Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La poesía hispanoamericana tras las vanguardias históricas

Luis Sáinz de Medrano Arce





Constituye todo un reto ir precisando en virtud de qué procedimientos y tensiones la poesía hispanoamericana, constituida en boom, no lo olvidemos, desde 1888, ha sabido rebasar el fulgurante período de la vanguardia histórica lo mismo que anteriormente supo franquear el no menos espléndido del modernismo.

En cualquier análisis de este tema han de sonar inevitablemente los grandes nombres carismáticos, pero de lo que se trata es de explorar los colosales territorios que sus naturales sucesores -no sus discípulos- han poblado y siguen poblando con nuevas propuestas de lenguaje, con tal fortuna que la lírica hispanoamericana contemporánea sigue situada, por lo menos, en la misma cumbre en que Darío la colocó.

Si esto es así es debido a que hay y ha habido en ella desde aquellos tiempos un sabio mecanismo de desautomatización que ha funcionado prodigiosamente situando a esta poesía en lo que sabemos constituye la única tradición fecunda; con palabras de Octavio Paz, «la tradición de la ruptura»1, una de cuyas claves, añadimos nosotros, está en esas palabras mallarmeanas que constituyen una melancólica reflexión y una consigna para el futuro: «La chair est triste, hélas, et j'ai lu tous les livres»2. Nada más consecuente, a partir de aquí, que éstas, al parecer, paradójicas palabras de Nicanor Parra: «la tradición se nutre de vanguardia»3.

Un concepto actualizado de vanguardia hispánica nos lleva naturalmente al modernismo, a aquel «aire suave de pausados giros» que resultó ser un formidable vendaval. Ya en él distinguimos hoy claramente, rupturas y obsecuencias, voces y ecos. Como ha señalado Octavio Paz, «los grandes poetas modernistas fueron los primeros en rebelarse y en su obra de madurez van más allá del lenguaje que ellos mismos habían creado»4. Como es bien sabido, Silva lanzó con precocidad la voz de alarma contra el manierismo con su «Sinfonía color de fresas en leche». Darío tiene un rasgo de dadaísta anticipado cuando proclama «una estética ácrata» en las Palabras liminares a Prosas profanas, donde manifiesta asimismo su incompatibilidad con los códigos y aconseja no ser imitado. En esa obra cenital del modernismo ya se instala tempranamente el feliz temor a «la palabra que huye»5, que anticipa la reflexión vallejiana. «¿Y si después de tantas palabras/ no sobrevive la palabra?»6, búsquedas de nuevas propuestas de lenguaje. El acendrado simbolismo de Herrera y Reissig prefigura el surrealismo, mientras Lugones madruga a los ultraístas (Borges dixit), aunque, llegado el momento se burla de «el anzuelo ultraísta de Simón el bobito»7.

Después del modernismo acostumbramos a pensar que la ruptura está sólo en lo que por antonomasia llamamos vanguardia. Admitamos que también el denominado posmodernismo (mientras no surja un nombre mejor) fue una ruptura: se desmitificó la ciudad modernista: frente al elegante México porfiriano de Nájera, al París rubeniano (bulevares, carnestolendas) o al excelso Popayán de Guillermo Valencia, puede aparecer la destartalada Cartagena de Luis Carlos López, amada como unos zapatos viejos. ¿La irrupción de lo cotidiano, el tono menor, la ironía sentimental que en un López Velarde adquiere características inquietantes, no representan quebrantamientos notorios? A tanto se llegó que Gabriela Mistral tuvo que lanzar una voz de atención sobre «el empalago de lo mínimo», lo que ella llamaba también «la creación en acónitos»8.

En este contexto, que es ya paralelo al afianzamiento de la vanguardia, una obra como la de Alfonso Reyes, que desafía con serenidad las muchas estridencias que, ya desde tiempo atrás circulaban, representa también una forma paradigmática de ruptura con respecto al vasto dominio de los «ismos». La poesía de Reyes es una serena apuesta, yendo contra corriente, por el clasicismo. Alguien tenía en verdad que preservar ese fuego sagrado en tiempos de grandes borrascas y deshumanizaciones. Se trata de una voz que en su conjunto mantiene una cuidadosa modulación atenta a los riesgos del énfasis o de la finta «épatante». Esa inclinación hacia la tersura y el halago de la imagen brillante pero no descompasada que incluye, cuando es oportuno, el desenfado (lo que la salva del tono didáctico de un González Martínez), el buscado prosaísmo, el bien aquilatado humor, en alguna ocasión dirigido contra la «nueva algarabía»9, es también ruptura, útil y necesaria sobre todo contra los que rápidamente convertían los lenguajes libertarios en formas canónicas.

