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La pintura en el teatro de Buero Vallejo

César Oliva


Universidad de Murcia



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1. De la pintura dramática al drama pictórico de Buero Vallejo

Cualquiera que se acerque a la biografía de Antonio Buero Vallejo advertirá de inmediato que, en su juventud, la pintura fue su primera inclinación artística; cualquiera que se acerque a su dramaturgia habrá comprobado que, en general, ésta tiene mucho que ver con una cierta concepción pictórica de corte realista. De manera que pintura y dramaturgia están forzosamente enlazadas en su propia entidad creadora. Esta evidencia ha sido manejada por la mayoría de los teóricos y críticos que se han acercado a su obra. Sin embargo, a la hora de considerar su producción como globalidad, una vez que Misión al pueblo desierto puso el punto final, resalta de manera extraordinaria la presencia no ya de un sentir plástico sino de una personal teoría de la pintura, que inunda por veces los propios conceptos dramatúrgicos que utiliza. La visión pictórica nos llega en la globalidad de su obra, sobre todo en las acotaciones con que dan comienzo, las cuales, como comprobaremos después, son auténticas descripciones de pinturas o grabados. Pero, fundamentalmente, dicha concepción da especial sentido al menos a cuatro de sus dramas, sin olvidar que en otros forma parte de alguna de sus escenas. Dos de aquéllos tienen como protagonistas a otros tantos grandes maestros de la pintura   —132→   española, Velázquez y Goya [me refiero, claro está, a Las Meninas (1960) y El sueño de la razón (1970)]. Los dos restantes abundan en aspectos críticos, ya que sus personajes principales manejan peculiares teorías sobre la pintura: Diálogo secreto (1984) y la antes citada Misión al pueblo desierto (1999). Diálogo... se inscribe en el tema de la mentira que enmascara la inmoralidad, mientras que Misión... es un canto a la defensa del arte ante la barbarie. En la primera se hace continua referencia a Velázquez, concretamente a su cuadro Las hilanderas, objeto y sujeto de una falsa mirada crítica; en la segunda es El Greco el que justifica la misión, aunque sea el personaje de un pintor de segunda fila («Lo premiaron hace años en el Salón de Otoño por un enorme paisaje convencional», dice Berto) quien maneja la postrera teoría bueriana sobre el realismo.

Por consiguiente, no es que la pintura se constituya en tema principal o secundario, en nuestro autor. La pintura es un referente de su producción dramática, aunque un referente cargado de significación, dada la dedicación que el autor hizo a ese arte1. Los temas que maneja en las obras citadas se inscriben en habituales preocupaciones de Buero, esto es, el artista frente al poder (Las Meninas y El sueño de la razón), la lucha por la libertad (El sueño de la razón), la hipocresía crítica (Diálogo secreto) o la salvación del arte ante la sinrazón del mundo que nos rodea (Misión al pueblo desierto). El autor se desenvuelve con enorme pericia en los planteamientos más conflictivos del ser humano. Penetra en sus intenciones y las analiza con la frialdad del investigador. Y para eso, lo mismo le da que sus referentes sean artísticos o no. Pero no cabe duda que cuando sus personajes se encuentran relacionados con el mundo de la pintura, incluso con el de la música que tan bien conoce [El concierto de San Ovidio (1962), Jueces en la noche (1979), Música cercana (1989), o Las trampas del azar (1994)], sus actitudes no sólo aparecen con absoluta desenvoltura sino que terminan definiendo códigos pictóricos que se conectan abiertamente con los dramatúrgicos. De eso tratamos de hablar.

