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La poesía de Delmira Agustini

Manuel Alvar





El concepto de modernismo aparece ya bastante claro, tanto como la vinculación del movimiento a la obra de Rubén Darío. Nos encontramos ante una revolución de alcance esteticista cuyos frutos -logrados- los vamos a ver en Delmira Agustini. Y esta es una primera llamada de atención: al otro lado del Océano (más exacto: en la orilla donde Rubén comienza su quehacer), entre los corifeos del poeta nicaragüense asomaron inmediatamente las voces femeninas. Al cabo de siglos, en las tierras bajas del Plata, resuenan acentos hermanos de los remotos y virreinales de Sor Juana. Pienso en este nacimiento de la mujer a la moderna poesía y pienso que en estos pueblos meridionales (Argentina, Chile), Rubén Darío encontró, por los años del 1880, buena parte de su modernismo.

Delmira Agustini es de las poetisas americanas contemporáneas, la primera en el tiempo y por eso la más cercana a las formas modernistas. Sin embargo, el carácter de su obra no se ha visto siempre con bastante claridad: se ha silenciado su vinculación rubeniana o se le ha buscado un puesto molestamente ambiguo. Hay que intentar establecer lo antes posible su determinación poética y su aportación personal.

Cuando Delmira publica su primer libro de versos (El libro blanco, 1907), hay ya unas cuantas cosas muy claras. Entre ellas, la más transparente es el triunfo del modernismo. Darío ha publicado varios libros: Azul, Prosas Profanas, Cantos de Vida y Esperanza, y en ese mismo año de 1907, El canto errante; Herrera y Reissig, uruguayo como Delmira, cuenta en su historial con Las pascuas del tiempo, Los parques abandonados, Los maitines de la noche, Los éxtasis de la montaña y los Sonetos vascos. Y Leopoldo Lugones ha impreso Las montañas del oro (1897) y Los crepúsculos del jardín.

Después de estos poetas modernistas no se podrá volver hacia atrás, pero todos ellos necesitan el postulado previo de Rubén. Por eso extraña que el poeta nicaragüense aparezca silenciado en una lista de posibles, problemáticos y aún más que problemáticos, influjos librescos sobre la obra de Delmira Agustini: como ocurre en el prólogo de la «edición oficial» de sus poesías. Allí se habla de D'Annunzio, de Herrera y Reissig, de Lugones, de Nervo, de Vasseur... Pero, a pesar de la ausencia, el nombre de Rubén es el primero que surge. El título, El libro blanco, hace pensar en La página blanca de las Prosas Profanas. Y no sólo por afinidad externa. Esta impoluta página es la vida sobre la que van atravesando unos camellos en caravana (la herencia del recién nacido, los ensueños juveniles, la muerte Esperanza) y, al fin, el dromedario sobre el que camina la Muerte. El primer poema del libro de Agustini, El poeta leva el ancla, es, también, una visión simbólica de la vida. Un bello mar, una sonrosada Aurora, el viento sobre la vela... Y en el momento de zarpar


    ... Yo me estremezco, ¿acaso
Sueño lo que me aguarda en los mundos no vistos?...
    ¿Tal vez un fresco ramo de laureles fragantes,
El toisón reluciente, el cetro de diamantes,
El naufragio o la eterna corona de los Cristos?...




Altos menesteres

Pero convendría ver en conjunto el aspecto de la obra poética de Delmira y para ello hay que volver al modernismo. Ante todo palpita un afán de aristocracia, una clara intención de huir de la vulgaridad. Este credo poético de la poetisa se anuncia muy al comienzo de su primer libro con el tópico del hada rubeniana. Allí está la primera afirmación de antirrealismo, como un camino franco hacia los mundos del ensueño:



    -Toma -y una esbelta lira de oro me dió- en ella cante
La musa de tus sueños, sus parques, el cisne azul
Que tiende en los lagos de oro su cuello siempre al Levante,
Y Helena que pasa en la neblina de un tul.

   Canta en la aurora rosada, canta en la tarde de plata,
Y cuando el sol, como un rey, muera en su manto escarlata,
Mientras que la noche llega; ¡ensaya un ritmo y un sueño!

Creo que no cabe mejor definición de un quehacer artístico: la lira de oro sólo podrá emplearse en altos menesteres, mundo onírico entrevisto en sueños en el que las aguas doradas se remansan; los cisnes son azules; la risa, perlas de luz; el crepúsculo, un manto de escarlata. Ahora bien, para crear este mundo tan alejado de la vulgaridad ambiental, es necesario buscar el mágico talismán que trasmute en elementos poéticos a la burda materia. Rubén usó -Creso, Midas- del supremo poder del Arte, él supo bien cuál era su misión en la poesía de lengua española y, más o menos, a regañadientes, fue trazando un credo poético en el que se deseaba ferozmente limpiar de impuros celajes el cielo que le cubría; llegar, al fin, a la limpidez de los astros;


    Por eso ser sincero es ser potente,
de desnuda que está, brilla la estrella,
el agua dice el alma de la fuente
en la voz de cristal que fluye d'ella.