La legitimación de esta ruptura alfonsina, que no puede confundirse con la de los inevitables poetas reaccionarios, que nada significan en nuestro recuento, se basa en la personalidad de una voz que se encontraba básicamente templada, podemos decirlo así, por la antigua convivencia con Góngora y Mallarmé. Su afirmación, que comparte con Georges Santayana, de que «hasta el aire es arquitectura»10 no es precisamente el legado de un espíritu rancio. Es la justa advertencia que nadie en línea de modernidad podrá a la larga dejar de hacer suya, lo mismo que aquella otra de raigambre mallarmeana de que «el poeta no debe confiarse demasiado en la poesía como estado de alma y en cambio debe insistir mucho en la poesía como efecto de palabras»11.

Y entrando ya en el ámbito de las vanguardias históricas, todos somos conscientes, si se me permiten algunas reflexiones de carácter general, de que su gran riesgo estuvo en que frecuentemente se puso en marcha junto a ellas, y pretendiendo utilizar la misma carta de ciudadanía, su propia esclerosis. Pero es justo decir que este peligro fue muy pronto detectado por los más avisados entre los que se embarcaron en la aventura renovadora ya en los primeros tiempos, y de ahí las reacciones inmediatas, los avisos cautelares que se dan ya en los «padres procesales». Siempre me ha impresionado la sangre fría con que el propio Marinetti preveía, llegado el momento, su propia inmolación en aras de la pervivencia del futurismo. «Los mayores de entre nosotros -escribía en su primer manifiesto- tienen treinta años. Nos quedan diez, cuando menos, para realizar nuestra misión. Cuando tengamos los cuarenta, que los más jóvenes y decididos no vacilen en arrojarnos al cesto de los papeles»12. Y no olvidemos a Bretón, cuando aludía a las críticas que los textos surrealistas estaban recibiendo, en su segunda proclama: «La aparición de una indiscutible artesanía rutinaria en dichos textos también ha sido perjudicial para la transformación que teníamos esperanzas de provocar mediante ellos13».

Bastante antes, la escatológica exclamación que cierra el Ubu Roi (1896) de Jarry no era sólo una agresión a lo que se suele llamar tradición. Colocaba también una bomba de tiempo en el propio nido de la revolución. (No es extraño que Neruda la recordara, valorando su carácter emblemático en ese libro corrosivo y rupturista que se llama Fin de mundo y que constituye otro de los notables momentos de la subversión literaria contra lo establecido. Neruda declara ahí también su hastío ante «el pornosófico monólogo»14, que es una forma de enlazar una vez más con Mallarmé y su visión triste de la carne.

En la modernidad literaria hispanoamericana, frente a los manifiestos que ya nacían viejos aunque eran inevitables y necesarios, resulta alentador contemplar la reacción de los más sagaces: Para empezar, Huidobro desmitifica el creacionismo -y cuán dolorosamente- en los gritos informes que cierran Altazor. Luego le encontraremos como surrealista converso rompiendo con sus propios dogmas. Borges firma manifiestos ultraístas para deshacerse -implícita y explícitamente- de esa doctrina en escaso tiempo y opone a los desmanes de muchos la triaca de la poesía intelectual. Julio Ortega se ha atrevido a designar a Borges como «nuestro poeta más revolucionario» en cuanto es «el iniciador, en nuestro idioma, de la tradición de las rupturas actuales» desde su «escritura crítica»15 alejada de las pautas naturalistas. En 1927 el cubano Juan Marinello se refería a la legión de los que, «sin tener nada que decir ni dentro de la nueva forma ni dentro de la forma vieja, se apropian de la flamante retórica -ya hay retórica vanguardista- tomando para su obra insincera lo que hay en toda nueva manera, por alta y trascendente que sea, de extremo y circunstancial»16. En el mismo año, Jorge Mañach, otro cubano ilustre, centraba el tema al afirmar que «ser nuevo no es -ni para ser nuevo se exige- la negación o el menosprecio de la obra prestigiada por los siglos»17 y que «toda revolución no es sino el clima dramático de una larga evolución»18.