Para ratificar la atención que Buero Vallejo concede al sentido plástico de su teatro basta con «ver» cuatro bocetos suyos sobre

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En la escalera, dibujo a pluma

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Representación de Historia de una escalera

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tres de sus dramas2 y «oír» las acotaciones que escribe. Es evidente que esta operación se podría prolongar a la totalidad de su producción, ya que sus didascalias, en general, son dibujos o pinturas literarias sobre el espacio que concibe para cada una de sus obras. Pero bástenos «ver» Historia de una escalera (1949), Hoy es fiesta (1956) y La Fundación (1974), y «oír» aunque sea un fragmento de sus acotaciones:

Un tramo de escalera con dos rellanos, en una casa modesta de vecindad. Los escalones de bajada hacia los pisos inferiores se encuentran en el primer término izquierdo. La barandilla que los bordea es muy pobre, con el pasamanos de hierro, y tuerce para correr a lo largo de la escena limitando el primer rellano. Cerca del lateral derecho arranca un tramo completo de unos diez escalones. La barandilla lo separa a su izquierda del hueco de la escalera y a su derecha hay una pared que rompe en ángulo junto al primer peldaño, formando en el primer término derecho un entrante con una sucia ventana lateral [...].3

Azoteas. En el primer término, a lo largo de algo más de los dos tercios de la derecha, se extiende un trecho de la primera, y el bloque por donde tiene su acceso ocupa el tercio izquierdo de la escena. Situado oblicuamente al proscenio, posee también este bloque una terracita cuyo más saliente ángulo se encuentra cerca del punto que separa el tercio izquierdo del resto de la embocadura [...]. La terracita del bloque de la izquierda está a un nivel algo más elevado -no llega a un metro- que el de la primera azotea [...] Trátese, por lo tanto, de dos casas contiguas, no muy altas [...] Todo viejo, desconchado y deslucido por la intemperie. Por el suelo de la primera   —135→   azotea, junto al pretil, un taburete de tres patas, caído [...] Sobre todo ello, la tersa maravilla del cielo mañanero y la ternura del sol que, desde la derecha, besa oblicuamente las pobres alturas urbanas.4



En el Acto Segundo, mismo decorado, matiza que «el día siguió su marcha y la luz del sol, desde la izquierda y muy alta, cae ahora casi a plomo sobre las azoteas» (pág. 156). En el Tercero, «la dorada claridad del sol poniente invade desde el frente izquierdo las azoteas. En el transcurso de la acción se transforma en una fría luz decreciente que adensa al profundo azul del cielo» (pág. 177).

La habitación podría pertenecer a una residencia cualquiera. No es amplia ni lujosa [...] Los muros son grises y desnudos: ni zócalo, ni cornisa. Muebles sencillos pero de buen gusto: los de una vivienda funcional donde se considera importante el bienestar [...] El ángulo entre el lateral izquierdo y la pared del fondo no es visible: los pliegues de una larga cortina que se pierde en la altura forman un chaflán que lo oculta. Sin puertas ni cortinillas, su aspecto contrasta con el de otros muebles [...].5






2. Idea y teoría de la pintura en Buero Vallejo

En Las Meninas y en El sueño de la razón abunda la información sobre la aplicación técnica de la pintura de los maestros Velázquez y Goya, además de mencionar a otros, como Tiziano, e incluso a paradigmas de lo que, para Buero, se aleja del ideal artístico: Carducho6, contemporáneo de Velázquez, y Vicente López7, de Goya. Las descripciones realistas de los personajes de

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Apuntes para el decorado de Hoy es fiesta (pluma)

 
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Representación de Hoy es fiesta

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Bosquejo para el decorado de La Fundación (rotulador)

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Representación de La Fundación

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estos dramas intentan penetrar en sus detalles más relevantes. Cuando alguno de ellos dispone del referente pictórico, la acotación viene a ser una glosa del retrato. En Las Meninas, por ejemplo, la descripción del Rey (pág. 236), la de los enanos (pág. 229) o las de Menipo y Esopo (pág. 202). En El sueño de la razón, la de Fernando VII (pág. 59), el doctor Arrieta (pág. 74) o la del Padre Duaso (pág. 109). En todas ellas late una preocupación por el parecido, que viene a ser una de las inquietudes principales de un artista, como Buero, pues así lo muestra en algunas de las explicaciones a sus viñetas del Libro de Estampas. Por ejemplo, en el retrato a su mujer, Victoria Rodríguez, lamenta que el parecido no sea «muy feliz».

