato La conquista de Valencia por el Cid, aparecida tan sólo un año después de Los bandos de Castilla. La imprenta de Mompié fue la encargada de publicar una novela que figura por derecho propio entre las maestras del género. La crítica no la desatendió, siendo precisamente un afamado escritor de la época, Estébanez Calderón, quien emitió toda suerte de elogios desde las páginas de las Cartas Españolas. El mismo Vayo era consciente de las dificultades que podían surgir a cualquier escritor de novelas históricas si el tema escogido se circunscribía a un específico y concreto marco geográfico, dificultad que podía alcanzar mayores proporciones si el personaje histórico novelado era protagonista de numerosas hazañas. Esta dificultad la consideraba también en lo tocante a la descripción del paisaje; de ahí que la falta de variedad en las escenas y descripciones del país hubiera de suplirse por precisión con la pintura de las costumbres, con la hermosura del lenguaje y con inspirar el mayor interés en la narración. Esta preocupación por el lenguaje se percibe en toda la novela, y no sólo en las descripciones ambientales o costumbres morunas, sino también en los diálogos que frecuentemente aparecen en la novela. Estilo arcaizante que en ocasiones alcanza proporciones un tanto ampulosas, pero no por ello desafortunadas si lo comparamos con el utilizado en otros relatos del género. Esta ampulosidad está motivada por la necesidad de ofrecer un relato verosímil en el que el honor y la honra se conjugan admirablemente gracias a la elección de un lenguaje adecuado a la condición social de los personajes. La veracidad y la originalidad de su relato serán, igualmente, motivos destacados por Vayo, como si con ello quisiera erigirse en el primer escritor de novelas históricas que prescindió de la huella o influencia extranjera: «Por último, cualquiera que sea la opinión que la indulgencia del público imparcial forme de este escrito, no deberá echar en olvido el lector que esta novela es original española, y que en toda ella no hay ni un pasaje ni una palabra copiada de los novelistas extranjeros». La rudeza bélica del relato o la impetuosidad de la trama no impiden que se filtren en las páginas de La conquista de Valencia una suave melancolía y cierta sensibilidad a lo Chateaubriand. El Cid aparece sumamente idealizado como el héroe nacional por excelencia. Pero tal vez lo más significativo de la novela sea la ausencia de escenas truculentas o venganzas terribles y despiadadas. Ni siquiera el relato tiene un final trágico. Lo novedoso en él radica, precisamente, en ello, pues la novela finaliza de forma triunfal, sin muertes violentas ni situaciones melodramáticas.

Menor importancia tuvieron Los expatriados o Zulema y Gazul, publicada en 1834, que refiere la expulsión de los moriscos de Valencia en el siglo XVII, y Juana y Enrique, reyes de Castilla, en 1835. De distinto signo sería El Voyleano o la exaltación de las pasiones, obra primeriza de carácter psicológico cuyo asunto ocurre en la Guerra de la Independencia. No faltan en este corpus literario relatos de honda raigambre costumbrista, como Las aventuras de un elegante o las costumbres de ogaño, publicada en 1832. Vayo puede considerarse por méritos propios fiel representante de la llamada corriente romántica catalana, escuela que como es bien sabido adoptó tempranamente la obra literaria de Scott. La influencia del escritor escocés subyace en sus relatos, por mucho que Vayo se empecinara en demostrar lo contrario, tal como manifiesta en el ya citado prólogo que figura al frente de La conquista de Valencia. Sus aciertos radican en la corrección de la prosa y en el estilo, y aun así encontramos ciertos amaneramientos que afean sus narraciones.




Mariano José de Larra

Una prueba más del éxito del género lo es la novela El doncel de don Enrique el Doliente, escrita por el prosista más relevante del Romanticismo español. Su merecida fama no resultaría, precisamente, de su novela, ni de obras teatrales, adaptaciones o traducciones. Larra es, ante todo, un escritor costumbrista, un periodista que llevó el artículo de costumbre hasta cotas de difícil superación. El doncel de don Enrique el Doliente (1834) ha sido considerada por la crítica con dispar criterio. Para un determinado sector de la misma, la novela supone una evidente prueba de las escasas dotes de narrador del autor. José Bergamín es en este sentido tajante en sus apreciaciones: «No tenemos por qué abrumar su recuerdo con la tremenda prueba acusatoria que podría formársele como novelista y autor dramático, fracasado, suicidado, por falta de imaginación» (1972, pág. 17). No menos mordaz se había mostrado con anterioridad Julio Nombela, que ridiculiza el Doncel a través de una muy personal e irónica interpretación de los hechos que se desarrollan en la novela (1908, págs. 119-139). Opiniones contradictorias y más ajustadas a la realidad se observan en estudios más recientes. Así José Luis Varela, si bien considera que en el relato de Larra existen deficiencias de información, anacronismos y algún que otro desmayo narrativo, cree no menos cierto que todas estas imperfecciones «son incapaces de atenuar la admiración que suscita en nosotros esta larga novela, que contiene muchas páginas escritas con auténtico estro y aun deliberado garbo cervantino» (1978, pág. 11). Larra no prescinde de ciertas palabras preliminares a fin de informar al lector sobre su actitud ante el hecho novelado: «Antes de enseñar el primer cabo de nuestra narración fidedigna, no nos parece inútil advertir a aquellas personas en demasía bondadosas que nos quieran prestar su atención, que si han de seguirnos en el laberinto de sucesos [...] han de menester trasladarse con nosotros a épocas distantes y a siglos remotos, para vivir, digámoslo así, en otro orden de sociedad en nada semejante a este que en el siglo XIX marca la adelantada civilización de la culta Europa» (I, págs. 1-2). Larra define a su novela como narración fidedigna; sin embargo, dicha intención no va a cumplirse, pues su escasa formación erudita le impediría, afortunadamente, acercarse a la historia a la manera de Martínez de la Rosa o Estébanez Calderón. Larra, a pesar de sus palabras, no intenta una reconstrucción histórica, sino que se sirve de un contexto histórico para contar la aventura de una pasión personal1. Él mismo se contradice en páginas posteriores, al afirmar «que no hay crónica ni leyenda antigua de donde le hayamos trabajosamente desenterrado; así que el lector perdería el tiempo si tratase de irle a buscar comprobantes en ningún libro antiguo ni moderno» (I, pág. 17). La intención es clara: para Larra lo más significativo es la historia amorosa, la pasión romántica que se desliza por un complicado y complejo laberinto de sucesos. Larra se documenta de manera ocasional, asistemática y desordenada, aunque se reserve como novelista lo más principal e interesante de la historia que novelescamente adultera y recrea. Macías es el propio Larra; Villena nada tiene que ver con la historia, y el ámbito histórico -intrigas por el maestrazgo de Calatrava- sólo está concebido para ofrecer un mayor realce a los sentimientos de los protagonistas. Para lo inventado, según José L. Varela, Larra «se cobija en el principio de verosimilitud; para lo reconstruible, en el de veracidad, tal como puede alcanzarla la ciencia histórica del tiempo y la del propio escritor» (1978, pág. 14).