Muy lejos, al sur, La Pluma de Montevideo proclamaba ese mismo año: «Hay algo que debe marchar siempre delante y por encima de todas las vanguardias: el espíritu vigilante»19. Y Mariátegui denunciaba en el segundo número de Amauta (septiembre 1928) el envejecimiento de los rótulos «vanguardia», «izquierda» y «renovación». «Fueron nuevos y buenos en su hora -añadía- [...] Hoy resultan ya demasiado genéricos y anfibiológicos. Bajo estos rótulos empiezan a pasar gruesos contrabandos. La nueva generación no será efectivamente nueva sino en la medida en que se sepa ser adulta, creadora»20. Del mismo modo, Bernardo Ortiz de Montellano señalaba en 1930 que «la poesía nueva no es una escuela -ya que fácilmente puede descubrirse a los imitadores-, es un camino de personalidad; una poética más que una retórica, dentro de la más completa libertad, sin reglas aparentes»21.

Resulta en verdad aleccionador observar la capacidad de autoanálisis que hay en el conjunto de los manifiestos de esta segunda hora de las vanguardias. Su paradigma pueden ser esas difundidas palabras de Vallejo que cobran toda su dimensión desde la perspectiva actual. Nos referimos a su denuncia de la inercia de los obsesos de un surrealismo escolástico, a los que conminaba al hallazgo de la «emoción», conseguida la cual, no importa de donde vengan y cómo sean «los menesteres de estilo, manera, procedimiento»22 en el quehacer poético.

Tal vez ningún caso de «rupturismo» flagrante como el de Neruda. Primero se muestra indiferente a los «ismos» que aleteaban sobre Santiago, a quienes escribían «a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y del grupo ultraísta de España»23, más tarde pasa a ejercitar unas formas surrealistas que no le vinculan a los modelos franceses, para abominar por último abiertamente de los «poetas celestes»24 y de los «fantasmas de anteguerra»25. Dentro de su discurso, a los textos gongorinos y descomprometidos se enfrentan las voces dramáticamente elementales de los Juanes que dan nombre a la tierra, y al lenguaje panfletariamente político se opone el puro lirismo de la retórica amorosa, capaz de sutilezas trovadorescas. Simplificándose, encrespándose, irónico y escéptico, sacralizándose en la recreación de mitos, vagamente melancólico, atrozmente descarnado y ripiosamente nixonicida, el verbo nerudiano, considerado en su total dimensión constituye un asombroso itinerario presidido por una firme voluntad de romper con las asechanzas de la inercia. Es un texto que se yergue contra sí mismo y también muchas veces contra las otras voces predominantes. Los severos vetos del grupo Mandrágora a que Neruda quedara incluido en el «Paraíso cerrado para muchos» -recordemos a Soto de Rojas- del surrealismo oficial, son muestra patente de su oposición al encasillamiento y la disciplina.

Siguen hasta hoy las discusiones acerca del alcance del surrealismo poético hispanoamericano. Entendemos que ello prueba la personalidad no acomodaticia de esa poesía. Sus más firmes defensores fueron, desde nuestra perspectiva, chilenos y peruanos, pero en México, los «Contemporáneos» sólidamente enraizados en el clasicismo, rupturismo frente a los ismos de los primeros años 20, rechazo de la deshumanización y la sorpresa a ultranza, anhelaron -en palabras de José Gorostiza- una poesía no vinculada a «los signos exteriores de una época» sino «hecha toda de esencia e interioridad»26. Esto incluyó, por cierto, una utilización altamente depurada, ajustada, del surrealismo. Quizá en nadie como en ellos puede verse el espléndido resultado de la metabolización de una vanguardia que en un par de décadas aprende a no desmandarse en lo gratuito y cobra todo su verdadero sentido.