Ese deseo de retratar alcanza a los espacios, sean o no ficticios. Ya hemos comprobado cómo los de algunas de sus obras son imaginados en su mente de pintor y plasmados en su literatura dramática. En los dos dramas que manejamos ahora, dicha circunstancia parte de la realidad de otros tantos espacios bien conocidos históricamente por el autor. Me refiero a la antigua Casa del Tesoro, «prolongación oriental del viejo Alcázar madrileño», en donde «Velázquez gozó de aposento», y la Quinta del Sordo, a orillas del Manzanares, en la que vivía Goya. Pese a su utilidad dramática, las acotaciones que describen ambos paisajes se ajustan a las más estrictas normas del parecido pictórico. La primera «reproduce fielmente la galería del llamado Cuarto del Príncipe»8 (pág. 201), por lo que hasta las medidas (paredes de 4,42 de alto), ayudan a situar la acción en el propio cuadro de Las Meninas, como el efecto dramático del final de la obra lo requiere. Idéntica sensación ofrece la descripción del espacio en el que vive Goya, aunque la imaginación de Buero invente la situación de los elementos con los que trabajó el aragonés sus pinturas negras.

Mayor importancia tiene que hable de «leyes de la pintura». Pedro, antiguo modelo de don Diego Velázquez, indica que tiempo atrás el pintor le había dicho que «los colores se armonizan con arreglo a leyes que aún no comprendíais bien. ¿Sabéis ya algo de esas leyes?». A lo que el artista responde: «Creo que sí...»; para más adelante precisar: «Ahora sé que los colores dialogan entre sí: ese es el comienzo del secreto» (pág. 233-234). Buero maneja con   —140→   desenvoltura todo cuanto atañe a circunstancias relacionadas con el uso de la pintura. Sobre todo en Las Meninas, obra cuyo conflicto dramático gira alrededor de la misma, esto es, la envidia que produce el artista, los conatos de censura, la s acusaciones sobre su manera de pintar, etc.

En Las Meninas da una peculiar definición de pintor: «Ojo que ve la Creación en toda su gloria» (pág. 271), para enseguida defender que, en contra de lo que dicen los censores, el pecado no está en la pintura sino en los ojos que la ven. «Vuestro ojo es el que peca y no mi Venus», le espeta a Nieto, primo de Velázquez e inquisidor. El artista afirma que frente a los que creen que «hay que pintar las cosas», él «pinta el ver» (pág. 275). Es el pintar más allá de lo que se ve, como en el caso de Goya. El pintar lo que ve como justificación crítica. «He pintado esa barbaridad, padre, porque la he visto (se refiere a Riña a garrotazos). Y después he pintado ese perro solitario, que [ya no entiende nada y] se ha quedado sin amo (se refiere al Perro)» (pág. 122), le dice Goya al Padre Duaso. La idea crítica viene detrás: «Usted ha visto la barbarie, pero sigue en la Corte, con su amo... Soy un perro que quiere pensar y no sabe». He aquí una de las metáforas más bellas de las utilizadas por Buero Vallejo en este terreno, y que cuestiona de nuevo el debate sobre el realismo. No basta con la ilustración de los conflictos, sino que hay que penetrar en lo que ellos son y respiran. Que es otra manera de discutir la idea de la belleza por la belleza:

NARDI.- (Con los ojos bajos.) Nada sé de esas leyes que os place fingir ahora... Las gradaciones de los colores en la pintura sólo buscan la belleza.

VELÁZQUEZ.- (Vibrante.) ¡Nada sabe, señor! Él lo dice. Yo sé aún muy poco de los grandes misterios de la luz: él, nada [...]