En lo concerniente a las fuentes literarias utilizadas por Larra en El doncel de don Enrique el Doliente, el lector advierte innumerables recursos utilizados por los maestros del género, desde complejos y oscuros laberintos hasta aventuras extraordinarias en las que se entrecruzan raptos y episodios del más claro sabor romántico. La influencia de Scott ha sido señalada por la crítica desde época temprana. Así Enrique Piñeyro observa que El doncel de don Enrique el Doliente «tiene enteramente la apariencia de una novela de Scott: el mismo corte, el mismo andar lento de la narración, diálogos largos, capítulos sin título, siempre prendidos de un epígrafe en verso, tomado generalmente de alguna balada o romance antiguo, y al principio de la obra una rápida ojeada sobre la historia y las costumbres de la época en que pasa la escena» (1904, pág. 16). Éstas son en síntesis las apreciaciones de un crítico que mantiene al mismo tiempo la originalidad de El doncel, pues tanto argumento como personajes y episodios son enteramente españoles. Mucho más rotundo en sus afirmaciones es Nicholson B. Adams, que define al relato de Larra como premeditada imitación de Walter Scott, aunque difiera en la forma de analizar las pasiones de su protagonista; de ahí que afirme que El doncel es mucho más romántico en su espíritu que las novelas del escritor escocés (1941, págs. 218-221). No siempre la crítica remite al lector a Scott; así Blanco García señala ciertos aspectos que más tarde se han repetido con cierta insistencia: junto a la tímida influencia de Scott, la presencia de Dumas y otros «autores franceses aficionados a las grandes catástrofes de la historia y a los dramas íntimos del alma; y por eso buscó un asunto en que desbordase la pasión y chocaran violentamente los afectos y los intereses» (1909, I, pág. 355). Presencia francesa que posteriormente apuntaría Peers, crítico que, si bien había señalado con anterioridad la presencia de Scott en la novela de Larra (1926, págs. 6-8), no duda en afirmar que existen grandes concomitancias entre este tipo de novelas y los relatos franceses pródigos en escenas efectistas y melodramáticas. Si Walter Scott no constituye el fundamento de su actividad novelística, sino el pasaporte estético que asegura la aceptación y vigencia genéricas, ¿a qué entramado narrativo y procedimiento pudo acogerse Larra para tener la seguridad de caminar con acierto? Según José L. Varela, la única explicación y solución se encuentran en el ejemplar modelo cervantino (1978, pág. 34-35): paráfrasis, refranes, invenciones curiosas, descripción de ambientes, intercalación de historias, utilización de recursos paremiológicos, etc. Al mismo tiempo, la prosa quevedesca o situaciones propias de las comedias del Siglo de Oro, especialmente las de enredo. La diversidad de episodios, digresiones y desigual estilo merman la calidad literaria de la obra; por el contrario, su mayor acierto reside en la caracterización de los personajes, pues no en vano, tal como señala Llorens, Larra «fue lector asiduo del Quijote, y en vez de tipos de una pieza nos da una imagen más compleja y flexible de la naturaleza humana (1968, pág. 347).

Es obvio, pues, que aparentemente la influencia de Scott reside más en la propia arquitectura general del relato que en los aspectos subyacentes, y que nos remiten a otros autores no necesariamente extranjeros. Lo significativo, lo importante, es que por primera vez se trasponen las pasiones más íntimas del ser humano al mundo de la ficción. Una pasión romántica que ocupa un primerísimo lugar y que desplaza la característica reconstrucción arqueológica de las novelas históricas del Romanticismo.




José de Espronceda

Tras la publicación de las dos primeras novelas editadas por Repullés -El primogénito de Alburquerque de López Soler, y El doncel de don Enrique el Doliente de Larra- aparece en el mercado editorial una tercera novela -Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar- que formaría parte de la conocida y prestigiosa «Colección de novelas históricas originales españolas»2.

Espronceda (1808-1842) había comenzado la composición de su relato durante su destierro en Cuéllar, en el segundo semestre de 1833. La redacción de los dos primeros tomos debió finalizar, según Robert Marrast, hacia finales de dicho año, ya que el editor «presentó el manuscrito de ellos -así como el de los dos primeros volúmenes de El doncel de Larra- a la censura el 2 de enero del mismo mes. El 5 de febrero, editor y autor firmaban un contrato por el que Espronceda «se comprometía a entregar su novela, en seis volúmenes de 12 cuadernos impresos cada uno, antes del 31 de marzo de 1834» (1989, pág. 310). La documentación aportada por Marrast es contundente y demuestra hasta qué punto Espronceda tuvo que supeditarse a las exigencias de Repullés. Incluso, según el contrato, Espronceda se obligaba a rehacer las partes que pudieran ser suprimidas por la censura, y a redactar, llegado el caso, anuncios y prospectos. Por todo ello el empresario pagaría a Espronceda 1.000 reales por volumen entregado, hasta un total de 6.000.