Delmira Agustini adviene al mundo poético cuando el modernismo ya no es un problema; cuando se conocen muy bien sus alcances; cuando Darío ha hablado estéticamente por todos. Es preciso no olvidar esto: en las declaraciones teorizadoras de Rubén, hay dos elementos superpuestos: su credo como jefe de escuela y sus principios como poeta individual. Es lógico que estos dos planos no estén separados por un corte, sino que aparezcan unidos más de una vez. En definitiva, acaudillar un grupo -literario o no- es fruto de unas condiciones personales sobresalientes y ellas, las condiciones personales del caudillo, se reflejarán en los postulados que el grupo defienda. Y llegará un momento en que, agrupadas las fuerzas, una voz represente el anhelo colectivo; Rubén, jefe del modernismo, definió la postura de la escuela según unos principios de valor general: «veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un presidente de república, no podré saludarle en el idioma en que te cantaría a ti, ¡oh Halagabel!, de cuya corte -oro, seda, mármol- me acuerdo en sueños».




El ensueño

Sin embargo, Delmira Agustini traza una justificación meramente personal. Implícitamente conocemos, por definición del modernismo, que ante la vida y ante la realidad del creador, el Arte ejerce un supremo poder. Ahora bien, cada uno de los corifeos aporta su valoración subjetiva dentro de la denominación común, y Delmira, mujer, consigue dar emoción lírica a la realidad cotidiana, valiéndose d e un elemento irracional, el Ensueño:



   Sobre el mar que los cielos del ensueño retrata
Alza mi torre azul su capitel de plata

   Y yo sueño en los cantos que duermen en mi lira.
Cuando un ave vibrante de plumaje escarlata
En la ventana abierta, se detiene y me mira:
-¿Qué haces? -dice- allá abajo, ¡es primavera! - ¡Inspira

    Ansia de sol, de rosas, de caricias, de vida,
La mágica palabra! Vuela el ave encendida.
Yo bajo, desamarro mi yate marfileño
Y corto mares hacia la alegre primavera.
A mi espalda, en las olas, solitaria y austera
Mi torre azul se yergue como un largo «Ave Ensueño»!

Hemos de ver que la poesía de Delmira Agustini es una poesía elemental, como buena parte de la creación modernista. Brota a borbotones. Y en el quehacer creador se funden las criaturas estéticas con la vida real del artista. Por eso, su grito «Muero de ensueños» es impresionante en su variedad y en su unidad. Diverso, porque muestra caminos distintos; simple, porque toda multiplicidad se aúna en el alma de la poetisa. Dos breves referencias sirven de confirmación.



    Tú que sabes si pesan, si consumen
Alma y sueños de olimpo en carne humana

    -Los surcos azurados del Ensueño sembremos
De alguna palpitante simiente inconcebida

   Que arda en florecimientos imprevistos y extremos,
Y al amparo inefable de los cielos, ¡sembremos
de besos extrahumanos las cumbres de la vida!

Dos ejemplos de libros distintos y el mismo subjetivismo. Pero con muy distintas ambiciones. Buscar en un caso la remota ensoñación de hacer prometeicamente divina a la carne humana y, en otro, trasvasar por una efusión de amor cuanto de celeste hay en el cuerpo del hombre. Tema el del ensueño capital, en la creación poética de Delmira, rebosante de eficacia, superior a toda contención y llevado al mundo estrictamente literario, para lograr en él la plenitud, tantas veces fracasada en una vida de dolor.




El pasado irreal

De otra parte, el odi profano vulgo horaciano lleva a los modernistas a buscar climas líricos distantes de los acostumbrados. Una «recreación arqueológica», una poetización de épocas pasadas y de países remotos, crea este ambiente exótico del que tanto abusaron. La edad media es recordada en su mundo feérico, en unas princesitas remotas, en unas ruinas y en unos castillos fantásticos, aunque alguna vez este mundo deje entrever todo el engaño de la tramoya.

Elementos éstos, que viven en un mundo convencional al que los museos han dado vida. Hay que pensar en las viejas tablas de Diericll Bouts, Gerardo de San Juan o Memlimg, donde navegan blancos cisnes, hay que pensar en el primor de Van der Weyden, Simone Martini o Lippi, y en el perfil recortado de sus lirios. Todo este mundo descubierto por los poetas franceses, es el fondo, repetido siempre de nuestros modernistas. El origen divino del cisne y su legendaria historia, han ayudado a hacer del ave el blasón de toda empresa lírica por los años del novecientos. Mucho blasón repetido, tanto que otro poeta modernista de América, Enrique González Martínez, quiso, ya, «retorcer el cuello al cisne». Sería fácil insistir: gran parte de la superficialidad lírica de Delmira Agustini está en estos jardines ornados por el ave wagneriana. Pero cisnes ornamentales, sin la complejidad simbólica que tenían en Rubén, con manifiesto empobrecimiento conceptual; cisnes vagos que brillan sobre el azul del estanque, pero que ignoran la pregunta de nuestro fatal destino.

Si en esta vuelta al primitivismo hay un ave que se lleva todas las luces, hay también una flor en la que se concretan todos los símbolos vegetales. Es la azucena, o, según el gusto de la época, las lises. Hay lises en las manos de las princesas, en la castidad y en la forma de la lira; hay lirios en la inocencia, en la dama medieval, en la boca del amado y en las alas del cisne. Es la flor rubeniana, la que el modernismo cortó en los jardines simbolistas de Rosetti o de Tailhade; la que el modernismo tomó de los prerrafaelistas y de la simbología cristiana.