(Las Meninas, Parte II, pág. 276)



En el tema de la luz Buero se muestra tan evidente como dice en su Libro de estampas. «El pintor que vea este dibujo (se refiere a Ginerés en el Penal de Ocaña) -y otros míos- notará preocupaciones que siempre me acompañan: los efectos de luz difusa en los barrotes, los casi perdidos contornos al trasluz...». En la obra, Velázquez dice: «He llegado a sospechar que la forma misma de Dios, si   —141→   alguna tiene, sería la luz... Ella me cura de todas las insanias del mundo. De pronto, veo... y me invade la paz.« (pág. 246). De ahí que esta preocupación por la luz alcance a todas las acotaciones explicativas de espacios, como hemos comprobado en los tres actos de Hoy es fiesta. En El sueño de la razón, la luz explica también la evolución de Goya: su paso de una pintura luminosa a otra oscura.

Yo gocé pintando formas bellas, y éstas son larvas. Me bebí todos los colores del mundo, y en estos muros las tinieblas se beben el color. Amé la razón y pinto brujas... Son pinturas podridas.

(2ª parte, pág. 148)



Buero, en las obras que citamos, da cuenta de diversas cuestiones de apariencia técnica, que siempre tienen su correspondiente dramático. Por ejemplo, «la sensación del hueco» que le indica Pedro a Velázquez (1ª Parte, pág. 233), relacionada con el que las cosas cambien según la mirada. «Quizá su verdad (la de las cosas) esté en su apariencia, que también cambia» (ídem). «Si acertáramos a mirarlas de otro modo que los antiguos, podríamos pintar hasta la sensación del hueco...». Es una manera de precisar el punto de vista del espectador ante la obra maestra. Complemento de la idea de pintura como espíritu de libertad que aparece con evidencia en El sueño de la razón. «No es fácil pintar. ¡Pero y o pintaré!», insiste Goya (Parte 1ª, pág. 83).




3. Perspectivismo pictórico, perspectivismo moral

Buero Vallejo utiliza la fórmula perspectivista para destacar sus preferencias en el plano de la pintura, pero también para situarse frente a lo que no le gusta. Como cualquier maestro de la literatura, Galdós a la cabeza, hace un uso claro e inteligente de este efecto distanciador, cuando presenta a determinados personajes con voces totalmente contrarias a sus ideas. Por ejemplo, Angelo Nardi9, pintor que se presenta contrario a las ideas de Velázquez.   —142→   Preguntado por el Rey sobre el boceto de Las Meninas responde el citado Nardi: «La falta de solemnidad en sus actitudes las hace parecer simples damas de la Corte; los servidores, los enanos y hasta el mismo perro parecen no menos importantes que ellas [...]. Tampoco se escoge el adecuado país para el fondo, o [al menos] el lugar palatino que corresponda a la grandeza de vuestras reales hijas, sino un destartalado obrador de pintura con un gran bastidor bien visible». A lo que el Marqués añade: «Lo más intolerable de esa pintura es que representa la glorificación de Velázquez pintada por el propio Velázquez. Y sus altezas, y todo lo demás, están de visita en el obrador de ese fatuo». Finalmente, Nardi establece el símil más adecuado al género dramático que compete: «Más bien resulta por ello un cuadro de criados insolentes que de personas reales [...] Confío en que don Diego no llegará a pintarlo en tamaño tan solemne; pues sería, si vuestra majestad me consiente un símil literario, como si don Pedro Calderón hubiese escrito una de sus grandes comedias... en prosa» (Parte 1ª, pág. 238). También su primo, el inquisidor Nieto, da un peculiar punto de vista sobre «la pintura lasciva», definida como «la que por su asunto o sus desnudeces pueda mover a impureza» (Parte 2ª, pág. 269).

El juego perspectivista se completa con las palabras de Pedro, el pobre casi ciego que sirvió de modelo al maestro para su Esopo, cuando dice, a propósito del mismo boceto de Las Meninas: «Un cuadro sereno: pero con toda la tristeza de España dentro. Quien vea a estos seres comprenderá lo irremediablemente condenados al dolor que están. Son fantasmas vivos de personas cuya verdad es la muerte. Quien los mire mañana, lo advertirá con espanto» (Parte 1ª, pág. 245-246). Es curioso cómo este razonamiento lo da una persona a punto de perder la vista de manera total. Por lo que Buero aprovecha para lanzar la metáfora de que la buena pintura es la que ven los ciegos. El compañero de Pedro, Martín, el modelo de Menipo, al principio de la 2ª Parte le dice: «¿Qué sabes tú de él [del cuadro], si ves menos que un topo?«. A lo que aquél responde: «Pero lo veo» (pág. 252).

