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La novela poemática y sus alrededores

Gonzalo Sobejano





Hace cinco años, en esta misma revista [Ínsula], creí poder señalar, como tendencias sobresalientes de la novela española actual, la memoria dialogada, la autocrítica de la escritura («metaficción») y la fantasía. Pasados cinco años, se impone reconocer que el diálogo memorador no ha alcanzado incremento considerable, mientras la fantasía y la metaficción prolongan su vigencia: predominan.

Nunca ignoré la variedad de tipos de novela que pueblan cualquier zona de la historia escogida como objeto de examen (por tanto, llevaba razón Luis Suñén al ponderar, en 1982, tal diversidad). Tampoco desconocí nunca que los cambios comprobables en un segmento de historia respecto al anterior se desarrollan sobre una línea de continuidad -ineludible- y brotan de unas raíces desde las cuales el cambio toma impulso (por consiguiente, también tenía razón María Elena Bravo al recordar, en 1983, que la «ruptura» no era violenta, sino que había empezado antes de 1975).

Invitado ahora a emitir nuevo juicio, creo poder contemplar el actual panorama de la novela española como un panorama (muy vario, en efecto, y no precisamente revolucionario) en cuyo centro se alzaría como más prestigioso modelo la novela poemática: la que aspira a ser por entero y por excelencia texto creativo autónomo. Alrededor, a variables distancias de ese centro pero sin perderlo de vista, se afianzan otras especies. La más próxima al poema, hasta confundirse con él, sería la metaficción («aquella novela que de modo autoconsciente y sistemático llama la atención hacia su condición de artefacto a fin de inquirir en la relación existente entre la ficción y la realidad», según Patricia Waugh, 1984). Aparecerían luego la novela histórica (muy diferente de la decimonónica); la novela lúdica (que cultiva el entretenimiento parodiando o remozando pautas policíacas, de espionaje, de ciencia-ficción, tenebrosas, eróticas); la novela de memorias (pues todavía se encuentran éstas, sean dialogadas o discursivas); y -en fin y a lo último- la novela testimonial, que ocuparía el lugar más remoto.

Para orientar al lector, he aquí unos pocos ejemplos. Poema: Saúl ante Samuel, 1980; Mazurca para dos muertos, 83. Metaficción: Antagonía, 1973-81; Larva, 83. Historia: Cabrera, 81; Urraca, 82. Entretenimiento: Los mares del Sur, 79; Quizá nos lleve el viento al infinito, 84; Novela de Andrés Choz, 76; El misterio de la cripta embrujada, 79; Los amores diurnos, 79. Memorias: El cuarto de atrás, 78; Los helechos arborescentes, 80. Testimonio: Visión del ahogado, 77; El río de la Luna, 81.

Ocurre, sin embargo y por fortuna, que todas las especies indicadas, aun las más recreativas, se orientan de algún modo hacia el texto creativo, hacia el poema textual; y poemas textuales quieren ser las novelas mencionadas y otras varias. Por eso estimo que todas las especies aludidas podrían abarcarse bajo el denominador común de novela escriptiva, y no la llamo «escritural» porque bastantes escrituras desde las sagradas a las notariales hay en el mundo, y para evitar que se confunda con la novela «metafictiva» que, al tiempo de ser la escritura de una aventura, resulta ser la aventura de una escritura.

Inútil advertir que toda novela, pues se escribe, es «escriptiva», como es «existencial» por referirse a la existencia humana, «social» por representar o reinventar un mundo de convivencia, y «estructural» porque posee una estructura; adjetivos, los tres últimos, con los que probé a designar los paradigmas novelísticos de los años 40 a 50, 50 a 60, y 60 a 70. Atendía yo, en esa ordenación, no tanto a lo que eran cuanto a lo que primariamente querían ser las novelas prototípicas de tales climas históricos: trasuntos de situaciones extremas de la existencia individual; atestiguaciones de estados críticos colectivos; contrastes mutuamente iluminadores entre la escritura de la conciencia personal y la de la totalidad social. Prolongando ahora el esquema (cuyo fin es sólo aclaratorio, según comprenderá el lector benévolo), bien podría considerarse escriptiva la novela que predomina en estos diez años últimos: entre, por ejemplo, Juan sin Tierra (1975) y La orilla oscura (1985) de José María Merino.