Paisajes remotos

Al lado de este exotismo temporal, hay otro que los modernistas buscan en lejanos países. Pueblos de halagadoras sonoridades, grafías de inusitada rareza. Como en Leconte de Lisle, como en Gautier. Aunque a veces -también en esto-, el modernismo se queda muy en la superficie. Delmira Agustini tentó, tímidamente, esta cuerda, y nos dejó algún recuerdo oriental en «el vaso chinesco» donde hay un trémolo de nardos, en la madame Butterfly de su Capricho, en el Arabesco de un sueño, en el perfume y la resonancia de Estambul y en esa complicada grafía de Betlheem. Creo que esta pobreza en la exornación exótica, como la trivialidad con que el lirio brota, como la vaguedad del cisne, como la ausencia del pavo real y otros motivos que veremos, se debe a una falta de conocimiento directo de muchas cosas: el modernismo le llega a Delmira por puro reflejo y acepta la luz que le brindan, pero en su lejano Uruguay natal, no puede enriquecer con visiones directas todo el complejo campo del exotismo -temporal, local- que traen los modernistas: ni viejos maestros, ni mitológico Renacimiento, ni diletantismo que aproxime a las cosas extrañas. Le faltaba esa cultura, superficial siquiera, para poder aprovechar personalmente los bienes mostrencos. Por eso las pálidas imágenes donde sus contemporáneos refulgían, por eso la falta de muchos elementos que dieran complejidad a su literatura, por eso queda tan lejos de Rubén o de Herrera y Reissig. Su campo, allí donde ella aportaba notas personales y enriquecía los matices líricos del modernismo, estaba en la experiencia interior, en el mundo al que asomaba cada día y al que podía analizar sin ayuda de los demás.

Acaso nada tan preciso para confirmar todo esto como la significación de Francia en su literatura. La influencia de París, de todo lo que París significa culturalmente, es enorme en Rubén Darío, Francesa es la interpretación de la antigüedad helénica en el gran poeta nicaragüense, como francesas fueron las fuentes en las que bebió erudición clásica. Frente a la exaltación que los modernistas trajeron de Francia, Delmira Agustini se pierde en unas tintas desvaídas. Se cree en la necesidad de rendir el tributo de la época y se nos queda en un ripio, en una vaga evocación -¿Quartier Latin?- o en un disfraz que no logra cubrir un alma indómita, traje menguado para musa acostumbrada a la libertad del campo que conserva siempre «un gran aire salvaje y un perfume de espliego».

El poema Divagación de Rubén, ha sido clave para interpretar una gran parte de la estética modernista:



   Amo más que la Grecia de los griegos
la Grecia de la Francia, porque en Francia,
al eco de las risas y los juegos,
su más dulce licor Venus escancia.

   Demuestran más encantos y perfidias,
coronadas de flores y desnudas,
las diosas de Clodión que las de Fidias,
unas cantan francés, otras son mudas.

   Verlaine es más que Sócrates, y Arsenio
Houssaye supera al viejo Anacreonte.
En París reinan el Amor y el genio:
ha perdido su imperio el dios bifronte.

A la luz de estas palabras y a la de las páginas de René Menard se explica el renacimiento de la mitología en los poetas de la época. Una mitología a la que Watteau, Fragonard..., habían actualizado en las galerías del Louvre o que se había sorprendido en los jardines de Versalles, de las Tullerías o de Luxemburgo. Nacen así poemas en los que queda el gesto, detenido, de una diosa, el mármol de un plinto o la columna sabiamente abatida. Todo un mundo al que la pintura y la escultura de Francia habían acertado a reavivar. Pero si esto es verdad -recreada, no vivida- a los ojos que contemplan, no lo es a la mirada adolescente, abierta -sólo- a la anchura del Plata. Y vuelvo a insistir: el helenismo de Delmira Agustini es tan falso como su orientalismo; le falta la sabiduría de los libros y le falta -también- la contemplación real de las obras de arte, por eso la poca sinceridad y la falta de convicción, la vaguedad de su mundo clásico. Pretexto para una comparación, para un recuerdo mitológico o para una sombra de panteísmo.




Las dos fuerzas

Tenemos el Rubén de Divagación y el de La Cartuja. Frente al bien, el pecado y, como en el verso de Ovidio, la antinomia resuelta en el mal: «Vídeo meliora preboque, deteriora sequor». Pero en pie queda -está- siempre el conflicto entre los dos mundos opuestos. Ante ellos, el dolor del alma del poeta, el deseo sensual inextinguible y la amarga ceniza en los labios.

Del mismo modo que he señalado la identificación vital del ensueño con la creación poética de Delmira Agustini, he de ver ahora como aúna la dualidad modernista fundiendo la experiencia personal en el criterio poético. El mundo es el palenque donde luchan dos fuerzas encontradas y el alma del hombre -incapaz de superar opuestos- se entrega al vencedor:


   ...cayó en tus brazos mi alma herida
Por todo el Mal y todo el Bien: mi alma
(Un fruto milagroso de la vida
Forjado a sol y madurado en sombra),
Acogíase a ti, ¡como una palma
De luz en el desierto de la Sombra!...