También en El sueño de la razón, Buero Vallejo utiliza similar efecto perspectivista. En la primera escena, Calomarde 10, Ministro de Gracia y Justicia con Fernando VII, cuya aversión a Goya se   —143→   manifiesta en que éste nunca lo retrató, dice al Rey: «¡No es el gran pintor que dicen, señor! Dibujo incorrecto, colores agrios... [...] Retratos reales sin nobleza ni belleza... Insidiosos grabados contra la dinastía, contra el clero... Un gran pintor es Vicente López»11 (pág. 66). Esta situación es similar, como aprecia Mariano de Paco en su edición de Austral (Madrid, 1995), a las acusaciones de Nardi a Velázquez, en Las Meninas, de despreciar al modelo (pág. 66). También Leocadia, amante de Goya y protagonista de la obra, califica las pinturas de la Quinta del Sordo como «espantosas [...] horribles pinturas»(pág. 76).




4. Hacia un método dramatúrgico de inspiración pictórica

Buero Vallejo, en efecto, es capaz de organizar una tesis estética, de la que se deduce, o transluce (nunca mejor dicho) una tesis dramatúrgica. Para ello, sumando los elementos descritos, vamos a acudir a Diálogo secreto12, en la que el protagonista no es ya artista, sino crítico. Oigamos lo que dice nada más empezar, al interpretar el cuadro de Las hilanderas:

FABIO.- El pintor traslada la fábula antigua a su actualidad, o sea a todos los tiempos... Para confirmarlo, las dueñas del tiempo en el primer término: las Moiras. Es decir, las Parcas. Ortega lo apuntó y yo voy a unir los dos mitos. Velázquez no pudo dejar de pensar en las Parcas... Son las tres devanadoras oscuras, que hacen y deshacen nuestros hilos ante el fugaz espectáculo de la vida que se representa al fondo... Grandes. Cercanas. Inexorables. Ese cuadro es una meditación de la muerte. Otro gran teatro del mundo, pero más sutil que el de su contemporáneo Calderón.



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Como vemos, es algo más que una descripción del cuadro. Es una auténtica interpretación. Como el autor hace en sus obras dramáticas, en Las Meninas, en El sueño de la razón, en Un soñador para un pueblo... En la obra que ahora manejamos, Buero imagina que su protagonista redacte precisamente unos «Diálogos del Arte», verdaderas críticas dialogadas, por medio de los cuales pone letra a los estáticos personajes del cuadro. Es decir, algo así como unas dramatizaciones. En El sueño de la razón quien describe pinturas es el propio Goya. Al contemplar Arrieta La romería le dice: «¿Mira usted La romería? Más bichos. Rascan bandurrias, vociferan y creen que es música. Tampoco saben que están en la tumba» (Parte 1ª, pág. 86). Más adelante lo hace de Asmodea: «Como el diablo Cojuelo, pero aquí es una diablesa... angelical. Abajo hay guerras, sangre y odio, como siempre. Poco importa. Ellos se van a la montaña [...] Asmodea se lo lleva a él, que todavía tiembla por lo que ve abajo. Desde la montaña lo seguirán viendo, pero los seres que allí viven le calmarán. Es una montaña muy escarpada. Sólo se puede subir volando [...] Lo he pintado estos días, cuando he comprendido que no vuelan por arte mágica, como yo creía (Señala a Asmodea.), sino con artificios mecánicos» (pág. 88).

