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La poesía comprometida de Meléndez Valdés


José Miguel Caso González





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Es la calidad poética de Juan Meléndez Valdés lo que ha hecho que, con altibajos naturales, resistiera 200 años ante los ojos de la crítica y de los lectores, y que sea considerado como el primer poeta del siglo XVIII. Pero es además curioso que su fama se haya cimentado especialmente en su poesía amorosa, hasta llegar a ocurrirle que se le descalificara como poeta por la parte de su obra que, para entendernos, podemos llamar filosófica. La crítica del siglo XIX (Cueto, Menéndez Pelayo) y en parte la del siglo XX, especialmente la que gira en torno a los poetas del veintisiete (Salinas, Gerardo Diego, Real de la Riva), se manifestaron reticentes y hasta contrarios a la poesía filosófica de Meléndez. Para Salinas representa un esfuerzo hacia la profundidad casi siempre fallido, y se manifiesta «únicamente en discursos declamatorios y lánguidos, donde las vulgares ideas se diluyen en los versos más blandos e inconsistentes que salieron de la pluma de Meléndez»1.

Un primer paso para tratar de entender la poesía filosófica es el de plantearnos qué representa la poesía en la vida humana. No es lo mismo creer que se trata de un juego intrascendente, de un modo de divertir el espíritu, acaso de escapar a la monotonía diaria, o todo lo más de gozar estéticamente con la belleza de una obra bien hecha; que considerar que la poesía, sin dejar de ser poesía, puede ser también un medio idóneo para plantearle al lector graves e importantes asuntos, pero no desde la perspectiva de un tratado científico o de un alegato de carácter racional, sino desde la forma intuitiva de la poesía. Me parece que los que descartan lo segundo son en cierta forma incoherentes, ya que, por ejemplo, aceptan como gran poesía las odas de fray Luis o los encendidos poemas de   -54-   Juan de la Cruz. De lo que no cabe duda es de que tiene que ser auténtica poesía.

Desde Wolf2 se ha venido hablando de dos épocas en la poesía de Meléndez. La crítica actual3 niega la realidad de estas dos épocas. Colford argumenta que en la edición de 1820 aparecen más anacreónticas que en las dos anteriores juntas, y que las mejores de este género fueron compuestas después de 1797, añadiendo que poemas filosóficos los tenía ya escritos antes de 1785, de lo que deduce que es falsa la idea de un Meléndez que primero escribe en su primer estilo y varía después por presión de Jovellanos. Polt (pág. 19) nos aclara que los 117 poemas anacreónticos de Meléndez, que representan la cuarta parte de los que escribió, se pueden agrupar cronológicamente en cinco apartados:

  1. Poesías no posteriores a 1777. 31 poemas.
  2. Poesías no posteriores a 1782. 10 poemas.
  3. Poesías no posteriores a 1789. 5 poemas.
  4. Poesías no posteriores a 1798. 9 poemas.
  5. Poesías no posteriores a 1814. 26 poemas.


Quedan 36 anacreónticas de difícil fechación. Pero estas cifras indican que Meléndez practicó toda su vida el género anacreóntico, y lo que es más importante, que en sus últimos años alcanza un número parecido al de la primera etapa. A esto hay que añadir que no dejó nunca de corregir los poemas ya publicados, lo que, aparte de incidir en su evolución estilística, significa que valoraba bastante ese tipo de poesía.

Por tanto, no hay dos épocas en la poesía de Meléndez Valdés, sino que este ha utilizado dos estilos, el segundo documentado a partir de 1782, sin que ello signifique que Batilo renuncie a su poesía anterior, ni a corregirla y mejorarla de acuerdo con su criterio   -55-   de un constante perfeccionamiento, criterio acaso no siempre acertado.

El nacimiento del segundo estilo no tuvo nada que ver con la Epístola de Jovino a sus amigos salmantinos (1776), como se ha venido repitiendo por todos, sino que obedeció a otra motivación: en 1780 la Academia de la Lengua premia la égloga Batilo, y por esta razón Meléndez acude a Madrid en 1781.

Jovellanos, al que todavía no conocía personalmente, le pone en contacto con muchas gentes. En casa de don Gaspar, en la que reside, tuvo que leer las dos versiones de su Epístola del Paular, la amorosa, inédita y desconocida hasta hace pocos años, y la filosófica, que acababa de publicar Ponz en el tomo X de su Viage de España. Al año siguiente Meléndez sorprende a su mentor, al salirle al encuentro cerca de Valladolid, cuando este viajaba de Madrid a León, recitándole varias poesías de nuevo estilo. Esto escribe Jovellanos en la Carta I del viaje de Asturias:

«Nuestro mayor placer fue oírle recitar algunos poemas compuestos después de nuestra última vista en esa corte. Su gusto actual está declarado por la poesía didascálica. Cansado del género erótico, que tanto y tan bien cultivó en sus primeros años, y que era tan propio de ellos como de su carácter tierno y sensible, ha creído que envilecería las musas si las tuviese por más tiempo entregadas a materias de amor y sin dejarlas remontarse a objetos más grandes y sublimes. En consecuencia, emprendió varias composiciones morales, llenas de profunda y escogida filosofía y adornadas al mismo tiempo con todos lo encantos poéticos [...]. Esta conversión de nuestro amigo a las musas graves nos dio lugar a reflexionar cuánto era reprensible el ceño de aquellos ceñudos literatos que, deseosos de ennoblecer la poesía, reprenden como indigna de ella toda composición en que tenga alguna parte el amor»4.