Y al ser el alma un reflejo de mundos opuestos, vaso inextinguible de todas las angustias, se puede convertir de lago tranquilo, de fuente cantarina, de arroyo de caricias, de torrente de armonía, de mar de calma en sucio fangal. Al fin, la desilusión, el desencanto de tanto poema modernista: tras los frescos racimos de la carne, los fúnebres ramos de la muerte; tras el verso azul, el canto errante; tras el buen propósito, la hora mala. Simbólicamente establecido en el ramo de rosas y lirios del Nocturno: rosas del deseo o lirios de pureza. Una y otra vez, la encontrada dualidad en un mundo donde la Melancolía, y el Orgullo acechan, donde el deseo va acompañado del dolor y donde, al fin, no hay otra cosa que un feroz subjetivismo para interpretar el mundo de las circunstancias y con él -o a causa de él- un escepticismo amoral;


   Mi lecho que está en blanco, es blanco y vaporoso
Como flor de inocencia
¡Como espuma de vicio!

Y del mismo modo que el alma de la poetisa vacila ante el huracán íntimo para caer en un escepticismo doloroso, el misterio y la variedad se convierten en credo de una estética cargada de resabios románticos:


   Y que vibre, y desmaye, y llore, y ruja, y cante,
Y sea águila, tigre, paloma en un instante,
Que el Universo quepa en sus ansias divinas,
Tenga una voz que hiele, que suspenda, que inflame,
Y una frente que, erguida, ¡su corona reclame
De rosas, de diamantes, de estrellas o de espinas!

Ya no es difícil conocer el camino a que llevan estos. pasos. Se derraman, como rumorosa catarata, en una pasión no contenida y en una entrega sensorial, pero antes de los temas conviene ver los recursos expresivos de esta poesía.




Modos de expresión

El uso idiomático de Delmira Agustini aparece totalmente dentro del modernismo. La misma llamada que lleva a la aristocracia espiritual o al exotismo temático, conduce a una selección lingüística que, en definitiva, es su vehículo expresivo. Entonces aparece el bulbul que en los versos de la poetisa no tiene ninguna de las virtudes clásicas del ruiseñor. Entonces surgen voces eufónicas y desusadas, como aurisolado, como alboboles, como emperlar, como azur, como clepsidra, como fúlgido, como olifante, como opalina, como oriflama. Y, enlazando con cuanto he dicho del exotismo, cierta tendencia muy atenuada al galicismo: alaje, berceuse, glisar, hivernal.

Esto es sintomático. Este recurso estilístico da una luminosa claridad para comprender todo lo que el modernismo significó en el quehacer lírico de la poetisa. Hay una consideración previa: el orden de colocación de substantivo y adjetivo. Es curioso ver cómo en el estilo de la Agustini se prefiere la posposición del adjetivo; esto es, buscar en él una calificación y no una caracterización fundamental; o, con otras palabras: el substantivo es en el mundo poético de Delmira Agustini el elemento expresivo más importante. Y hasta tal extremo, que en uno de los casos que he estudiado, el nombre precede al adjetivo.

Un cómputo semejante, hecho en los poetas modernistas de América, permite ver cómo oscilan entre el predominio de la anteposición adjetiva (Lugones) o el de la anteposición substantiva (Rubén, Herrera); Delmira figura junto a los últimos, a los que, incluso, les debe más de una influencia, pero el recurso estilístico lo lleva mucho más lejos que su compatriota Herrera y Reissig, el más avanzado y el más puro de los poetas modernistas.

Junto a este deliberado orden de las palabras, hay que estudiar, en función siempre del adjetivo, la capacidad evocadora de las voces. Mucho de lo que se ha hablado del modernismo y cuanto vengo proyectando sobre la poesía de Delmira Agustini, gira con frecuencia en torno a la preocupación estética; meollo y razón vital de los modernistas. Por eso su culto a la palabra, aprehendida en los matices más inusitados o adaptada a una nueva sensibilidad o múltiple y cambiante según las exigencias del poeta. Hay que hablar por fuerza en este momento del refinamiento de los poetas decadentes y su aportación a la lírica contemporánea; buena parte de él se ha trasvasado al modernismo en los últimos años del siglo XIX.




El mundo sensual

Se ha señalado el carácter sensorial de la literatura modernista y Delmira no se evade de él. Antes de considerar el empleo de la adjetivación en busca de estos recursos, quiero señalar algún ejemplo en el que la riqueza expresiva logra notables aciertos; luego será más fácil explicar los procedimientos estilísticos. En su poema Nardos, unos pocos versos nos sitúan dentro de una circunstancia en la que el olfato, el tacto y la vista nos ofrecen un mundo lleno de evocaciones; para que la reacción ante los excitantes sea más compleja y más varia, una adjetivación desusada y cambiante viene a enriquecer a nuestros sentidos, al tiempo que el alma queda, también, prendida en el misterio de estos versos:



   En el vaso chinesco, sobre el piano
Como un gran horizonte misterioso,
El haz de esbeltas flores opalinas.
Da su perfume; un cálido perfume
Que surge ardiente de las suaves ceras
Florales, tal la llama de los cirios



    De las flores me llegan dos perfumes
Flotando en el cansancio de la hora,
Uno que es mirra y miel de los sentidos,
Y otro, grave y profundo, que entra al alma
Abierta toda, corno se entra al templo.

Otras veces es la presencia tactil de una tela preciosa lo que rodea el cuerpo. («Un roce de terciopelo / Siento en el rostro, en la mano»), o una metáfora auditiva coadyuva a crear una densa atmósfera de emoción:


   Los sueños, son tan quedos que una herida
sangrar se oiría...