En Diálogo secreto no se encuentran elementos de técnica pictórica, por parte de personajes artistas. El tema va por otros derroteros. Precisamente a Buero le preocupa denunciar aquí al crítico condicionado, hipocresía de la crítica artística, de ahí que Las hilanderas sirva como metáfora del que no la sabe ver en su compleja totalidad. No olvidemos que el Fabio nunca la podrá ver en su compleja totalidad, por culpa de su daltonismo. Por eso será Aurora, su hija, quien pone el dedo en la llaga: «Ciertos críticos que [se creen infalibles] no saben pintar, pero saben cómo hay que pintar» (1ª Parte, pág. 66).

Tampoco aquí faltan relaciones con otras obras maestras de la pintura, como El Expolio, del Greco, que sirve para que Aurora «examine» a su padre sobre las peculiaridades de su retina.

AURORA.- ¿Se puede sin exageración decir que la gama general es fría, a pesar del rojo de la túnica?

FABIO.- Desde luego, porque ese rojo tiende al carmín y no al naranja, aunque haya pliegues en que se caliente algo.

AURORA.- Por reacción complementaria.

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FABIO.- Exacto.

AURORA.- [...] Este velo, ¿qué nombre podríamos dar a su color?

FABIO.- Aurora, las reproducciones en color son a menudo engañosas.

AURORA.- Ésta es bastante buena, ¿no?

FABIO.- Según se ve ahí, creo que a ese tono se le podría llamar... un malva grisáceo. (pág. 80)



Como pintor, Buero es sensible también a la descripción de veladuras o especiales gamas de color. En Las Meninas dice Velázquez a Nardi: «Yo pinté una nubecilla verdosa porque me ha parecido advertir que las tintas carmesíes suscitan a su alrededor un velo verdoso» (pág. 276). Así mismo cita el tema de los colores complementarios, sólo accesible a los muy especialistas, como Fabio ha enseñado a su hija:

AURORA.- Dos colores complementarios forman la luz blanca.



Pero no lo entiende muy bien, ya que «¿No está formada la luz, dice, por todos los colores?» A lo que Fabio-Buero responde: «En dos que sean complementarios están todos los colores» (pág. 56).




5. Misión imposible: salvaguardar el arte

En su última obra, Misión al pueblo desierto13, Buero recupera su ser pintor. A través de un nuevo personaje, Plácido, lanza su testamento literario. Artista de segunda fila, como el propio autor se consideraba en la pintura, dedica su vida a defender el arte. La metáfora del rescate del cuadro del Greco (acción única del drama) no deja de ser altamente significativa. Como metafóricas son muchas de las referencias que maneja en este texto postrero. La más importante, en mi opinión, la que dedica al realismo, que no deja de ser una sutil ironía sobre la estética en la que siempre se   —146→   ha movido, aun con las matizaciones que él mismo se encargó de hacer.

Plácido, el protagonista pintor, utiliza una curiosa teoría, la de las figuras duplicadas, aunque la califique como errónea: «Habrás notado que la factura pretende ser realista...», dice a Lola.

LOLA.- Sólo en el centro del cuadro. Los desdoblamientos son más bien laterales. Y tanto más separados entre sí cuando más laterales son.

DAMIÁN.- (Irónico, se va acercando.) ¡Qué observadora!

LOLA.- (A Plácido.) No sé si entiendo.

PLÁCIDO.- ¡Sí que lo entiendes! Así es como vemos, aunque no nos demos cuenta.

LOLA.- ¿Qué?

PLÁCIDO.- Por los dos ojos. Y sólo nos fijamos en las imágenes enfocadas. Al mirar aquí o allá cambiamos de enfoque, lo que nos da la sensación de relieve [...] Pensé si no podríamos facilitar la sensación de hueco y de relieve mirando únicamente al centro del cuadro, pero los desdoblamientos laterales y sus mezclas son muy difíciles de reproducir con exactitud y si no movemos los ojos al mirar de nuevo a la obra no notaríamos ni el hueco ni el relieve real [...]

LOLA.- O sea que sin algún movimiento de los ojos no se obtiene el relieve.