La prensa de la época recoge puntualmente las sucesivas apariciones de los respectivos tomos que forman Sancho Saldaña, y esas reseñas contemporáneas nos transmiten la opinión de que fue un relato de escaso valor, mal planteado, excesivamente largo y farragoso. El Labriego, periódico dirigido por García de Villalta, define la novela, el 23 de mayo de 1834, como «rica y vasta colección de descosidos materiales, en los que cada página encierra un hermoso cuadro sin que entre todos haya armonía ni conjunto». Meses más tarde (2 de marzo de 1835) otra publicación madrileña, El Eco del Comercio, reseña la novela de Espronceda desde una óptica más condescendiente, pues elogia la fecunda imaginación del autor aunque censura la forma de enlazar los hechos históricos con los personajes de ficción. Antonio Ferrer del Río, tras aludir a la belleza de los cuadros que figuran en Sancho Saldaña, la despacha en una concisa nota más negativa que elogiosa: «Desterrado a la villa de Cuéllar, reunió materiales y compuso una colección de bellos cuadros, a que dio el nombre de novela: si corresponde al título que tiene, dista mucho de figurar el Sancho Saldaña en primera línea entre esa clase de producciones» (1846, pág. 241). Años más tarde, Blanco García valora muy desigualmente el corpus literario de Espronceda, pues a la par que elogia su producción poética censura Sancho Saldaña, «indigna de figurar al lado de sus versos» (1909, I, pág. 358). No menos tajantes son las palabras de Piñeyro: «Sucesión de cuadros con pretensiones históricas vagas, poca ilación e interés escaso» (1904, pág. 417). Julio Cejador, al igual de Menéndez Pelayo, la define con no poca animadversión: «Los seis tomos de su soporífera novela Sancho Saldaña muestran que no había nacido con la suficiente flema para novelar largo y tendido» (1915-1922, VII, pág. 183).

La negativa visión de Sancho Saldaña está también en función de la supuestamente nula originalidad creadora de Espronceda, como si el autor imitara de forma servil las novelas de Walter Scott. Peers, por ejemplo, señala las numerosísimas semejanzas entre Sancho Saldaña e Ivanhoe, comparaciones que demuestran que el poeta había leído con detenimiento dicha novela, no así otros relatos del escritor escocés que en nada influyeron en la suya, como Quentin Durward, The bride of Lammermoor y The fair maid of Perth (1926, págs. 40-69). Los recursos literarios utilizados por Espronceda, así como el complicado entramado novelesco de honda raigambre scottiana, han sido puestos de manifiesto por la crítica. Capítulo de influencias que no finaliza con las ya anotadas, pues también la crítica ha establecido un cierto paralelismo entre la novela Los bandos de Castilla y Sancho Saldaña, como en el caso de Samuels (1939, págs. 145-146), pues en ambos relatos aparecen episodios semejantes: rivalidad de familias por motivos políticos, raptos con idéntica intención, amenazas de muerte... Fuentes y concomitancias que remiten al lector a otras no menos significativas, como las señaladas por Mazzei, crítico que aprecia una estrecha relación entre la novela de Espronceda y la Crónica de Sancho el Bravo (1935, pág. 49), influencia que casi con toda seguridad vendría propiciada por la lectura de la Historia General de España de Mariana, tal como señala Marrast, pues el citado historiador «le brindaba una documentación harto suficiente [...] Observación análoga al referirnos a las posibles fuentes de determinados fragmentos del Pelayo y de Blanca de Borbón; en el caso de Sancho Saldaña, la utilización de la obra de Mariana está fuera de toda duda» (1989, pág. 332).

Abrumador material noticioso y crítico que remite siempre al lector al mismo punto de partida: el nulo interés de la novela. El copioso material crítico existente sobre ella sólo se puede explicar por la proyección universal de la obra poética del autor. El amor imposible del protagonista, la desolación de Zoraida, la soledad de Saldaña tienen honda raigambre en el corpus literario de Espronceda. Sus problemas personales, al igual que en el caso de Larra, traspasarán el umbral novelesco para engarzarse y fundirse con los estados anímicos de sus personajes. Si bien es verdad que Espronceda no aporta innovación alguna en lo que respecta a la novela histórica, no menos cierto es que el relato se convierte de esta manera en una especie de manifiesto lírico. Las concomitancias entre Scott y Espronceda serán a simple vista ineludibles; sin embargo, analizadas desde la peculiar óptica del autor no serán tan taxativas. El mismo desenlace de Sancho Saldaña difiere del de Ivanhoe, pues Sancho fracasa rotundamente en la búsqueda del amor, como si la propia visión melancólica del autor -la vida como tragedia- se proyectara sobre su mundo de ficción. Para Espronceda el placer es una ilusión y la única solución es morir, tal como sucede en su novela; por el contrario, en Ivanhoe el héroe novelesco sale triunfante tras lograr superar un complicado laberinto de obstáculos.

La proyección autobiográfica encuentra perfecto acoplamiento en el entramado novelesco, incrustándose en el relato la personal forma de sentir la vida del autor, visión que ya había puesto en práctica Larra en El doncel de don Enrique el Doliente. La reforma del sistema penitenciario, la censura de los representantes de la justicia, la abolición de la pena de muerte, la libertad de expresión, serán motivos que el autor de novelas históricas introduzca en su mundo de ficción, como si el pasado histórico acogiera la expresión de ideas referidas al presente. De ahí que no sea extraño encontrar en Sancho Saldaña numerosas diatribas dirigidas contra la justicia o los poderes civil o eclesiástico. Enfocadas desde esta perspectiva, las concordancias o coincidencias entre el autor y Scott no son tan evidentes como a simple vista parecen.




Juan Cortada y Sala

Menor importancia tuvo Cortada en los anales de la novela histórica española. Aunque más fecundo en cuanto a creación novelística que Larra, sus novelas pueden considerarse como auténticas rarezas bibliográficas. Cortada (1805-1868) fue en su tiempo un afamado escritor y reputado investigador y profesor de Historia. Sus colaboraciones periodísticas en el Diario de Barcelona y en El Telégrafo le granjearon fama de prestigioso periodista. Historiador, crítico, traductor -recuérdese su difundida y afamada traducción de Los misterios de París de Eugenio Sue-, así como su presencia en los más importantes círculos literarios de la época, fueron avales suficientes como para sentirse tentado por la ficción literaria.

Su primera obra -Tancredo en el Asia. Romance histórico del tiempo de las cruzadas (1835)- supone un duro ataque a las novelas de su época, basadas exclusivamente en modelos extranjeros. Su intención es clara: invitar a los escritores nacionales a que reconstruyan el entramado histórico propio con precisión y fidelidad, prescindiendo de aquellos elementos maravillosos e irreales que tanto perjudican al texto literario. El autor señala desde un principio la fuente histórica de su obra: la Historia de las Cruzadas de Michaud. Cortada no debió utilizar la versión francesa sino su traducción al castellano (1830). La fama y amplia difusión de la obra propiciaría, tal vez, la historia narrada por Cortada, iniciándose el camino que daría como fruto otro relato en el que la Orden del Temple ocupa un lugar privilegiado: El templario y la villana.