Imposible no volver a citar en este punto a Octavio Paz. Sus vacilaciones -y aun rechazo inicial- del surrealismo legitiman su fervorosa adhesión posterior. Mientras se suceden los episodios que marcan un avance hacia el surrealismo en México -viajes de Antonin Artaud y Bretón: actividades de los peruanos César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, exhibición de Un perro andaluz de Buñuel -la revista Taller guarda silencio. Tras la gran exposición surrealista de 1940 Paz sigue opinando sencillamente que el surrealismo es, en el mal sentido de la palabra, algo «literario». Ahora bien, la estancia en París del mexicano le hará abrirse a tal corriente en la que ve la «alianza de subversión, erotismo y poesía»27, mientras desecha «la simulación del delirio» como una de las peores afectaciones del surrealismo28. Paz es un heterodoxo del surrealismo en cuanto preconiza una libertad por así decirlo, disciplinada: «nunca he creído -ha dicho- que la poesía nazca de la mera espontaneidad o del sueño, tampoco es hija de la conciencia lúcida sino de la lucha -que es también, a veces, abrazo entre ambas»29.

La gran preocupación de Paz ha sido considerar cómo se ha producido en nuestros días el «fin de la idea del arte moderno», «el arte de negación», hasta el punto de que encontramos a «la rebeldía convertida en procedimiento, la crítica en retórica, la transgresión en ceremonia»30. Ésta ha sido una de las sugestivas dilucidaciones de quien ha mantenido el mayor de los desvelos ante las perspectivas de una poesía proclive a ser captada por los grandes circuitos culturales de la sociedad burguesa en la que nada es imposible.

Y en este punto, podemos decir que de un modo general estamos de acuerdo con Sanguinetti cuando recordaba que la vanguardia tuvo dos momentos: el heroico o patético, que consiste en sustraerse a las leyes de mercado, y el cínico, que significa triunfar sobre la competencia en el mercado. Y más aún «A nivel de la superestructura, la vanguardia termina en los museos que, al final de la historia, terminan por devorarla impunemente»31. Tal vez estas palabras puedan, no obstante, ser aplicadas con mayor propiedad a aquellas artes que tienen mercado, lo cual prácticamente excluye a la poesía. Quien compra o se obliga a admirar pintura abstracta es muy probable que no se sienta nunca obligado a leer un libro de poemas. Ahora bien, aunque ésta sea cosa de élites muy reducidas, éstas acabarán aceptando más pronto que tarde las posturas disidentes. Hace unos años Luis Antonio de Villena destacaba cómo el segundo movimiento de la generación poética de 1970 en España estuvo presidido por «un fuerte afán de individualización» motivado, en buena parte, por el «descrédito -por muerte de la sorpresa- de las vanguardias»32. El poeta corre, además, el riesgo de encerrarse en su propio lenguaje, porque, como ha dicho Paz: «todo lenguaje, sin excluir el de la libertad, termina por convertirse en una cárcel»33. Y para los fanáticos del experimentalismo siempre vienen bien estas palabras de Cortázar: «Del ser al verbo, no del verbo al ser»34.

Naturalmente, hechas estas reflexiones, estamos refiriéndonos a los poetas hispanoamericanos que participaban de estos desvelos, lo cual es una manera de decir «todos los mejores».

Pedro Laín Entralgo se ha atrevido a decir, con autoridad matizada por la sincera humildad del verdadero humanista, que «la cultura moderna comenzó a ser para nosotros actual en el decenio de 1920 a 1930, es decir, cuando yo era joven», y «fue inventada -añade- por hombres de una generación anterior a la mía, por mis padres históricos»35. Entre ellos sitúa Laín a los hombres de la Bauhaus, a Le Corbusier, Picasso, Frank Lloyd, Kandisky y Mondrian, los fenomenologistas y los neopositivistas, de Husserl a Wittgenstein, el pensamiento marxista y la metafísica de Ortega y Zubiri, Freud y las corrientes de conductismo neurofisiológico y la nueva psicología que gracias a él se hicieron posibles, la física de los quanta, y en Literatura: los ismos, Proust, Kafka, Joyce y Faulkner...

¿Quién podría discutir esto? Y la siguiente pregunta es ¿cabe seguir viviendo el impulso de estos clásico? -sobre todo cuando advertimos con que celeridad se va ocupando ese anaquel. Baste este ejemplo: «hace 23 años -ha escrito Mario Benedetti- los lectores de Rayuela la asumimos como una transgresión gigantesca, pero los jóvenes de hoy la leen simplemente como un clásico»36.