Distinguiría a las novelas de mayor fecundidad cualitativa en este tiempo el propósito de constituirse, por encima de todo, en escritura placenteramente concebida y percibida como una prueba de la voluntad de ser. Y si al hombre y su obra los define mejor la voluntad que el logro (aunque a la hora de asignar valores haya que mirar a éste más que a aquélla), recuérdese: Cela quería que La colmena fuera «un trozo de vida narrado paso a paso»; Sánchez Ferlosio precisaba su empeño en El Jarama con estas palabras: «Un tiempo y un espacio acotados. Ver simplemente lo que sucede allí»; Martín-Santos hacía consistir el realismo dialéctico de Tiempo de silencio o Tiempo de destrucción en «pasar de la simple descripción estática de las enajenaciones, para plantear la real dinámica de las contradicciones in actu»; en cambio, el narrador de Saúl ante Samuel se niega a nombrar el lugar de los sucesos advirtiendo que «no se llamó nunca de ninguna manera acaso porque sólo existió un instante, sin tiempo para el bautizo», y Julián Ríos presenta a la pareja protagonista de Larva como «dos atolondrados que se toman por personajes de novela e intentan meterse en la piel de sus dobles, 'Babelle' y 'Milalias', que inventaron para prolongar la vida en ficción -y viceversa».

Apuntado queda lo que cabe entender por novela poemática. No se trata de novela «poética», pues cualquier novela, aun si sus datos pertenecen a la realidad histórica, es poética en cuanto presupone la imaginación del artífice que finge la historia con un fin estético. Tampoco se trata de novela «lírica», que sería sólo la variante más subjetivista e imaginativo-musical. Poemática sería la novela que tiende a integrar superlativamente un conjunto saturado de las virtudes del texto poético por excelencia: el texto en verso (épico, dramático, lírico, temático), en el cual los estratos todos de la obra de arte de lenguaje, desde el sonido al sentido, cumplen un máximo de concentración y perdurabilidad; semiosis (no mimesis), lámpara (no espejo), símbolo (no concreción), mito (no historia), espacio íntimo, tiempo rítmico, acción como vehículo de conocimiento, exploración de las fronteras entre lo perceptible y lo oculto, personajes insondables, narrador omnímodo, lenguaje que más que decir lo visto canta lo soñado.

A tal modelo parecen responder todas las novelas de Juan Benet y, por tanto, su obra maestra Saúl ante Samuel; Ágata ojo de gato (74) y Toda la noche oyeron pasar pájaros (81) de Caballero Bonald; Escuela de mandarines (74) de Miguel Espinosa; Los vaqueros en el pozo (79) de Juan García Hortelano; La comunión de los atletas (79) de Molina Foix; Narciso (79) de Sánchez Espeso; Makbara (80) de Juan Goytisolo; La isla de los jacintos cortados (80) de Torrente Ballester; Los santos inocentes (81) de Delibes; El jardín vacío (81) de Juan José Millas, así como Visión del ahogado (77) y Letra muerta (84) de este mismo autor; El caldero de oro (81) y La orilla oscura (85) de Merino; la Mazurca de Cela, y las novelas de Álvaro Pombo: El parecido (79), El héroe de las mansardas de Mansard (83) y El hijo adoptivo (84). Las novelas nombradas edifican soledades, destrucciones, enigmas o ensoñaciones, y todas serían «neonovelas» más bien que «antinovelas», según la diferenciación trazada por Carlos Otero en un imprescindible estudio sobre el tema: «A los que pugnan por añadir algo nuevo a la forma más avanzada de un género literario cortado a la medida de la mente humana (a los que aspiran a crear una "nueva novela") podemos seguir llamándoles novelistas o podemos llamarles 'neonovelistas' o 'ficcionalistas'; a los dados a desentrañar el género y a volverlo sobre su ombligo ('c'est le roman luimême qui se pense') podemos darles el nombre de 'antinovelistas'» («Lenguaje e imaginación», Quimera, n.º 2, diciembre 1980, pág. 15).