En la breve nota que figura al frente de La heredera de Sangumí. Romance original del siglo XII, editada en Barcelona en 1835, se hace alusión al éxito de la anterior obra, condición sine qua non para la publicación de ésta, basada en los hechos más relevantes de la época de Berenguer III. Se trata de una reconstrucción histórica bastante fidedigna sobre la actividad comercial y marítima de la Barcelona medieval. La fuente principal fue la célebre obra de Antonio de Capmany y de Montpalau Memorias históricas sobre la Marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona, publicada por Sancha entre 1779 y 1792. En su novela, Cortada prescinde de la división habitual por capítulos, sustituyéndolos por citas o epígrafes de afamados clásicos como Tasso, Ariosto, Maffei, Dante, Petrarca, Virgilio, Fenimore Cooper, Arlincourt, Ercilla, Moratín, Cienfuegos, etc.

La acción novelesca gira en torno a los amores de Gualterio de Manzonís y Matilde de Sangumí, dos jóvenes de noble alcurnia que terminan sus días de forma trágica. Duelos a muerte, rivalidades familiares, herencias como punto de desunión, caballeros cruzados, matrimonios por convenencia... Sucesión de hechos en los que el protagonista sucumbe a su fatalidad trágica y la heroína, presa del dolor, fallece sobre la tumba de su amante. El relato está sujeto a una excesiva exactitud histórica, hasta tal punto que en ciertos momentos el autor parece evadirse de su mundo de ficción, mostrando una mayor preocupación por el interés histórico que por las aventuras y desventuras de sus personajes.

Años más tarde, Cortada publica un nuevo relato -El rapto de doña Almodis, hija del conde de Barcelona Berenguer III (1836)- ambientado en idéntico contexto histórico y con los mismos recursos estilísticos, aunque en él se acentúan ciertos aspectos que en la anterior novela aparecían de manera difuminada. En El rapto de doña Almodis, que versa también sobre los hechos históricos de la época de Berenguer III, la melancolía, la fatalidad y el misterio serán los auténticos protagonistas.

De mayor importancia e influencia sería su novela El templario y la villana. Crónica del siglo XV (1840), un tema que alcanzaría una gran difusión y éxito gracias a la posterior novela de Enrique Gil y Carrasco, El señor de Bembibre. Cortada se documenta una vez más con su habitual paciencia de erudito e investigador. El Archivo de la Corona de Aragón y el ya citado estudio de Michaud serán las principales fuentes históricas por él utilizadas. Tampoco faltan en su novela las referencias a Francisco Diago -autor de una enjundiosa Historia de los victoriosísimos antiguos condes de Barcelona (1603)- y Narciso Felíu de la Peña, que en 1709 publicó unos Anales de Cataluña. Las obras de Mariana y Zurita serán igualmente aprovechadas por Cortada en lo referente al material histórico que sirve de ambientación y marco. Además de estos estudios incluye en sus notas la bula del papa Clemente V y otros documentos referidos a la Orden del Temple. La idea central de Cortada fue refutar las calumnias lanzadas contra los templarios en el Misterium Baphometi Revelatum de Hammer, libro que los acusa de idólatras. Cortada considera que la reputación de la Orden del Temple se ha establecido en los quinientos años que han seguido a su extinción, debida a falsas maquinaciones hijas de la envidia. La reivindicación de la Orden del Temple por parte de Cortada se evidencia a lo largo de un relato que describe las persecuciones e injusticias cometidas contra los representantes de esta orden religiosa. Las concomitancias con El señor de Bembibre son en ciertos momentos patentes. Sin embargo, el relato de Cortada se desliza por caminos distintos a los recorridos por Gil y Carrasco. El patetismo y las escenas melodramáticas, incluidos el suicidio de la heroína y la muerte violenta del protagonista, son aspectos no relacionables con El señor de Bembibre, donde el héroe ingresa en el Temple por un desengaño amoroso y la historia no tiene un desenlace violento. Todo ello sin tener en cuenta la perfecta ambientación y adecuación entre el sentimiento amoroso y el paisaje que figuran en El señor de Bembibre, en páginas de suma calidad literaria.




Patricio de la Escosura

La actividad literaria de Escosura (1807-1878) en lo que a novela histórica se refiere coincide con el período de máximo esplendor del género en España. Su obra pertenece ya íntegramente a la llamada corriente nacional, alternativa a los modelos extranjeros citados en páginas anteriores. Su producción novelesca está distribuida en dos etapas. La primera, protagonizada por su relato El conde de Candespina (1832), evocación del turbulento reinado de doña Urraca de Castilla y de la minoría de Alfonso VII, novela de escaso interés y construida con total desaliño (hacinamiento de episodios, inverosimilitud y complicación de los lances, desorden de la narración y acumulación excesiva de digresiones).

Mayor importancia tuvo Ni rey ni Roque, escrita durante el destierro en Olvera y publicada en 1835. En esta ocasión, Escosura recoge la leyenda del pastelero de Madrigal, Gabriel de Espinosa, presunto rey de Portugal, desaparecido en 1578 en la batalla de Alcazarquivir. Como es bien sabido, a Espinosa se le procesó y fue condenado a muerte. Sobre este motivo Jerónimo de Cuéllar compuso una comedia que por primera vez llevaba a las tablas la figura famosa del falso rey don Sebastián, el pastelero de Madrigal, precedente del drama de Zorrilla Traidor, inconfeso y mártir. Tanto en la obra de Escosura como en la de Zorrilla el pastelero no es un farsante o embaucador, sino el auténtico rey, a quien vemos organizar con otros portugueses establecidos en Castilla una conspiración para librar a Portugal del yugo opresor de un monarca extranjero: Felipe II. La conjura fracasa y cuesta la vida al presunto usurpador. El tema fue recogido también por el célebre escritor Manuel Fernández y González, autor que utiliza los mismos personajes y motivos novelados por Escosura.

Patricio de la Escosura aprovechó la ocasión para insertar en Ni rey ni Roque diatribas contra la Inquisición, desde una ideología liberal que analizaba la España de los Austrias, especialmente la de Felipe II, con óptica crítica. Por ejemplo, en el capítulo XI Escosura acusa a Felipe II de cobarde, cruel y fanático, hasta el punto de causar la muerte de su propio hijo, don Carlos, y la de su hermano, don Juan de Austria. Según la novela de Escosura, Felipe II, celoso de los éxitos de don Juan, hizo encerrar a las hijas de su hermanastro en un convento para impedir que se casaran y tuviesen descendencia. Como se puede observar, la novela es una interpretación libérrima de los hechos de este monarca, y acaso habría que buscar esta animadversión hacia la figura de Felipe II en las adversas circunstancias históricas vividas por el propio autor.