A partir de aquí hay que plantearse si cuanto sucede después de las vanguardias históricas puede definirse como «vanguardias tardías» o cabría más bien hablar -siempre dentro de una indiscutible situación de ruptura- de poesía posmoderna. El abuso de este adjetivo y del sustantivo correspondiente nos hace manejarlos con algún escrúpulo, pero, sin esperar a mayo del 68, a Marcuse y al final de las utopías, no hay duda de que tras aquellas vanguardias en las que hasta la deshumanización, cuando la hubo, se vivía con pasión y fe, surge en la poesía un nuevo sentido crítico que podríamos definir como cuestionamiento de los anteriores métodos de cuestionar, bajo el signo del descreimiento. Como ha señalado Gianni Vattimo en El fin de la modernidad, en nuestros días -expresión que puede cubrir, en nuestra opinión, el período que empieza tras la guerra mundial-, los ideales de la modernidad se han ido deshaciendo. Y esto que pasa en la modernidad sociológica, histórica, basada en la confianza en el progreso indefinido, ¿sucederá también en el mundo de la poesía? No se repite, por cierto, el fenómeno del XIX, cuando de la desintegración del positivismo surgió esa gran corriente de energía que apostaba por el arte («Lux et veritas et vita»37 en opinión de Darío). Siendo dos cosas distintas la modernidad convencional y la modernidad que tiene su instrumento en la palabra, lo cierto es que la crisis parece ahora conjunta. Es como si la categoría de «lo nuevo» se disolviera en uno y otro estamento. Lo había avisado ya Vallejo: «Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza / ¿Innovar luego el tropo, la metáfora?»38.

Huyendo de las grandes afirmaciones, podemos plantearnos si no estaremos, por así decirlo, en el ciclo de la ironía. Una especie de «estar de vuelta» empezó hace tiempo a infiltrarse capilarmente por todas partes. Algo tienen que ver con esto el Darío de la «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» y de «Agencia», ciertos viejos maestros posmodernistas, el Neruda de Estravagario, el Octavio Paz que llamó prostitutas (es un eufemismo) a las palabras. Y ahí está Nicanor Parra anunciando la bajada de los dioses del Olimpo, derrotando al suspiro y propiciando, al decir de Neruda, «la decapitación del suspirante»39.

Pero el concepto de ironía no ha de ser tomado en un sentido unívoco. No hay que situarla necesariamente dentro del campo semántico del cinismo y la causticidad: puede estar en el del desencanto, en el de la inquerida desconfianza, puede ser el pudor con que se amortigua la pérdida de la fe en el lenguaje, pero asimismo la capacidad para no renunciar al sentimiento y no aceptar la obligación de ser un «irónico» al uso «que sabe su doctrina»40. Y eso es también ruptura.

Por eso, sin olvidar la legítima trascendencia de Parra, interesa destacar otros casos menos «profesionalizados». Y quiero aquí acercarme a tres muy representativos poetas hispanoamericanos.

Gonzalo Rojas, por ejemplo, que aprendió de Vallejo el arte de despojo, de Huidobro el talante de la libertad, cierto ritmo respiratorio en Neruda -y en su propia asfixia- y en Borges el rigor y el desvelo (estamos siguiendo muy de cerca sus palabras). Gonzalo Rojas que tuvo el gesto, que suponemos no debió de resultarle muy cómodo, de separarse del grupo «Mandragora», un grupo disidente demasiado sometido a la ortodoxia de París, y ha tenido gallardías no comunes como la de defender la aportación de Pablo de Rokha, el gran desaforado, el poeta proscribidor y proscrito. «Me he resistido siempre a la fascinación de las modas que se arrugan, presuntuosas de una originalidad que no pasa de originalismo»41, ha escrito Rojas. Su obra es un ejemplo de que si la vanguardia se nutre de la tradición, la tradición se nutre de vanguardia -volvemos a recordar a Parra.