En estos y otros muchos ejemplos, encontramos que el modernismo también ha influido poderosamente en el mundo expresivo de Delmira Agustini. Unas veces son las palabras cargadas de elementos desusados: por su contenido exótico, por su desacostumbrada musicalidad, por su galicismo muy «fin de siécle». En ocasiones, vemos cómo los recursos retóricos de la poetisa uruguaya se insertan dentro de la escuela: entonces no sorprende el carácter substantivo de su poesía en la que el adjetivo queda relegado a una mera misión calificativa y no sorprende tampoco encontrar en Delmira un mundo sensorial en el que se percibe una gama extraordinariamente matizada en la que dominan totalmente las sensaciones visuales y tactiles. Sobre todo las visuales. He aquí cómo el uso de un tipo determinado de adjetivación nos viene a facilitar una caracterización exacta de esta poesía. Poesía «deslumbradora de cromatismo», delirante sinfonía de colores en la que el blanco se expresa por un mundo de tonalidades cambiantes: hay blancos de plata, de armiño, de lirio, de nieve, de marfil; blancos cándidos, blancos albos, blancos blancos. ¿Hará falta recordar, una vez más, sinfonía en blanco mayor de Gautier? Junto a esté mundo luminoso de la albura, el rosa sensual de la carne de mujer o el azul eterno forman una trilogía continuamente repetida. Tres colores puros en la paleta de los primitivos (Fra Angélico, Piero della Francesca, Giotto), tres colores puros que en el modernismo preludiaban ya las evoluciones de Picasso o Matisse.

De las sensaciones tactiles ninguna tan repetida como la del color. Hay una voluptuosidad de manos amantes que se abrasa en los terciopelos, en los rubíes, en los capullos de la flor y que en éxtasis supremo se entrega al fuego de las miradas, al ardor de los abrazos o a la renuncia del beso.

Dos grupos de sensaciones que acentúan el carácter fisiológico de esta poesía. Poesía de amor, de plenitud de amor. Y para la consecución del erotismo total los sentidos van abriendo camino al corazón enamorado, con los ojos, con las manos. Lanas veces la senda lleva a regiones de «celeste serenidad», pero otras el barro de la pesada carne se anega en hondos abismos. Por culpa siempre de los sentidos. Y con los sentidos -vista, tacto- como posibilidad única de salvación.




Teoría del amor

Se ha señalado cómo el modernismo trae, junto a un mundo sensual, «una cuerda de lirismo doliente y subjetivo... postrera metamorfosis de lo elegíaco romántico». La cuestión así planteada es de completa validez para acercarnos a la poesía de Delmira Agustini. Hay dos versos suyos que definen exactamente su lírica:


    A veces ¡toda! soy alma;
y a veces ¡toda! soy cuerpo.

No es una literatura de paradojas intelectuales la que estamos estudiando. Es sencillamente, la expresión elemental de un mundo de pasiones. Una poesía en la que se nos habla constantemente del deseo casi animal o de la melancolía teñida de suaves dolores. Ser «alma» en Delmira son todas las tristezas y todos los ensueños, ser «cuerpo» es la insatisfacción de cada momento. El alma, transida de incertidumbres y zozobras, no encuentra su camino de Damasco; el cuerpo, vulnerado por todas las congojas, que da muerto a los veintiocho años. En esos dos versos la clave de toda la lírica de Delmira: hacia el alma, el romanticismo; hacia el cuerpo, el halago modernista. Pero conviene no padecer espejismos absolutos.

No es la retórica de los románticos lo que Delmira nos ofrece, sino la subjetividad incontenida y la falta de cohesión entre el mundo interior y la realidad circunstancial. De aquí que el romanticismo sea la expresión unificadora de todos sus momentos de júbilo o desolación, porque siempre, en un primer plano absoluto, la poetisa coloca la desnudez de su espíritu; y porque esta tremenda sinceridad personal acaba por quebrantarse ante las aristas hostiles. Al fracaso personal ante la realidad vivida y la realidad intuida lleva, siempre, a buscar la evasión en el ensueño; de ahí, que este elemento irracional del que he hablado antes, sea una especie de Saturno o de Penélope en la lírica de Delmira: va a fomentar y a engendrar su mundo de anhelos y cuando fracasa por incapacidad real, lo devora, y trata de crearse otro camino por el que pueda huir de la realidad o volverse a acercar a ella. Todos estos motivos son aspectos del único problema que se encuentra en la lírica de Agustini, el del amor.

La teoría erótica que nos suministran sus versos hace pensar reiteradamente en las estructuras ideológicas de los místicos. Mientras éstos tratan de acercarse a Dios por evasión de las cosas terrenas, Delmira -amor mundano- convierte en su dios a la criatura. Mientras unos intentan alcanzar la «séptima morada» renunciando a las añagazas del camino, la otra se desinteresa de su fin último.

El amado se manifiesta por la emanación de su luz:


       ...Tus ojos me parecen
Dos semillas de luz entre la sombra.
Y hay en mi alma un gran florecimiento
Si en mí los fijas; si los bajas siento
Como si fuera a florecer la alfombra!

A través de la luz que el amado irradia, es posible un vislumbre de su forma -nunca la total identificación- y el conocimiento del camino que lleva hacia él:


   Amor, la noche estaba trágica y sollozante.
Cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura;
Luego, la puerta abierta sobre la sombra helante,
Tu forma fue una mancha de luz y de blancura.