Tras un largo paréntesis de nula creatividad en lo novelesco, Patricio de la Escosura publicó El patriarca del valle, en 1846-1847. Libro desigual en el que el autor imita a Eugenio Sue, célebre por su novela Los misterios de París. La disposición de las estructuras narrativas, así como la utilización de los recursos propios del folletín -personajes malévolos y misteriosos, situaciones inverosímiles-, dan un resultado de escasa originalidad y pésimo gusto. Al final del relato triunfarán los héroes con un alto concepto del honor y la honra. Por el contrario, los malévolos recibirán el justo castigo. La ficción novelada se hilvana con los acontecimientos ocurridos entre la muerte de Fernando VII (septiembre de 1833) y la matanza de frailes acaecida en julio de 1834, aunque también se hace referencia a hechos históricos anteriores, como la emigración liberal de 1823 y la actuación del reaccionario partido político formado en España después de la revolución de 1820, que defendía el régimen absolutista y la pureza del dogma católico: los apostólicos. Aparecen igualmente personajes históricos de fácil identificación, como si con ello Escosura quisiera ofrecer en ocasiones una novela en clave.

Años más tarde, en 1850, publica Escosura la novela histórica La conjuración de México o los hijos de Hernán Cortés, basada en la conspiración tramada por un grupo de españoles para independizar la colonia y entronizar a un hijo de Cortés, asunto salpicado hasta la saciedad de los típicos recursos: raptos, duelos, amores apasionados... De escaso interés es igualmente el estilo, excesivamente farragoso y plagado de numerosísimas reflexiones morales. Las referencias históricas y los personajes son también censurables.




Eugenio de Ochoa

Eugenio de Ochoa (1815-1872), polifacético escritor que ocupa un lugar señero en los anales de la literatura española gracias a su participación como fundador de El Artista, publicó una serie de cuentos y relatos de la más pura textura romántica. Como novelista es autor de El auto de fe, publicada en 1837 por J. de Sancha, amigo de Ochoa y editor, igualmente, de la publicación romántica El Artista.

Ochoa pone en práctica en su novela la casi totalidad de los recursos utilizados por Walter Scott, cuya obra conocía y admiraba. Los recursos literarios utilizados por Ochoa son netamente románticos: bandidos generosos, castillos encantados, brutales asesinatos, damas enamoradas hasta más allá del sepulcro, decapitaciones, gritos horripilantes, trovadores que cantan sus lamentos amorosos al pie de edificios góticos, envenenamientos. Situaciones melodramáticas y truculentas engarzadas con un episodio histórico -la muerte de don Carlos, hijo de Felipe II- que dan a la novela un tono realmente inverosímil y fantástico.

La interpretación libérrima de la Historia de España es patente desde el principio hasta el final, de suerte que los amores de Carlos e Isabel parecen más legendarios que históricos. El envilecimiento de Felipe II se evidencia desde el principio hasta el final del relato, pues su sola presencia causa terror, obsesionado por los autos de fe y espectador morboso de los horrores cometidos por la Inquisición. Ochoa apoya su relato con toda suerte de comentarios a fin de destacar el negativo comportamiento de Felipe II. En una nota que figura al frente de El auto de fe, Ochoa recuerda a sus lectores que su novela es una obra de ficción, un cuento romántico, no un documento histórico. Aun así, esta circunstancia no justifica la interpretación sumamente subjetiva de las intrigas existentes en los Países Bajos y en la Corte española de 1568. Como señala Randolph (1966, págs. 69-71), Ochoa adopta en su relato interpretaciones puestas de moda en el Romanticismo, como en el caso de la reina Isabel de Valois, modelo estereotipado de la mujer romántica, débil, bella, desgraciada, al igual que Enrique van Homan, luterano militante y apoderado del príncipe de Orange, que llega a España para conspirar. Su alianza con Abén Humeya, caudillo de los moriscos de las Alpujarras, estará motivada por el deseo imperioso de luchar contra el monarca Felipe II, estableciéndose ambos en el castillo del Espectro para dirigir desde allí las operaciones. Van Homan reúne las características del personaje romántico, aparentemente contradictorio, mezcla de lo sublime y lo vulgar. La muerte de don Carlos, decapitado en su prisión por orden de Felipe II, pone punto final a una historia lúgubre, tejida con los resortes de la más pura tradición romántica.




Enrique Gil y Carrasco

El novelista más representativo y el de mayor calidad literaria es Enrique Gil y Carrasco (1815-1846). Su obra lírica y sus artículos de costumbres le granjearon en su época fama de reputado escritor, tanto como sus artículos de crítica literaria publicados en los principales periódicos del momento (El Correo Nacional y El Laberinto, periódico en el que Gil reseña y analiza las principales obras estrenadas en los teatros madrileños de la época). De igual interés son sus colaboraciones en el Semanario Pintoresco Español y El Pensamiento, en las que se puede apreciar una vez más su agudo ingenio y su particular, pero objetiva, visión del teatro español.

Enrique Gil realiza su primer ensayo novelístico en las páginas de El Correo Nacional, periódico que publica el relato breve Anochecer en San Antonio de la Florida. La obra ofrece diversos puntos de unión entre la propia experiencia y el carácter del héroe, proyección que se dará igualmente en sus relatos posteriores, como en El señor de Bembibre. Picoche señala al respecto que Gil «encuentra en sí mismo el tipo literario y social de moda entonces: el joven idealista, voluntariamente inadaptado a la sociedad corrompida en la que vive» (1978, pág. 60). En Anochecer en San Antonio de la Florida el protagonista, que ha decidido poner punto final a su vida, en una visita ocasional a la ermita de San Antonio de la Florida cambiará su fatal resolución. Tras la meditación y rezo de Ricardo las figuras pictóricas cobran vida, creándose una ambientación vaga, misteriosa y fantástica. La figura que ha cobrado vida y anima al desesperado joven representa a la mujer que Ricardo amó. Sus palabras de aliento harán posible que a partir de este instante el protagonista olvide su fatídica determinación.