El episodio a que aquí se hace referencia sucedió en los últimos días del mes de marzo de 1782 y, como la «última vista en la corte» ocurrió el año anterior, se puede establecer con total exactitud la fecha de la conversión de Meléndez, posterior, pues, en cinco años a la Epístola de Jovellanos, y ajena a ella, puesto que no se refiere a la poesía épica.

En la misma Carta I del viaje de Asturias don Gaspar escribe: «Batilo está ya en la encrucijada», tras referirse a «la inmensa distancia que hay entre esta especie de poesía y aquella en que antes se ejercitara». Esto significa que Jovellanos, y con él sin duda el propio autor y otros contemporáneos, admiten en la obra de Meléndez dos   -56-   estilos, o dos lenguajes distintos, que pueden ser tres, ya que también se encuentra una faceta neoclásica, según Arce y Polt, «la que se complace en los valores formales y canta, como uno de sus objetos de preferencia, las Bellas Artes», en frase de Arce; pero también la que se puede descubrir en odas y otros poemas que reflejan la poesía salmantina del siglo XVI.

Con la palabra conversión Jovellanos parece indicar también las dos épocas, aparte de los dos estilos, una amorosa y otra filosófica. Esto mismo siguieron creyendo otros muchos, sin preocuparse realmente de confirmar si era cierto o no que Meléndez abandonó hacia 1782 la poesía amorosa, para escribir en adelante sólo poesía filosófica.

Pero conviene aclarar dos conceptos, el de poesía filosófica y el de poesía comprometida, que es la palabra que figura en el título de esta conferencia. Los asuntos de la poesía filosófica son los grandes problemas del hombre: Dios; la religación del hombre con él y con toda la creación; el orden del universo; el tiempo; el vicio y la virtud, términos que no deben entenderse en sentido religioso, sino en el de la actitud y la acción del hombre respecto de sus congéneres; el de la sabiduría, entendida como un conocimiento del mundo que nos explica el por qué y el cómo de nuestra presencia en él, o que nos indica cuál ha de ser el camino de nuestra actividad pública. Se trata, desde luego, de una poesía que expone el ideal ilustrado, y es en este sentido una poesía puesta al servicio de un movimiento.

Pero llamo poesía comprometida a la que, sin dejar de ser Filosófica, trasciende esos grandes asuntos, y trata o se dirige a otros más ligados a las circunstancias del hombre hic et nunc. La diferencia fundamental está en que la primer a trata de asuntos generales, y la segunda de problemas concretos.

Dicho esto, conviene puntualizar la cronología. Según una nota de la ed. de 1820, la primera composición filosófica de Meléndez fue la titulada La noche y la soledad5, dirigida a Jovellanos, y fechada   -57-   exactamente en 1780. Sin embargo, el primer poema auténticamente comprometido es La despedida del anciano, publicado el 24 de mayo de 1787 en El Censor. Y aquí hay varias cuestiones que es necesario aclarar.

Vaya por delante un resumen de lo que pienso en estos momentos sobre el citado periódico, y que he expuesto el año pasado en Cádiz y este año en Cáceres. El Censor pasa por ser una publicación de Luis García Cañuelo y Luis Pereira, que comienzan en 1781 a dar a luz cada semana un Discurso, de una media de 16 págs. hasta el LXVII, y de 19 págs. hasta el CLXVII, el último publicado. Sin embargo, creo que ellos, y especialmente Cañuelo, no fueron otra cosa que los hombres de paja del grupo de ilustrados que se reunían en torno a la condesa del Montijo. Este grupo lo componían Tavira, Estanislao de Lugo, Urquijo, Jovellanos, Meléndez cuando estaba en Madrid, etc. Hay que suponer que también Cañuelo y Pereira. Y al frente de todos doña M.ª Francisca de Sales Portocarrero y Zúñiga, condesa del Montijo6. Cañuelo y Pereira, abogados de los Reales Consejos, fueron incluso desconocidos de todos durante algún tiempo, ya que utilizaban terceros y cuartos apellidos, y además los documentos los presentaban los procuradores. Con motivo de la segunda suspensión del periódico quedó claro que a sus redactores los apoyaba Carlos III ente al Consejo de Castilla, que había alguien del grupo que podía hacer que el rey interviniera de inmediato, y que el periódico se permitía tratar de temas políticos, sociales, económicos y religiosos sin casi limitaciones, porque se le protegía en las máximas alturas. Pero a pesar de eso Floridablanca pudo más que el rey y acabó con el periódico sin mediar orden ni documento alguno7.

Otra cuestión que interesa es que Jovellanos había publicado su primera Sátira a Arnesto en el Discurso 99, el 6 de abril de 1786; en los Discursos 108 y 109 (correspondientes al 8 y 15 de junio del mismo año) aparecen dos Discursos, que creo de Jovellanos, en los que se insiste en los mismos temas de la primera sátira, al mismo tiempo que se exponen doctrinas sobre el género satírico; en el Discurso 154 (24 de mayo de 1787) se publica la Despedida del anciano, y una semana después la terrible segunda Sátira a Arnesto. No se trata   -58-   de mera cronología. En La despedida se refleja la sátira primera de Jovellanos, pero también la segunda. Meléndez la conocía desde algún tiempo antes, porque la había corregido a petición de Jovellanos. Es muy posible que fuera este el que presentó el romance para su publicación, porque, efectivamente, La despedida era el mejor preámbulo a la segunda Sátira a Arnesto.

No voy a analizar uno a uno todos los poemas que se pueden considerar literatura comprometida; pero sí los fundamentales, en un orden aproximadamente cronológico. El primero de todos ha de ser el ya citado La despedida del anciano8.