La metaficción (la novela autorreflexiva, que se piensa a sí misma) sería, a mi entender, el caso más diáfano de «antinovela»: poner de manifiesto la aventura de la escritura no puede hacerse sin atentar contra el hechizo que la novela quiso siempre ejercer sobre la conciencia del lector. Sin embargo, la antinovela metafictiva nunca se da en estado puro, sino en combinación con la neonovela: se exhibe la teoría de un texto, el cual vale como ejemplo o aplicación de aquélla.

Acerca de la naturaleza de la metaficción española, nada diré aquí, pues ya apunté algunos rasgos en aquel artículo de hace cinco años y acaba de aparecer un libro de Robert Spires que examina con agudeza la cuestión. Baste recordar que el autor español más densamente metafictivo de este tiempo continúa siendo Luis Goytisolo, en la última entrega de su Antagonía, de 1981, y en Estela del fuego que se aleja (84). Otros títulos de relieve en esta línea son Juan sin Tierra y Paisajes después de la batalla (82) de Juan Goytisolo, y después de los Fragmentos de Apocalipsis y El cuarto de atrás (mentados o comentados en el artículo de hace un lustro) los ejercicios de escritura de Espinosa en La tríbada falsaria (80) y La tríbada confusa (84), la peregrina Gramática parda (82) de Hortelano y la Larva (83) de Julián Ríos. Si la metaficción de Luis Goytisolo afecta de modo primordial a la estructura de la novela, y la de Juan Goytisolo a la estructura y al lenguaje, la antinovela única de Ríos trastorna sobre todo el lenguaje. Ninguna novela tan «escriptiva» como Larva: «Vivir lo escrito y escribir lo revivido...», «Escrivivir...» (Un personaje de La orilla oscura afirma: «Escribo, luego existo»).

La novela histórica, que hace cinco años apenas vendía sino paráfrasis tópicas o utópicas de la era de Franco, ha prosperado, y viene distanciando sus asuntos no ya sólo hacia atrás en nuestro siglo (La que no tiene nombre, 77, y Los jinetes del alba, 84, de Jesús Fernández Santos; Octubre, octubre, 81, de J. L. Sampedro; Acrópolis, 84, de Rosa Chacel; La verdad sobre el caso Savolta, 75, de Eduardo Mendoza), sino hacia más atrás en el XIX (Cabrera, 75, de Fernández Santos), y aun más atrás hacia los «siglos de oro» (El insomnio de una noche de invierno, 84, de Eduardo Alonso; Extramuros, 78, de Fernández Santos; Las Españas perdidas, 84, de Villar Raso) y todavía más atrás hacia el Medievo (Mansura, 84, de Azúa; Urraca, 82, de Lourdes Ortiz).

Podría revelar esta tendencia un deseo de superar la anterior fijación en la Guerra Civil, para atraer la curiosidad del lector a tiempos que, guarden mayor o menor homología con los actuales, permiten la recreación libre -incluso anacrónica adrede- de una humanidad, por lejana, digna del empleo de la imaginación vivificante (y por aquí se puede sorprender la conexión con el poema autónomo). No se intenta aprovechar la novela para historiar a España (como Galdós hacía), sino citar la historia al terreno de la novela, someter el pasado de las crónicas al experimento de la trastemporalidad de la ficción: novelar, volar.