El lago de Carucedo, segundo relato en prosa de Enrique Gil, publicado en el Semanario Pintoresco Español en 1840, se basa en una tradición popular que tiene como asunto los desgraciados amores de Salvador y María. La peripecia argumental transcurre hacia finales del siglo XV. El protagonista, Salvador, interviene en acontecimientos históricos ocurridos en la Península -cerco de Loja y rendición de Granada- y allende los mares, en tierras americanas al lado de Colón. Existen numerosas concomitancias entre este relato y El señor de Bembibre, como el heroísmo del protagonista, la reivindicación de las órdenes militares, la perversidad del conde de Lemos. El panegírico de la Orden de Calatrava es idéntico al realizado por Gil en su novela.

Las fuentes literarias tocantes a El lago de Carucedo nos remiten a la novela Doña Isabel de Solís de Martínez de la Rosa. De igual forma Gil utiliza la Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón de Washington Irving, traducida por García de Villalta en 1833. Como señala Samuels, la narración es generosa en todo tipo de lances y situaciones ya tipificados por el Romanticismo (1939, pág. 155).

Sin lugar a dudas es El señor de Bembibre (1844) la novela que mayor fama ha otorgado a Gil, considerada por la crítica como la más importante del género. En líneas generales el mundo de ficción creado por Gil no difiere del de otros relatos románticos. Sin embargo, analizada desde una óptica menos tradicional, la novela se proyecta hacia nuevas perspectivas más sugerentes y enriquecedoras. En primer lugar, la desaparición de la Orden del Temple, tan cuidadosamente detallada en la novela, puede perfectamente relacionarse con la desamortización de Mendizábal. Gil y Carrasco, defensor de las órdenes religiosas, había mostrado su interés por la Orden del Temple con anterioridad -recuérdese su poema Un recuerdo de los templarios o su extenso Bosquejo de un viaje a una provincia del interior-; de ahí que la analice prolijamente y elija como protagonista a un simpatizante de los templarios. Doña Beatriz, heredera de don Alonso Osorio, dio promesa de casamiento a don Álvaro Yáñez, señor de Bembibre y sobrino del maestre del Temple en Castilla. Doña Beatriz es asediada y requerida de amores por el conde de Lemos, enemigo acérrimo de los templarios y poderoso señor feudal. Éste insta a don Alonso a que su hija rompa su compromiso, para poder así casarse él con la heredera de la casa de Arganza. Tras un cúmulo de apariciones y desapariciones misteriosas, a doña Beatriz le llega la noticia de la muerte de don Álvaro en el campo de batalla. Ante los reiterados ruegos de sus progenitores, especialmente los de su madre moribunda, y a pesar de su insistente oposición al matrimonio con el conde de Lemos, la heroína acaba cediendo. A partir de este preciso momento los hechos se precipitan vertiginosamente. Hace abrigar la esperanza de un desenlace feliz la noticia de la muerte del conde. La deseada bula papal rompe el vínculo de don Álvaro con el Temple; sin embargo, la tragedia persigue una vez más a los héroes del relato. Doña Beatriz, moribunda, decide casarse in articulo mortis con don Álvaro; su muerte provoca la huida y desaparición misteriosa del héroe. Sólo al final del relato -en la conclusión que figura al final de la novela- se sabe que don Álvaro ha muerto en edad avanzada, después de haber llevado una vida eremítica, de sufrimiento y completa entrega a Dios.

La crítica, al analizar el comportamiento de los personajes, ha coincidido en señalar que el auténtico drama de la novela es la desaparición del Temple y los trágicos amores de los protagonistas. Se podría incluir, a nuestro juicio, un sumando más a estos dos rasgos: la desaparición de una estirpe, eslabón imprescindible para la interpretación de la novela. Gil y Carrasco se proyecta insistentemente en los estados anímicos de sus personajes, en cuanto a sus anhelos, amarguras o sinsabores y su propia enfermedad, consciente de la inminencia de su muerte.

En lo relativo a las fuentes literarias de El señor de Bembibre, son múltiples las citas insertas en el texto que nos remiten a un amplio corpus literario e histórico. La fuente más remota es la Biblia, citada en numerosas ocasiones y engarzados numerosos pasajes en distintos momentos de la acción, como en el emotivo discurso del templario Saldaña dirigido a don Álvaro: «Vos no podéis imaginaros Jerusalén en medio de su gloria y majestad. Y ahora, continuó con los ojos casi bañados en lágrimas, ahora está sentada en la soledad llorando, hilo a hilo en la noche, y sus lágrimas en sus mejillas. El laúd de los trovadores ha callado como las arpas de los profetas, y ambos gimen al son del viento colgados de los sauces de Babilonia. Pero nosotros volveremos del destierro, añadió con un tono casi triunfante, y levantaremos otra vez sus murallas con la espada en una mano y la llama en la otra, y entonaremos en sus muros el cántico de Moisés al pie de la Cruz en que murió el Hijo del Hombre» (1844, pág. 92). Estas líneas no son sino una síntesis de párrafos pertenecientes a las Lamentaciones de Jeremías, Salmos, Nehemías, Éxodo y Nuevo Testamento. No menos significativa es la presencia de Chateaubriand en El señor de Bembibre, en particular su obra Le Génie du Christianisme, influencia que se aprecia tanto en la repetición de ciertos motivos -virginidad de la dama, devociones y romerías populares- como en el alcance y significado que en ambos tienen el catolicismo y el tradicionalismo. El interés por las órdenes religiosas proviene, según Picoche, «de Le Génie du Christianisme y de las circunstancias históricas análogas en España y, treinta años antes, en Francia» (1978, pág. 231). El citado crítico señala también la influencia de Lamartine y Byron, así como la de Ossián. De igual forma existe una coincidencia de motivos entre La nueva Eloísa y El señor de Bembibre -presencia del lago y ambientación rústica-, aunque en la novela de Rousseau los elementos más importantes son los que conciernen al análisis psicológico y a su tonalidad moralizante. Sin embargo, en el capítulo de influencias la crítica ha insistido más en las novelas de Walter Scott, en especial The bride of Lammermoor e Ivanhoe, aunque según Samuels la influencia de la dramaturgia romántica incide con mayor fuerza que los relatos de Scott (1939, pág. 184). El mismo crítico observa también la influencia de la novela de Manzoni I promessi sposi en el tono moralizante y religioso (Ibíd., pág. 192). Las concomitancias existentes entre ambas novelas pueden extenderse también a otros aspectos: la presencia del lago, disuasión a don Álvaro del rapto de doña Beatriz, entrada de ésta al convento y voto de castidad de don Álvaro con la posterior dispensa papal. La función histórica del Temple y la semejanza de ciertos religiosos entre I promessi sposi y El señor de Bembibre pudieran también considerarse posibles influencias de Manzoni.