A pesar de su relación con las dos sátiras de Jovellanos, La despedida no es una sátira, sino una lamentación, puesta en boca de un anciano desterrado por «el odio y la envidia». Esa lamentación se transforma en un alegato crítico contra la situación general de España: reina la calumnia, la desidia y la ignorancia; los aduladores de la patria son los que la pierden; en vez de poner como ejemplo a la juventud los mil héroes que la han salvado y que han conquistado un imperio, se les presentan las venganzas y adulterios de las deidades paganas; el labrador «con gemidos tristes el pan te demanda»; su familia tiene por lecho unas pajas, mientras se gastan sumas inmensas en locas vanidades; nuestras mujeres (se supone que las nobles) se jactan hoy de sus vicios; los jóvenes están afeminados; el noble antiguo aprendía de su padre el manejo de las armas; vivía entre sus vasallos; sabía apreciar su trabajo; les admitía a su mesa; hoy todo ha cambiado: los nobles malgastan en la corte el oro de sus estados, y el labrador llora en la parva, viendo el trigo que «un mayordomo inhumano le arrebata»;


   ¿Son para aquesto señores?
¿Para esto vela y afana
el infelice colono,
expuesto al sol y la escarcha?
   Mejor, sí, mejor sus canes
y las bestias en sus cuadras
están. ¡Justo Dios! ¿Son éstas,
son éstas tus leyes santas?
   ¿Destinaste a esclavos viles
a los pobres? ¿de otra masa
es el noble que el plebeyo?
¿tu ley a todos no iguala?;



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«sólo es noble ante sus ojos el que es útil y trabaja»; las virtudes reinan en el campo, los vicios en los altos techos; aquí la madre abandona sus hijos a una triste mercenaria, mientras ella vive en adulterio; esta es la peste que abrasa el cuerpo entero;


    el padre busca otros lechos,
el hermano de la hermana
no es conocido, y la madre
es para entrambos extraña.
   El ciego interés completa
la desunión; él consagra
a Dios la virgen, o al necio
vicioso y rico la enlaza;



llore la infeliz, porque la ley pasó las rentas del mayorazgo al hermano, destinándola a ella a ser esclava; que el rey modifique las leyes, igualando a los que la naturaleza hizo iguales; el interés es la causa de tantos males;


   mas tú, siglo corrompido,
que hasta los cielos levantas
este interés y lo adoras,
la frente en tierra inclinada,
   ¿tu instrucción es ésta? ¿el fruto
éste de tus luces sabias?
¡Oh ciego! el abismo mira
que bajo los pies te labras;



ese interés agotará la plata de las minas, multiplicará talleres e industrias, que provocarán el lujo, sólo el oro será su afán, mas no busques entre ellos ciudadanos; la insana sed de oro provoca multitud de tremendas consecuencias;


   todo es menos que ellas: letras,
virtud, ascendencia clara,
mérito, honor, nobles hechos;
todo humilde las acata.
   Las leyes yacen; sucede
al amor del bien la helada
indiferencia; en la sangre
del pobre el rico se baña.
   Los estados no se precian
por razón; quien más estafa
es más honrado; la esteva
el labrador desampara,
   vuela a la corte, y vilmente
la libertad aldeana
vende al rico, y sus virtudes
con todos los vicios mancha.



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Todos trampean y engañan, y los que se elevan agobian al pueblo, pero aún hay tiempo: que «haya honradez y ciudadanos, cual hubo un tiempo en España».

Con esta síntesis de los 412 versos de La despedida del anciano, en la que he suprimido muchos detalles, se ve claramente que el lamento de Meléndez abarca más problemas que los que Jovellanos trata en sus dos sátiras. Hay incluso un planteamiento económico, con el que acaso Jovellanos no estuviera muy de acuerdo. Meléndez condena la teoría del interés individual como motor de la economía liberal, que es la principal teoría de los ilustrados, sin olvidar el fisiocratismo, que en el fondo también se apoya en la libertad del individuo. Jovellanos era fundamentalmente liberal.

Sin embargo, también había tratado en la sátira primera del lujo como causa de corrupción; pero Meléndez generalizó, dando por causa del lujo corruptor el principio económico del interés.

De 1794 son cuatro interesantes poemas: la Epístola III, Al Excmo. señor don Eugenio de Llaguno y Amírola, en su elevación al ministerio de Gracia y justicia; la Epístola VI, El filósofo en el campo; la Oda XXI de las filosóficas, El fanatismo, y la Elegía II, A Jovino: el melancólico9.

A Llaguno le conocía Meléndez desde hacía años, probablemente desde su viaje a Madrid en 1781. Era persona a la que el poeta confiesa que debe mucho intelectualmente. Lo que ahora me interesa empieza en el verso 92.

El programa de gobierno que le pide, o que le ofrece, se centra en tres puntos: enseñanza, justicia e iglesia. En cuanto al primero, califica a las Universidades de «tristes reliquias de la gótica edad», a las que las nuevas leyes (las reformas de Aranda y de Roda) no les permiten más que titubear, Meléndez no se anda con rodeos:


      crea de nuevo
sus venerandas aulas: nada, nada
harás sólido en ellas si mantienes
una columna, un pedestal, un arco
de esa su antigua gótica rudeza.



Hay que recordar que el que había sido catedrático de Latinidad en Salamanca entre 1781 y 1789 se distinguió por su afán de reformas y modernización de las enseñanzas, no siempre con éxito.

El segundo punto se refiere a la justicia, o mejor dicho, a los ministros de la justicia. Meléndez es en 1794 Oidor de la Real Chancillería de Valladolid, después de haber sido alcalde del Crimen   -61-   en la Audiencia de Zaragoza. Pertenecía, pues, al gremio, y se lo conocía bien. Digo esto, porque lo que pide a Llaguno que arregle es el ingreso en la magistratura por recomendación, a pesar de la ignorancia de los pretendientes, que se preocupe de la falta de celo y de virtud (=entrega al bien público), y que termine con la corruptibilidad de los jueces.