La experiencia amorosa de buscar y encontrar al amado en el propio corazón, aparece en Delmira:


   Mi corazón moría triste y lento...
Voy abre en luz como en luz febea,
¡La vida brota como un mar violento
Donde la mano del amor golpea!

Por tanto, si el amor es vida, participaría de las oposiciones y antinomias que la vida es, lo he señalado ya, para los poetas del modernismo. Así una vez exclama: «Amor es todo el Bien y todo el Mal». Es, por tanto, la misma incertidumbre de la vida, aquel arrastre de intimidad elegíaca que procede de los románticos, un dolor incapaz de restañarse. Porque, cerrados todos los postigos que pudieran arrojar luz, sólo queda la nostalgia de cuanto se perdió y el hastío de las consecuciones.


    Hoy han vuelto.
Por todos los senderos de la noche han venido
A llorar en mí lecho.
¡Fueron tantos, son tantos!
Yo no sé cuáles viven, yo no sé cuál ha muerto.
Me lloraré yo misma para llorarlos todos.
La noche bebe el llanto como un pañuelo negro.

Hay aquí una fundamental oposición entre la intuición -y la finalidad- erótica de Delmira Agustini y el alcance amoroso de los místicos. Un movimiento casi animal lleva a la poetisa uruguaya a la sumisión y a la entrega amatorias, pero en las cuales se afinca cada vez más a la tierra sustentadora. Son anhelos totalmente distintos: en la mística la renuncia total en un rapto de desasimiento; en Delmira, la renuncia -y la búsqueda- de la arcilla enamorada. Hay un pasaje -entre muchos- de Santa Teresa que ilumina claramente toda esta experiencia; cuenta la Santa: «Muchas vezes me dexava el cuerpo tan ligero, que toda la pesadumbre dél me quitava, y algunas veces era tanto, que casi no entendía poner los pies en el suelo... Pues quando está en el arrobamiento, el cuerpo queda como muerto, sin poner nada de sí muchas vezes... Porque aunque pocas vezes se pierde el sentido, algunas me ha acaecido a mi perderle, del todo pocas, y poco rato: mas lo ordinario es que se turba, y aunque no puede hazer nada de sí, quanto a lo exterior, no deja de entender, y oir como cosa de lexos...» Frente a este desasirse, la entrega en Delmira Agustini no libera de la carne:


   Yo no quiero más vida que tu vida,
Son en ti los supremos elementos,
¡Déjame bajo el cielo de tu alma,
En la cálida tierra de tu cuerpo!

Y desde aquí ya


    Para sus buitres en mi carne entrego
todo un enjambre de palomas rosas.

Esta poesía llamada alguna vez fisiológica, se mueve con los mismos anhelos: llegar a través del amor hacia una fusión total. Y una vez aquí, a la fusión amorosa, ya no le quedan más que dos posibilidades: la perpetuación del instante o su total aniquilamiento. En un caso, la plenitud de amor, la exultante alegría, el júbilo incontenible:


    Si la vida es amor, ¡bendita sea!
¡Quiero más vida para amar!

En otro, destruido el hedonismo anterior, fracasada el ensueño, rota la eternidad esperada, la huída hacia la muerte como única posibilidad de posesión:



   La intensa realidad de un sueño lúgubre
Puso en mis manos tu cabeza muerta.
Yo la apresaba como hambriento buitre...
y con más alma que en la vida, trémula,
¡Le sonreía como nadie nunca!...
¡Era tan mía cuando estaba muerta!

Hoy la he visto en la Vida, bella, impávida
Como un triunfo estatuario, tu cabeza.
Más frío me dió así que en el idilio
Fúnebre aquel, al estrecharla muerta...
¡Y así la lloro hasta agotar mi vida...
Así tan viva cuanto me es ajena!

Hasta aquí se puede seguir una cierta transposición analógica de las tres vías que conocieron los místicos. Pero mientras para estos la vacilación es la marcha del alma y Dios, el sumo amor, la segura espera, el total consuelo, en la poesía erótica de Delmira hay una inversión de estos elementos: el amor sigue un camino firme hacia el objeto amado, que -una y otra vez- escapa a la aprehensión. Aquí tenemos ya un elemento básico para caracterizar esta poesía: poesía real en cuanto algunos datos -el alma apasionada-, poesía irreal en cuanto a su fin -la problemática correspondencia-. Así, mientras los místicos emprenden su camino con la seguridad de unos bienes perdurables, el amor en la poesía humana se comienza con la problemática del logro, y, entonces, para salvar el fin, se va asiendo a cada una de las realidades que encuentra, se pierde en cada uno de los pasos de su progresión. Hay, pues, en esta poesía dos elementos claramente cognoscibles: uno, la ensoñación buscada; otro, la verdad real. Ello explica con nitidez la aparente oposición.

En efecto, la incertidumbre de una correspondencia amorosa e incluso la creación metafísica del amado, hace que la poetisa se encariñe con su propia criatura; esto es, le da vida en un plano extrarreal o irracional como antes he señalado. Para que sus sentimientos amorosos tengan realidad, es preciso buscarles una posibilidad de hacerse y, entonces, todo este mundo intuido se convierte en una verdad ensoñada: la vida es ensueño. «Yo ya muero de vivir y soñar». Ideal, suavemente acariciado, ya se manifieste en cada uno de sus momentos poéticos, ya sea en la intuición cósmica, ya sea en la proximidad del amado.