PLÁCIDO.- No. Incluso lo notamos mejor en pinturas que no desdoblan las figuras...

LOLA.- Como Las Meninas...

PLÁCIDO.- Exacto. Porque Velázquez intuyó lo que pasaba, pero quería hacer pintura inteligible y ablandó con mano maestra unos contornos más que otros y precisó más ciertos puntos de enfoque.

(Acto 2º, págs. 54-56).



Hemos querido mantener la cita, pese a su longitud, porque Buero desemboca de nuevo en Velázquez. Para él, por boca de Plácido, «lo maravilloso del arte es su poder de convicción aun en momentos como éste (la guerra)» (pág. 85). Es una nueva forma del tema de qué vemos, pues aunque haya una buena pintura (un   —147→   gran drama) delante de nosotros, no todos lo vemos igual. En Misión al pueblo desierto no estamos ante un texto de dimensiones colosales, como los antes citados. Más bien parece de pequeño formato, menor incluso en dimensiones (una única acción, decíamos, estirada por mor de las interrupciones de los comentadores), pero no por ello de inferior interés. Al menos, en cuanto al manejo de elementos pictóricos, bien que, en este caso, para la historia narrada sean muy secundarios. Pero no desaprovecha la ocasión de citar a Palmaroli14, un pintor del XIX, cuyas dos escenas pequeñas que guarda Plácido «están muy bien» (pág. 89).




6. Un pensamiento final

Es evidente que Buero Vallejo manejó el elemento pictórico dentro y fuera de su literatura. A ésta le proporciona un tipo de realismo alejado de cierto sentido fotográfico con que, al principio, fue caracterizada su generación. Precisamente en El tragaluz, la imagen real tiene un especial significado, frente a las obras que hemos mencionado, en las que la imagen interpretada por la pintura es el referente básico. El realismo de la fotografía exige al Padre que haya gente en las imágenes que recorta incesantemente de periódicos v revistas. Gente de verdad, a la que pueda salvar de no se sabe qué. Es la deuda que tiene con el mundo que lo rodea, procedente de una vieja historia de la guerra civil. Aquí no hay técnicas pictóricas que relacionar, ni teorías que aplicar a su propia dramaturgia. Hay un personaje que pondera las fotografías de gentes, aunque, sin embargo, no tolera lo que viene de la televisión. Antes mejor prefiere el juego de adivinar cómo son las personas que pasan por el tragaluz del semisótano en el que viven.

Para Buero la clave está en representar la verdad, como hace Velázquez: «Yo creo que la verdad... está en esos momentos sencillos», dice refiriéndose a la escena que refleja en Las Meninas (pág. 242). Para el autor, la pintura, como la literatura, debe de representar   —148→   la verdad. Y en eso está el riesgo. Porque el pintor, como el dramaturgo, conoce bien el miedo a plasmar la verdad. Dice Goya: «Estas paredes rezuman miedo [...] ¡Miedo, sí! Y no puede ser bueno un arte que nace del miedo» (pág. 148). Buero Vallejo atravesó el difícil desierto del franquismo pintando comedias que dejaban a un lado el miedo para hablar de sus gentes, sus traumas, sus verdades y sus mentiras. Porque también, como Goya, fue capaz de utilizar el arte para vengarse. «Los pinto con sus fachas de brujos y de cabrones en sus aquelarres, que ellos llaman fiestas del reino» (pág. 107), dice el aragonés. ¡Cuántos brujos y cabrones creó Buero a lo largo de su producción! Con seres de verdad, auténticos, copiados del natural. En Las Meninas, mostraba su preocupación por que sus personajes fueran de carne y hueso. Lo primero que dice Martín, nada más abrirse el telón, es esto:

MARTÍN.- (Al público.) No, no somos pinturas. Escupimos, hablamos o callamos según va el viento. Todavía estamos vivos (pág. 203).



Es lo que los personajes del autor siempre han pretendido. Ser de verdad. Estar vivos para demostrar su capacidad de denuncia. Como Velázquez; como Goya; como Plácido.





 
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