En cuanto a la Iglesia, Meléndez sólo dice: «¡cuánto aquí hallarás también!», seguido de unos tremendos puntos suspensivos. No va a levantar el velo. Como se trataba de una Epístola destinada a la publicación inmediata, Meléndez no quiso correr ningún riesgo.

Pero el poeta incluye en su Epístola otros dos temas: uno personal y otro que hemos visto en La despedida del anciano y que volveremos a encontrar más veces. El primero, vs. 121-137, se refiere a Jovellanos, según afirmó Quintana en su conocida Noticia histórica y literaria de Meléndez (ed. de 1820, pág. XLVI). Jovellanos estaba desde agosto de 1790 prácticamente desterrado en Gijón, y el principal obstáculo que se oponía a su vuelta a Madrid era la reina. Basta sólo esto para comprender hasta dónde se comprometía Meléndez al escribir:


Dale, y a ti y a sus amigos caros,
y al carpetano suelo, aquél [Jovellanos] que en noble
santo ardor encendido noche y día
trabaja por la patria, raro ejemplo
de alta virtud y de saber profundo.
[. . .]
Tú le conoces; y en sus hombros puedes
no leve parte de la enorme carga
librar seguro en que oprimido gimes.



Era una clara petición a Llaguno para que contara con Jovellanos a la hora de gobernar. Llaguno, amigo también del último, algo hizo en los años sucesivos por él. Claro que poco después vendría uno de los grandes triunfos de don Gaspar: la lectura en la Sociedad Económica Matritense, en el verano de 1794, del Informe en el expediente de Ley Agraria.

Poco más de tres años después Meléndez, cuando Jovellanos sea nombrado ministro de Gracia y justicia, le dedicará una Epístola de la que hablaré después.

El otro tema puede parecer que se toca un poco a trasmano, tratándose de un ministro de Gracia y Justicia: Meléndez aboga por el colono y por los indios de América. Son pobres, desvalidos, ignorantes. Dice el poeta:

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Su hollada profesión es la primera,
la más noble, más útil; de ti clama
luces y protección: la valedora
mano le tiende y sus plegarias oye.
No; ya no es dado recelar: la santa
humanidad, la religión, las leyes,
el honor, la verdad, todos te imponen
tan alta obligación; habla, importuna,
clama, y débate el pobre su sustento;
labren tus velas su dichoso alivio,
y tus decretos la abundancia lleven
a las provincias, que tu nombre adoren.



De esta Epístola a Llaguno hizo Quintana el siguiente juicio:

«En la epístola es cierto que el incienso prodigado al poder descontentó a los amantes de la dignidad e independencia literaria; pero no hubo nadie que no aplaudiese al generoso y bellísimo recuerdo hecho allí de Jovellanos, a la censura rigorosa y justa de las universidades, y a otras enérgicas y grandes lecciones que se daban a la autoridad; todo en una dicción la más noble y elegante, y en versos magistralmente ejecutados».



El mismo tema del colono lo desarrolla en la Epístola VI, titulada El filósofo en el campo. Es un poema en el que se unen el tópico vida de corte-vida de aldea con una concepción rousseauniana, para entendernos, de la inocencia del hombre no contaminado (perdóneseme la palabra) por la civilización urbana, y con un alegato socio-económico a favor del campesino.

Meléndez escribe a Fabio, invitándole a abandonar la espantosa vida de la corte para retirarse al campo. Pero ya en el verso 14 aparece el campesino real:


Miro y contemplo los trabajos duros
del triste labrador, su suerte esquiva,
sus miserias, sus lástimas; y aprendo
entre los infelices a ser hombre.



El poeta va contraponiendo, con una técnica casi paralelística, las virtudes del campesino y los vicios del cortesano; pero junto a las ideales virtudes del primero aparecen siempre sus reales desgracias, su miseria, su sujeción al mayordomo del dueño. A Meléndez se le ocurre una preciosa imagen:


Mas expilada de su mano avara,
de Tántalo el suplicio verdadero
aquí, Fabio, verías: los montones
de mies dorada enfrente están mirando,
premio que el cielo a su afanar dispensa,
y hasta de pan los míseros carecen.



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Dentro del tópico renacentista vida de corte-vida de aldea, Meléndez introduce este nuevo elemento, perteneciente claramente a la literatura ilustrada.

Si además compuso la Epístola hacia mayo, puesto que Jovellanos la recibe el 19 de junio, posiblemente fue el conocimiento indirecto del Informe en el expediente de Ley Agraria el impulsor de la musa del poeta.

En este poema encontramos otro tópico ilustrado: la crítica a la nobleza. No es ahora cuestión de desarrollar este asunto. Si la burguesía ilustrada tendía a considerar a la nobleza como una clase que debía desaparecer, otros, como Jovellanos, querían su reforma, a fin de que fueran útiles a la sociedad, y si esto no era posible, su desaparición. Meléndez, al contraponer sus vicios a las virtudes del hombre del campo, se queda en el simple plano de la crítica, pero con una condenación implícita de quienes detentan la propiedad. Es muy posible que las ideas desamortizadoras de su amigo estuvieran detrás de sus versos.