En el mismo ensueño, están los gérmenes de su destrucción. Si se logra, la fugacidad del momento lleva a la tristeza; si no alcanza granazón, un amargo poso hace brotar la melancolía. Son otros dos de esos elementos románticos de que hablaba. Son dos frutos de esa inconexión entre la realidad intuida y la realidad vivida. La tristeza presupone, pues, un logro en el pasado y su proyección en el presente: la forma actual del pasado es el recuerdo:


    ¡Pobre mi alma tuya acurrucada
En el pórtico en ruinas del Recuerdo,
Esperando de espaldas a la vida
Que acaso un día retroceda el Tiempo!...

Pero como lo que este recuerdo trae es la vida de unas insatisfacciones, tiene que estar cargado, fatalmente, de tristeza. Tristeza de la que no es posible la evasión ni en el mundo real, ni en el mundo del ensueño:


   La cargaré de toda mi tristeza
Iré como la rota corola de un nelumbo.
Por sobre el horizonte líquido de la mar...

En toda esta poesía de decepción, de amargura, de ,deseos insatisfechos, la melancolía actual y la tristeza actualizada acaban, al fin, por coincidir, Melancolía, acaso, producida por las criaturas; tristeza, nacida en el tiempo mismo del placer: ambas fruto de la imposibilidad del ensueño:


      mientras la serpiente del arroyo blandía
El veneno divino de la melancolía
Toda de crepúsculo me abrumó tu cabeza,
   La coroné de un beso fatal, en la corriente
'Vi pasar un cadáver de fuego... Y locamente
me derrumbó en tu brazo profundo la tristeza.

Vengo insistiendo en la duplicidad de los elementos poéticos de Delmira. He partido, de unos versos suyos («-A veces ¡toda! soy alma; / Y a veces ¡toda! soy cuerpo-») en los que se cifraba su razón lírica. Del alma, hemos visto que le queda el ensueño, la tristeza y la melancolía, como cifras fracasadas de un empeño ideal, pero he tratado de demostrar que este fracaso procedía de una inadaptación real porque el cuerpo no alcanzaba la plenitud del logro, o ésta era demasiado efímera; o porque el objeto del amor no respondía a las llamadas de la amante y se creaba un vacío entre la ensoñación intuida y la vivida. El fracaso de los dos anhelos (el cuerpo y el alma; el ensueño y la realidad) busca resolver el problema con la solución, única, que entonces cabe, con la muerte. Ahora bien, llamo la atención hacia esta nueva forma de la irracionalidad, porque si el aniquilamiento es solución para el cuerpo destruido, no lo es para la lógica del planteamiento y se nos vuelve a suscitar -otra vez- el carácter elemental de esta poesía: si el ensueño ha sido una y otra vez la panacea de, l os fracasos intelectivos, la muerte es la solución de los fracasos emotivos. Ensueño y muerte son los dos polos que sustentan el eje de esta poesía; de una u otra forma, manifestaciones semejantes de una romántica inadaptación.




Estatuas y serpientes

Si se vuelve a rastrear en el mundo de oposiciones que es la lírica de Delmira Agustini, aparecen otra nueva pareja hasta ahora no aludida. Son las estatuas, encarnación del dolor íntimo, y son las serpientes, trasunto de los deseos. Creo que se puede entrar con alguna seguridad en este mundo alegórico. La estatua ofrece una acabada perfección, pero en la frialdad hermosa del mármol está la angustia violenta de su falta de humanidad. Por eso la plenitud de la estatua es dulcemente triste, como lo es el alma de la poetisa; por eso en los momentos más serenamente dolorosos de Agustini asoma la blancura de la piedra esculpida:


Más fría que el marmóreo cadáver de una estatua,
Miré rodar espinas, flores, y diamantes,
Como el bagaje espléndido de una Quimera fatua.

por eso la total identificación -ya no comparativa- de la mujer con la fría materia y por eso la emocionada plegaria ansiosa de dar humanidad a la perfección artística:


    ¡Dios!.. ¡Moved ese cuerpo, dadle un alma!
Ved la grandeza que en su forma duerme...
¡Vedlo allá arriba, miserable, inerme,
Más pobre que un gusano, siempre en calma!

Las serpientes, sin embargo, carecen de quietud. Son los deseos que acechan a esta perfección marmórea; son todas las malas pasiones desatadas; son el símbolo del mal y la sexualidad, según la doctrina de Freud. Todos estos enunciados de valoración negativa explican el mundo en que se mueve el alma de la poetisa. Todo el bien soñado y buscado está en el mármol aparentemente frío; contra él -bíblica resonancia- alza su lengua la venenosa culebra, pero en esta poesía desilusionada, hundida en abismos de erotismo, no hay un calcañal de mujer que pueda quebrantar la cabeza del áspid. Y el símbolo del mal, de todos los males, señorea los versos:


    ¡Vi un pozo muy frío, muy negro, muy hondo,
y dentro la horrenda serpiente del mal!

Si el Mal es una culebra, no extraña ya que todos los deseos carnales, cada uno de esos pasos que impedían la llegada a la cima del espíritu, se deslice reptando en esto versos: las miradas, los anhelos, los sueños, los abrazos


   Y era mi mirada una culebra
Apuntada entre zarzas de pestañas,
Al cisne reverente de tu cuerpo.
Y era mi deseo una culebra
Glisando entre los riscos de la sombra
A la estatua de lirios de tu cuerpo.