La ironía en la poesía de Rojas es -como en tantos otros casos- una defensa contra la emoción, contra los respaldos culturales que sólo tras el parricidio pueden ser asimilados. Y todo para estrenar otra emoción no contaminada. Tradición de la ruptura.

Sobrenadando otro hontanar surrealista que se nos antoja más solido que el de «Mandragora», el peruano Carlos Germán Belli, después de Alejandro Peralta, Oquendo de Amat, Westphalen y César Moro, no tenía otra opción, como todos los poetas de la generación del 50, que prolongar ese surrealismo formidable pero ya canónico, o enfrentarse con lo heredado con la misma actitud que tomó el imperecedero poeta de Santiago de Chuco en su momento, según la certera interpretación del mismo Gonzalo Rojas: «Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: -Todavía»42.

Y es con ironía creadora como Belli ha conseguido hacerse con uno de los lenguajes poéticos más originales de las letras contemporáneas en español... Su vocación es, más que en el caso del poeta chileno, la de «antipoeta». Para desorientar a la poesía -como en el libro de Parra- crea ídolos falsos -el hada cibernética, diosa de un templo en el que Belli es un fiel descreído- y revisa, con aparente seriedad a los clásicos de la lengua.

En Belli, inesperadamente el lenguaje de fuerte regusto a Garcilaso, a Herrera, a Góngora, a Jáuregui, se desestabiliza, se quiebra el ritmo, chirrían, y no es casual, los entrañables arcaísmos, las dulces voces de la poesía bucólica. Con reticencia, con inexorable luz fría que impide la lágrima, (que creemos pugna muy frecuentemente por salir) y deja a la intemperie las imágenes y frena al receptor que busca, en virtud de las engañosas claves familiares, una cierta complicidad con el poeta. Belli lleva entre manos uno de los juegos más originales de la poesía hispanoamericana contemporánea. Un juego mucho más dramático de lo que a simple vista acaso parezca. Tanto que a veces puede hasta olvidarse de ser irónico. No nos convencerá de que cree en el hada cibernética. Y cuánto patetismo puede haber en el quebrantamiento aparentemente torpe de un ritmo, en el resucitar a ráfagas la noble fascinación de ilustres formas canónicas para hacerlas naufragar.

Los movimientos de la poesía cubana desde la reacción antimodernista tienen un valor paradigmático con relación a cuanto venimos diciendo. Las voces de la vanguardia hacen y abandonan sus experiencias en pocos años -Brull y sus jitanjáforas-. Otros optan por la poesía social, muy temprana, por cierto -Navarro Luna, Regino Pedroso a partir de Nosotros, Martínez Villena, Félix Pita Rodríguez, Nicolás Guillen, que es además la cabeza visible del negrismo-, y creo que todos los citados se abren a su vez curiosamente a registros líricos de delicado intimismo que otra vez nos llevan a los clásicos (¡esas inesperadas quintaesencias garcilasianas de Nicolás Guillen!). Bajo la luminosidad del poeta de Moguer se perfila la palabra lírica de Dulce María Loynaz y Eugenio Florit. Proliferan las revistas de «trovar clus», y, entre ellas, Orígenes (1944) se convierte en crisol de tendencias hermetistas y gongorizantes, bajo el pontificado de Lezama Lima.

De ahí se desprenden Cintio Vitier y Fina García Marruz que, como otros, no tardarán en derivar hacia un humanismo acendrado. Vitier ha buscado, en opinión de Guillermo Sucre, expresar el silencio, entendido como «el lenguaje secreto del mundo»43. Vitier es el poeta de la imprevisible «escritura de la soledad»44, de la palabra sentida como conflictiva, tal vez infructuosa: «se van quedando atrás tantas palabras/ [...] y aun entonces hay que decir ese abandono, ese caernos ya sin cosa/ que decir, en los abismos esperados/ [...] con otras últimas palabras caedizas,/ que son las de raíces más profundas,/ hasta que al fin, callados/ de una tristeza que olvidara su motivo, [...] cantemos la canción de más sentido, la que no dice nada...»45. Ruptura con la palabra -ni más ni menos- como un final de Altazor sin malos modos. También Fina García Marruz nos ha dicho: «quiero escribir con el silencio vivo» y a alguien ha pedido: «Salta y completa tú la melodía»46, y ha definido el «Cine mudo»: «no es que le falte/ el sonido, es que tiene/ el silencio»47. Sin caer en simplificaciones, esta poesía busca en lo particular lo trascendente, bordea lo místico en cuanto eso no la prive de distanciarse de la cosa y la criatura, busca -como preconizaba Lezama- encarnar la poesía en la historia. Algo evidente también en Cintio Vitier.