La coincidencia de recursos literarios entre Scott y Gil ha sido matizada por Peers, al afirmar que el español conocía la obra de Scott, pero no por ello se debe suponer que lo imitó, ni a él ni a ningún otro escritor extranjero. La originalidad de Gil es puesta de manifiesto tanto por críticos de la pasada centuria como de la actual, pues si bien es verdad que existe una semejanza de argumento entre El señor de Bembibre y The bride of Lammermoor, las diferencias son radicales.

En lo que respecta a las influencias de obras literarias españolas se podría señalar un cierto paralelismo con Los bandos de Castilla, en la figura del padre que violenta la voluntad de la hija para casarla con un personaje. El episodio de El señor de Bembibre en el que doña Beatriz, inducida por su madre, decide casarse con el conde de Lemos antes de expirar el plazo de su promesa, presenta semejanzas con Los amantes de Teruel. Incluso la retirada de don Álvaro al monasterio de San Pedro de Montes, escenario en el que el abad le proporciona una vida aislada de la comunidad religiosa en la ermita de la Aguiana, nos recuerda el Don Álvaro del duque de Rivas. En ciertos momentos el lector puede apreciar ligeras coincidencias con El trovador de García Gutiérrez, Sancho Saldaña de Espronceda, Gómez Arias de Trueba y Cossío, El templario y la villana de Juan Cortada, y El doncel de don Enrique el Doliente de Larra.

Las fuentes históricas y ambientales utilizadas por Gil son numerosísimas. La España Sagrada de Flórez, en especial el volumen De la Santa Iglesia de Astorga en su estado antiguo y presente; la Historia de España de Mariana; Viaje de España de Antonio Ponz. Las referencias y alusiones a elementos pictóricos y artísticos en general proceden de la Teoría de la pintura de Antonio Palomino y del Arte de la pintura de Pacheco. Tal vez más importante sea la influencia de Michelet. Con razón señaló en su día Lomba y Pedraja que «Enrique Gil camina de la mano de Michelet en la poetización del Temple» (1915, pág. 36), criterio seguido por la crítica posterior, desde Felicidad Buendía (1963, pág. 1637) hasta Jean-Louis Picoche (1978, pág. 153). Los sucesos más importantes de la Historia de Francia de Michelet inciden de forma directa en El señor de Bembibre, en lo relativo a la historia general de la Orden del Temple. En lo que respecta al Concilio de Salamanca, Gil toma como fuentes inmediatas y básicas la ya citada Historia de Mariana y las Disertaciones históricas del Orden y Caballería de los Templarios de Campomanes. Los capítulos referentes al sitio de Tordehumos y las noticias relativas a Juan Núñez de Lara están tomadas de la Crónica anónima de Fernando IV y de la Historia genealógica de la Casa de Lara de Luis Salazar y Castro.

Los recursos literarios utilizados por Enrique Gil remiten al lector a episodios típicamente scottianos, de gran trascendencia en la novela histórica española. Por ejemplo, la utilización de prendas u objetos para reconocimiento o identificación de los protagonistas es un hecho que se repite tanto en Ivanhoe como en The bride of Lammermoor -recuérdese el episodio en el que el fiel criado Millán entrega a doña Beatriz los objetos personales de don Álvaro-. Utilización de prendas u objetos que aparece también en La conquista de Valencia por el Cid de Vayo, cuando el caballero del Armiño envía una sortija a don Rodrigo Díaz de Vivar con el ruego de que conceda la mano de doña Elvira al portador que se presente con la otra mitad de la sortija y la cabeza de Abenxafa. Otro tanto ocurre en El primogénito de Alburquerque de López Soler, en Doña Blanca de Navarra de Navarro Villoslada, o en The castilian y Gómez Arias de Trueba y Cossío. La muerte aparente o la reaparición de personajes dados por muertos son también un préstamo de Ivanhoe que se repite insistentemente entre los novelistas españoles. Gil lo introduce en el capítulo XV, resucitando a don Álvaro en páginas posteriores. Recordemos a Usdróbal, personaje de ficción que tiene una muerte aparente en Sancho Saldaña, o don Bermudo de Moscoso, perteneciente a la novela Doña Urraca de Castilla de Navarro Villoslada, que reaparece veinte años después de ser anunciada su muerte. Novelas como El auto de fe, Doña Isabel de Solís, Gómez Arias, Fernando IV de Castilla, El patriarca del valle, insertaron en sus páginas episodios idénticos.

La posición social de don Álvaro guarda también estrecha relación con los héroes de otros relatos históricos; «héroe medio» como diría Lukacs, que se encuentra en numerosísimas novelas, como en Cristianos y moriscos, Ni rey ni Roque, El doncel de don Enrique el Doliente, Sancho Saldaña... No faltan los procedimientos típicos de las novelas góticas o de terror: pasadizos secretos, resortes ocultos, filtros o pócimas mágicas, personajes diabólicos frente a otros con un alto concepto del honor. Las digresiones, el suspense, las intervenciones del autor, el abuso de citas, la comunicación autor-lector, son aspectos fácilmente identificables en el relato de Gil y Carrasco. Sin embargo, la belleza del paisaje, la sólida percepción de su contexto geográfico y su hondo lirismo convertirían su novela en algo más que un simple relato al uso. Enrique Gil dignifica el género, como el discípulo aventajado que utiliza los resortes típicos de novelas anteriores, pero que los supera con creces. Como acertadamente apunta Ricardo Gullón, en la novela El señor de Bembibre podrá hablarse de influencias, «pero quien estudie el problema teniendo presentes los datos suministrados por Gil advertirá que en la vida de éste, y no fuera de ella, prenden las raíces de donde toma impulso la inspiración» (1951, pág. 201). La visión del mundo novelesco a través de los estados anímicos del autor, así como su proyección en la peculiar forma de actuar y sentir los personajes, serán originales enfoques no realizados con anterioridad, al menos con la misma intensidad y calidad literaria. Su profunda aversión a las leyes reguladoras emanadas de la desamortización de Mendizábal será un aspecto más a tener en cuenta: motivó la elección de un tema de sumo interés en la época. Una historia novelesca, en definitiva, sin grandes aspavientos: la muerte de Beatriz no será por amor, suicidio u homicidio, sino simplemente por enfermedad; don Álvaro seguirá su curso en esta vida, morirá anciano después de haber llevado una vida eremítica ejemplar.