Hemos llegado al fin y aquí nos espera la realización de un nuevo mito: Eurídice mordida en su blanca figura y Orfeo -Delmira- cantando el desvelo de su dolor en la muerte del más puro de sus anhelos -la esposa, el mundo ensoñado-.




Lo religioso

La religiosidad de los modernistas es sentimental. Se apoya en unos anhelos inconcretos o en una pasión por la belleza. Así se llega al panteísmo: tan pronto como esa belleza brote de unos elementos anclados en la naturaleza. Queda siempre en cada poeta el problema de ver cuánto hay de verdad en tales sentimientos y cuánto hay de escuela aprendida. Una obra tan breve como la de Delmira Agustini apenas si deja lugar a un estudio de la evolución espiritual, al menos en lo que de su producción conocemos. En El Libro Blanco hay un completo caos religioso que trataré de ordenar; después aparece un tenue recuerdo infantil que se concreta en el símbolo cristiano y, más tarde, un temor mezclado de contrición que alguno pudiera calificar de cristianismo. Esta es toda la religiosidad del mundo poético que vengo estudiando. Media docena de poemas, unas cuantas exclamaciones de sinceridad y de nostalgia y, como en todo, un mundo entremezclado, unas intuiciones contrapuestas, una indecisión irresoluta. Pienso que si la religiosidad no es un problema capital en esta lírica -ni casi llega a ser un tema- es porque no interesa como elemento poético, como, en general, no interesó a los modernistas. Las ilusiones, los anhelos, iban hacia caminos más dentro de una tradición de carácter «estético», que haría pensar a Unamuno en el carácter frívolo de esta lírica. Así no es raro ver cómo hay un panteísmo muy claro en algún poema:


    Mi templo está allá lejos, tras de la selva huraña.
Allá, salvaje y triste, mi altar es la montaña,
Mi cúpula los cielos, mi cáliz el de un lirio.

o ver como su sentimiento religioso no era otra cosa que el fruto -otro más- de su ensoñación lírica o un pretexto -otro, también- del exotismo.

Pero todo este mundo más o menos pintoresco vino a caer ante la figura casi humana del nuevo dios. El poema es, ciertamente, poco claro, hay una intencionada vaguedad. Este dios que hace olvidar todas las anteriores monstruosidades, que trae una dulce mirada y una sonrisa suave, ¿podría ser Cristo? A él, al divino sembrador de parábolas, le había dicho en su libro blanco:


   ¡Ah! por todos los templos, por todos los caminos
Divagando sonámbula, yo marchaba hacia Vos...

por el Calvario pregunta a las flores, hacia la cruz van los recuerdos de un tiempo sagrado o un cálido llanto. Todo reunido después de una emocionada invocación y en una plegaria suplicante:


   ¡Oh, Tú que me arrancaste a la torre más fuerte!
Que alcanzaste suavemente la sombra como un velo,
Que me lograste rosas en la nieve del alma,
Que me lograste llamas en el mármol del cuerpo,
Que hiciste todo un lago con cisnes, de mi lloro...
Tú que en mí todo puedes,
¡En mí debes ser Dios!
De tus manos yo quiero el bien que hace mal...
Soy el cáliz que colmarás, Señor;
Soy, caída y erguida, como un lirio a tus plantas,
¡más que tuya, mi Dios!
Perdón, perdón si peco alguna vez soñando
Que me abrazas con alas, todo en el Sol...

Parece ser que el panteísmo estaba en su primer libro, a los 21 años. Pero ya entonces el recuerdo sentimental volvía los ojos hacia la infancia y a sus dulces ilusiones. Después, al crecer la presencia del ensueño, esta misma huída del mundo real llevada a la realidad de unos sentimientos religiosos, pero, como en el caso de Rubén, no digamos en el de Valle-Inclán, este cristianismo incipiente era un tanto irracional; se apoyaba en remotas poetizaciones o en sentimentalismos estéticos. No hay que quitar sinceridad a ninguno de estos pretextos. Creo, que a su manera, los modernistas fueron tremendamente sinceros. Hoy lo parecen poco, pero es que su mundo, exquisitamente labrado, está -a pesar de todo- demasiado limpio y demasiado remoto para verter sobre él las vísceras o la sangre fluyente que han traído nuestros días. Una vez más, hay que pensar en el pretexto de las rimas. En él se anegaba el espíritu del poeta, con generosa entrega, con sin igual apasionamiento. No es poesía de circunstancias o, después de su ennoblecimiento, es poesía de circunstancias en el sentido que la entendió el gran vitalista de Goethe. Tan sinceros son estos versos religiosos, como el amor a Francia, el exotismo o la pasión erótica. En el caso de Delmira, versos religiosos a vueltas y revueltas con todos sus romanticismos, con todos sus sensuales deseos y con todos sus apasionamientos. Estos versos eran, posiblemente, la esperanza y el fin de una poesía que tantas veces procede por tanteos, pero quedaron en el aire: oímos sólo la voz, pero la luz aún no se ha hecho para los ojos. Ciego y todo, sin embargo, el camino va a Damasco. Y morir a los 28 años acaso sea una prueba de redención.





París, mayo-julio 1953.



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