La poesía, «visión de lo eterno en lo fugaz»48 tiende a lo insondable y se adivina que querría adelgazarse y diluirse para ello en el silencio. Pero el problema no acaba ahí. Ni puede acabar porque, como ha escrito Octavio Paz, «la experiencia del poeta es ante todo verbal; o si se quiere, toda experiencia en poesía adquiere inmediatamente una tonalidad verbal [...]». Otra cosa es que, como también advierte el mexicano, «la poesía moderna es inseparable de la crítica del lenguaje, que, a su vez, es la forma más radical y violenta de la crítica de la realidad»49.

Y porque la palabra -emane o no de un creyente- conecta con el Origen, con lo sagrado, pero ha de partir de la experiencia sensible, ninguno de sus denostadores podrá prescindir de ella, así como tampoco podrá esquivar la tentación de refugiarse en las utopías que ella configura y por las que es configurada.

Hace casi veinte años José Olivio Jiménez señaló que «en la expresión poética moderna de América han sido siempre directrices fundamentales la exploración y la ruptura incesantes en los niveles del lenguaje; una amplitud, con ello, del concepto escolástico de la poesía, lo cual equivale a un implacable proceso de desmitificación de valores estéticos y lingüísticos supuestamente imperecederos, entre ellos aun el del poder de comunicación de la propia palabra»50. Porque la poesía «no es ciertamente comunicación sino crítica de la comunicación, crítica del lenguaje, crítica de la poesía, aspiración heroica al silencio e imposibilidad de tal objetivo»51. Enlazando con lo dicho anteriormente, el rechazo de lo escolástico -¿y qué no lo es?- ha de hacer mantener una permanente tensión, una permanente huida hacia adelante en la que todo puede ocurrir. Así, Saúl Yurkievich, uno de los poetas hispanoamericanos cuyo espacio textual es más proclive al hervor-fervor verbal en libros como Berenjenal y merodeo (1966) y Rimbomba (1978), nos ofrece en uno de sus últimos títulos, El trasver (1988), poemas dramáticos en lo que respecta a esta lucha con el verbo: «La palabra te penetre/ por su impenetrabilidad/ parto/ en todo sentido/ en busca del sentido/» -allí [entendemos], donde las analogías se ofrecen en un «agujero negro»52. Pero en ese afán de ver más allá, de «tras ver» pueden comparecer sorprendentemente galanas formas poéticas con regusto de cancionero, versos de gay-trovar, sutilezas de amor cortés, como en «Señora del bel mirar».

Esta vuelta atrás, cuya comparación con las de Belli sería interesante hacer, nos intriga verdaderamente: seguramente no es sino un procedimiento suave que encubre un forcejeo en busca del sentido, una ruptura con lo críptico, una lucha por la meta inaccesible del silencio que todo lo contiene.

Hemos querido centrar nuestros acercamientos a la poesía hispanoamericana rigurosamente contemporánea en algunas incitaciones ofrecidas por tres de sus más ilustres representantes. Creo que ellos nos muestran con su obra el fecundo sistema de tensiones y distensiones con que la lírica trasatlántica va tejiendo su admirable tramado. Tela de Penélope en la que la vigilancia de la palabra rompe y anuda sin cesar el hilo, con otros de antigua prosapia a veces, con áspero cordel otras, nunca con el mismo, con la ardua pretensión de «restituir al lenguaje su verdadera vida»53, de «nombrar lo que esencialmente no tiene nombre»54.

La hilandera es siempre ese poeta que tiene que acabar por aceptar con Machado que «nuestra vida es tiempo» y que «nuestra sola cuita/ son las desesperantes posturas que tomamos/ para aguardar».

Hacer tradición con la ruptura no es cosa privativa de la lírica de Hispanoamérica, pero es de dudar que en ninguna otra parte del mundo este fenómeno haya dado y esté dando tan nobles resultados.





 
Indice