Pervivencia de la novela histórica

Hacia mediados del siglo XIX la novela histórica se desprende en gran medida de la influencia scottiana y desarrolla una serie de temas o motivos más acordes con el perfil real del acontecimiento y los personajes históricos. Se prescinde así del anacronismo o del particular subjetivismo que hasta entonces era habitual en la de origen romántico, y se impone un tipo de relato basado fundamentalmente en documentos fidedignos. Pasada la efervescencia romántica, empieza a imponerse el sentido de lo arqueológico; la novela histórica se hace más real, más histórica en el sentido estricto de la palabra, reservándose la interpretación de los hechos para otro tipo de literatura que alcanza un gran éxito en estos años: el folletín y la entrega. Ambos darán rienda suelta a la imaginación, creándose un mundo de ficción que en nada corresponde al pasado histórico. La falsificación de los hechos y la gratuita dosis emotiva harán posible que este tipo de literatura vaya destinada a un lector procedente de las capas sociales más humildes o con una escasa preparación literaria.

La novela histórica de segunda hornada inicia su camino hacia mediados del siglo XIX y se proyecta con cierto éxito hacia los años sesenta, conviviendo con otras narraciones que nada tienen que ver con lo histórico remoto, pues atienden a la pintura exacta de lo contemporáneo. Ya en la década de los cuarenta, aparecen novelas realistas: sería un intento fallido el de Antonio Flores, pero no así La gaviota de Fernán Caballero. Es pues una época en la que se entrecruzan tendencias, estilos. Incluso un autor como Fernández y González, considerado como el folletinista por excelencia, publica relatos que nada tienen que ver con este subgénero literario.

Uno de los autores más representativos y que mayor éxito alcanza entre los continuadores del género histórico es Francisco Navarro Villoslada (1818-1895). Sus novelas Doña Blanca de Navarra (1846), Doña Urraca de Castilla (1849) y Amaya o los vascos en el siglo VIII (1877) revelan un sentido inusual de lo arqueológico. En Doña Blanca de Navarra observamos una caracterización perfecta de los personajes históricos; la presentación de los hechos y ambientes es irreprochable. Navarro Villoslada, militante en las filas carlistas, superpone al hecho histórico narrado -aventuras y desventuras de doña Blanca, hija de Juan II de Aragón- los acontecimientos reales de su época, pues tanto en la ficción como en la realidad presente del autor, España estaba inmersa en guerras civiles. Aquí radica, a nuestro juicio, el verdadero interés de la obra.

Doña Urraca de Castilla reproduce con gran exactitud el violento y agitado reinado de dicha soberana. Los personajes históricos están perfectamente trazados. La ambientación y los hechos históricos se adaptan fielmente a las fuentes históricas que veladamente aparecen en el enunciado de la obra: el subtítulo, Memorias de tres canónigos, referido a la Crónica Compostelana de Munio, Hugo y Giraldi, señala con claridad la fuente utilizada. Doña Urraca de Castilla es una visión objetiva de la Edad Media: luchas sangrientas, crímenes, intrigas cortesanas, enfrentamientos entre instituciones. Amaya o los vascos en el siglo VIII combina con gran acierto ficción e historia, poesía y realidad. Novela poemática que describe el derrumbe de la monarquía visigoda ante el empuje de los árabes (vascos y godos se unen bajo la religión cristiana para fundar un trono que sirva de baluarte para la reconquista) y que en el momento de la aparición fue silenciada por la crítica. Alarcón había publicado El escándalo, con gran éxito. Galdós publica por estas fechas La Fontana de Oro, Doña Perfecta, Gloria. Otro tanto sucede con Valera o Pereda, autores preocupados más por su entorno social que por aquellas «mascaradas medievales». La novela histórica languidece por estos años, pero aun así surgen de forma aislada relatos dignos como el de Navarro Villoslada.

A mediados de siglo aparecen novelas históricas de desigual calidad literaria, como La campana de Huesca de Cánovas del Castillo, pasatiempo erudito que narra de forma poco convincente la archiconocida historia de Ramiro II el Monje, novela excesivamente tediosa, aunque elaborada con una prosa cuidada en la que no faltan los arcaísmos. Benito Vicetto (1824-1876) fue autor de El caballero verde, Los hidalgos de Monforte, Rojín Rojel o el paje de los cabellos de oro, El último Roade... La más celebrada de todas ellas fue Los hidalgos de Monforte, relato ambientado en la Galicia del siglo XV que describe con no mucha fidelidad las revueltas sociales de la época. Otro autor que podría figurar en este contexto narrativo es Víctor Balaguer (1824-1901), que publicó cerca de medio centenar de novelas en castellano y en catalán. Sus relatos más conocidos fueron La guzla del cedro, El doncel de la reina, La espada del muerto, El capuz colorado, La damisela del castillo, La misa del diablo, El ángel de las centellas y El anciano de Favencia. Su novela más interesante, Don Juan de Serrallonga (1862), ambientada en la España de Felipe IV, en una Cataluña convulsionada por las luchas entre los Narros y los Cadells, es un relato en el que no faltan los personajes de ilustre tradición literaria, como el protagonista, bandido noble, generoso y con un alto concepto del honor. Lo más destacable de Balaguer son sus leyendas, pues fue, según Baquero Goyanes, «uno de los excepcionales cultivadores de esta clase de relatos románticos, a los cuales supo dar belleza y emoción» (1949, pág. 231), especialmente La flor de los poetas y La leyenda de la cuesta roja.

Destacan también las esporádicas producciones novelescas de Juan de Ariza (1816-1876), autor de Don Juan de Austria; Alfonso García Tejero -El conde de Olivares, El guardián del rey, El hechicero de Sancho el Bravo-; José Velázquez y Sánchez -El brazo de Dios o memorias del conde de Albornoz, Carlos I... o venganzas reales-; Antonio Ribot y Fontseré (1813-1871), autor de célebres novelas históricas de aventuras como Don Juan I de Castilla o las dos coronas, El quemadero de la Cruz; Antonio de Trueba -Las hijas del Cid y El milano y los halcones-; Luis Eguílaz (1830-1874) -La espada de San Fernando-; Amos de Escalante (1831-1902) -Ave Maris Stella-. Nos encontramos ante un panorama novelesco en el que es difícil precisar hasta qué punto se entrecruza o amalgama la novela histórica con el folletín de tema histórico.





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