En enero de 1797 se publica el primer número del Semanario de agricultura, en el que aparece una «Carta patriótica a los obispos de España», firmada por Godoy. Con este motivo Meléndez le dirige la Epístola VII. Jovellanos había sostenido en su Informe que era necesario enseñar a los campesinos todo lo que fuera en beneficio del propio campesino y de la producción agrícola. Meléndez estaba también ganado para las ideas reformistas de Jovellanos. Y le dice a Godoy:


Alguna vez con pecho generoso
la grandeza olvidad, dejad la corte
y el fausto seductor; y a él descendiendo,
ved y llorad. En miserables pajas
sumida yace la virtud; fallece
el padre de familias que al estado
enriqueció con un enjambre de hijos;
gime entre andrajos la inocente virgen,
por su indigna nudez culpando al cielo;
o el infante infeliz transido pende
del seno exhausto de la triste madre.



Por lo demás encontramos los mismos elementos de la Epístola anterior, aunque ahora se añade, idea de Jovellanos, la necesidad de ilustrar, esto es, de enseñar, al menos elementalmente, al campesino.

La Epístola X, titulada La mendiguez, trata de otro tema que preocupaba   -64-   mucho a los ilustrados. Parece que la Epístola obedece al hecho de que Godoy, en 1802, cuando Meléndez es en parte rehabilitado, procuró solución al problema de varios niños mendigos que el poeta había recogido. Pero no se trata de una simple acción de gracias, sino de poner de relieve la importancia social del acto realizado.

Comprenderemos esto bien, si consideramos que para los ilustrados el mendigo habitual era una lacra social, que conducía a toda clase de delitos; algo que era necesario erradicar. El remedio no está, pues, en darles limosna, sino en darles trabajo, o incluso en forzarles a trabajar, y naturalmente en evitar que una persona pueda transformarse de mendigo circunstancial en mendigo de profesión. Como recuerda Meléndez en el Discurso que voy a citar después, son inaceptables máximas como que «el pobre es una imagen viva del Redentor», «la pobreza Dios la amó», «pobre, pero honrado». Se trataba de ideas que se habían venido defendiendo desde antiguo, y especialmente por la Iglesia. Aceptar estos principios era canonizar y fomentar la mendiguez, aplicándoselos por ignorancia o por una caridad irreflexiva. Al mismo tiempo que nuestra Epístola, Meléndez redactó un Discurso sobre la mendiguez, dirigido a un ministro en el año de 1802 desde la ciudad de Zamora, con ocasión de darle gracias por haber conseguido de él una orden para que fueran admitidos en aquel Hospicio diez niños desvalidos que había recogido el autor (Discursos forenses. Madrid, Imprenta Real, 1821, págs. 273-310). En él se lee el siguiente párrafo:

«A no ser en rarísimos casos el mendigo es siempre un hombre sin economía ni conducta, que ha disipado en vicios cuanto ganó; que no ha sabido educar cristianamente a sus hijos para que le amparen en su vejez; que en el curso de su vida y el buen tiempo de sus trabajos nada ha podido ahorrar, ni hacerse con un amigo, un protector, con nadie en fin que le ayude en sus necesidades. ¿Y este tal hombre no lleva dignamente su merecido en su mismo abandono? ¿No es bien acreedor al desprecio general, y aun a la execración? Y este tal, precisado a vivir de los auxilios de todos, colgado como un siervo de su mano y de su caridad, ¿no será vil por sus desarreglos anteriores y estado actual? ¿Es éste acaso el pobre del evangelio y de la religión, que tan estrechamente encargan el trabajo, y hacen de él una ley al hombre pecador?».



Aunque esta visión es algo simplista, sintetiza el pensamiento ilustrado. Repito que Meléndez se refiere a los mendigos profesionales, no a los circunstanciales. De aquí que se califique de malos ciudadanos a los que dan limosna indiscriminadamente.

En el pensamiento religioso de los ilustrados hay un tema que   -65-   reaparece constantemente: el fanatismo. A partir del principio general de la libertad de conciencia, y en consecuencia de la tolerancia, fanática será toda religión, o forma religiosa, que se imponga por medio de coacciones. Naturalmente, para los no creyentes la religión católica era el máximo ejemplo de fanatismo. Pero incluso para los creyentes existían ingredientes dentro de la Iglesia que se podían calificar de fanáticos. La Inquisición, por ejemplo, pero también la superstición, sobre todo cuando era propiciada de alguna forma por el propio clero.

En la Oda XXI de las filosóficas y sagradas, Meléndez trata de este tema. Aunque alude al fanatismo como un mal general, y por ello cita diversos cultos paganos, mahometismo incluido, esto me parece una cortina de humo para tratar de disimular su ataque a la Inquisición, a la que naturalmente no nombra, pero a la que se refiere en los siguientes versos:


    De puñales sangrientos
armó de sus ministros y lucientes
hachas la diestra fiel; ellos clamaron,
y los pueblos atentos
a sus horribles voces
corriendo van; temblaron
los infelices reyes, impotentes
a sus furias atroces;
y ¡ay! en nombre de Dios gimió la tierra
en odio infando, en execrable guerra.
   Cada cual le ve ciego
en su delirio atroz, oír le parece
su omnipotente voz, y armar su mano
siente del crudo fuego
de su ira justiciera.
Del hermano el hermano,
del hijo el padre víctima perece;
y en la encendida hoguera
lanza el esposo a la inocente esposa:
ni un ¡ay! su alma feroz despedir osa.