Parecido ánimo inventivo y fingidor inspiraría tantos ensayos novelescos de acento lúdico como llegan al público español de estos años. Las novelas policíacas de Vázquez Montalbán, sosteniendo una intriga, enriquecen la tediosa matemática del crimen con la evocación de todo un mundo de gentes y de ideas actuales desde una conciencia crítica fortalecedoramente humana: entre Yo maté a Kennedy (72) y La rosa de Alejandría (84). Menos interés ofrecen tal vez las variaciones de «espionaje», «ciencia-ficción», «horror» y «erotismo» arriba aludidas, aunque la «acción-ficción» de Gonzalo Suárez aprovecha con gracia las tramas de espías y, de otra parte, las incursiones «policíacas» (por llamarlas de algún modo) de novelistas poemáticos tan exigentes como Benet (El aire de un crimen, 80), Millás (Papel mojado, 83) o Marsé (Ronda del Guinardó, 84) logran envolver eficazmente al lector en atmósferas de misterio.

Frente a lo indicado hasta aquí, parecen tener menos trascendencia en estos años últimos las memorias, que tanto abundaron en torno a la muerte de Franco en novelas de Martín Gaite, Delibes, Vaz de Soto, Umbral, Castillo-Puche o Marsé. Lo más relevante en este área de rescate del pasado lo aportan, a mi ver, Días de llamas (79) de Juan Iturralde; Un día volveré (82) de Juan Marsé; Las estaciones provinciales (82) de Luis Mateo Díez, y, ya en el puro género de las «memorias» (aunque no sin ingredientes ficticios) los Recuerdos y olvidos (82, 83) de Francisco Ayala; Años de penitencia (75) y Los años sin excusa (78), de Carlos Barral, que han desembocado en la novela Penúltimos castigos (83); y Coto vedado (85) de Juan Goytisolo, testimonio sincero si los hay pero que no renuncia al acento y la altitud de cualquiera de sus novelas mejores.

Llegamos así, en la obligada brevedad de esta nota, al punto más lejano del centro poemático propuesto: el testimonio, la crónica, el reportaje, o como llamarlo quieran los culturalistas hostiles a la tan denigrada hortaliza. En esta zona «testimonial» (por llamarla también de algún modo) pudieran tener cabida desde algunas novelas del polifacético Raúl Guerra Garrido o la Crónica del desamor (79) de Rosa Montero, hasta por ejemplo las novelas últimas de José María Guelbenzu, que oscilan entre la cotidianidad y la ensoñación, el retrato generacional y la fábula arcana, contrastando orden y caos, aburrimiento y libertad: El pasajero de Ultramar (76), La noche en casa (77), El río de la Luna (81), El esperado (84). Y, como intenté mostrar en otra parte, la mejor novela poemática de estos años, Saúl ante Samuel, podría interpretarse además como el testimonio más profundo de la verdad del pasado próximo latiendo aún en el presente.

¿Hay, pues, una «nueva novela española»? Hay novelas españolas nuevas, de muy diversas constituciones, y entre ellas -pudiera decirse- se acusa un modelo de superior capacidad irradiante: la novela poemática, máxima concreción del ideal escriptivo que parece inspirar a eminentes noveladores. Destacar la escritura, aspirar al poema, podría significar el empeño en salvar la novela del acoso de información -sobre todo, visiva- que la realidad cotidiana tiende al hombre de nuestro tiempo, impidiéndole «escuchar con los ojos» (supremo beneficio de la lectura).

Decía Roland Barthes que lo nuevo no es una moda, es un valor: el valor crítico que constantemente ha de oponerse a la repetición, la trivialización y la opresión de la regla. De acuerdo, a condición de que lo nuevo proceda de una motivación íntimamente veraz y necesaria; no del capricho gratuito (la fantasmagoría «cansa», según el más fantaseador de nuestros novelistas: Gonzalo Torrente Ballester), ni de las calculadas mareas de este o del otro mercado.

1985.





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