Me he referido antes a la Epístola VIII, dirigida a Jovellanos en su feliz elevación al Ministerio Universal de Gracia y Justicia. Recuérdese que Jovellanos estaba prácticamente desterrado en Gijón desde agosto de 1790; que en 1794 su Informe en el expediente de Ley Agraria obtiene un extraordinario éxito; que por entonces es rehabilitado Cabarrús, que había sido la causa del destierro de don Gaspar; que Llaguno y Amírola influyó en la corte a favor de Jovellanos, y que Godoy llamaba al ministerio a Jovellanos y a Saavedra con la intención de recuperar imagen, como diríamos hoy, pero también con la   -66-   intención de llevar adelante una política ilustrada. Godoy echaba mano de las dos personas que mejor podrían realizar esa tarea. Ante el nombramiento de Jovellanos ocurrió algo casi inaudito: si el ascenso de una persona es frecuentemente objeto de fiestas y de panegíricos, el de Jovellanos produjo una explosión de alegría, en Asturias, pero también en Madrid, en Sevilla, en Alcalá y hasta en el pueblecito de Villarcayo. Entre la multitud de poemas que entonces se escriben, el de Meléndez es, junto con el de Quintana, lo más sobresaliente. Acaso merezca la pena subrayar que la Epístola no señala ningún programa de gobierno, como había hecho con Llaguno, sino que supone todo lo que Jovellanos va a hacer por España. Meléndez sabe que su amigo tiene claro el problema; pero sabe también las lágrimas que a don Gaspar le costó aceptar el nombramiento. Desgraciadamente, todo acabaría nueve meses después, y de mala manera; pero esta historia no corresponde contarla hoy.

Un poeta comprometido políticamente, como había sido Meléndez, no podía dejar de poner su musa al servicio de los graves problemas que surgen en 1808, cuando comienza en España una guerra internacional por un lado, y lamentable guerra civil por el otro. Recordemos algunos datos biográficos.

Diez días después del motín de Aranjuez, Fernando VII concede a Meléndez, como a otros muchos, la libertad. Al mismo tiempo le ofrecen la Fiscalía del Consejo, cargo que él rehúsa. A pesar de eso le obligan a irse a Madrid. Vive los tristes episodios de mayo, y se le involucra en el intento de pacificación de los asturianos, junto al conde del Carpio. Está a punto de ser fusilado, sufre un proceso en regla, y vuelve a Madrid. Castaños gana la batalla de Bailén, y Meléndez, que está del bando de los patriotas, escribe y publica sus dos Alarmas españolas. Pero en noviembre José vuelve. Cuando los franceses logran pasar Somosierra y se echan rápidamente sobre Madrid, Meléndez pretende escapar con la comitiva del conde de Montijo y la condesa de Contamina; pero un criado de esta no le encuentra, por un lamentable cambio de domicilio, y queda atrapado en Madrid a la vuelta de los franceses. A fines de diciembre empieza su etapa de colaboracionista con la jura de fidelidad a José. En febrero de 1809 se le nombra fiscal de la Junta de Negocios contenciosos. El 3 de noviembre siguiente alcanza los honores de consejero de Estado. Poco después forma parte de la Comisión   -67-   de reforma del Código Civil y se le nombra presidente de la Comisión de Instrucción pública. Naturalmente paga las consecuencias, y el 22 de junio de 1813 atraviesa la frontera. Ya no volverá a España.

Durante estos años escribe los dos romances titulados Alarma española, las Odas 30, 52 y 53, y las Odas filosóficas 27 y 44.

La primera Alarma española aparece fechada en algunos impresos antes del 2 de mayo de 1808, e incluso en la carta a Montijo que precede a la primera se habla de «los últimos días del mes de abril». Por todo esto, Colford, Demerson y Polt aceptan que Meléndez haya compuesto este romance a fines de abril, y que por lo mismo haya sido uno de los primeros en llamar a los españoles a la rebelión contra los franceses. Me parece, sin embargo, que habría que retrasarla algo. La llegada de Fernando a Bayona ocurrió el 20 de abril. En ese momento no parece que pudiera todavía escribirse:


Al arma, al arma, españoles,
que nuestro buen rey Fernando,
víctima de una perfidia,
en Francia suspira esclavo.



La perfidia y la esclavitud tuvieron que saberse algunos días después. Además la insistencia en que se compuso antes del 2 de mayo me parece sospechosa. Me inclinaría incluso a pensar que Meléndez, que había corrido el grave riesgo de ser fusilado en Oviedo por colaboracionista, escribió, como una forma de rehabilitación, esta primera Alarma después de la batalla de Bailén (20 de julio de 1808) y después de que el 29 del mismo mes abandonara Madrid el rey José. La segunda sabemos que se escribió en setiembre, y ambas se publicaron en el mismo mes. Si la primera se hubiera escrito a fines de abril, como lo lógico era imprimirla, Meléndez lo hubiera podido hacer, sin dar su nombre, que aparece en las primeras eds. conocidas, detalle también este que me parece significativo.

Desde esta perspectiva el primer romance quiso ser una exculpación de Meléndez, ya que, aunque del proceso de Oviedo había salido bien, no cabe duda de que su nombre había quedado manchado. Por lo demás, el poema está dentro de los moldes habituales en aquellos años, sin dejar de citar a Pelayo, a Ramiro y al Cid, a Witiza y a Rodrigo, a Sagunto y a Numancia. Vale mucho más la Alarma segunda. Parece que al poeta le salen más del alma las ideas, que su actitud antifrancesa es más clara y que realmente le preocupa la posibilidad de que el enemigo rebase la línea del Ebro y se apodere de toda España.

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Dice el poeta al final: «Yo mismo animoso os sigo, y opondré el pecho a las balas». Pero ya he dicho que no fue así. El rápido movimiento en noviembre de los franceses sobre Madrid le dejó atrapado en la capital. Indudablemente las dos Alarmas le comprometían. Cómo consiguió librarse de la comprensible reacción francesa, lo ignoro. Pero el caso es que bien pronto colabora decididamente, como he dicho, con los que antes había considerado pérfidos, bárbaros, brutales, infames, sacrílegos.

Las Odas 52 y 53 de la colección de Polt-Demerson se dirigen al rey José. La primera con motivo de la protección concedida en Sevilla a un par de hermanos huérfanos. La segunda en ocasión de la vuelta del rey José a Madrid el 15 de julio de 1811. La primera podría pasar como expresión de la ternura de Meléndez; pero la segunda, retórica y llena de tópicos, indica un claro compromiso político con los Bonaparte. Napoleón es el «Grande Hermano», el «Hermano Augusto», el «Excelso Hermano» de José, «de héroes claro ejemplo». Y España, que es quien habla, llama a este «Rey, Padre, Amigo, Salvador»; y para que no falte nada, la culpable es Inglaterra: «Guerra el leopardo suena, Guerra, y los pueblos su bramido inflama». El leopardo forma parte de las armas de Gran Bretaña.

Otros cuantos poemas están dedicados a la guerra, como la Oda 30 y las Odas 26 y 27 de las filosóficas, curiosamente las tres en liras, la primera de cuatro versos y las otras dos de cinco. Pero sólo quiero hacer una breve referencia a la Oda 44 de las filosóficas, escrita en estancias de nueve versos. Es una oda leída en la Real Academia de las Nobles Artes de Valencia, el 21 de octubre de 1812. Más que de pintura o escultura, Meléndez habla de la guerra. Como en ocasiones anteriores, la culpable de nuestra guerra civil es la Gran Bretaña, a la que llama «el pérfido Albión» y «el maléfico inglés», al mismo tiempo que se elogia al rey José, HERMANO con mayúsculas «del que al bárbaro escita pone espanto».

Había citado entre los poemas de 1794 la Elegía II, titulada A Jovino: el melancólico, pero no había hablado después de ella. Sencillamente quería dejarla para el final, al objeto de hacer con ella un pequeño análisis literario.

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Aparentemente no pertenece a la poesía comprometida propiamente dicha. El poeta trata sólo de una mala etapa espiritual que está atravesando, por lo que acude al cobijo del amigo. Pero es curioso que Meléndez no nos diga en ningún momento cuáles son las causas de su profunda melancolía. Jovellanos tenía, sin ninguna duda, la clave, y por ello no era necesario declararla. Pero a nosotros sí nos interesa conocerla.

Creo que fue un problema concreto el que llevó a Meléndez al estado de ánimo que manifiesta en su elegía. A principios de 1792 el Consejo de Castilla ordena al Oidor de Valladolid que pase a Ávila para hacer la reunión de los cinco hospitales existentes en uno solo, cosa acordada hacía ya dieciocho años. No es cuestión de contar la historia de este negocio, que ha estudiado muy detalladamente Demerson (Correspondance relative à la réunion des hopitaux d'Avila, Bordeaux, 1964), extractado en D. Juan Meléndez Valdés y su tiempo, I, Madrid, Taurus, 1971, p. 307 y ss. Lo que interesa saber es que este asunto ocupó a Meléndez algo más de dos años, y que fue una guerra constante con el obispo, el cabildo y el clero de Ávila, que había muchos intereses particulares por el medio, y que, aunque la guerra en definitiva la ganó Meléndez, no fue sin perder bastantes batallas. El hospital general que él crea ha durado hasta 1958, y el edificio es ahora, o era no hace mucho, residencia de ancianos. No tiene nada de extraño que en la primavera de 1974 Meléndez sintiera «tedio amargo» o «fastidio universal». A Jovellanos, que indudablemente tenía la clave, eleva su amargura, la amargura de un ilustrado, que está realizando una típica obra ilustrada, pero que tropieza con todos los mezquinos intereses, las ambiciones y la falta de ilustración de la clerecía abulense, a la que se unirían otros muchos laicos. Por esta razón he creído que podía incluirse entre la poesía comprometida.

Es muy posible que en ese mismo momento hubiera también otras causas. Poco antes, como ya he comentado, escribía la Epístola a Llaguno, y en ella hablaba de la ignorancia de los jueces, de su falta de celo y de su corrupción. No cabe duda de que estaba pensando en casos concretos, acaso de su mismo tribunal. En setiembre del año siguiente pierde allí un pleito el gran amigo de Jovellanos, Pedro Manuel Valdés Llanos. Meléndez escribe a don Gaspar, y le dice que Valdés perdió el pleito «con escandalosa injusticia». Meléndez era uno de los jueces, y ya puede suponerse lo que allí ocurriría.

En suma, Meléndez tenía motivos suficientes para estar harto, como se dice vulgarmente.

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Desde el punto de vista técnico, hay una primera cuestión que debo analizar. Me refiero a la versificación. Los poemas que he comentado están escritos en diversas estrofas: romance, liras de más o menos versos, estancias, tercetos, y sobre todo en verso blanco. Aunque los endecasílabos blancos se utilizaban ya en el siglo XVI, fue hacia 1770 cuando comenzó a ser el verso ideal para el nuevo tipo de poesía.

Para centrar el problema me parece conveniente leer un párrafo, largo, pero muy interesante, del prólogo que puso Juan Bautista de Arriaza a la segunda ed. (1807) de sus Ensayos poéticos. Dice así:

«De muy pocos años a esta parte se hace alarde entre nosotros de llamar pueril y bárbaro este mecanismo [el de la rima], sin otra razón que la misma dificultad que ofrece a los que quisieran se les abriese el Parnaso por sólo los méritos de eruditos o filósofos. Para éstos la elocuencia y los distintos géneros de prosa facilitarían vastísimo campo en que lucir sus talentos; mas se figuran que allanando las barreras que dividen los términos de la oratoria y la poesía, podrán pasearse francamente por entrambas jurisdicciones, a despecho de la naturaleza, que les condena a encontrar dificultades invencibles en lo que hizo tan llano y practicable para tantos claros ingenios, predestinados como favoritos de Apolo. Así es que practican y preconizan el verso suelto; verso que (en paz sea dicho) lo es más para los ojos que para el oído; pues apenas es dado sino a gentes muy versadas en la lectura de los poetas, no digo el deleitarse con él, sino aun el distinguirle de la prosa, por su corta extensión, comparada con la de los hexámetros antiguos, y la necesidad de confundirse cada verso con la mitad o tercera parte del que sigue, para leerle con sentido, lo que destruye la cadencia de las once sílabas, y de los débiles acentos en que consiste nuestra prosodia, como menos poderosa para sostener un verso que la fijeza de la latina. Cuando admiten el consonante es para colocarle a bulto donde buenamente les ocurra, y en una silva de rimas aventureras. De esta suerte, en lugar de variarse y enriquecer la armonía, la empobrecen, dejándola tan confusa y vaga, que el oído del lector no sabe cuándo esperarla, ni acierta a reconocerla. Y ¿qué diremos, si a la sequedad del verso suelto aun se pretendiese agregar cierto estilo declamatorio, un tono sentencioso, un empeño de derramar la moral cruda, con exclusión de los mitológicos adornos y de las invenciones alegóricas? ¿Cómo reconoceremos a la amable poesía, tristemente sentada en la cátedra de Demóstenes, y tan lejos de los floridos bosques en que el grande Homero y el ingenioso Ovidio meditaban y creaban aquel universo poético, transmitido hasta nuestros tiempos en brazos de todas las artes hijas de la imaginación? La práctica de estos principios, que tanto se recomiendan en varios tratados elementales publicados en estos últimos años, me ha parecido ser semilla de una nueva secta, que sucederá a las dos ya desterradas y conocidas con los nombres de culteranismo y conceptismo, la cual vendremos a llamar filosofismo, tanto más hermana de ellas, cuanto se compone de los mismos elementos, que son hinchazón y   -71-   oscuridad. A cuya sombra todas las composiciones escritas por el mismo estilo, y sin artificio ni variedad en la versificación, parecerán todas retazos del mismo paño; y tan monótona y sorda su armonía, que habremos de inferir tristemente que a la lira de Apolo se le han roto todas las cuerdas, no le queda más que el bordón, y todos tocan por él».



Larga ha sido, pero merecía la pena esta cita del medio neoclásico, medio romántico, y acaso ninguna de las dos cosas. Ha entendido bastante bien el porqué del verso suelto, aunque acaso se ha dejado arrastrar de copleros sin ideas y sin intuición poética, a quienes resultaba muy rentable el verso suelto, porque no les exigía mayor esfuerzo. Pero Meléndez Valdés, que manejaba la rima igual o menor que Arriaza, cuando utiliza el verso blanco lo utiliza por algo.

Una vez más tiene que salir el nombre de Jovellanos. Este ha sido el modelo de nuestro poeta, y además el teórico que tuvo en cuenta. A Jovellanos le preocupaba mucho un instrumento libre y desembarazado, que no encorsetara la expresión de las ideas, porque estas eran lo fundamental. Pero al mismo tiempo le preocupaba que ese instrumento fuera de verdad verso. De este asunto escribe a Meléndez una carta en 177710. Las reglas que Jovellanos deriva de la observación del ritmo de los endecasílabos pueden resumirse en los siguientes principios:

1.º Es necesario dar gran variedad al ritmo de los versos, de tal forma que, a ser posible, el siguiente no repita el ritmo del anterior.

2.º Es muy conveniente que el primer hemistiquio varíe de sílabas y además que se combinen en su final palabras llanas con agudas y esdrújulas.

Pues bien, estas normas las sigue Meléndez. En la elegía encontramos nueve tipos de primeros hemistiquios: 4, 4', 5, 6', 7, 8, 8', 8", aparte un verso trimembre (3 + 4 + 4). Al mismo tiempo hay que atender a la acentuación, teniendo en cuenta acento o acentos principales y acentos secundarios. Difícilmente encontraremos seguidos dos versos con la misma acentuación.

Pero a su vez todo esto conlleva algo que vio bien Arriaza, aunque para él era un defecto. El verso desaparece como unidad rítmica, no sólo por los encabalgamientos reales, es decir cuando un elemento sintáctico en final de verso exige necesariamente su continuación en el verso siguiente, sino también porque prevalece la cláusula sintáctica sobre el verso. Desaparece entonces la pausa final   -72-   del verso, predomina la lectura por cláusulas sintácticas, y con mucha frecuencia el final de estas se produce en el interior de un verso. El ritmo ya no es entonces el del endecasílabo, sino otro mucho más amplio, que abarca un número indeterminado de sílabas.

Si para Meléndez, como escribe Polt, «la norma es un empleo moderado de símiles, metáforas, metonomias y prosopopeya, además de otras figuras como la aliteración, el quiasmo y la anáfora», en esta elegía no encontramos prácticamente ninguna figura retórica significativa. Todo el discurso gira en torno a sustantivos y adjetivos. Son ellos los únicos creadores de imágenes, sensuales casi siempre, pero también a veces sentimentales.

Y quiero terminar con la elegía haciendo una alusión a los vs. 38 y 47. Como figura en la nota, han dado lugar a un precioso trabajo de Sebold. Precioso, pero cuyas conclusiones no comparto. De esta cuestión he tratado en la introducción al tomo IV de Historia y crítica, titulado Ilustración y Neoclasicismo. No voy a repetirme.





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